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Clarín y el Teatro Lírico


Ana Cristina Tolivar Alas





El 27 de febrero de 1901 asistió Clarín a una velada en memoria de Ramón de Campoamor, fallecido unos días antes. Se celebró en Oviedo, en el teatro que lleva el nombre del poeta a instancia, entre otros, del propio Leopoldo Alas. El acto contó con un intermedio musical. Don Fernando Martínez Torner leyó unas cuartillas y el autor de La Regenta, herido ya por una enfermedad incurable y visiblemente emocionado, habló de la muerte. Es el último dato biográfico que pone a Clarín en relación con la música1.

El origen de la afición de Leopoldo Alas a la música y, más en concreto, a la ópera, no resulta fácil de determinar, si bien la propia elección de su seudónimo, «Clarín», el instrumento anunciador por excelencia, le asociará para siempre con el mundo musical. Hay constancia documental de que, en 1859, al poco de regresar a Asturias don Jenaro Alas con su familia, se organizaron en Oviedo fiestas patrióticas en las que se cantó Il Trovatore. Pocos años después, en junio de 1863, se representaron en el teatro del Fontán Rigoletto, Lucrezia y Don Sebastián y, en octubre de 1864, Nabucco, El barbero de Sevilla y Linda de Chamounix2. Es probable que el pequeño Leopoldo asistiese a alguna de estas funciones o al menos llegara a sus oídos el eco de tales acontecimientos de la vida social ovetense.

En 1875, año de la Restauración, entra Leopoldo Alas con sus «solos» y «preludios» de «Clarín» a formar parte de la «orquesta» de «El Solfeo», una publicación cuyo rótulo debe ser tomado «en el sentido de solfa», según expresión de Cabezas3. Años después conoce el escritor a Onofre García-Argüelles que «en los estudios de piano había sido aventajada discípula de Víctor Sáenz». Onofre era capaz de «ejecutar piezas difíciles con gran perfección técnica y con cierta personalidad interpretativa. Era muy frecuente hacerla cantar en las reuniones familiares de amigos, a lo que ella accedía sin jactancia y sin hacerse rogar mucho». Una vez casada con Clarín «éste solía rogarle con frecuencia que cantase una romanza que al mismo tiempo interpretaba al piano. Esto suponía para Clarín un placer espiritual que, según él, no cambiaría por ningún otro»4.

En fecha indeterminada el músico asturiano Facundo de la Viña dedica una composición pianística que imprime en Valladolid y titula Palique «al eminente crítico don Leopoldo Alas ('Clarín')». Esta pieza de salón parece haberse compuesto por los años noventa a juzgar por su estilo entre romántico y nacionalista.

Aunque Clarín nunca pasó de ser un buen aficionado a la música y para nada consta que tuviera conocimientos técnicos en la materia, la incidencia del elemento musical a lo largo de su creación literaria parece lo suficientemente acusada como para ser objeto de reflexión y tal vez de un estudio más profundo. Nos detendremos más tarde en Su único hijo, una novela en la que la presencia «de una compañía italiana de ópera de tercera categoría», en palabras de Carolyn Richmond5, interrumpe la monótona existencia provinciana de su protagonista, excitando en él «la imaginación romántica». Menéndez Pelayo percibió en la obra una «tristeza decadentista»6 que, a nuestro juicio, va intrínsecamente unida al concepto que Clarín tuvo siempre del género operístico. Si recordamos los cuentos Amor'e furbo, ambientado en el mundo galante, frívolo, alegre pero lejano de la ópera rococó, o La Reina Margarita, trasunto en cierto modo del Faust de Gounod, comprobaremos este extremo, aunque creemos que es en La Regenta precisamente donde puede apreciarse de modo más contrastado la irresistible atracción de Clarín por el teatro lírico al que paradójicamente vincula con todo lo decadente, del mismo modo que, más tarde, en Su único hijo, constituirá una síntesis de lo ideal y lo perverso, de lo corrupto y lo sublime.

Si Las dos cajas es un cuento de tema eminentemente musical, también aparecen alusiones musicales en Doña Berta, en Cambio de Luz, donde se menciona a Beethoven, Mozart y Händel; en Don Patricio o el premio gordo en Melilla, donde se nombra la zarzuela Marina de Arrieta; en Un viejo verde, narración sobre la que planea la sombra de Beethoven; en El Quin, donde se habla de «la wagneriana exclamación estridente de la cigarra»; en Snob, cuya protagonista es apodada «La Africana», etc.

Posiblemente ahondando en la obra de Clarín encontrásemos más referencias dignas de comentario, pero vamos a centrarnos ahora en la presencia del teatro lírico -sin olvidar otras citas y alusiones musicales de interés- en las dos novelas propiamente dichas de Clarín: La Regenta y Su único hijo. Recordemos únicamente que en su artículo «La novela novelesca» Clarín dice echar de menos en las novelas contemporáneas ese sentido de la poesía «al pensar en el cual se piensa un poco en lo lírico y hasta en lo musical, en cuanto cosa del espíritu»7.


ArribaAbajoMúsica y teatro lírico en La Regenta

La sensibilidad musical de Leopoldo Alas en su principal novela se pone de relieve en algunos rasgos de estilo ajenos a la simple cita. Así, por ejemplo, la definición de la torre de la catedral como «delicado himno» en el capítulo primero, o el modo de plasmar la sensación experimentada por don Fermín de Pas, sediento de venganza, ante su cuchillo de monte, en el último capítulo («La hoja relucía, el filo señalado por rayos luminosos, parecía tener una expresión de armonía con la pasión del clérigo. El Magistral le encontraba una música al filo insinuante»), reflejan claramente ese tipo de sensibilidad.

Podemos clasificar las alusiones musicales de La Regenta en cuatro grandes bloques8. El primero de ellos englobaría, bajo el denominador común de «música popular», las composiciones de salón, los temas folklóricos, las canciones tradicionales, y, en general, todo lo que no pueda ser considerado música religiosa o música clásica pura. La música religiosa constituye el segundo bloque, y, al igual que el primero, no va a ser tratado aquí. No obstante, es preciso destacar, por su relación con el teatro lírico, que la obra musical religiosa que tendrá un papel más decisivo en el desarrollo, y casi diríamos en el desenlace, de la novela es el Stabat Mater de Rossini, obra «espectacular», en expresión de Michel Hofmann9, del mismo modo que también será espectacular la reacción que su música va a producir en Ana Ozores: la decisión de desfilar como penitente el día de Viernes Santo. El efecto de esta composición rossiniana en la exacerbada imaginación de la Regenta queda patente en estos fragmentos de los capítulos XXV y XXVI:

«Calló el P. Martínez y comenzó el órgano a decir de otro modo, y mucho mejor, lo mismo que había dicho el orador de lujo. El órgano parecía sentir más de corazón las penas de María... Ana pensó en María, en Rossini, en la primera vez que había oído, a los dieciocho años, en aquella misma Iglesia, el Stabat Mater... Y después que el órgano dijo lo que tenía que decir, los fieles cantaron como coro-monstruo bien ensayado el estribillo monótono, solemne, de varias canciones que caían de arriba como lluvia de flores frescas. Cantaban los niños, cantaban los ancianos, cantaban las mujeres. Y Ana, sin saber por qué, empezó a llorar. A su lado un niño pobre, rubio, pálido y delgado, de seis años, sentado en el suelo junto a la falda de su madre cubierta de harapos, cantaba sin pestañear, fijos los ojos en la Dolorosa del altar portátil; cantaba, y de repente, por no se sabe qué asociación de ideas, calló, volvió el rostro a su madre, y dijo:

-¡Madre, dame pan!

Cantaba un anciano junto a un confesionario, con voz temblorosa, grave y dulce (...) Cantaba todo el pueblo y el órgano, como un padre, acompañaba el coro y le guiaba por las regiones ideales, de inefable tristeza consoladora, de la música».

«En aquel momento cesaron los cánticos del pueblo devoto (...) En el coro daban señales de vida violines y flautas con quejidos y suspiros ahogados; se oía el ruido de las hojas del papel de música. Gruñó un violín. Cayeron dos golpes sobre una hojalata... Silencio otra vez... Comenzó el Stabat Mater.

La música sublime de Rossini exaltó más y más la fantasía de Ana; una resolución de los nervios irritados brotó de aquel cerebro con fuerza de manía; como una alucinación de la voluntad. Vio, como si allí mismo estuviese, la imagen de su resolución: «sí... ella, ella, Ana a los pies del Magistral, como María a los pies de la Cruz. El Magistral estaba crucificado también por la calumnia, por la envidia y el desprecio...».

«Y tranquila, segura de sí misma, volvió su pensamiento a la Madre Dolorosa, y se arrojó a las olas de la música triste con un arranque de suicida...».

«Se le había ocurrido aquella tremenda traza de mortificación propia de la novena de los Dolores, oyendo el Stabat Mater de Rossini, figurándose con calenturienta fantasía la escena del Calvario, viendo a María a los pies de su Hijo, dum pendebat filium, como decía la letra»10.

Las alusiones a la ópera, que constituiría el tercero de los bloques, no pueden desligarse de la presencia de Italia, de lo italiano en la obra de Clarín. Recordemos simplemente a este respecto Su único hijo o Superchería. En La Regenta se nos dice que la protagonista era hija de una modista italiana. Don Carlos de Ozores la había conocido en un viaje trascendental para él ya que «El romántico Ozores era clásico después de su viaje por Italia» (capítulo IV). En el transcurso de la novela se encuentran pinceladas de italianismo; así, en el capítulo XII se lee: «-Non capisco -respondió el ex alcalde, que sabía italiano de ópera»; en el capítulo XX Juanito Reseco proclama su ateísmo diciendo «-Pues yo soy otro (ateo), anch'io... sono pittore», parafraseando a Correggio ante la «Santa Cecilia» de Rafael; y en el capítulo XXVII Quintanar llama a la Regenta «mia sposa cara».

Los títulos operísticos mencionados en La Regenta son italianos o franceses italianizados. Se sabe por las crónicas de la época en que Clarín escribió esta obra, que en fiestas de sociedad vestían caballeros y damas ovetenses disfraces inspirados en los personajes de las óperas de moda, óperas italianas por lo general. Viene al caso recordar esta observación de Guillermo García-Alcalde: «Desde cierta óptica, lo que frecuentemente se considera regresivo en la cultura ovetense -el italianismo excluyente de la ópera- tiene una raíz histórica y estética de signo revolucionario. Si don Enrique de Villaverde, en sus frecuentes visitas al gran benedictino del Claustro de San Vicente (Feijoo) se hubiera dejado seducir por su nostalgia de la reforma gregoriana, es posible que nuestra música siguiera otros rumbos; pero la práctica nacional, la Corte llena de músicos italianos, el primer Conservatorio Real dirigido por un tenor italiano -Piermarini- y demás circunstancias igualmente decisivas, acaso no permitieron otra forma de 'modernidad' musical que la por ellos impuesta»11.

En el capítulo I de La Regenta vemos cómo don Saturnino Bermúdez, además del Santo Fuerte, entona el «Spirto gentil» de La Favorita y la «Casta diva» de Norma como antídoto contra el «vicio» que osa olfatear. En el capítulo III Ana Ozores se rebela contra su estúpida existencia, pero trata de sojuzgar esa rebelión: «En aquel instante deseaba oír música; no podía haber voz más oportuna. Y sin saber cómo, sin querer, se le apareció el Teatro Real de Madrid y vio a don Álvaro Mesía, el presidente del Casino, ni más ni menos, envuelto en una capa de embozos grana, cantando bajo los balcones de Rosina:


Ecco ridente in cielo...».



Clarín explica que «Quiso pensar en aquello, en Lindoro, en el Barbero, para suavizar la aspereza de espíritu que la mortificaba».

Vuelve a aludirse al Teatro Real en el capítulo VIII, al precisarse que el marqués de Vegallana tenía «la manía de las pesas y medidas»: «Covent Garden tiene tantos metros de ancho por tantos de largo y tanto de altura; y hallaba el cubo en un decir Jesús. El Real tiene tantos metros cúbicos menos que la Gran Opera [el Palais Garnier de París]». Pedro, su criado, cantaba «La donna e mobile».

En el capítulo XIV vemos al Magistral angustiado ante la idea de que pueda ser la Regenta una dama cuya silueta percibe en el balcón de la casa de los marqueses. La dama parece asediada por un caballero: «La cabeza de la silueta de señora desapareció un momento; hubo un silencio solemne y en medio de él sonó claro, casi estridente, el chasquido de un beso bilateral. Después un chillido como el de Rosina en el primer acto del Barbero.

El Magistral respiró: 'No era ella, era Obdulia'».

La ópera francesa, pero italianizada, aparece por primera vez en el capítulo XV: Es un violín tocado por «manos expertas» el que con sus notas «dulces, lánguidas, perezosas» dice «a su modo:


Al pallido chiaror
che vien degli astri d'or
dami ancor contemplar il tuo viso...».



Se trataba de motivos del acto tercero del Faust de Gounod, motivos que hacían llorar «para adentro» a don Fermín, recordando sus treinta y cinco años de «vida estéril».

El violín sigue sonando y es don Santos Barinaga quien, poco después, reconoce fragmentos de La Traviata y el «Miserere» de Il Trovatore en las melodías que desde el balcón rasgan el silencio de la calle. Sobre la base argumental de estas dos óperas verdianas hemos de tener en cuenta que, con evidente ironía se dice en el capítulo VII que La dama de las camelias constituía, junto con la Historia de la prostitución de Dufour, toda la cultura literaria de Paco el marquesito.

En cuanto al drama de García Gutiérrez sabemos que estaba en la mente de Ana Ozores que, como el propio Clarín, había vivido en Zaragoza, y se preguntaba: -«¿Qué había dejado (...) a orillas del Ebro, el río del Trovador (...)?» en el décimo capítulo.

Aida (1977)

Aida (1977)

La proverbial y particularísima afición vetustense a la ópera queda fielmente reflejada y resumida en el capítulo XVI:

«La ópera, la ópera era el delirio de aquellos escribanos y concejales; pagaban un dineral por oír un cuarteto, que a ellos se les antojaba contratado en el cielo, que sonaba como sillas y mesas arrastradas por el suelo con motivo de un desestero.

-¡Se acuerdan ustedes de la Pallavicini! ¡Qué voz de arcángel! -decía Foja, socarrón, escéptico en todo, pero creyente fanático en la música de los cuartetos de ópera de lance.

-¡Oh! Como el barítono Battistini yo no he oído nada -respondía el escribano, que estimaba la voz de barítono por lo varonil, más que la de tenor y la de bajo.

-Pues más varonil, es la de bajo -decía Foja.

-No lo crea usted. ¿Y usted qué dice, Ronzal?

-Yo... distingo... si el bajo es cantante... pero a mí no me vengan ustedes con música. ¿Saben ustedes lo que yo digo? Que la música es el ruido que menos incomoda... ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Además, para tenor ahí tenemos a Castelar... ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!

El escribano reía también el chiste, y los concejales sonreían, no por la gracia, sino por la intención».

Vemos, pues, cómo Clarín hace referencia a Mattia Battistini (1857-1928), famoso barítono italiano. En cambio, la identidad de Pallavicini no pudo ser comprobada12.

En el capítulo XIX leemos que, al regresar de un paseo, don Víctor, emparejado con Mesía mientras su esposa daba el brazo a Frígilis, «tal vez se permitía cantar a su modo el Spirto gentil o la Casta Diva». Vemos, pues, que Clarín vuelve a emparejar estas dos arias de Donizetti y Bellini igual que lo había hecho en el capítulo I. Lo mismo sucede con La Traviata y «El Miserere» de Il Trovatore, aludidos ya conjuntamente en el capítulo XV y que vuelven a aparecer unidos en el paisaje de la misa de gallo del capítulo XXIII: «... ahora [el órgano] tocaba como las gaitas del país, imitando el modo tosco e incorrecto con que el gaitero jurado del Ayuntamiento interpretaba el brindis de La Traviata y el Miserere del Trovador»13. En el capítulo XXVI se compara al Magistral, triunfante en la procesión, con un barítono que, en un carro de cartón, entraba en el escenario del Real cantando Poliuto, de Donizetti14.

Meyerbeer es recordado -en versión italianizada, como anteriormente lo fuera Gounod- en el capítulo XXVII:

«Don Víctor, satisfecho, sujetó mejor el brazo de su mujer que colgaba del suyo, y le tomó la mano como un tenor de ópera. Y cantó:


Lasciami, lasciami,
oh lasciami partir...



Calló y se detuvo. Un rayo de luna le alumbraba las narices. Miró a su esposa, que también volvió el rostro hacia su marido.

-¿Te gustan los Hugonotes? ¿Te acuerdas? Qué mal los cantaba aquel tenor de Valladolid... pero aquí, en medio del Vivero, ahí junto al estanque, figúrate a Gayarre o Massini cantando... en esta noche tranquila, en este silencio..., y nosotros aquí debajo de esta bóveda, oyendo, oyendo... Las óperas deberían cantarse así... ¿Qué nos falta a nosotros ahora? Música, nada más que música... (...) esto con acompañamiento de un buen cuarteto... y ¡el paraíso! (...) Estoy por la canción, por la poesía que se acompaña en efecto de la lira o de la forminge... ¿Tú sabes lo que era la forminge, phorminx?

Ana sonrió y le explicó el instrumento griego a su buen esposo».

En el capítulo XXVII la Regenta relee su diario y recuerda los terribles días que siguieron al de la procesión: «el mal subió de los pies a la cabeza. Tuve fiebre, guardé cama... y sentí aquel terror... aquel terror pánico a la locura. De esto no quiero hablar ni conmigo misma. Lo dejo por hoy; voy al piano a recordar la Casta Diva... con un dedo».

En el siguiente capítulo nos encontramos en el Vivero donde «se bailaba, se tocaba el piano». Paco Vegallana «con regular voz de barítono, cantó pedazos de Favorita y de Sonámbula, y Joaquín salió por malagueñas». Don Víctor «oyó cantar el Spirto gentil y subió. Le daba ahora por la música. Cantar óperas, a su modo, y oír cantar a los que afinaban más que él, era su delicia por aquella temporada». La nueva obsesión de don Víctor por la ópera cristaliza en una pesadilla cruelmente premonitoria que este sufre en el penúltimo capítulo de la novela. En ella se siente identificado con Bartolo, el ridículo y burlado tutor de El Barbero de Sevilla:

«Había soñado mil disparates inconexos; él mismo vestido de canónigo con traje de coro, casaba en la iglesia parroquial del Vivero a don Álvaro y a la Regenta. Y don Álvaro estaba en traje de clérigo también, pero con bigote y perilla... Después los tres juntos se habían puesto a cantar el Barbero, la escena del piano; él, don Víctor, se había adelantado a las baterías para decir con voz cascada:


Quando la mia Rosina...



El público de las butacas había graznado al oírle como un solo espectador... Todas las butacas estaban llenas de cuervos que abrían el pico mucho y retorcían el pescuezo con ondulaciones de culebra...»15.

Finalmente vamos a destacar, constituyendo el cuarto y último bloque, las escasas pero importantes referencias a la zarzuela y al teatro lírico español que aparecen en la obra.

Ya en el capítulo VIII se menciona la compañía de los Bufos. Esta compañía de ópera cómica, creada en 1866 por Francisco Arderius, conocedor del éxito en París de las operetas de Offenbach, se instaló sucesivamente en el teatro de Variedades y en el teatro Circo de Madrid. Hay constancia de su actuación en Oviedo, que es recordada en El Carbayón de 2-II-1883. Más tarde, en el capítulo XVI, se hace referencia a los artistas y coristas de zarzuela. En el capítulo XIX se nombran las zarzuelas de Emilio Arrieta Marina y El dominó azul y se dice que don Víctor, por el camino de Corfín a Vetusta, siente un «deseo vago de oír música» y, entonces, recuerda «que se cantaba aquella noche El Relámpago o Los Magyares». Hemos de tener en cuenta que ambos títulos, compuestos en 1857 por Barbieri y Gaztambide respectivamente, debieron de ser muy frecuentes en el repertorio de las compañías de la época16. También se dice en el capítulo XXV que Don Víctor volvía de la calle muy contento «cantando trozos de zarzuela». Por otra parte, en el capítulo XXVI se alude muy veladamente a la zarzuela de Cristóbal Oudrid La isla de San Balandrán.

El rapto en el Serrallo (1995)

El rapto en el Serrallo (1995)

Mucho más interesante resulta este fragmento del capítulo XXVII en el que dialogan la Regenta y su esposo:

«-Toma, móndame esa manzana...

-'Móndame la manzana, móndame la manzana...'. ¿Dónde he oído yo eso? ¡Ay, ya!...

-¿Qué tienes, hombre?

Y se atragantó con la risa.

-Es de una zarzuela... De una zarzuela de un académico... Verás. Se trata de la marquesa de Pompadour: Un señor Beltrand anda en su busca; en un molino encuentra una aldeana... y, como es natural, se ponen a cenar juntos, y a comer manzanas por más señas.

-Como tú y yo.

-Justo. Pues bueno, la aldeana, como es natural, también coge un cuchillo.

-Para matar a Beltrand...

-No, para mondar la manzana...

-Eso ya es inverosímil.

-Lo mismo opinan Beltrand y la orquesta. La orquesta se eriza de espanto con todos sus violines en trémolo y pitando con todos sus clarinetes; y Beltrand canta, no menos asustado:


 (Cantando y puesto en pie.) 

¡Cielos!, monda la manzana;
¡es la marquesa
de Pompadour,
de Pompadour!...

Ana soltó el trapo. Rió de todo corazón el disparate del académico y la gracia de su marido».

La sátira, según aclara Sobejano en su citada edición crítica, se dirige contra el académico Manuel Cañete (1822-1891) y su zarzuela Beltrán y la Pompadour. Este autor ya había sido objeto de la crítica mordaz de Clarín en un «Palique».

Sabemos que los compositores de zarzuelas de moda en aquel momento eran Arrieta, Barbieri, Hernando, Gaztambide, Oudrid... Los libretistas más conocidos García Gutiérrez, Ventura de la Vega, Ayala -estos dos últimos, académicos-, Olona, Ramos Carrión, Camprodón, Mariano Pina, Luis Mariano de Larra...17 No parece en cambio muy conocida la zarzuela ridiculizada, ni consta que se haya representado en Oviedo18.

Zar und Zimmermann (1985)

Zar und Zimmermann (1985)

En fin, podemos concluir que la música popular, pocas veces de raíz netamente asturiana y con alguna referencia no muy halagüeña a la gaita, se utiliza para expresar desde lo más soez hasta las emociones más limpias, tiernas o incluso religiosas, pasando por la superficialidad o el apasionamiento sugeridos por la música de salón.

La música religiosa propiamente dicha va desde la ramplonería de algunos cantos infantiles pro clericales, hasta la grandeza de engañosa religiosidad del Stabat Mater de Rossini, ignorándose el tesoro barroco y clásico guardado en los archivos de la Catedral de Oviedo-Vetusta, y con algunas alusiones al canto gregoriano. Pero es la ópera el género musical con mayor incidencia en la novela, aunque siempre en una línea belcantista decimonónica o romántica de origen italiano o tamizado por el influjo italianizante. La ópera se asocia a la frustración personal de Ana y de Fermín, a la decadencia de Vetusta y, de modo especialmente patético, a la ruina moral de don Víctor que va cambiando el drama barroco por el teatro musical mientras camina hacia su destrucción. Por último, la zarzuela sirve de vehículo a la sátira.

El carácter lírico de la práctica totalidad de la música que inunda La Regenta, la ausencia de música pura, la restricción a la ópera italiana, o a un Gounod y un Meyerbeer italianizados, de toda alusión a la música que pudiéramos llamar clásica -y ello dentro del estrecho margen cronológico que va de Rossini a Verdi- llega a producir en esta novela una sensación de ahogo cuya intencionalidad por parte del creador de Vetusta difícilmente puede ser negada, si bien no deja de ser un reflejo del repertorio que se hacía en provincias.

Il signor Bruschino (1985)

Il signor Bruschino (1985)




ArribaAbajoLa ópera en Su único hijo

La importancia que la ópera tiene en el universo estético de Clarín se pone especialmente de manifiesto en esta novela de asombrosa modernidad, ya muy dentro de los planteamientos narrativos de la Generación del 98, publicada en 1890, un lustro después de La Regenta, y cuyo claro precedente es el cuento Amor'e furbo, fechado en 1882. El paralelismo entre Amor'e furbo y Su único hijo se advierte en las funciones que en ambas obras desempeña el trío constituido por el empresario (protector intrigante), la soprano (protegida seductora) y el protagonista (poeta o romántico seducido). Pero, como bien señala Carolyn Richmond19, el significado profundo es muy distinto ya que «cuando redacta el autor su cuento todavía es capaz de ver la vida humana como comedia, pero cuando está escribiendo Su único hijo, ya para Leopoldo Alas la commedia è finita».

Efectivamente, podemos concluir que si el cuento Amor'e furbo es una ópera buffa, una comedia de enredo en la que no faltan las alusiones mitológicas, heroicas y pastoriles dentro de la más pura estética neoclásica, Su único hijo sería un drama lírico verista. Es la distancia que va de Mozart a Leoncavallo.

M. Montes Huidobro señala que la estructura estilística de Su único hijo «está pensada en forma de grotesco sinfónico donde lo erótico es tema permanente»20. No hay que olvidar que esta novela fue ideada como parte de una bilogía titulada Sinfonía de dos novelas, lo que evidencia su concepción musical21.

Es difícil determinar el período histórico en que se desenvuelve la acción de esta novela, aunque Richmond aporta sólidos argumentos que permiten situarla en la década de 1860, si bien el punto de vista del narrador hay que buscarlo veinte años más tarde.

En cuanto al lugar, es claro el propósito de Clarín de no identificarlo con Vetusta sino con cualquier capital de provincia española, aunque también es cierto que los topónimos «Raíces» y «Cabruñana» descartan cualquier ubicación fuera de Asturias, y la presencia de la Catedral no puede dejar más claro que se trata de Oviedo.

La sensibilidad romántica, el teatro, la música, la pasión por la ópera, reflejan los intereses culturales de mediados del siglo XIX. Pero estos son contemplados desde una perspectiva finisecular, naturalista, que se sirve de ellos para descubrir y describir una realidad sórdida, materialista, transformando así el romanticismo en «verismo».

Ya adentrándonos en el texto, vemos cómo al inicio de la novela se nos dice que el protagonista, Bonifacio Reyes -Bonis-, «uno de los más distinguidos epígonos de aquel romanticismo al por menor», era un «maniático de la música» que «pedía prestadas las polkas y las partituras enteras de ópera italiana que eran su encanto, y él mismo copiaba todos aquellos torrentes de armonía y melodía, representados por los amados signos del pentagrama». Bonis tañía la flauta heredada de su suegro, D. Diego, de quien sabemos que «sin perjuicio de ser un romántico en el fuero interno [...] y dejar válvulas de seguridad a los vapores del sentimentalismo en las llaves de la flauta, en que soplaba con lágrimas en los ojos, fue con todo el más rígido amador de la letra y enemigo del espíritu»22.

En el capítulo IV se echa la vista atrás, al año cuarenta, y se rememora a una cantante de ópera que había vivido en una plaza de la ciudad: la Tiplona, la Merlatti. Esta «había sido el microcosmos del romanticismo músico del pueblo. Era una tiple italiana que aquellos provincianos hubieran echado a reñir con la Grisi, con la Malibrán, sin necesidad de haber oído a éstas», «había abofeteado en medio del paseo a la Tiplina23, su rival la Volpucci, que también tenía sus aficionados. Esta era delgada, flexible como un mimbre y lucia más que la Tiplona en las fioriture; pero como voz y como carnes y buena presencia, no había comparación». Seguidamente, el mazazo naturalista: aquel portento «había muerto tísica, después de un mal parto».

Más tarde, el protagonista no puede evitar comparar la miseria de su propia historia y la de sus allegados con la magnificencia de las historias que narran las óperas, y se le vienen a la cabeza la Semíramis de Rossini, el Nabucco y el Attila de Verdi, Los Cruzados de Meyerbeer... «Por fortuna la conversación volvió a la Tiplona, y con motivo de esto se recordó las óperas que se cantaban entonces y las que se cantaban ahora en comparación con aquellas. La verdad era que ahora no se cantaban óperas en el pueblo, pues hacía casi ocho años que no aparecía por allí un mal cuarteto».

A partir de aquí surge la trama novelesca con el anuncio de la llegada de una compañía que viene desde León a saciar el hambre operística de los aficionados locales. Sus principales integrantes son el tenor Mochi, que ejerce de empresario; su protegida, Serafina Gorgheggi24, una soprano inglesa a la que han italianizado el nombre -al igual que en Amor'e furbo a la francesa Gaité Provence, que es conocida como «la Provenzalli»-; y un barítono, el valenciano Cayetano Domínguez, convertido en Gaetano Minghetti por el mismo procedimiento. Subraya irónicamente esta especie de «travestismo» italianizante el hecho de que la primera ópera que la compañía representa en la localidad sea precisamente La Straniera de Bellini25.

La pasión del frustrado y romántico Bonis por la «inglesa traducida» no tarda en despertar. La soprano tiene para él una voz «maternal», «honrada», con una pastosidad que le parece «timbre de bondad». Bonifacio detesta la artificiosidad, la «mentira» de las representaciones; por eso prefiere asistir a los ensayos, en los que experimenta una profunda fascinación por «aquella gente que recorría el mundo sin estar jamás seguros del pan de mañana», ya que él se siente «incapaz de ser artista», lo que constituye una de sus frustraciones. No puede dejar de verse en esto una cierta identificación de Clarín con el protagonista de su novela. En la época en que la escribe, dirige Alas una carta a su amigo José Yxart en la que afirma: «Actor y autor de dramas esto creí yo que iba a ser de fijo hasta los diez y ocho o veinte años, y ahora... confieso que me divierte poco el teatro como no haya música»26.

El sentimiento de admiración está indisolublemente unido en Bonifacio al distanciamiento moral y al exotismo: «ser italiano, ser artista... ser músico, esto era miel sobre hojuelas y néctar sobre la miel. Y cuando el extranjero, el artista, el músico... era hembra, entonces el respeto y admiración de Bonifacio llegaba a ser religión, idolatría...». No es extraño seguir percibiendo en nuestros días una actitud de xenofilia similar a esta en bastantes aficionados. Por el contrario, el menosprecio hacia los artistas autóctonos -del que Clarín se hace cómplice para subrayar la decadencia provinciana- empieza a ponerse de relieve en el capítulo V cuando leemos que «Mochi se burlaba con disimulo de la orquesta, que era indígena y desafinaba como ella sola». En el extremo opuesto a esta vulgaridad, la soprano extranjera subyuga a Bonis hablando en italiano «en los momentos solemnes» y chapurreando español «con disparates deliciosos».

La segunda ópera que representa la compañía de Mochi es el Don Juan mozartiano «cosido a tijeretazos». El evento sirve de pretexto para poner en marcha el mecanismo de seducción y estafa que se establece entre el empresario, la cantante y el protagonista. Pero, aunque no se hace explícito, parece evidente que el título suponía la presentación, en el papel protagonista, de Gaetano Minghetti, el futuro seductor de Emma Valcárcel, la esposa de Bonis.

En el capítulo VII se cuenta que en el Café de Oliva el mozo interpretaba a la guitarra la marcha fúnebre de Luis XVI, lo que hace a Bonifacio identificarse con el desdichado monarca, pensando en el suplicio que le espera: ver cara a cara a su mujer después de haber contraído deudas por causa de Serafina. Luego, el guitarrista «dejó a Luis XVI en el Panteón, y saltó a la jota aragonesa». En el mismo capítulo, el propio Mochi, a través del narrador, juzga las cualidades vocales de su corrompida discípula: «le faltaba algo y le faltaría siempre para llegar a verdadera estrella... le faltaba la voz y la flexibilidad suficiente de garganta. Tenía mucho gusto, sentía infinito, en el timbre había una extraña pastosidad voluptuosa que era lo que Bonis llamaba voz de madre [...] pero... era poca voz para los grandes teatros. Y, además, se movía poco la garganta: Como una virgen demasiado gruesa se parece a una matrona, la voz de la Gorgheggi tenía, siendo ella aún muy joven, un embonpoint [...] que le quitaba la agilidad, la esbeltez...».

Las referencias operísticas continúan en el capítulo VIII con el elogio que Bonis, borracho y humillado, dedica a los artistas de la troupe, reunidos en el café en un ambiente casi orgiástico, pidiendo su compasión, sin olvidar al partiquino que grita «¡Viva el Madera!» en Lucrezia Borgia de Donizetti. Al regresar a casa y acercarse a su mujer «se le ocurrió recordar al moro de Venecia, de cuya historia sabía por la ópera de Rossini: Sí, él era Otello y su mujer Desdémona... sólo que al revés, es decir, él venía a ser un Desdémono y su esposa podía muy bien ser una Otella, que genio para ello no le faltaba». Momentos después, Bonis se encuentra entre los brazos de Emma y, ante esa inesperada reacción de su esposa que -de forma real o presunta- dará lugar a la concepción de «su único hijo», siente estallidos en la cabeza y en ellos reconoce «La voz del barítono, y la del bajo, y la del que cantaba en Lucrecia ¡Viva il Madera!».

En el capítulo X, Reyes establece de nuevo un paralelismo operístico, esta vez entre la situación catastrófica que está viviendo y el argumento de la Norma de Bellini, uno de los paradigmas del belcantismo decimonónico italiano: «se acordó de la Norma, que era su mujer; y de Adalgisa, que era la tiple; y de Polión, que era él; y del sacerdote, que era Nepomuceno [el tío mayordomo y administrador de Emma], encargado sin duda de degollarle a él, a Polión».

Umberto Borso

Umberto Borso

En este mismo capítulo encontramos al matrimonio asistiendo, por antojo de Emma, a una representación de una ópera cuyo título no se menciona pero que, por los indicios argumentales, bien pudiera ser -según precisa Richmond- La conquista de Granada, de Emilio Arrieta, que había sido estrenada en el Teatro del Real Palacio en 185027. Emma Valcárcel va discurriendo perversas identificaciones entre ella y su marido, y los cantantes y personajes de la ópera. Uno de estos cantantes es el barítono Minghetti -que «tenía un vozarrón tremendo, no mal timbrado y lleno de energía»- en el papel de un caudillo que desprecia a una reina enamorada -la Gorgheggi- porque ha hecho huir a Francia a la mujer que él ama. Emma, que aprovecha la ocasión para coquetear con el barítono desde el palco planeando la venganza sobre el marido infiel, reconoce, no obstante, que Minghetti le había gustado más en el papel del Barbero, lo que da a entender que la famosa ópera de Rossini también había sido escenificada por la compañía de Mochi.

En el capítulo XI nos enteramos de que la compañía se ha disuelto, pero los cantantes permanecen en la ciudad. Una noche, Serafina, Mochi y Minghetti cantan en la Catedral. A la soprano «le andaba por la cabeza un proyecto de gran concierto a beneficio del Hospital o del Hospicio. A Mochi no le cayó en saco roto la idea; pero le torció el rumbo. Un gran concierto, sí, pero no a beneficio de los pobres, sino a beneficio de los cantantes, restos del naufragio de la compañía28. Se dio a Minghetti, el barítono, noticia del proyecto, y le pareció magnífico. Él sugirió al tenor la ocurrencia de aprovechar aquel concierto para reanimar el instinto filarmónico de los vecinos: se habían cansado de ópera, bueno; pero ya hacía una temporada que se había cerrado el teatro; la Gorgheggi, apareciendo en traje de etiqueta en los salones de una sociedad, y cantando, sin accionar y sin dar pasos por la escena, pedazos de música escogida, volvería a despertar el apetito musical de muchos aficionados; esto facilitaría la idea de abrir un abono condicional sobre la base del terceto; tenían tenor, tiple y barítono; se traería contralto, bajo y coros, y se podía arreglar otra compañía que bastase para pagar trampas, y esperar con menos prisa y afán alguna contrata de otra parte». Poco después vemos cómo Emma, de acuerdo con tu tío Nepomuceno, planea que Minghetti le dé clases de piano.

El barbero de Sevilla (1987) con Nuccia Focile, Mikulas y Kundlak

El barbero de Sevilla (1987) con Nuccia Focile, Mikulas y Kundlak

El capítulo XII se centra en la noche del concierto en los salones del Casino. De nuevo la referencia a la orquesta local de «profesores indígenas», que abre el acto con la interpretación de una sinfonía, va a ser demoledora: la figura del violinista Secades, cuyo arco «había llegado a hablar como la burra de Balaam», resulta patética. Finalizada la sinfonía, aparece Emma del brazo del ingeniero alemán Körner que, a pesar de parecer «un gran cerdo muy bien criado» era «un enamorado de Mozart y de los destinos de Prusia». En cambio, su hija Marta, cortejada por Nepomuceno, «disentía de su padre en los amores musicales; estaba por Beethoven». En cierta ocasión esta había cantado un lied «titulado Vergessmichnicht 'no me olvides', que no era el de Goethe, y el administrador, al oírle, se había sentido copartícipe de aquellos sentimientos del sehnsucht»29. Marta había sido novia en Alemania de un gran organista.

Prosigue la velada musical y llega el momento culminante con la interpretación de una plegaria a la Virgen, a cargo de Serafina Gorgheggi, la corrupta cantante de nombre angélico. Y es aquí donde surge la parodia religiosa que da sentido a la novela: Bonis «de repente creyó que el canto religioso de Serafina llegaba a narrar el misterio de la Anunciación [...], que aquella voz le anunciaba a él, por extraordinaria profecía, que iba a ser... madre; así como suena, madre, no padre, no; más que eso... ¡madre!». Richmond apunta la posibilidad de que esta plegaria fuese un fragmento de la ópera de Arrieta representada poco antes, ya que La conquista de Granada contiene una Balada a la Virgen María en la que se pronuncian las palabras del arcángel San Gabriel.

En sus ensoñaciones místicas, el protagonista llegará al convencimiento de que ese hijo que va a tener, aunque nacerá de las entrañas de su desabrida esposa, será, en realidad, «un hijo suyo y de la voz».

El capítulo XIV se abre con un nuevo paralelismo operístico: Serafina Gorgheggi abandona definitivamente la ciudad porque se va con Mochi contratada al teatro de La Coruña. Bonis se siente un trasunto de Elvino, el infeliz enamorado de La sonnambula de Bellini, cuando canta:


«ah, del tutto ancor non sei
cancellata del mio cuor».

Por el contrario, Minghetti permanece en la localidad a instancias de Emma y «porque allí todo eran panes prestados», en calidad de director de la Sección de Música de la Academia de Bellas Artes, agregada a la Sociedad Económica de Amigos del País.

En el capítulo XV vemos a Emma rebelarse contra su inesperada y ya próxima maternidad, porque «las mujeres entregadas a la alegría, al arte... a... los barítonos, las mujeres superiores, no parían». El capítulo siguiente y último nos presenta el desenlace de la novela desde las ilusiones de Bonifacio, que se imagina al hijo recién nacido «como un gran compositor de sinfonías y ópera, como un Mozart, como un Meyerbeer», hasta el sarcasmo del cuadro final, el del bautizo del pequeño Antonio: «Bonis notó que el organista estaba tocando variaciones sobre La Traviata, ópera entonces de moda. Bonifacio se acordó de La Dama de las camelias, que había leído, y de aquel Armando, que había amado hasta olvidar al suo vecchio genitor, como dicen en las óperas, y, en efecto, el órgano estaba recordando:


Tu non sai quanto sofri!

-¡Pobre de mí! pensó Bonis. El hijo puede ser un ingrato [...] ¿Por qué no sonaría mal La Traviata en la iglesia? Aquello debía ser una profanación... y no lo era. Era que en La Traviata, bien o mal, había amor y dolor, amor y muerte; es decir, toda la religión y toda la vida [...]

-¿Quién toca el órgano? preguntó Marta por lo bajo a Sebastián.

-Minghetti.

Padrino y madrina sonrieron, mirándose».

Ya sólo queda la aparición de Serafina, ángel caído que surge entre las sombras de una capilla lateral para pronunciar su segunda «anunciación», esta de carácter diabólico: «Tu hijo... no es tu hijo», culminando con la respuesta «Del organista».

En la oscuridad del templo, tuvo que sentir el corazón de Bonis en la voz de la soprano una mordedura de serpiente, igual que los labios de la Regenta habían sentido en el conclusivo beso de Celedonio el vientre frío y viscoso de un sapo.

Al igual que en La Regenta, se observa la casi absoluta restricción de las citas operísticas a obras y autores italianos, o de influjo italianizante, de la época romántica, con especial incidencia del repertorio belcantista. Las referencias a sendas óperas de Mozart y de Arrieta no pueden considerarse excepciones ya que no escapan, ni por idioma ni por temática, al universo de la ópera italiana y de los mitos caros al Romanticismo.

La desmitificación del mundo operístico vendrá de la mano de un patético antihéroe llamado Bonifacio Reyes, amante del bel canto como Don Quijote de las novelas de caballerías, que se verá atrapado en la sórdida realidad que se esconde tras ese ideal que él persigue huyendo de una cotidianeidad insoportable.

Así pues, a lo largo de Su único hijo se hace, como hemos visto, alusión más o menos explícita a tres períodos de la vida operística ovetense30. El primero podemos situarlo en torno a 1840, la época retrospectiva de la Tiplona. El segundo corresponde al desarrollo argumental de la novela y, como se dijo al principio, corresponde a la década de 1860. Por último, está el tiempo del narrador, que es aquel que va de la publicación de La Regenta a la de Su único hijo. Este período de la vida lírica de la ciudad no tiene ninguna referencia explícita en el texto, pero, a nuestro entender, resulta determinante en la elección del tema por parte del autor y subyace a lo largo de toda la obra. Son los años en los que, pensando sobre todo en las temporadas operísticas, se planifica y construye un nuevo teatro, dadas las deficiencias -puestas crudamente de manifiesto en La Regenta- del viejo teatro del Fontán. Impulsadas las obras por el propio Clarín y habiendo sido adjudicada la contrata a su hermano Genaro, el 10 de mayo de 1890 -año de publicación de Su único hijo- el escritor, junto con otros concejales del Ayuntamiento de Oviedo, acuerdan que el nuevo coliseo lleve el nombre de Teatro Campoamor.

El brindis de La Traviata, con José Sempere y Kathleen Casello

El brindis de La Traviata, con José Sempere y Kathleen Casello







 
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