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V

Vamos a aprovechar la ocasión para tratar de uno de los más grandes pintores de la América española en el siglo XVII: Goríbar.

Al describir la iglesia dijimos que eran de este insigne artista los lienzos que decoran las pilastras y representan a los siguientes profetas: Aggeo, Micheas, Osseas, Sophonías, Habacuc, Daniel, Ezechiel, Isaías, Amós, Malachías, Jeremías, Joel, Zacharías, Jonás, Nahum y Abdías; lienzos verdaderamente magníficos, joyas artísticas de aquilatado precio, que para ponderarlo no se necesita echar mano de ditirámbicos calificativos, pues son valores absolutos que se imponen por sí solos.

¿Quién era Goríbar? Tratemos de conocerlo.

Fecundo fue para el arte quiteño el siglo XVII, no obstante el ambiente de soledad y pobreza que cubrió todo el territorio de la Real Audiencia de Quito, en aquella época. Fue el siglo de los terremotos y, por tanto, de la escasez y del hambre, de las epidemias y desolación. Los terremotos de 1645 y 1648 hicieron desaparecer a Riobamba; el de 1674 desoló el cantón de Chimbo; en 1660, las erupciones del Pichincha despoblaron gran parte de la región occidental que hasta ahora permanece deshabitada, y en 1698, Latacunga y Ambato veían enlutados sus hogares a causa de los terremotos y enfermedades que por poco no los hacen desaparecer. En 1645, la alfombrilla y la viruela diezmaron las poblaciones de Quito, Latacunga, Ambato, Riobamba y Azuay, volviendo a verse, en 1693, azotadas por el sarampión y la viruela que causaron estragos verdaderamente terribles y desesperantes.

Pero si el pueblo padecía miserias y dolores, las comunidades religiosas se encontraban en admirable prosperidad. Era para España la época del reinado de los Austrias, de favorable ambiente para el estado eclesiástico, y ese ambiente se extendió también a América. Cuarenta y dos conventos existían en aquel siglo en lo que es hoy la República del Ecuador: cuarenta y dos conventos de gran prosperidad material, pues hasta los hijos del Pobrecito de Asís contaban con enormes rentas, ya que no con fincas y haciendas que les produjeran, como a otros, ingresos entonces fabulosos.

Así, pues, no es de admirar que por aquella época se dieran todos esos conventos a levantar nuevos edificios o arreglar los existentes, a construir sus iglesias y decorarlas con lujo y arte. Fue el siglo de las construcciones eclesiásticas, a pesar de que fue también el siglo de la relajación religiosa. «Los extensos conventos que edificaron,   —56→   dice el historiador González Suárez, fueron un punto de cita y de concurso para muchas artes y oficios, que se ejercitaron, cultivaron y alcanzaron un muy notable grado de perfección, merced a los regulares: el arte de la construcción, la extracción, talla y pulimento de las piedras, la fabricación esmerada de ladrillos, el corte y labor de la madera, la pintura para decorar con cuadros hermosos los claustros y los templos, el dibujo, la ebanistería, la escultura, el dorado requerían muchos individuos, y todos eran estimulados y remunerados por los frailes: esa muchedumbre de artesanos y de obreros tenían ocupación constante, vivían dedicados al trabajo, disfrutaban de cierta comodidad en sus hogares. De este modo, los conventos fueron entre nosotros la cuna de las artes; y es cosa digna de mencionar, que hasta esos mismos frailes, cuya vida causaba escándalo, eran esmeradísimos en hermosear los templos y en favorecer las artes»34.

La educación artística que con tan buen provecho habían recibido los mestizos quiteños en el siglo XVI en los claustros del convento de San Francisco, y puesto en experiencia con magnífico resultado en la casa e iglesia franciscanas, monumento glorioso de la obra colonizadora de España en el Nuevo Continente, había dado su fruto. Ya, a fines del siglo XVI, Andrés Sánchez Galque pintaba espléndidamente retratos, como lo demuestra el de los primeros mulatos de Esmeraldas, que se halla en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, y en el siglo XVII se destacaba Miguel de Santiago, el príncipe de la pintura hispana colonial en América. No nos admiremos, pues, que hubiera surgido en seguida y concomitantemente con la de este glorioso artista, la figura de Nicolás Javier de Goríbar.

Nació este artista en Quito. Fueron sus padres don José Valentín de Goríbar y Ruiz y doña Agustina Martínez Díaz, de cuyo matrimonio tuvieron cuatro hijos: don Miguel de Goríbar, bachiller, cura coadjutor que fue de la parroquia de Guápulo, don Nicolás Javier, doña Ángela Javier y don Andrés Javier. Nuestro artista era el segundo de todos cuatro hermanos. Cuando murió su padre en 1685 quedó él, como sus otros dos hermanos menores bajo la tutela de la madre, lo que indica a las claras que era menor de edad, como también lo declara en su testamento don José Valentín. Casose muy joven, en 1687 con doña María Guerra y de ella tuvo un hijo, Francisco Borja, que lo hizo bautizar en la parroquia de Guápulo el 10 de octubre de 1688.

En diez de Octubre de ochenta y ocho años (1688) bautizé puse Oleo y Crisma a Franco. Borja hijo legítimo de Nicolas Xavier de Goríbar y de Da. Ma. Guerra. Fué su padrino el Bllr. Miguel de Goríbar y para que conste lo firmo.- Mtro. Franco. Martínez.



Según las investigaciones del señor Navas, el bachiller Miguel de Goríbar fue coadjutor del cura de Guápulo don José de Herrera   —[Lámina XII]→     —57→   y Cevallos, de 1688 a 1699, y el hecho de haber sacado de pila al hijo de un individuo del mismo apellido, hace juiciosamente presumir cierto lazo íntimo de parentesco.

Pero hay otro dato importantísimo en el santuario de Guápulo respecto de Goríbar: su firma en el gran lienzo de cinco metros cuarenta centímetros por tres veinte, que semeja un retablo con el que se llena el nicho del altar central del lado del Evangelio en la nave de la iglesia. Fecit Goribar feliciter vivat, dice la firma escrita, en bastardilla dorada, por su autor, el creador magnífico de los Profetas de la Compañía. El Goríbar de estas telas es el mismo de aquel lienzo; su grupo de la Asunción de la Virgen parece arrancado del cuadro del profeta Joel y digno compañero de la ascensión del profeta Amós y de la resurrección del profeta Oseas: la misma manera en la composición, la ejecución idéntica en todos sus detalles, el mismo colorido: todo, en fin, igual, a pesar de no ser idénticos los grupos en su línea de dibujo.

Goríbar. El profeta Sofonías

Goríbar. El profeta Sofonías

[Lámina XII]

Con estos datos unidos y concomitantes es fácil presumir que nuestro artista fuese aquel Nicolás Javier de Goríbar, que figura en los libros parroquiales como marido de doña María Guerra y padre de aquella criatura a quien le hace poner el nombre de Francisco Borja. ¿Francisco Borja? Creemos que desde que fue llevado a los altares el compañero de San Ignacio de Loyola y segundo general de la Compañía de Jesús, no serán muchos los hijos de Adán que, no conformándose con el solo nombre del Seráfico de Asís, lleven el de Borja por añadidura. Y menos aún debieron ser en 1688, cuando hallándose recién canonizado el santo y poco conocido en América, no tendría muchos devotos. Y sin embargo, en 1688, aparece un vecino de Quito imponiendo a un hijo suyo el nombre de Francisco de Borja. Este dato, que en sí mismo parece insignificante y sin consecuencias, es sin embargo fecundo en ellas e interesante en tratándose de identificar a Goríbar. Vamos a probarlo.

Cuenta la tradición que un día viose obligado a abandonar el taller, despedido por excesiva terquedad y mal genio de su maestro Miguel de Santiago: defectos con los que la tradición ha pintado a este artista ante la posteridad, mientras a su discípulo le ha perfilado dócil y apacible de carácter. Aún más cuenta la tradición. Dice que en Miguel de Santiago, las brillantes dotes artísticas de Goríbar, despertaron la emulación y envidia: defectos no muy raros en el humano corazón y frecuentes, sobre todo en los hombres cuando tienen pares en el arte que profesan o en el oficio que practican.

Dícese, pues, que cierto día se vio Miguel de Santiago precisado a ausentarse de su obrador por más tiempo que el ordinario, por lo cual dejole al buen cuidado de su discípulo. Excusado decir el celo que éste pondría en su encargo, conociendo el mal carácter de su maestro. Pero la mala suerte del muchacho quiso que en un momento de distracción entrase al taller un cerdo y dañase buena parte de un cuadro que tenía a medio hacer Miguel de Santiago. Asustado Goríbar con el suceso y pensando ya en las consecuencias   —58→   que podía acarrearle, nada creyó mejor que arreglar personalmente el desaguisado. ¿Acaso no era pintor y tan bueno como su maestro? Sin vacilar, pues, porque el tiempo urgía, puso manos a la obra, la que por las circunstancias que mediaban y la habilidad del artista, quedó como si tal cosa no hubiera sobre ella sucedido. Y que el arreglo había sido de los buenos, lo probó el mismo maestro cuando, a su regreso, volvió a poner la tela en el caballete y continuó pintando sin reparar en que precisamente por donde él andaba, habíasele introducido mano extraña. Contento Goríbar con el buen éxito de su empresa, respiró fuertemente, pero creyendo siempre que sus trabajos y fastidios sólo podían demorar. Mas pasaron los días y Miguel de Santiago declaró al fin terminada su obra. Entonces en el colmo de su alegría, Goríbar refirió al maestro lo sucedido, y éste, al ver que su discípulo le había podido engañar de esa manera, lo echó inmediatamente de su casa. Vagó el muchacho algunos días por las calles de la ciudad hasta que lo recogieron los jesuitas, quienes, ignorantes del talento artístico de su protegido, le enviaron como mayordomo a una de las haciendas que tenían en el valle de Chillo. Ahí vivió algún tiempo pintando a ratos perdidos cuadros religiosos para la gente devota, para los oratorios de los ricos propietarios de ese valle y para las parroquias vecinas, principalmente la de Píntac, que estaba al cuidado de los jesuitas de Quito. Ya dijimos cuán rica fue esa iglesia y qué arte reunieron allí los jesuitas: riqueza artística conservada hasta hace poco tiempo, en que la incomprensión humana y el demonio de la codicia se confabularon contra ella y la perdieron.

Por entonces, los jesuitas habían comenzado la decoración del templo de la Compañía, y en el plan trazado para el arreglo estaba la ornamentación de las pilastras con grandes telas pintadas, a imitación, sin duda alguna, de lo que los franciscanos habían hecho en su iglesia. Tenían ellos a su disposición un artista de las condiciones de Goríbar, dócil, bueno, inteligente, laborioso y, sobre todo, grato con ellos que le habían salvado del hambre y la miseria; pues en los tiempos que corrían, más que ahora, el arte era muy socorrido en desdichas y no había sino un consumidor que lo pagaba bien: el fraile. Se dispuso, pues, que Goríbar se trasladase a Quito y pintase esas telas; para alojar las cuales (el estucador) dejaría los espacios convenientes en las pilastras de piedra. Y Goríbar pintó entonces esa admirable colección de los Profetas, obra maestra y la mejor joya del templo jesuítico de Quito: obra que ha consagrado su nombre y le ha colocado en el rango que le correspondía junto a su viejo maestro, Miguel de Santiago.

Si, pues, los jesuitas le dieron pan y le ayudaron a conquistar la fama, calcúlese la gratitud que por la casa en donde pasó las horas más tristes de su vida, debía sentir Goríbar. Su vida en medio de los hermosos campos de Chillo, debió deslizarse dulce y tranquila. Hacienda en Chillo y casa en Quito, cielo chiquito, solían   —[Lámina XIII]→     —59→   decir nuestros abuelos, solemos repetir hasta hoy sus nietos y lo repetirán hoy, mañana y siempre sus biznietos: tal es la hermosura de sus campos, por otra parte, tan próximos a la capital ecuatoriana.

El profeta Sofonías, por el Parmesano

El profeta Sofonías, por el Parmesano

[Lámina XIII]

Esa partida de bautismo, pues, en que aparece un Nicolás Javier de Goríbar obligando al cura párroco de Guápulo a imponer al niño que bautiza el 10 de octubre de 1688, el nombre de Francisco Borja (sic), no puede referirse sino a nuestro insigne artista, que se sentía obligado a la devoción por todo lo que era jesuítico, ya que él debía creerse hijo de San Ignacio y de su sucesor San Francisco de Borja, por entonces recién canonizado. Si a esto se agrega el hecho de haberse después encontrado Goríbar pintando en Guápulo, probado por la firma estampada en el cuadro a que nos referimos, no puede caber duda acerca del valor que para la biografía de Goríbar tiene el documento hallado por el señor Navas en el archivo parroquial de Guápulo. Y como en este caso la tradición y el documento se acuerdan y complementan, podemos afirmar como ciertos varios hechos de la vida de Goríbar: primero, que se llamó Nicolás Javier; segundo, que algún tiempo vivió al amparo de los jesuitas; tercero, que fue casado con doña María Guerra; cuarto, que tuvo al menos un hijo llamado Francisco Borja, y quinto, que pintó tres o cuatro cuadros en Guápulo: un retablo pintado en tela y otros dos a que se refiere el siguiente dato: «Por dos lienzos grandes de a dos varas y media de cañamazo que estaban onde el pintor Goríbar que fueron del M. D. Carlos de Saboya, y el otro lienzo es de S. Juan Mártir y San Carlos Borromeo, ambos son de Na. Señora. Costaron 12 r. los escritos»35. Éstos están perdidos, sólo el retablo se conserva, aunque pésimamente retocado. A juzgar por cierto detalles del cuadro debió ser ejecutado por la misma época que los Profetas. Esos grupos de los apóstoles a cada lado de la Virgen parecen desprendidos de los cuadros de la Compañía: tan semejantes son en factura.

¿En qué año trabajó en Guápulo Goríbar ese cuadro?

El retablo al que nos referimos no pudo ser pintado sino por los años de 1715 al 1718 en que el capitán don Diego Dávalos y Mendoza, mayordomo, le tocó dar los últimos toques al santuario. Fue en efecto, el año de 1715, en que el escultor Gualoto llevó a cabo la pintura del ulterior del templo, fue ese año en que se tallaba en madera los cuatro evangelistas para las cuatro pechinas que se destruyeron en el incendio de 1869, cuando cayó la cúpula, fue el año de 1716, en que el escultor Juan Bautista Menacho estaba trabajando el púlpito y en que se iniciaba y concluía el empedrado de la plaza de Guápulo. Los cuadros de los Profetas debieron de ser pintados en el mismo año que el de Guápulo, según lo demuestra el profeta Joel, ya que el grupo de la Venida del Espíritu Santo es idéntico a los grupos que están a un lado y al otro de la columna que sostiene a la Virgen en el cuadro de Guápulo. Si el año de 1716 se pintó el retablo, corresponde a ese año o a uno de la misma época,   —60→   los cuadros de los Profetas. Si el archivo de Guápulo nos hubiera revelado la fecha en que pintó Goríbar ese retablo, ya podríamos fijar la época en que ejecutó Goríbar los Profetas. Así como si el archivo de los jesuitas nos diere la fecha en que se pintaron los cuadros de la Compañía, podríamos con la seguridad de no errar señalar el año en que se pintó el retablo. Tan parecidos son los grupos del profeta Joel y del retablo de Guápulo; tan semejante éste a los que vemos en la escena incidental del profeta Amós. De este modo tenemos que Goríbar, nacido en 1665, no pudo pintar en San Agustín los cuadros de la pinacoteca con Miguel de Santiago, porque el año de 1656 en que se acabó de pintar, Goríbar tenía once años. Cuando hizo bautizar a su hijo, el año 1688 tenía 23 años y cuando pintaba los Profetas el año 1716, tenía 51 años. El año 1726, en que firmaba una petición de los barrios de Quito, junto con su hijo, 61 años y cuando lo encontramos en San Francisco, 1736, setenta y un años, renovando las pinturas del coro y celdas altas.

Pero hay otra fecha digna de tomarse en cuenta: es la de un grabado encontrado en la biblioteca del Colegio del Salvador de Buenos Aires en que aparece el nombre de Goríbar como dibujante de parte de la lámina que tuvo por objeto dar a conocer unas Conclusiones teológicas que se sustentaron en el Colegio Máximo de Quito el 14 de Junio de 1718. El padre Furlong, S. I., que fue quien lo encontró, la presentó al II Congreso Internacional de América en los siguientes términos:

Hace años conocemos una magnífica lámina de procedencia quiteña36. En repetidas ocasiones hemos querido ocuparnos de la misma, pero nos retraía el pensamiento de que fuera tal vez conocida ya en el Ecuador, y no desconocida como presumíamos. Hoy, después de repetidas investigaciones al efecto y en el convencimiento de que se trata de una pieza no solamente rara y desconocida, sino única, nos atrevemos a dar de ella una breve noticia.

Trátase de una lámina que mide 32 por 43 centímetros y tuvo por objeto dar a conocer unas Conclusiones teológicas que habían de sustentarse en el Colegio Máximo de Quito el día 14 de junio de 1718. Dichas Conclusiones que son cinco en número y versan De Statu Inocentiae, ocupan una cartela sostenida por dos ángeles y que se halla en el centro de la lámina.

La mitad superior de la lámina es un gran cuadro alegórico, cuyo centro es la figura del Príncipe de Asturias, Luis Felipe, sentado en el trono de su realeza. Formando un semicírculo en torno al Príncipe se hallan las figuras alegóricas de la Caridad, Fortaleza, Religión Cristiana, Sinceridad, Justicia, Esperanza, Verdad y Sacrificio. En el extremo de dicho semicírculo hay dos figuras arrodilladas: una representa a América y la otra a la Compañía de Jesús. Esta entrega al Príncipe una lámina que es una miniatura de la que estamos describiendo.

La mitad inferior de la misma está flanqueada por dos columnas   —61→   que ostentan la leyenda «Plus Ultra» y colgando de ellas se hallan diez cartelas, cinco por columna, en las que se encuentran dibujadas las ciudades de Panamá, Tacunga, Ibarra, Guayaquil, Loja, Popayán, Cuenca, Riobamba, Pasto y Ambato. En la parte central y entre ambas series de carteles, está el mapa de la Provincia Jesuítica Quitense y al pie una vista de la ciudad de Quito.

También en la parte inferior de la lámina, y a entrambos lados de dicha ciudad de Quito, se hallan dos redondeles con leyendas sumamente interesantes, pues nos informan sobre el objeto de este grabado y sobre su autor.

El objeto ya lo indicamos: la publicidad de unas conclusiones o tesis, pero en una de las leyendas se nos informa que serán ellas sustentadas por José Alvarez, de la Compañía de Jesús, en la Iglesia del Colegio Máximo de Quito el día 14 del mes de junio del año de 1718, después del medio día. El día y el mes están manuscritos.

En la otra cartela se lee que «Presidirá el acto el padre Juan de Narvaez, profesor de Sagrada Escritura en la Universidad Gregoriana y que fue quien ideó esta lámina, quien delineó la parte geográfica y la grabó en casi toda su integridad». No fué el único artífice, pues le ayudaron el padre Miguel de Santa Cruz quien delineó y grabó una parte y el señor Nicolás Goríbar que delineó otra parte. La constancia de esta doble cooperación se halla expresada al pie de la lámina:

Mich. a Sa. Cruce S. J. part. del et. part. sculp.
Nic. de Goríbar part. del.

Ellos cooperaron, pero su principal autor, así en el diseño como en el grabado, fué el ex Misionero del Marañón y ex profesor de Sagrada Escritura en la Universidad Gregoriana de Roma, padre Juan de Narváez.

Once años antes había ya el mismo P. Narváez grabado en cobre y pulido el hermoso mapa de «El gran río Marañón o Amazonas... geográficamente delineado por el P. Samuel Fritz» y que «P. J. de N. Societatis Iesu quondam in hoc Marañone Missionarius sculpebat Quiti Anno 1770».

Medina, en su libro La Imprenta en Quito (1760-1818) (Santiago de Chile, 1904, p. XI) recordó la aparición de este grabado. «La primera muestra que se conoce (de la imprenta en Quito) es tan singular, que constituye un hecho verdaderamente anómalo y curioso. Nos referimos al plano del curso del río Marañón, hecho por el jesuíta P. Samuel Fritz y grabado en Quito por el padre Juan de Narváez en 1707, o sea con más de medio siglo de anterioridad al primer impreso de aquella ciudad».

Medina no dudó que el dicho mapa se había grabado en Quito, y estuvo en lo exacto ya que en el mismo no se lee delineavit o pinxit tan sólo, sino sculpebat. Para mayor abono hubiera podido aducir el testimonio de Fray Martín Sarmiento quien, al historiar todas las vicisitudes por las que pasó el gran mapa del Padre   —62→   Fritz, asevera que «abrió la lámina el Padre Narvaez [...] abrióse y estampóse la lámina con todo primor material y formal». Y agrega: «Después de esto se remitió aquel Mapa, hecho en 1707 en Quito para que en nombre de toda la provincia se presentase a nuestro Rey» (1-237-738).

No podemos precisar cuál fué la parte que cupo a Santa Cruz y a Goríbar en el burilamiento de la lámina que hoy damos a conocer, pero podemos afirmar que es esta lámina muy superior a la de 1707, de la que fue autor exclusivo el padre Narvaez. De ahí hemos de deducir: o que el arte de éste fué perfeccionándose entre 1707 y 1718, o que los mayores quilates artísticos de la lámina de 1718 se deben atribuir a sus dos colaboradores. Esto segundo nos parece lo más probable.

Pero sea cual fuere la parte que corresponda en la ejecución a los tres artífices, hemos de convenir en que se trata de una lámina tan primorosa en su conjunto como elegante en sus detalles todos, tan cabal que ni en aquellos tiempos ni en los nuestros podría hacerse obra más perfecta. Es otra muestra más, y bien elocuente, del grado de cultura a que habían llegado los países sudamericanos durante la época colonial37.



En ese año de 1718 se hallaba Goríbar pintando los Profetas y como no era grabador el padre Narváez y el padre Santa Cruz, le hicieron el grabado, con lo cual le estropearon un poco. El padre Narváez, que once años antes había grabado el plano del curso del río Marañón hecho por el padre Samuel Fritz, dibujó y grabó una gran parte de la lámina y le ayudó en la tarea del grabado y dibujo el padre Santa Cruz y Goríbar dibujó las figuras todas.

Ignoramos la fecha de la muerte del pintor.

A medida que se va investigando, se va revelando la influencia del grabado en los pintores americanos. Ya maestros españoles de la talla de Alonso Cano, Zurbarán, y Velázquez lo aprovecharon en la composición de sus telas. Dice Palomino: «No era melindroso nuestro Cano en valerse de las Estampillas más inútiles, aunque fuesen de unas coplas; tomaba de allí ocasión, para formar conceptos maravillosos: y motejándole esto algunos Pintores por cosa indigna de un Inventor Eminente, respondía: Hagan ellos otro tanto, que yo se lo perdono. Y tenía razón, porque esto no era hurtar, sino tomar ocasión; pues por altura, lo que hazía, ya no era lo que avía visto»38.