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Clorinda Matto

Julio Rodríguez-Luis





Es ya un lugar común en la historia de la literatura hispanoamericana que la primera novela que se propone el tratamiento de la cuestión indígena dentro de su contexto sociopolítico en vez de a la idealizada manera romántica, es Aves sin nido (1889), de la peruana Clorinda Matto de Turner (1854-1909)1. El reconocimiento de su posición dentro de la evolución literaria no ha servido, sin embargo, para que se conozca mejor esta novela; es decir, que la importancia histórica de Aves no equilibra suficientemente en la valoración crítica al uso de una imperfección técnica que sirve entonces para justificar el rechazo. Sólo recientemente empieza a salir del olvido casi total Clorinda Matto. Aves sin nido no se reeditó hasta 1948, en conexión con los preparativos para un congreso indigenista interamericano en el Perú, el cual no llegó a realizarse. La primera edición crítica de la novela es de 19682, y hasta 1974 no se han reeditado las otras dos novelas publicadas por Matto: Herencia (1895), continuación de Aves, e Índole (1891)3.

La estructura de Aves refleja dialécticamente el doble propósito donde se origina su inspiración: el deseo de describir un mundo determinado, y, como motor directo de la composición, la urgencia por denunciar los males que en él abundan. Porque la novela indigenista va a combinar en su nacimiento dos corrientes literarias que, provenientes del siglo XVIII -con las Lettres persanes, de Montesquieu-, florecen durante el XIX, el costumbrismo y la novela de tesis, la cual se desarrolla, a su vez dentro del naturalismo, aunque más tarde se independice de éste.

Clorinda Matto se inició en las letras como periodista y autora de leyendas y artículos de costumbres. El prólogo a Tradiciones cuzqueñas es del representante mejor conocido del género en nuestras literaturas, Ricardo Palma, quien se explaya allí sobre el género, sus requisitos estilísticos, la riqueza de tradiciones que ofrece nuestra América, y elogia a su «discípula»4 Matto como exponente de esas mismas virtudes, y muy especialmente por lo «concienzudo» de su investigación de fuentes y archives. El prólogo de Palma establece una relación indirecta entre la obra de Matto como costumbrista y el desarrollo de la novela española de costumbres: «La tradición es la fina urdimbre que dio vida a las bellísimas mentiras de la novela histórica cultivada por Walter Scott en Inglaterra, por Alejandro Dumas en Francia, y por Fernández González en España». Hacia el final de su introducción, el prologuista recuerda una figura más importante en la historia literaria que la del novelista español mencionado, la de la fundadora de la novela española de costumbres: «Páginas ha escrito la señora Matto de Turner que, por la sencillez ingenua del lenguaje, nos recuerdan a Cecilia Böhl» (p. V).

Es con Fernán Caballero que la novela española empieza a resurgir en el siglo XIX, encaminándose hacia el realismo por donde avanzaba ya decididamente la novela europea. Por desgracia para la literatura peruana -y para la hispanoamericana en general, pues el caso de Matto no es excepcional, sino representativo- ese proceso ocurre allí todavía con mayor retraso que en España: las primeras novelas de Fernán Caballero (La gaviota, La familia de Alvareda, Elia) aparecieron, aunque existen primeras versiones muy anteriores de todas ellas, en 1849, menos de una década antes que Madame Bovary (1856). Aves sin nido es contemporánea de las novelas que representan en el caso de España la culminación del realismo, y en el de Europa, su transformación en naturalismo o su afinamiento en dirección de otras corrientes; Ángel Guerra (1891), de Galdós; Les Rougon-Macquart (1871-1893), de Zola; The Princess Casamassima (1886), de Henry James, etcétera.

La novela de costumbres de Fernán Caballero, se propone una acción imaginaria tejida sobre la imitación de la realidad contemporánea, la cual representa en sus novelas las costumbres provincianas y, aún más enfáticamente, lías rurales, identificadas por la autora con la conservación de los valores de la nacionalidad. La base ideológica de la que parte Fernán es el concepto romántico del volksgeist, y por ese camino se aleja progresivamente del realismo -el cual debía haberla conducido a la verbalización de una realidad cambiante en vez de la inmovilidad social a la que aspira-, para afirmarse en cambio en el costumbrismo puro y simple5. Esa disyuntiva entre novela contemporánea realista y costumbrismo con tesis conservadora donde desemboca la vocación de Fernán Caballero prefigura la que enfrentará Clorinda Matto, cuarenta años más tarde y en otro hemisferio, bajo circunstancias personales, sin embargo, parecidas a las de Cecilia Böhl. Matto nació en Cuzco en 1854, al parecer dentro de una familia acomodada (su abuelo fue magistrado en la Corte de Justicia del Cuzco), se casó en 1871 con un comerciante ingles, José Turner, estableciéndose en la remota ciudad de Tinta6. Fue allí que comenzó a publicar artículos en periódicos del Cuzco y otras ciudades, fundando en 1876 un semanario de artes y ciencias dedicado a la mujer, El Recreo. En 1883, viuda y llena de deudas, Matto se halla al frente de los negocios dejados por su marido, y trabaja como redactora en La Bolsa, de Arequipa7. Sus novelas, las cuales, empiezan a aparecer a partir de 1889, son pues obras de madurez y la culminación de un largo trabajo de observación, recolección y redacción de costumbres, tradiciones, leyendas e historia local. (Cecilia Böhl, hija de un comerciante alemán y educada en parte en el extranjero, no salió después de 1836 de Andalucía, y sus novelas, que empiezan a aparecer cuando tenía cincuenta años, son el obvio resultado de largos años de ensayos literarios en la pintura de costumbres y tradiciones de las provincias de Cádiz y Sevilla, pero también de un esfuerzo por sobreponerse a desgracias familiares y la ruina económica)8.

La edición de 1884 de Tradiciones cuzqueñas contiene materiales de procedencia diversa: tradiciones, leyendas, biografías y «hojas sueltas». Las Tradiciones, la porción más voluminosa del tomo, incluye junto al tipo de «tradición» popularizado por Palma, descripciones históricas -extraídas de archivos locales- sobre la fundación de varias iglesias y conventos. Por lo menos una tradición -«¡Vaya un decreto!» (op. cit., pp. 25-26), sobre el que dispuso que todos los indios de la región del Cuzco asistiesen a cierta misa con gafas, de modo que pudiese el virrey vender los ocho cajones de anteojos que había hecho traer de Cádiz- contiene una acusación de la explotación de los indígenas, aunque limitada al período colonial. El orgullo patriótico por los logros de la civilización incaica abunda en las Tradiciones, y una de ellas, en fin («Fue un milagro», p. 133) está dedicada al poeta argentino Rafael Obligado, cuyo poema gauchesco Santos Vega contiene, entre otras lecciones patrióticas, una alegoría sobre la desaparición del payador a manos del progreso.

Mientras que el prólogo de Palma a las Tradiciones lleva la fecha de 1884, Manuel Rafael Valdivia, el prologuista de las Leyendas, menciona que recibió el 22 de julio de 1882 (p. 147) «Chascka», la última en orden editorial de las leyendas, y dice más adelante que ésta fue escrita «mucho antes» de la muerte de Turner9. Es casi seguro, en efecto, que esas leyendas representen una etapa primeriza de la labor de Matto, pues se trata de narraciones estrictamente románticas, al estilo de las de Bécquer o las de Zorrilla. Sus protagonistas son, con una sola excepción (el volumen contiene cinco leyendas), indias engañadas o atropelladas por los conquistadores. Las Biografías, prologadas en 1883 por Abelardo M. Gamarra, debieron aparecer en El Recreo y otras publicaciones. Sus protagonistas son patriotas, prelados, benefactores, etcétera, de fama principalmente local; entre ellos dos mujeres. Hojas sueltas contiene los artículos de fondo que publicó Matto bajo el seudónimo de Carlota Dumont (Gamarra, p. 189). Entre descripciones del Cuzco y de su provincia natal de Calca y evocaciones patrióticas y religiosas, se destacan para el crítico de Aves sin nido el artículo que trata de la necesidad de proveer una educación para la mujer («La mujer, su juventud y su vejez», pp. 245-248)10 otro sobre la función social del periodismo («El periodismo», pp. 221-222), y «La industria nacional», fechado en 1882, al concluir la guerra con Chile, donde se plantea la urgencia de reconstruir el país, mas sobre la base del trabajo de todos -«en la escuela, en el taller, en el valle y en la puna» (p. 250)-, explotando riquezas hasta entonces preteridas y poniéndose como modelo el ejemplo de Francia, donde la guerra con Prusia ha sido lo mismo que una «poda», la cual «robustece y hace fructífero al sarmiento» (Ibid.)11 El volumen se cierra con una canción o poema en lengua quechua, «Sillquihua (Yaraví)»12.

El lector de Aves y las demás novelas de Matto reconocerá en las Tradiciones un conocimiento de primera mano de la región del Cuzco, muestras frecuentes de la preocupación nacional de la autora, y hasta de crítica social y política; a menudo mezclada con cierta dosis de humor, y alguna vez dirigida al presente: «¿Qué de extraño es pues que así procediesen desde Europa, cuando en nuestro país tenemos diputados que votan y no saben por qué?» («Provincia de Calca», p. 229). En cambio, ese mismo lector se sorprenderá ante el eficiente manejo del estilo y de los procedimientos retóricos que demuestran todas las secciones del volumen, en tanto que las lecturas de las novelas se ve constantemente entorpecida, incluso para el lector más benévolo, por el inseguro manejo del diálogo, de la caracterización, de la descripción física. Aun cuando Aves o Índole puedan ser contemporáneas de la composición de algunas de las Tradiciones, o incluso de las Leyendas (vide nota 9), parece indudable que en Matto la vocación de novelista es posterior a la de «tradicionalista» (en la frase de Palma), y también qué aquélla no se beneficia de la maestría alcanzada en la segunda.

La comparación con Fernán Caballero no nos ayuda aquí, a menos que se comparasen las novelas de Matto con los primeros manuscritos de las de Fernán -en algún caso (el de La familia de Alvareda) veinte años anterior a su publicación-, pues una vez que Fernán empieza a escribir con voluntad profesional, su dominio del género alcanza rápidamente al de sus contemporáneos españoles. Tampoco nos ayuda atribuir el fracaso de Matto como novelista al estado de la literatura de ficción en el Perú, donde la novela, contrariamente a lo que ocurría en Chile o en el área del Plata, por ejemplo, estaba aún haciendo sus primeros pinitos para 1890. La tradición, en cuyo ejercicio era ya maestra Matto, debía haberle facilitado el salto al otro género, pero lo mismo que el conservadurismo romántico absorbe el costumbrismo para cerrarle a Fernán Caballero el paso hacia la novela realista, un sentimentalismo incluso anterior al costumbrismo de aquélla termina imponiéndose en la obra de Matto al costumbrismo y al propósito reformista, pues sirve de escape a la encrucijada a la que ha conducido a la autora un liberalismo que no se atreve a desarrollar hasta sus últimas consecuencias. (Héctor Orjuela, de la Universidad de California, Irvine, me sugiere que es posible además que el costumbrismo peruano no sólo sirviese por largo tiempo de sustituto a la novela, sino que la peculiar agresividad de su ironía funcionase como una fuerza negativa para prevenir la descarga de espontaneidad afectiva necesaria al desarrollo de la novela.)

Aves está concebida ante todo como una novela política, pues aunque el objeto aparente de sus revelaciones es la explotación de los indios en el Perú, el lector descubre en seguida que la crítica de Matto va dirigida contra el desgobierno que fomenta ésa explotación al igual que la corrupción del clero y la de la administración civil y militar. Lo que Matto se propone es ilustrar en una novela la crítica social de González Prada (sobre la cual volveremos en las conclusiones), cuyas ideas compartía, y podía, de hecho, haber propagado en artículos periodísticos como los que la hemos visto publicar; en vez de lo cual -quizá en parte porque lo que a González Prada le estaba permitido no le hubiese sido posible acometer con éxito a una mujer- acude a la ficción, género que ya había empezado a ensayar; indirectamente con sus tradiciones, y aun más con las leyendas. Pero no se tratará ahora de ficción a la manera romántica, o basada en la representación de las pasiones, sino basada en las costumbres como apoyo de la crítica social.

El «Proemio» de Aves insiste así en «la importancia de la novela de costumbres, [tal] que, en sus hojas contiene muchas veces el secreto de la reforma de algunos tipos, cuando no su extinción» (op. cit., p. 37), y más arriba: «Si la historia es el espejo donde las generaciones por venir han de contemplar la imagen de las generaciones que fueron, la novela tiene que ser la fotografía que estereotipe los vicios y las virtudes de un pueblo, con la consiguiente moraleja correctiva para aquéllos y el homenaje de admiración para éstas» (Ibid.). De nuevo se impone la comparación con Fernán Caballero, quien en el prólogo de La gaviota -la novela con la que se dio a conocer- explica también cómo no se propone una verdadera novela, pues no le interesa la intriga y carece de imaginación, sino «dar una idea exacta, verdadera y genuina de España, y especialmente del estado actual de su sociedad, del modo de opinar de sus habitantes, de su índole [palabra que servirá de título a la segunda novela de Matto], aficiones y costumbres», para lo cual «no ha sido preciso más que recopilar y copiar»13. Las condiciones que para Fernán distinguen la novela de costumbres son la naturalidad y la exactitud, de modo «que en vano se buscarán en estas páginas caracteres perfectos, ni malvados de primer orden, como los que se ven en los melodramas; porque el objeto de una novela de costumbres debe ser ilustrar la opinión sobre lo que se trata de pintar, por medio de la verdad, no extraviarla por medio de la exageración»14.

Es claro que Fernán no se atiene estrictamente a sus propias reglas: en sus retratos hay exageración y, lo que es peor, a menudo interviene ella misma en cuanto autora para aleccionarnos sobre las virtudes y los vicios que sus personajes manifiestan. En el caso de Matto es la intención explícita de su costumbrismo, no sólo la práctica de éste, la que se propone corregir y elogiar. Matto comprende, no obstante, que no toda novela tiene que ser de tesis, y justifica el que lo sea la suya por el estado de la literatura en el Perú («en su cuna»), de suerte que allí «la novela tiene que ejercer mayor influjo en la morigeración de las costumbres» (p. 37). El razonamiento que apoya esta premisa no resulta demasiado claro, pero la novelista cree seguramente que, dada la novedad de la cultura en el país, no puede el literato, como hombre superior, escapar a su responsabilidad moral preceptiva si quiere ayudar al mejoramiento de la sociedad en que vive y a la larga al auge de la literatura. A fin de cuentas, lo que Matto solicita es que se le preste más atención a su novela, pues aspira «a regiones superiores a aquéllas en que nace y vive la novela cuya trama es puramente amorosa o recreativa» (p. 36). Su propósito es llegar «al pueblo» (Ibid.), más indirectamente, por vía de «la atención de su público»; es decir, que no se justifica por aquel propósito la simplicidad de la acción, la cual no constituye un propósito deliberado, sino la medida de los medios estilísticos de la autora. Los párrafos siguientes del «Proemio» exponen en detalle las aspiraciones correctivas de Aves sin nido: estricta selección y supervisión de las autoridades eclesiásticas y civiles, necesidad del matrimonio del clero, fin de la opresión de la raza indígena, fundación de un Perú mejor (pp. 37-38). También se vuelve a insistir en la exactitud de los cuadros, «presentando al lector la copia para que él juzgue y falle» (p. 37), y en cómo las costumbres que representa la novela valen tanto como las de los países europeos, sólo que no han tenido como aquéllas la oportunidad de ser pintadas por ilustres escritores, sino que «apenas alcanzan el descolorido lápiz de una hermana» (p. 38).

Al lector curioso debe sorprenderle la presencia de datos concretos sobre los problemas que la novela se propone revelar, casi tan pronto como empieza su lectura. En el capítulo II, la india Marcela le explica a Lucía sus desgracias: la incautación de su cosecha de papas por el cura para cobrarse una deuda de diez pesos, y la obligación en que se halla de entrar al servicio de la casa parroquial. Mientras que otro autor, sobre todo en Latinoamérica, en 1890, se hubiese probablemente limitado a esa relación, pasando inmediatamente a las gestiones de la protagonista en favor del matrimonio indígena, Matto dedica el capítulo ni a explicar en detalle, desde su posición de autora, los atropellos mencionados: adelantos forzosos, porcentaje de la usura, modos en que los indios tratan de evitar esos repartos antelados (p. 43), torturas a las que son sometidos los indígenas que esconden su hacienda o que protestan (lavativas de agua fría). La indignación de Matto crece a medida que va escribiendo esos párrafos, así que menciona el castigo en cuestión después de decir que se trata de torturas «que la pluma se resiste a narrar, a pesar de pedir venia para los casos en que la tinta varíe de color» (p. 44). El párrafo siguiente nos informa que un «ilustrado» obispo peruano ha elogiado en una pastoral «estos excesos» -aunque no menciona las lavativas específicamente- y acusa a quienes se felicitan de que ya no se practique la flagelación, tomando «por la forma el sentido de la ley» (Ibid.). Finalmente, y antes de volver a la narración, Matto llega a rogar a Dios por la extinción de la raza indígena, «ya que no es posible que recupere su dignidad, ni ejercite sus derechos» (Ibid.).

En capítulos subsiguientes se explica, por ejemplo, cuánto costó el entierro de la madre de Juan Yupanqui (cuarenta pesos); cómo el cura embarga la cosecha de éste para cobrarse los réditos, con lo cual, como comenta Lucía, «ustedes habrían quedado eternamente deudores» (p. 60); cómo Yupanqui debe pagar dos quintales de lana, con un valor de ciento veinte pesos, por los diez que le adelantaron forzosamente -es decir, sin solicitarlo él- el año anterior (pp. 58 y 62), y en vista de que no puede pagar, le arrebatan a su hija de cuatro años, la cual es posible que sea vendida a un majeño (natural del valle de Majes, generalmente comerciantes en licores, según el vocabulario de la edición de 1948) y llevada a Arequipa (p. 59). La pobre alimentación de los indios («hojas de nabo, habas hervidas y hojas de quinina», p. 91) es descrita para explicar muy científicamente cómo la falta de carne, albuminoides y sales orgánicas, mantiene el cerebro del indio sumido «en la noche del pensamiento, haciéndole vivir en idéntico nivel que sus animales de labranza» (Ibid.). El gobernador Paredes obliga a los indios a pagar «una contribución personal y forzosa, creada ad hoc por su señoría, titulada: 'Derechos de instrucción popular'» (p. 167). Casi al final de la novela, una conversación entre los esposos Marín nos informa de la «baratura» de los comestibles -«una gallina vale veinte centavos, un par de pichones de paloma diez centavos, y un carnero sesenta centavos» (p. 176)- con objeto de reforzar su denuncia de los poderosos que, no obstante esos precios, «roban al indio» (Ibid.).

Todos estos hechos son parte de los atropellos que la novela indigenista se propone denunciar, pero en una categoría diferente a la que corresponde dentro de la misma Aves a la descripción inicial que contrasta las viviendas de Kíllac: «techumbre de teja colorada [...] y la simplemente de paja [...] marcando el distintivo de los habitantes y particularizando el nombre de casa para los notables y choza para los naturales» (p. 39); la escena en la que el cura manosea golosamente primero a la hija de Marcela y luego a ésta, le pregunta si no le toca ya su turno en la mita (es decir, el servicio de la casa parroquial en este caso), bromea indecentemente con la india sobre si el dinero con que le paga su deuda lo obtuvo prostituyéndose (Cap. XII, pp. 65-66); las escenas que tratan de la conspiración del cura y el gobernador -los dos miembros principales dentro de la acción de Aves de la «trinidad embrutecedora» definida por González Prada-, más los notables del pueblo, contra los Marín; aquella otra escena entre el párroco y su concubina ocasional, Melitona (Cap. XVII), o los intentos de seducción de Teodora por el subprefecto (II, Cap. XI y ss.). En el primer grupo de contenidos críticos estudiados se trataba de probar con datos muy concretos y desconocidos por la generalidad de los lectores, el estado de cosas representado en el segundo grupo por escenas a la manera narrativa que vendrá a resultar característica del tipo de novela inaugurado por Aves.

Es por esto, porque Aves constituye el punto departida de un género, que el interés de Matto en informar de cantidades y tantos por cientos puede pasar desapercibido para el lector, confundido dentro de la airada protesta que define la segunda serie de escenas mencionadas; mientras que en realidad constituye, la contribución verdaderamente original de Matto a la novela social, la base que sustenta la denuncia con la que se identifica Aves y sin la cual aquélla podría fácilmente haber sido ignorada como mera retórica condenatoria. Tal ignorancia no será en cambio posible a partir de la aparición de Aves sino como parte de un movimiento ideológico deliberado; por lo tanto voluntaria ceguera, o incluso tergiversación y escamoteo.

Posteriormente, a medida que la novela indigenista -y a la larga la de protesta social- gana en sutileza y complejidad en la pluma de otros escritores, ese dato, concreto que sirve de prueba a la denuncia será integrado más hábilmente en la narración o en el diálogo, o hasta pasado por alto a veces, pero nunca olvidado del todo, pues constituye la garantía de que el escritor basa su acusación en una experiencia concreta y observada por él mismo. La propia Matto, después de dedicar el capítulo III a informarnos de los orígenes de la deuda de los Yupanqui, intercala el resto de la información concreta relativa a la opresión de los indígenas dentro de la trama novelesca, en vez de hacerla provenir directamente del narrador.

Es preciso tener bien presente que la apariencia o estructura exterior de Aves es la de una novela de costumbres; es decir, que la denuncia que sustenta el mensaje político para transmitir el cual ha sido concebida la obra toda, se sustenta a su vez en la representación de determinado mundo rural, porque Matto cree que sólo la veracidad de su observación personal de costumbres o modos de vida poco conocidos puede garantizar la efectividad del mensaje: la prueba de que su denuncia de lo que sucede en los Kíllacs del Perú15 está justificada, proviene de que la autora ha vivido en uno de ellos, según nos va a demostrar constantemente su texto. Los datos sobre la explotación de los indios y los propiamente costumbristas poseen, pues, el mismo valor semántico dentro de Aves: ambos están destinados a probar el argumento político, mas como provienen de intenciones literarias tan diferentes entre sí -literatura de denuncia política, generalmente en forma ensayística; escena o estampa costumbrista, bien caricaturesca (Larra, Mesonero Romanos, Palma), bien idílica (Fernán Caballero, Pereda)-, armonizarlas requeriría una maestría que Matto no alcanza. El resultado es desorientador. A la escena entre Lucía y los opresores de la familia Yupanqui sigue una descripción, primero del comedor de los Marín, recargada de inútil detalle, y a continuación se explica la confección de los platos criollos que componían el almuerzo (Cap. V, p. 49). El capítulo VI, cuyo núcleo es una dramática conversación entre los Yupanqui, comienza con uña presentación del telar indígena, de intención típicamente costumbrista, pues se destina a ilustrar al público foráneo sobre las costumbres locales: «Marcela tomó con afán los tacarpus donde se coloca el telar portátil [...] que, ayudada por su hija menor, armó en el centro de la habitación, dejando preparados los hilos del fondo y la trama, para continuar el tejido de un bonito poncho listado con todos los colores que usan los indios, mediante la combinación del palo brasil, la cochinilla, el achiote y las flores del quico» (p. 50). El diálogo entre Manuel y su madre en que éste acusa a don Sebastián y revela que no es su padre, se interrumpe para que el joven «examine» «un huaco de mucha importancia [...] qué bien hechas las labores de la lliclla y la ccoya», etcétera (p. 94). Un escritor más hábil hubiese reducido ese exceso de menaje costumbrista a explicaciones mínimas aquí y allá y al uso de cursivas, cuyo sentido, si el texto mismo no bastaba a aclararlo, podría el lector buscar en el vocabulario del final de la novela (así procede Fernán Caballero); en cambio, Matto abusa de las cursivas, empleándolas para las expresiones verdaderamente indígenas lo mismo que para las locales (alpaca, llama, laneros: p. 43), frases proverbiales (mirando al suelo: p. 46), cualquier expresión que le suena poco común (un propio: p. 49, casa de gobierno o consistorial: p. 55), o simplemente para sugerir énfasis en la entonación del hablante (mi virgen, adulona: pp. 51, 53). Sólo hallo en todo el texto de Aves un ejemplo de inclusión de la explicación costumbrista dentro del diálogo mismo, sin duda el único procedimiento verdaderamente novelístico: «-¡Señoracha, el tata cura tiene su alma vendida a Rochino! / -¿Y quién es ese Rochino?... / -Rochino, niñay, es el brujo verde que dicen vive en la quebrada de los suspiros, con olor a azufre y compra las almas para llevarlas a vender en mejor precio en el Manchay puito. / -¡Jesús, qué brujo!, me da miedo... / -¿Sabes, Fernando lo que es el Manchaypuito? / -Infierno aterrador», etcétera (p. 68).

El examen minucioso de Aves, lo mismo que el de las demás novelas de Matto, sólo podría insistir en las torpezas de su composición, y queda por lo tanto fuera de los límites de este libro. Expresiones melodramáticas, cursilerías, frases inútiles o chabacanas, ñoñerías («la docilidad de Rosalía, que promete ser una buena muchachita»: p. 130), el abuso de los clichés retóricos («Voy a cortar este nudo gordiano con el filo de una voluntad inquebrantable», Ibid.) -vicios que también abundan en Fernán Caballero y en general en la novela prerrealista-, revelan ante todo la dificultad de Matto con el diálogo, el cual fluctúa constantemente entre la imitación fonética del habla popular («Siendo estoasí, condenados tendremos [...] si Dios nordena otra cosa, porquemestán esperando», etcétera: p. 112) de ciertos personajes, y las frases exageradamente cultas de otros, sin lograr nunca la naturalidad del verdadero diálogo entre personajes del mismo o de diferente nivel cultural. (Quizá si de toda la novela el único diálogo efectivo sea el del capítulo VI entre los Yupanqui, donde la esposa trata infructuosamente de animar al marido, cuyo pesimismo resulta al cabo más que justificado por la acción de la novela: «Pobre flor del desierto, Marluca [nombre por cierto más acertado que el de Marcela] [...] tu corazón es como los frutos de la penca: se arranca uno, brota otro sin necesidad de cultivo. ¡Yo soy más viejo que tú y yo he llorado sin esperanzas!»: p. 51). De hecho, Matto parece más consciente de esté problema estilístico que de otros: cuando Marcela le dice al cura, «No hables así, tata curay, el juicio temerario cuando sale de los labios oprime el pecho como piedra», aquél responde, «India bachillera, ¿quién te ha enseñado esas gramáticas?» (p. 66); cuando Fernando concluye su meticulosa explicación de los efectos de la mala nutrición en la raza indígena, su esposa agrega «riendo», «Creo como tú [...] y te felicito por tu disertación, aunque yo no la entiendo, pero que, a ponerla en inglés, te valdría el dictado de doctor y aun sabio en cualquier universidad del mundo», y Marín se ruboriza al notar «que había echado [sic] un párrafo científico, acaso pedantesco o fuera de lugar», o, según explica Lucía, «por la formalidad con que hemos venido a disertar acerca de estas cosas sobre la tumba de un indio tan raro [?] como Juan» (pp. 91-92).

Que el mismo autor de las Tradiciones y de los artículos periodísticos examinados (aun cuando algunos entre estos últimos adolezcan de cursilerías y excesos retóricos), salte constantemente en Aves de la frase desmañada de un aprendiz de gacetillero a los clichés melodramáticos, subraya la dificultad para Matto de hallar su camino dentro de la novela. La trama misma de Aves, en vez de fluir con naturalidad, da la impresión de hallarse constantemente interrumpida, a causa de la imperfecta ilación de las escenas, las intervenciones del autor, los detalles informativos pueriles o inútiles («los vestidos que les estaba cosiendo en la máquina 'Davis'»: p. 100), el alargamiento del episodio concerniente al cura (se reforma, casi muere, se marcha del pueblo, vuelve brevemente a sus vicios, y termina muriendo lejos de Kíllac), la inclusión de secuencias verdaderamente innecesarias (el descarrilamiento del final, el intento del subprefecto por seducir a Teodora), y en definitiva del descubrimiento de que Manuel y Margarita son medio-hermanos16.

El melodramático final de Aves (los amantes son hermanos de padre, hijos ambos del antiguo párroco de Kíllac) le permite a Matto darle la espalda a la problemática social, según se comprobará en seguida en el repaso de sus otras novelas, olvidando para siempre a Kíllac -es decir, los problemas que afectaban aquella sociedad. Es claro que el desarrollo del lazo sentimental entre la pareja de jóvenes, el cual ocupa buena parte de la segunda mitad de la novela, nos apartaba ya del tema indigenista básico a la primera, pero los manejos del gobernador, la prisión del campanero, etcétera, son aún parte de aquel tema, así que todavía en el penúltimo capítulo se trata de la necesidad de «libertar» a la raza indígena (p. 207). Incluso el matrimonio planteado entre Manuel y Margarita, aun cuando éstos planeaban establecerse en Lima, forzados por las circunstancias del pueblo natal, no significaba un rompimiento total del vínculo con Kíllac, pues Manuel aspira a trabajar por la reforma de la Iglesia y del país.

El final de Aves constituye al cabo su clave, porque lo es del fracaso de las intenciones de Matto respecto a esta novela. Incapaz de llevar a una conclusión adecuada su proyecto novelístico, la autora acude a un recurso típico de la degeneración de la novela romántica -es decir, un tipo de ficción, la folletinesca, anterior a la costumbrista de Fernán Caballero-, desviando al lector de súbito de los conflictos sociopolíticos que habían constituido hasta ese momento el motor de la novela, cuya intención se iguala en ese instante con la de un melodrama cualquiera.

No podía ser de otro modo, sin embargo, pues Matto no había aún entendido del todo cuando emprende la composición de Aves la magnitud de los problemas que se propone desarrollar; es decir, cree que los entiende, y acierta a plantearlos, pero su tratamiento de ellos aparece repleto de contradicciones ideológicas. La novelista sabe perfectamente que lo que sucede en Kíllac es la consecuencia de un régimen político irremediablemente corrupto, de modo que alude una y otra vez a acontecimientos nacionales como medio de indicar que los de Kíllac son reflejo de aquéllos. Fernando dice en una ocasión: «Muchos sabrán lo que es despertar en la bulla del desorden, el tiroteo y la matanza, porque en el país se soportan y se presencian con frecuencia esos levantamientos y luchas civiles, que ya en nombre de Pezet, Prado o Piérola, llevan el terror y el sobresalto, sea en el aura de una revolución, sea en los fortines de una resistencia» (p. 87). El nuevo subprefecto de la provincia, el coronel Paredes, había participado «en una revuelta que hubo en pro no sabemos si de don Ramón Castilla o don Manuel Ignacio Vivanco» (p. 117); de suerte que siendo su cargo el premio por la participación en esas revueltas, «Los acontecimientos políticos realizados en la capital de la República debían influir poderosa y directamente en el resultado de los negocios de reparto planteados [...] por las nuevas autoridades de la provincia y de Kíllac» (p. 141); en este caso obligando a Paredes a huir a toda prisa (para gran alivio de quienes lo alojan) tan pronto como lee el mensaje que le envían desde la capital provincial. Y, naturalmente, la situación de Kíllac no va a mejorar con la venida de un nuevo subprefecto, según sugiere el comienzo del capítulo XIX de n: aquél «dirigió las circulares de estilo a los funcionarios de su dependencia, invocando la Ley, la Justicia y la Equidad» (p. 166).

En vista de lo bien enraizados que se hallan esos males sociales, es harto justificable que Fernando se valga de sus amistades en el gobierno (Cap. XX) para salvar al campanero Isidro Champí -a quien el gobernador de Kíllac y sus compinches intentan hacer pagar por sus propios crímenes-, o, en definitiva, que los Marín dispongan que sus hijas adoptivas vayan a educarse a Lima, pues allí «se educa el corazón y se instruye la inteligencia» (p. 120), en el «colegio más a propósito para formar esposas y madres, sin la exagerada mojigatería de un rezo inmoderado, vacía de sentimientos» (p. 132). Como ya dijo Manuel, tanto los Marín como él están «desterrados» en Kíllac, de modo que es natural que vean a Lima como «una región de flores [...] la bella capital peruana» (p. 131), «ese foco de luz que cautiva a todas las mariposas del Perú; verdad que es invencible» (p. 203), y que hacia allí dirijan sus pasos. A fin de cuentas, la verdadera causa por la que los Marín y Manuel deciden establecerse en Lima es que presumen que en la capital «el domicilio tendrá garantías, y que las autoridades conocerán lo que es cumplir su misión» (p. 157), con lo cual habrá tiempo o tranquilidad para gozar de la civilización y educar a los hijos. Es inútil, pues, animar nuestras esperanzas explicando que sucedían en Lima en cierto momento «cuestiones de alta trascendencia; nada menos que las elecciones de presidente y de representantes de la nación» (p. 130), o que Manuel, más adelante, se refiera a una «tormenta política descargada en la capital, y conjurada después de un delirio horrorizador», el cual Fernando explica como una situación anormal pasajera, expresando su confianza «en la administración civil de [...] don Manuel [Pardo]» (p. 156)17. Un caudillo es igual a otro, según ha sugerido antes la propia Matto, de modo que el desgobierno del Perú sólo puede resolverse mediante un cambio estructural drástico. Por más que la novelista quiera encandilarnos, o encandilarse a sí misma con la imagen de una Lima-faro de la civilización, el panorama de corrupción e injusticia que nos ha presentado no se borra fácilmente. Cuando Marín le pregunta en tono pesimista a Manuel si intenta luchar contra males tan arraigados como los que dominan la vida de Kíllac («el abuso, el deseo de lucro inmoderado y la ignorancia conservada por especulación»: p. 102), aquél responde: «Esa precisamente, esa es la lucha de la juventud peruana desterrada en estas regiones. Tengo la esperanza [...] de que la civilización que se persigue tremolando la bandera del cristianismo puro [lo cual podría traducirse por socialismo dentro de ciertas doctrinas patrocinadas por la Iglesia Católica], no tarde en manifestarse, constituyendo la felicidad de la familia y, como consecuencia lógica, la felicidad social» (Ibid.). Entusiasta afirmación de fe a la cual Marín responde con creciente pesimismo: «¿Y sus fuerzas serán suficientes [...] Cuenta usted con otros apoyos a más del que le ofrece su madre y le brindamos nosotros, sus amigos?», etcétera (p. 102). En otra escena, Marín felicita a Manuel por su decisión de marcharse a completar sus estudios a la capital de la nación: «Usted será un hombre útil al país como tantos otros que han ido de provincias a la capital» (p. 158); la conversación pasa a otros temas y Fernando pregunta por fin: «¿Y qué me dice usted de las autoridades que vienen a gobernar estos apartados pueblos del rico y vasto Perú?» Manuel responde que en vez de honor, sólo «buscan empleo, sueldo y comodidad», y su interlocutor concluye que ello se debe a «que en el país impera el favor» (p. 159). Quizá el futuro contenga la posibilidad de una mejoría, pero en tanto, de lo que se trata es de huir en busca de una vida más cómoda. Que es lo que ya afirmaba Lucía al principio de la novela: «¡Fernando mío! ¡Nosotros no podemos vivir aquí! Y si tú insistes, viviremos librando la sangrienta batalla de los buenos contra los malos» (p. 59), y Marín confirma al saber que su mujer espera una criatura: «Este lugar estorba nuestra felicidad... no quiero que el primer eslabón de nuestra dicha halle la vida aquí» (p. 131). Más tarde, durante un momento de sincera introspección, Manuel se dice: «¿Y por qué mi anhelo se reduce a dejar el pueblo donde he nacido [...] cuando es propensión innata del hombre amar el engrandecimiento del suelo donde vio la luz primera? [...] ¡Ah! mi contrariedad se explica por la palabra de una experiencia razonada. Los lugares donde no se cuenta con garantías para la propiedad y la familia, se despueblan; todos los que disponen de medios suficientes para emigrar a los centros civilizados lo hacen, y cuando uno se halla en la situación en que yo me encuentro, solo contra [...] cinco mil, no queda otro remedio que huir y buscar en otro suelo la tranquilidad de los míos y la eterna primavera de mi corazón» (p. 167).

Es éste un planteamiento realista y hasta valiente, en cuanto arrostra las consecuencias de una retirada personal o íntima sin tergiversarla ideológicamente, a la manera que tiende a hacer Matto más a menudo, exaltando a Lima como si fuese independiente del Perú y aislando el caso de Kíllac: «Juzgamos que sólo es variante de aquel salvajismo lo que ocurre en Kíllac, como en todos los pequeños pueblos del interior del Perú, donde la carencia de escuelas, la falta de buena fe en los párrocos y la depravación manifiesta de los pocos que comercian con la ignorancia y la consiguiente sumisión de las masas, alejan, cada vez más, a aquellos pueblos de la verdadera civilización, que, cimentada, agregaría al país secciones importantes con elementos tendentes a su mayor engrandecimiento» (p. 61). Pero el horror de la realidad nacional es demasiado opresivo, además de ubicuo -para que pueda impedírsele intervenir constantemente en la narración, de suerte que aunque Matto quisiera engañarse a sí misma, no por ello oculta la verdad: de ahí el valor de Aves sin nido en el proceso de la novela sociopolítica y no sólo en el de la indigenista a la cual da comienzo.

En el capítulo XXXI, casi al final de la acción, antes de que tenga lugar la revelación del lazo entre Manuel y Margarita que desvía irremediablemente Aves hacia el folletín, Fernando le dice a aquél: «Así que usted ha libertado a Isidro Champí, ¡oh! Y ¿quién libertará a toda su desheredada raza?», y Manuel responde: «Esta pregunta habría que hacerla a todos los hombres del Perú» (p. 207). Este interrogante que plantea sin paliativos, aunque sin intentar tampoco resolverlo, el gravísimo problema que sirve de motor a la inspiración de Aves, constituye su conclusión filosófica, la que verdaderamente identifica a través de sus propias contradicciones y vacilaciones ideológicas, la actitud de Matto respecto a la cuestión indígena.

La crítica anticlerical, la cual ocupa un sitio tan importante en la novela como la de los abusos de los otros dos miembros de la trilogía que oprime al indio (la administración civil y la militar, pues de hecho el juez que González Prada colocaba en su «trinidad embrutecedora», aparece en Aves sólo en la segunda parte y caracterizado como más ignorante que malvado), se desarrolla de modo muy semejante a la política, Ya sabíamos por las Hojas sueltas que Matto es profundamente religiosa, y el texto mismo de Aves alude en varias ocasiones admirativamente a la virtud de las ideas del cristianismo, incluso en relación a la causa indigenista («si algún día rayase la aurora de la verdadera autonomía del indio, por medio del Evangelio de Jesús»: p. 92). La acción de la novela, a través del lascivo cura Pascual, pero aún más a través del que sean Manuel y Margarita hijos de un obispo, prueba, según se propone hacer Manuel con su tesis de bachiller, «la necesidad del matrimonio eclesiástico o de los curas» (p. 159), pero también demuestra con creces la trama de Aves cómo la Iglesia explota económicamente al indio para su propio beneficio y para el del gobierno y los gamonales. No se justifica por lo tanto el reducir, según trata de hacer Matto, el papel represivo y explotador de la Iglesia -en el Perú lo mismo que en el resto de Latinoamérica- a condiciones locales, es decir, a las imperantes en «los curatos apartados» (p. 45) como Kíllac, atribuyéndolas enteramente a la ignorancia de esos curas de pueblo apenas versados en «Teología ni Latín» (Ibid.). (Lucía compara a Pascual con sus colegas de «la ciudad», abnegados en su misión de dar consuelo al pobre, mientras que los «curas de los villorrios» tienen el «alma fundida en el molde estrecho del avaro, el gobernador», y no merecen «la dignidad que en la tierra rodea a un hombre honrado»; es más, insultan «al sacerdocio católico»: pp. 48-49). De nuevo, Lima aparece como la puerta de escape natural para el burgués peruano de sólidos principios morales, idealizada también como paraíso cristiano: Lucía podrá hallar allí de nuevo dignamente representadas sus «convicciones religiosas [sobre] la sublimidad del sacerdocio que en la tierra desempeña el tutelaje del hombre, recibiéndolo en la cuna con las aguas del bautismo, depositando sus restos en la tumba con la lluvia del agua lustral, y durante su peregrinación en el valle del dolor, dulcificando sus amarguras con la palabra sana del consejo, y la suave voz de la esperanza» (p. 46).

Aves incluye también un problema racial de capital trascendencia: Margarita es mestiza de indio, (aunque es posible que Marcela, su madre, sea también mestiza, según sugiere la descripción inicial de su «tez algo cobriza, donde resaltaban las mejillas coloreadas de tinte rojo [...] notable por su belleza peruana»: p. 40) y blanco (don Pedro Miranda Claro, cura de Kíllac y más tarde obispo). Manuel es hijo de Miranda y de doña Petronila Hinojosa, mujer del gobernador o alcalde de Kíllac. La posición de los padres del joven, y en particular la de su madre, que pertenece a la clase más distinguida de Kíllac y sus comarcas (Cap. XI, p. 64), sugiere, dentro de la estructura social peruana, que si no es blanco, se presume que lo sea; es decir, que es aceptado como tal. Juan Yupanqui y su mujer, aparte de que sean o no indios puros, pertenecen a la clase indígena, y Matto plantea durante la primera parte de la novela el problema social que representa para aquéllos su contacto directo con la sociedad blanca. Las hijas de los Yupanqui, la más pequeña de las cuales, Rosalía, es hija carnal de ambos padres, serán tras la muerte de aquéllos adoptadas por los esposos Marín, los cuales tienen que ser blancos, no sólo a causa de su posición social y económica, sino también «por haber nacido en la capital» (p. 57), así que la autora ve a las niñas como señaladas «con la marca que Dios pone en cada predestinado en el mapa de las evoluciones sociales» (p. 79). Una página más allá, al imaginar la pareja de indios lo hermosa que estará Margarita, quien es ya ahijada de Lucía, vestida con las ropas de ésta, Marcela dice: «-Pero me duele el corazón cuando me acuerdo que ya no nos mirará como ahora» (p. 80). La niña pregunta a poco si cuando se vaya a vivir con Lucía también irán sus padres con ella, y aquéllos responden que irán a verla todos los días y que le llevarán «las frutas de la mora y los nidos de los gorriones» (p. 81).

Que los Marín decidan adoptar como hijas, tratándolas en todo como a tales, a ambas niñas, y que Manuel se enamore -a primera vista, por obra del «arquero niño» (p. 105)- de Margarita y determine casarse con ella, constituyen actos de coraje particularmente notables dentro de una sociedad como la peruana de 1890, y son por lo tanto parte muy importante del mensaje de Matto en cuanto a tratar al indio como a hermano, según afirmaba el prólogo de la novela (p. 38). Mas precisamente porque Aves aspira a representar la realidad desde la perspectiva de las costumbres, hubiese sido necesario desarrollar más en detalle, en vez de meramente sugerir, según acabamos de ver, el problema social al que la situación de Margarita y su hermana en casa de los Marín, especialmente cuando éstos se trasladen a Lima, dará lugar.

La muerte de los Yupanqui elimina ya una parte del problema -el que imaginaba Marcela en la escena descrita antes-, pero a la postre complica la situación, al hacer a los Marín responsables también por Rosalía. La aparición de Manuel podría dar lugar entonces a un planteamiento interesante, si el amor del joven por la mestiza constituyese una explícita contravención de las normas sociales (aquí podría entrar el que Manuel, o su madre, declarasen ser también cholos, etcétera); en vez de lo cual Matto prefiere ignorar el problema: Manuel actúa como un amante romántico, y Margarita aparece transformada para el principio de la segunda parte, aun y cuando esté aprendiendo a leer (detálleles claro, realista), en una delicada señorita de «diminuta mano» (p. 116), digna hija de la «blonda» Lucía (p. 131), pues, reflexiona ésta, «las mujeres responden más que cualquier otro ser al engreimiento y trato fino; ¡ah! mi Margarita es la realidad de ese pensamiento» (p. 132). El trágico desenlace de los amores entre Manuel y Margarita, aunque no se propone evitar el planteamiento de las consecuencias sociales de la diferencia socio-étnica entre ellos, la cual había ya sido olvidada desde antes, separa idealmente a Margarita de su pasado. Esta separación se completa en la novela Herencia (1895).

Ya al comienzo de Aves se anuncia su continuación: «Una vez que esta historia llegue a los relatos de la ciudad más opulenta del Perú, donde se dirigen los protagonistas, tal vez tendremos ocasión de poner en paralelo el despertar del campo y el trasnochar de la capital...» (Cap. VI, p. 52) -el cual se describe en efecto en Herencia. Esta novela es sólo parcialmente continuación de Aves, pues se limita a casar a Margarita y darnos algunas noticias de los Marín y otros personajes de la primera novela. La acción tiene lugar en Lima, donde se han establecido los Marín, y comienza por presentarnos a Margarita como una delicada damisela de «formas aristocráticas» (p. 33). Su hermana Rosalía, ha desaparecido totalmente de la narración, lo mismo que aquel hijo que esperaba Lucía, cuya presencia habría complicado también la situación de Margarita como hija adoptiva de los Marín. Esta vez un joven estudiante de Derecho, Ernesto Casa-Alta, hijo de un «vocal que fue de la Corte de Justicia de Trujillo», se enamora de ella, también a primera vista, y termina casándose con Margarita, después de enterarse de su historia, pero sin que ésta afecte para nada sus sentimientos, y con entero beneplácito de su dulce madre, la viuda del doctor Casa-Alta.

El interés de Matto ha pasado con esta novela de la denuncia político-social a la tesis naturalista; interés que existía ya en Aves, donde se describe a algunos personajes desde el punto de vista de «un observador fisiológico» (p. 46)18, y se insiste en los efectos del buen trato en la mujer -según vimos ya al citar la observación de Lucía que precede a estas consideraciones de su autora: «Engreída [es decir, mimada] y estimada la mujer, gana un ciento por ciento en hermosura y cualidades morales. Si no, acordémonos de esas infelices mujeres hostigadas en los misterios del hogar por los celos infundados; gastadas por la glotonería de los maridos; reducidas a respirar aire débil y tomar alimento escaso, y al punto tendremos a la vista la infeliz mujer displicente, pálida, ojerosa, en cuya mente cruzan pensamientos siempre tristes, y cuya voluntad de acción duerme el letárgico sueño del desmayo» (p. 132).

El naturalismo se desarrolla en Herencia mediante el contraste entre Camila, hija de una madre ligera de cascos y un padre débil de carácter, esclavos de las apariencias sociales como consecuencia de su posición en la sociedad limeña, y Margarita, criada en el plácido hogar de los Marín. El origen de ésta -el cual hay que identificar con la preocupación indigenista y anticlerical de Aves- está ya tan olvidado, lo mismo que esas preocupaciones, que Matto no repara en ningún instante en que verdaderamente la madre de Margarita fue también, aunque por ignorancia, adúltera («accidente, no corrupción» [p. 209], explica Fernando, y es quizá por ello que Juan Yupanqui parece considerar a Margarita como verdadera hija, contrariamente a lo que hace Pancorvo respecto a Manuel: aquél debe haberse casado con doña Petronila por interés, y de cualquier modo después de estar ésta embarazada [p. 210], circunstancia que no se aclara en el caso de Marcela). Margarita es ya en todo la hija de Fernando y Lucía Marín.

En definitiva, de lo que se trata en Herencia, más que de una tesis naturalista, es de presentar un ideal de buena educación burguesa. Marín explica así cómo Margarita se ha criado en un medio inocente por provinciano, respirando el aire puro de la sierra, además de que su sangre es «robusta» (excepto que nada sabe él, a fin de cuentas, sobre la salud del obispo Miranda), pero este discurso (p. 207) se encamina a insistir en cómo la muchacha no «llevará a las hijas de usted [Ernesto] la herencia que llevan en su sangre las hijas de las mujeres aperradas»; noción evidentemente más moral que fisiológica, según afirma lo que enseguida agrega el hablante: «¡Oh!, si supiesen que eso se transmite, muchas serían buenas mujeres por amor a sus hijas».

La preocupación social que es parte integral del movimiento naturalista sólo afecta de refilón Herencia, o mucho menos que en el caso de la novela semicostumbrista Aves. Solamente en una ocasión se menciona el problema indígena, en relación a don Sebastián Pancorvo, el gobernador de Kíllac, quien ha sido elegido diputado al Congreso y viene a Lima a solicitar la ayuda nada menos que de Fernando Marín, pues un personaje más influyente que él reclama ser el elegido. Al introducir a don Sebastián, Matto señala que su «mente no parecía conservar ni una línea de los sucesos de Kíllac, cuyas huellas llevaban aún enfermo el corazón de Margarita» (p. 160), de modo que Pancorvo incluso llama a Marín «compadre», pues es padrino de Margarita, hermana de su hijastro. Así se inicia un proceso de mejoramiento en la caracterización del personaje que la novela anterior había hecho archidesagradable: nos enteramos que mientras que su enemigo político es seguramente «uno de esos pillos que viven del tesoro», Pancorvo, en cambio, deja «las dietas y todas las ganguitas [...] para el altar de la iglesia y para el puente grande» (p. 162); don Sebastián acompaña luego a los Marín a los toros, cena con ellos, y Fernando va a despedirlo cuando regresa a la sierra; momento en el cual Matto recuerda de nuevo, por boca de Lucía, los sucesos de la novela anterior: «Seamos justos, Fernando, también, ¿qué clase de diputado hubiese sido don Sebastián?» (p. 227), pero se responde a sí misma -por medio de Marín- con una justificación más apropiada para los regímenes parlamentarios anglosajones que para la situación política del Perú: «Un error no se corrige con otro error; si vienen representantes de esa catadura hay que respetar la voluntad de los pueblos que los eligen» (Ibid.). Las frases siguientes, sin embargo, recuerdan la realidad sociopolítica que describía Aves, cómo «la culpa de que en provincias sea la mayoría ignorante es de los hombres que, pequeños en sus miras, absorbentes en sus acciones, egoístas en sus ideales, han formado en esta capital una camarilla de paniaguados del gobierno y para quienes no existe más patria que su comodidad personal». El final del mismo párrafo regresa entonces, por asociación natural de los pensamientos, al propósito motor de la novela de la cual es ésta secuela: «¿Te acuerdas cómo son, cómo viven los indios, esos parias desheredados? Y son tres millones de hombres, hija, idiotas, esclavos, infelices, de quienes se acuerdan gobiernos y congresos cuando hay que formar soldados o sumar contribuciones» (p. 228). Pero hace ya mucho que los Marín dejaron Kíllac, precisamente porque allí el peso de la explotación era tal que no se podía vivir sin chocar con ella constantemente. En Lima, en cambio, según demuestra la novela Herencia, es posible llevar una vida digna, siempre y cuando se guarden para la intimidad comentarios como el que acabamos de escuchar: «¡Jesús, Fernando, ni digas esto en otra parte! Los adulones de la banda presidencial te chismearían con el Jefe del Estado» (p. 228), pero Marín calma los temores de su mujer: unos días atrás ha discutido largamente de política sin inculpar a nadie, como los buenos políticos latinoamericanos.

¡Pobre Clorinda Matto! Quizá creía ella que esta muestra de diplomacia por parte de Fernando Marín, junto con los elogios del régimen parlamentario, serían un tanto en su favor, mas las acusaciones de Aves sin nido, Herencia e Índole eran, aun cuando incompletas y contradictorias, demasiado graves para el Perú de 1890, en parte por provenir de una mujer, que por ello y por ser además provinciana, se hallaba más indefensa que otros frente a los enemigos que le hacían naturalmente sus novelas. Aves fue «quemada en público» y «la autora murió lejos de su patria [en la Argentina], desterrada por Piérola y excomulgada por el arzobispo»19.

El análisis minucioso de Herencia sólo podría descubrir imperfecciones, quizá no mayores que las de Aves, pero menos excusables en una tercera novela (Índole, la intermedia, es de 1891). Exageraciones en la caracterización, clichés melodramáticos, ñoñerías y cursilerías, escenas y personajes inútiles (la joven que muere de amor por Ernesto, la mujer que viene a pedir ayuda a Lucía, etcétera), intervenciones exageradas del destino (la lotería que gana Ernesto), apresuramiento innecesario de la secuencia temporal (Ernesto conoce y se enamora de Margarita una noche, gana la lotería al día siguiente, pide su mano esa tarde), etcétera. Hay que reconocer, no obstante, que la construcción misma de la novela es más madura en cuanto a la ilación de los episodios y, sobre todo, la inclusión de escenas costumbristas: el baile en casa de Pantoja es contrapunto con la recepción de los Aguilera; la corrida, narrada por medio de la descripción que va haciendo de ella para su periódico un cronista taurino; algunas escenas en la tienda de los italianos, como aquella donde vemos preparar la bebida que luego se vende al público bajo diferentes etiquetas. La caracterización de la «morena» Espíritu, la del inmigrante italiano Aquilino, y, en el plano psicológico, la descripción de los pensamientos de Ernesto después del baile, increpándose por haber asistido a él, por aceptar luego la invitación de los Marín, etcétera, o la de los deseos que provoca en Aquilino la bella Camila Aguilera, mezcla de lascivia y de ambición económica, no desentonarían en novelas de realistas famosos.

La verdadera tesis de Herencia se dirige a probar los efectos del medio sobre las costumbres, sólo que, según se explicó antes con respecto a Margarita, Matto confunde con aquél los factores verdaderamente hereditarios: de ahí el título de la novela. Las observaciones sobre el efecto del sol en las pasiones (Cap. XXII, p. 178) y sobre el de la atmósfera peculiar de la ciudad a determinada hora del día (XVII, p. 152), en relación a Camila, atraída por el guapo dependiente italiano, podrían aplicarse a cualquier personaje, de modo que no sirven para demostrar cómo la inclinación de aquélla es resultado de su herencia. Los comentarios sociales y políticos (estos últimos a propósito del Congreso) que tienen lugar durante el baile de los Aguilera (V, p. 64), así como algunos otros de doña Nieves («sólo las pobres son unas perdidas»: p. 194; notado por el editor Cornejo Polar) contribuyen a una caracterización efectiva de la alta burguesía limeña de la época, pero lo más importante en este respecto es la pintura del desmoronamiento de la fortuna de doña Nieves Montes de Aguilera, a quien vemos tratando con un corredor de hipotecar un rancho para pagar por la boda de su hija (XXVIII, pp. 222-223), y más adelante de salvar lo que le queda de sus propiedades (XXXI, p. 238). Esta pintura de la desintegración económica de la clase latifundista tiene como objeto explícito el contrastarla con la buena administración de los Marín, cuya casa aparece descrita como característicamente burguesa, en vez de aristocrática, y sus costumbres como típicas de la «mediocridad acomodaticia» (IX, p. 94), sin duda porque se aman el uno al otro, en tanto que don Pepe Aguilera se ha casado a causa de un «asalto de honor» (p. 39), y sólo siente a estas alturas repulsión por su mujer, quien a su vez lo desprecia.

La pintura social que transcurre por las páginas de Herencia, apoyada además en una observación de intención científica, podría haber abierto para Matto un nuevo camino novelístico, el de la novela urbana de tendencia naturalista; el cual, sin embargo, tampoco aprovecha, desviándose de nuevo hacia el folletín a través de sentimentalismos inútiles y causalidades forzadas, de suerte que a fin de cuentas lo que hay de naturalismo en Herencia, lo mismo que la crítica sociopolítica en Aves, sólo sirve para afirmar la virtud de los Marín, cuyo nido resulta por lo tanto a prueba de contratiempos.

Índole es la segunda novela publicada por Matto, en 1891, y puede interpretarse en efecto como una suerte de transición entre las dos novelas que he examinado, excepto que no comparte sus personajes con ninguna de ellas. La crítica indigenista cede aquí su puesto a la anticlerical, y el tema naturalista comienza a definirse.

Al principio de la novela noto una referencia a la situación del indio: «Lorenzo Wilca, pongo [criado doméstico] de la casa, fiel como el perro para el amo, fuerte para la vigilia como la lechuza, parco para la comida como criado con el uso de la coca, a las veces abyecto por la opresión en que ha caído su raza, pero ardiente para el amor, porque en su naturaleza prevalece aquel instinto de la primitiva poesía peruana, que llora en el ¡ay! de la quena, perdida en los pajonales de las sierras, la opulencia del trono destruido en Gajamarca, y los brazos de la mujer adorada que rodearon el cuello de un extraño» (p. 38). La mención de la opresión concluye perdida en un sentimentalismo del tipo del de las leyendas de la propia Matto.

La crítica social de Índole se centra casi con exclusividad en los malos curas, a través de don Isidoro Peñas, quien ejerce una influencia absorbente sobre doña Asunción, causa de que su matrimonio marche a tumbos, y está a punto de destruir el de Eulalia por su empeño en seducirla. El matrimonio de este personaje se basaba precisamente en el principio de que no hubiese nadie entre ambos esposos, es decir, que excluía la confesión en cuanto ésta hace partícipe a un extraño en secretos que deben ser sólo compartidos por marido y mujer. Es esta probablemente la única vez que la novelista ataca al dogma católico. La crítica anticlerical se extiende hacia el final de la novela a la sociedad en general: el cura Peñas, para escapar del atolladero en que se halla, se une como capellán al ejército del mariscal Ramón Castilla (estamos en 1858, durante uno de tantos períodos de guerras civiles del Perú decimonónico)20, y concluye «en el coro de una de las catedrales de la república, señalado cómo personaje de campanillas, aclamado como patricio ejemplar y como varón santo que allá, en su curato, edificaba a su feligresía» (p. 249); de modo que imaginando cuántas manos de «candorosas beatitas» besarán ahora la del cura Peñas, Matto reflexiona que nadie se fijará en tales «nimiedades» en una sociedad donde se rinde culto al éxito en vez de a la virtud; nadie sino «el novelista observador» que se propone corregir los vicios sociales «en alas de la moral social». La amarga conclusión de estas consideraciones es que ese tipo de novela no existe aún en el Perú «porque todavía la novela trascendental, la novela para el pueblo y para el hogar, no tiene ni prosélitos ni cultivadores. Y a juzgar por el grado de los adelantos morales, ¡ay de aquella mano que, enristrando la poderosa arma del siglo, la tajante pluma, osara tasajear velo y tradición!» (p. 250). Sin embargo, la falta de Peñas está individualizada aún más que la del cura Pascual en Aves: se trata simplemente de alguien que fue «al sacerdocio sin las virtudes de la vocación y la educación necesaria» (p. 209); ni siquiera en su caso de una consecuencia más de habitar en un medio rural, según sucedía en Aves. De hecho, Peñas parece a punto de arrepentirse de su conducta en una ocasión, y hasta recuerda el instante de su propia consagración (p. 212), pero se trata sólo de facilitar por ese medio que devuelva el documento que robó para forzar a Eulalia a entregársele, y facilitar de ese modo el desenlace.

El capítulo XIX presenta al cura en conversación con una mujer que viene a pedirle que entierre a su hijo. Como aquélla no tiene los ocho pesos necesarios, Peñas la hace entregarle una fanega de trigo (todo su capital), «y por el resto de dos pesos cuatro reales», dispone que le teja unas frazadas. La indígena objeta que está mala del pecho, de modo que las mantas tardarán «hasta un año», y Peñas responde: «Ponte parche de bálsamo del valle, y no andes con delicadezas que se han hecho para señoritas» (p. 131). Aunque decididamente melodramática (la india se marcha llorando y recordando a su hijo, etcétera), la escena podría pertenecer por su contenido a Huasipungo, donde ocurre una muy parecida cuando Andrés contrata el entierro de su mujer. Lo cual sugiere que los medios que posee Matto para representar la explotación del indígena por la Iglesia -una realidad inalterable entre 1890 y 1930 por lo menos- pueden resultar, por obra de la urgencia de esa circunstancia, tan efectivos como los de Icaza. Es también digna de atención la escena en la que el cura confiesa a la ingenua Ziska, insistiendo en que declare pecados mayores (p. 148).

Contrariamente a lo que sucede en Aves, donde Lima está idealizada, su caracterización en Índole parece ambivalente. En una ocasión es «esa llama de placer en cuyo torno revolotean las mariposas de la dicha, donde dicen que hay mujeres como sirenas, cocheros como caballeros, y caballeros como cocheros, donde se alza la gran mitra del arzobispo, donde se reúnen los congresos y se reparten los empleos de la nación; donde existen clubes y logias» (p. 73). Esto lo dice Valentín, tentando a Antonio con sueños de riqueza; más adelante, el mismo personaje le pregunta a su amigo si cree que no se hallan en todas partes curas del tipo de Peñas, y Antonio responde: «-No seas pesimista. Anda a la capital y verás», pero Valentín insiste: «-Me atrevo a dudarlo» (pp. 241-242). Finalmente, Antonio declara su intención de marcharse a Lima: «Viviré contento allá donde se rinde culto al trabajo, donde uno puede confundirse entre cientos de personas, con garantías para el hogar, y sin que la vanidad y las exigencias sociales me empujen al camino de la estafa» (p. 243). En realidad se trata ya de la misma ciudad de Herencia (Matto residía en Lima para 1890), la gran ciudad moderna, capital de un estado subdesarrollado y corrupto, pero cuya densidad de población, comodidades y situación civil, permiten al burgués acomodado como Fernando Marín vivir tranquilo.

La trama de Índole la constituyen tres historias relacionadas entre sí en grados diferentes: la de los esposos López, la de los Cienfuegos -ambos hombres se han asociado para la falsificación de moneda, sólo que Antonio López ha accedido a ello forzado por la ruina inminente de sus negocios, y termina rompiendo el trato-, y la de Foncito y Ziska, una pareja de cholos (aunque esta circunstancia social no está aclarada en el texto). Los blancos o notables sirven de vehículo al tema naturalista: hay gente de índole buena y mala, etcétera, según enseña la «fisiología comparada» (p. 128)21, y observa Matto repetidas veces, con reflexiones sobre el carácter de la mujer (p. 184) y otras por el estilo. La relación entre el criado de los Cienfuegos, Foncito, y su novia, sostiene el tema costumbrista, con la ayuda de una amiga de ambos, Manonga. A propósito de estos personajes, en diversas escenas que tienen lugar en casa de Ziska, o bien entre los jóvenes y los personajes serios de la trama, se acumulan frases populares, descripciones de comidas, etcétera; todo ello mucho mejor hilado con el resto de la trama que sucedía en Aves. También el diálogo y la estructuración de las escenas de Índole representan un notable progreso técnico en relación a la primera novela, pero sigue adoleciendo la segunda, al igual que la tercera, de ñoñerías, excesos retóricos, lugares comunes, alargamiento innecesario de algunas secuencias, personajes inútiles, y, sobre todo, de una imperfecta integración del tema social reformista con la anécdota novelística y la pintura costumbrista.

El examen de la obra publicada de Matto (la novelista dejó varias novelas incompletas o en manuscrito -La excomulgada; Sevilla, testamento póstumo; Alas y plumas22 cuyo estudio permitiría una visión más completa de su evolución) revela su alejamiento del propósito sociopolítico inicial. Ello ocurre en gran medida a costa de ceguera deliberada vía el folletín, y no resulta por lo tanto en soluciones novelísticas positivas. La carrera de Matto se mueve, según hemos visto en detalle, entre tres principios motores: el sociopolítico, el costumbrista y el naturalista. La comparación de Aves, Herencia e Índole, revela un progreso en el manejo del costumbrismo, el cual constituye, sin embargo, la dirección menos útil de las tres, por corresponder a una etapa ya superada para entonces de la evolución del género novelístico hacia el realismo, según debía entender muy bien la propia Matto, pues fue en la viñeta costumbrista precisamente que se entrenó, después de las leyendas, para acometer el género novela. A la postre, Matto se decide por el naturalismo -es esto lo que sugiere el examen de las novelas que siguen a Aves-, pero no alcanza nunca una fórmula novelística válida, porque, lo mismo que le ocurrió en la novela indigenista, tampoco puede integrar el cientificismo naturalista con el reformismo social. Este último constituye, sin duda alguna, el motor que lleva a Matto a la novela, pero en su caso va unido a una visión sentimental del triunfo inevitable de la virtud. En el curso de la composición de Aves, la autora debió comprender, a juzgar por esos diálogos entre Manuel y Fernando, así como el traslado dé los Marín a Lima, lo inalcanzable de su propósito reformista, el cual abandona por una solución folletinesca que reduce la denuncia social, cuando más, a los peligros sociales del voto de castidad eclesiástico.

Olvidada la clara intención política que guía las primeras páginas de Aves, y para ilustrar la cual crea Matto buena parte de la acción de la novela (nótese que la conspiración contra los Marín, la cual es el vehículo principal de la denuncia del estado de desgobierno imperante en Kíllac, continúa después de su primer estallido a través de la persecución del campanero, otras maniobras de los notables, etcétera)23; alejado radicalmente el problema indigenista (la explotación del indio) al dirigirse al foco de intención teórica de la novelista en sus obras subsiguientes hacia la herencia y la influencia del medio, y crecer al mismo tiempo en importancia en ella los conflictos caracterizados como estrictamente individuales, en medios ya sea rurales o urbanos, lo que viene a quedar de intención social en la obra de Matto es una suerte de ejemplo exagerado y folletinesco sobre las ventajas de la práctica de la virtud. En consecuencia, la novelista concluye su carrera a mayor distancia aún que cuando comenzó aquélla, del realismo, el cual se le escapa ya en la segunda mitad de Aves, y nunca aprendió a utilizar como el vehículo más afín para la expresión de su propósito reformista. Es posible que de haber continuado escribiendo novelas después de 1895, el evidente progreso en el manejo de la técnica novelística que demuestra el curso de la obra publicada, le hubiese iluminado por fin a la vocación de Matto el camino del éxito. Vistas en conjunto, las tres novelas sugieren el modelo definido por Lukács como característico del naturalismo, que es la dirección hacia la que parece aspirar la novelística de Matto. El didacticismo selectivo que sustituye la libre representación de la realidad característica del realismo, y la incapacidad para seleccionar en esa representación entre elementos de valor diferente24, equivalen a la indecisión de Matto entre la denuncia política, el costumbrismo, el enfoque biologista y el folletinesco, direcciones que se superponen dentro del texto de sus obras indicando cómo la autora no quiere renunciar a ninguna de ellas.

Las dificultades de Matto con la materia indigenista misma, o su incapacidad para integrar la tesis sociopolítica, lo mismo que la observación costumbrista, en una anécdota psicológica en vez de sentimental y folletinesca, resultan paradigmáticas de las dificultades que enfrentará el género indigenista -y el político en general. Con Raza de bronce, de Alcides Arguedas, la novela indigenista da el paso decisivo de costumbrismo a antropología, y se decide además por la tesis rechazando la anécdota o trama al uso, la cual juega un papel aún más subordinado que en Raza, en Huasipungo, El mundo es ancho y ajeno, El indio, etcétera, hasta desaparecer por completo en Yawar fiesta, donde el desarrollo sin interrupciones sentimentales, o incluso meramente anecdóticas, de un conflicto social en todas sus dimensiones económicas, políticas, etcétera, desemboca, sin embargo, en un callejón sin salida paralelo, en un contexto ideológico opuesto (triunfo del elemento ancestral en lugar del deliberado olvido del mismo) del que caracteriza Aves sin nido. La representación del indio auténtico, propósito que Matto apenas se plantea, y constituye en cambio la más desesperada ambición de José María Arguedas, debería haber sido el foco natural de la novela indigenista, pues la creación de aquél como objeto artístico sostendría mejor que ningún otro elemento de la obra, el propósito político. En el curso de su evolución entre los dos polos representados respectivamente por Aves y Yawar, la novela indigenista no logró, sin embargo, dar vida literaria al indio; lo cual explica mejor que ninguna otra de sus características, que nos deje insatisfechos tanto el proyecto representado por la primera novela de Matto como su perfecta concreción en la primera de José María Arguedas.





 
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