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Correspondencia


Juan Valera






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Madrid, enero de 1847.

Querida madre mía: No puede usted figurarse cuántos proyectos de todos géneros hay en mi cabeza, y, sin embargo, cuán ordenados están, y qué filosóficamente moderados los anhelos que de llevarlos a cabo tengo para que no me haga sufrir mucho cualquier disappointmentque sobrevenga.

Entre todos mis castillos en el aire, el que más me enamora es el de ver el modo de hacer senador a papá, sin que él lo quiera ni pretenda, pues éste es, según creo, el mejor modo de que a mí me abran las puertas de la diplomacia.

Usted sabrá que el señor Pidal, ministro de la Gobernación, es quien propone, en el Consejo de Ministros, las personas que más a propósito juzga para que se las nombre senadores. Ahora bien: Calvo Rubio es muy amigo de Pidal, y, así como los demás diputados por Córdoba, tiene grande interés, o al menos debe tenerlo, porque haya en el Senado algún personaje paisano suyo, y, siendo mi padre el más a propósito para el caso, no será extraño que fijen la atención en él y lo arranquen de su retiro con tan honorífico cargo. Días pasados, dicho señor Calvo Rubio habló a tío Agustín en este sentido, y quedaron en hacer lo posible porque lo nombrasen. Veremos qué resulta de nuestras maniobras.

Anoche estuve en casa de Montijo. Esta señora me recibió muy cariñosamente y me convidó para el baile que tendrá lugar el domingo próximo, en celebridad de los días de la hermosa Eugenia, su hija menor, que es una diabólica muchacha que, con una coquetería infantil, chilla, alborota y hace todas las travesuras de un chiquillo de seis años, siendo al mismo tiempo la más fashionable señorita de esta villa y corte, tan poco corta de genio, y tan mandoncita, tan aficionada a los ejercicios gimnásticos y al incienso de los caballeros buenos mozos, y, finalmente, tan adorablemente mal educada, que casi, casi se puede asegurar que su futuro esposo será mártir de esta criatura celestial, nobiliaria y, sobre todo, riquísima.

La señora condesa nos hizo un discurso muy largo sobre las ventajas que resultan de ser grande de España, y probando hasta la evidencia que los parvenus son una canalla que a cada paso descubren la oreja, por más espetadamente aristócratas que quieran parecer. Probó, además, con sólidas razones que los caballeros de alta nobleza son los que saben tener buenos modales y fina educación, y que se los distingue a leguas entre mil parvenus. Este discurso fue, con muchas frescuras, dirigido a un don Juan F***, que allí estaba, y que se atrevió a decir que había muchos duques y condes mal criados, estúpidos y sin conocimientos, en lo cual no andaba muy equivocado, aunque sí en decirlo en aquel sitio. Yo seguí en todo la opinión de la condesa, sin acordarme de que no era grande de España, así como ella tampoco se acordaba de haber sido Mariquita Kirkpatrik, y nuestro contrincante, aplastado bajo el peso de los más sólidos argumentos histórico-filosóficos, se tuvo que marchar avergonzado y casi convencido de que era un pobre diablo.

Apenas concluida la disputa, entró Peña Aguayo, y sin duda que si hubiera llegado a tiempo este moderno Ulpiano, hubiera defendido también nuestra causa, pues ya se sabe que sus instintos aristocráticos son muy grandes.

Después llegaron la marquesa de Villanueva de las Torres, la de Palacios, con su hija; las de Moreno, Juanito Comín, el marqués de Valgornera y otras varias personas, siendo para mí la más interesante mi antigua amada, la condesa de C***, que, con su desgraciado esposo, venía de Variedades. Y digo desgraciado, por no ser poca desgracia la que le espera a un hombre casado cuando su mujer es tan nerviosa, sentimental y fashionablemente desenvuelta y alegre de cascos como mi querida Paulina. Hablé mucho con ella, y ella misma recordó nuestros antiguos amores. Y casi me dio a entender que su marido le era aborrecido, y que echaba de menos los tiempos de su primera juventud, para ella muy dichosos. Con todos estos avances, ya se puede usted figurar que yo no estaría muy pacífico, así es que hubo pisotones y miradas lánguidas; me ofreció la casa, me dijo que fuera a visitarla, que todo el día estaba sola, y también puso en mi noticia la hora en que salía, adónde iba a pasear y cuándo acostumbraba estar fuera de casa su digno consorte. De estos acontecimientos se puede esperar un buen desenlace, aunque Paulina está tan estúpida como antes, y este defecto me desilusiona un poco.

Esta noche tenemos función en el Liceo y yo pienso ir, aunque no asiste la gente de tono, y las señoras aristócratas se desdeñan de mezclarse con tanta especie de gentecilla como va a estas fiestas, demasiado acanalladas y plebeyas en el día.

En otro correo le hablaré a usted de lo que en ellas vea y entienda, que creo, a pesar de lo que digan las altas clases, que han de ser divertidas.




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Madrid, 14 de enero de 1847.

Querido padre mío: Ya por mis anteriores sabrá usted que don Javier Istúriz nos prometió doblemente, a mi tío y a mí, el que se me nombraría attaché a la Legación de Nápoles, y que, por consiguiente, a no faltar suciamente a su palabra, no puede dejar de hacer por mí tan pequeño obsequio, como es el destinar a un hombre ad honorem y sin sueldo ninguno.

Aquí se divierte mucho la gente. Todas las noches hay bailes y tertulias, y los teatros están muy concurridos.

El más notable acontecimiento doméstico que ocupa en el día a las malas lenguas es la fuga del bailarín Petipá con la hija de la marquesa de V***. Dicen que esta romancesca señorita desapareció de su casa a la hora de comer, dejando una carta para su mamá, en la que exponía los motivos que la habían obligado a tomar una determinación tan excéntrica, siendo el de más peso el amor vehementísimo que profesaba al aéreo y vaporoso amante con quien se ha fugado, cual una nueva Ariadna.

En verdad que en esta época son dichosos los que bailan, de uno y otro sexo. Cuéntase por aquí (no sé si será cierto) que la Lola Montes, que estando en París el año pasado fue querida de Ducharrier, al que mató nuestro por ahora conciudadano Vaubalon, y que tanto danzó en aquella causa, y no el bolero, ha ido a distraer sus penas viudales a Munich. El rey, desde que llegó, la admira más que debiera; la reina, por consiguiente, está furiosa. Se añade que su majestad masculina le ha dado un título de condesa, y que todos los grandes señores se han puesto de monos y han hecho una representación en contra de este acto arbitrario de poder; mas el enamorado príncipe ha empleado dicha representación en hacerle él mismo los papillotes a la linda andaluza, y ha prometido enmendarse nombrándola duquesa.

Anoche hubo en el Liceo una función a beneficio de los habaneros que han padecido con el huracán; se ejecutó la comedia de Ventura de la Vega titulada El hombre de mundo, y Cañete leyó unos versos de doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, versos que no he podido juzgar por no haber prestado la atención debida, pero que calculo deben de ser regulares, aunque algo amanerados y más largos de lo que conviene para evitar que bostecen los oyentes demasiado profanos. La reunión fue grande y escogida, y no faltaron sus majestades.

Esta noche hay gran soirée en casa de Weis-Weiler, que es como si dijéramos el embajador de su majestad judiísima, el rey de los banqueros, cerca de la Corte de España. Yo no voy a esta función, y no lo siento, porque muchas funciones de esta clase me empalagan, y con la de Montijo estoy más que satisfecho.

La joven viuda, mi compañera de habitación, se ha vuelto medio loca con las adoraciones que la tributan. Esta buena señora tiene un carácter angelical y un corazón lleno de ternura; pero es tan sencilla y tan disipadamente tonta, que no hace nada más que pensar en las flores que derraman a sus pies, pues como es graciosa y provocativa, se ha hecho ya moda en el teatro del Circo el tomarla con ella, y siempre tiene en torno suyo una turba de galanes que se complacen en rellenarla de vanidad y de viento de lisonjas. Yo sigo con ella muy amigo, pillo lo que puedo y, vea lo que vea, entienda lo que entienda, no me quejo ni me doy por ofendido, que al fin el ofenderme cuando no hay derecho ninguno es una necedad, y más en un tiempo en que hasta aquellos que los tienen sagrados e imprescindibles suelen olvidarlos y no hacer caso de los trámites y fórmulas que sus señoras van formando para que la predestinación de que habla Balzac y que tanto hace reír a la duquesita de A***, llegue a ser un fait accompli. No obstante, la amable viuda, hasta cierto punto, es digna de confianza, y debe usted saber que tiene las ideas más platónicas que en amor darse pueden. Pero -como dice el divino Aristóteles, designando el alma enamorada bajo la figura de un cochero que conduce un carro arrastrado por dos caballos, el uno dócil y el otro indócil- es más difícil contener este último y evitar que nos precipite. Yo temo, por consiguiente, que la viuda, en un momento de distracción, afloje demasiado la rienda del corcel indómito de su pasión y se deje caer en el precipicio. Si esta caída llega a ser conmigo, muchos elogios le daré al discípulo de Sócrates; si no, lo pondré como un trapo, aunque, en todo caso, diré, como lord Byron:

Oh Plato, oh Plato!, you have pared the way &.

No crea usted, por cuanto digo aquí, que la linda viuda ha leído el Fedro y los demás diálogos amorosofilosóficos de este antiguo sabio, sino que, como sus ideas se han hecho tan populares, ella las ha adoptado por divisa, y acaso con la esperanza de instigar demasiado a alguno de poca experiencia en el manejo de los dos corceles y obligarle a que se arroje locamente en el verdadero precipicio del matrimonio, del que Dios nos libre a todos, y más en particular si fuese con ella.

En cuanto a política, nada le digo a usted, pues ya por los periódicos sabrá las pocas novedades que hay. Sólo, en confianza, debo añadir que se empieza a hablar de la reina sobre ciertos asuntos delicados, y corren por ahí dos o tres chismes, en los que no sólo anda mezclado el infante don Enrique, sino hasta el señor G***, que es una especie de matón, jugador y baratero de buen tono, que no sé si habrá usted oído nombrar. Por lo demás, ambas majestades se divierten mucho, y ahora van a tener bailes de trajes en el regio alcázar. El primero será todo de vestidos nacionales, y se cree que nuestra soberana se presentará de manola, y don Francisco, su esposo, de arriero de Castilla. A esos bailes no asistirán más sino los empleados de Palacio, la familia real, incluso la muñozada; los grandes y los altos funcionarios del Estado, entre ellos don Javier Istúriz, que es regular que vaya de bolero o de contrabandista andaluz, porque la reina quiere que todos, hasta Castaño y Castro Terreño, lleven disfraz.

La viuda creo que se dejaría cortar un dedo por ir también a esta primorosa mascarada, y aun quizá tenga esperanza de que la conviden.

Mas en verdad que con tanta tontería se hace interminable mi carta, y sólo puede disculparme el ser tan difuso el que usted me leerá con gusto al calor de la lumbre, a falta de más importante ocupación.

Adiós.




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Madrid, 16 de enero de 1847.

Querida madre mía: Por su última de usted, del 10, veo que aún sigue en Málaga mi hermana Sofía.

Yo estoy bueno y no me había equivocado al leer, en la carta de papá, que no quería fuese a Nápoles, por lo mucho que gastaría pues así me lo decía al principio, aunque después, en fuerza de tanto como me ama, ha accedido a mis deseos. El duque de Rivas quiere también llevarme consigo, y ya todo depende del ministro de Estado, que me ha dado palabra de hacerme attaché ad honorem, y no creo que falte a ella. Sin embargo, hace días que el señor Istúriz me está embromando sin acabar de hacer lo que prometió, cuando debe serle tan fácil, y no sé esta tardanza qué motivo tenga.

Entre tanto, yo suelo hacerle mis visitas al duque, a quien no le digo que le hable a don Javier, porque es excusado y por haberme dicho este señor que no tengo necesidad de empeños de ninguna clase y que él me hará de muy buena gana este servicio, sin que intervengan intercesores en mi favor.

Me alegro mucho que haya gustado el adorno.

Por hoy no seré más extenso. Memorias a todos y créame usted su amante hijo,

Juan.




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Madrid, 16 de enero de 1847.

Querido padre mío: Anteayer le escribí a usted tan por extenso que no había más que pedir, y, sin embargo, lo vuelvo a hacer ahora, y acaso con la misma difusión, porque es cosa que divierte y desahoga en extremo el referirle a una persona de tanta confianza como es un padre las cosas más importantes que a uno le suceden. Sin embargo, no hablaré de la viuda, porque ya en el correo pasado dije sobre el particular cuanto por ahora hay que saber; ni tampoco, sino de paso, abordaré el negocio de la Embajada, que sigue como paralizado, a pesar de que mi tío está firmemente creído de que es cosa hecha. Yo no he ido hace días a ver a don Javier, pero de esta noche no pasa el que le haga una visita.

Mis amigos Miguel de los Santos Álvarez, Jiménez Serrano, Romea y otros varios que no lo son, van a publicar un nuevo periódico literario, de un lujo de impresión soberbio y que saldrá por primera vez a principios de febrero. El otro día, estando en casa de Romea, leí el cuento en verso que, como he dicho a usted en mis anteriores, traduje hace poco del inglés. Este cuento, que en el original de Thomas Moore es muy lindo, no ha perdido nada en la traducción, o al menos así me lo han hecho creer los muchos elogios que de él hicieron, pidiéndomelo, además, para su periódico y llamándome eminente poeta ambos oyentes. Yo les dije que bien quisiera dárselo, pero que ya (como es cierto) se lo había enviado al director de El Siglo Pintoresco, donde habíamos quedado que se publicaría. Usted sabe bien que en este mismo periódico he publicado ya varias cosas, siempre ad honorem, como la rosca diplomática que anhelo, y que no he pedido que se me pague mi trabajo de pura cortedad. Anoche, pues, que Jiménez Serrano volvió a hablar del nuevo periódico, en el café del Príncipe, y me pidió también mi cuento, no se puede usted figurar cuánto sentí el haberlo dado gratis a personas que ni siquiera conocía, y con este pensamiento le pregunté qué debía hacer, y él me sugirió una idea que he puesto en práctica esta mañana mismo escribiendo a la Redacción de El Siglo diciéndoles que desearía que se me pagase mi obrita, porque tenía necesidad de dinero, y que si no, que como ellos tienen bastantes materiales para llenar las columnas de su revista, no les sería desagradable devolverme mi cuento, puesto que yo tenía quien lo apreciara en más. Toda esta sustancia iba con mucho fárrago de cumplimiento, y dicha de cierto modo, como no pidiendo por justicia, sino por equidad, porque al fin ya estaba hecha la donación. Todavía no he recibido contestación alguna; pero al menos, lo peor que se ha de esperar es que se enojen y me devuelvan mi obra, que es cuanto yo deseo para que, ya que se publique gratis, sea en favor de mis amigos y en mejor papel, tipo y composición. Acaso a usted le parezca extraña esta conducta, pero cuando considero que el director de El Siglo no sólo no me ha ofrecido nunca nada, sino que ni aun me ha regalado los números donde han salido versos míos, no es de notar que yo por fin rompa el fuego, que habían reprimido ciertos humos de rico que sin razón tengo y que debo ir echando a un lado si es que quiero serlo alguna vez de veras aunque haciendo versos no es el mejor medio de medrar. Al menos, si llegara a ser poeta dramático, ya sería otra cosa, porque de cuatrocientos a seiscientos duros, siendo buena, bien puede valer cada comedia. Tentanda1 via est: no sería malo tentar el vado, pero soy algunas veces muy flojo y desconfiado; y siendo, como estoy convencido de serlo, buen poeta lírico, lo que si no me da provecho me da honra, sería muy triste echarlo a perder escribiendo paparruchas para el teatro.

Y digo que el ser poeta lírico me da honra, no porque mi nombre ande por ahí en las cien lenguas de la Fama, sino porque, aunque desconocido del vulgo, poco popular y al principio de mi carrera poética, entre las gentes que lo entienden y me conocen no soy tenido en poco, y no es éste pequeño lauro, y más en mí, que por mi carácter, demasiado orgulloso, no me valgo nunca de los medios de que los otros se han valido para llegar al pináculo de la celebridad, ni voy en busca de ella sino por el camino real, que es tan largo, que quién sabe si nunca mientras viva lo alcanzaré, y lo que es la gloria póstuma... Mas ¿para qué he de mentir? Soy tan tonto que también la ansío, y haré lo posible para adquirirla en vida y muerte, en lo presente y por venir; pues, como dice Isócrates (a quien cito, aunque parezca pedantería), ya que alcanzares cuerpo mortal y alma imperecedera, procura dejar del alma memoria inmortal.

Mas, según voy viendo, así, sin querer, me he remontado a lo sublime en esta carta, como si estuviera pronunciando un discurso en una academia, lo cual tiene algo de estrafalario y debe abandonarse, volviendo al estilo llano y hablando de otro asunto de no menos importancia, a saber: de mis estudios filológicos. En primer lugar, debo confesar que muchos días he tenido abandonado el alemán, pues el pensamiento de cosas más palpitantes, como son la diplomacia y la viuda, me han tenido el alma de tal modo ocupada, que no me ha dado lugar sino para pensar en ellas y en las coplas; pero ya he vuelto a mi primera aplicación, y quiero decir que si voy a Nápoles, allí continuaré aprendiendo la lengua de Schiller y Goethe, al par que prácticamente adquiera el conocimiento del idioma toscano.

Adiós, padre mío; otro día le hablaré a usted por extenso de otra empresa filológica que tengo entre manos y que no deja de tener cierto carácter burlesco, digno de causar risa y diversión al hombre más serio.

Debo añadir que acabo de recibir de manos de mi tío Agustín el nombramiento de attaché non payé con destino a la Legación de Nápoles, e igualmente que mi traducción del cuento de Moore me ha sido devuelta. Por lo primero estoy muy contento; de lo segundo he visto que ha resultado ni más ni menos que lo que yo esperaba.

Ya se hará usted cargo de que necesito dinero para hacerme el uniforme y para preparar mi viaje a esa ilustre villa, donde le haré a usted una visita. Espero que me mandará la moneda con la mayor brevedad.

Su amante hijo,

Juan.




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Madrid, 22 de enero de 1847.

Querido Juan: Infinito tiempo hace que ni te escribo ni me escribes; pero esto no me importa un ardite en la buena amistad que nos teníamos in illo tempore y que espero continúe por tu parte como por la mía permanece invariable.

En todo este tiempo que no nos escribimos ya habrás sabido que concluí mi carrera de Leyes, que mi hermana Ramona se casó y que me vine a Madrid con el intento de buscarme alguna ocupación lucrativa y honrosa, con cuyo objeto venía decidido a pasar un año con un abogado y después abrir bufete; pero como mi fuerte no es el trabajo, y menos de esta clase, ahorqué la toga, quemé la golilla, y, aprovechándome de una buena coyuntura, me metí de patitas en la diplomacia, donde, con bailar bien la polca y comer pastel de foie-gras, está todo hecho. Por consiguiente, te participo que desde el 14 del corriente soy attaché, aunque por ahora non payé, con destino a la Legación de Nápoles, cuyo embajador, el señor duque de Rivas, no ha dejado de influir para que yo fuera su subordinado.

Para mediados de marzo debo estar en la bella Parténope; por consiguiente, tengo tiempo, aunque escaso, para ir a visitar a mi señor padre, que vive retirado y filosóficamente hundido en la ilustre villa de Doña Mencía. Desde allí pasaré a Granada a ver a mi hermana Ramona y su señor esposo, y, por último, iré a ésa para tomar el vapor de Marsella y ver a mi madre y a mis hermanos Pepe y Sofía. Entonces tendrá el gusto de darte un abrazo tu buen amigo,

Juan.

Recibe infinitas expresiones de Luis Olona, que continúa haciendo sus comedias y el amor a las comediantas, siendo ahora el amante favorecido, aunque platónico, de la señorita Noriega, que habrás oído nombrar. Parece que nuestro amigo tiene el proyecto de irse a París en compañía del teatro de la Cruz en masa, que piensa en trasladarse a aquella capital con el intento de lucir sus talentos artísticos.

A Rafael Mitjana hace un siglo que no le veo, porque anda escondido y entregado al estudio. La última vez que estuve con él fue el día de las velaciones de la reina, y por más señas, que los guindillas a Luis, a él y a mí nos hicieron correr a punto el postre, porque, a causa de un pequeño alboroto, sacaron los abanicos y dieron sobre nosotros una carga de caballería nada constitucional.




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Madrid, 30 de enero de 1847.

Querido Juan: He recibido con gran placer tu amistosa carta, y mucho me alegro de tu buena salud. Yo sigo bien, y pronto me iré por ahí.

Celebro infinito que hayas sacudido tu pereza y que escribas esa novela que tendré mucho gusto en leer o en oírla de tu misma boca cuando pase por esa ciudad

Efectivamente: he escrito en El Siglo Pintoresco una oda titulada El fuego divino, y después el principio de un larguísimo cuento fantástico que por no habérmelo pagado y habérmelo, además, llenado de erratas, no continué publicando en dicho periódico. Me alegraré mucho que lo leas y que corrijas los yerros de imprenta que halles, los que te será fácil reconocer, y, finalmente, me digas qué te parece.

Ahora se va a publicar en esta corte un nuevo periódico, titulado El Artista. En él escribirán Romea, Santos Álvarez, Hartzenbusch y Jiménez Serrano, y otros varios. La impresión será de un lujo extremado, y todo él saldrá del modo más primoroso, pues tiene las pretensiones de competir con el antiguo del mismo nombre. Si escribes algún cuento, corto y de un argumento intrincado y nuevo, mándamelo y se te publicará con mucho gusto, pues quien está encargado de la dirección es nada menos que el botarate de Serrano, que ya sabes es muy amigo mío, y creo que tuyo también. Además, te suplico que lo recomiendes mucho en ésa y hagas que se suscriban tus conocidos.

Aquí me divierto tanto, que, a pesar de la novedad que mi viaje ofrece, siento abandonar a Madrid, donde ya tengo muchas relaciones y estoy en mi elemento, y más ahora, que es la época de los bailes, y este año los hay en abundancia en Palacio, en casa de Montijo y en casa de Heredia, Cabarrús, Legarde, Paulo, Weis-Weiler, Ezpeleta, etcétera. También los habrá públicos en El Liceo y en otros muchos sitios. Además, los teatros están muy concurridos, y los cafés lo mismo; yo voy muchas noches al del Príncipe, donde ahora se reúne el Parnasuelo completo, desde lo más alto a lo más bajo; es decir, desde Ferrer del Río hasta don Eusebio Asquerino.

Creo que debes venirte por aquí, como esperas hacerlo, porque Málaga no te conviene; y si tú no fueras flojo, podías, en esta corte, ser algún día alguna cosa notable.

Adiós.




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Nápoles, abril de 1817.

Querido hermano: Aprovecho la ocasión de salir de aquí un barco de vapor conocido que va a Marsella para enviar una carta para ti a un feriante que allí conozco, el que no dudo te la remitirá por Carbó u otro cualquier capitán, y de este modo ni a mí ni a ti nos costará dinero.

Como ya sabrás por mis cartas a mamá, hice mi viaje felizmente y sin marearme.

Quedé encantado de Barcelona, que es una ciudad que da honor a España, y me fastidió la colonia de los foceos, con su tufo perpetuo de carbón de piedra, sus calles sucias y su puerto lleno de buques, pero pestilente y asqueroso como una letrina. Además, en los tres días que allí estuve comí en seis restaurantes diferentes y de los mejores del pueblo, y en todos, sin embargo, lo pasé muy mal, aunque no me anduve en economías. Me dijeron que en mesa redonda se comía mejor; pero yo, así que vi en el hotel de Luxemburgo la susodicha mesa adornada con flores contrahechas, pájaros disecados y peceras con agua y peces de colores, dije abrenuncio, y no quise tomar parte en aquel zoológico banquete.

Génova me gustó, y vi sus mejores palacios, las galerías de pinturas y esculturas y las iglesias más bellas. En Civita Vecchia no hay nada que ver.

El 16 del pasado mes llegamos a Nápoles. No es posible describir ni pintar el hermoso aspecto de esta ciudad cuando se ve desde el mar. Es el paisaje más hermoso del mundo. Sus palacios, sus jardines, sus castillos, se extienden por la orilla del mar, formando un ancho semicírculo, que por un lado termina en el Posílipo, coronado de verdura y de villas, con su caverna admirable, obra majestuosa de los romanos y honrada con las tumbas de Virgilio y Sannazaro. Más al Norte se ve el golfo de Baia y Pozzuoli, donde tenían sus casas de campo Lúculo y Cicerón. Al sur de Nápoles, el Vesubio, que tiene a sus pies los deliciosos lugarcillos de Pesti, Torre del Greco, Torre Anunziata y las ruinas de Pompeya y de Herculano. Desde allí se extiende el promontorio meridional del golfo, jardín perpetuo y fértil donde están situados, mirando a Nápoles, Castellamare, con sus lindos jardines, su bosque y su Palacio Real, Vico y Sorrento, patria de Tasso. El golfo lo adornan y hermosean las tres principales islas de Ischia, Frócida y Capri.

He visto ya muchas de estas ciudades y he estado en Pompeya y Herculano, y acompañando a la reina Cristina, he subido sobre el cráter del Vesubio, que es digno de verse, aunque no haya erupción. Parece aquello el caos, o más bien el mundo después de su destrucción. No se ve sino ceniza, lava, escoria que suena hueca bajo tus pies, y debajo, un calor grandísimo. Por las grietas de esta escoria se ve el fuego como un horno ardiendo, y por algunos sitios corre, pausada y silenciosamente, un arroyo de lava candente. Desde una legua del cráter todo está lleno de cenizas, lavas y escorias, y ni la más mínima hierba crece en el suelo. Su majestad creo que tuvo un poquito de aprensión cuando sintió, después del fresco de la montaña, aquel calor intempestivo e imponente que se disfruta en la cima, y más aún cuando vio salir de la elevada cima del cráter un par de bocanadas de humo negro con su poquito de llama. El caso fue que se marchó otra vez sin ver el fuego y la lava encendida.

También estuve con la reina en un vapor de guerra francés que la ha traído de Tolón, dando un paseo por el golfo. Vimos la gruta azul, que es una de las más primorosas, pero menos naturales que hay aquí, y está en la isla de Capri. También estuvimos en Sorrento y en los bosques y jardines de Castellamare, en cuyo palacio nos dio el rey una gran comida.

Sus majestades no se han dignado venir a ver a la reina Cristina, que sólo con el objeto de visitar a su familia ha estado aquí. Estos reyes no tienen chispa de educación ni de decoro. Seguro es que el más bellaco y rústico patán no hubiera hecho otro tanto con una hermana que hubiera venido a verle de tan lejos, por grandes que hubiesen sido sus anteriores disensiones, y si no por cariño fraternal, al menos por no dar escándalo, hubiera estado menos grosero. Además, el rey de Nápoles sabía, más de un mes hace, que su hermana venía, y si no la quería recibir, ¿por qué no le escribió a su embajadoren París que evitase este viaje y el subsiguiente compromiso, lo que hubiera sido fácil indicándole a la reina Cristina las disposiciones de su hermano? Pero parece que el rey se ha complacido en hacer este feo a nuestra ex gobernadora. Pero sobre él ha caído todo lo odioso del negocio, y los señores de aquí, que no le quieren bien, le critican amargamente.

Si no quieren bien al rey, tienen sus razones muy fundadas, y las principales son su espíritu religioso y su ardor guerrero. El primero hace que su majestad mire y fomente con singular predilección la caterva de inmundos frailes de todos colores, gordos y cebones, con camisa y descamisados, holgazanes y bellacos, que pululan como un enjambre de zánganos por todos sus dominios. El segundo, que carga de contribuciones a sus pobres vasallos para mantener y vestir un no menos pernicioso enjambre de suizos borrachos e insolentes, que apalean al pueblo, y los gendarmes numerosos. Esta gente, sin embargo, sirve para algo, pues conserva la tranquilidad pública, o al menos la privada de su majestad, que fía más en los cimbreantes sables de los transalpinos mamelucos que en el filial amor de sus vasallos. Pero lo que más inútil me parece es la infinidad de tropa del país, que sólo por ostentación tiene, y que para nada sirve sino para ir detrás de las procesiones y hacer paradas. Además, los trenes de artillería son numerosos, y los buques de guerra, muchos y buenos, aunque nunca salen del golfo donde suelen dar un paseo para divertir el ardor marítimo de su majestad y no apolillarse.

La gente del pueblo es muy sumisa y humilde; pero su misma pobreza les hace ser muy pedigüeños, lo que se extiende a todos los napolitanos decentes, de lo que es testigo la reina Cristina, que en diez días que ha estado aquí ha recibido más de trescientos cincuenta memoriales y le han hecho millones de millones de peticiones verbales.

Esta señora ha hecho magníficos regalos a cuantos la han servido, y se ha portado con un lujo digno de España, y que no puede menos de gustarnos, aunque pese sobre nuestros bolsillos.

Por no cansarte no te hablo del Museo Borbónico y de su hermosa colección de estatuas, pinturas y antigüedades griegas y romanas, etruscas y egipcias.

También he estado en la grotta del cane, de la que sale un vapor tan terrible, que quita la vida a quien lo respira tres minutos, y otras cavernas curiosas que hay en la orilla del romántico lago aguano.

He estado en casa del marqués de la Sonora para entregar la carta del descendiente de los duques de Ferrara, pero no lo he hallado en casa.

También he estado en un concierto que dieron los alumnos del Conservatorio a la reina Cristina, en el que estuvo Mercadante. Este Conservatorio, del que han salido Pergolese, Ficcini, Sacchini, Passielo, Cimarosa, Zingarelli, Mercadante, Bellini, Farinelli, Caffarelli, Lablache y tantos otros nombres famosos en ini y en elli, fue fundado, en el año 1337, por un fraile español, llamado Juan de Tapia, que, apasionado por la música, recorrió el mundo durante nueve años, pidiendo limosna para esta empresa, hasta que reunió el suficiente dinero para llevarla a cabo. Se dice que nada hay más digno de oírse que el Miércoles Santo, en la capilla del Conservatorio, el Miserere, de Zingarelli, cantado por más de ochenta voces sin acompañamiento ninguno.

Estoy aquí bastante contento, aunque conozco aún tan poca gente, que se pueden contar, a saber: los de la Embajada, los duques de Bivona, Fernandina y Miranda y los condes de Scláfani, todos españoles; además, conozco siete u ocho jóvenes italianos, franceses y polacos que van a la tertulia de Bivona, pero apenas les hablo.

Adiós, Pepe; memorias a Carmen y créeme tu buen hermano,

Juan.




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Nápoles, 17 de mayo de 1847.

Querido Heriberto: Espero que me perdonarás no te haya escrito antes; he estado enfermo y no de buen humor; pero ya, gracias al Cielo, bueno estoy.

Cuando salí de ésa, fui a Andújar en la diligencia y nada de particular me ocurrió en el camino, sino mi entrevista con la ciega de Manzanares, que verdaderamente es una mujer notable y que entiende y sabe latín, a pesar y mejor que Alejandro Dumas. Yo, para ver si efectivamente era docta en esta lengua, enfilé, lo mejor que pude, seis elegíacos latinos en su loor, y se los dije; ella me hizo que se los repitiera, y súbitamente los tradujo en versos castellanos. No recuerdo más que lo último, que decía en latín:


   Nec fles si de oculis lumen que abest
quia Deus ipse dat animis vacuum fulgidus lumen.

Y ella los puso en castellano de este modo:



Y no llores si a tus ojos
les falta la luz del día;
con la suya la poesía
podrá calmar tus enojos.

    Que al poeta natural
le ha puesto la Providencia
luz de mayor excelencia
dentro del alma inmortal.

Esto es muy bueno.

Estuve en mi tierra (es decir, en Doña Mencía, adonde pasé desde Andújar) unos quince días; luego fui a Málaga, donde estaba mi madre; de Málaga a Granada, de esta ciudad a Málaga otra vez, donde, esperando vapor, se me fueron más de doce días; por último, el día 3 embarqué, y, después de admirar nuestro hermoso arsenal de Cartagena, la deliciosa huerta de Valencia y el soberbio teatro del Liceo, en Barcelona, llegué con toda felicidad a la mercantil Marsella, donde nada me divertí ni admiré. El puerto, lleno de buques, tendrá para otros sus encantos, pero a mí sólo me causaba enojos su insufrible y punzante hediondez, las calles anchas, pero también sucias, y en vez de fuentes, arroyos de cieno que corren por ambos lados, y la montaña-jardín de la columna, aunque domina la ciudad, el mar y el puerto, no me gusta tampoco, porque allí no se respira aire, como en las demás montañas del mundo, sino tufo y humo maldito de carbón de piedra. Encima de este cerro estéril crecen unos cuantos hierbajos con pretensiones de flores, y está coronado por una columnilla con un busto enano del gigante del siglo. Impar monumentum Aquili.

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Nápoles, 17 de junio de 1817.

Querido Alonso: A ti, y en tu nombre a todos, se dirige esta carta que, como tendrá algunos párrafos poco decentes, no es cosa de encabezarla con nombre más venerable.

Yo sigo bueno, y aunque cada vez más admirado de la hermosura de esta tierra y de la bondad de sus habitantes, no por eso menos convencido de la poca sociabilidad de estos últimos y dando gracias al Cielo de habernos deparado al duque de Bivona, cuya casa nos sirve de refugio por las noches, y si así no fuese, tendríamos que acostarnos al anochecer. El día lo paso casi siempre en casa; no tengo más amigos que los de la Embajada, ni más amigas que las damas españolas, y Bivona, Scláfani y Fernandina. Leo y escribo estas larguísimas cartas, y mi única diversión es charlar un rato con mi respetable jefe. Lo que es hasta ahora, fuera de los gastos y del ruido de los coches, en todo lo demás más se parece Nápoles a una aldea que a una capital. Si tuviera aquí tres o cuatro de mis amigos granadinos, lo pasaría mejor; pero sólo suelo fastidiarme, como Adán, sin duda, se fastidiaba en el Paraíso hasta que el Señor, compadecido, le envió la compañera. Además, va voy conociendo que yo, como todas las personas que no son muy devotas y tampoco son positivas y metálicas, tengo más amor a la patria que el que pensaba, y a cada paso la echo de menos. Creo que entre el torbellino de París o Londres, o en el seno de las grandes ocupaciones, se me representarían rara vez a la memoria los dioses penates; pero aquí, donde nada hay que hacer y casi nada que disfrutar, se siente uno acosado con el recuerdo de la patria y de la familia, y más cuando, por estar lejos de ellas, ni nada importante se hace ni se gana dinero. Para consuelo de estas penas mías recurro a los libros y a la filosofía; pero desgraciadamente yo estoy algo podrido (y no tomes esta palabra materialmente, sino en sentido espiritual). Las novelas me fastidian, la historia me interesa algo más, los versos me cansan y su lectura, aunque grata, es poco tranquila para quien tiene la debilidad de creerse también agitado por el dios que los dicta. Sin embargo, he leído con algún placer la linda novela Los últimos días de Pompeya, que adquiere más interés cuando se ha visto el lugar de la escena, pero que de todos modos es muy bella. También he medio leído otra novela erudita e inglesa, titulada Anastasius, que a pesar de su indisputable mérito no tuve paciencia para concluir; un tratado de estética, en italiano, y un compendio de diplomacia, escrito por Martens y que compré en Marsella.

Vivo muy cómodamente y con la tranquilidad y aplomo de un viejo solterón. Tengo un criado que me limpia la ropa y las botas, me sirve la comida y hace los mandados; este pobre diablo es muy majo y se viste como un señorito; ha sido bailarín y ha hecho de Céfiro en muchas pantomimas del teatro del Fondo; de modo que pienso condecorarle con el nuevo empleo de mi maestro de baile. Hubiera podido hacer gran fortuna, pero su virtud y honestidad se lo han impedido. Por recomendación del duque de Rivas, le tomó por ayuda de cámara el confesor de la reina Cristina y quedaron en que se iría con ellos a París; pero un día fue a casa del duque y le dijo que de ningún modo, ni por el oro del mundo, continuaría sirviendo al señor capellán. El duque le preguntó, no muy admirado, pues ya conocía las mañas del santo varón, la causa de su negativa, y él, después de ser muy hostigado, contó llorando y aun muerto de miedo el horrible trance en que se había encontrado. Y ésta es la causa de que el Céfiro Pascualino se haya quedado en Nápoles y esté ahora en mi servicio. Yo no quería creer al duque y me parecía broma suya la historia referida; pero me ha confirmado, en ella el mismo frailuco, que tanto a mí como al conde de Cartagena nos tuvo tales bromas, que tuvimos poco menos que mandarle al c... a pesar de su sagrado carácter. Este padre de almas es muy favorito de la reina madre. Dile a C*** que, si cuando ésta vuelva al Poder quiere que le hagan caballero de San Juan o grande de España, no tiene más que ganarse, con algunas ligeras condescendencias, la buena voluntad de su confesor.

En estos días no he hecho más excursión que ir al Museo. El 9 visité las estatuas de bronce, y mucho bueno tuve que admirar. Hay un fauno borracho magnífico; otro danzando, que es también muy bello; y la cabeza colosal de un caballo, notable por su magnitud, y que, a conservarse entero, sería capaz de contener en su vientre todo el escuadrón troyano con Pirro y Ulises. Pero lo más hermoso, a mi entender, es el busto de Berenice y el de Antinoo, que a mí me hace el uno envidiar a Tito, y sin duda al capellán le haría el otro envidiar a Adriano. Hay, además, una colección de estatuitas pequeñas, que son todas primorosas, pero en particular un Apolo, con una cara divina, y unas manos tan bellas, que difícilmente, aunque andes viendo manos por el mundo, no las encontrarás mejores ni en las más aristocráticas ladis inglesas ni en las voluptuosas circasianas. Casi todos estos objetos se han hallado en Herculano y Pompeya.

Siempre que se sale del Museo no se puede menos de fijar la atención en los dos colosos ecuestres, originales de Canova, cuyas copias en bronce están en la plaza de Palacio, y que el uno representa a Carlos III y el otro a Fernando I. También hay en el pórtico otras seis estatuas colosales, de piedra, y de mucho mérito.

El día 10 volví al Museo y vi las pinturas de Herculano y Pompeya, que son muy bonitas, pero están muy estropeadas casi todas. Mucho mejor, como es de suponer, se conservan los cuadros de mosaicos, y hay algunos lindísimos.

Algunas tardes acompaño en coche al señor duque a Capo di Monte, donde hay un hermoso palacio y los más lindos y frondosos jardines que he visto nunca; pero tiene la maña, mi respetable jefe, de abandonarme cuando llegamos allí, e irse solo en busca de su madame Montigni, a quien no me ha hecho el honor de presentarme, de modo que tengo que tomar una carrosela, que aquí se encuentran a cada paso y a docenas por donde quiera que vas, y volverme a casa, que está una legua distante, mientras que el viejo cortejante se pasea por aquellos lindos jardines hasta las ocho y media o las nueve. Y mientras tanto, yo, que soy un muchacho, no tengo nadie que me quiera; todas las señoras que aquí conozco son casadas y la que se muestra más propicia es la duquesa de Bivona. En su tertulia tenemos mucha confianza y se dicen desvergüenzas a porrillo y cuentecitos verdes, que la mayor parte son de la cosecha del duque de Rivas. La duquesa y su cuñada, la condesa de Scláfani, se ríen mucho con estos primores; pero critican mucho al duque que siendo un poeta tan sublime no se complace en la conversación más que en decir cochinerías. Ahora tenemos aquí muchos más españoles que van a la tertulia, pues han venido de Roma el hijo del marqués de la Romana, hermano de la duquesa de Fernandina, y la princesa Colonna, española y hermana del duque de Fernandina. Ha venido también el marquesito de Mora, que vive conmigo, de modo que en nuestra tertulia no se habla en otra lengua que la española, y cuando no, el francés, que está aquí mucho más generalizado que en España y hasta los criados lo hablan ya, porque lo han aprendido con el roce y por la necesidad del buen tono, que así lo exige. La lengua italiana se desprecia un poco por la gente elegante, y se la deja sólo para que la hable la canalla.

El día 10 volví al Museo y visité, primero, los otros salones, donde hay bellísimos objetos de la Edad Media y el Renacimiento. Hay, entre las esculturas de mármol, un busto muy bello de Carlos V y una magnífica estatua, toda velada, que representa la Modestia; pero al través del velo se dibujan perfectamente las formas y es una obra muy linda. Hay también esculturas en marfil, en madera y en bronce. De esta última materia, hay un busto de Dante que parece ser contemporáneo del poeta. Después visité la sala de los objetos de vidrio, donde hay vasos muy bonitos de vidrio azul, y encima, con vidrio blanco cuajado, magníficos bajorrelieves, casi todos hallados en las excavaciones de Pompeya, Herculano y Stabbia. Enseguida entré en otra sala llena de lámparas, cántaros y otros muchos objetos de barro cocido. Pasé luego a otra sala, donde están los objetos de bronce: candelabros, jarros, altares, adornos, vasos y utensilios de cocina. De allí a la sala de las armas, donde están los cascos, las lanzas, las espadas, espuelas, hachas y demás instrumentos bélicos de los soldados pompeyanos. Luego, a otra habitación que guarda los instrumentos de música, los de medicina y cirugía, los de agricultura, artes y oficios, y los primores y utensilios de tocador de las damas pompeyanas, entre los que se ven peines, dedales, agujas, espejos de acero, y hasta un tarrito con colorete perfectamente conservado. Entramos luego en una infinidad de salones, donde hay un sinnúmero de urnas sepulcrales y de primorosos vasos etruscos y griegos. Es admirable cómo se conservan los vasos y armas etruscas, anteriores algunos a los romanos, y cómo la delicadeza de su dibujo y las raras formas de los trajes y adornos de las figuras nos dan una idea de la remotísima y misteriosa civilización de la Toscana. Los vasos griegos, hallados la mayor parte en Pestum, Crotona, Siracusa y demás colonias griegas, son también curiosísimos y tienen mucho de pelasgo y dórico en la severidad de sus formas y primorosas labores, aunque no por eso dejan de estar adornados muchos con sátiros obscenos. Las fiestas allí pintadas son las bacanales de los antiguos sículos o pegasos, y encierran un sentido tan profundo, que han dado motivo a grandísimas cavilaciones científicas, ya que no pocos sabios se vuelven locos estudiando cosas tan incomprensibles y formando sistemas ingeniosos y, fuerza es confesarlo, verosímiles, sobre la casi antediluviana civilización pelasga, que se salvó del Diluvio universal y, desde la hermosa Atlántida de que habla Platón, y que entonces se convirtió en el desierto de Sahara, vino a civilizar la moderna Europa, el Asia y el Egipto. Estos hombres son los verdaderos deucaliones, palabra que aun en el moderno albanés (que es el antiquísimo pelasgo) significa salvados del agua. Ellos son los Giori, esto es, los héroes extranjeros que vencieron a los Titanes o hijos de la Tierra, que todo son palabras pelasgas que hoy se traducen fácilmente por el moderno albanés, y se da de este modo ingeniosísima y sabia interpretación histórica a todas las fábulas de las mitologías griega, egipcia y romana. Las Dionisíacas, los misterios de Ceres Eleusiana y los de Afrodita o Venus, que en albanés-pelasgo significa la que abre el día, son fiestas todas sencillísimas en un principio, llenas de la sabiduría tradicional de los tiempos primitivos, y después viciadas y llenas de idolatría. Los antiguos viajes de Abaris, las conquistas de Lico, (en albanés el que ha vuelto a nacer, esto es, la nueva civilización), de Baco o Bec (es decir,el pan) y de Rarias (el vino) tienen un sentido muy racional. Supongo, a propósito de la palabra bec, que recordarás el mito de Pasmetico, rey de Egipto, y del niño que la primera palabra que pronunció fue bec, que en Frigia (colonia pelasga) significa pan. Esta fábula indica muy bien la creencia general de los antiguos, de que los pelasgos eran el pueblo más primitivo. También han encontrado los sabios mucha semejanza entre el moderno albanés, antiguo pelasgo y el sánscrito de los indios, y aun muchos nombres de la Escritura son pelasgos, como el de Jepté, que significa, si mal no recuerdo, sacrificio. Pero lo más notable es que las palabras milagrosas y desconocidas del festín de Baltasar, y que nadie pudo traducir sino Daniel, son pelásgicas, y tienen un significado gramatical del cual es una paráfrasis la interpretación que les dio el Profeta, sin duda versado en aquella lengua, por su roce con los fenicios y los frigios, o por sus estudios de sacerdote hebreo.

Los nombres de los héroes de Homero y de los antiguos semidioses tienen también su significación pelásgica; así es que Laertes significa «noble, caballero, alto, señor»; Ulises, «viajero», etc. Los títulos de muchas ciudades y sitios antiguos tienen también sentido etimológico; así, Libia viene de lip, «luto», esto es tierra abandonada con pesar; Atenas, de esthenas, «palabra, verbo», manifestación de la sabiduría eterna, de donde Atenea o Minerva; Atlas de Atta-lash, «padre viejo»; Deiti o Teiti significa «el mar», de donde viene Tetis. Los dogmas de la metempsícosis y las doctrinas frenológicas del doctor Gall eran conocidos de los antiguos pelasgos. Creían, pues, que el espíritu era inmortal, pero que pasaba de cuerpo en cuerpo, y al pasar perdía la memoria; de lo que de sus pasadas existencias recordaba, provenían los sueños; las ideas innatas eran las que, no borradas, aparecían en la nueva vida, y la impresión que el espíritu hacía en la materia producían la configuración frenológica del individuo. La locura era una reminiscencia incompleta de las pasadas existencias, que nos hacia olvidar lo presente y vivir en el tiempo que fue; así, si un loco se creía rey, según la doctrina pelasga, se recordaba de cuando lo era. No creían en infierno ni en gloria y su principal dios era Mira-el-Bien, divinidad benévola y enemiga de castigos. Después que se adulteró un poco esta sabia religión, los egipcios introdujeron el juicio de los muertos y los temores de los castigos de la otra vida. Creo que es muy antigua la creencia de una falta original del hombre unida a la metempsícosis, pues se ha hallado en Sicilia una inscripción fúnebre eólicopelasga, que traducida dice así: «Ya en grave pena de la execración, es diario lo establecido. Ya lo establecido es diario. Marchemos, pues, a trabajar en la serie fatal por a ella parte que debemos marchar».

Pero dejemos ya a un lado este asunto, demasiado elevado para tratarlo de mogollón, y seguiré refiriendo mis peregrinaciones, que por ahora se reducen en el Museo a otra sola habitación llamada de los objetos preciosos, porque ostenta en sus escaparates muchos vasos de plata y oro, divinamente trabajados, y hallados en Pompeya y Herculano, anillos, estatuitas, zarcillos, brazaletes, alfileres para el pecho y broches para sujetar las clámides. Entre lo más extraordinario que allí hay, son de admirar algunos galones de oro, perfectamente conservados, muy finos y bien tejidos, y que no se han podido quemar por estar tejidos con oro puro, y sin seda, como en el día. Dos sábanas de amianto y ropas de otras telas, pero chamuscadas; almendras, trigo, harina, higos, dos panes, un pedazo de pastel, dátiles y otras varias cosas que abren el apetito al verlas petrificadas, pero conservando su forma. Hay, además, una soberbia colección de camafeos en toda clase de piedras preciosas y de un trabajo bellísimo. Pero lo mejor y más rico de todo, y que sin duda es una alhaja inapreciable, que vale tanto como el Museo junto con Nápoles mismo, es la taza de ágata-ónice hallada en el sepulcro de Adriano en Roma. Una piedra de tal magnitud parece imposible que exista, y más aún trabajada en figura de taza, como una ensaladera de forma elegantísima. Por un lado tiene, en gran relieve, la cabeza de Medusa, y en la otra parte del fondo de la taza, que es plano, otro relieve de un grupo de varias figuras representando la Apoteosis de Tolomeo. Este primor tan costoso está encerrado en una urna de cristal y sostenido en el aire para que se vea y no se toque.

No te hablaré de los paseos que he dado en torno de Posílipo y de la multitud de hermosos jardines y palacios que por allí hay. Creo que ya basta por hoy.

Adiós, Alonso. Créeme tu buen hermano,

Juan.

Y dales memorias a todos.

Se me olvidaba decir que todos los salones del Museo están enlosados con los mosaicos de piedra hallados en Pompeya.




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Nápoles, 7 de julio de 1847.

Querida mamá mía: Sigo bien y he hecho ya los suficientes adelantos en el italiano para hacerme entender de la gente, aunque en esta tierra sucede como en casi toda Europa, que en sabiendo francés, más no se necesita, pues todo el mundo lo habla, hasta Céfiro y los mozos de café. En las tiendas no hay hortera que no se haga bien entender en dicho idioma, y muchos hasta son franceses; sólo el turco, que tiene un riquísimo almacén de pipas, de chales de Persia, gorros de Turquía y otros muchísimos primores, no lo habla, y en cambio, con gran admiración mía, conociendo que yo era español, porque cuando me dijo que en su tienda no se fumaba, se me escapó cierta interjección de nuestra tierra, me comenzó a hablar en castellano con muchísima facilidad y me enseñó, muy amable, los más ricos objetos de su tienda, aunque yo no compré más que una docena de cigarros, riquísimos, pero carísimos.

En pos de los objetos de este almacén, de los trabajos de coral, lava y medallas antiguas, se me van los ojos y quisiera comprar muchas cosas si tuviera dinero y proporción para enviarlas a mis hermanos. No se puede usted figurar qué bellísimos brazaletes de coral y de lava hay, y qué baratos en proporción de su mérito y trabajo. Yo he comprado una calavera de lava divinamente hecha, por medio duro, montada para la corbata en un alfiler de oro.

Todos los días me baño con el duque de Fernandina (hijo de Villafranca), Scláfani, La Romana y los otros agregados, compañeros que todos nadan, unos mal, como yo, y otros muy bien, como Fernandina. Los baños de mar están frente de casa, y aquí se reúnen los nadadores.

No recuerdo si le he dicho a usted que han venido dos nuevos agregados, a saber: el sobrino del duque, mi jefe, e hijo de Arana, introductor de embajadores, y el sobrino de Martínez de la Rosa, que es horriblemente feo, y, aunque Aranita tampoco es ninguna preciosidad, parece, a su lado, un Adonis. En cuanto a genio y talentos diplomáticos, vienen los dos en el mismo grado que Metternich. Con esta nueva gente no tengo necesidad de acompañar tan a menudo al duque, y muchas tardes me quedo en casa y me pongo en el balcón del marquesito de Mora desde donde vemos la gente que se pasea: en la Villa los de a pie y por Chiaia los en coche.

Es extraordinario el número de carruajes que por aquí se pasean, y el día de San Pedro tuve la curiosidad de contar todos los que pasaban hacia abajo en el corto espacio que en dar una vuelta entera emplea el charc-à-bancs de un condesito que siempre va muy deprisa, y conté trescientos cincuenta y siete, que sin duda serían, cuando más, la mitad de los coches que había en el paseo, los que se puede presumir que no bajarán de ochocientos, pues la velocidad del charc-à-bancs sin duda era doble a la ordinaria, y, por consecuencia, adelantaba a los otros coches.

El 2 del presente fui a Caserta con los nuevos attachés y vimos el palacio construido por Carlos III, que es magnífico: íbamos a ver los jardines, pero empezó a diluviar y no fue posible; esperamos a que pasara el convoy, y cuando nos volvíamos se despejó el cielo, pero ya no era cosa de volver, y hemos dejado para otro día nuestra turista excursión. Salimos de Nápoles a las doce; a la una estábamos en Caserta, que está a siete leguas; estuvimos allí hasta las tres y media viendo el teatro, la iglesia y los salones del palacio, y a las cuatro y veinte minutos estábamos sentados a la mesa, después de un viaje de catorce leguas, como si dijéramos, después de haber ido de Granada a Doña Mencía. El gasto es menos de doce reales de ida y vuelta, en los coches más lujosos.

El país que atravesamos, y que, asomado a la ventanilla, fui viendo todo, es bello, fértil y bien cultivado, y lleno de quintas y poblaciones. Toda la tierra está cubierta de olmos y álamos negros, a cuyos pies se enlazan las parras que de uno en otro árbol cuelgan formando festones. Además, el terreno está sembrado de maíz y de cáñamo, puesto que ya se ha recogido el trigo, y estas tierras son tan buenas que se siembran siempre dos veces al año, y no por eso son de riego. No lo necesitan, como bien se ve por lo que digo. Cómo diablo se componen los habitantes de esta tierra para tener en un mismo suelo olmos, álamos, parras, flores y dos cosechas anuales, es lo que no me sé explicar; pero ello es que es efectivo, y que no se puede usted figurar qué efecto tan bonito hace el ver segar el trigo debajo de aquellas inmensas guirnaldas de fresca verdura. Nada de esto es poético, sino muy positivo y, una de dos, o este terreno es de otra naturaleza, superior a la del de España, o la agricultura está aquí mucho más adelantada, pues una vegetación tan asombrosa ni en los mejores sitios de esa vega, ni en Aranjuez, ni en la huerta de Valencia la he hallado.

Entre los pueblos por donde pasamos hay uno muy notable, por haber nacido en él (según tradición antigua) el ingenioso Paolo Chinelli, que se cuenta que vivió allá, en el siglo XIII, durante la dominación angorina, y que, por su agudísimo ingenio y graciosas travesuras se hizo tan célebre, que en el día se ha convertido en tipo y expresión vulgar su nombre, que se da a los graciosos de los teatros y de las pantomimas, dando origen a los famosos polichinelas de Nápoles. El pueblo se llama Acerra.

Mi cuento de Cide-Yahye se lo he leído al duque y a la duquesa de Bivona, que lo han celebrado mucho.

La tertulia de esta señora se ha dividido en dos, porque su cuñada se la quiere quitar, y unos se han ido con la una y otros con la otra señora; yo he preferido a la duquesa, pero voy, como es natural, a la otra tertulia, aunque sólo para cumplir.

Cómo soy tan corto de vista, juzgué bonita a la Sonora; pero ya que la he considerado por más espacio, me decidí por hallarla fea más bien.

Estoy aburridísimo, a pesar de todas estas curiosidades que veo por aquí. Dios sabe cuánto tiempo estaré hecho un tonto, sin cobrar sueldo, cuando compañeros que no han seguido carrera ninguna, no saben nada, lo tienen. Además, no he recibido carta de ésa, ni sé si ustedes habrán recibido las mías, y esto es muy enojoso.

Adiós, mamá mía; expresiones a todos y créame usted su amante hijo,

Juan.




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Nápoles, 21 de marzo de 1848.

Querida madre mía: Recibí hace días una carta de papá, fecha 7 del pasado, en que me dice está bueno, pero apurado como siempre; después he recibido otra de usted, fecha del 28 del mismo mes, por la que veo con gusto su buena salud y la de mis hermanos Sofía y Alonso, y siento tanto que Ramona esté tan endeble y desmejorada.

Sabía yo que mi padre había sido nombrado comandante de Marina de Puerto Rico, y algunos marinos de la corbeta Villa de Bilbao me habían dicho ser excelente y lucrativo el tal empleo; pero si no es así, como del contenido de la carta de usted deduzco, hará bien papá en renunciar, aunque lo jubilen, pues así como no habría de ir para enriquecerse robando, tampoco debe exponerse a incomodarse en hacer tan largo viaje, y en abandonar sus bienes para no ganar nada.

Este país sigue en el mismo estado y los sicilianos no quieren acomodarse por más concesiones que el rey les hace.

Los Vaillant son muy buenos muchachos, y lo mismo Fernando Neulant, otro joven madrileño que viene con ellos. Los he acompañado a ver el Museo y otras curiosidades, y, por último, he hecho con ellos un viaje divertidísimo, que voy a referir a usted, por ser muy interesante.

Salimos el 17, a las doce del día, por el camino de hierro, y fuimos a Nocera, antiquísima ciudad que estará a seis leguas distante de Nápoles y en un hermosísimo valle justamente en el arranque de la lengua de tierra donde, de la parte de acá, están situadas Sorrento, Massa y Castellamare. Tomamos un carruaje en Nocera y fuimos a Cava, que es uno de los pueblos más fértiles y hermosos del reino. En dicho pueblo y en otro carruaje, hicimos una excursión al convento de benedictinos, que es muy curioso por las antigüedades que encierra y por el archivo en particular, donde nos enseñaron los más antiguos y curiosos manuscritos de la Edad Media, rico tesoro para sabios, y que yo no puedo describir por haberlos visto muy a la ligera y ser poco fuerte en diplomática. En este monasterio nos encontramos un monje español, que nos enseñó las curiosidades y cuadros más notables. Volvimos a Cava, donde cenamos, fumamos, jugamos al tresillo y dormimos aquella noche en una bonísima posada.

A las seis de la mañana siguiente salimos en otro coche, y, atravesando por Vetri y otros lugares deliciosos y llenos de recuerdos históricos, y dejando atrás a Salerno, a Éboli a la izquierda, y pasando en una barca el antiguo Silaro, en cuyas orillas se elevaba en otro tiempo el templo de Juno Argiva, construido por Jasón y los Argonautas, llegamos a aquellos en otro tiempo prados floridos de que hablan los poetas griegos y latinos, zarzales y lagunas ahora, donde se alzaba la ciudad de Pesidonia o Pestum, célebre por sus vergeles, que encomia Virgilio, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, que perteneció a los sibaritas, después a los tarentinos, y, por último, a los romanos. Fue esta ciudad destruida por los sarracenos el año 800 y tantos, y desde entonces es aquel sitio un lugar como de mal agüero, enfermizo y deshabitado. Imponentes restos atestiguan la grandeza de la arruinada ciudad, y son uno de los más notables de Italia, y el templo de Neptuno es el más antiguo y bien conservado de Europa, sin duda anterior al Partenón y a todos los monumentos helénicos, pues es dórico primitivo de los originarios pelasgos acaso edificado. Herodoto habla de esta ciudad como muy civilizada en su tiempo, y refiere que en la primera expedición que a Enotria hicieron los foceos, se sirvieron para fundar Hiala de un arquitecto posidonio. Pestum está muy cercana al mar y al norte del promontorio Enipeo, que descubríamos muy vecino. Desde este promontorio la sirena Leucosia, desesperada de no haber podido encantar al prudente Ulises, se precipitó en el mar con sus compañeras. Parténope, la más hermosa de las sirenas, fue transportada por las olas a las playas de Nápoles, pero Leuconia quedó allí, sepultada, dando desde entonces nuevo nombre al cabo. Este célebre promontorio nos cubría al no menos famoso de Palinuro, aquel pobre piloto de Eneas que se cayó al mar y pereció en aquel sitio. Hiala, ciudad de que he hablado ya, estaba también muy cerca de Pestum, y en el día hay un pueblecillo en su lugar, habitado por gente rústica, que estará muy ignorante de que su patria fue también la de Zenón, Parménides y Leucipo, jefes los primeros de la escuela itálica y los tres, distinguidísimos filósofos.

Empleamos en ver los templos de Pestum, que son tres: el de Neptuno, el de Ceres y la Basílica, hora y media lo menos, aunque yo hubiera estado mucho más, y vimos también los muros de la ciudad, que son romanos al parecer, y desde luego, más modernos que los templos. Por algunos lados tienen los muros veinticuatro pies de espesor, y son sólidos como ellos solos, Una de las puertas se conserva entera y es un arco soberbio. La ciudad era bastante grande. No hago la descripción de los templos por no ser extenso y por miedo, además, de no decir lo que puede hacer comprender su belleza y magnificencia.

Por el mismo camino volvimos a Salerno, donde dormimos aquella noche.

A la mañana siguiente, día de San José, nos levantamos a las cinco y fuimos a oír misa a la catedral, edificada en el siglo VII y reconstruida en el XI por Roberto Guiscard, hoy encalada por orden de los señores canónigos, que así la juzgan más bonita. Después de oír misa, bajamos a la hermosa capilla subterránea, donde pretenden está el cuerpo del evangelista San Mateo. En la iglesia hay muchas cosas notables, como el sepulcro de Margarita de Anjou; pero lo que más llama la atención es la tumba de San Gregorio, que allí murió después de tantas desgracias y tantos triunfos, diciendo al expirar: Dilexi justitiam et odi2 iniquitatem; propterea3 morior in exilio. Dios quiera que a este nuevo Gregorio VII que ahora tenemos no le suceda lo mismo, a pesar de que sea Carlos Alberto su Roberto Guiscard.

En Salerno tomamos una lancha con cuatro robustos remeros, y, después de tres horas y media de navegación, costeando el golfo de Salerno, llegamos a Amalfi, no sin haber admirado al pasar la risueña costa coronada de jardines y de pueblecillos que tapizan y adornan sus empinadas rocas, y distinguiendo más lejos el promontorio de Minerva, donde Ulises erigió un templo a esta diosa, que le protegía en sus viajes y las montañas azules de la isla de Capri, antiguamente Sirenusa, por habitar en ella las sirenas, atrayendo con sus cantos y haciendo naufragar a los viajeros, para evitar lo cual el hijo de Laertes tapó con cera los oídos de sus compañeros, y él mismo, según el consejo de Circe, se ató al palo de su bajel.

En Amalfi almorzamos riquísimos macarrones con manteca de vaca y pescado frito y vino de la falda del Vesubio, y enseguida visitamos la vetusta catedral, que es preciosa, y admiramos las magníficas columnas de pórfido, que en tiempo de la República fueron traídas de Constantinopla. Vimos, además, muchas ruinas que recuerdan la pasada grandeza de aquella rica rival de Venecia, donde en 1137 se descubrieron las Pandectas, en 1020 se dio nacimiento a la ilustre orden de los Caballeros de Malta y donde Flavio Gioja inventó la brújula.

Sin descansar nada, y después de visto cuanto había que ver, caballeros en burros, salimos de la ex República, y, pasando por la vecina aldehuela patria de Masaniello, por Majori y Minori, pintorescos pueblecitos a la orilla del mar, nos internamos en el fructífero y risueño valle de Tramonti, uno de los lugares más selváticamente hermosos que pueden darse. De la frondosidad de aquellos bosques, enlazados con festones de vid, de las preciosas casas de campo, de los arroyuelos, torrentes y cascadas que vimos durante nuestro viaje, no es fácil hacer ponderación. Llegamos al fin, siempre subiendo, al castillo de Chiuso, colocado en la cima de las montañas aquellas, desde el cual se descubre ya Nápoles, Porticci, el Vesubio, Ischia, el Cabo Miseno, en que el famoso trompetero de Eneas murió, dándole su nombre, y Baia y Pozzouli, y el mar y la llanura llena de fértiles jardines y de pueblos.

Bajamos desde allí, a pie, por una cuesta escarpadísima, y luego que nos vimos en lo llano, montamos en los borricos y en un galope nos pusimos en Pagani, población un poco más acá de Nocera, donde tomamos el camino de hierro para volver a Nápoles, después de haber visto cosas tan notables, y algunas que tienen particular interés para los españoles, como el sepulcro del mágico Bayalarde, que está en la catedral de Salerno. Este personaje, que hace mucho papel en nuestras comedias de magia, es histórico.

Usted sabrá cómo allá, en los siglos medios, cuando después de tanto trastorno toda la civilización antigua había casi desaparecido, fue en los conventos donde se conservó, separada del mundo bárbaro y entregado a las guerras, para volver a aparecer al llegarle su hora. Así como en los tiempos más antiguos, después que los celtas y otros pueblos semisalvajes con sus irrupciones destruyeron la civilización pelasga, ésta se refugió en el santuario y fue custodiada por los sacerdotes y velada por los misterios, hasta que el mundo se halló maduro para sacarla de allí y difundirla entre los legos; por lo que se ve en las historias cómo Pitágoras, Platón y otros filósofos consultaban a los coribantes y cómo Orfeo se inició en los misterios egipcios. Así, los monjes benedictinos fueron los más sabios conservadores y los más útiles insinuadores de la Edad Media, distinguiéndose mucho del monasterio de la Cava. Por influjo y con ayuda de la ciencia de éstos, se fundó en Salerno la Universidad y la famosa Escuela de Medicina, la más ilustre de aquellos siglos en el mundo; de modo que llegó a ser Salerno el emporio de los conocimientos físicos, y ya, no contentos con esto, hubo algunos ambiciosos que se dieron a la magia para obrar prodigios y descubrir las más incógnitas verdades. Uno de éstos, y el de más nombradía, fue el famoso Pedro Bayalarde, cuya tumba está en una capilla de la catedral, donde se venera una vieja imagen bizantina de un Cristo crucificado, ya negra enteramente, y donde hay, para instrucción de los fieles y honor de la devota imagen, una leyenda que, después de varios preámbulos, dice, sobre poco más o menos, que por los años de 1145 el sabio Bayalarius o Bayalarde gozaba en Salerno de una reputación grandísima y tenía varios discípulos a quienes enseñaba las ciencias ocultas, en las que era muy versado. Sucedió, pues, que cuando ya Pedro Bayalarde empezaba a arrepentirse de sus malas costumbres y diabólicos estudios, estuvieron sus nietos un día jugando en su biblioteca con algunos volúmenes, cuando casualmente invocaron el nombre de Dios. Al oír esto, los demonios que entre los libros estaban escondidos salieron con tal prisa, dando tal olor a azufre y haciendo tanto estruendo que los dos muchachos murieron de terror. El mago acudió al ruido, y su mujer también, y quedaron contristadísimos, como es de suponer. De resultas de lo cual, madame Bayalarde murió, y su marido, lleno de contrición, se fue a la iglesia a pedir perdón al Cristo de que hemos hablado. Tres días y tres noches consecutivas estuvo el mago a los pies de la imagen, de rodillas, rezando y pidiendo perdón de sus culpas, con llanto y golpes de pecho. Por último, el Señor, apiadado al cabo de les tres días, al decir Bayalarde: «Perdonadme», inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y enseguida el pecador expiró. Su cuerpo está sepultado con el de su mujer, y el santo crucifijo conserva aún la cabeza inclinada, y que se destaca del cuadro.

Nuestro viaje nos ha costado a cada uno ocho duros con comidas, camas, cuartos, etc. En España no se hubiera hecho con treinta.

Adiós, mamá mía; créame usted su amante hijo,

Juan.

Expresiones a todos.




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Madrid, 1 de diciembre de 1849.

Querido padre mío: Sigo convencido de la necesidad que tengo de buscarme un modo de vivir honradamente, y no creo de mi deber volver a ésa y vivir siempre a costa de mi familia. Si dentro de un mes no consigo colocación, dejaré de atormentar a los ministros pidiéndosela y me ingeniaré como pueda. Usted no se apure por mí; si no puede enviarme cincuenta, envíeme cuarenta o treinta duros, y yo me retiraré a vivir aunque sea en una buhardilla; pero de ningún modo voy por ahí, si no es a hacer a usted una visita, y esto cuando lo pueda hacer sin el temor de no tener después dinero para volver aquí.

Mi amor propio está comprometido, y debo ser algo o reventar. Es verdad que padezco mucho, y a veces me desaliento tanto que me creo completamente tonto e incapaz y me dan ganas de morirme.

Voy a retirarme del bullicio y a estudiar. Iré sólo al Ateneo, donde se leen los periódicos y se ve a los hombres de letras del país.

Aquí nadie hace caso de los pobres y desvalidos. El chiquillo de Teresa no ha venido a verme; el marqués de Bedmar tampoco. No he ido aún a ver a la Montijo, que no sé cómo me recibirá; pero sin duda, fríamente. Gabriel Enríquez, orgulloso con los doce mil reales que tiene de sueldo y el ser oficial del Ministerio de la Gobernación, se da tanto tono conmigo porque sabe mi estado. Galiano es quien me trata con cariño y hace aprecio de mí, pero el pobre no puede nada. Debo hacer una visita a Serrano, que dice mi madre que se interesará mucho por mí. Allá veremos.

Le juro a usted que gastaré lo menos que pueda, y, sobre todo, usted no tiene obligación de enviarme nada, si no quiere; treinta o cuarenta duros que me envíe es un exceso de generosidad. Estoy avergonzado de mi inutilidad y falta de talento, y paso ahora los días más amargos de mi vida. ¡Qué horrible pintura me ha hecho mi madre de la situación de casa!

Busco en mí fuerzas para resistir la adversidad y luchar para subir, porque estoy convencido de que es preciso luchar, y a veces no las hallo: tan desalentado y acobardado estoy. Hasta aquí he sido un loco sin previsión ni fundamento, pero procuraré corregirme. Estudiaré, y estudiaré mucho, porque creo que hay fuerzas en mí para no ser del todo inútil.

Anoche oí a Galiano explicar en el Ateneo la historia del siglo pasado. Un inmenso auditorio lo circundaba; Estuvo felicísimo. ¡Qué memoria, que grandilocuencia y qué facilidad! No ha perdido nada, a pesar de los años. Es el primer talento de España. Y, sin embargo, está miserable y aburrido y postergado.

Adiós, padre mío querido; perdone usted a su pobre hijo,

Juan.

He estado por segunda vez en casa del marqués de Bedmar y le he encontrado. Me recibió amabilísimo; me ha hecho mil ofrecimientos; me ha convidado a comer todos los días, cuando acabe de arreglar su casa, en la que está haciendo obra, y me ha dicho que le cuente la vida que hace su mujer en Nápoles. Si está más gorda o más flaca, si se divierte o se fastidia, si tiene ya ganas de venir por aquí, si su hijo está muy bonito, etc., etc., etc.

La amistad de este señor creo que puede serme utilísima, y la cultivaré.

Con mi tío Agustín he tenido largas conferencias, de que él hablará a usted, si le escribe.




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Madrid, 22 de enero de 1850.

Querida madre mía: Veo con gusto, por su carta de usted del 14, que está buena; yo también lo estoy, y, a pesar de los pesares y de la penuria, asaz divertido.

Anteanoche tuvimos un bailecito en casa de la Montijo, y estuvo en él Malvinita, la Culebrosa. Culebreé mucho con ella y con otras, y me entretuve bastante. Uno de mis rivales con Malvinita es Bedmar, que le decía que estaba desesperado de quererla tanto y deseando se permita la bigamia para darle su blanca mano. La niña se reía mucho de todo esto. Yo le he prometido llevarla a Nápoles, sin hacerle nada por el camino que ofenda su honestidad, y ella dice que vendrá conmigo luego que se me acabe la licencia, que será pronto.

Anoche hubo otro baile en casa de Pérez Seoane, donde también estuvo Malvinita.

En casa de Montijo vino a hablarme el barón del Solar de Espinosa. Estuvo amabilísimo conmigo. Hanme dicho que fue grande apasionado de mi hermana Sofía.

Los versos a Colón han gustado mucho a todos los literatos.

Ahora estudio con ansiedad Economía política, leo los periódicos y me ocupo de política palpitante, esperando que me nombren diputado para armar ruido, o que se me proporcione el escribir en un diario de mis gustos y opiniones. Serrano sigue tan amable conmigo, y yo lo estoy con él, aunque convencido de que admitir un empleo de este Gobierno es suicidarme antes de nacer, y suicidarme por ocho o diez mil reales, que es lo que más puedo pillar, si los pillo.

Siento infinito el malestar de Ramona y la enfermedad de su hijo. ¡Dios quiera sacarle con bien de ella!

Diga usted a Alonso que no he hallado la Galvanoplástica, pero que dentro de pocos días me la traerán de París y se la mandaré.

Este país es un presidio rebelado. Hay poca instrucción y menos moralidad; pero no falta ingenio natural y sobra desvergüenza y audacia. Para ser algo es fuerza arrojarse con fe en este mar y salir adelante o ahogarse en él. Todo lo que sea andarse con pretensiones y empeños es perder el tiempo. Es preciso saber esperar y esperar dándonos tono. Así han hecho fortuna Sartorius, Tassara y otros mil. Gabriel Enríquez, con toda su vanidad, será siempre muy poca cosa. Es poco elocuente, no muy docto, aunque esto es lo que menos falta hace, y tan chico y feo que él mismo se tiene vergüenza.

Adiós, madre mía; créame usted su amante hijo,

Juan.




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Madrid, 31 de enero de 1850.

Querida madre mía: Recibí anteayer su última carta de usted y la dolorosa nueva de la muerte de mi sobrino. Siento en el alma el gran disgusto de sus padres.

Yo sigo bien de salud, y creo haber ya dicho a usted que estuve, presentado por don Javier Istúriz, en el famoso baile del señor duque de Frías. Anoche tuvimos otro, magnífico, en casa de Montijo, y en él reunidas todas las aristocracias de la corte. Entre las personas con quienes hablé y que hallé allí, debo nombrar a la señora condesa de Humanes, que me dijo que fuera a verla, que los señores de su casa no habían venido a la mía por no saber dónde era, y otros mil cumplimientos; a la condesita de C***, mi ex adorada Paulina, que me recordó los tiempos felices de nuestros amores, me confió, suspirando, que era muy infeliz porque no se había casado por amor y porque su marido era celoso como un tigre, y me asombró desagradablemente con su monstruosa y precoz obesidad; y el conde de Cerbellón, que conocí y traté mucho en Nápoles y en Roma, y cuya hija, si bien bastante fea, es la más rica e ilustre heredera de Madrid, duquesa de Fernán Núñez y otras hierbas. Con ésta bailé una contradanza, que es lo único que yo bailo; otra con la de Brunetti, y la tercera con la divina Culebrosa, a quien paseé mucho del brazo y dije chicoleos. Bedmar sigue siendo mi rival, y como me llamase, al mirarme tan serio, la sombra de Nino, yo le he dicho que es la sombra de Lovelace, y nada más.

Muchas memorias para usted, y los hermanos me dieron la de Riomolino, las Noblejas y no recuerdo quién más.

Serrano, que es el hombre más decidido en mi favor que darse puede, me presentó a Narváez y a Sartorius, haciendo mil elogios de mí, y ambos señores me acogieron muy bien. Don Ramón, después, paseando yo del brazo con Malvinita, nos detuvo y le aconsejó a ésta que me marease, y ella respondió que yo era muy fuerte de cabeza y que no me mareaba por nada. Lo que negué, asegurando al jefe del Poder ejecutivo que estaba yo perdido completamente con el mareo que da la Culebrosa.

También en este baile volví a entablar relaciones con el ilustre Zaragoza, y nos hablamos por vez primera Tassara y yo. De las damas, la que más me gustó fue la Weis-Weiler, que no trato, pero ya haré que me presenten, y de las señoritas, una hija de la reina madre, que creo se llama Amparo, y la Fernanda Palacios. No trato a la primera, pero sí a la segunda, que imagino, aunque parezca fatuidad, que no me mira con malos ojos, y es muy recatada, rica y discreta.

De todo esto y de mil cosas más preveo, querida madre mía, que si llega un día en que tenga yo algún dinero y tranquilidad de espíritu para echarla de hombre alegre y decidor, y sobre todo, si consigo de este modo o del otro, con tal que sea de buena ley, que mi nombre suene en los cantos de la fama, me tengo de divertir mucho en Madrid. El mundo, al fin, no es una cosa tan mala. Lo que me fastidia aquí, y más que todo cuando me veo sin dinero, es la aridez y el tristísimo aspecto de estos campos, que no dan sino desconsuelo al corazón. Entonces recuerdo a Nápoles, sus jardines, sus montañas pintorescas, el Vesubio, Posílipo coronado de flores, el golfo de las Sirenas y la animación de aquel populacho tan poético; y, al recordar todas estas cosas, recuerdo otras aún de mayor dolor al alma que las perdió para siempre. Me arrepiento entonces de haber dejado a Italia, y daría quién sabe cuánto por volverla a ver. Si yo tuviera cien duros míos y no tuviese ambición, me iría a Granada los veranos, y el resto del año a París o a Italia, a vivir pobre, pero libremente, como viven los artistas y los verdaderos poetas, cantando y amando y gozando con el trato de la gente de por allí, de la erudición sin pedantería, del verdadero buen tono y del saber sin pesadez, que desgraciadamente por aquí no se hallan, y menos que en los hombres, en las mujeres.

Adiós, madre mía; créame usted su amante hijo,

Juan.




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Madrid, 8 de febrero de 1850.

Querido padre mío: Perdóneme usted si en estos días no le he escrito sino pocas palabras, pues aunque en realidad nada tengo que hacer, estoy muy ocupado.

Ya creo haber dicho a usted que Serrano me presentó a don Ramón y a Sartorius en el baile que dio la Montijo, y que ambos me acogieron muy bien. Después hemos tenido un baile de máscaras, donde me divertí mucho; otro baile en casa de Montijo; el domingo pasado, comida en casa de la Culebrosa, y ayer otra en casa de Bedmar, en compañía de un pintor francés, de Lafuente, a quien acaban de nombrar fiscal de Hacienda de la Habana, empleo que le valdrá veinticinco mil duros anuales, y de Tassara, el director de El País.

Lafuente, a quien yo llamo Tito Livio, ha cogido tan grande rosca, que no le envidio, porque mi ambición de dinero es muy limitada, y sin límites la de gloria y poder, haciendo la corte a Narváez. Yo pienso hacérsela a Sartorius y también a don Ramón, para que me nombren diputado, y ya verá usted luego cómo soy lo que me dé la gana. Pero es preciso, por el pronto, tener paciencia y no acoquinarse. Tassara, enamorado de mis versos a Colón, que también publicará en El País, me ha ofrecido su amistad y su favor para que Pidal me envíe a París o donde quiera. Todo el mundo me va queriendo bien, y voy cayendo en gracia, por lo que me parece que debo continuar charlando y procurar escribir cosas bonitas, hasta que lleguen a tenerme aún en más alto concepto. Todos estos favores y triunfos míos los cuento a usted porque que es mi padre, que a otro sería necedad el referirlos. Y lo hago también con el intento de demostrar a usted que no me va tan mal en el mundo ni debo quejarme de él, y mucho menos buscar ahora un destinillo de porquería para salir pronto de apuros y matarme para lo por venir. Bedmar tiene de mí la más alta opinión que darse pueda (esto se lo debo a su señora esposa). ¡Qué mujer tan guapa! Y siempre me está elogiando en todas partes.

Hemos arreglado, Baralt y yo, el escribir juntos un drama, y ya tenemos medio forjado el plan. Veremos cómo sale. No se dirá el nombre de los autores hasta que lo aplaudan, si lo aplauden. El principal personaje de él será don Juan I de Aragón, a quien llamaban el Amador de la gentileza, y era una especie de Sardanápalo de buena ley. Ahora voy en busca de mi colaborador para ir a la Biblioteca Nacional a consultar sobre el asunto los Anales de Aragón, de Zurita, y los Comentarios, de Blancas. Es menester cachaza y no desesperarse; si no, no haré nada.

Para entrar en el Colegio de Abogados tengo que dar veinticinco duros; pero buscaré el modo de hacer una trampa y entrar, si es posible, sin que me cueste dinero.

Escriba usted a todos sus amigos de Málaga, a Rando, a Vilches, a Giró, etcétera, para que me nombren diputado en las próximas elecciones. Yo trabajaré aquí con el Buey de Oro, Serrano, Manuel Heredia, si no se ha vuelto a Málaga, etc.

Malvinita está cada día más coqueta. ¡Válgame Dios y qué muchacha tan saladísima y culebrosa! En el baile de máscaras me parece que estuvo haciendo más locuras que siete. Lances me sucedieron allí con un dominó negro, que son dignos de una comedia de Calderón. Bedmar y yo nos disputamos a la del dominó negro, que coqueteó con ambos toda la noche. Yo creo que era Malvina, pero ella lo niega.

En medio de estos bailes y fiestas y teatros, estudio y leo los periódicos. No tengo impaciencia; pero sí firme voluntad de llegar a ser. Si algo me impacienta es la pobreza. Por eso me quiero meter por el pronto a autor dramático. Es el medio más corto de tener cien duros al mes, que es cuanto deseo para vivir holgadamente, y sin tener de continuo que pensar en que se me acaba el dinero, pensamiento que me embaraza y me distrae de cosas más importantes. Imagino que lo que hay más difícil es tener cien duros al mes, que con los cincuenta de casa son ciento cincuenta; después lo demás caerá de su peso. Pero ¿dónde hallar estos cien duros? Este es el gran problema que tengo que resolver; porque digo a usted en verdad que sin estos ciento cincuenta duros no hay tu tía; yo no salto sin ellos, ni me subo al cielo. Y los he de tener no siendo oficinista, sino de un modo independiente.

Pero voy viendo que todas estas reflexiones mías le parecen a usted locuras y presumidos envanecimientos de mi orgullo. Todo puede ser.

He dejado tarjeta a don Ramón y a Sartorius; pero he tenido la absurda distracción de no dejarla a Pidalón. Estas distracciones mías son fatales. Veremos si las enmiendo. Por lo demás, creo que Pidal no lo habrá extrañado, porque es un groserote que no está en la liturgia del buen tono. Lo que tengo curiosidad de ver es si don Ramón me envía una tarjeta o no lo hace, y lo mismo de Sartorius, aunque supongo que no lo harán, porque estos magnates son muy mal criados y vanos y orgullosos hasta lo sumo.

Adiós, padre mío; créame usted su amante hijo,

Juan.




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Madrid, 8 de marzo de 1850.

Querido padre mío: Por su carta del día 2 veo con pesar que lo tiene usted grandísimo por la enfermedad de Ramona, a quien Dios dé mejor salud. La mía es excelente, aunque también los apuros y desgracias de la familia me tienen afligidísimo.

Aprecio en mucho los consejos de usted, y todos los seguiré, si puedo, empezando por el de romper con la Culebrosa, o, por mejor decir, no continuar visitándola y requebrándola, porque hasta ahora no hay entre nosotros nada formal, pues aunque yo cada vez que la veo le hago tres o cuatro declaraciones y ella me da el suspirado sí, en seguidita lo echo a broma, me río, ella se ríe también y nos quedamos como antes estábamos.

De abogacía aún no he hecho nada, ni siquiera inscribirme en el Colegio de Abogados; pero ya lo haré.

Hago esfuerzos grandes para vencer mi esterilidad y aburrimiento y escribir algo; pero, hasta ahora, no he hecho sino fraguar el plan de un drama con Baralt y dejarlo sin hacer, y empezar a escribir una novela titulada Cartas de un pretendiente, que, si sale bien, publicaré en el folletín de un periódico. Veamos qué le parece a usted la descripción que hace el pretendiente del diputado de su lugar:

«Nuestro don Diego, según él mismo supone, alcanza gran favor en la corte y goza de mucho influjo con el Gobierno; pues si bien nunca ha hablado en el Congreso, dicen que es un águila en las secciones, donde luce su agudeza y la infinita suma de conocimientos que ha adquirido, y que son más del caso para gobernar que las varias teorías de la ciencia. Además, siempre vota con el Poder, esto es, consigo mismo, pues él forma parte del Poder. No puedes figurarte qué otro está don Diego desde que es Poder; tiene un empleo muy lucrativo, gracias a sus conocimientos prácticos, y, como es natural, anda tan lechuguino que da gusto verlo, y fuma puros de la Habana legítimos. Ha engordado mucho y tomado cierto aire de autorizada gravedad, que le va a las mil maravillas. Yo no podía creer que fuese aquel mismo individuo que hacía las cuentas y copiaba las cartas de mi padre, y a quien, siendo yo pequeñuelo, solía atormentar tanto, obligándole a que me llevase a cuestas por toda la casa, mientras que yo gritaba: «¡Arre, borrico!» ¡Cómo cambian las cosas de este mundo! Vaya usted ahora a decirle que lo lleve a cuestas, y ya verá. Sería acaso capaz de desafiar a usted, o cuando menos, de acusarle ante los tribunales.»



Estas cartas formarán, si las escribo, una historia, completa, donde habrá amores, desafíos, casamientos, etc.

Hoy como en casa del marqués de Bedmar con Tassara y otros personajes.

Estoy leyendo una difusa, pero magnífica, historia de Inglaterra, desde el reinado de Jacobo II, que ha salido hace poco, y en que el autor pinta admirablemente cómo esta gran nación ha llegado a la cumbre del poder en que ahora se halla.

Aprendo el alemán y repaso el griego. Tengo muchos amigos y nombre de instruido; de modo que si logro vencer mi desidia y cobardía, podré ganar honra y provecho escribiendo. ¡A cuántos que escriben periódicos y libros doy yo lecciones orales en el café y en el Ateneo! Dice tío Agustín que me falta facilidad para hablar y hasta para escribir, y puede que tenga razón, porque estas cosas se aprenden con la práctica, y a mí no me ha sido nunca necesario ejercer ninguna de estas facultades en público. También supone tío Agustín que el saber yo varias lenguas me impide hallar la fórmula para escribir bien y fácilmente en la mía; pero esta observación me parece disparatada, si bien muy matemática. Otro de los consejos que me da es que me deje de filosofías, porque son cavilaciones tontas que a nada conducen sino a entorpecer el entendimiento y amenguar el juicio. Yo, entre tanto, hago lo que mejor me parece, y Dios sobre todo. Creo que mi juicio está cabal y relleno mi entendimiento. ¡Así lo estuviera mi bolsillo!

Memorias a tía Carmen, y usted cuente con el cariño de su amante hijo,

Juan.




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Madrid, 5 de abril de 1850.

Querido padre mío: Veo por su carta de usted del 29 que ha estado enfermo y que está muy afligido con la enfermedad de Ramona, a quien Dios dé mejor salud. La mía es excelente; pero no puedo menos de estar de muy mal humor.

No crea usted que mi orgullo exagerado me hace decir que sé más que muchos que escriben y peroran en la corte, ni que porque yo sepa más que ellos puedo escribir o hablar mejor, pues la erudición es lo de menos cuando falta el ingenio y la gracia, que no se adquieren con el estudio, sino que la misma naturaleza los da, o la facilidad, que sólo con la costumbre puede lograrse. Yo, aun suponiendo que tenga ingenio para ser orador o periodista, ni estoy hecho a hablar ni a escribir para el público, y mi excesivo orgullo me hace ser más tímido de lo que debiera. Necesito trabajar, ensayarme en escribir y adquirir cierta confianza que disipe mi timidez. Ya usted ve en la poesía lírica cómo no soy tímido, y es porque estoy convencido de que mis versos, para quien los entienda, no pueden dejar de ser buenos. Los últimos que he publicado en El País le gustan mucho a Tassara, y otras personas de saber me los han elogiado, entre ellos don Antonio Alcalá Galiano. La idea filosófica de mis versos es que Cristo libertó a la Humanidad de la servidumbre de la Fatalidad y triunfó del Destino, contra el cual, según las religiones antiguas, era un crimen luchar, y por eso los símbolos de Prometeo, que fue tan horriblemente castigado porque robó el fuego del cielo; de Tántalo, y de Edipo, que porque descubrió el enigma fue condenado por el Destino a ser el asesino de su padre, etc., etc. El Cristo muere, y yo creo, al verlo morir, que es una nueva víctima de los Hados; pero resucita, da libertad al mundo y pone la Providencia encima del Destino y el libre albedrío del hombre sobre la suerte fatídica. Esto he querido decir y crea que está bien claro en los versos; sin embargo, hay muchos que no lo entienden. ¿Cree usted que sea oscuridad mía o ignorancia de ellos? Dígame usted si no ha entendido en los versos lo mismo que digo yo ahora, aunque mejor explicado allí que aquí.

En cuanto a lo que usted me dice de que espera me nombren agregado en París, no estoy de acuerdo, porque espero poquísimo, aunque lo deseo por varias razones: primera, porque en París podré escribir y estudiar mucho, sin los ahogos pecuniarios que aquí ir acosan y sin ser a usted gravoso; segunda, porque el ser agregado con sueldo no quita que sea diputado, periodista, poeta y cuanto quiera y pueda, y tercera, porque la Muerta está en París.

Dice usted que cuando estoy enamorado no me ocupo de nada; pero no tiene usted razón. En Nápoles no he escrito por otros mil motivos que ahora conozco lo vanos que eran; pero lo poco o mucho que allí he trabajado ha sido por amor. He compuesto algunos versos a la señora y he estudiado griego por ella, y esto tengo que agradecerle. Además, esta dama me da, sobre poco más o menos, los mismos consejos que usted, y cuando escribe cartas parece una doctora in utroque.

Ejemplo:

Votre dernière lettre est charmante; elle est pleine d'humeur et de finesse, de moquerie légère et spirituelle, et je commence à avoir une singulière peur de votre malice; je vous assure que vous m'avez bien fait rire. Je regrette seulement que vous n'employez pas ce talent d'écrire que vous avez évidemment à des choses plus importantes, aussi bien qu'à des lettres familières et sans prétentions. Travaillez, je vous en prie, ne vous laissez pas aller à cette paresse meurtrière que je vous ai souvent tant entendu blâmer chez d'autres. Choisissez une route et suivez-la avez constance, ou plutôt suivez celle qui naturellement se présente à vous, celle vers laquelle vos goûts et votre nature vous portent, celle des lettres, pour laquelle vous avez une vocation trop véritable pour qu'il vous soît permis de la négliger. Vous avez et l'ailleurs de l'ambition; pour la rendre légitime il faut le travail et l'assiduité; pour justifier ce désir d'approbation il faut savoir le mériter...



¿Qué tal el párrafo? La carta mía que elogia tanto estaba escrita en francés; figúrese usted qué no seré yo capaz de hacer en español, si hemos de creer a lo que dice la Muerta.

Ayer comí con la famosa y castísima marquesa de V***, que me confió mucha parte de la historia de sus amores con don Paquito.

Sigo yendo por las noches a casa de la Culebrosa, pero no tan a menudo como antes. Mi tertulia más ordinaria en todos los sentidos es el café del Príncipe, o de los literatos. ¡Válgame Dios, y qué discusiones y disputas se arman allí, y cómo murmuran los unos de los otros! Hay seis o siete pandillas enemigas, y ninguno puede ver a los demás. En aquel recinto, favorecido por los poetas y grato a las musas, reina la mayor franqueza y españolismo, esto es, el más exquisito mal tono y la peor educación posible.

El tío Agustín, tan rabioso como siempre y más aburrido y melancólico que yo, que es cuanto puede decirse.

Me han hecho socio de una Academia de jóvenes que se dedican a hacer discursos sobre varios asuntos para llegar a ser oradores. Creo que tendré yo también que discurrir en el seno de aquel Congreso en miniatura. Todavía no he asistido más que a una sesión, en que se dijeron cosas soberbias sobre la familia y su influencia en el estado civil y político de los pueblos.

Ya le hablaré a usted de todo esto en mis cartas futuras.

Entre tanto, créame su amante hijo,

Juan.




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Madrid, 7 de abril de 1850.

Veo con placer, por su carta del 12, querido padre mío, que está usted bueno y contento con la mejoría de Ramona. Yo sigo bien y deseando me den la rosca de París para no gastarle a usted tanto dinero y vivir con menos estrechez.

Anoche, en casa de la Culebrosa, me dijo su tío Cueto, jefe de Sección en el ministerio de Estado, que Pidal estaba muy bien dispuesto en favor mío, y que él le había hablado para que me enviasen a París, lo que hará su excelencia acaso, aunque Narváez no le ha hablado todavía por mí, como prometió a Serrano. Yo pienso escribir a éste diciéndoselo y suplicándole que escriba al Ban de Loja recordándole su promesa. Don Javier Istúriz creo que irá a Londres, y si va y no me envían a París, es de esperar me pida por su agregado.

Tengo también alguna esperanza de que me nombren diputado, porque mi hermano trabaja sin descanso con este objeto en Málaga.

Me alegro haya usted entendido mis versos sin necesidad de comentarios, pues esto prueba que no son un enigma sino para los tontos.

Acaba de entrar a verme un tal Severiano Arias, amigo de mi hermano, y que tiene grande influencia en Málaga entre cierta gente con la que cuenta mi hermano para la elección. Tengo que hacerme el amable con él, y no puedo ser más extenso.

Memorias al Sumo Pontífice, y usted créame su amante hijo,

Juan.




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Madrid, 19 de abril de 1850.

Querido padre mío: Escrita se quedó la adjunta carta; pero olvidé ponerla en el correo de anteayer. Ahora escribo de nuevo, aunque sin ninguna de usted a que contestar, ni nada que decir que sea digno de ello, para que vea usted que no le olvido.

Sigo escribiendo una novela en prosa, y no creo que sale mal. Además, quisiera publicar, el 2 de mayo, algunos versos patrióticos, que, ya que no me den dinero, pudieran darme nombre; pero hasta ahora, aunque el plan de la composición lo tengo en la cabeza, no hallo modo de formularlo, por más vueltas que le doy. Esta esterilidad mía me desespera. Cada día es mayor mi deseo de que me envíen a París, de irme a Andalucía o de que venga por aquí mi familia.

Adiós; créame usted su amante hijo,

Juan.

Vuelvo a escribirle a usted para decirle que salí a dar lección de alemán, y, volviendo de haberla dado, pasé por la Puerta del Sol, donde supe una gran noticia que voy a poner en su conocimiento, pues trae alborotado a todo Madrid.

La reina quiso ayer reconciliar a su esposo con el Ban de Loja, y al efecto preparó y dispuso una entrevista de los dos; pero, en vez de ponerse de acuerdo, parece que su majestad se incomodó atrozmente con el duque de Valencia y le dijo cosas muy duras, y que, por último, determinó abandonar la ingrata corte e irse no sé adónde. La reina dio enseguida orden para que no le dejasen salir de su habitación y ésta fue rodeada de alabarderos, y aún lo está hoy, mientras que por toda la heroica villa no se habla de otra cosa sino de que el rey está preso, y cada uno comenta y glosa a su modo la historia; pero nadie puede calcular en qué vendrá a parar tan enorme escándalo.

Los periódicos que hablen de este asunto serán probablemente recogidos; de modo que nada se sabrá sino por las cartas particulares, si también no las recogen.




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Madrid, 22 de abril de 1850.

Querido padre mío: Veo con gusto, por su carta del 16, que está usted bueno. Yo también lo estoy, y trabajando como un negro, no para adquirir dinero, sino estoicismo con que soportar el no tenerlo, pues mientras esto no consiga, no podré dedicarme en calma a nada. Pero ¡válgame Dios, y cuántas dificultades debo vencer! Empezando por las que nacen de mi propio carácter y de mi situación, yo que deseo todo, lo ideal y lo real, y gozo apenas de lo real, de lo más prosaico, desagradable y grosero. Yo, que aprecio tanto la amistad, y la ciencia, y los modales cortesanos, y las conversaciones discretas, no tengo ni siquiera un amigo que pueda satisfacerme en estas cosas. Los que son eruditos están muy mal educados, son sucios y pedantes, y los que son limpios y cortesanos, tan mentecatos, que no hay medio de poderlos aguantar. Sin embargo, yo me trataría mejor con éstos que con los sabios, porque para sabios ahí están los libros, que el peor italiano, o francés, o latín, o griego, me enseñará más ciencia y me dará más contento y solaz que todos nuestros literatos de ahora, y, para buenos modales, que no se aprenden ni ven en los libros, trataría a los señoritos de aquí si tuviera dinero para alternar con ellos. Pero apenas me basta para alternar con los perdidos del café del Príncipe. Y no crea usted que los señoritos principales de esta corte son prototipos de finura, etc., porque no es así, ni puede ser ni será mientras las mujeres estén mal educadas y sean tan ignorantes y vulgares en nuestro país. La única mujer que aquí pudiera ser mi amiga, si las circunstancias y mi posición oscura no se opusieran a ello es una extranjera: la mujer del ministro de Austria. Mucho echo de menos también a la Muerta. ¿Cómo encontrar algo que se parezca a la Muerta?

Aquí hacen poquísimo caso del que no tiene dinero, y dudo mucho que el conde de San Luis me favorezca para que yo salga diputado. Narváez, a pesar de las promesas que hizo a Serrano, aún no ha hablado en favor mío al ministro de Estado, y creo que no lo hará o lo hará fríamente. Don Javier Istúriz se muestra más propicio, y si le fuera dado, me llevaría consigo a Londres.

Yo deseo vivamente salir de aquí, porque me fastidio soberanamente; pero, sin embargo, cuando pienso en el porvenir tengo miedo de ir de agregado con sueldo a Londres, donde puede muy bien suceder que esté dos o tres años, al cabo de los cuales me canse, como me cansé en Nápoles, no porque Londres me parezca mal, sino porque me lo parezca mi posición y me crea llamado a más altos destinos; y con estas ideas, así como vine de Italia con licencia, venga de Inglaterra a Madrid y se repita en esta corte la misma escena que está pasando ahora, aunque un poco más trágica y sombría, porque ahora no tengo más que veinticinco años y entonces tendré más edad y, por consiguiente, menos que esperar, y con la vida de la Corte inglesa llevaré menos con paciencia que hasta ahora la estrechez del pupilaje y el trato de los pedantes del café del Príncipe y las cosas primitivas de mi patria y la presunción estúpida de sus raquíticos hombres de Estado, filósofos y sabios. Entonces no sabría qué hacer: si meterme a filósofo, sabio u hombre de Estado, ridículo como ellos, o pretender un ascenso en mi carrera, como estoy haciendo ahora, e irme por ahí de nuevo ya de secretario segundo, y volver, al cabo de cuatro o cinco años, para que me nombrasen secretario primero, siempre a la merced del Gobierno, y expuesto a que el día menos pensado me vuelva a dejar como estoy ahora, sin sueldo ni empleo, pero con mi juventud inútilmente perdida. Esta es la causa de mi indecisión, y en verdad que no sé si sería mejor quedarme aquí, llevando con paciencia los malos ratos hasta ver el modo de abrirme camino, o salir pronto del atolladero, logrando ser nombrado attaché, aunque al cabo de poco venga por fuerza a dar de nuevo en él y con mayor furia y disgusto mío y de ustedes.

Veces hay, y son las más, que entiendo sería lo mejor irme a Doña Mencía a hacer el Cincinato y dejarme de quebraderos de cabeza, proyectos de ambición y castillos en el aire; que bien se me pudiera comparar con Don Quijote, que ha salido a buscar aventuras en detrimento de su salud y hacienda y sosiego de su alma. Si mi madre viviera aquí, estaría yo mucho mejor, gastando usted menos dinero, porque lo que me arruina es la casa, lavandera, etcétera. Harto conozco que debiera ingeniarme y buscar un medio de ganar dinero; pero aún no he hecho nada con este fin; sigo, sin embargo, emborronando papel, pero nada me satisface.

El sábado me tocó hacer de censor en la Academia de Elocuencia Práctica que, como dije a usted, tenemos, y, por consiguiente, me vi obligado a hablar. Censuré los discursos de los que hablaron, diciendo más bien de ellos que si fueran otros tantos Demóstenes y supiesen punto más que el mismo diablo. No hallé mal sino muy poca cosa, o, por mejor decir, no quise hablar de lo que hallé mal, porque hubiera sido asunto de no acabar nunca y de ganarme la mala voluntad de todos los oradores criticados, que más tienen de tontos que de Cicerones.

Hace un tiempo hermosísimo, y el paseo, única diversión de que gozo, por ser barata, está concurridísimo.

Usted me dispensará que la carta esté tan mal escrita. Basta que se entienda.

Adiós, y créame su amante hijo,

Juan.




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Madrid, 3 de mayo de 1850.

Querido padre mío: Me acusa usted en sus cartas de indecisión, desidia y timidez, y, aunque yo creo que tengo todos estos defectos, quiero, ya que no excusarme de ellos, explicarlos.

En política estoy indeciso, porque, no tan sólo este Gobierno no me entusiasma, sino que no tengo por él simpatía ninguna, y, sin embargo, me veo obligado a pretender de él que me coloque en la diplomacia y que me apoye en las elecciones. Si yo fuera rico y más confiado en mi ingenio y fortuna, seguiría un camino independiente y, sin mendigar favores de nadie, esperaría que viniesen a buscarme; pero, como no lo soy, tengo que fingir ministerialismo y abstenerme de criticar tantas cosas que me parecen criticables. Por esto no me atrevo a escribir de política. Leo, sin embargo, los periódicos y estudio las cuestiones económicas y sociales que ahora agitan al mundo. Últimamente he leído los sofismas económicos de Bastiat en favor de la libertad de comercio, y ahora leo las obras del ciudadano Proudhon.

Además, entiendo yo que para tener ideas claras y fijas en política se deben tener antes en filosofía, lo que no es fácil en la época que alcanzamos, en que cada uno piensa a su manera y hay un caos en el mundo filosófico. No obstante, yo he logrado formarme ya cierto sistema, muy parecido al de Kant, el que me sirve de base en los estudios que hago. Pero, a pesar de todo, por ahora es imposible que yo me mezcle en las cosas políticas, porque no tengo opinión ninguna firme que me anime y entusiasme, ni la esperanza de medrar en uno u otro partido, ya que no haya en mí principios fijos en la parte militante, porque en teoría tengo los que dimanan de mis ideas filosóficas. Sabido es que los verdaderos principios de la política española son don Ramón, Espartero, don Paco y el conde de Montemolín, y, si se quiere, la República, pero con el Tonto de Orense de primer cónsul.

Mientras estudio las cosas políticas y me decido, ya por convicción, ya por interés, en favor de este o el otro partido, sólo me queda el de escribir de literatura, y haré cuanto pueda por acabar de dar a luz algo de provecho. Y no extrañe usted tampoco que nada haya escrito hasta ahora, porque no es cosa de momento hacer de escritor. Boileau ha dicho: Avant donc que d'écrire, apprenez à penser, y así creo que lo que estudie y medite ha de serme utilísimo. Ayer asistí a la fiesta del Dos de Mayo, que estuvo concurridísima. Los periódicos publicaron una multitud de necedades en verso. Yo no he hecho los míos, porque no me ha soplado la musa.

El escribir en prosa tiene, entre otras, esta ventaja: que no es menester estar inspirado para hacerlo, y basta con saberlo hacer y tener qué decir.

Daría cualquier cosa por poder analizar y refutar las obras de Proudhon, y con este objeto las estoy leyendo detenidamente. Mas, para hacerlo con éxito, se necesitan conocimientos vastísimos en economía, en metafísica y legislación, pues el célebre enemigo de la propiedad es uno de los más sabios, eruditos y profundos dialécticos que cuenta en el día Francia, y para decir sandeces contra él y llamarle Anticristo, etcétera, más vale callarse. Para ser un embadurnador de papel y literato de pane lucrando, me voy ya creyendo con fuerza y pronto espero lanzarme en la palestra; para ser el adversario de Proudhon o cosa por el estilo, aún me siento muy débil. En España se estudia poquísimo y se sabe menos de lo que se estudia, porque se estudia mal; a fuerza de ingenio algunos han logrado hacerse perdonar su ignorancia: no sé si yo tendré bastante para que me perdonen la mía, aunque siempre debo contar, como cuentan todos, con la del público, que es grandísima, colosal. Pero ¡cuán triste recurso para buscarse la vida es el de escribir tonterías confiado en la necedad y poca doctrina de los lectores!... Y, sin embargo, ¡cuántos escriben así!... Fuera de Toreno, Quintana, Navarrete y otros varios que han escrito de cosas especiales a nuestro país, no creo que haya en éste un prosista distinguido desde principios del siglo acá, y menos ahora que nunca. El único economista que tenemos es Flórez Estrada; el único filósofo, Balmes, y ambos no pasan de medianos. Yo quisiera valer tanto como esta gente y que sonara mi nombre no sólo en España; pero debería estudiar mucho y trabajar más para conseguirlo. Y confieso que me falta constancia, porque me falta fe y confianza en mis fuerzas. Yo comprendo cuán gravoso soy a mi familia, y esto me desespera. Además, estoy mal; me fastidia verme tan solo, y, no obstante, no quiero irme de aquí, porque todavía no he perdido toda esperanza.

Algunas veces me pasa por la cabeza la idea de casarme para establecerme de algún modo y trabajar después con sosiego en mis estudios. Porque he notado que una de las cosas que distraen más de los estudios es el andar en busca de mujeres cuando no está uno como Orígenes. En Italia, día y noche no hacía más que enamorar a la Muerta o a otras. Aquí hasta ahora no tengo más historias que la de la Culebrosa, a quien no veo sino dos horas por la noche; pero tengo que apelar a todo mi estoicismo para no andar por ahí en busca de querida o con ella, dado la hallase a mi gusto. Esta afición mía a las faldas es terrible, y si no fuera por lo caro que es Madrid y lo escaso que estoy de dinero para estar aquí en los círculos elegantes, andaría yo de reunión en reunión haciendo la corte a las damas, y buenas ganas se me han pasado de ponerme tierno y de visitar a la duquesita de A***, que ha estado conmigo finísima y yo ni siquiera he ido a verla. Ya conocerá usted que, a pesar de mi liberalismo filosófico, soy aficionadísimo a la gente de alto copete, y tanto, que me aflige y entristece la de mal tono.

De todo esto deduce mi tío Agustín que soy un muchacho perdido, y puede que tenga razón. La mía, sin embargo, me dice que haciendo un esfuerzo y no siéndome muy adversa la fortuna puedo aún salir del triste estado en que me hallo, y que más que mi disipación y mi pereza me han impido hasta ahora el prosperar en el mundo la mucha poesía de sentimientos y nobleza de carácter que Dios me ha dado. Escribiendo a mi padre me parece que puedo elogiarme.

Adiós, y créame su amante hijo,

Juan.




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Madrid, 8 de Mayo de 1850.

Querido padre mío: En mi carta anterior dije a usted que no tenía esperanzas de que me diesen sueldo en la diplomacia y que me alegraría de no haber tenido deseo de tenerlo ni haberlo pretendido, porque esto no ha sido más que perder tiempo e ilusiones. Y también le hablé de los discretísimos consejos del duque de Rivas.

Mi hermano sigue en el empeño de sacarme diputado contra Ríos Rosas con el apoyo del Gobierno; pero entienda que esto será dificilísimo, aunque el Gobierno me apoye, que no lo hará como no se vea obligado por la necesidad. Y si al fin me presento protegido por Sartorius a luchar con Ríos y quedo s vencido, cosa más que probable, resultará que, sin honra ni provecho alguno, quedaré coram populo por ministerial y hombre de poco más o menos, y con una mancha que será difícil que lave cuando quiera lanzarme en el partido progresista. Puede también suceder, aunque no es muy verosímil, que a este Gobierno se lo lleve el demonio antes que llegue el tiempo de las elecciones; usted sabrá que en Europa va a haber pronto una gran revolución. De resultas del triunfo de Eugenio Sue, el Ministerio francés piensa en arreglar la ley Electoral, esto es, en quitar el sufragio universal, y como los democ-soc no lo permitirán, una batalla terrible se dará en las calles de París de cuyas resultas sólo Dios sabe lo que sucederá en el mundo. Italia, Hungría y Polonia se levantarán de nuevo; Francia hará la propaganda; en Alemania vencerán los discípulos de Hegel, y los españoles yo no sé lo que harán, pero es probable que don Ramón y Sartorius se vayan a paseo.

Ayer tarde tuvimos Academia; pero yo no hablé. Después estuve convidado a comer e casa de mi ilustre amigo Bedmar. Comió con nosotros el famoso general Prim; pero no se habló sino de caballos, lo que me fastidió sobre manera. Luego fui a casa de la Culebrosa, donde no había nadie más que yo de visita, y también me fastidió. Y, por último, estuve en el café del Príncipe, donde hasta la una están los literatos charlando. Mucha gracia me hizo un epigrama que Bretón ha compuesto a un tal Novoa, natural de Cacabelos, que pretende haber descubierto la cuadratura del círculo, y dice así:



   En Cacabelos un chulo
acaba de descubrir
la cuadratura del círculo

   En vano la envidia ladra;
el gran Novoa, ¡oh ventura!,
ha descubierto la cuadratura.

    Denle al momento una placa,
que bien la merece, ¡cielos!,
el geómetra de Cacabelos.

Efectivamente, el descubrimiento del señor Novoa es una necedad, nacida de la ignorancia, según mi tío Agustín me ha explicado, y sólo puede compararse al maravilloso invento de la filosofía de la numeración del señor Pujals de la Bastida, que quiere establecer el sistema duodecimal en vez del decimal, y empieza su libro con esta máxima, que cree muy nueva, cuando tantos años ha la empleaba Buffon en su aritmética moral: seis y seis son diez. Lo que me ha dado mucho que reír, acordándome de lo que dice Luciano en su diálogo de la venta de los filósofos, por donde se ve que la idea que cree nueva el señor Pujals la tenía ya Pitágoras, porque dice el diálogo:

MERCADER.-   Y después, ¿qué me enseñarás?

PITÁGORAS.-   Te enseñaré a contar.

MERCADER.-   Ya sé contar.

PITÁGORAS.-   ¿Cómo cuentas?

MERCADER.-   Una, dos, tres, cuatro...

PITÁGORAS.-   ¿Ves cuán ignorante eres? Lo que crees cuatro es diez, triángulo perfectísimo y nuestro juramento.



Estos son los adelantos de la ciencia en España. ¡Y luego dirán que estamos atrasados! Montemayor, el día menos pensado, saldrá volando en su Dédalo, y todo el mundo se quedará bizco, como la Culebrosa.

Mi cuñado Alonso, como usted sabrá, ha inventado también un aparato para extraer el oro de las arenas del Darro Yo soy el único que no inventa algo, y, ¡vive Dios!, que buena falta me hace tener alguna inventiva, porque de otra manera es probado que, por fin y remate de mis malaventuradas aventuras, me tendré que retirar a esas asperezas y decir con fray Luis de León:


    ¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruïdo
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!

Pero como en el número de estos sabios anacoretas no quiero contarme, y, hablando con franqueza, como le gusta a don Juan de Mata, no me basta entre mis lares un libro y un amigo, porque soy más ambicioso que Rioja, sentiré en el alma no poder inventar alguna cosa. Pida usted, pues, al Cielo que la invente, y, entre tanto, ya que no en mis invenciones futuras, confíe en los buenos deseos y mucho cariño de su hijo,

Juan.




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Madrid, 2 de junio de 1850.

Escribo a usted, madre mía, para darle la buena nueva, que acaso ya sabrá, de que he sido nombrado agregado con sueldo en Lisboa; al menos así me lo dijo ayer tarde tío Agustín, pues yo nada sabía, ni aun siquiera que Serrano estaba de vuelta en Madrid. Hoy iré a verle, y si la noticia es cierta, espero que él mismo me entregará el nombramiento, pues supongo que todo se lo debo a él.

Luego que tenga en mi poder dicho nombramiento, dé las gracias al ministro y me despida, iré por ahí a ver a usted y a papá y a mis hermanos. Después iré a Málaga, donde me embarcaré para Lisboa. Esta ciudad, según tengo entendido, es todavía más barata que Nápoles; de modo que mi padre tendrá que darme muy poco.

Adiós, querida madre mía; créame usted su cariñoso hijo,

Juan.




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Cádiz, 23 de agosto de 1850.

Querido hermano mío: El 21, a las cuatro de la tarde, llegué felizmente a esta hermosa ciudad, si bien algo mareado y de peor talante que salí de Málaga, Sin embargo, apenas salté en tierra, comí y me puse decente y me fui a la Alameda, donde hallé a varios antiguos amigos y conocidos míos, con los que me distraje un poco; y ya bien anochecido, fui a casa de don Ángel Castriciones, que me ha parecido amabilísimo sujeto. Aquella misma noche me presentaron en el Casino, que es magnífico.

El inocentísimo Gregorio me ha acompañado a La Isla, a La Carraca y a Puerto Real. Pero como su conversación no es muy amena ni muy seguida, durante nuestra peregrinación no he hecho más que pensar en las elecciones, y he tenido momentos en que me arrepentía de haber abandonado a Málaga antes de quedar o derrotado o vencedor. A pesar de mi estoicismo, estoy impaciente por tener noticias de nuestro asunto, y hasta los más pequeños y triviales incidentes son ahora argumento de mis cavilaciones,

argomento di sogno e di sospiro.

Pienso en Salas Gil, y si por fin habrá cedido a los pérfidos halagos de los salmantinos, y sólo me hace desechar este pensamiento la mucha confianza que tengo en su virtud; en el grandilocuente manifiesto de Chupa Melones, y si correrá ya impreso por esos barrios; en las cavilaciones del tío Antonio Hurtado, y en los dos poderosos campeones de esta gran contienda, nuestro don Félix y su amigo el joven Anacarsis, vulgo Marín.

Aquí andan también muy afanados para dar padres a la patria, y, según parece, Mon saldrá por el primer distrito.

Acaba de llegar el paquete inglés; dentro de poco saldrá para Gibraltar, pasado mañana estará aquí de vuelta, y dos horas después dará la vela, esto es, la máquina para Lisboa, llevando consigo a un diputado en agraz y distinguidísimo diplomático.

Da expresiones mías a doña Ana, a Carmen, etc., etc., y a cuantos trabajan en favor mío, especialmente a don Félix, que descuella entre todos.

Adiós; él te dé salud y tino y buenaventura para que saques a la luz de la diputación el clarísimo ingenio de tu caroñoso hermano,

Juan.

Escríbeme detalladamente y pronto.




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Lisboa, 28 de agosto de 1850.

Querida madre mía: Salí de Cádiz el 25, y después de una navegación felicísima, durante la cual no he hecho más que comer cuatro veces al día y dormir el resto, llegué a esta famosa ciudad, que se extiende sobre la orilla izquierda del Tajo y está en declive a la falda de varias montañas coronadas de palacios y jardines. Hermosa posición; pero no tanto como la de Nápoles.

Las plazas y calles de la ciudad nueva, construida por el marqués de Pombal después del terremoto en que falleció el célebre doctor Pangloss, son magníficas, y en particular las ruas Augusta, d'Ouro y da Prata, y las plazas do Rocío y do Paço, donde están todas las oficinas y una elegante estatua ecuestre, colosal.

Aún no he visto nada detenidamente; pero he tomado ya posesión de mi destino, y si me nombran diputado tendré 12.000 reales de sueldo en Madrid.

Los agregados son guapos chicos, en particular el sobrino de Sartorius, que es un marquesito de la Regencia, con querida del teatro, caballos, cocinero y una casa muy bien puesta. No tiene otro defecto sino el de incomodarse con sus acreedores y darles de palos y de mojicones; pero al fin les paga. Vera, secretario y encargado de Negocios interino, es un muchacho todavía, y ya de tiempo atrás buen amigo mío.

Hoy he escrito uno o dos despachos. Todos los días damos audiencia a los gallegos (hay 16.000 en esta ciudad) de doce a dos, y aunque dan que hacer, no dejan de divertirme sus cosas.

Estoy instalado en una hospedería, donde me tratan muy bien y nada caro.

Los primeros gastos que he hecho al llegar aquí han sido enormes: un par de guantes, que me han costado 450 reis, y un sombrero, 2.880.

Las mujeres se visten aquí de un modo bestial. Llevan capas como las de los hombres y un pañuelo blanco en la cabeza, tan puntiagudo y almidonado, que dan ganas de reír al verlas.

También he conocido al cónsul. Se llama el señor Cañete, y es persona tan grave y ceremoniosa como amable y meliflua.

Espero con ansia la noticia de haber sido nombrado padre de la patria. Escríbame usted directamente, sin enviar las cartas a la Secretaría y poniéndome en el sobre: Portugal.- Sr. D. Juan Valera, agregado a la Legación de España en Lisboa. No debe usted franquear las cartas para que lleguen.

Otro día, con más espacio, contaré a usted particularidades de por aquí.

Expresiones a todos, y créame su amante hijo.

Juan.




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Lisboa, 31 de agosto de 1850.

Querida hermana Sofía: Ya sabrás, por carta que hace tres días escribí a mamá, cómo llegué felizmente a esta ciudad y tomé posesión de mi destino.

No me parece Lisboa tan hermoso país como Nápoles; pero no cabe duda en que es pintoresco y la ciudad muy rara y no parecida a ninguna otra de Europa. Hay en medio de ella campos y jardines que, al par que la embellecen, la hacen más extensa y poco animada, pues en su recinto, que podría contener un millón de almas, apenas se encierran 260.000.

Mis compañeros y jefes son amabilísimos; todo el día estamos juntos, y ya me han llevado a los teatros de Doña María II y de San Fernando, que son muy bonitos. Aún no he podido ver el de San Carlos, porque no se encuentra abierto.

He estado de tertulia en casa de unas señoritas muy amables, pero que no valen por la hermosura, que, a lo que entiendo, anda muy escasa en Lisboa. Se llaman mis nuevas conocidas las de Fonte Nova, y hablo con ellas en español y ellas contestan en portugués, comprendiéndonos así perfectamente.

Hoy he cobrado mi sueldo de estos seis días del mes de agosto que he pasado en Lisboa, y me han dado más de quince mil y tantos reis, como consta de los recibos que he tenido que firmar.

Deseo con ansia saber el resultado de las elecciones de Málaga; pero, entre tanto, no lo paso mal, y si no me divierto, estoy, en cambio, bien alojado y bien comido, y el trabajo, aunque mayor que en Nápoles, no mata.

El señor Andrade se ha hecho grande amigo mío, me ha confiado la historia de sus amores con la prima donna del teatro San Fernando, y el otro día me decía que quisiera la viese yo desnuda para que admirase lo acabado y perfecto de sus formas, lo que hace que ella nunca lleve corsé.

Esta noche me presentará Vera en casa de otras señoras portuguesas.

Hasta ahora no he visto las curiosidades y monumentos célebres de esta capital; pero creo que hay poco que admirar aquí en este género.

Adiós, hermana mía; da expresiones a mamá, a Alonso y Carlos, y cuenta con el cariño de tu hermano,

Juan.




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Lisboa, 21 de septiembre de 1850.

Querida hermana mía: Ayer recibí carta de mamá y tuya, con fecha 10, atrasada sin duda, pues Ramona me escribe desde Doña Mencía y su carta es del 12.

Sé que están todos buenos en casa y esto me tiene contento, no habiéndome, por otra parte, dado mucho pesar el no ser diputado. Desearía, sin embargo, serlo y que el señor conde de San Luis cumpliese lo que, según me escribe Belda, ha prometido a mi hermano, esto es, presentarme como candidato en algún distrito en que haya reelección.

Aquí, hasta ahora, me divierto poquísimo. Anoche, sin embargo, estuve en casa del marqués de Fronteira, donde hubo tertulia. Vive este señor una legua de aquí y echamos más de tres cuartos de hora en llegar, en coche, a su casa.

En ella tuve el alto honor de que me presentasen a la infanta doña Ana, señora muy alegrita, pero ya jamona. También conocí a su hija, que está casada con el conde de Belmonte y es joven y la más hermosa dama de Portugal, y a la condesita de Peñafiel, que, aunque no vale un pito, tiene numeroso séquito de adoradores, porque es título, rica y soltera.

No sé si te he dicho que todas las tardes doy largos paseos a pie con el cónsul y Vera, personas poco divertidas ambas, si bien muy amables. Algunas veces hacemos alto en la quinta, que así puede llamarse aunque está dentro de la ciudad, del comerciante español Orta. Sus hijas, una de ellas casada y la otra no, son ordinarillas, pero macizas, frescachonas y amigas de palique.

Ya te harás cargo que como aquí la gente vive tan separada no se ven sino rara vez, como no haya algún interés particular. Las calles y los paseos están desiertos y silenciosos, y unas veces me creo en Pompeya, otras en un pueblo de Castilla, y hasta en Doña Mencía me pudiera creer si no echase de menos a mi padre, el cura y a don Juan de Mata, que son más entretenidos que Vera, quien, aunque la da de discreto, es un zoófito, y aunque cuenta historias, si hubiese sido la sultana Scheherazada, no habría vivido más de una noche.

Todos los días tenemos dos o tres horas de cancillería y doy diez o doce pasaportes. Afortunadamente, apenas tengo que copiar un solo despacho, porque a mi jefe no se le ocurre nada que decir, y cuando se ve obligado a escribir no ya de asuntos políticos, sino contestando al gobernador de alguna provincia que ha reclamado algún desertor, prófugo o criminal refugiado en estos reinos, se apura, suda y se desespera como si tuviera que resolver el enigma de la esfinge.

El cónsul parece hecho de arropía, según lo dulce y empalagoso que es. Los discípulos de Hipócrates son, hasta ahora, la gente más discreta y entretenida que he visto en esta capital. He tenido, sin embargo, un terrible desengaño. Pulido, el médico español, me elogiaba mucho, escuchaba mis discursos con suma atención y se mostraba tan amable y fino conmigo, que llegó a hacerme creer que tenía mucho talento; pero, al fin, la verdad triunfó de mi amor propio lisonjeado, y he descubierto que es también tonto, lo que no quita que su alegría y buen humor me diviertan. Tiene un carácter tan grave, mohíno y lamentable como Juanito Pelos de Toro y menos ingenio todavía. Está calvo, padece de calor del hígado y de otros calores, y de filosofitis y literaturitis, enfermedades incurables y feroces como la rabia.

He leído en los periódicos de España que ha muerto en Jaén Micaela Prado. Da a Carlos el pésame de mi parte, pues supongo que habrá tenido un sentimiento por ser la difunta su prima y haber sido su novia.

Dime si Alonso ha vuelto o no, si se acabó la máquina, etc.

Aunque quisiera hacer más larga esta carta no podría, pues nada se me ocurre de nuevo.

Adiós, expresiones a mamá, y no dudes del cariño de tu amante hermano,

Juan.




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Lisboa, 5 de octubre de 1850.

Querido padre mío: He recibido hoy dos cartas de usted, del 24 y del 28 del pasado, y mucho contento de saber que está bueno con toda la familia. Diga a Alonso que estoy muy quejoso de él porque no me contesta a las cartas que le escribo.

En la casa y comida, puesto que desea usted saberlo, gasto poco más de dos onzas al mes; después tengo lavajo de ropa, que aquí es muy caro; criado y los gastos extraordinarios que puedo hacer en la fonda en que estoy, de convidar a algún amigo o cosa por el estilo, con lo que sumarán cuarenta duros. Recibo al mes 1.833 reales de vellón, de modo que puedo vivir holgadamente.

Anoche estuve de tertulia en casa del marqués de Fronteira, donde me fastidié en grande, y puedo asegurar a usted que no he visto en mi vida mujeres más feas que las damas de Lisboa, salvo raras excepciones.

Mis compañeros son de una gravedad y esterilidad de gracias y conversación que asusta, de modo que donde lo paso mejor es en casa, leyendo, y al fin creo que me pondré a escribir, aunque no sea más que por distraerme.

Desde el día de Cintra, mi mayor diversión ha sido recorrer con Figuera las platerías y joyerías de las calles del Oro y de la Plata, entre las que no se puede negar que hay algunas magníficas, y en ellas, objetos de mucho valor y elegancia, si bien ésta es más rara.

He tenido cartas de Nápoles en que me dan la enhorabuena creyéndome ya diputado. También he sabido que la pobre Muerta ha estado a pique de serlo de veras, pero que ya está mejor.

Ya que quiere usted saber cómo vivo, le diré que mi habitación consta de una sala cuadrada, de veinte pies, con cortinas blancas y encarnadas en dos balcones que tiene y dan a la calle; dos mesas, una de ellas con espejo grande, en las que tengo los libros muy bien arreglados; muchas sillas de caoba, dos sillones o butacas, muy cómodos; un sofá elegante y confortable y un velador, elegante también, y con la cubierta de jaspe, como la mesa del espejo. Una alcoba con cama de caoba, mesa de tocador, cómoda, percha y bidet, y otra, con una tina en que me suelo bañar al salir de la cama. Estoy a cuatro pasos de la Legación. Almuerzo un plato fuerte y té con manteca, y como sopa, puchero, que aquí también lo hay como en España, y tres o cuatro platos y muchos postres; no ceno.

Adiós, padre mío; créame su amante hijo,

Juan.




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Lisboa, 7 de Octubre de 1850.

Querida madre mía: Acabo de recibir una carta de usted, fecha de 30 de septiembre, y mucho contento de saber que está buena. Yo también lo estoy, y mi única diversión sigue siendo la de ir a pie con el cónsul y Vera por esos andurriales que rodean a Lisboa. Ayer, con motivo de la llegada del padre de Vera, que viene de Badajoz, donde está de comandante de Ingenieros, a ver a su hijo y a estar con él unos días, nos embarcamos para ir a Aldea-Gallega a recibirle. El Tajo, que desemboca en el mar, teniendo de ancho media legua a lo más, sigue así hasta el Terreiro do Paço, plaza y muelle principal de Lisboa, frente al que está la punta de Casilhas, desde donde se ensancha de tal modo, que forma a manera de un magnífico lago de tres leguas o más de extensión, y cuyas costas están cubiertas de pinares, aldeas, quintas y viñedos. Aldea-Gallega se halla situada en la parte opuesta y más distante de Lisboa, y allí viene a parar el camino de Badajoz. Después de dos horas de navegación, tan corta por el viento favorable que nos empujaba, llegamos a Aldea-Gallega, y como no nos encontrásemos aún con papá Vera, seguimos por tierra hasta la Atalaya, cortijada muy bonita, a media legua de allí y en una altura rodeada de pinares frondosos. En este lugarcillo había gran fiesta; la iglesia estaba colgada de telas ricas, tocaron el órgano, un clérigo pronunció un sermón, el primero que he oído en portugués, y una multitud de campesinos endomingados y de campesinas diferentísimas de las mujeres de Lisboa, porque son bonitas, llevaron la imagen del santuario en procesión, con muchas banderas, ramos verdes y cirios, y al son de tres gaitas y dos tambores, que después sirvieron para acompañar la danza, que fue bastante profana, para venir bien con el sitio, a la puerta de la iglesia, y con la fiesta, se bebió, se corrió y se dispararon muchos cohetes. El criado de Vera, que es ruso, se puso como una cuba y rompió a hablar en portugués de la manera más cómica y divertida del mundo.

En esto llegó el señor brigadier y nos volvimos a Aldea-Gallega, y desde allí a Lisboa, muy contentos, aunque algo cansados. Dejo de contar a usted la escena patética de la primera entrevista del hijo y el padre. Es éste un viejecito muy jovial y decidor, que no para de echar ajos y cuando está más serio porras, lo que es peor aún en Portugal, y creo que tendrá alguien que advertirle que no suelte ninguna en visita y delante de señoras.

Hace un siglo que no me escribe Alonso, y lo extraño, porque le he escrito varias veces. ¿Qué resultados ha dado el aparato?

Siento que Carlitos esté tan sentimental y melancólico y que ustedes se diviertan tan poco, si bien me alegro de que Sofía estudie Historia y otras cosas útiles y buenas, que hagan su alma más grande que la fortuna. Yo leo mucho, y ya empiezo a ocuparme de literatura y de historia de Portugal. No creo que la primera sea muy rica, pero la segunda es interesante en extremo y sé poco de ella.

Mi compañero Andrade, a pesar de lo enamorado que está de una cantatriz llamada la Persoli, la abandona y nos abandona para ir a Madrid a que le den mejor turrón. ¡Cosas de este mundo!

No se habla aún de quién vendrá aquí de ministro, y parece que Cueto, el cuñado del duque de Rivas, desea venir, aunque es un salto muy grande el que dará en la carrera, si lo logra.

Diga usted a Sofía que me escriba, dé expresiones a Ramona y Alonso, que no dudo estarán ya en esa ciudad, y no dude del cariño de su hijo,

Juan.




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Lisboa, 12 de octubre de 1850.

Querida madre mía: Ayer recibí su carta de usted, del 3, y mucho contento de saber que está buena. Yo estoy mejor que nunca y algo menos fastidiado.

El otro día tuvimos un pic-nic monstruo, en el que me divertí mucho. Entiéndese por picnique (no conozco a qué lengua pertenece esta palabra ni sé cómo se escribe) una comilona o merienda, a la que cada cual lleva su plato. A mí me tocó llevar dos botellas de Madera. La directora y jefa de esta fiesta era la baronesa Da Luz, que en otro tiempo fue novia de Pepe, cuando no era más que Rosa Montufar. Está todavía guapísima, y, como ha estado mucho tiempo en Londres y París con su marido, que ha sido diplomático, tiene aquellos modales elegantes y aquella gracia en la conversación que tan rara vez se encuentran por aquí. El barón Da Luz pasa por hombre de mérito entre los portugueses, y ha ocupado los más altos empleos. Ahora es director de Obras Públicas y tiene a su disposición los mejores edificios. Nos llevó, pues, a Queluz, pueblecito legua y media o dos leguas distante de Lisboa, donde el rey tiene un palacio, en el que, comimos, y unos magníficos jardines, donde nos paseamos todo el día. Eramos más de cuarenta personas y todas más alegres y divertidas de lo que yo esperaba. Luego que anocheció nos fuimos a Belem, una legua de allí, donde ahora está la baronesa tomando baños, que aquí los toman hasta el mes de noviembre, y tuvimos en su casa una especie de baile improvisado.

Entre las personas notables que conocí aquel día, es la más digna de memoria el poeta Garret, fecundísimo autor, jefe y maestro de los literatos portugueses y restaurador del buen gusto. Este señor va muy acicalado siempre, y parecería un Adonis si no tuviera peluca, la cara llena de arrugas y los dientes postizos. Sin embargo (tanto puede la inteligencia y la gloria), ha logrado fascinar el alma y avasallar el corazón de la graciosa baronesa, que imita, hasta en esto, a su mamá. Conocí también a la belle de mi compañero Figuera, Emilia K***. Ésta se lleva muy bien con su marido, pero él está en el Brasil y ella en Lisboa. Es mujer de talento, en el verano de su vida, y, a lo que parece, por la viveza de sus ojos y la expresión animada de su rostro, de temperamento veraniego, y temo que dé al traste con mi camarada, que no es hombre para tanto amor y tanta mujer.

Dicen que los portugueses son muy celosos, o más bien lo eran en lo antiguo, y a fe que tienen razón, pues, según tengo entendido, sus mujeres son el mismo demonio en tratándose de amores. Hubo aquí un agregado español llamado Isidoro Gil, hermano de la Baus o sobrino suyo, y se puso de moda hasta el punto de disputárselo ferozmente la infanta doña Ana y otras dos señoras. Debe de haber sido la infanta hermosísima mujer, pero ya está estropeada, asaz y algo arrugadilla.

Mi compañero Andrade se va dentro de tres días y está muy triste, viéndose obligado abandonar a su Persoli.

Leo algunos libros portugueses y procuro aprender el idioma lo más pronto posible; pero la misma semejanza que tiene con el español lo hace más difícil. Casi parece un español antiguo, si bien la pronunciación y el acento son diferentísimos. Muchos apellidos nuestros tienen un significado en portugués; por ejemplo, Coello significa conejo; Acuña, la cuña, y Carvallo, encina, etc.

Adiós, madre mía; créame usted su amante hijo,

Juan.




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Lisboa, 25 de diciembre de 1850.

Querida madre mía: Con mucho placer he sabido, por su carta del 17, que está usted mejor. Yo sigo bien, y si no le escribo más a menudo y con mayor extensión es porque no sé qué escribirle, como no sean meditaciones. Las historias y chismes de aquí ni pueden divertirla ni interesarla, pues a nadie conoce, y sólo lo que tenga relación conmigo creo que le agradará saber.

Ya en otras cartas hablé a usted de Laura Blanco y de lo mucho que me gustaba. Esto no pocas veces se lo he dado a entender a ella con miradas, pisotones, etc., siendo de palabra imposible por ser el marido sumamente celoso y no dejarla ni un momento sola con nadie. Iba yo antes casi todas las noches a casa de su padre, el señor Blanco, quien me había tomado y aún me tiene mucho aprecio, y allí hacía la corte a Laurita con el más notable disimulo que he gastado en mi vida, y sin confiar a nadie ni favores, ni esperanzas, ni deseos, cosa en mí harto rara. Pero, desgraciadamente, de nada me ha servido. Las hijas de Orta y otras dos españolas amigas de Laura sospecharon algo o lo supusieron, y formaron en mi daño espantosa conjuración, entrando en ella, aunque por tontería e inocencia, el doctor Pulido y el cónsul Cañete. Estos fueron los que hablaron a Vera para que me disuadiese de continuar tanto mis visitas a Blanco, quien, así como el marido de Laura, suponían que estaban ya escamados, y tratarían de darme a entender que no volviera más por allí. En cuanto a Blanco, estoy seguro de que no pensó nunca en semejantes locuras, y si el marido anduvo algo imaginativo fue por ser naturalmente desconfiado y porque alguien le dio en qué cavilar con algún chisme o indirecta. Así andaban las cosas cuando llegó el cumpleaños de don Nicasio, quien, para celebrarlo, nos dio un baile sui generis, al que todos los comerciantes y comerciantas españoles estuvieron convidados. Laura estuvo también, y, contra su costumbre, con su madre y sin el esposo, que había ido allende el Tajo a vender cochinos, que en esto se ejercita. Ya puede usted figurarse que fue ella la primera persona a quien saqué a bailar y que le dije mil primores, etc., etc. Los conjurados, que estaban allí, no pudieron contenerse y empezaron a cuchichear y criticar con gran malicia, y, por último, fueron a decir a Laura mil tonterías y bromas nada delicadas. Esta, que no tiene mundo alguno y es muy orgullosa, se sofocó, se puso colorada y rabió y se afligió, acabándose así la fiesta. Desde entonces no la he visto más que una vez en el teatro, en el palco de las de Orta, y ella ni me quiso mirar siquiera; y yo, como aún no sabía la causa, lo extrañé mucho. Después, el médico Simas me lo ha contado todo. Simas no es sólo médico, sino confidente y consejero de toda la familia Blanco. Laurita se confesó con él, y le dijo, por supuesto, que yo nunca me había propasado con ella, ni hecho la corte, ni dichole «buenos ojos tienes», y se quejó de la malignidad de sus amigas, que le impedía estar amable conmigo. Yo dije al doctor que nunca había pensado en cortejar a Laura, que la quería mucho y la estimaba en más por su hermosura y buen natural, y que sentía en el alma que fuesen tan chismosas y malintencionadas sus amigas. Simas fue con la embajada a Laurita, y como al fin toda su familia, marido, padres y hermanos, se han enterado del lance, a todos dijo Simas lo que yo le había dicho, subiendo con esto de punto el cariño que me tienen y la creencia en que están de que yo soy guapísimo y Laura una santa. El único que acaso conserve sus recelos será el tratante en cerdos, pero los disimula, haciéndome mil cortesías y cariños siempre que me ve. Entre tanto, yo no veo a su mujer, y ya perdida casi la esperanza de mejor fortuna, tengo hecho el propósito de no requerirla de amores, lo que no es gran virtud, pues se funda en la dificultad del pecado.

Con quien verdaderamente me muestro virtuoso es con doña Emilia K***, la querida de mi compañero Figuera, de la que, si tengo dicho a usted que es un camelo, debo rectificar la idea, porque tiene hermosos ojos, boca fresca, mucha gracia en el habla y la sonrisa, y sus puntas y ribetes de literata. La tal señora está muy amable conmigo, y hablamos siempre y discutimos sobre las más altas cuestiones de la filosofía del amor, con tanta vehemencia y acierto, no lo hiciera mejor el mismo padre maestro Cristóbal de Fonseca ni el divino Platón. Y, no bastándonos para estas discusiones el tiempo de tertulias y paseos, y quejándose ella de las malas lenguas de Lisboa, que en viéndonos hablar tan a la larga sabe Dios lo que dirían, determinamos que yo algunas veces iría a su casa por la mañana, justamente cuando Figuerita pasea a caballo, y así lo he hecho; pero, aunque he pasado a solas con ella largos ratos, no me he atrevido a nada; aunque a veces, puede que sea malicia y presunción mía, sospecho que ella lo siente. El otro día, en uno de estos coloquios solitarios, le leí una escena de la comedia de Calderón Agradecer y no amar, tan amorosa y romancesca, que, en el entusiasmo de la lectura, nuestras rodillas se juntaron y apretaron unas con otras, y las caras, casi, casi llegaron a tocarse. Por fortuna la lectura acabó pronto, que si no, acaso hubiera sucedido algo malo y pecaminoso si fuese posible que así en momentos de arrebato, fuese, de cuando en cuando, doña Emilia ocultamente infiel a Figuerita sin dejar de serle constante, no tendría yo dificultad en ello; pero quitarle sus amores me parece casi un crimen, y no lo haré, aunque pueda, si Dios me ayuda. En auxiliarle de ocultis creo que le haría un favor, pues el pobre está tan desmedrado y flaco, que no parece sino que se va a escapar por el corbatín. Ahora van a representar una comedia en francés, titulada Chatterton, de Alfredo de Vigny, y, doña Emilia y Figuera, que son grandes comediantes, desempeñarán los principales papeles: él, de poeta moribundo, y ella, de la enamorada del poeta.

Todo esto pasa en la sociedad de segundo orden; la sociedad más elegante y diplomática tiene otras intrigas e historias de que hablaré a usted otro día.

En el teatro de San Carlos hay mucha animación y dos partidos: uno que silba y otro que aplaude. Ambos alborotan el teatro. Yo me he hecho amigo de la señora Novello; pero ella canta muy bien y todos o la mayor parte están de acuerdo en que se la debe aplaudir.

Diga usted a mis hermanos que me escriban, y a Sofía que me hable de lo que pinta. Quisiera también saber, en cambio de las aventuras que refiero, las que suceden en esa ciudad.

Yo, a pesar de todo, me fastidiaría en Lisboa si no tuviera libros que leer. Días enteros me paso fumando y leyendo. Tengo la cabeza llena de economía política, filosofía, socialismo, literatura, etcétera. Dios quiera poner orden en todas estas cosas y darme una idea fija y pivotal en torno de la cual giren y a la que tiendan como a su centro y fin. Puede que entonces sea yo capaz de hacer o de escribir algo bueno.

Adiós. No dirá usted que soy lacónico.

Créame su amante hijo,

Juan.

Memorias a Alonso y a Carlitos, y un beso a don Alonso II.




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Lisboa, 15 de enero de 1851.

Querido padre mío: Por su carta del día 2 del presente veo que está bueno y que se compadece de los fríos que he pasado en mi nueva habitación. Ya no los siento tanto, o porque no son tan intensos o porque ya me he acostumbrado a ellos y puesto, a mi costa, una bonita estera en la sala. Ahora trato de poner reposteros en las puertas, con lo que quedará mi vivienda bastante confortable y hasta bonita. De brasero y de chimenea me tendré que abstener, por ser muebles insólitos en Lisboa.

Por la cuenta que usted hace de lo que debe, entiendo que en un par de años podrá pagarlo todo, y espero, además, que, no gastándole yo nada, como no le gastaré, podrá usted hacer mejoras en el caudal y, sobre todo, agrandar la candiotera, que sería utilísimo gasto y sumamente reproductivo. Esto lo digo no por mí, sino por mis pobres hermanas, y en particular por Sofía, que no está casada, ni yo deseo que se case en la vida, como no sea con un hombre que por todos estilos la merezca.

La Stolz sigue llamando la atención del público lisbonense. La otra noche la llevaron a su casa en triunfo más de dos mil personas. Algunos jóvenes a caballo rodeaban el coche y gritaban: «¡Viva la Stolz!», agitando las antorchas encendidas que llevaban; la turba la vitoreaba también, y una banda de música militar iba delante tocando la marcha de Semíramis. Al bajar del coche la cantarina, no faltó quien tendiese en el suelo la capa para que pasase ella por encima, como si fuera la reina Virgen, y madame Stolz, conmovida y llena de agradecimiento, a un joven que le dio la mano para entrar en su casa y que le besó la suya, agarrándole la cabeza con ambas y tomando una postura teatral, le plantó dos sonoros y prolongadísimos besos en la mejilla, diciendo que eran para todos los espectadores. ¡Buen jaleo estuvo aquél, y buena farsante es la tal Stolz! Simas me la ha hecho conocer: es mujer de talento; su patria, Sevilla; su madre, española; su padre, ni ella misma lo sabe; su educación, francesa; su edad, de treinta y cinco a cuarenta años, y su figura, muy graciosa. Como estoy tan acostumbrado a poner las señas de los pasaportes, no extrañe usted que escriba así.

Ahora vamos a tener en la Legación tarea muy seria. Ya dije a usted que los comisionados para revisar el Reglamento de navegación del Duero no alcanzaron nada y probablemente volverán a España, debiendo, en adelante, así lo quiere nuestro Gobierno, tratar diplomáticamente la cuestión. Vera está afanadísimo con esto, rompiéndose la cabeza para escribir una Nota sobre el particular. Lo que nosotros deseamos es la importación de los frutos coloniales por el Duero sin que paguen más que un módico derecho de tránsito. Esto es muy difícil, y Vera muy corto de trabillas, por lo que entiende que muy pronto hemos de tener aquí ministro plenipotenciario. Ya usted comprenderá que los agregados son ceros a la izquierda en estas cosas.

No sé si le dije a usted que contesté a la última epístola del Sumo Pontífice con otra larguísima y llena de los documentos y advertencias que me pide sobre las materias filológicas que en el día lo ocupan, allá en su Colegio de Córdoba.

Mucho me alegraré que haya por ahí llovido tanto como por esta tierra, donde ya el agua hacía también mucha falta.

Estos días malos me los paso en casa, sin ver a nadie más que a mi criado, y a Vera, el momento que estoy en la Legación. Me distraigo leyendo; pero aunque tengo grandes deseos, no escribo nada.

A tía Carmen, a don Juan de Mata y familia, y a la sin par Eduarda, expresiones mías. Usted créame su amante hijo,

Juan.

Supongo que Belda no habrá ido aún a esa villa ni abandonado la de Madrid, cuando tan grandes cuestiones se agitan en el seno del Parlamento, donde ya días pasados hizo oír su voz en favor de los vinos.




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Lisboa, 3 de febrero de 1851.

Querida madre mía: Por su carta del día 21 del pasado veo con gusto que está usted buena. Yo también lo estoy.

Me alegro de que Sofía haga adelantos en la pintura, no para que, como usted dice, se sirva de su habilidad en un caso desgraciado, que es de esperar no llegue, sino para que, si llega a ser una artista, gane con los pinceles honra y provecho, y si no pasa nunca de aficionada, le dé el arte a que se dedica agradable entretenimiento.

No creo que ni mi carrera ni mis estudios me proporcionen, como usted espera, grandes ventajas en lo por venir, pues estoy convencido que lo que soy hasta ahora se lo debo al favor, y que si no hubiera tenido valedores, sería aún agregado sin sueldo, o ni esto siquiera. El único modo de hacer valer lo que sé, dado que yo sepa algo, no pudiendo salir diputado, sería escribir, y para esto hay dos grandes dificultades: la primera, mi desidia, desaliento, falta de habilidad y de costumbre, y la segunda, suponiendo aquélla vencida, la indiferencia y hasta mala voluntad del público español, poco amigo de leer cosas serias. La única ventaja que saco yo de los estudios está en ellos mismos, no habiendo cosa que más me divierta y entretenga que la lectura, ni mayor deseo en mí, después del de tener dinero (porque en éste se reasumen y completan todos los deseos humanos), que el de saber. Y si yo fuera más robusto y capaz de resistir la fatiga, me dedicaría con asiduidad a perfeccionarme y a aprender una infinidad de cosas que sé mal o que completamente ignoro. Hace ya cuatro años que tengo una idea fija siempre presente en la imaginación, proyecto atrevidísimo que nunca me determino a realizar, a saber: escribir la historia de los reyes de la Casa de Austria, abrazando el período que corre desde la conquista de Granada hasta la guerra de Sucesión, con un epílogo sobre la dominación de los Borbones y una grande introducción filosófica que explicara los usos, costumbres, cultura e historia de los diversos reinos y provincias, razas y naciones que formaron el grande Imperio español. Mi historia sería la del mundo durante los siglos XVI y XVII. Invención de la Imprenta y su influencia en la civilización; Lutero, lucha del protestantismo y catolicismo, renacimiento de las artes y rápido desarrollo de las ciencias, descubrimientos y conquistas de los españoles en la India, unión de ambos reinos de España y Portugal, su separación posterior, guerras de Italia, Francia y Alemania; acrecentamiento prodigioso del poder de los turcos y guerras de los españoles con ellos, época floreciente de nuestra literatura, expulsión de los judíos y los moros, amalgama y fusión de los diversos pueblos de España, su despoblación por la falta de industria, por las guerras y emigraciones, rebelión de los Países Bajos, guerras de Flandes, fundación y súbita grandeza de la República de Holanda, guerras marítimas, filibusteros, la Liga en Francia, política de Felipe II, proyectos de Monarquía universal, Concilio de Trento; en fin: yo no sé cuántos otros acontecimientos, revoluciones y casos notabilísimos que abarca este período, cuya historia quisiera escribir con mucha copia de datos y de filosofía, dando a todo un pensamiento capital que sirviese de base y diese unidad y belleza a mi obra para que no, se dijera que era una compilación, sino un libro. Para llevar a cabo este proyecto hay dificultades inmensas. Se necesitan mucho tiempo, lectura, trabajo y aplicación, gastar dinero en libros, que son los materiales para levantar el edificio, ir haciendo acopio de apuntes y más tarde, cuando se principie a escribir la obra, ir a Simancas y a otros puntos, como a París, por ejemplo, a desenvolver los archivos y bibliotecas. Y, en último resultado, puede uno escribir un libro enojoso, o tan infeliz, que nadie se digne ni comprarlo ni leerlo. La última de mis reflexiones, cuando me pongo a reflexionar, es la de que no soy para nada, que lo mejor es estarme tranquilo y no meterme en honduras, y hasta que casi me sería conveniente irme a Doña Mencía. Luego pienso qué haría yo en Doña Mencía, y vuelve a mi mente el pensamiento literario, y me imagino que estoy en el lugar, escribiendo diálogos filosóficos y discursos sobre Economía, y vengo, por último, a parar otra vez en la historia de la Casa de Austria, y me escapo de Doña Mencía, como Don Quijote de su aldea, y voy a Madrid, ya París, y a Simancas en busca de documentos, y me pongo en correspondencia con literatos, etc., y cátese usted otra vez a su hijo metido de patas en el bullicio del mundo. La única cadena y ligadura que hasta en sueños me impide hacer con libertad y sin dolor estos movimientos y evoluciones es la falta de dinero y lo poco a propósito que yo soy para vivir sin este metal y pasar la juventud metido en una buhardilla, rodeado de la grandeza y bullicio de una gran capital y viviendo, sin embargo, oscurecido, sin amores, sin fiestas y sin cierto confort, de que no acierto a dispensarme. «Está decidido -digo entonces otra vez-; es preciso que yo me meta en Doña Mencía.»

Mis proyectos literarios son como las máquinas de Alonso, con la diferencia de que yo nunca me las prometo felices y él sí, lo que para mí es mayor desgracia.

Ni Ramona ni Sofía quieren nunca escribirme, y me tienen completamente olvidado.

Lisboa sigue animadísima, con bailes, tertulias y teatros, de modo que ya son por demás tantas diversiones.

Dentro de pocos días supongo que estará aquí nuestro nuevo jefe, don Antonio Caballero, subsecretario que fue del Ministerio de Estado. Es hombre, si no miente la fama, de pocas luces, pero de muy buena pasta.

En San Carlos hay dos partidos: uno por la Stolz y otro por la Novello; ambos alborotan de una manera espantosa. Los marinos ingleses son todos partidarios de la Novello, que nació en Inglaterra, aunque de padres italianos; todos los franceses están por la Stolz, educada y criada en París, si bien nacida en Sevilla, a lo que parece, de madre española. Su padre es un problema.

Adiós; créame usted su amante hijo.

Juan.




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Lisboa, 14 de febrero de 1851.

Querida madre mía: Los estudios a que usted se alegra que yo me dedique, más bien me afano y persevero en ellos por distraerme y pasar el tiempo que no con la esperanza de ganar honra y provecho; pues, aunque yo llegara a ser un sabio al cabo de tantos estudios, no creo que sabría nunca darme maña para hacer valer mi sabiduría, y menos en España, donde para nada sirve, y mucho menos aún en mi carrera, en que no se necesita más que saber componerse y estirarse, requebrar a las damas y pavonearse en los salones. Esta ciencia me la sé de coro. La que quisiera yo aprender y no atino es la economía doméstica, para ahorrar y tener en reserva, como usted me aconseja, cincuenta duros por lo menos; mas, a pesar de mis buenos deseos, no sólo no ahorraré cincuenta duros, pero ni cincuenta reales. El tabaco es el único vicio dispendioso que tengo. Si el diablo me tienta por alguna otra parte, procuro desechar la tentación o satisfacerla gratis. En el vestir soy modesto y no gasto ni en joyas ni en primores; en la comida, parco; a muchos bailes y tertulias dejo de ir por no gastar en coche y en guantes; si estoy abonado en San Carlos es porque este gasto es insignificante e indispensable en Lisboa. En fin: vivo asaz pobre y estrechamente para ser un agregado, y, sin embargo, siempre ando a la cuarta pregunta, porque en una corte extranjera y con dieciocho libras mensuales nadie hasta ahora, que yo sepa, en posición igual a la mía, ha pedido vivir mejor ni tampoco decorosamente con más economía.

No se ahorra ni se puede ahorrar en las grandes capitales y haciendo el papel de diplomático con un sueldo pequeño, del que ya, desde que me hallo en Lisboa, me han arrancado una paga, que más valdría me hubieran arrancado una muela. La pasión de los libros es la única que me domina un poco, y confieso que he gastado algo en ellos desde que estoy aquí; ya procuraré enmendarme.

Me alegro que Sofía adelante tanto en el francés. De esa Historia Universal que está leyendo nunca tuve más que el segundo tomo, que comprende la moderna.

Deseando estoy que acabe de ponerse en movimiento el aparato de mi cuñado Alonso, a ver si tenemos oro en abundancia, que es lo que hace al caso. Yo puedo asegurar a usted que de mis estudios y lucubraciones lo único que hasta ahora he sacado en claro ha sido la verdad incontestable de esta sentencia de monsieur Chevalier: La monnaie est indispensable à l'homme du moment qu'il vit en société. Y, aplicándola a mis circunstancias particulares, entiendo que, para vivir en una corte siempre con ahogos y miserias, me valiera más irme a un cortijo a echarlas de Cincinato.

En fin, como Dios mejora las horas y la esperanza nunca muere, aún la tengo de próspera fortuna, y con ella me consuelo y cobro ánimo para permanecer en el mundo, que es un infierno, sin dinero. El Señor nos lo conceda alguna vez en la vida y la salud que desea a usted su amante hijo,

Juan.

He recibido carta de Sofía; ya le contestaré en otro correo. Expresiones a todos.




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Lisboa, 24 de marzo de 1851.

Querida madre mía: Mucho siento que mi querida hermana Ramona esté tan pálida y delicada como usted me dice en su carta del 15 que acabo de recibir, y en la que veo con gusto que Alonso, Carlos y Cordón se acuerdan de mí, ya que no para escribirme, al menos para enviarme memorias. Déselas usted cariñosas mías, y al conde la más cordial enhorabuena por su brillante defensa y aplausos que ha merecido.

Aquí nada sucede ahora digno de contarse. La reina sigue recibiendo los domingos, y el teatro San Carlos empieza a ponerse fastidiosísimo, porque madame Stolz, harta ya de los portugueses, y pareciéndole éste poco público para ella, se finge mala y no canta. Ya se empieza también a sospechar que va a romper la contrata, pagando a la empresa una indemnización, y que se ha hecho embarazada aquí. Todo ello lo creo lo más probable.

Espero ansioso la venida de Galiano, con quien entiendo que me voy a llevar muy bien. No sé si dije a usted que me contestó ya a mi carta, en que lo daba la enhorabuena, con otra muy fina y cariñosa. En ella se anunciaba que vendrán con él o después de él su esposa y su sobrina, la viuda Malvinita, que ya he celebrado yo de hermosa en todas partes, y muy en particular delante de Vera, que piensa, en cuanto ella venga, ponerse a su servicio militar bajo su bandera.

Sin embargo, este joven encargado de Negocios, cada día más místico, está ahora haciendo las prácticas que ya hizo en Berlín bajo la dirección de Donoso Cortés, a ver si le vuelve la fe y Dios le envía alguna consolación y éxtasis, como los que ya tuvo in illo tempore. Hasta ahora, según me dijo días pasados, no ha visto más que palomas verdes. Yo le sostuve que serían papagayos y, sobre esto, tuvimos una muy grave y sabrosa discusión. Su grande empeño está ahora en que una Virgen con el Niño Jesús, que tiene en su cuarto, le mire con ojos amorosos y le penetre con un rayo de amor divino, con cuyo purísimo y deleitoso fuego, inflamado su corazón, renacerá en él la fe y por ella alcanzará a comprender de dónde venimos y adónde vamos, que son las cuestiones que siempre lo han traído y lo traen por demás imaginativo.

Nada más tengo que decir a usted sino que me crea su cariñoso hijo,

Juan.




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Lisboa, 16 de agosto de 1851.

Mi muy querida madre: Veo por su carta del 6 que están todos buenos en casa y Ramona mejor de salud. La mía es excelente, si bien sigo fastidiadillo. He estado cuatro días en Cintra, con Galiano, el cual aún continúa viviendo allí con su familia.

De mi pretensión aún no sé resultado alguno; pero tengo esperanzas deque se logre, las cuales se han acrecentado desde que supe que usted ha escrito a Serrano a fin de que trabaje para conseguir, poco más o menos, el mismo objeto. También yo escribí al general, hablándole de mi nueva pretensión y rogándole fuese parte a su logro. El cónsul, don Nicasio Cañete, grande amigo de Ayllón, le ha escrito también recomendándome.

Me parece bien la determinación que ha tomado Ramona de irse con papá por algún tiempo, y no hallo mal, tampoco, que usted y Sofía vayan a Málaga. Así pudieran ganar amigos en aquella ciudad para que me nombrasen diputado en otras elecciones, lo cual sería muy conveniente para sacarme del Brasil pronto, dado caso que consiga ir allá.

Deseo ya saber el efecto que produce en Madrid el cuadro de Sofía, y espero que irá pronto a manos de Teresa.

La situación angustiosa de nuestra casa, esa sindineritis crónica de que usted, mi padre y yo nos quejamos de continuo y nos sentimos molestados, me da mucho en qué pensar, y a veces me hace desear hasta el matrimonio como medio de poner remedio a un mal tan acerbo, aunque sea con otro mal nada grato. La novia posee cerca de cuarenta y cuatro mil duros, y espera otro tanto a la muerte de su querida mamá. La fortuna no es notable, como no sea para un perdido como yo. La novia rabia por casarse, y la familia, esto es, su madre y hermanos, me quieren también. Yo solo ando reacio y esquivo. Estas cosas van para usted, y nada más que para usted.

Cuando usted se vaya a Málaga, dejará la casa de Granada encomendada a Alonso o algún criado; y como en estas mudanzas y trastornos suelen perderse las cosas si no se anda con cuidado, ruego a usted que le tenga muy especial de mis libros para que ninguno se extravíe. Mi manía por los libros es cada día mayor, por lo que no debe usted extrañar este acuerdo mío y el empeño con que lo hago.

Dentro de tres o cuatro días sabré a qué atenerme sobre la Secretaría del Brasil. Si la consigo, abandonaré enseguida a Lisboa e iré a hacer a usted una visita, otra a papá y luego volveré aquí para embarcarme para Río de Janeiro, en el paquete inglés, que hace el viaje en veinticuatro días, tocando y deteniéndose en varios puntos. Hay una dificultad que vencer para alcanzar este turrón transatlántico, a saber: que, según el nuevo reglamento de la carrera diplomática, se necesitan lo menos tres años de agregado de número para pasar a secretario de segunda clase; pero es de creer que esta dificultad se allanará.

Dicen que en el Brasil no tenemos nada que hacer, por manera que me sobrará tiempo para el estudio y para viajar por las repúblicas españolas del Río de la Plata, Montevideo y Paraguay. Si me encontrase allí con fuerzas, tiempo y dinero, enderezaría hacia Córdoba, salvaría las cordilleras y llegaría hasta Chile. Mucha curiosidad tengo de conocer estos países, cuya naturaleza gigantesca y naciente civilización deben de formar contraste prodigioso con las cosas de por acá. A pesar de todo, mejor sería, lo confieso, que me enviasen a París con el mismo destino de segundo secretario; pero ¿cómo ha de ser? Debemos contentarnos con poco, y gracias que nos lo den.

Memorias cariñosas a mis hermanos, y usted no dude de su amante hijo,

Juan.




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Lisboa, 5 de septiembre de 1851.

Mi muy querida madre: Acabo de recibir carta de usted, de 28 del pasado, y notable contento de saber que está buena. Yo también lo estoy, y ya casi decidido a salir de aquí el 12 ó el 15 del presente, por tierra o por mar, para España, según las noticias que vengan de Oporto sobre la fiebre amarilla y la determinación que tome el cónsul de dar o no patente limpia al paquete inglés que va a Cádiz y Gibraltar. Yo tengo para mí que en Oporto ya no hay nada, aunque sí hubo varios muertos de aquella peste, de la cual venía infectado un barco procedente del Brasil. En este país existe la fiebre amarilla en muchos puntos, pero no en Río de Janeiro.

Con respecto a la novia semijorobada, aún no sé qué determinar. Su joroba es una burla mía, fundada sólo en que la muchacha no se tiene bastante derecha. Su dote es buena y mejores las esperanzas de heredar a la mamá. Esta señora, que ha sido bastante alegrita, es de muy noble familia extremeña, tiene un hermano senador en Madrid, viejo, rico y sin hijos, y ella se llama doña Josefa Pacheco. El tío Agustín, a quien he pedido informes y consejos, me los da muy favorables al matrimonio. Es verdad que el tío Agustín (y esto va muy bien encaminado) no piensa, como usted, que un hombre en casándose se corta las alas, sino que le nacen mayores como la mujer tenga dinero, y que aun cuando le nazca otra cosa no es de extrañar. Además, sabido es que


El ser pobre es la mayor
joroba que hay en el mundo.

y esa joroba la llevo yo a cuestas desde que nací, y en vano he hecho por quitármela de encima. He querido ser diputado y no lo he conseguido; pero si me hubiese salido con el empeño, acaso hubiera sido peor. ¿Qué iba yo a hacer en Madrid, padre de la patria, acostumbrado a vivir bien, y sin un cuarto? ¿Imagina usted que mi posición es brillante en el día? Yo no lo creo así; cualquier pelafustán es ahora ministro, general y gran personaje; cualquier mentecato ignorante, hombre de gobierno, repúblico famoso e insigne y celebrado. ¿Cómo he de darme yo por satisfecho de ir al Brasil con 18.000 reales de sueldo, a vivir con apuros en aquel país carísimo y a exponerme al olvido del Gobierno, que Dios sabe cuántos siglos me dejará por allá? Seis mil reales es cuanto vengo a ganar con el ascenso. Ya ve usted que por tan mezquina ganancia no vale ir tan lejos. Yo, si voy contento, es por mis ideas poéticas y no por cálculo. El cálculo lo que si me aconseja es el casamiento, no para vivir con los bienes de la señora, sino para que ellos me sirvan de apoyo y escalón a más altas pretensiones. No digo yo, por esto, que me casaré, aunque la semijorobada es, además de rica, bien criada, muy presentable y, con joroba y todo, asaz apetitosa, para que yo no le tenga ascos a solas, ni en público me avergüence de llevarla por compañera. Yo, si fuese fea, no me hubiese enredado con ella; ahora calculo y reflexiono sobre casarme o no, pero a mostrarme con ella cariñosito y emprendedor no me decidió ni me provocó otro pensamiento que el de su juventud, frescura y deseables prendas.

La reflexión de mi antiexclusivismo en materia de mujeres, de mi horror a las cosas muy serias, entre las cuales cuento el matrimonio, y mi deseo de pindonguearme por ahí solterito aún y de andar en el Brasil en bromas y fiestas entre blancos, negros y mulatos, me detienen al borde del abismo, si abismo se puede llamar el tener algún dinero y una guapa muchacha de que disponer. El casarme, por otra parte, no me cortaría las alas, dado caso que yo las tenga, porque muchos no tienen alas ni las tuvieron nunca y se dan a entender que la mujer se las quitó, lo cual es absurdo, porque la mujer, en todo caso, pone y nunca quita, que no la hay tan menguada que no ande siempre deseando que tenga su marido las de Dédalo. En fin: el caso es digno de madurísimas reflexiones y de los cálculos más exactos y detenidos.

El dote de Julia está en dinero, y si yo llegase a tenerlo por mío, no había de vivir de las rentas, sino que procuraría darme traza para doblar o triplicar el capital por cuantos modos pudiera, reservando siempre diez mil duros, que irían a Doña Mencía a dar calor y vida a la industria paterna. Con este dinero a su disposición podría el marqués de la Paniega recuperar en aquellos pueblecillos toda su influencia y ser parte muy principal a que al fin me nombrasen diputado. Yo le cobraría por mi dinero un módico interés de cinco o seis por ciento, y él, no dudo que, con su talento, actividad y práctica de negocios haría mejoras en el caudal y producir al dinero otro cinco o seis por ciento más de lo que yo le cobrase.

Todas estas ideas me convidan al matrimonio; pero la de la paternidad, la de la pérdida de la libertad, la de los celos de la esposa y, a pesar de mi filosofía, hasta la de los cuernos, me asustan y detienen.

En resumidas cuentas, el negocio como negocio es bueno, aunque pudiera ser mejor. Bien se me trasluce que estos negocios, a no enviudar, no se hacen sino una vez en la vida, y que yo, que no quiero ni debo (hablo con franqueza de hijo a madre) desdeñar este medio de tenerlos para vivir bien, podría acaso hacer otra boda más ventajosa; pero ésta es una esperanza insegura y por el pronto nos hallamos con la realidad palpable y nada mala, mientras que mi situación lo es, porque mis necesidades son grandes, mis gustos por el lujo y el bienestar, y mis recursos extremadamente escasos, y cada vez que le pido a mi padre, dos o tres mil reales, le doy una puñalada; yo ando con mil melindres y echo un millón de suspiros, maldiciones y reniegos antes de pedírselos, y por último vienen, pero tarde y acompañados de un discurso sobre la economía doméstica, y de una pintura del estado de nuestra casa, más espantosa que la del Hambre, que está en el Museo de Madrid. Mi madre no tiene camisa, mi padre no tiene calcetes y mis hermanas andan guiñaposas y oliendo a pobreza a tiro de ballesta.

Movido por el pensamiento de nuestra miseria, y no de otro modo, me atreví yo a reprobar su viaje de usted con Sofía a Madrid. En Granada, la tierra del ochavico, viven ustedes con mil apuros y mayor estrechez, con un solo criado, sucio, de chaqueta, ordinario, que sirve la mesa en mangas de camisa, etc. ¿Cómo han de vivir ustedes en Madrid? Usted no sabe el lujo que últimamente se ha desarrollado en aquella capital, y el poco caso que allí se hace de la gente pobre; la ninguna autoridad que tienen las damas que no arrastran coche y llevan en pos de sí criados de librea; los dolores, rabietas y continuos ahogos a que se expone quien ve todo esto y no puede gozarlo. Pero no por eso deseo yo que ustedes no viajen, y si tuvieran dinero, desearía que fuesen a Londres, a ver la Exposición; a París, a Suiza y a Italia, no sólo a Madrid; pero ¿dónde demonios está el dinero, que yo le busco y no le hallo? Y, dejando ya declamaciones a un lado, como yo quiero que mi hermana Sofía luzca su gracia, talento y hermosura en la corte, pero de un modo digno, me voy a lanzar a dar consejos también. Creo que se debe levantar la casa de Granada y llevar a Cabra todos los trastos que en ella hay. En Cabra deben ustedes vivir desde la Cuaresma hasta octubre, y desde octubre hasta la Cuaresma en Madrid. Antes de ir a esa capital, deben ustedes permanecer un año en Cabra, para ahorrar dinero e ir a Madrid provistas de lo necesario. Puede ser la partida a Madrid para fines de septiembre del año que viene. Toda otra cosa confieso francamente que no me parece buen acuerdo.

De mi casamiento ya veremos. Yo le doy mil vueltas al asunto, y al fin sospecho que me he de quedar soltero; pero repito que no sería locura el casarme.

Adiós. Su amante hijo,

Juan.




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Río de Janeiro, 10 de abril de 1853.

Anteayer, mi querido Heriberto, llegó a mi poder el Proscrito, con tu adjunta cariñosa carta, cuyas noticias literarias agradezco.

La defensa que haces de la Segunda vida contra mis críticas acusaciones, viene tan ajustada a la razón que no la tendría yo si no cantara, en parte, la palinodia. Pero nunca me convenceré, por más vueltas que le demos, de que Balzac sea comparable al


Melisio cantor, por quien famosas
viven de la Tindáride las Gracias.

Infinitas concurren a la perpetua gloria de Homero. Su Iliada, poema de una sencilla y maravillosa unidad, comprende cuanto en su tiempo se sabía, sentía e imaginaba. Una sola acción mueve y un sólo pensamiento sirve de centro a la fábrica majestuosa, como el Olimpo al mundo de la antigua cosmografía helénica. Era Homero (si es que existió, lo cual no importa a nuestro propósito) el poeta de su nación; pero esta nación, en el orden dialéctico y en el cronológico, fue la primera de las naciones, la representante de la raza jafética, vencedora de las otras razas, y la que llevaba en sí el germen de sus grandezas. La guerra de Troya simboliza y vaticina los triunfos posteriores de Europa en su progreso civilizador. Bien lo declara otro ingenio cuando dice:


erit altera quae vehat Argo
dialectos heroas: erunt etiam altera bella,
atque iterum ad Troiam4 magnus mittetur Achilles.

A lo grande del asunto se junta la armonía y riqueza del lenguaje, las galas de la imaginación, más briosa y menos analítica entonces, la verdad de los caracteres, la dignidad y elegancia del estilo, el ingénito buen gusto y hasta la casi impersonalidad del poeta que deja hablar al Numen, canta Diosa, y no habla él. Tocar aquí los puntos en que Homero se levanta sobre los demás poetas, sería interminable, aunque no excusado, pues a pesar de cuanto se ha escrito, aún queda más que decir. Dante, en mi entender, tiene comentadores y encomiadores más profundos y filosóficos; a ellos te encomiendo y me callo sobre La comedia divina. Pasemos a la humana.

En ella no hay ni unidad de acción ni de pensamiento; no hay más que unidad de título, dada arbitrariamente a una colección de novelas, inmorales las más, ingeniosas unas, cansadas otras, y todas llenas de falsos caracteres, de prolijas descripciones y de varia e indigesta erudición cogida al vuelo. El más notable cuento de Balzac, La peau de Chagrin, es una pesadilla disparatada. Verdad es que se lee con ansiosa curiosidad y no se deja el libro hasta que se concluye. Pero ¿quién tendrá paciencia para leerlo dos veces? ¿Qué documento filosófico, religioso o moral va envuelto en aquel fárrago extravagante? Prefiero la peor novela de Walter Scott a toda la Comedia humana. Y si Balzac es un Dante o un Homero, ¿qué será entonces Walter Scott? ¿Qué será Boccaccio, cuyo Decamerón merece mejor el título de Comedia humana? En fin: Dante y Homero nos perdonen de que nos atrevamos a compararlos con Balzac.

Acusas a Byron de personalismo y tú padeces del mismo achaque. En Alfredo te has querido retratar, de modo que cuando habla, siente o piensa Alfredo, es lo mismo que si hablaras, sintieras o pensaras tú, y vuestras dos personas formáis una entidad inseparable. Carece el Proscrito de aquella unidad armónica que da hermosura a la Segunda vida, donde todo conviene al mismo fin, el amor de los dos héroes, asunto del poema. Las aventuras de Alfredo son, con todo, interesantísimas, y algunos de los cuadros en que van descritas, exactos y bellos. Alfredo, buscando la verdad, y Adela, el dinero, forman un contraste dramático admirable. En estas escenas primeras más me quejo de tu condición que de la prolijidad. El diálogo de la tía y la sobrina pudiera ser más largo. Tus personajes hablan poco cuando tú no hablas por ellos. Hay un diálogo portentoso en La Niña de Plata, de Lope, entre el amante y la tía, la cual se deja seducir y ahoga los gritos del honor y de la conciencia. ¡Lástima que un diálogo por el estilo falte en tu cuento! Dígolo porque así se explicaría más naturalmente la maldad de la vieja, y la caída de su pupila sería menos súbita y voluntaria.

Los cantos, las meditaciones, la parte lírica, por decirlo así, del poema es muy hermosa. El lenguaje lo es también, y lo fuera más si no mancharan su pureza algunos neologismos prosaicos, por ejemplo, en detalle, frase comercial y galicana. Asimismo, quisiera yo que adoptases y usases constantemente el le en lugar del lo, como acusativo del pronombre él; de esta manera se conserva sin confusión el primor que a nuestra lengua presta el pronombre neutro lo, que hace a veces relación a frases enteras, y que por su misma vaguedad es en extremo filosófico y comprensivo. Porque, verbigracia, con lo vi, puedes significar que viste todo lo visible, mientras que con le vi, no das a entender sino que viste un objeto determinado. Galiano, con estas y otras reflexiones, me convirtió al le; espero que tú te conviertas ahora.

En fin, la leyenda de Alfredo, con defectos, como toda obra de hombre, tiene, a mi ver, notables bellezas; y repito en esta carta lo que dije en la pasada, que deseo que escribas algo con detención, cuidado y tiempo, pues será excelente. No me detengo en elogiar la ternura, la inspiración y la gracia delicada con que pintas el amor de Alfredo y María. Esto es lo más perfecto del poema y lo más sentido. La tragedia de Isabel de Médicis me parece tan bien, que no comprendo la crueldad con que la trataron los señores jueces del teatro.

Dispensa que esta carta mía vaya escrita tan desordenadamente. Días ha que me siento mal de salud y no tengo humor para nada. Una irritación de estómago y dolores de cabeza constantes me impiden ser más extenso y más claro. La melancolía me abruma. No hay aquí, para mí al menos, con quien hablar, ni de quién ser amigo. Harto sabía yo que la fiebre amarilla era fruto de esta tierra, y, sin embargo, pedí al Gobierno venir aquí para adelantar en la carrera; pero no lo hubiera pedido si me hubiese enterado anticipadamente de lo mucho que me iba a aburrir, de lo caro del país en proporción al sueldo que me dan, de lo poco amables y francos que son los brasileños con los extranjeros y de la soledad y aislamiento en que vivo.

Días y noches paso sin ver a nadie, y para consuelo y distracción me entro por los libros, como Santiago por los moros,


y de la descripción de un raro anfibio,
paso a las estrategias de Polibio;

or lo cual me temo que voy a volverme sabio, contra mi voluntad, y ya me parece que exclaman las muchachas al verme:

¿Hay nada más estúpido que un sabio?

Y ciertamente que no lo hay, si se entiende por sabio el que lo es a medias, o a menos de medias. Y yo no pienso ir más allá.

También sigo siendo algo poeta; pulso la lira de cuando en cuando, y ya va para dos meses que escribo anch'io, una leyenda. Si al criticar las tuyas te parezco severo más de lo justo, acuérdate de la fábula de la oruga y el gusano de seda, y entiende que yo también hago capullos, pero malos. En mi leyenda no salgo a relucir sino en la introducción. Ahí te la envío; y ya por otro correo te mandaré una escena fantástica y endiablada que acaso te parezca mejor y que no tengo paciencia para copiar ahora. La introducción se somete a tu juicio.

Adiós, y créeme tu afectísimo amigo,

Juan.

Quiero hacer aquí una aclaración sobre lo que digo de que te retratas en Alfredo; es, a saber: que yo no hallo malo que, teniendo en ti mismo un buen modelo, le copies, y aunque salga siempre este mismo retrato en todos tus poemas, como sale Byron en los suyos, cada vez con alguna variación en el traje, edad, etc., tampoco lo he de criticar. Lo que yo critico es que te pongas a veces tan a las claras en lugar de Alfredo, injiriendo episodios verdaderos de tu vida real, con los fingidos de la suya. Esta manía de la personalidad es muy cristiana y se aviene con la humildad evangélica. Un pagano no hablaba de sí mismo sino cuando se creía, con razón o sin ella, un prodigio de ingenio, de valor o de doctrina. Cuando era sabio, héroe o artista, rey, emperador o demagogo poderoso. A un cristiano con ser hombre le basta para ocuparse de sí exclusivamente y llenar el mundo de sus quejas, sentimientos, esperanzas y otras baratijas por el estilo. ¿Y por qué no ha de llamar la atención de los hombres, cuando llama constantemente la de Dios, y le interesa y enamora hasta el extremo de hacerle tomar, como él, carne mortal y morir por amor suyo? Un impiísimo filósofo alemán es quien observó esta diferencia capital entre el cristianismo y el paganismo.



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