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Contrapunto a unas canciones sefardíes1

Manuel Alvar





EL MUNDO SEFARDÍ ES ENTRAÑABLEMENTE NUESTRO. LENGUA, canciones, refranero son en buena parte comunes, y en lo que discrepan está marcada la impronta hispánica o la huella de un destino adverso, amargo como la piel del huerco. Esto que hoy vemos claro necesitó de muy continuados desvelos y de no pocos azares. Porque ahí están los viejos testimonios -siglos XVI, XVII- de la fidelidad sefardí, a pesar de la Diáspora2. Pero un día los judíos españoles dejaron de sernos próximos, y su vida, larga y dramática vida, se olvidó en su casa. Por Oriente, esos hombres de nuestra lengua dirían Guay! del prove y de su día preto. Las gentes que fueron opulentas -doña Gracia de Luna, don Juan Micas3- perdieron su prestigio al decaer su importancia. Ellos que habían llevado la imprenta al imperio turco, que proveían de pólvora a los ejércitos otomanos, se fueron marginando4. Y su lengua, sus cantos, se convirtieron en una emotiva comunicación familiar, pero sólo en eso. Sefarad, la patria remota, había olvidado a los hijos que peregrinaban. Un judío español del siglo XVI, Yosef ha-Kohen, ha contado el comienzo del duro mazzale:

Se dispersaron por los cuatro extremos de la tierra. Salieron del puerto de Cartagena dieciséis grandes naves llenas de un rebaño de hombres, en un viernes, a 16 del mes Ab. Y al dejar las ciudades del rey; ¿qué hicieron? Se fueron donde el viento los guiaba para llegar a tierras de África, Asia, y a Grecia y Turquía. Y allí habitaron hasta hoy5.



Y como en el viejo refrán, Cayen los aldarves, se alevantan los muladares. Y de lo que fue grandeza, no quedan sino los muros derruidos. La lengua de unas comunidades arcaizantes y dispersas no pudo servir para las necesidades de una vida que cada día se hacía más compleja y más llena de innovaciones -el maquinismo, la técnica- y el viento continuó dispersando a los hombres6. Quedaban sólo las palabras y los cantos, pero no la letra escrita. Otro judío español de tierras palestinas lo había dicho por los días penosos -¿qué días no fueron penosos para los sefardíes?7- del siglo XVI:


Si quier brava, quier mansa,          la palabra es tal
como sombra que pasa          e non dexa señal.
Non ha lança que false          todas las armaduras,
sin que tanto trespase          como las escribturas.
Que la saeta lança          fasta un cierto fito,
e la letra alcança          de Burgos a Aibto.
E la saeta fiere          al vivo, que siente,
e la letra conquiere          en vida e en muerte;
la saeta non llega          si non es al presente,
la escribtura llega          al de allén mar absente8.

Palabra sin letra, es sombra sin señal. Sólo quien tiene péndola en la mano, escribe su buen fado. Al quedarse sin letras, los sefardíes no pudieron pasar de un cierto hito, y su voz no llegó a estas otras orillas. Tan no llegó que, en 1883, don Antonio Machado y Álvarez «descubrió» a los judíos españoles. Y, alborozado, publicó la noticia en El folk-lore andaluz9. Pero por aquellas calendas la prensa periódica había perpetuado la voz del viento10. Quedaban -además- otras palabras cercanas a nosotros que ya se habían oído y que volverían a ser encariñadamente españolas.

En 1840, George Henry Borrow -don Jorgito el Inglés- pasó a Marruecos con sus Biblias. Ya en la travesía conoció sefardíes con los que habló en hebreo11; llegado a Tánger, en casa del cónsul británico, fue acompañado por un criado judío; en la pensión de Juana Correa fue asistido por otro mozo de igual linaje; vio el cementerio hebreo; descubrió a Johar, la doncella «gorda y fea», pero nada sacamos en limpio sobre la lengua y la cultura de estas gentes, y poco provecho obtendrían de ello los lectores españoles, olvidadizos más de la cuenta12.

Cuando en 1859 se decide la intervención militar en Marruecos, Pedro Antonio de Alarcón fue como soldado y como corresponsal. (También anduvieren por allá, y entonces, Carlos Navarro enviado por La época y Núñez de Arce, por La Iberia).

Alarcón vio, habló, trató y vivió con judíos. Sus informes son valiosísimos y no sólo valiosos -sino bellos- algunos de los dibujos de Ortega y Ruiz con que se acompaña la edición del Diario de un testigo (1860). Lástima que el antisemitismo del granadino le hiciera caer en alegatos insostenibles. Las puertas de Tetuán fueron abiertas por sefardíes al regimiento de Zaragoza. Y el primer acercamiento se hace por la voz:

-¿Quién anda ahí?, preguntaban nuestros soldados.

-Somos judíos, somos amigos, respondían algunas voces en español a través de las ferradas tablas13.



Por la voz y por las voces que «gritaban en castellano aquellas gentes; pero con un acento particular, enteramente distinto al de todas nuestras provincias»14. Aunque el novelista no entendiera el emocionante sentido que esto tenía, aunque creyera que aquel hablar español era un «alarde», no la más emocionante de las aventuras que ninguna lengua haya surcado, la más conmovedora y entrañable historia de unos hombres. Aunque los corasones havlan, el novelista no se aventuró a oír: le dieron hospitalidad, compañía, información y humanidad, pero no quiso entender. Los judíos de Oriente dicen «si vites al hombre, pregunta por su nombre». Esos eran sus nombres. Los refranes sirven para todo. Cierto que la palabra tiene cuatro cantonadas, pero no menos cierto que las palabras claras el Dio las bendice15. Pero Alarcón no quiso entender ni después de haber escrito esto:

Al principio creí que aquellas palabras españolas las habían aprendido la víspera para adularnos [...] Luego supe que era su habla habitual16.



Para su caletre debiera pensar lo que aplicaba a los demás: «[el humano corazón] no conoce otras verdades que las relativas a la educación que le dan o al código que aprendió en el aula»17, Y es que hacían falta muchos años -más de un siglo- para que un poeta español pudiera decir:

No soy judío. No nací en Israel. [...] Pero soy amigo, hermano de Israel desde que nací. Y lo voy a seguir siendo hasta que me muera18.



Más tarde (1904-1905), Galdós nos traerá nuevos testimonios sefardíes. Su protagonista de Aita Tettauen acabará en brazos de una hermosa judía, restableciendo -simbólicamente- la unión de esos dos linajes de españoles: los que continuaron sobre la tierra y los que arrastró el vendaval. Como antes (1877) había tratado de unir en el amor la historia trágica de Gloria y Daniel Morton. Y como telón de fondo, la guerra, en la que los sefardíes se inclinaron hacia la llamada de las voces que hablaban como ellos:

El grito de ¡Viva España! ¡Viva la reina de España!, proferido por los hebreos, me dio tal escalofrío, que hoy mismo me estremezco al recordarlo19.



Aquellos judíos con dos patrias se identificaban con la patria tradicional, a través de la palabra. Volvía a ser la lengua el instrumento de comunicación y de identificación. Volcados siglos de lejanía e incomprensión, se hacía carne viva el relato dramático de Yosef ha-Cohen, cuando hablaba de sus hermanos del siglo XVI: sólo la lengua permitía que el hombre se lograra como criatura en el corazón de los otros hombres:

Los [sefardíes] que habían ido a Alemania murieron en los montes y quedaron sus mujeres viudas y sus hijos huérfanos en un país donde no entendían su lengua20.



Y hoy -ya no siglo XVI, ya no siglo XIX- la lengua vuelve a hermanarnos, más allá de la sangre, más allá de la religión, delicadísimo instrumento que consigue aunar en un prodigioso acorde la vibración de los espíritus21. Y vuelve a hermanarnos porque unos hombres supieron cultivar la rara flor de las fidelidades. Un día en Bucarest (1959) hablé en español con hombres y mujeres que me miraban atónitos -«¿español de Castía?»-; otro día (1969), mi mujer y yo entrábamos a comprar unos regalos. Nuestros secreteos fueron descubiertos; el empleado nos contestó en español: era sefardí. Frente a la biblioteca pública de Santa Bárbara (1952) había una tienda de flores: buscábamos claveles. El vendedor nos recomendaba algo. «-¿De dónde es Vd.?» -«De Salónica».

La rara flor de las fidelidades. Se ha hecho tópico hablar de aquella llave de Toledo o de Granada que los sefardíes llevaron consigo. La llave del solar propio. Ahí está, conservada de generación en generación. Aquella llave -mientras dure- mantendrá la palabra y el canto, y los mantendrá con lealtad y decoro. Por eso los judíos han conservado muchas cosas que nosotros hemos perdido, porque tienen la llave que cierra el arca, y el arca no se abre para que entren los malos vientos. La llave es el símbolo:


(«Las yaves de oro
y la chapa de plata»)22

Aunque no sean de oro y se llenen de herrumbre. (Otro día -invierno de 1950- bajo la nieve, caminaba por unas calles de Colonia. Cerca de la catedral, la desolación. De vez en cuando, un delgado poste con dos flechas encontradas: aquí estaba tal calle; aquí, tal otra. En tierra -signos de destrucción, escombros- había una cerradura con la llave puesta. Allí habían quedado -muertos para siempre- la voz y el canto).

Era cierto lo que Yosef ha-Cohen había escrito en el siglo XVI. Los judíos emigraron a todas partes. Estas emigraciones siguen dando sus flores en los textos más inesperados: Ivo Andric -el premio Nobel yugoeslavo- traerá hasta sus páginas la emocionante historia de unos sefardíes de Vichigrado; Giorgio Bassani dará cabida en Il giardino dei FinziContini a algunas palabras -o pronunciación- de los sefardíes23; Leon Sciaky escribirá en inglés Farewell to Salonica. Escritores que han vivido en contacto con los sefardíes en los días de su infancia, que han conocido la desastrada suerte de las familias hebreas de Italia o que -como Sciaky- nacieron en una comunidad judeo-española de la que luego los separó el turbión. Queda el testimonio de esas presencias: hoy como ayer «sobre ellos pasaron muchas angustias, males y penas»24 y -sobre todo- quedó abierta al sol la flor de la palabra. Llave -otra vez- para testimoniar la presencia del hombre. Un erudito sefardí de hoy lo ha dicho bellamente:

Tal vez el espíritu se exprese en cualquier lengua, pero para nosotros sólo tiene sentido cuando se nos inspira en la lengua que hemos mamado en los pechos de nuestra madre25.



Pero los judíos -con el símbolo de la llave- tenían voz y canto. Hablaban y cantaban como hablaban y cantaban nuestras gentes de Segovia, de Tudela, de Zaragoza o de Sevilla. Eran las mismas palabras y los mismos contenidos. Cuando se quebró la unión, pudieron sacar del arca de su recuerdo el sentido de la cultura que se quedaba a tras mano26. Nuestro romancero -mil veces se ha dicho- es poesía noticiera, porque así lo eran las gestas, porque así lo eran aquellos poemas que se escribieron por gentes de nuestro solar antes de que Hispania fuera España. Y así ha seguido siendo. ¿Y así será? Sólo Dios sabe -el testimonio es sefardí- quien va a tañer este pandero. Pero los judíos entendieron que esto no podría ser de otro modo. En el siglo XIX, los hebreos de Constantinopla cantarán en español la muerte de Behar Garmona, traicionado por un armenio27. Y en malos versos españoles se divulgará el martirio de Sol Hachuel28. Pero hay más, una canción de Monastir, de forma bien hispánica dice:



Ya me ves qu'estó cantando:
es que quería llorar.
O de bueno o de negro
la vida la pasar.

Escuchando, mancebicos,
los picados del Sabbá,
s'ensañó el Patrón del Mundo,
mos mandó a Dudular.

Pues bien, Dudular es una referencia asaz concreta: lugar de sufrimiento en el que los sefardíes pagaban su propia condición29.

Y la tradición seguía su fluir sin descanso. Sería una canción nacida no hace mucho -¿siglo XIX?- pero en la que se incrustaba un viejo refrán y en la que la vida -hacia adelante- no se podía detener. En Monastir se canta:


Árboles lloran por lluvias
y montañas por aires;
ansí lloran los mis ojos
por ti, querida amante.

No podremos decir que es una canción inolvidable. La expresión se hace retórica en el último verso; no suena a nuevo fundir el dolor del enamorado con la naturaleza humanada. Pero el testimonio vale para otras cosas. Árboles lloran por lluvias pertenece a ese fondo común donde se fragua la sabiduría colectiva: en Oriente se oyen refranes como Árvoles pecan, ramos lloran30, o Árvoles pecan, ramales lloran31. Árboles y llantos, para que las ramas crezcan y puedan dar la solombra de su dolor o de su cobijo.

Pero la tradición no descansa. Los sentimientos son idénticos, y como tales -sentimientos e idénticos- se perpetúan. En Yugoslavia se canta el romance del Hijo maldecirlo32:


-«Todas las naves del mundo
vayan y volten en paz,
y la nave del mi hijo,
vaya y no avolte más».

Los presagios que anuncian el terrible desenlace («La tierra tiene por cama, / la arena por cabezal») se truecan por el ángel de la gracia en una feliz anagnórisis. Por tierras de Salamanca -¿1754? ¿1854?- Manuel Sánchez quiso ir a una novillada, y sobre él cayó la maldición materna33:


-«Ojalá Dios que, si vas,
que te traigan en un carro,
las albarcas y el sombrero
de los indiestros colgando!».

Pero en Monleón -siglo XVIII, siglo XIX- los ángeles de la gracia habían plegado sus alas. La viuda vio traer al mozo dispuesto para la mortaja.

Tradición nuestra, olvidada por nosotros, resucitada como quehacer erudito, pero viva -nuestra- entre los sefardíes34.

Un día Cervantes incrusta el baile del Polvico en La elección de los alcaldes de Daganzo, otro en El vizcaíno fingido, otro en La Gitanilla:


Pisaré yo el polvico
atán menudito;
pisaré yo el polvó
atán menudó.

Y el trazado de figuras sigue en Góngora, en Quevedo, en textos anónimos de 1617 y de 1652, hasta que se pierden -desvaídas- en el tiempo. Se trata -otro día- de dar vida a la Avila filipina y Larreta vuelve al baile -arqueología, pura arqueología- en La gloria de don Ramiro35. Pero los sefardíes conocían aquellas aguas soterradas que matan y corren. La traslación acentual siguen practicándola ellos; en una canción de boda, los remilgos de la novia van acompañados del viejo recurso castellano:


Que yo no puedo
ir a piedé,
que llueve lo menudito
y me mojaré.

Viejos recursos que van manteniendo una fidelidad incontaminada. Como las estrofas, como el paralelismo.

Las canciones sefardíes no envejecen. Buscan en la tradición las aguas vivas de la juventud inmarchita. Se desgastan, aparecen erosionadas, perdidas casi, pero surge esa fuerza que restablece el equilibrio: la contaminación. Lo que se presentaba ya como un poema deshilvanado, se agrupa a otro, recibe la nueva savia primaveral y sigue la nueva vida, rejuvenecida ahora. Así la canción marroquí Decía el aguadero, cantada con otras como las viejas Ensaladas del siglo XVII, convertida ahora en una sarta de himeneos. Y tradición, también, el agua fecundadora:


Ahí está una fuente
de agua fría,
mujer que d'eya bebe
al año parida.

El agua, como en Salónica o en Tánger36, tema del romancero que se incrusta en las canciones nupciales para desear la fecundidad de la mujer (Buena madre es la que pare). Es el tema que se repite en la tradición hispánica37, paralelo al de la hierba empreñadora38 y que sigue su presencia -baño lustral, tálamo de recién casada- en el dicho sefardí Del barrio a su casa.

Cantos todos éstos que nos van dando el pulso de unas gentes. Latidos llenos de vida, que se expresan en nuestra propia lengua. La inseguridad personal, el temor colectivo, la alegría del gozo y la pena de los dolores. Y la chispa ardiente de la ironía. ¿Cómo no sentir emoción ante una cancioncilla de cuna de Salónica? En la oscuridad del cuarto, la madre -de hinojos- mece al niño. Todo el negror de la noche se cierne sobre estas dos figuras sin geografía y sin tiempo. Como una cabalgada de potros ululantes van pasando -es de noche y el niño empieza a quedarse dormido- los días, los años, de aquella vida que se está abriendo. Primero, el sueño; después, la escuela; luego, el comercio. Es la liberación. Aquel dinero amasado con sacrificios va a servir para algo:


De la plaza tú salirás
y al estudio tú irás
y de allí, mi chiquitico,
doctorico salirás.

La noche ha recogido estas ¿certidumbres? ¿esperanzas? Y también la madre ha debido quedar liberada en el sueño (Nani, nani, nani).

Es, sí, la vida doméstica expresada en nuestra lengua. Gentes que marcharon hace quinientos años y que llaman -ahora, tan lejos, tan tarde, tan naves a la deriva- a nuestra conciencia de hombres, a nuestra emoción de sentirnos hermanados en sus palabras y en sus sentimientos. La Ley Santa prescribe que sobre las puertas de las casas se coloque la mezuzá, estuche de hojalata, que contiene un papel con versículos bíblicos; al entrar y salir de la morada -en señal de buen agüero- los habitantes de la casa deben besarlos, como aquellos -nihil novum- que arrovan pitas39 y bezan mezuzás. Pero la anécdota doméstica trasciende y rompe con la creencia -(«Melibeo so e a Melibea adoro e en Melibea creo e a Melibea amo»- y salta a la cancioncilla de Jerusalem:


Todos besan
a la mezuzá;
yo beso en la tu cara,
Estrellica, la mi alma.

Gozo, en las canciones de boda; tristeza, en los males de amor; penas, en las endechas. Tríptico eterno, que deja regustos de Horacio y de Ausonio (Coge las flores del buen tiempo, que presto llegará el invierno). Para todo voces en español (Quien es moza y no se lo goza, al otro mundo no reposa)40; desde la alegría de la mañana de la boda («Tan de mañana, como alboreaba!») hasta la noche última, con ecos que se iniciaban -ya- muy lejos. Voces en español que resolverán en una broma la conducta -bien poco calderoniana- del marido consentido:


Quien tenga mujer hermosa
que la tenga bien guadrada,
que va el gato y se la lleva
y el se quedará sin ella.
También de la madrugada41.

En un breve cancionero quinientos años de historia cercenada. Muchos, muchísimos más, de vida en común. Por eso, la llave, y la voz, y el canto. Por eso todas esas palabras -sueltas, encadenadas, en verso- que nos hablan a nuestra emoción de españoles y a nuestros sentimientos de hombres. Con recursos expresivos que son -y han sido- nuestros, que se han salvado milagrosamente del naufragio con una vida que es nuestra propia tradición. Humanidad y poesía que se vierten en palabras de Castilla, las que ellos y nosotros entendemos, para que el alma no se nos muera de frío, como el cuerpo de aquellos sefardíes que huyeron a Alemania. Voces bellísimas para las que yo escribo el más entrañable de mis elogios. Yo -áspero pronombre- que por no ser sefardí puedo firmar estas líneas de gratitud emocionada. No en vano de su sabiduría aprendí aquello de Que te alaben ajenos y no tu boca.

*  *  *

Conocemos diversas grabaciones de cantos sefardíes (A 13,128L; FW 8737; CGI, 605; 84,3 177 PV; R 832.531 Y). Ninguna aventaja a ésta en autenticidad. Se ha procurado la fidelidad mayor al espíritu tradicional: ni se ha considerado sefardí la canción turca de los soldados de 1914, ni se ha arreglado nada para el virtuosismo de los cantantes, ni -tampoco- se ha transcrito lo que una viejecita canta mal, y muy mal, en una calleja tetuaní. Que de todo hay en nuestras viñas. Estas canciones pretenden responder a la llamada de la fidelidad -no en vano, María Teresa Rubiato es hebraísta y musicóloga-: por eso los arreglos musicales responden a tan elemental -y plausible- intención; por eso -también- la ejecución es la única que permite la tradición musical sefardí: voz sola masculina o femenina y sólo en algunos casos -de ahí algún ligerísimo retoque a los textos originales- la alternancia de las dos voces; por eso, además- el acompañamiento musical es sumamente simple: guitarra o percusión. Y, en la endecha Ya nacen las hierbas, ausencia total: la voz desgarra con su lamento, igual que en las saetas procesionales de Andalucía.

Ojalá tan bellos cantos, tan voces auténticas, lleguen a conmover la sensibilidad de nuestros hombres de hoy. Nada se ha escatimado para su logro. Emoción, verdad, sinceridad se han dado la mano. Y ahora, quien tenga oídos para oír, oiga.





 
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