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Clarín

1852-1901

María del Carmen Bobes Naves

Universidad de Oviedo

A Leopoldo Alas, «Clarín», y según expresión suya, repetida luego incansablemente por sus biógrafos, «lo nacieron en Zamora» (1852); él se consideró siempre ovetense, pues, salvo salidas a Madrid y veraneos en la provincia, vivió en Oviedo hasta su muerte (1901) y la sociedad de Oviedo (bajo nombre literario de Vetusta, en La Regenta) sirve de marco de referencias a sus obras, para bien o para mal. Su biógrafo J. A. Cabezas lo calificó, con expresión feliz, de «provinciano universal», y la frase cobra pleno sentido si se refiere a sus amplios conocimientos de la literatura de todos los tiempos y de las ciencias humanas de su tiempo, que sintetiza en una postura ideológica en la que participan el krausismo, dominante en el claustro de la Universidad de Oviedo por entonces, un positivismo naturalista y una corriente espiritualista que atempera a las dos anteriores.

Los Solos y los Paliques son artículos -no todos literarios, también de derecho y filosofía- publicados en periódicos, que hostigaron los defectos que, desde su propio gusto y saber, encontraba «Clarín» en las obras de sus contemporáneos; mientras vivió fue conocido y temido por estas colaboraciones en la prensa; y quizá esta circunstancia explica la actitud de la crítica cuando aparece en 1884 el primer tomo de La Regenta, que pasa sin apenas comentarios, en espera del segundo; y cuando aparece el segundo al año siguiente, tampoco suscita críticas, quizá por temor; y explicaría también el ensañamiento con que algunos autores comentaron el fracaso público de Teresa, estrenada en Madrid en 1895. El triunfo de La Regenta, que arrastra todo el resto de la obra, no sería total hasta que empezaron a apagarse las censuras y las polémicas en torno a las críticas del «Clarín». Es sintomático que el tema de las relaciones entre La Regenta y Ma-dame Bovary apoyó, en principio, acusaciones de plagio y es hoy analizado para mostrar la originalidad de La Regenta y para matizar los juicios sobre ambas novelas y sus autores en el conjunto de la narrativa decimonónica.

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Hoy puede hacerse ya un cuadro desapasionado sobre la persona y la obra de Leopoldo Alas. La difusión y el aprecio de su obra conoce un progresivo incremento con la celebración del cincuentenario de su muerte (1951), el centenario de su nacimiento (1952) y el reciente centenario de la aparición de La Regenta (198485). Números monográficos de revistas literarias, homenajes de todo tipo, congresos y una amplia bibliografía, dan hoy testimonio del interés que suscita en el mundo culto todo lo referente al escritor asturiano. Las ediciones de sus obras y las antologías de artículos suyos o sobre él son continuas; las traducciones de La Regenta se suceden: al inglés, al chino, al sueco, al polaco, al portugués, al francés...

Son varios los géneros que cultivó y que sistematizamos someramente: fue crítico literario con juicios discutidos y de gran resonancia; hoy sorprende su entusiasmo por el teatro de Echegaray o por la lírica de Campoamor o Núñez de Arce; parece que su imparcialidad de crítico insobornable se veía mediatizada por la amistad. También fue autor dramático de una sola obra, Teresa, estrenada en 1895 en el Teatro Español por María Guerrero. Parece que en su adolescencia había escrito otras obras, que se han perdido, y anunció una titulada La millonada, de la que alguno de sus amigos dice haber visto escenas escritas.

Es autor de numerosos cuentos, reunidos en volúmenes como El Señor y lo demás son cuentos, Cuentos morales, etc. Para algunos críticos es «el creador del cuento español», para otros se empareja con cuentistas que cultivan el costumbrismo o el realismo, como Alarcón o Pardo Bazán. El más celebrado de sus cuentos es, sin duda, Adiós, Cordera, cuya ternura se destaca en todas las alusiones que se hacen en prólogos, antologías y ediciones: la historia de dos niños que pastorean una vaca, el paralelismo del destino de la vaca al matadero y del niño como «quinto», llenan de emoción al lector. Además, es autor de novelas cortas, como Pipa, Cuervo, Superchería y, sobre todo, Doña Berta (1892). Como en los cuentos, la ternura ante los niños, los picaros locales, los desgraciados, es una constante de la disposición del autor.

Por último, es autor de varias novelas, algunas no terminadas, y dos acabadas: Su único hijo, que suscita entusiasmos puntuales, y La Regenta, que origina el entusiasmo y la admiración general entre lectores de todo tipo y en la crítica de todas las tendencias.

La Regenta es una novela extensa, de treinta capítulos. Los quince primeros diseñan el panorama social de una ciudad de provincias, Vetusta, que se recorre en el discurso en dos tardes y un día completo para dar noticias de un tiempo de la historia de más de veintiocho años. Para ajustar el dilatado tiempo de la historia en lo reducido del discurso, se vale el autor de un narrador omnisciente y de varios recursos de flashback, como el recuerdo, la introspección, el tiempo interior, etc. El capítulo dieciséis es una transición entre ese modo de presentar y la narración que seguirá en la segunda parte. Y es precisamente este capítulo, que cuenta la asistencia a una representación teatral, el que se consideró plagio de Madame Bovary, donde hay una escena semejante. Sin embargo, ni la intención, ni el efecto, ni la situación sintáctica de tal episodio son semejantes en una y otra novela: en Madame Bovary es un episodio, como la fiesta en el castillo, los comicios, etc.; en La Regenta sirve de paso de la primera a la segunda parte, de un estilo de presentación a un estilo narrativo y funcionalmente es un efecto especular: reproduce en las formas dramáticas del Don Juan que se representa en escena, la historia que vivirá la Regenta. Las correspondencias entre una y otra historia se señalan directamente punto por punto y permiten al lector liberarse de la curiosidad por el desenlace; y el narrador, por su parte, queda liberado de la tensión informativa y puede lucir habilidades y elegir formas narrativas con toda libertad: dejar blancos en el discurso, luego volver atrás con morosidad para recrearse y hasta repetir escenas desde visiones contrapuestas, anunciar y crear expectativas, etc. La narración ofrece una gran originalidad con todos estos recursos.

La originalidad se manifiesta también en la sintaxis y en el valor semántico del conjunto. El esquema habitual de las «novelas de adulterio», con el trío: esposa, marido y amante, queda modificado en La Regenta con un cuarteto de esquema original: Ana Ozores, la Regenta, está rodeada de tres pretendientes: don Víctor, que la seduce con el matrimonio y la oferta de una vida a salvo de penurias; don Álvaro Mesía, don Juan de oficio, que no le ofrece nada, y crea una ficción amorosa y hasta pasional; y don Fermín, un sacerdote, que se introduce en el mundo de Ana como confesor y se enamora realmente de ella.

Algunos críticos han propuesto una lectura «realista» de la obra y dan a la ciudad el protagonismo, pero creo que no puede considerarse así, pues la ciudad no pasa de ser un telón de fondo que no varía del principio al fin; otros críticos han propuesto una lectura «naturalista», y efectivamente en el discurso se encuentran frases que bien pudiéramos considerar así, pero no hay en la historia indicios de un determinismo en las conductas. La novela puede leerse también como «novela de aprendizaje», pero no interno, pues Ana no aprende nada y eso significa su deseo de volver a empezar la relación con don Fermín; y eso la lleva a la desastrosa escena final. Pero el lector sí aprende: tiene ante sus ojos el paradigma de lo que no debe hacerse: casarse para asegurarse techo y comida, creer en el amor de un don Juan, identificar la religión con una persona.

La novela es compleja y apasionante, moderna en sus recursos y genial.