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Con ese rumor de historias

Fernando Alonso



El lenguaje, vehículo de sociabilidad, es imprescindible para la formación integral del hombre, si el afecto media el acceso al libro habrá lectores convencidos, libres y creativos.





Durante siglos se ha dicho: «El hombre es un ser social».

Esta expresión se ha repetido tantas veces, que ha llegado a convertirse en una frase hecha. Y, de acuerdo con los mecanismos del lenguaje, las frases hechas tienden a vaciarse de contenido significativo hasta convertirse en tics repetitivos; en frases comodín, que se utilizan sin pensar y sin reparar en su alcance.

Por eso, apenas se menciona que la palabra, el lenguaje, es uno de los principales vehículos de esa sociabilidad.

Por eso, nos vemos obligados tantas veces a reivindicar la importancia del lenguaje para el desarrollo integral del hombre.

Si entendemos el lenguaje como una extensión del ser humano, que le permite relacionarse con sus semejantes, parece lógico afirmar que es preciso ejercitarlo a fin de que esta relación sea más eficaz, más útil y más satisfactoria.

En la medida en que dominemos mejor el uso de la palabra y del lenguaje seremos más completos, más útiles y, posiblemente, más felices; entre otras cosas porque si dominamos la palabra, nadie podrá utilizarla contra nosotros como instrumento para dominarnos desde el plano personal, profesional, social o político.

Pero el dominio del lenguaje no se adquiere sólo con el estudio exhaustivo de áridas normas gramaticales. Existe un camino más rico, más sugerente y, por supuesto, mucho más divertido: la lectura de obras literarias.

De esta forma se adquiere un lenguaje vivo por impregnación y sus efectos serán mucho más profundos y duraderos.

Es importante, pues, fijarse como objetivo fundamental la creación y el fomento del hábito de lectura; porque, como dice Michel Tournier:

Los hombres sólo adquieren su condición humana con ese rumor de historias que les acompañan a lo largo de su vida.



El lector de obras literarias nace en la infancia. En la primera infancia. El lenguaje oral y el lenguaje escrito son extensiones del hombre que facilitan y posibilitan su comunicación y, con ello, su condición de «ser social». Por consiguiente, el acceso al libro debe ser simultáneo, en tiempo y forma, al acceso al lenguaje oral.

El niño debería convertirse en lector, siguiendo pautas de mimetismo, mientras trata de imitar a los adultos que leen en su presencia. Así, desde su primera infancia, contemplará el libro como un bien cotidiano y necesario. El niño se hará lector al ritmo en que le van acercando a las historias y a los libros.

En este punto, me vienen a la memoria los recuerdos de las historias y los libros de mi propia infancia y la forma en que me convertí en lector. Primero fueron los libros escritos en el viento: aquellas historias que me cantaba, o me contaba, mi madre.

Luego fueron las historias que me leía de un libro extraño y misterioso. Un libro que trataba de un niño que se llamaba como yo, vivía en mi misma calle y tenía los mismos amigos.

Yo estaba entusiasmado, no sólo por el misterio de aquellas coincidencias, sino por los momentos de intimidad y de cariño que rodeaban la narración, o la lectura, de aquellas historias.

Y pensé que todo aquel cariño y la magia de las palabras vivían en aquel libro.

Allí nació, sin duda, mi deseo y mi prisa por aprender a leer. Comencé por los libros escritos con líneas y sombras y colores; más tarde pasé a los libros escritos con palabras y silencios.

Y comencé a leer en busca de aquel libro misterioso, que era la historia de mi propia vida.

Leí los libros que había en mi casa, los libros que tenían mis amigos y continué con los libros de la Biblioteca Pública.

Debo confesar que no conseguí descubrir aquel libro misterioso. Descubrí, sin embargo, que los libros son amigos que nos tienden su mano en los momentos en que nos pesa la soledad.

Son billetes para realizar toda clase de Viajes de placer; pasaportes para entrar en el Reino de la aventura y Máquinas para viajar por el tiempo y el espacio.

Descubrí que podemos volar tripulando un libro o navegar en él hasta La isla del tesoro. Un libro puede ser caballo en las praderas, camello en el desierto o trineo en la vieja Alaska de los buscadores de oro.

Un libro puede servirnos como Manual de instrucciones para ayudarnos a comprender algunas de las cosas que nos suceden en nuestra propia vida.

Un libro es un espejo donde se encuentran las miradas del autor que lo escribió y del lector que recrea la historia.

Un libro es una ventana por la que nos asomamos a otros mundos que enriquecerán el nuestro.

Descubrí todas esas cosas y muchas más. Como, por ejemplo, que no existía aquel libro misterioso que narraba mis propias historias. Era un libro que, día a día, se inventaba mi madre.

Pero no me importó; porque, durante aquella búsqueda, me había convertido en un gran lector.

Porque había descubierto que siempre hay un libro que buscar y que ese libro puede ser una parte muy importante de nuestra propia vida.

Había descubierto que si quería tener aquel libro que narraba mis propias historias, y que había buscado inútilmente durante tanto tiempo, debería escribirlo yo mismo. Quizá naciera de esa forma mi deseo de convertirme en escritor.

Mi adicción a la lectura fue el resultado de una secuenciación lógica y progresiva marcada por la relación afectiva que se estableció entre el transmisor de la historia, del libro, y el futuro lector.

El hábito temprano de lectura, asociado a esa relación afectiva, derivó necesariamente en amor al libro y, de esta forma, se convirtió en un hábito duradero.

Por desgracia, vivimos en una sociedad que no favorece ni fomenta la lectura. Los ciudadanos se encuentran inmersos en un ritmo trepidante marcado por la aceleración histórica, la tecnificación cada vez más sofisticada, la obsolescencia generada por la sociedad de consumo y el bombardeo constante de los medios de comunicación social. «Una imagen vale más que mil palabras», predican desde todos los medios audiovisuales; y este viejo aforismo chino, sacado de su contexto y desorbitado en su significación, se ha convertido en eslogan partidario y dogma de fe de los nuevos tiempos, que ignoran y silencian los cientos de miles de imágenes que puede generar una sola palabra.

Si comparamos, por ejemplo, una imagen de un bosque, con la palabra «bosque», veremos que la imagen del bosque nos ofrecerá un bosque único, determinado, en un momento único, determinado: aquel en el que se tomó la fotografía, se filmó el plano o se realizó el dibujo.

La palabra «bosque», en cambio, es mucho más rica; porque encierra todos los bosques posibles. La palabra «bosque» es arquetipo del bosque y su alcance dependerá del mundo interior y personal de cada lector y de su estado de ánimo.

Puede ser claro, con la luz filtrándose entre las ramas, o sombrío y misterioso.

Existe una gran diferencia entre el bosque imaginado por un niño gallego, por un colombiano o el bosque imaginado por alguien que vive en la costa del Mediterráneo. En algún caso, el bosque puede ser de piedra, corno en uno de mis libros.

La palabra tiene la capacidad de generar muchas imágenes; mientras que la imagen sólo crea una. Cien mil espectadores sienten al unísono frente a una imagen; pero cien mil lectores generarán, al menos, cien mil imágenes diferentes con la lectura de una misma palabra.

Pero los estímulos visuales asaltan en las calles al individuo, tratando de suplantar la palabra, e invaden la intimidad de sus casas a través de la pantalla del televisor.

Ante el televisor el individuo renuncia a toda posibilidad de participación y se convierte en espectador.

Espectador de imágenes de escasa densidad de contenido y trivializadas en su tratamiento, que discurren con ritmo vertiginoso diluyendo cualquier posibilidad de reflexión.

No es de extrañar que el uso exclusivo de los medios de comunicación audiovisual genere individuos superficiales, poco participativos, con escasa capacidad de reflexión, de análisis y de sentido crítico; todo lo cual constituye la antítesis de un ser humano que aspira a ser un ciudadano consciente y libre.

Si queremos dotar a los niños del siglo XXI de una formación integral, será preciso contrarrestar las actitudes generadas por la ley del mínimo esfuerzo que caracteriza a los medios de comunicación audiovisual, para poder neutralizar los efectos que puedan ejercer sobre ellos: trivialidad, irreflexión, pasividad y falta de espíritu analítico y crítico. Posiblemente, el camino más seguro para generar hábitos de reflexión, espíritu de análisis y sentido crítico es a través de la lectura de obras literarias.

Y, como leer es recrear un libro, la lectura estimulará la participación y avivará la imaginación.

Creo que en estos momentos, más que nunca, se impone reivindicar obras literarias de calidad leídas con libertad creativa y recreativa. Es preciso establecer una campaña permanente de sensibilización social sobre la importancia de la lectura de obras literarias para devolver a la familia su papel fundamental en la creación de hábitos duraderos de lectura.

Dado el carácter de nuestra sociedad, los mensajes deberán ser pragmáticos, destacando que la lectura de obras literarias contribuye a la formación integral de los niños en aspectos que no están cubiertos por ninguna otra actividad, ni disciplina escolar:

  • El desarrollo del lenguaje y la calidad expresiva.
  • El desarrollo del sentido analítico y crítico.
  • Como forma de autoconocimiento y de inserción en el mundo que nos rodea.
  • Al proyectarnos en otros personajes y en otros mundos, nos brinda la posibilidad de compartir sus experiencias y de vivir sus vidas.

Milorad Pavic comienza su obra Diccionario Jázzaro con una entradilla que es un epitafio y dice así:


Aquí yace el lector
que nunca abrirá este libro.
Aquí está, muerto para siempre.



Animemos, pues, a los lectores a vivir muchas vidas a lo largo y ancho de muchos libros. Yo me siento esperanzado, porque algunos de mis jóvenes lectores y lectoras, con quienes compartí un trozo de vida a través de mis libros a finales de los años 70, ya han venido a pedirme que les firme libros para sus hijos recién nacidos.

Ruego a los fatalistas que me perdonen el haber rebosado optimismo al saber que alguno de mis libros ha tenido que esperar cuatro o cinco meses a que naciera el destinatario de la dedicatoria.

Por eso, mi optimismo me lleva a pensar que en esa generación y las siguientes puede estar la solución de este problema.





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