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En este sitio los jesuitas levantaron la primera iglesia con el nombre de San Jerónimo el 29 de junio de 1589; iglesia que acabada en 1591, sirvió hasta 1613.

En 1597 vinieron un buen número de religiosos, entre ellos el padre Rafael Ferrer, el padre Alonso de Rojas y el padre Juan Pedro Severino. Con éstos ya era suficiente el número de religiosos que podían cumplir la misión12.

Los Padres -dice González Suárez- vivieron en la casa parroquial de Santa Bárbara, poco tiempo: después fundaron su colegio al frente del puesto donde actualmente están el templo de la Compañía y la Universidad: como todavía en aquel tiempo no se había edificado la iglesia del Sagrario, los solares de la Catedral estaban divididos de los de los jesuítas solamente por la quebrada, que todavía se hallaba descubierta aún en la calle. La proximidad a la Catedral no dejó de ser una ocasión de desagrado, tanto para los jesuítas como para los canónigos, pues ni los unos ni los otros podían celebrar con toda comodidad sus funciones. Con este motivo, los jesuítas buscaron otro sitio y compraron las casas y terrenos del Tesorero Rodrigo Núñez de Bonilla; pero cuando iban a tomar posesión de ellas, sucedió que se lo impidieron los agustinos, pues no se podía construir casas religiosas muy cercanas unas a otras en las ciudades de América: los jesuítas vendieron luego los solares a los canónigos, quienes los compraron para hacer en aquel sitio el palacio episcopal, que hasta ahora se halla en un lado de la plaza mayor de esta ciudad. En el lugar en donde al presente están parte de la iglesia y parte del colegio de los jesuítas había unas casas de particulares, las que fueron compradas por el Obispo Solís y cedidas a los jesuítas, en cambio de las que ellos poseían al frente: así es que en este lugar fue donde se construyó el antiguo Seminario de San Luis, y allí se conservó hasta mediados de este siglo13.



San Francisco de Borja

San Francisco de Borja

[Lámina III]

En la Descripción de relación del estado eclesiástico del Obispado de San Francisco de Quito, hecho en 1650 por Diego Rodríguez Docampo, al hablar de la figura del obispo fray Luis López de Solís y ensalzar sus obras, dice: «Fundó y erigió el colegio de San Luis, Seminario, con ordenaciones para su buen gobierno y la renta de él aplicada en tres por ciento de las ordinarias de indios, capellanes y cofradías, conforme lo dispuesto en los Concilios, aprobadas las constituciones por la Real Majestad; y encargó de este colegio a padres de la Compañía de Jesús, desde el año de 1595»14. Estas últimas palabras, sabidos ya los hechos acerca de la fecha verdadera de la fundación del Colegio y su encargo a los jesuitas, debemos referirlas a la época en que éstos erigieron las aulas en el   —12→   local definitivo que fueron a habitar, lo que está, por otra parte, muy de acuerdo con lo que nosotros acabamos de probar con un documento sin réplica.

Este Colegio de Quito fue durante la Colonia un centro de cultura de primera categoría en la América del Sur. Ya para el primer curso de Filosofía que, como dijimos, inauguraron los jesuitas en 1589, se dio cita, no sólo la juventud de todo el Reino de Quito, sino también la del Nuevo Reino de Granada, en donde, según el decir del padre Juan de Velasco, «todavía no conocían Jesuítas, ni sabían qué cosa fuesen estudios»15.

A este mismo colegio concurrían muchos frailes de las diversas órdenes religiosas que existían en Quito a seguir sistemáticamente los estudios de Humanidades, Filosofía y Teología, hasta encontrarse en capacidad de ser maestros en sus conventos respectivos. Pero cuando en 1620, Felipe IV fundó la Universidad de San Gregorio Magno, por petición que elevó su antecesor, el rey Felipe III, al papa Gregorio XV, enriqueciéndola con todos los títulos, honores, fueros, inmunidades y privilegios de la de Salamanca, y nombró rector perpetuo de ella al del Colegio Máximo de los jesuitas de Quito, la fama y brillo de éstos se acrecentaron sobre manera. Con sobrada razón dice el historiador Velasco que, «salieron en todos tiempos de la numerosa juventud de aquellas aulas, muchos eminentes sujetos para ocupar las primeras dignidades y honores en diversos Reinos americanos; y salieron muchos otros hombres doctísimos para crédito y lustre del propio Reino»16.

Puede deducirse de todo lo que dejamos dicho la situación destacada que adquirieron los jesuitas desde los primeros días de su actividad en Quito y la altísima a que llegaron cuando alboreaba el siglo XVII. Ricos de fortuna, como lo demostramos más arriba, formidables por su ciencia, de conducta moral intachable y admirables como misioneros, eran los verdaderos dueños de la voluntad ciudadana. Su palabra era acatada sin réplica, sus deseos satisfechos el instante y los pleitos contra ellos, eran siempre perdidos, por alta que fuere la persona que los instaurase. A tal aureola de poder material y moral debían necesariamente corresponder las obras que levantasen, ya para vivienda de ellos, ya para habitación de Dios. Y así fue, en efecto. Recórrense en el Ecuador las posesiones todas que son o fueron de los jesuitas, así en las ciudades, como en las aldeas que adoctrinaron y en las haciendas que formaron, y se apreciará las maravillas de todas esas construcciones religiosas y civiles por ellos levantadas.

En Ibarra la capital de la provincia de Imbabura aún se admiran los ingentes restos de la iglesia jesuítica, destruida por un terremoto y de la cual se conserva una preciosa puerta de piedra finamente decorada; en Latacunga otro terremoto arruinó completamente la primorosa iglesia de tres naves que allí habían igualmente   —13→   construido17, y en la abrupta cordillera andina que hacia el Oriente de la ciudad de Quito detalla su crestería con la nieve del Antisana y al pie de este nevado, se mostraba hasta hace poco tiempo un templo parroquial de la hasta hoy humilde aldea de Píntag que era toda una maravilla arquitectónica, llena de preciosas capillas con retablos primorosos y cubiertas sus paredes con riquísimas telas. La codicia y la incomprensión de los mismos encargados de conservarla la destruyeron completamente y diseminaron sus artísticos tesoros. A cierto párroco se le ocurrió en mala hora buscar en sus cimientos las pretendidas riquezas que los jesuitas debieron esconder cuando salieron expulsados por Carlos III de los dominios españoles, y la piqueta demolió el monumento y esparció las reliquias artísticas que contenía, con el pretexto de hacer obra mejor...! Con más respeto han conservado casa e iglesias los particulares que han sucedido a los jesuitas en el dominio de sus haciendas, y así en las cercanías de Latacunga, la capital de la provincia de León, lucen aún intactas las maravillosas piedras de los edificios que levantaron, si bien desgraciadamente están ahora vacías de los tesoros de arte que entonces las cubrían. Pero de todo ello Quito guarda la mejor parte; pues además del espléndido edificio que los jesuitas edificaron al pie del Panecillo para su noviciado, y que hoy está destinado a manicomio, podemos contemplar casi íntegra la que fue casa madre de los jesuitas en el Ecuador -sólo eso sí-, despojada de muchas riquezas que allí dejaron cuando su expulsión y que por orden real fueron incautadas y distribuidas entre otros conventos de religiosos en el país o conducidas a España.

Mas como la más preciada joya de ese tesoro y el solo objeto del presente estudio es la iglesia, vamos a circunscribirnos a ella.