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San Petersburgo, 30 de marzo de 1857.

Mi querido amigo: Anteayer se celebró aquí una gran fiesta, a la cual estuvo convidado y asistió todo el Cuerpo diplomático. Era el aniversario de la fundación del club inglés, que cuenta ya ochenta y siete años de vida. Este aniversario se solemnizó con un gran banquete de doscientas cincuenta a trescientas personas. Tuvimos sopa de sterlet, del Volga, el plato más caro y suculento que se puede presentar a un gastrónomo. Traen vivos los sterlets, y cuestan tanto, que, según me aseguraron, la sopa que aquel día comimos había costado más de mil rublos de plata (16.000 reales de nuestra moneda). Fuera de este primor, no hubo otra cosa notable en aquel banquete, si no es la alegría y el gran número de los convidados. El general Tolstoi, que presidía la mesa, brindó cinco veces, y todos respondimos a su brindis con hurras prolongados y repiqueteo atronador de los cuchillos en los platos y vasos. El primer brindis fue a la salud del emperador; el segundo, a la salud de la emperatriz y de toda la augusta familia; el tercero, por la prosperidad de Rusia, y éste fue el más estrepitoso de todos; el cuarto, por la Marina y el Ejército de los rusos, que fue poco menos alborotador que el tercero; y el quinto brindis fue filantrópico: bebimos a la felicidad de los pueblos todos, y, como la gente estaba ya cansada de brindar, no se hizo gran caso de la felicidad de los pueblos. Después de la comida nos pusimos todos a fumar, y se armó una de humo, que no nos veíamos los unos a los otros. Hubo café, licores, té más tarde, y ponche por último, y con el ponche varios interesantes speeches. El primero que tomó la palabra fue el conde de Morny, embajador de Francia, y allí nos dijo, entre otras cosas, lo mucho que se querían ambos emperadores, que habían nacido para amarse, y que de este amor y mutua correspondencia de afectos dependía, en gran manera, la felicidad de los pueblos y la paz del mundo. Lo que dijo Morny fue corto y bien parlado, y con aquella seguridad y desparpajo que generalmente gastan los franceses, y que obtiene encomio cuando no se atrae la envidia. Habló después lord Woodehouse, que, menos acostumbrado a hablar en público, y teniendo que hablar en otra lengua que la propia, estuvo algo difuso y vacilante; pero la naturalidad con que se expresaba y su modo elegante y aristocrático, y hasta en el timbre de la voz se muestra, le ganaron el auditorio. Del contenido del discurso de lord Woodehouse resultaba que la paz del mundo dependía también, en gran manera, de Inglaterra y de otras grandes potencias, como, por ejemplo, la Cerdeña, que, gracias, sin duda, a los veinte mil hombres que envió a Sebastopol, ha merecido de milord mención tan honorífica. El general Tolstoi contestó dando las gracias al embajador de Francia y al ministro de la Gran Bretaña. Durante toda esta fiesta una gran banda de música militar nos llenó los oídos de armonía.

Se me va quitando la gana de escribir a usted cartas, y ya usted notará que ahora no menudean tanto como antes. En primer lugar, usted no me contesta a ninguna, ni, como antes, me anima a seguir escribiéndolas, prueba de que le va fastidiando el recibirlas, y, en segundo lugar, mis cartas, publicadas en los periódicos, merecen, cada día más, la completa reprobación del duque, el cual me ha hecho decir, por medio de Quiñones, que no se publiquen bajo el epígrafe de cartas de un caballero que le acompaña en su dilatadísima misión extraordinaria. Yo he contestado muy humildemente a Quiñones que ya he escrito a usted rogándole muy encarecidamente que no las siga publicando de ningún modo, y que espero que usted lo hará así. Esto no quita que mis cartas, aunque chabacanas y absurdas, hayan servido de estímulo, y aun de ejemplo, para que se escriban cosas mejores sobre la misma materia, lo cual me sirve de consuelo y recompensa mi trabajo de haberlas escrito. Quiñones está componiendo una larga descripción del Ejército ruso, y ya engolfado en esto, se ha metido, sin saber cómo, en las más recónditas regiones de la balística y de la pirotécnica, y se ha dado a inventar una nueva pólvora fulminante y unas bombas de percusión tan singulares y exquisitas, que ni las inglesas, ni las francesas, ni las rusas, valdrán un comino al lado de ellas.

Fuerza es confesar que nuestra inventiva científica ha tomado un vuelo portentoso en estos últimos años, y que nos vamos despabilando, hasta el extremo de producir, en nada de tiempo, no sólo estas nuevas bombas de percusión, sino el arte aerodragante del Dédalo Montemayor, el sistema de numeración de Pujals de la Bastida, la cuadratura del círculo del gran Novoa y otras ingeniaturas y artificios de la misma laya. No es sólo Quiñones quien escribe sobre Rusia. Todavía hay en esta casa otra persona que está escribiendo muy por extenso sus impresiones de viaje. Hablo del señor Benjumea, secretario particular del señor duque, y ya conocido del público por sus obras políticas y sociales. El señor Benjumea es un decidido demócrata y fourierista, lo cual no obsta para que se precie de muy linajudo y me haya dicho, con disculpable jactancia, que él desciende, por línea recta de varón, de aquel famosísimo y glorioso que se escapó, como por milagro, del horrible festín de Damasco, o que, después de haber hecho las más románticas peregrinaciones, y después de haber corrido más aventuras que Ulises y que el piadoso Eneas, cesse tudo o que a musa antigua canta, fundó el califato de Córdoba. Y, con efecto, la palabra Benjumea y la palabra Ben-Humeya son la mismísima e idéntica palabra. ¿Quién había de decir que el último vástago de los Abdel-Ramanes había de estar ahora en San Petersburgo, codeándose con los Bragat, que reinaron en Georgia, con los sucesores de los Kanes de la horda de oro y de Crimea, y con los nietecitos de Gengis Kan y de Tamerlán, que andan por esas tertulias y que saludan a uno a cada paso? ¿Quién había de decir que este Ben-Humeya había de haber escrito y publicado ya un librito, que salió a luz en julio de 1854, en aquel período organogenesíaco, como le llamaba La Discusión? Este librito, que Ben-Humeya me ha dado a leer, tiene un título sonoro y significativo de la doctrina y del maravilloso simbolismo que encierra. Se titula La mitología de la revolución, y no tengo más que añadir. Ben-Humeya, viendo por mis cartas publicadas en los periódicos, que yo soy tan literato y filósofo como él, me ha tomado cierta amistad y me ha traído con mucho recato el susodicho aborto de su magín. Por esto y porque acaso el tal librito anónimo no sea obra suya, aunque él así lo supone, suplico a usted que no diga a nadie, y mucho menos al señor duque, que su secretario particular es tan mitológico. Ben-Humeya es un inocente, a pesar de toda su mitología. Quiñones, sin embargo, ha averiguado, por las conversaciones que ha tenido con Ben-Humeya, que es un moro rebelde, y no ha dejado de poner en conocimiento del señor duque cuáles son las peligrosas doctrinas de este monstruo democratasocialmitológico. Por fortuna, el duque es lo más bondadoso que puede imaginarse, y la revelación de Quiñones no le ha perjudicado a Ben-Humeya en lo más mínimo, si bien el duque estuvo horrorizado por espacio de una semana.

En fin: yo sospecho, aunque no lo sé de fijo, que no somos solamente Quiñones, Ben-Humeya y yo los que tratamos por escrito las cosas de Rusia. El correo del señor duque, que hace ahora las veces de mayordomo y más que nunca su negocio, es, al mismo tiempo, un alemán muy leído, y casi se puede afirmar que compone también una obra sobre todas las cosas que vamos viendo. En Alemania todo bicho viviente escribe por las noches sus impresiones, y no pocos suelen luego publicarlas. En Dresde conocí yo, y traté bastante, al barón Fabrice, que estuvo en España de ministro de Sajonia, y que, como buen oficial de Caballería, arrogante mozo y rico por haberse casado con una linda señora que lo es de veras, más se parecía al capitán Febo de Chateaupers que a Claudio Frollo, y más se empleaba en cortejar a las comediantas, bailarinas y otras amazonas errantes, que en profundizar ninguna ciencia, ni arte, ni doctrina. Pero, en cambio, y para que nada faltase en su casa, tenía este señor un cocinero que, a más de guisar como pocos, y de ello doy fe, era, asimismo, un sabio notable, sobre todo en Astronomía, Química y Antropología. Apenas acababa de dar de comer a sus amos, venían a buscarle uno y hasta a veces dos académicos de Dresde, y se salían con él a dar paseos filosóficos. Todos los años tenía este docto cocinero un mes de licencia para ir a París, conversar con los sabios de aquella moderna Atenas y ponerse al corriente de los últimos descubrimientos científicos. Para consolar a sus señores, traía también de París dos o tres platos de nueva invención. El barón Fabrice le llevó consigo a España, y mientras este cocinero estuvo entre nosotros, lo averiguó y escudriñó todo, así de leyes y costumbres como de monumentos y literatura, y compuso un libro precioso, al cual estaba dando los últimos toques y golpes de luz, cuando yo estuve en Dresde, donde dicho libro debió de publicarse poco después de mi salida. Este libro, ya sea por los muchos y diversos puntos de que trata, ya por la profesión de quien lo ha escrito, ya para darle cierto color local en todo, ya, en fin, por estas tres razones juntas, se titula Puchero, y es tan sustancioso como agradable al paladar del alma. Cuando pase por Dresde compraré algunos ejemplares y los llevaré conmigo a Madrid. Por el estilo de este Puchero imagino yo que el mayordomo interino del señor duque está condimentando otro sobre la Rusia, que deberá titularse Kwas.

Ya ve usted entre qué gente me hallo y qué epidemia gráfica y benéfica reina entre nosotros. Bien se puede asegurar que esta Misión extraordinaria no será inútil para la ciencia.

Ayer recibí una epístola del barón de Korv, director de esta Biblioteca Imperial, en la cual me decía que acababa de poner en orden las Biblias y Nuevos Testamentos existentes en dicho establecimiento, y que había hallado una gran colección de dobles, en treinta y seis lenguas diversas, y que me suplicaba se los recomendase al duque, por si quería comprarlos. Con la carta me remitía el catálogo y el precio, que ascendía sólo a ciento setenta y siete rublos de plata. Esta baratura me dio tentación de guardarme yo los libros y no decir nada al duque; pero luego consideré que, en conciencia, no podía hacer esto, pues a él y no a mí se proponía la compra; y así fue que le leí la carta, y el duque ha comprado los libros. Los hay impresos en San Petersburgo y en Astracán, y escritos en muchas de las lenguas que se hablan en este vasto Imperio. Hay algunos, no menos curiosos, en otras lenguas del Asia. Termina la colección con un buen ejemplar del Léxico heptogloton, de Castelli (Londres, 1669). No hay en esta Biblioteca Imperial ninguna Biblia castellana impresa en España, y el barón de Korv dudaba de que nosotros hubiésemos nunca impreso la Biblia en castellano. Yo le he dicho que tenemos varias traducciones, y que la mejor y más leída es la del padre Felipe Scio de San Miguel. Le prometí hacerle venir un ejemplar de la mejor colección, y dejo al arbitrio de usted el escogerlo, y le suplico que lo mande. Lo que el barón de Korv me dé, en cambio de este presente, será para usted, y si usted no lo quiere, yo le pagaré a usted el gasto que haga como mejor a usted le parezca.

El señor duque ha caído en la más honda melancolía porque no vienen los toisones. Las damas conocen su aflicción y le preguntan con interés quare tristis est anima sua . Él responde con una sonrisa llena de dolor, y casi estoy por decir que de lágrimas. Hombre, por Dios, que envíe usted los toisones pronto. Gortchakov sigue de monos y nos huye como a la peste.

Los raouts, los conciertos más o menos sagrados, los convites y las posturas plásticas, ya de aficionados, ya de profesores, se suceden con rapidez y nos divierten, a pesar de la Cuaresma.

Adiós. Suyo afmo.,

J. Valera.

Anoche hubo raout en casa del príncipe Galitzin. En Rusia hay más de mil príncipes Galitzin. El que dio anoche el raout tiene una casa divina. ¡Qué jardines de invierno, iluminados con lámparas de colores! ¡Cuánta fuente en ellos! ¡Cuántas pinturas y estatuas de Mármol! ¡Qué salones, qué escalera, qué buen gusto y qué lujo en todo! Fuerza es confesar que estos hiperbóreos saben vivir. Van a Italia y no sólo se traen sus artes a Rusia, sino hasta su clima y las producciones de su clima, que meten en sus palacios como por encanto.

El amigo Baudin, primer secretario de la Embajada de Francia, me ha dicho, con mucho misterio y rogándome que a nadie más que a ustedes lo diga, que habrá rebaja en los derechos que aquí paga el vino y rebaja grande. Los nuevos aranceles acaso se publiquen para la apertura de la navegación. Tendré cuidado de enviar un ejemplar. La rebaja de derechos a favor de los vinos húngaros y de los principados del Danubio será suprimida.




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San Petersburgo, 6 de abril de 1857.

Querido amigo mío: Ya se rompió el encantamiento y ya nos dieron las grandes cruces para el marqués y para el general Serrano. Para usted no la han dado aún, porque hubo un quid pro quo y se la concedieron al señor Díaz Canseco. Esto se enmendará, y el señor Díaz Canseco se contentará con una encomienda. Después que se celebre la convención, habrá otra hornada de condecoraciones. Aquí las desean tanto o más que nosotros. Yo, entre tanto, deseo largarme, porque no puedo sufrir, ni a Quiñones ni al duque, ni ellos pueden sufrirme. Creen que yo he sido quien ha detenido el envío de los tolsones, y en verdad que si yo he contribuido a este retardo me aplaudo de ello, porque al cabo soltaron por él las otras grandes cruces. Muy bien me hubiera yo llevado con el duque a no haber sido por este majadero de Quiñones. Me parece que le ha hecho creer al duque mil perrerías de mí, y, entre otras, que usted atiende a lo que yo digo y no a lo que el duque dice. El duque está muy alborotado con esto, consulta a Quiñones para todo, y hasta los despachos que escribo a usted y que el duque firma han de pasar por la previa censura del Estado Mayor. Como en el negocio del arreglo comercial no entienden jota, ni el uno ni el otro, se han ido a consultar al vicecónsul, señor Kap-herr. En fin: esto es estúpido, y, sin embargo, casi lo llevaría con gusto si se me lograse cierta pretensión que tengo entre manos.

Empiezo a estar enamorado o cosa parecida. Mi amor, como el amor del duque, está en el Teatro francés. Pero acaso gaste también calzoncillos tan impenetrables como los que gasta el amor del duque. Dicen que esta última ninfa, después de haber recibido infinidad de presentes, no se quita ni se rasga los indicados púdicos calzoncillos, que han venido a transformarse en la piel de cabrito con que las mujeres de Circasia envuelven lo más recóndito y deseable de sus lindas personas: piel de cabrito que les cosen sus padres cuando llegan a ser viripotentes, y que el marido rompe sólo y desata la noche de bodas: piel de cabrito, en fin, que se suspende luego como trofeo en el más conspicuo y honrado lugar de la casa. Ello es que el pobre duque se da con esto a todos los diablos, como yo me daré, si también para mí hay calzoncillos o piel de cabrito, y detesta las costumbres circasianas adoptadas por las artistas de París.

No sé ya qué hacer para amansar los corazones de estos descendientes de los Borjas y de los don Suero. Si por dicha lograse yo mi pretensión y don Suero llegase a entenderlo, tendría un sofoquín y se pondría más en mi contra.

Ben-Humeya, don Suero y el mayordomo siguen escribiendo sus impresiones. En buenas manos está el pandero, y se me quitan las ganas de repicarle, habiendo ya quien tan bien le repique. Básteme la gloria de haberles mostrado el camino. Vita mostrata via est, como dijo el profano de Venusa.

Tengo once Nuevos Testamentos en once lenguas diversas de las habladas en este Imperio. El señor marqués de Pidal puede disponer de ellos, si este género de libros son de los que él colecciona. Cuando no, me los guardaré.

El señor Muralt, que es un sabio inocente, como hay muchos en Alemania y algunos por aquí, ha venido a verme y me ha regalado todas sus obras. También el señor Obrescov, economista, que se cae, pero que se ha roto los cascos recogiendo noticias sobre el oro y la plata y careciendo absolutamente de estos metales preciosos, me ha regalado un ejemplar de su libro y le he ofrecido hacer de él un artículo crítico para los periódicos de España. Veremos si tengo paciencia para enjaretar este artículo. Entre tanto, él envía también un ejemplar a su majestad y otro al ministro de Hacienda, con la esperanza, que tímidamente me ha manifestado, de que le den una cruz. El duque ha querido que el ídem de Valencia disfrute también del señor Obrescov, y así va otro ejemplar para él. Todos están encuadernados de una manera simbólica, pues como tratan de oro y de plata, van encuadernados en un papelón en apariencia, aunque leve, de dicha sustancia. En fin: pocas veces he visto sabio más mentecatus que este señor Obrescov. Y, sin embargo, el Allgemeine Zeitung, el Journal des Économistes y el yo no sé cuántos, han hablado de él con elogio. Para que se vea que la gloria es la recompensa de los que se afanan por adquirirla, aunque sean unos topos. El señor Muralt desea saber si el Evangelio de San Bernabé, de que envío adjunta la descripción hecha por él, existe en España, o se conoce en original. Suponen que acaso sea dicho Evangelio obra de moros o de moriscos en favor del Islam.

Adiós. No puedo ser más extenso, y para lo que usted me escribe, dándome a entender con sus desvíos, que ya le cansan mis cartas, harto larga es ésta.

Suyo afectísimo,

J. Valera.




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San Petersburgo, 13 de abril de 1857.

Mi querido amigo: Dios me ha castigado muy severamente por las burlas que he hecho de los calzoncillos de mademoiselle de Théric, y de la cómica desesperación del duque. Algo peor que los calzoncillos he encontrado yo, y más desesperado y triste estoy ahora que su excelencia.

Yo me creía ya un filósofo curtido y parapetado contra el amor; pero me he llevado un chasco solemne. Estoy en un estado de agitación diabólico, y es menester que le cuente a usted mi desventurada aventura. Si no la cuento, voy a reventar. Es menester que me desahogue, que me quite este peso de encima. Nada podría escribir a usted si no escribiese de este amor. No pienso más que en este amor, y me parece que voy a volverme loco. Ríase usted, que harto lo merezco. No tengo más consuelo que hacer de todo esto una novela.

Magdalena Brohan está aquí rodeada de galanes. Los jóvenes del Cuerpo diplomático la adoran rendidos; los inmortales del emperador la siguen cuando ella sale a la calle; las carnes de seis o siete docenas de boyardos y de príncipes y de stolnikos rebuznan por ella; en el teatro es aplaudida a rabiar y una lluvia de flores cae a menudo a sus plantas; el príncipe Orlov se pirra por sus pedazos, y el duque de Osuna, a quien no le parece tampoco saco de paja, va a verla a menudo y le escribe billetitos tiernos. Pero ninguno de estos triunfos, ni el haberla visto representar lindamente, ni el oír de continuo hablar en su alabanza a mis compañeros, nada, digo, había movido mi ánimo, ni por curiosidad tan sólo, a ha que me presentasen a ella. Mi distracción se puede confundir a veces con el desdén o con la indiferencia, y no sé si picada de esta indiferencia mía o deseosa de tener uno más que la requebrara y pretendiera, Magdalena pidió a Baudin, secretario de la Embajada de Francia, que me llevase a su casa. Digo que ella lo pidió, porque a Baudin de seguro no se le hubiera ocurrido llevarme allí tan espontáneamente, si no lo hubiese pretendido ella. Baudin me dio una cita en su casa para que fuésemos a ver a la Brohan. Falté a la cita, me excusé y no se volvió a hablar de la presentación en algunos días. Mas hará dos semanas, sobre poco más o menos, Baudin comió en casa y, acabada la comida, me dijo de nuevo si quería yo ir a ver a Magdalena. Le dije que sí y fuimos juntos. Ni la más remota intención, ni el más leve pensamiento tenía yo entonces de pretender a esta mujer. Todas las hermosas damas de Petersburgo, coronadas de flores, deslumbradoras de oro y piedras preciosas, elegantes en el vestir, aristocráticas y amables en el trato y los modales, hablando siete u ocho lenguas y disertando sobre Metafísica y Pedagogía, habían ya pasado por delante de mí


   como ilusiones vaporosas,
sin conmover ni herir mi corazón.

Pero donde menos se piensa, salta la liebre, y nadie hasta lo último debe cantar victoria.

Magdalena estaba en la cama, porque se había dislocado un pie haciendo un papel muy apasionado en el teatro. Ella, según afirma, se exalta por tal extremo cuando representa, que no sabe lo que hace, y llora y ríe, y se enfurece de veras, y el día menos pensado será capaz de matarse o de morirse sobre las tablas. Ya, poco ha, se hirió una mano, y en verdad que las tiene preciosas y bien cuidadas, y siguió representando sin advertir, hasta que el público lo notó, por la sangre que derramaba y que le manchaba el vestido. En fin, ella estaba en la cama, muy cucamente aderezada para recibir a sus admiradores. Sus ojos tienen una dulzura singular y a veces cierta viveza y resplandor gatunos. La boca grande, los labios frescos y gruesos y dos hileras de dientes como dos hilos de perlas, que deja ver cuando se ríe, que es a cada instante. Canta como un jilguero y se sabe de memoria todas las cancioncillas francesas más alegres. Ha leído muchas novelas; tiene ideas extrañas y romancescas, y charla como una cotorra, y se entusiasma al hablar, y se anima, y se pone pálida y colorada, y todo parece natural, sin que se vea en ella artificio.

Todas estas gracias me hicieron desde luego notable impresión, entusiasmándome, más que nada, la naturalidad de bonne fille de esta comedianta, que verdaderamente hace contraste con la afectación de las damas rusas. Pero mi admiración y mi entusiasmo eran más bien de observador curioso que de enamorado, más de artista que de galanteador rendido. La idea que tenía yo meses ha en la cabeza de que ya no era yo Cándido, sino el doctor Pangloss; de que toda la ternura de mi alma debía ya dedicarse a Dios, a la Humanidad entera, o a la patria, o a la filosofía, y no a una individua de carne y hueso, a un ser caduco y lleno de faltas y debilidades, me quitaba todo el deseo de cortejar, y hasta toda esperanza de conseguir algo cortejando, porque yo me imaginaba viejo y para poco. Así es que de la primera entrevista con Magdalena salí sin cariño alguno en el alma y sin apetito en los sentidos. De este modo fui aún a verla tres o cuatro veces, y si no recuerdo mal, no noté hasta la quinta vez la ternura con que ella me miraba con aquellos ojos de gato, y lo que celebraba mis ojos, haciendo que me acercase a ella con la luz de una bujía para ver si eran negros o verdes y compararlos con los suyos, que yo también hube de mirar con atención y más espacio del que conviene. Todo esto delante de personas que allí estaban y que debían divertirse poco con estos estudios sobre el color de los ojos. Aquella misma noche me dijo Baudin que había hecho la conquista de Magdalena; y como Baudin es un francés hugonote, serio y formal, y no un bromista y amigo de pullas, como los franceses son por lo común, yo entendía que algo había de cierto en lo que decía. Y entonces, muy hueco de mi conquista y agradecido a Magdalena, empecé a cobrarla cariño, aunque tibio, y a pensar en aprovecharme pronto de la buena ventura que el Cielo o el infierno me deparaba, y con la cual tendría muy cumplido y airoso fin mi estancia en esta gran capital, llevando conmigo un dulcísimo recuerdo de ella, a trueque de que al partir me llamasen cruel Vireno y fugitivo Eneas. Suspendido en estos agradables pensamientos, dormí de muy dichoso sueño aquella noche, y a la mañana siguiente me encontré fresco como una rosa al mirarme al espejo, y tuve por sandez y desidia mía el haber andado tan tímido y retraído de galanteos en San Petersburgo, porque yo consideraba entonces que así como Magdalena se había enamorado de mí, quince o veinte princesas pudieran haberse enamorado de mí del mismo modo, por poco pie que yo hubiese dado para ello, que hay grande aliciente en un forastero galán y bien hablado, venido de tierras lejanas, de la patria de Don Juan y Don Quijote, como quien no quiere la cosa, y que, lejos de ser feo y viejo, era yo lindo muchacho, y otras necedades por el estilo. Con lo cual llamé a un criado y le ordené que inmediatamente me comprase el más hermoso ramillete de flores que pudiera hallar. Vino el ramillete y se lo remití a la señora de mis hasta entonces agradables y desvanecidos pensamientos. Aquella noche estaba allí Baudin cuando fui a verla. Mi ramillete sobre la cama. De cuando en cuando ella lo miraba, le olía o se comía una hoja. La camelia más encendida la había arrancado del ramillete y la tenía colocada sobre el pecho. Dos o tres veces me tiró a las narices hojas a medio comer, despidiéndolas de sí con un capirotazo. El día antes había hablado de una novela de Mérimée titulada Carmen, en la cual don José empieza de este modo a enamorarse de la gitana. Ella, Magdalena, había dicho a Baudin que no sabía de quién venía el ramillete, pero harto bien que lo sabía. Yo no caí en esto, y cuando Baudin se dirigió a mí y me preguntó si era yo quien había enviado el ramillete, contesté que sí, pero sin ponerme colorado y con grande aplomo. «¿A propósito de qué?», me dijo ella. «Por capricho», le contesté. Me dio las gracias y no se habló más del asunto.

A la noche siguiente volví a verla y me la encontré sola. En un vaso, y sobre la mesa, había otro ramillete más fresco, doble mayor y más rico que el que yo había enviado. No se había arrancado de él camelia alguna para ponerla en el pecho, ni se había mordido una sola hoja. Yo, sin embargo, me encelé al verla, y di celos antes de hablar de amor. Di celos elogiando la hermosura del nuevo ramillete, tan superior al mío. «La idea se ha de estimar en esto -dijo ella-, y la idea es de usted; este otro galán no ha hecho más que imitarle.» Este otro galán era el excelentísimo señor duque de Osuna y del Infantado. Ella me lo confesó, y si no me lo hubiera confesado, lo hubiera yo reconocido, aunque no tenía antecedente alguno de los galanteos del duque con ella. Yo había visto aquel ramillete, por la mañana, entre las manos del mayordomo del duque.

En fin: estábamos solos, y ella en la cama, más bonita que nunca. Nos miramos de nuevo a los ojos, nos acercamos, se encendieron nuestros ojos y llegué a darle un beso en la frente. Se incomodó, o fingió incomodarse, y me rechazó. A todo esto, no se había hablado ni una palabra de amores. Entonces, sentado a la cabecera, y casi inclinado sobre la cama, me puse a mirarla en silencio y muy fijamente, y a ella se le adormecieron los ojos y se le humedecieron, y me dijo que la magnetizaba y que se iba a dormir; que si sabría yo desmagnetizarla luego. Con la mayor inocencia y candidez del mundo la contesté que no. «Pues entonces, por Dios, no me mire», me dijo ella. Obedecí humildemente y dejé de mirarla; me eché sobre el sillón, me puse a suspirar como enamorado y a callar como en misa. Magdalena se incorporó entonces y me miró a su vez, con ojos tan cariñosos y provocativos, que me levantó en peso del sillón, y diciéndola: «Te amo», me eché sobre ella, y la besé, y la estrujé, y la mordí, como si tuviese el diablo en mi cuerpo. Y ella no se resistió, sino que me estrechó en sus brazos, y unió y apretó su boca a la mía, y me mordió la lengua y el pescuezo, y me besó mil veces los ojos, y me acarició y enredó el pelo con sus lindas manos, diciendo que tenía reflejos azules y que estaba enamorada de mi pelo; y me quería poner los besos en el alma, según lo íntima y estrechamente que me los ponía dentro de la boca, y nos respiramos el aliento, sorbiendo para muy dentro muy unidos, como si quisiéramos confundirnos y unimismarnos. En fin: fue una locura de amor que duró hasta las dos de la noche, desde las nueve. Pero nunca consintió ella, por más esfuerzos que hice, en hacerme venturoso del todo. Y siempre que lo intenté se resistió como una fiera; por donde, rendido y lánguido y borracho, me dejé al cabo caer sobre ella como muerto, y como muerto me quedé más de una hora, y ella también pâmée, y uniendo boca con boca, como palomitas mansas. Dafnis y Cloe, antes de saber el último fin del amor, no se abrazaron nunca tan prolongada y amorosamente.

Varios coloquios, si coloquios pueden llamarse estos ejercicios andróginos, tuve con Magdalena desde aquel día; esto es, desde aquella noche. Estaba yo fuera de mí y se diría que me habían dado un filtro. Adiós libros, estudios, filosofía; ya no había para mí más estudios que Magdalena. Ella se fingía enferma; no recibía a los amigos y me recibía a mí solo. Siempre las mismas ternuras, los mismos extremos, la misma resistencia y el mismo rendimiento y desmayo para terminar la función. Cuando no me hallaba a su lado, o la escribía cartas, que no sé por qué no se inflamaban y saltaban por el aire, como las bombas de percusión de Quiñones, o me recitaba a mí mismo cuantos versos propios y ajenos guardo en la memoria, poniéndoles comentario más poético aún y sublime que la poesía. Cuando me acercaba a ella y empezaba los ejercicios mencionados, se me armaba una música en el cerebro, tan estruendosa como la que hubo en Moscú durante la coronación, con cañones y todo, y tan armoniosa como las sinfonías de Beethoven. En fin: era un frenesí continuo, que no podía durar. Ella, entre tanto, estaba incomodadísima con asuntos antiguos y nuevas consecuencias de ellos. Su marido, el poeta Uchard, de quien está separada, acaba de componer una comedia autobiográfica, en la que pinta a ella como un monstruo y él se pinta como un santo mártir. Los periódicos todos han hablado de esta comedia encomiándola mucho y tratando malamente a Magdalena. Entre tanto, su amante, no sé su nombre, ni quiero saberlo; su amante, aquel, digo, por quien se separó de Uchard, está arruinado, y ella supone que se ha arruinado por seguirla, abandonando sus negocios. Este maldito amante está en París, y ella sostiene que, a pesar de todos los stolnikos, diplomáticos, atamanes, príncipes y bovardos, se ha conservado intacta y fiel hasta el día en que cayó entre mis brazos.

¡Vea usted qué triunfo! Por desgracia, no ha sido completo, y, a pesar de mis arremetidas, me he quedado a media miel.

Una noche fui a su casa y no me quiso recibir, porque el duque, Baudin y otros estaban allí y sospechaban ya nuestros amores. Volví a este palacio de la señora Balerma con un corazón más marchito que el de Durandarte, y lloré de rabia, y me di de calamochadas, y me burlé de mí mismo, y me enfurecí y enternecí, y tuve un dolor de estómago espantoso, y los nervios, y en toda la noche no dormí una hora.

El rey Asuero se hacía leer la crónica de su reinado cuando no podía dormir; yo, que no reino en ninguna parte, ni en su corazón, me puse a leer el Teatro de Clara Gazul para distraerme. Aquellas historias diabólicas, aquellos amores espantosos inventados por Mérimée, me calentaron más la cabeza. Me levanté de la cama, y al amanecer, pálido y melancólico, me puse a escribirle una nueva carta. Le decía que era mejor que me dejara, que yo era un galán de alcorza, suave como un guante, y no como aquellos terribles enamorados del Teatro de Clara Gazul que me había prestado ella; que la fe, que había hecho tan grande a los españoles de otros siglos, nos faltaba ahora, a mí sobre todo, y que nunca el diablo, aunque fuese por intercesión de ella, sacaría de mí fruto alguno, por más que se esmerase; que, sin embargo, aunque me faltaba capacidad para las cosas grandes, aborrecía de muerte las cosas vulgares; que nuestro amor era vulgar e indigno de nosotros y que debíamos ahogarle, con otras tonterías y disparates del mismo género. Viniendo a terminar la carta con arrepentirme de todo lo dicho y con repetirle que la adoraba y que no dejase de amarme, y que si había dicho blasfemias y desatinos, era porque tenía la fiebre, como creo que era verdad; pero que a la noche volvería a verla, más apasionado y sumiso que nunca, contentándome con lo que me diera, sin pedirle más lo que con tanto recato se guarda para aquel señor que está en París. A todo esto trajo el criado por contestación que no fuese aquella noche a su casa, sino que fuese a la una del día siguiente. Ni una palabra sobre mi enfermedad, ni un «me alegraré que usted se alivie». La pena que me causó esta contestación no sabré ponderarla. Estuve por dejarme caer de espaldas con la silla en que estaba sentado, dar en el suelo con el occipucio, vulgo colodrillo, y morir como el pontífice Helí, cuando le anunciaron la muerte de sus hijos queridos. ¿Qué hijos más queridos de mi corazón que estos amores apenas nacidos y ya muertos y asesinados bárbaramente? Pero me contuve y quedé quieto, sin echarme hacia atrás, guardándome para mayores cosas y riendo en mi interior de la idea estrambótica que se me había ocurrido de imitar al pontífice Helí. Antes bien, me propuse hacer del indiferente y del desdeñoso, y plantarla y desecharla de mí, diciéndole que todo había sido broma, a lo cual mis cartas anteriores daban indudablemente ciertos visos de certeza, porque más estaban escritas para reír que para enternecer, si no es que al través de las burlas acertaba ella a descubrir las lágrimas y la sangre con que estaban escritas. Porque es de notar que los hombres descreídos que tenemos el corazón amoroso, solemos amar entrañablemente cuando amamos, poniendo en la mujer un afecto desmedido que para Dios debiera consagrarse, y viendo en ella, aunque sea una mala pécora,


l'amorosa idea
che gran parte d'Olimpo in se racchiude.

Temblando me puse a escribir mi carta, pero de despedida; con tanta, con tanta cólera como el moro Tarfe, por manera que emborronaba o rasgaba el delgado papel y la carta no salía nunca de mi gusto, y al cabo, después de escribir siete u ocho, determiné no enviar ninguna, tomando la honrada y animosa determinación de despedirme de ella de palabra, conservando en su presencia una dureza pedernalina y una frialdad de veinticinco grados bajo cero.

Dormí mejor aquella noche, acaso con la esperanza, que yo no osaba confesarme a mí mismo, de que en cuanto le dijese «Se acabó», se echaría al cuello y me pediría que no la abandonase, y que entonces se olvidaría de las obligaciones que debe al de París y se me entregaría a todo mi talante. Y ahora sí que encaja bien lo del antiguo romance:


   a pesar de Paladino
y de los moros de España.

Ello es que, a pesar de mi terrible determinación de dejarla para siempre, me puse, para ir a verla, hecho un Medoro. Tomé un baño, no sé si para que se me calmasen los nervios y estar más sereno en aquella grande ocasión, o si para estar más limpio y oloroso; me afeité más a contrapelo que nunca, dando a mis mejillas la suavidad de una teta de virgen; me limpié los dientes y perfumé la boca, haciendo desaparecer todo olor de cigarro, con polvos de la Sociedad Higiénica y elixir odontálgico del doctor Pelletier; me eché en el pañuelo esencia triple de violetas de míster Bagley en Londres, y, en fin, me atildé como Gerineldo cuando fue por la noche en busca de la infantina, que deseaba tenerle dos horas a su servicio. Llegué, llamé, estaba sola, me anunciaron y entré resplandeciente de hermosura, pulcritud y elegancia. Pero no estaba ella menos pulcra, elegante y hermosa. Tota pulchra est amica mea, et macula non est in te, le hubiera yo dicho si ella supiese latín. No se lo dije porque no lo sabe y porque venía yo dispuesto a desecharla de mí y no a requebrarla. Me senté, pues, a su lado con gran seriedad, pero sin dejar de admirarme y alegrarme de verla levantada y puesta de veinticinco alfileres. Seda, encajes, brazaletes, cabello luciente y peinado con arte; qué sé yo cuánto primor y ornato en su persona, que me la tornaba más bonita y me ponían en el corazón deseo y hasta esperanza de ajar aquellas galas, de enredar aquel pelo, de aplastar aquel miriñaque y de hacer caer aquella cabeza tan viva y tan alta entonces, pálida, con la boca entreabierta y con los ojos traspuestos y amortecidos, entre mis brazos. A pesar de estos pensamientos retozones, predominó en mí la vanidad, y aunque no dije, desde luego, «Se acabaron los amores», tampoco dije «Te amo todavía». Verdad es que ella no me dio tiempo; ella me despidió antes que yo la despidiera, como si yo me hubiera atrevido nunca a despedirla. Ella me dijo: «Olvidémoslo todo» (espantosa amnistía), y me tendió la mano de amigo, como en estos casos se usa, y me dijo con cierta ternura compasiva e irritante: Ne m'en voulez pas. Entonces tuve yo un momento de inspiración. Tomé su mano, la estreché con amistad y le dije que distaba tanto del lui en vouloir por lo que acababa de decirme, que venía dispuesto a decirle lo propio y que ella se me había adelantado: que nuestros amores no habían sido ni podían ser más que un sueño, la ilusión de un instante, y que yo me alegraba de que acabasen, porque, dentro de tres semanas a más tardar, debía salir para España, y la separación hubiera sido dolorosísima si nos hubiéramos querido de otra suerte. En todo esto, entró un actor francés, compañero suyo, y hablamos del calor y el frío y de que ella estaba ya decidida a contratarse en este teatro Imperial por otros cuatro años, y pensaba permanecer en Petersburgo, sin ir a París, donde sólo le aguardaban disgustos y murmuraciones y escándalo con la tal maldita comedia de La Fiammina, que tanto ruido ha hecho, y de la que ella es la mal disimulada heroína. A poco rato me levanté, saludé con mucha desenvoltura y cortesanía y me planté en la calle a tomar el fresco.

Pensé ir a la Biblioteca a ver los manuscritos españoles; pero no estaba yo para darme a manuscritos, sino a perros. Todo se me volvía pasear y pasear, sin poder pararme en ningún sitio La cabeza se me iba. Vi pasar las tropas: Caballería, Artillería, Infantería, que volvían de una gran parada, a la que el duque y Quiñones habían asistido, y no vi nada verdaderamente. Todo esto era sobre la Perspectiva Nevski; pero nunca, por más que caminaba yo, me alejaba mucho de la plaza Miguel, donde vive Magdalena Brohan. A cada paso se me antojaba volver allí, echarme a sus pies de rodillas y pedirle, por amor de Dios, que me quisiera.

A vueltas andaba yo con este indigno y bajo pensamiento, cuando me tocaron, por detrás, en el hombro. Así tocó Minerva a Aquiles, asiéndole por la cabellera, en ocasión en que ya sacaba el poderoso estoque para dar cruda muerte al anax andron16 Agamenón. Volví a cara, y no reconocí a la diosa al resplandor de los ojos zarcos, sino al pobre marqués de Oldoini, famoso por padre de Castiglione. Ille pater est, quem justae demostrant nuptiae. Este buen señor está aquí de secretario de la Legación de Cerdeña; aunque ya es abuelo, pretende aún a las damas; ha sido patito de la Bossio, y lo es ahora, como yo, de la Brohan. Es cuanto me quedaba que ser: compañero de desgracias de Oldoini. Me resigne, sin embargo, a ser su compañero de desgracias, y aun de paseo, y le seguí a donde quiso llevarme. Al cabo de mucho andar, vinimos a encontrarnos en la Embajada de Francia; entramos y fumamos un cigarro con Baudin y los otros secretarios. Yo charlé alegremente, como si nada me hubiera pasado. Conocí que me creían dichoso, porque en San Petersburgo, aunque tan gran ciudad, nada se ignora en cierto círculo. Ya se habrán desengañado, probablemente. Esto fue anteayer. Cuando volví a casa me entró calentura y la aguanté, y me senté a la mesa, aunque comí poco. Luego fui a una tertulia y estuve en ella más animado y decidor que de costumbre. Pero cuando entré de nuevo en mi cuarto a las dos de la noche y me vi solo conmigo mismo, se me figuró que estaba en el infierno. Imaginé que había estado cinco o seis días en el Cielo, que había probado todas sus glorias y que en lo mejor de ellas había venido San Pedro y de un puntapié me había plantado en la calle. Me entraron ganas de matarme; pero no me maté, como ya usted supondrá al leer esta larguísima carta. Acaso fue flaqueza de corazón o la razón fría, algo risueña y burlona, que no me abandona nunca, ni en los momentos de más pasión, y que mezcla siempre lo cómico a lo trágico. Figúrese usted que me reía de mí mismo al verme tan desesperado, y no por eso dejaba de desesperarme, ni, al desesperarme, de reírme. He comprado aquí un puñal de allá, de Georgia o de Persia, ancho, grande, damasquinado y truculento. Con él se puede cortar a cercén la cabeza de un buey.

Tiene este puñal una canal profunda en el centro de la hoja, sin duda para que la sangre corra por allí, y la adornan engastes de oro, donde lucida, si no propiamente, se aparecen el monte Ararat, el Arca de Noé reposando sobre su cima y una paloma con la rama de oliva en el pico. Esto y más observé yo anteanoche en mi puñal georgiano o persa, porque no cesaba de sacarlo de la vaina y pensar en la muerte teatral y aparatosa que pudiera darme con él:


Osa ferro e veleno meditar lungamente
e nell'indotta mente

la gentileza del morir comprende.

Por último, en vez de pensar que era una gentileza, vine a tener por cierto que era una tontería el matarse por tan poca cosa, y que, a quererme matar, no habían de faltarme mejores ocasiones en el futuro, y que ya las había tenido y las había desperdiciado. Porque, al fin, si uno tuviera que matarse cada vez que el suicidio viene a propósito, se ajusta a la acción y termina bien el drama, plaudite cives, sería menester tener seis o siete vidas al año para irlas sacrificando cuando conviene, sin quedarse a lo mejor sin vida y sin poder trucidarse cuando el caso más lo requiera. Cuando voy a un baile y me aburro, me quedo en el baile hasta lo último, a ver si por dicha a lo último me divierto. Y en este pícaro mundo, que es también un baile, me va a acontecer lo propio, y con la esperanza de divertirme algún día, voy a vivir más que Matusalén, pero aburrido siempre, esto es, desesperado, porque yo no puedo aburrirme mientras haya que observar este hermoso y variado espectáculo del mundo. Cuando yo me muera, aunque esté hecho una momia, creo que voy a cantar, como la Traviata: Gran Dio, morir si giovane!, sintiendo siempre no poder gozar ni de la esperanza de gozar algo después de muerto, por donde conviene, para arrostrar decididamente la muerte, creer en la inmortalidad. Leyendo el Fedón, convencido de lo que dice Sócrates, teniendo motivo y no queriendo vitam preferre pudori, puede cualquier pagano beber, sin reparo alguno, la cicuta. Pero yo, por no ser nada de veras, ni pagano soy. Momentos tengo en que soy católico ferviente y siento arranques de meterme fraile y de irme a predicar el Evangelio a la Oceanía o al centro de África.

En resolución: yo pasé anteanoche una noche espantosa, y con pocas como ésta, sobre todo si vinieran precedidas de ejercicios andróginos, que fatigan más que los deleites naturales, por vivos que éstos sean, sospecho que daría al traste con mi consunta personita. Ayer no podía tenerme en pie, e imaginaba que estaba aniquilado de espíritu y de cuerpo. Pasé por la última humillación. Escribí a Magdalena Brohan una carta ternísima pidiéndole aún que me amase y prometiéndole quedarme aquí los cuatro años que ella se quedase. ¿Con qué impaciencia no esperé su contestación? Si hubiera sido favorable, enseguida le hubiera escrito a usted suplicándole encarecidamente que me dejase aquí de secretario de la Legación y diese a quien gustase mi puesto en esa Primera Secretaria. Pero la respuesta a tanta ternura, a lo mejor de mi alma, que iba envuelto en aquel papel como un ochavo de especie, fueron sólo estas crueles palabras: C'est impossible. Il faut partir. Adieu. Me puse peor de salud. Llamé al médico; me tomó el pulso y me miró la lengua; me dijo que lo que yo tenía era un grande empacho bilioso, y me recetó una purga bastante activa. Hágase usted cargo de qué manera tan prosaica me estoy curando el amor. Estoy a dieta; la pócima hace su efecto, y se me figura que voy sanando. ¡Dios lo quiera!

De tanto cariño, de tantos momentos de abandono, sólo me queda el recuerdo. Le rogué, pero ella no quiso, que me mordiese en el cuello hasta dejarme una cicatriz, como la del rey Haroldo, por donde Alix, la de la garganta de cisne, le descubrió entre los muertos de Hastings, a pesar de lo desfigurado que estaba. Ella no quiso aceptar un anillo que yo le presenté como recuerdo mío. Lo compré en el Almacén Inglés, y me costó setenta y ocho rublos de plata. Vale poco, porque en el dicho almacén son unos ladrones; pero, como recuerdo, siempre valía... Ella, sin embargo, no lo tomó; me cortó con los dientes un mechón de mis cabellos y se lo guardó como relicario. Ya lo habrá tirado, quién sabe dónde.

Estamos en Semana Santa, según el estilo griego. Hoy es lunes, día pintiparado para estarse metido en casa, purgándose, haciendo penitencia y hasta confesión general, porque esta carta no es otra cosa. Aquí confieso mil culpas y necedades y me arrepiento de ellas, y hallo algún consuelo en confesárselas a usted y arrepentirme. Nunca, sin embargo, me persuadiré de que Magdalena Brohan es une coquine, sino que entenderé que es buena amante y sublime, aunque yo no sé por qué extravagancias o aprensiones inexplicables de mujer ha hecho de mí una víctima, cuando debiera haberme dejado tranquilo, como yo lo estaba.

Adiós. Esta carta no debe formar parte de la colección de mis cartas de Rusia. Esta carta está fechada en el país du tendre.

Soy su amigo afectísimo,

Juan Valera.




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San Petersburgo, 15 de abril de 1857.

Mi muy querido amigo: ¿Qué habrá usted pensado y dicho de mí al leer la carta que le escribí hace dos días? Por lo menos, que yo, estaba loco. Loco estaba yo, en efecto; pero ya me he sosegado y vuelto a mi acuerdo. Menester es que una mujer tenga malas entrañas, y Magdalena Brohan no las tiene malas, o que sea harta singular y excéntrica, como ahora se dice, para sacar de sus casillas a un hombre pacífico y filósofo y hacerle tomar un baño ruso de amor. Yo he pasado, con rapidez increíble, de lo más ardiente a lo más frío, de um quebranto d'amor melhor que a vida a las contorsiones y convulsiones de la rabia. Dios se lo pague, pues aunque mal trago, siempre es bueno probar de todo en este mundo.

Durante mi enfermedad, mientras yo estaba


   vencido de frenético erotismo,
enfermedad de amor o el amor mismo.

se ha verificado la débâcle del Neva. Desde los balcones de esta casa he visto los hielos que se ponían en movimiento, como tocados por una varita de virtud; que se separaban, y rompían y bajaban, con majestad, a perderse en el Báltico. Consigo han arrastrado no pocas barcas y otros objetos que descuidadamente dejaron los dueños a su paso, sin tomar precaución alguna. Pero la fiesta ha sido magnifica, y algo debe de costar. El raudal caudaloso que estos hielos encubrían ha quedado ahora descubierto. Ya lo cruzan mil ligeros botes, y los buques de vela y de vapor, que yacían inmóviles y aprisionados, se mecen ahora sobre las ondas cristalinas. La misma corriente y un ligero viento primaveral rizan y encrespan suavemente la superficie de las aguas. Los innumerables palacios que coronan ambos lados del río se retratan en ellas y parecen más soberbios y pagados de su hermosura al volverse a mirar al espejo después de tanto tiempo. El tiempo es inmejorable. Un sol meridional derrama su luz sobre los edificios todos, y parece que los besa enamorado y que engendra otros tantos soles en las agujas, cúpulas y campanarios dorados de las iglesias y monasterios griegos. El día se dilata ya hasta las ocho de la tarde. Al despedirse el sol para ir a iluminar otras regiones, se queda en el horizonte por muchas horas y tiende sus rayos oblicuos sobre el río y se baña en él y lo llena de luz, de colores, de tornasol y de reflejos. Los peces deben de alegrarse, en el fondo del agua, de esta visita que el sol les hace después de tan larga separación. Todo vuelve a la vida, jam redit et virgo; la primavera va a venir. Aún no cantan las aves ni se ven en los árboles los primeros pimpollos verdes; pero cantarán y se verán pronto. Cristo no ha resucitado aún; los rusos siguen haciendo penitencia; ahora están en lo más fuerte de ella, y pronto se hará el milagro. Por desgracia, no hay milagro, por benéfico que sea, que no tenga sus contras. El Señor le saca los malos al energúmeno, y éstos se meten en el cuerpo de los cochinos y los cochinos se ahogan. Vendrá la resurrección, y el pueblo ruso, que tiene el estómago vacío, se atracará de jamón y de huevos duros y de ensaladas, y se emborrachará de gusto. Mi médico pronostica que con estas atraquinas se desarrollará el cólera, que nunca abandona estas regiones. Dios quiera que no se cumpla su pronóstico.

Entre tanto, apenas anteayer se vio el Neva libre de hielos, cuando salió de la fortaleza el señor gobernador y atravesó el río con gran prosopopeya y en una lancha aparatosa y brillante. Su excelencia llevaba en la mano un vaso lleno de agua del río, y con este vaso en la mano entró en Palacio y se lo presentó al emperador. La costumbre antigua era que el zar devolviese el vaso lleno de monedas de oro; pero como el vaso crecía cada año en magnitud y amenazaba transformarse en una tinaja, la costumbre ha tenido que modificarse, y el emperador, en vez de las monedas, ahora da una rica joya.

Tengoborski ha muerto. Dos días ha que lo enterraron con gran pompa en la iglesia católica. Era católico y polaco y el más distinguido economista ruso. Su obra de las Fuerzas productivas de Rusia lo acredita. Personaje de tanta cuenta por su saber y por su posición, pues era del Consejo del Imperio, debía ser muy solemnemente honrado en sus funerales, y así es que asistieron a ellos los ministros de la Corona, el Cuerpo diplomático, los grandes señores, los stolnikos, que así llamamos de aquí en adelante a la servidumbre de Palacio, porque esta palabra es graciosa y significativa, y, en fin, hasta el mismísimo zar ortodoxo Alejandro II. Tengoborski se había empleado, en estos últimos días, en la reforma de aranceles. Todo el trabajo está hecho, y no hay más que publicarlo. Mucho sienten los partidarios del sistema restrictivo, que no son pocos en Rusia, que Tengoborski no haya muerto tres meses antes. Se quejan principalmente de que los fabricantes de telas de algodón van a arruinarse, y a quedar sin trabajo los obreros, y a morir la industria. Dicen, además, que Inglaterra no ofrece ventaja alguna en cambio, y que los aguardientes, de que puede hacerse aquí gran exportación, pagan en aquel país tan exorbitantes derechos de Aduanas y de consumo, que no es posible llevarlos. Los más liberales, y a éstos creo, sostienen que la exportación de aguardientes no es más considerable por las trabas que pone el Gobierno. Figúrese usted que aquí han hecho un monopolio de la destilación y que para poner un alambique y quemar para fuera del Imperio es menester licencia. La industria algodonera de por aquí debe de parecerse algo a la de España. Así es que a los liberales, a los mercaderes y a los diplomáticos extranjeros no se les cuece el pan, como suele decirse, aunque sea expresión chabacana, hasta que se publiquen los aranceles, y acusan, a la sordina, al Gobierno de ruinmente interesado, porque retarda la publicación hasta que entren y paguen los derechos las muchas mercaderías que hay ahora en depósito en estas Aduanas.

Volviendo a Tengoborski, se anuncia que ha dejado escrito el quinto tomo de su obra, que debe de tratar, sin duda, de la Hacienda pública y de las vías de comunicación, puntos importantísimos que deja de tratar en los primeros tomos. Gran curiosidad inspira este tomo quinto, sobre todo por lo que puede decir de la Hacienda imperial. Aquí se hace aún de muchas cosas un secreto de Estado, y en punto a intereses es donde conviene y cabe más misterio.

El señor Obrescov, que es un bendito, pero gran estadista (la estadística es una de aquellas ciencias que Dios ha permitido que inventen los hombres para que ni a los tontos les falten ciencias que estudiar y puedan ser útiles estudiando las ciencias); el señor Obrescov, digo, acaba de publicar un opúsculo donde muy menudamente enumera cuánto pan, cuántos carneros, cuánta pólvora, cuántas balas, etc., etc., han consumido en Crimea los aliados; pero ni una palabra dice de lo que han consumido los rusos. Todo se lo sabe él al dedillo, según me ha afirmado; pero no dirá nada para que el Gobierno no se enfurruñe. Según el señor Obrescov, hubo en Crimea un ejército enemigo de 195.000 hombres; de ellos murieron o fueron heridos 100.000, y gastaron en la guerra 2.332 millones de francos. Hubo en el sitio, sólo de parte de los sitiadores, 2.300 cañones de todos calibres, y 110 millones de cartuchos de fusil y dos millones y medio de cargas de cañón. No sé si se consumió toda esta pirotécnica; pero lo dudo. Y para completar la función, tuvieron también los aliados unos nuevos cohetes que incendian cuanto tocan y que caminan de ocho a diez kilómetros, casi tanto como las flechas del príncipe indio, amor del hada Parabanú. El librito del señor Obrescov está en ruso; pero él mismo me ha traducido lo más sustancial y admirable, acsiologótaton. De su libro sobre el oro y la plata hablaré en otra ocasión.

Aquí ha habido últimamente un acontecimiento espantable. La nobleza se ha reunido para elegir los jueces y magistrados que elige. Estas elecciones tienen lugar cada tres años, y así como el pueblo elige sus starostas o ancianos que le gobiernan, así la nobleza elige ciertos funcionarios. Tiene, además, el derecho de tratar, en estas asambleas, de todos sus negocios, y como quiera que los negocios de la nobleza pueden ser y son los del Imperio, la nobleza puede tratar de los negocios del Imperio todo. El Gobierno puede hacer o no hacer caso de lo que diga la nobleza; pero siempre es un precioso derecho el de poder discutir y poner en tela de juicio los actos del Gobierno. Tiempo hacía que la nobleza no usaba de este derecho; pero este año ha usado de él, y ha hablado de la inmoralidad de los empleados, de los desórdenes de la Administración y de otros asuntos de no menor importancia. Acaso aspire a una libertad y predominio políticos, fundados en esta libertad municipal de que ahora goza; y acaso se cree con el tiempo en este país una forma de gobierno liberal, muy diferente de los gobiernos representativos que por ahí se usan. La gran cuestión que preocupa más a estas gentes es la emancipación de los siervos. Los nobles aseguran que les convendría más que fuesen libres, y que la servidumbre es para ellos una carga más que una ventaja; pero que el emancipar a estos hombres causaría una perturbación inmensa. La servidumbre no viene en Rusia de muy antiguo, como vulgarmente se cree. Se extendió en la época del zar Boris Godunov. Las invasiones de los suecos y polacos, las guerras del falso Demetrio, que por aquel tiempo acontecieron, y, la peste y el hambre y la inseguridad de la vida, que trajeron consigo, abatieron de tal suerte los ánimos, que pueblos enteros se vendieron, por decirlo así, a los señores en cuya tierra vivían, y contrataron solemnemente con ellos no abandonar nunca la tierra, si él les mantenía y sacaba de la miseria en que se hallaban. Antes sólo eran siervos los prisioneros de guerra y los tártaros sometidos; desde entonces lo fueron también los eslavos; pero fueron siervos de la tierra y no de la persona. Toda otra servidumbre que más tarde se haya introducido es por abuso, no por ley. Boris Godunov legalizó, a principios del siglo XVII, la servidumbre de la tierra, porque, habiéndose, por una parte, obligado muchos a no abandonarla, y siendo, por otra, peligrosísimas en aquellos días de trastornos las emigraciones y cambios que antes había, porque los rusos son y han sido siempre algo dados a la vida errante, prohibió que nadie abandonase su tierra. De este modo se explica la actual servidumbre. Sólo los nobles tienen el derecho de poseer siervos. Este privilegio y el de no poder ser fustigados o recibir el knut son los más importantes que tienen. Ninguna pena corporal aflictiva puede aplicarse a un noble, salvo la de muerte, y ésta no tiene en el día aplicación alguna en el fuero común sino en dos casos, a saber: si se atenta a la vida del soberano o se trata de cambiar la forma de gobierno. A ir a Siberia de este modo o del otro, y en los modos hay mucho que decir, o a recibir el knut, si es uno villano, están reducidos los castigos todos.

Tengo el Código penal que promulgó Nicolás I en 1846, y que está traducido en lengua alemana. El Código civil no está traducido. Las provincias del Báltico se rigen por leyes especiales. Creo que este Código civil no es más que un extracto, hecho según cierto sistema, bajo la dirección del célebre jurisconsulto Speranki y sancionado por el mismo grande emperador, en el año de 1832, si no me equivoco. Códigos anteriores, o cosa parecida a un código, sólo ha habido dos: uno en el siglo X, titulado La verdad rusa; otro, publicado por el segundo de los Romanov, que se titula Constitución del zar Alexis. Lo que sí hay es un inmenso cúmulo de leyes, de las cuales Speranki sacó un extracto, y que el mismo Speranki reunió y publicó en cuarenta o cincuenta volúmenes, donde se contienen los más importantes documentos para escribir la historia de la civilización, de las costumbres y de la vida de esta nación poderosa.

Ya se hará usted cargo de que el haberse abolido aquí la pena de muerte para casi todos los delitos es cosa muy moderna. Antes quedaba al arbitrio del juez el imponerla, y la imponía a menudo, fundado en la consideración de que toda infracción de la ley era oponerse a la voluntad del zar, y oponerse a la voluntad del zar, oponerse a la voluntad divina.

Estas noticias las digo tan someramente, que acaso no se entere usted de nada; pero bueno es apuntar ahora, que si más adelante hay tiempo, paciencia y fuentes donde beber, ya podremos dilatarnos.

Mis desabrimientos y el tiempo santo en que estamos me conducirán, probablemente, a los brazos de Muraviev, que me llevará a ver alguna función de iglesia. Así, Marramaquiz, abandonado por Zanaquilda, buscó consuelo a sus penas en los coloquios que tuvo con Garfinando,


   que en los bosques vivía,
donde había estudiado
natural y moral filosofía.

Confieso, sin embargo, que Sobolevski es un hombre, aunque profano, mucho más divertido y discreto que Muraviev, y que su conversación vale diez veces más. Botkin ha tiempo que está en Moscú, o no sé dónde, y no he podido entregarle las obras del duque de Rivas. Entre tanto, Sobolevski las lee y se admira de sus bellezas, aunque las halla, y francamente tiene razón, algo palabreras: defecto común de toda o de casi toda nuestra literatura y quizá de la lengua.

Adiós, y créame suyo afectísimo,

Juan Valera.




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San Petersburgo, 18 de abril de 1857.

Mi querido amigo: Gracias a Dios que ya estamos en Sábado Santo y Cristo resucita dentro de poco. ¡Terrible semana hemos pasado! No hay medio de hablar ni de ver a nadie en estos días.

Los rusos harán penitencia o no la harán; pero ello es que no consienten en ver a nadie. Y lo más triste de todo es que la clase elevada no hace estas cosas corde bono et fide non ficta, sino por ser muy ceremoniosa y estar bien regimentada. No sé si hay un general del culto; pero debía haberlo, así como hay un general de los teatros. Una persona comm'il faut se persignará aquí siempre al levantarse de la mesa, tan maquinalmente como un soldado que se cuadra al ver un oficial que pasa, y del mismo modo, aunque en su vida haya pensado en Dios, se encerrará durante la Semana Santa, y aun una o dos semanas más durante la Cuaresma, y meditará o hará como que medita en los divinos misterios. Por último, si es rico, no sólo tendrá cocinero, mayordomo y lacayos, sino también capilla, y en ella dos o tres popes y unos cuantos cantores. Esto hace que los actos religiosos no sólo no sean aquí verdaderamente católicos, esto es, universales e interesantes a la Humanidad entera, que eleva al Cielo su plegaria y con la plegaria los corazones en la misma comunión, sino que no son siquiera nacionales y patrióticos. El pueblo, acaso con fe sincera, aunque grosera, acude estos días a los templos, a vísperas y maitines. La nobleza, separada del pueblo, celebra en sus casas las ceremonias religiosas que representan o recuerdan el temeroso misterio de la Redención. En las capillas y en las iglesias se cantan versículos de los evangelios, de las epístolas de los apóstoles y de otros pasajes de las sagradas letras que directa o simbólicamente aluden a la pasión de Cristo. Los hermosos cantos que la ensalzan se deben principalmente a dos eminentes poetas y santos de la Grecia cristiana: Cosme de Maimma y Andrés de Creta. Las fiestas de Semana Santa no son aquí populares ni solemnes. El Jueves y el Viernes Santo, a no ser porque no le reciben a uno de visita, no se distinguen de los demás días del año. Las tiendas están abiertas, cada cual se ocupa de sus negocios y los carruajes circulan libremente por la ciudad.

La religión ortodoxa acaso entusiasme aún al pueblo; mas para la gente ilustrada no es más que una religión oficial. El arte no ha hermoseado el culto ortodoxo, y las imágenes son feísimas. El canto sólo es hermoso, y las damas y caballeros rusos se entusiasman con él como con una gloria nacional.

Religión, lo que verdaderamente se llama religión, no creo que haya mucha; mas, en cambio, hay mucho patriotismo. El ruso no es filántropo ni teófilo, sino filorruso. El que quiera amar a Dios y a los hombres, ora encubierta, ora descubiertamente, se hace católico, o se hace filósofo incrédulo, o se hace protestante, y fácil es descubrir en ellos estas inclinaciones, a pesar del viejo oficial de la ortodoxia. Sin embargo, en cuanto se toca la cuerda del patriotismo o del odio a los polacos, el ruso más incrédulo o más católico se vuelve más ortodoxo, como ellos se llaman, que Focio mismo. La dominación de los polacos en Rusia ha engendrado un odio inmenso inextinguible contra los polacos. Ahora la están pagando los pobres. Para un buen ruso o para una buena rusa no hay caballero polaco que no sea falso, traidor, tramposo, etc., ni dama polaca que no sea deshonesta y liviana. Las crueldades y tiranías de los polacos de hace dos siglos las cuentan aquí como si fuesen recientes y cometidas este mismo año. No hay maldad que no les atribuyan.

Los jesuitas, que durante la dominación polaca trataron de civilizar y hacer católicos a los rusos, son aún más aborrecidos. Este odio retrospectivo es lo que detiene más en Rusia los progresos del catolicismo. Porque si a la verdad sería utilísimo, políticamente considerado este negocio, que la Iglesia y el Estado, suponiendo a la Iglesia viva, enérgica y grande, estuviesen íntimamente unidos, como aquí lo están, todavía, creyendo, según creo y es lo cierto, que esta Iglesia está muerta, me parece gran pena para el Estado llevarla colgada y hacer un solo cuerpo con ella, como los gemelos de Siam, muriendo el uno y quedando vivo el otro. Digo que está muerta, porque nada hace más que hacer que canten los sochantres y, sobre todo, porque nada piensa. Los unidos de Lituania y de otros puntos, dominados en lo antiguo por la Polonia, y que en 1839 volvieron a ser rusos de religión, fueron movidos por temor o por esperanzas carnales; y ¿quién duda que la coacción del emperador Nicolás, más que la persuasión de sus apóstoles, tuvo parte en este milagro? ¿Qué civilización o qué cultura económica tienen los rusos? Ninguna, porque su religión no se presta a que la tengan.

La civilización y la cultura vienen aquí, desde los tiempos de Pedro el Grande, de las regiones del Occidente, y vienen empapadas, páseme usted la palabra, en una religión diferente o como elemento extraño a la religión. De aquí el desprecio mal encubierto por el clero que hasta el vulgo siente, a pesar de su fanatismo. Y no sólo desprecio, sino hasta repulsión. No hay nada de peor agüero para un mujik que encontrarse en la calle con un clérigo.

¿Y qué hacen éstos para rehabilitarse? Nada, no hacen nada, por más que se diga.

Los rusos siempre nos salen con que no conocemos sus cosas ni la lengua que hablan; si tuviesen grandes escritos y grandes acciones, ¿quedarían encubiertos? Presumen de más desdeñosos de lo que son, y dicen que nada les importa que no los conozcamos; pero lo que quieren es que no conozcamos sino lo que vale algo, no lo que no vale nada. Pagan el Nord, en Bruselas; han pagado a Haxthausen para que escriba; han dado a Karansin 50.000 francos anuales de renta por haber escrito la historia de Rusia, 50.000 francos de que aún gozan sus hijos, y todavía se obstinan en darse tono de que quieren guardar el incógnito. Ello es que no tienen ningún escritor de nota, ningún Santo Padre de su Iglesia, cuando no lo conocemos. No hay más que Muraviev, que es seglar, y, aunque amigo mío, magis amica veritas, fuerza es confesar que vale poquísimo. Yo leo a Muraviev para enterarme de asuntos que sin leerlos no sabría. Pero aquí ¿quién lee? Él dice que la clase media (el pueblo no sabe leer); yo creo que no le lee nadie. La nobleza, sin embargo, y hasta las damas, que, como he dicho a usted, ya son aquí muy licurgas, suelen pensar en las cosas santas y leer libros de religión. Y los libros que leen son católicos, y si algún sentimiento religioso tienen en el alma es un sentimiento católico. Chateaubriand, Lacordaire, Augusto Nicolás, el cardenal Wisman, el padre Ventura, Genonde, Bautin, Ozanan y tantos otros novísimos, elocuentes y sabios y entusiastas defensores de la verdad de nuestra fe son aquí leídos y admirados, y, como contraposición, en favor de la religión ortodoxa no hay más que Muraviev y los cantos de los sochantres. Hay también en contra de esos autores la filosofía volteriana, la vita bona y alegre y las novelas de Paul de Kock. Pero la severidad de costumbres de este emperador, y de su esposa sobre todo, se oponen a estas ligerezas y devaneos. En el día, la Corte de Rusia, en apariencia al menos, es bastante severa. Se cuentan poquísimos escándalos, y la mayor parte de ellos causados u originados en el extranjero, como si al salir por ahí estas señoras se dejasen en casa las obligaciones como incómodo e inútil bagaje. Usted habrá leído o habrá oído hablar de La dame aux perles, de Alejandro Dumas, hijo. Esta dama de las perlas es la mujer del heredero de Nesselrode. Repito, sin embargo, que lo que es aquí, en el día de hoy, se vive muy morigeradamente o por lo menos con gran recato. Del emperador, que da el ejemplo, sólo se susurra vagamente que adora y que, naturalmente, es adorado por una princesita más docta que la misma reina Libusa. Pero esto está bien disimulado, y pensando piadosamente, se puede dudar que sea cierto.

En los buenos tiempos del emperador Nicolás era muy diferente. La sangre de Catalina II hervía en las venas y turbaba la serena majestad del autócrata.


   Aux filles de bonnes maisons
Comme il avait su plaire,
Ses sujets avaient cent raisons
De le nommer leur père.

Así es que la gente se divertía más que ahora y hasta se cuenta, aunque yo no doy crédito a las malas lenguas, que aquí abundan, que una princesa imperial iba a cenar al restaurante, en partie carrée, con la Woronzov y dos amigos.

¡Cómo, en el día, han mejorado las costumbres! Apenas manent sceleris vestigia. Los antiguos y muchachos servidores del zar difunto son los que dan peor ejemplo, empezando por el conde de Adlerberg, que tiene su coima mantenida, aunque más está ya este buen señor para mandado recoger que para otra cosa.

Entre estos personajes que rodean el trono, más bien nota uno cortesanía y extrema elegancia, como para disimular que son bárbaros, que capacidad y, sobre todo, lo que ahora se llama genio. Adlerberg ya he dicho que no es más que un buen señor: Orlov es cuco y vulgarote, pero entiende su negocio; Gortchakov es el más potable de todos. Gortchakov la da de bel esprit. Ha jugado mucho al secretario y juega todavía, y tiene sus puntas y ribetes de coplero y ha sido gran amigo de Puschkin. Es un causeur admirable; las damas todas lo dicen y se entusiasman de oírle, y ponen por las nubes sus donaires y sutilezas y discreciones. En las notas y despachos que Gortchakov escribe, y le gusta escribirlos para lucir su ingenio, entra por más la presunción de literato que la del hombre político, y se fina y desperece por compaginar frases peinadas o por faire des bons mots, aunque no tengan sentido alguno o tengan otro del que debieran tener; por ejemplo: la que se ha hecho famosa de la Russie se recueille et ne boude pas. Parece que su idea política capital es no hacer política de simpatías; no intervenir en los asuntos de Europa para defender el principio del orden, de la legitimidad, del despotismo o como quiera llamarse, sino para defender y mejorar los intereses de Rusia. Esto tiene de bueno que no habrá en adelante ingratitudes como la de Austria, pero tiene de malo que se pierde la influencia y el prestigio de la idea y que sólo el de la fuerza o el de la conveniencia queda en pie. Verdad es que, distraída la atención un tanto de los negocios exteriores, se podrá reconcentrar en los internos y mejorar la administración, en extremo viciosa, y hacer ferrocarriles y mejorar la industria y las artes, y fomentar el comercio y la riqueza pública, con la cual podrá Rusia, en pocos años, sin hacer conquistas, aumentar tan maravillosamente su poder, que las potencias occidentales tengan que recelar de él más que ahora. Entonces podrá este Gobierno, con más eficacia, volver a ser el propugnador de los principios que más le acomoden. Entre tanto, me aseguran que florecen y se desarrollan notablemente las artes de la paz. La Exposición de pintura y escultura está abierta y ya hablaré a usted de ella otro día. La literatura prospera, si hemos de creerlos. Cinco rublos (ochenta reales de nuestra moneda) es el precio ordinario que recibe un literato por cada página de impresión de una revista, y en Rusia se publican muchas revistas.

Libros se escriben también en abundancia, pero poco notables. De las novelas de Turgueniev es de lo que más se habla, y ya la Revue des Deux Mondes ha dado en francés algunas traducciones de ellas. He notado que las personas cultas de por aquí, esto es, los príncipes y boyardos, porque la burguesía no la conozco, no se fían mucho de los autores rusos, y no los leen sino después de haber pasado por el crisol de la crítica francesa, y cuando los franceses han dicho que son buenos et vidit Deus quod17 esse bonum. Mas esto no impide que todo ruso trate de probarle a usted que sus autores son intraducibles y que sus hermosuras y primores son incomunicables y divinos, como la lengua en que escribieron. Por donde Puschkin y Liermontov, que yo he leído en alemán, y algo de Gogol, que he leído en francés, debo tener por cierto, si quiero estar bien con estos señores, que valen mil veces más en la lengua propia, y que en otra lengua sólo queda un glóbulo homeopático de la bondad de ellos; algo de infinitesimal, microscópico e imperceptible, si se atiende a la verdadera grandeza de que están dotados. Hasta ahora el hombre de más talento que he conocido en Rusia, traducido también, puesto que tiene que hablarme francés para entenderse conmigo, es el señor don Sergio Sobolevski, poeta faceto, gran bibliófilo y amigo de Mérimée, Serafín Estébanez Calderón y Gayangos. Sobolevski me dará cartas para Moscú, adonde iré en cuanto llegue Diosdado y entoisonemos al gran duque heredero. De vuelta de Moscú me embarcaré e iré a Stettin; de allí, a Berlín, Dresde, Praga y Viena, y luego, a París y a Madrid por último.

Aquí es imposible copiar un manuscrito español, como yo mismo no lo copie, y ya, ni hay tiempo ni paciencia; pero en Viena podré copiar lo que el señor marqués de Pidal desee. Llevaré para Wolv cartas de recomendación de Sobolevski. Por todas estas ciudades podré, además, recoger algo curioso en punto a libros viejos españoles, sobre todo en Francfort, donde está establecido el judío Baer, a quien he conocido aquí, y me parece un águila bibliópola. Si el marqués o usted no tienen La primavera y flor de romances, el Cancionero de Resende, publicado en Stuttgart, u otros libros nuevos por este orden, y desean tenerlos, los llevaré conmigo.

Adiós. Suyo afectísimo.

J. Valera.




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San Petersburgo, 20 de abril de 1857.

Querido amigo mío: En mi última carta dije a usted una infinidad de picardías contra la religión de este pueblo, y hoy me arrepiento y retracto de haberlas dicho. Aquí se escribe y se lee menos, pero se cree mucho más que en Francia y en Italia. Estoy no sólo dispuesto a cantar mil veces la palinodia, sino maravillado y enternecido, además, de cuán religiosos son los rusos, y de las bellas cosas que he visto en estos días.

El Sábado de Gloria se lloraba aún en todas las iglesias la muerte del Señor. El simulacro de su Santo Sepulcro estaba expuesto a la adoración de los fieles. Los sacerdotes entonaban en torno cánticos fúnebres. Sólo de cuando en cuando se dejaba oír un himno fatídico, alguna palabra poética llena de esperanza y alegría. Los profetas de Israel anunciaban la resurrección del Crucificado, y no sólo su gloriosa epifanía, sino la resurrección de toda carne.

Confiando, sin duda, en estas promesas, empezó el pueblo a regocijarse apenas llegó la noche, y por toda la ciudad aparecieron ardientes luminarias que dejaban ver, con claridad igual a la del día, las fachadas de los templos y palacios: ardientes luminarias que se duplicaban reflejando en las aguas, ya libres de hielo, del grande y del pequeño Neva y de los cien canales. Cerca de medianoche acudió a las iglesias infinito pueblo, y a las capillas del Palacio Imperial y de los magnates personas más encopetadas. Yo fui a la capilla del conde Chemeretiev. Pero ¿qué digo a la capilla? Todo el gran palacio de este poderoso boyardo se había convertido en un magnífico templo. Lámparas de plata, arañas y candelabros de cristal y de bronce lo iluminaban por dondequiera; gran copia de flores lo embalsamaban y engalanaban. Manibus date lilia plenis; y Dios me perdonará si en ocasión tan santa cito a un poeta que, aunque pagano, tuvo mucho de católico en el fondo del alma, y fue maestro de Dante y vaticinador de la venida del Verbo.

Como yo siempre llego tarde adondequiera que voy, llegué también tarde a casa del conde Chemeretiev. Antes de subir la escalera, comencé a oír un canto, melodioso, dulce y sumiso, que aparentaba venir hacia mí. Subí la escalera, y, no hallando criado ni persona alguna que me guiase, caminé hacia el punto de donde el canto venía. A poco andar hube de detenerme embebecido, y vi adelantarse por una extensa galería una pausada y solemne procesión, que con notable majestad y recogimiento discurría por todo el palacio, que de seguro pudiera tomarse entonces por un palacio encantado.


Tutti cantavan: Benedetta tue
nelle figlie d'Adamo e Benedetta
sieno in eterno le belleze tue.

Aquella procesión asemejaba a la que el altísimo poeta florentino vio en la cima del purgatorio, cuando Beatriz, sotto candido vel cinta d'olivo, vino por él para llevárselo al Cielo. Iba delante un sacerdote vestido de blanco, con una cruz de oro levantada, como para servir de guía; y en pos de él, otros con estandartes de brocado, bordados de pedrería resplandeciente. Enseguida coros de niños, de jóvenes y de ancianos. Luego familiares de la casa y otras personas de cierto respeto con sendos mantos de damasco encarnado, guarnecido de anchas franjas de oro, y llevando muy devotamente sobre el pecho las reliquias preciosas, las santas imágenes y los libros sagrados, que, cubiertos de perlas, diamantes, esmeraldas y rubíes, se guardan en el oratorio del conde. Seguían después muchos caballeros, muy condecorados y vistosos, y no pocos de uniforme. En fin: las damas, las criadas de la casa, las mujeres todas iban allí también con vestiduras blancas, como las de aquel joven extraño, como las de aquel ángel hermoso que vieron las tres Marías sobre la tumba del muy Amado, y que les dijo: «¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos? Id a anunciar que ha resucitado.»

Cada uno de los que asistían a la procesión llevaba en la mano una vela encendida. Yo me quedé absorto viéndolos pasar, y cuando hubieron pasado, los seguí a la capilla. Al llegar a la puerta, la hallamos cerrada. El coro, sin embargo, cantó con un presentimiento dichoso: «Cristo ha resucitado de entre los muertos y ha vencido a la muerte con la muerte. Cristo ha vuelto a la vida a los que yacían en la tumba.» Entonces se abrieron de par en par las puertas del santuario y apareció en ellas el primer sacerdote con un ropaje flotante y lujosísimo: en la diestra, la cruz, y en la siniestra mano, un turíbulo. Xristos vascrés, dijo tres veces, bendiciéndonos con el crucifijo, y, exclamando todos: Va istina vascrés, entramos en la iglesia como si entrásemos en el Cielo, ya redimidos y benditos. «¡Oh pueblos! ¡Oh naciones! -dijo entonces el coro-, iluminemos la Pascua del Señor, la Pascua. De la muerte a la vida, desde la Tierra al Cielo nos ha traído Cristo, nuestro Dios. Entonemos el canto de la victoria. Purifiquemos nuestros sentimientos y veremos resplandecer a Cristo en la luz hermosa de su resurrección, y oiremos claramente su voz que clama. Regocijaos y cantad el canto de la victoria. Todo está ahora lleno de luz: el Cielo, la Tierra y el profundo. La creación entera celebra la resurrección del Señor que la ha criado. Venid y bebamos una bebida nueva, que no brota de infructífero peñasco, sino del manantial mismo de la eternidad, de la tumba de Cristo resucitado, que nos ha redimido. Ayer estábamos contigo en la tumba, ¡oh Cristo! Hoy resucitamos contigo. Ayer estaba yo sepultado. Ensálzate a Ti mismo, ¡oh Salvador! Hoy estoy contigo en tu reino. Tú bajaste a las entrañas del abismo, y rompiste los cerrojos eternos, reforzados y firmes. Celebremos la muerte de la muerte, la aniquilación del infierno, el principio de la vida imperecedera. Deja que te contemple, Sión. He aquí que todos tus hijos, como antorchas encendidas por Dios, vienen a Ti del Oriente y del Occidente, del Septentrión y del Mediodía, y en tu seno alaban a Cristo por los siglos de los siglos. Ilumínate, ilumínate, nueva Jerusalén: la majestad del Señor ha venido sobre ti. Baila y regocíjate, Sión. Y Tú, Madre purísima del Verbo, alégrate de la resurrección de tu Hijo.» Este canto, este maravilloso epinicio, del que sólo traduzco mal algunos fragmentos, es de San Juan de Damasco. Hay, por último, un momento en que el coro dice: «Abracémonos unos a otros, llamémonos hermanos, perdonemos a los que nos aborrecen y cantemos juntos: Cristo ha resucitado de entre los muertos.» En este momento solemne los rusos todos se creen verdaderamente hermanos, y los ricos y los pobres, los siervos y los señores se abrazan con efusión extraordinaria. Durante los tres días de Pascua hay este ágape universal; y en las casas, y en las calles, y en los templos no se ven más que ternuras. El que va a besar, dice: «Cristo resucitó», y el otro responde: «En verdad, ha resucitado.» El emperador dará en estos días quince o veinte mil besos a lo menos. Se cuenta que su padre Nicolás I, al pasar por la puerta de su palacio un día de Pascua, dijo al soldado que estaba de guardia, besándole las mejillas, según es costumbre: «Cristo resucitó», y que contestó el soldado: «En verdad que no ha resucitado Cristo.» La admiración y el disgusto del zar fueron grandes al oír esta inesperada respuesta; pero pronto se calmó y la comprendió cuando supo que el soldado era judío.

Hace un tiempo muy hermoso: el sol brilla como en España; las calles están llenas de gente a pie y en carruajes; notable contento y animación reinan en todo sitio. El exceso de la alegría por la resurrección del Señor hace que muchísimos rusos de los más ortodoxos se caigan en estos días por esas calles como muertos o que, por lo menos vayan dando traspiés. Si no hubiese una causa moral para explicar este fenómeno, se podría suponer que su verdadera causa es el aguardiente. Aquí, sin embargo, llaman al aguardiente té; los rusos toman mucho té, y en vez de pedir propina para beber aguardiente, la piden para tomar la olorosa y salubre hierba del Catay. Este eufemismo suele producir efectos muy cómicos; y ayer, por ejemplo, me hizo reír de veras el secretario del duque, que ha estudiado la lengua de este pueblo y se entiende con los rusos, y como pasease en su droski (los droskis han reemplazado ahora a los trineos) y se encontrase un ciudadano tendido en medio de la calle con una de las «turcas» más ortodoxas que jamás hubo, el cochero se volvió a él y le dijo, con la mayor serenidad: On pil mnoga chaiu. Vea usted qué té tan singular se bebe en esta tierra.

Aquí existe también la costumbre, existente asimismo en diversos países de la Europa occidental, y hasta, según creo, en algunas provincias de España, de presentar huevos dorados o teñidos de púrpura a las personas a quienes se dan las Pascuas. Yo tengo ya media docena sobre mí mesa, y no sé qué hacer de ellos. Esto proviene, por una parte, de que el huevo es el símbolo de la resurrección y de la eternidad, y en la escritura jeroglífica de los egipcios se representaba la eternidad por un huevo. Del huevo procede todo en todas o en la mayor parte de las cosmogonías: todo nace ab ovo. La Noche y el Erebo se unen amorosamente; la Noche pone un huevo y de este huevo nace el Amor, que engendra la hermosura, la vida y el universo mundo, tan grande y magnífico como es. Orimiz y Arimanes salen de un huevo; y Castor y Pólux, y Helena y Clitemnestra tienen el mismo origen. Hasta el poeta Milton convierte el caos en un huevo y hace que el Espíritu Santo, dove-like, a manera de paloma, le empolle y fecunde; lo cual, a pesar de los atrevimientos de la lengua inglesa, me parece de maldito gusto; si bien he de confesar que no soy gran aficionado del Homero inglés y que las burlas que Voltaire hace de él no me escandalizan como las que hace del verdadero y legítimo e incomparable Homero,


   que viviendo en la boca de la gente
ataja de los siglos la corriente.

Por otra parte, volviendo a la costumbre de regalar huevos, hay otro fundamento de ella en una leyenda piadosa, que usted puede creer o no sin condenarse, y que es como sigue: Afligidísima la Magdalena con la muerte de Cristo, aunque ya sabedora de que había resucitado y subido al Cielo, dicen que, antes de retirarse a hacer penitencia, se embarcó no sé en qué puerto de Siria y se fue derecha a Roma a pedir justicia a Tiberio contra Pilatos, que tan malamente se había conducido como juez. Al aparecer delante del emperador no era posible hacerlo con las manos vacías. Según la usanza oriental, se requiere siempre un presente en estos casos. Y como la Magdalena estaba muy pobre a la sazón, no hallo ofrenda más a propósito que la de un huevo teñido de púrpura. Con él se presentó delante del César y le anuncio la resurrección de Cristo y le explicó cuán miserable y débil había sido la conducta de Pilatos. Tiberio entonces, persuadido de las razones de aquella hermosa y santa pecadora, y movido de sus lágrimas, dejó a Pilatos cesante, y le envió desterrado a Suiza, donde murió a poco, no menos desesperado que Judas Iscariote. Aún hay en Suiza una montaña de Pilatos, o porque anduvo por allí vagando aquel desgraciado, o porque acaso se precipitó desde su sima, terminando su mala vida con una muerte peor. Finis coronat opus.

Ayer estuve con el doctor Muraviev en la gran catedral de San Alejandro Nevski, oyendo las vísperas. Oficiaba el metropolitano de Novgorod y San Petersburgo. En Rusia hay tres metropolitanos: el de Kiev el de Moscú y el de Novgorod, que vive en el mismo convento de San Alejandro. Oficiaba éste, como digo, y le asistían y circundaban ocho archimandritas, cuatro presbíteros y multitud de diáconos, subdiáconos y acólitos. Muchísimo pueblo, silencioso y devoto, henchía el templo. El metropolitano entró en él por medio de la gente, y avanzó hacia el altar, seguido de los archimandritas y presbíteros, y precedido por dos subdiáconos, de los cuales el uno llevaba en la mano un candelabro con dos luces, las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana, y el otro llevaba un candelabro con tres luces, que son el símbolo de la Santísima Trinidad. Dejo de describir el lujo, la pompa y la magnificencia de los trajes. Sería empresa superior a mis fuerzas. Dos subdiáconos estaban delante del iconostasio: uno tenía el báculo pastoral; el otro, una antorcha: el poder y la luz que ejerce y difunde el pontífice sobre la iglesia. Las ceremonias que se hicieron y los himnos, motetes y letanías que se cantaron fueron muy hermosos y llenos de sentido íntimo y misterioso y profundo. Todas las ceremonias que se hacen en estos días encierran grandes misterios simbólicos. Acaso el pueblo y mucha parte de los monjes no alcancen a comprender toda la grandeza de estos misterios. El hierofante ha dicho que no a todos los que llevaban el tirso agitaba el entusiasmo divino. Hay un momento, en estas ceremonias, en que el principio del Evangelio de San Juan se lee en eslavón, en griego, en latín, en hebreo y en otras lenguas, para indicar que Cristo ha venido para todas las lenguas, naciones, razas, tribus y pueblos. Dos diáconos, con un turíbulo y un incensario, penetran en medio de la multitud y le llevan la luz de la verdad. Otros cuatro diáconos vuelven los rostros a los cuatro ángeles de la Tierra, y exclaman: «Su voz ha ido ya por todo el mundo y sus palabras por el Universo entero.» Y repiten en eslavón: «En el principio era el Verbo», etc. Y concluyen diciendo: «Porque la ley nos ha sido dada por Moisés; la gracia y la verdad, por Nuestro Señor Jesucristo.»

Terminados los oficios, se retiró a su celda el metropolitano, con el cándido velo sobre la mitra y una vestidura morada y emblemática. Pasó por medio de su grey, y todos le detenían y se agolpaban en torno de él y le besaban la mano y le pedían la bendición. El metropolitano los iba bendiciendo uno por uno; y, como eran más de tres o cuatro mil, tardaba horas en bendecirles, y no adelantaba un paso. Por lo cual tuvimos que retirarnos antes que él saliese de la iglesia.

El señor Muraviev, entusiasmado con la religiosidad y fervor de sus compatriotas, no pudo menos de decirme: «Confiese usted que esto conmueve y que la bendición de nuestro metropolitano es más paternal y cristiana que la famosa bendición urbi et orbi.» Yo no convine con él, como usted puede figurarse, y tuvimos una discusión bastante larga sobre este punto.

Y en este punto mismo dejo de escribir, porque es tarde y se va el correo.

Adiós. Suyo afectísimo,

J. Valera.

El duque, furioso porque no le envían ustedes las credenciales de embajador. Acaso crea que yo soy parte en que no se las envíen, y por eso está tan serio conmigo. Quiñones aumenta y atiza la cólera ducal, diciendo que es una falta de consideración lo que hacen ustedes, dejando aquí al duque sin credenciales. Yo no me atrevo a replicar lo que debiera replicarse: a saber: que ustedes no han dejado aquí al duque, sino que el duque es quien se ha quedado porque ha querido, y que se hubiera podido largar hace tiempo. En fin: Narváez le ha prometido, a lo que parece, que será embajador; y como esta promesa no se acaba de cumplir, está que trina, y sospecha que ustedes ponen obstáculo a su nombramiento. Está quejosísimo de usted, de mí, del marqués, y qué sé yo de cuántos. Estos días de Semana Santa, sobre todo, como no podía hacer visitas más que a la Théric y a la Brohan, y que ambas siguen, a lo que parece, con piel de cabrito, estaba hecho un vinagre. Non ignarus malis, miserius sucurrere disco. Por Dios, que le nombren ustedes pronto embajador. Aquí le quieren mucho y ya saben todos cuántos castillos tiene, y que tiene un excelente corazón y un excelente cocinero.




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San Petersburgo, 23 de abril de 1857.

Mi muy querido amigo: Esperamos con impaciencia la llegada del señor Diosdado a esta capital. Probablemente estará aquí de un día a otro; acaso mañana. El duque, entre tanto, sigue muy serio conmigo, y como es el mejor hombre del mundo, no acierto ni acertaré nunca a comprender este despego y recelo con que me trata y me mira. En verdad que soy yo muy infeliz, porque, siendo yo tan amoroso y tierno, rara vez, o casi nunca, hallo quien aprecie mi amor y mi ternura y sepa pagarlos. Ahí está, si no, la Brohan, que no me dejará mentir. La he querido harto neciamente, como la necia carta que sobre el particular escribí a usted, y de que ahora me avergüenzo, lo demuestra a las claras, y vea usted cómo me ha pagado. Todavía, a pesar de mis propósitos, fui a verla el último día de Pascua. Le dije: Xristos vascrés, y nos abrazamos y besamos de nuevo. Me dio una cita para que volviese a la noche; volví, la hallé sola y hubo coloquios tan prolongados, tan vivos y tan tiernos como los de la época primera. No pude, sin embargo, pasar más adelante. Por último, ayer noche volví a verla del mismo modo. Durante todo el día no había hecho más que llorar. Su amante, el de París, le había escrito una carta llamándola perjura y otras perrerías, porque alguien le había dado la falsa noticia (yo al menos la creo falsa hasta ahora) de que se había vendido al duque de Osuna. Magdalena estaba desolada. Yo traté de consolarla con mis caricias y con razones muy sensatas. Le dije que, puesto que no se había vendido al duque, ni quería venderse, no tenía por qué llorar y afligirse tanto. Que si quería aún de amor a monsieur Chose,que le diese satisfacción de todo y que se uniese con él de nuevo. Que si no le quería, que se divirtiera y no la echase tanto de sentimental. La hablé de Casi-santa y se la puse por ejemplo. Ni ella ni yo hemos leído la vida de esta famosa mujer en San Agustín; pero ambos la conocemos por lo que refiere Voltaire, que copia fielmente, a lo que parece, al obispo de Hipona. Ello es que si Casi-santa hubiera sido más rígida y entera, hubiera causado grandes males, y habiendo sido, casi por necesidad, harto liviana, hizo la felicidad de muchos y la propia y alcanzó la casi canonización y ser llamada Casi-santa. Di a entender, asimismo, a Magdalena, aunque no tan crudamente como aquí voy a decirlo, que, si bien toda mujer casi-santa es digna de consideración y de respeto, nada hay más ridículo ni menos respetable que ser casi-puta. Consejos idénticos a los míos y muy semejantes consideraciones le daba y exponía su hermana Agustina en una carta que Magdalena acaba de recibir y que me enseñó. Agustina acababa por decirle que no fuese bête y que se divirtiese e hiciese dinero en estos cuatro años que va a pasar en Rusia. Yo, sin embargo, no me atreví a ir más lejos ni a aconsejar tanta inmoralidad. Hay en Magdalena cosas extrañas. Tiene la educación de una loreta, el temperamento de una bacanta y el corazón de una muchacha púdica, candorosa y casta, y con todo esto, le faltan entendimiento y voluntad suficientes para conciliar de un modo o de otro tantas antinomias y reducirlas a una síntesis suprema. Esta falta de poder conciliador hace de ella una autontimorosímena lastimosa. Es, además, muy coqueta, sin poderlo remediar, y llora las desgracias que causa con sus coqueterías, que su vanidad abulta. Sin embargo, hay algo de real y efectivo en estas desgracias. Un agregado de la Embajada de Francia, monsieur de Levalette, se fue de aquí desesperado por ella, después de haber sido durante seis meses su patito, y ahora quiere volver, aunque sea dejando la carrera, y le escribe cartas vesubianas. A un periodista francés, que estuvo aquí para describir las fiestas de la coronación, le aconteció lo propio. El ministro de Turquía que va a venir ahora la quiere hace seis años, desde que estuvo de secretario en París con el príncipe Calimachi. Ya le ha escrito diciéndole que viene más enamorado que nunca. Y así otros mil de todas naciones y religiones, circuncisos e incircuncisos. Yo le dije que no se afligiese; que si la querían no era culpa de ella, y que ya que le daban por compadecer los males, que los pusiese remedio; que los llamase a todos, que todos vendrían y que para todos habría, y añadí, parodiando a Béranger:


Ah!, disait-elle, égaux par la vaillance
français, anglais, espagnol, belge, russe, turc, italien ou germain, peuples, formez une sainte alliance.
Et donnez-vous la main.

Mucho reímos con esto y con otros primores que se me ocurrieron; pero pronto volvió ella a los suspiros, a las tristezas y hasta a las lágrimas; y yo le hablé de amores en tono sublime, o que presumía serlo, y ella sacó el mismo tono y me dijo que me había casi-amado y que conmigo había sido casi-infiel a su amante, a quien debía grandes obligaciones y a quien ya amaba de nuevo, no pudiéndome amar a mí. Mas, como a todo esto me besaba la cabeza, y, jugaba con mis cabellos, y ponía sus labios en los míos, y me los pasaba por los párpados, que yo cerraba, no pude contenerme dentro de los términos razonables y decorosos, y le di la tarquinada más brusca y feroz que he dado en toda mi vida. Pero sabido es que nada hay más imposible que forzar a una mujer.


No hubo mujer forzada
desde Helena la robada,

como dice el villano de Tirso. Mi ataque desaforado no sirvió sino de ponerla furiosa, de hacerla llorar más, de acusarme de brutal y de no sé cuantas otras cosas, y de tener que largarme de su casa, aunque perdonado y absuelto, bastante fríamente. Ahora pienso no volver por allá sino a despedirme. Veremos si lo cumplo. Me lo he prometido a mí mismo con la mayor solemnidad. Fuerza es confesar que la refinada cultura de ciertos pueblos modernos cría unos seres monstruosos y absurdos en ciertas mujeres. Esta reflexión, o dígase sentencia filosófica, encaja muy bien aquí y es como la moral de toda la historia.

En fin: aunque ya no estoy enamorado, no dejo aún de estar triste, y la primavera no viene a consolarme. Pero ¿qué ha de venir la primavera, si volvemos a tener hasta quince grados bajo cero, de Réaumur? Los canales todos se han vuelto a helar. Ni el más raquítico pimpollo verde ha aparecido en los árboles; y si el Neva no se cuaja también, es por la gran corriente que agita sus aguas. Por ellas bajan hace tres días inmensos témpanos de hielo del Ladoga. ¡Bonito clima es éste! El señor duque empieza a aburrirse, porque ahora no hay raouts. Dentro de poco se irá al campo o al extranjero toda la sociedad elegante y tampoco podrá hacer visitas, que es la perenne ocupación del duque. Quiñones, sin embargo, le seguirá llamando mi general, y habrá siempre paradas a que asistir de uniforme. Lo único que nos falta son las credenciales de embajador, y si no llegan va a haber mucho que sentir.

El vicecónsul de España en esta ciudad, monsieur Kap-herr, se desvive por nosotros y pretende que le hagamos cónsul. Es un comerciante muy respetable y rico. Ha procurado indagar lo que se piensa y hace en el Ministerio sobre nuestro arreglo comercial y nos ha venido diciendo que se ocupan mucho en recoger datos y noticias para contestar a la última nota del señor duque. Si contestan en contra, creo que se debe replicar de nuevo. Ustedes, por su parte, no dudo que hablarán ahí sobre el particular con Galitzin, que ya estará en esa corte. Galitzin es un gran señor, muy fino, y que la da algo de literato, y que sabe muchos títulos de libros, pero que no tiene sino cortísimos alcances. Quien es un prodigio, al menos así lo aseguran, es el señor Kalouschin, el primer secretario de la Legación. No hay lengua que no sepa, incluso la española. Tiene mucho esprit, es vivo, y alegre, y simpático, y va a llamar la atención en esa corte, según aquí suponen.

Los nuevos aranceles no se han publicado aún. Ya he dicho a usted que hay grandísima oposición por parte de los fabricantes de algodones. Esta industria, dejando a un lado todo empeño de denigrar, está aquí muy adelantada. Poco contrabando, o ninguno, entra en Rusia; y las telas de algodón que tejen sus fábricas acaso basten para el consumo. Los fabricantes hubieran querido que Tengobarski muriese cuatro meses antes, y dicen que los van a arruinar. Los partidarios de la rebaja de los aranceles replican que los fabricantes, a la sombra del derecho protector, se enriquecen de un modo estupendo, y ganan cuatro veces más de lo que deben ganar, a costa del pueblo, que compra mucho más caro de lo que debiera comprar.

El cónsul general de España en Ojdsa ha escrito a Kap-herr pidiéndole informes sobre los azogues. Él quiere darnos el informe para enviarlo directamente a Madrid, sin tanto rodeo. Yo le he dicho que escriba sobre los azogues y que remita su escrito a Odesa, para que el cónsul no se pique; pero que nos dé copia, que enviaremos oficiosamente a esa Primera Secretaría, sin que él tenga que darse por entendido de que enviamos su informe nosotros. Le he dado mi ejemplar de la obra de Obrescov sobre el oro y la plata, para que tome de allí muy curiosas noticias que da sobre el azogue, las cuales podrán servir de base a los datos oficiales que pueda él procurarse. Por lo pronto, diré yo a usted que en todo este Imperio no se produce un átomo del mencionado metal, y que se consume mucho, así en el aboreo y lavado del oro, como en la fabricación de espejos. En toda el Asia no creo que haya azogue más que en China. En Europa se da el azogue en bastante abundancia en el Imperio austríaco. No recuerdo los derechos que adeuda para entrar aquí, pero no deben ser muy insignificantes cuando los judíos polacos pueden hacer un inmenso contrabando, introduciéndole de Austria en Rusia. De todos modos, aunque yo he sabido hoy mismo este negocio que ustedes quieren hacer, y no le he estudiado, entiendo que el azogue podrá venderse aquí con ventaja, y que el mismo Kap-herr se encargará de venderlo. Parece un honrado y entendido comerciante. Pregunten ustedes, sin embargo, al ministerio de Hacienda si no le convendría hacer una contrata con este Gobierno, prometiendo enviar tantos quitales al año, por un precio alzado y en épocas fijas, y fijando el precio de cada quintal. Esta contrata se podría hacer por uno, por dos o por tres años, y como aquí el Gobierno explota muchas minas y lava muchas arenas, no me parece difícil que quiera hacer la tal contrata. Yo procuraré, desde luego, enterarme de esto y saber si el Gobierno aceptaría, y a qué precio, cierta cantidad de azogue, puesta en San Petersburgo en tal o cual época.

Sentiré que estas cartas lleguen a cansarle, pero siempre, desde que ando por esos mundos de viaje, he tenido algún amigo a quien referirle más menudamente que a los demás mi vida, milagros, impresiones y observaciones. Esta vez le ha tocado a usted, que las recibe con más benevolencia y cariño que otros, por lo cual no puedo ponderar bastante lo agradecido que le estoy.

Suyo afectísimo,

Juan Valera.

25 de abril.- Anteayer noche llegó Diosdado, pero sin banda de María Luisa y sin un pliego que por descuido de Muro o de no sé quién que encajonó los paquetes, se quedaron, sin duda, en París. Hemos telegrafiado a París para que nos digan si, en efecto, se quedaron allí, y, si es así, que los envíen inmediatamente. No es culpa de Diosdado, sino de quien encajonó los paquetes. El señor Diosdado tuvo, por orden del general Serrano, que ir a ver a Galitzin y a Kisselev, y, entre tanto, le encajonaron los paquetes. Esperamos respuesta al despacho telegráfico. En cuanto llegue se escribirá de oficio a esa Primera Secretaría.




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San Petersburgo, 25 de abril de 1857.

No sé, querido amigo, si hoy podremos contestar de oficio a los incompletos despachos que han llegado de esa capital. Por si no podemos, diré a usted en pocas palabras, que el arreglo comercial se hará, porque aquí están dispuestos en nuestro favor, a pesar del retardo y luego del olvido de enviar todas las condecoraciones. El que haya pertenecido a Alejandro Farnesio y a Floridablanca el Toisón que Gortchakov ha de llevar, debe de tenerle muy hueco, y con fundamento. Creo, sin embargo, dificilísimo, y acaso imposible, el que supriman todo el cincuenta por ciento, y al cabo al cabo nos habremos de contentar con una rebaja, que se procurará sea la mayor posible. Sé muy bien que todo lo que podemos conceder de derecho a esta gente se lo tenemos ya de hecho concedido; y no es político el amenazarles con una especie de represalias de imponer a sus buques un cincuenta por ciento más sobre lo que pagan los de las naciones más favorecidas. Por esto, al terminar la última nota, decía el duque que, aunque entendía que era justa la supresión del derecho diferencial para nuestra bandera, lo consideraría siempre como un favor de este Gobierno para con el nuestro, favor por el cual quedaría el nuestro muy agradecido.

He visto la carta en que pide usted al duque copia de la comedia inédita de Calderón, y, de nuevo, de las cartas de Felipe II. Bien quisiera yo copiarlas o hacer que alguien me las copiase; pero ambos son negocios de grande dificultad. Allá veremos. Si el señor Sobolevski, única persona que para esto pudiera serme útil, no fuese tan flojo, ya estaría yo algo adelantado. Hay, además, en la Biblioteca no pocos otros manuscritos españoles; mas, por desgracia, no hay catálogo razonado de ellos, ni me parece que se sepa aquí bien lo que contienen, y es empresa superior a mis fuerzas y a mi paciencia el ponerme yo a averiguarlo. De los manuscritos griegos y latinos hay catálogo razonado, hecho por Muralt. Hay, asimismo, algo parecido sobre los manuscritos chinos y tibetanos de la Academia de Ciencias, y hay, por último, una grande obra publicada en francés y en la cual se describen y analizan todos los códices arábigos, persianos, sánscritos y de otras lenguas del Asia aquí existentes. Todo esto lo llevaré conmigo a Madrid. Y, ya que hablo de manuscritos, diré a usted, para terminar, que en el Museo Romanzov he visto una colección preciosísima de ellos, eslavos casi todos e interesantes a la historia de Rusia, Polonia, etc. El conde Ubarov, hijo del que fue ministro de Instrucción Pública, tiene, asimismo, una riqueza inmensa de manuscritos. El conde Ubarov es, según dicen, muy elegante escritor y muy erudito en las cosas de su patria.

He hablado a usted de las asambleas provinciales de la nobleza y de la parte que últimamente ha querido tomar en la política de San Petersburgo. Este derecho de reunirse en asamblea y de nombrar ciertos magistrados y discutir ciertos asuntos fue concedido a la nobleza rusa por Catalina II, que quería asemejarla a la nobleza de las provincias del Báltico y darle alguna organización e importancia. Pero antes de esta concesión de la gran emperatriz, la nobleza de aquí, aunque pretende ser una de las más antiguas del mundo, y aunque acaso lo sea, no ha sido nunca una aristocracia; siempre ha sido una nobleza cortesana; y si en algo ha mostrado a veces brío y poder, ha sido en atormentar a sus siervos. Así, aquella boyarda que, en tiempo de la mencionada emperatriz, fue acusada de cortar los pechos a las mujeres y condenada a ser enterrada viva en la bóveda de una iglesia, donde sólo a la hora de comer se le llevaba luz, y donde, al cabo he algunos años, se murió loca. El príncipe Dolgorovki, a quien tengo por amigo, ha escrito en francés un librito sobre la nobleza rusa, bajo el seudónimo de El conde de Almagro. Ahora ha compuesto en ruso una obra grande sobre el mismo asunto, y de ella piensa hacer un extracto y publicarlo en francés. Muchas noticias curiosas he tenido por él, que será menester que, con más espacio, ponga yo ordenadamente por escrito.

Pero aquí la verdadera nobleza, la verdadera jerarquía, el poder verdadero, está en el Estado y en los que le sirven. El Estado, o, mejor dicho, el Gobierno, es todo, y fuera de él ni hay poder ni nobleza. En la escala de servicios hay trece o catorce grados: en llegando al yo no sé cuántos, se adquiere la nobleza personal; la hereditaria, cuando se llega a brigadier, o al grado equivalente, en las carreras civiles. Todo esto se halla dispuesto con tal orden, con tal rigor de antigüedad y con tal sujeción a Reglamento, que el emperador mismo no puede alterarlo; ni el mérito ni el favor bastan a hacerle saltar a usted a un grado sin pasar por los anteriores el número de años establecido. Pasado este número de años, sube usted al grado superior por derecho propio, sin que se oponga nadie como no le formen a usted causa y le prueben que se ha conducido mal. A los quince años de servicio se lleva en el pecho una cruz con el número quince, y cada cinco años se renueva en adelante esta cruz, siendo el número veinte, veinticinco y así sucesivamente. El príncipe Galitzin, por ejemplo, aunque nunca había sido diplomático, había llegado en otras carreras al grado equivalente al de ministro plenipotenciario. No se ha hecho, por tanto, una injusticia nombrándole. Su nombramiento, sin embargo, ha sido muy criticado. En fin: a pesar de esta absorción de todo el poder en el Estado y de esta falta de antecedentes históricos en la nobleza, que nunca ha figurado como cuerpo político, no se puede negar que se va despertando en ella la ambición y que va naciendo un partido aristocrático, pero tímido, indeciso y sin saber a punto fijo lo que desea. Por otra parte, la organización comunal de los hombres libres plebeyos, y hasta de los mismos siervos: los negocios que discuten reunidos; los starolas o jefes (ancianos), que nombran, y los fueros que gozan son tan singulares y dignos de estudio, que casi se puede suponer que, con el andar del tiempo, nazca de todos estos elementos un nuevo sistema político, liberal, en nada semejante a nuestras constituciones. Entre tanto, es cosa de espantar la maravillosa uniformidad de miras, de intereses políticos y de costumbres y creencias de los rusos, que, sin ese inmenso despotismo actuado que por ahí se imagina en este Imperio, constituyen un despotismo potencial, mil veces mayor y más vigoroso que todos los despotismos, el cual ha hecho milagros en tiempo de Pedro el Grande, de Catalina y hasta de Nicolás I, y los hará mayores el día que otro hombre de genio se siente en el trono de los zares. Ahora, por lo pronto, hay grande actividad literaria, industrial y comercial. Si esta actividad es fecunda, será más temible que la belicosa. Uno de los proyectos colosales de que ahora se habla es de hacer un ferrocarril que corte la Siberia hasta el Pacífico. Si esto se realizase, vendríamos por aquí para ir a California y a Lima. La revolución que esto haría en el comercio del mundo se comprende sin que yo la diga.

Adiós. Ya basta. Suyo afectísimo,

J. Valera.




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San Petersburgo, 29 de abril de 1857.

Mi querido amigo: Considerando que nadie habrá que copie las cartas de Felipe II, si yo no las copio, porque este prudentísimo rey tenía una letra harto enmarañada y diabólica, y que usted y el señor marqués de Pidal tienen vivos deseos de poseer una copia de dichas cartas, me he puesto yo mismo a hacerla, con el mayor ardor y paciencia que en mí cabe. Ahí van algunas que no dejan de ser importantes y curiosas. Las palabras que no he podido bien descifrar, y que he sacado por brújula, están subrayadas. En cuanto a los nombres propios, acaso algunos de los menos conocidos y famosos vayan errados; mas personas más eruditas que yo de las cosas de aquellos tiempos, como, por ejemplo, el marqués, podrán enmendar ahí mismo tales errores. Basta a mi ver que las cartas formen sentido, y aseguro a usted que estoy muy hueco de haberlas copiado tan bien, y seguiré copiándolas hasta la última.

Otros manuscritos curiosos hay en esta Biblioteca Imperial, que yo copiaría, asimismo si tuviese vagar y humor para ello. Veré al menos el catálogo y le guardaré en la memoria, o le trasladaré al papel y llevaré conmigo. Muchos de estos manuscritos, no sólo españoles, sino franceses y de otras varias tierras, se deben a un cierto Dubrovski, persona muy lista, aficionada y activa, que se hallaba en París cuando la primera gran revolución, y aprovechándose del trastorno y portentoso desorden que por allá había en aquella época, compró, por poco menos que nada, mil curiosidades y preciosidades, que luego ofreció al emperador Alejandro I. Pero, en lo que verdaderamente es riquísima esta Biblioteca Imperial y otras de Rusia, es en manuscritos orientales y en xilografías chinescas, mogolas y tibetanas; los cuales han venido a las orillas del Neva, o ya traídos por viajeros doctos y solícitos, o ya por generales conquistadores, que los han hallado en Persia o en Turquía, y los han transportado a Petersburgo, como glorioso trofeo de sus victorias. Algunos de estos manuscritos vinieron aquí después de la toma de Varsovia, en 1795, y pertenecieron al conde polaco Juan Zaluski; otros los trajo el conde Suchtelev, cuando se apoderó de la ciudad de Ardebil, de Persia, en 1828; otros vinieron de la mezquita de Ahmed en Akhaltsikh, que en 1829 conquistó Paskewitch sobre los turcos; otros, por último, fueron tomados de la catedral de Bayazid, de la ciudad de Erzeroum y del Daghestan. El príncipe persa Cosroes Mirza, venido aquí, como ahora el duque de Osuna, en misión extraordinaria, trajo, además, de presente, no pocos manuscritos de los más elegantes por el primor de la escritura y por la belleza de los dibujos y adornos, y de los más preciosos por la doctrina que encierran. Todos estos manuscritos y xilografías están descritos en un muy bien estudiado catálogo, publicado en 1852, y del cual llevaré a ustedes, si gustan, algún que otro ejemplar.

Sabido es, y algo he hablado ya de esto en mis cartas anteriores, que los rusos, ya por ser de naturaleza muy al propósito para el estudio de las lenguas, ya porque las grandes dificultades de la propia, y el hablarse muchas otras no menos difíciles en el Imperio, los predispone y mueve a estudiarlas, ello es que las saben bien, y se dan entre ellos filólogos doctísimos, si bien son alemanes de raza, cuando no de nación, los más eminentes. La política los impulsa también a este estudio por mil razones largas de enumerar y fáciles de descubrir, aunque yo aquí no las apunte, y singularmente si se trata de las lenguas del Asia, donde tienen tan inmensos dominios y los ojos puestos en lo restante, deseosos de conquistarlo, civilizarlo y rusificarlo todo. Ahora se habla del proyecto colosal de hacer un ferrocarril que una el Báltico al Pacífico, cruzando la Siberia. En el Ministerio de Negocios Extranjeros hay un departamento importantísimo y poblado de funcionarios, donde se emplean en las cosas de Asia. En las Universidades se enseñan las lenguas todas de esta parte del mundo. Y, si el resultado no es grande en punto a erudición asiática, comparada con la que poseen en Alemania e Inglaterra, y vistos los medios que hay aquí y recursos y estímulos que tienen, fuerza es confesar, sin embargo, que cuentan los rusos muy notables orientalistas, y que han hecho bastante por esta ciencia de la etnografía. De las Biblias y Nuevos Testamentos traducidos y publicados en Rusia, en diferentes idiomas, he dado ya alguna noticia. De gramáticas y diccionarios también pudiera decir; pero baste por hoy el citar los que ha hecho Schmidt de la lengua tibetana y su traducción de la Historia de los mogoles de Sanang Hetse Chungtaidschi, de que he comprado un ejemplar con el texto, para mayor claridad, como diría don Hermógenes.

Sólo por lo poco que yo indico, y sin entrar en más honduras, se puede entrever que los rusos, en punto a ciencias y erudición, no dejan de contar glorias. En artes es en lo que no son tan dichosos; y entiendo que más espíritu de imitación hay en ellos que originalidad e inventiva. He ido estos días a la Academia de Bellas Artes donde hay exposición de pintura y escultura, y me aflige decirlo, porque no quiero que me tomen por maldiciente, pero, a la verdad, que no vi nunca tanto absurdo mamarracho reunido. Los paisajes son platos de espinacas; las damas y caballeros retratados, micos y vestiglos; los cuadros históricos, una tal discordancia de colores, de luz y de sombras, que se desesperan de verse unidos, y no parece sino que chillan y rabian y se muerden. Lo que es mediano, que es poco (porque bueno no hay nada), nada tiene de original. Un pintor imita a los franceses; otro, a los alemanes; esotro, a los italianos. Pero ¡qué imitaciones tan pérfidas, por lo común! De trescientos o cuatrocientos cuadros habrá en la exposición, y apenas si tres o cuatro pueden mirarse. Entre ellos uno de Kotzebue, hijo del poeta, que representa las hazañas de Suvarov y sus tropas, en el Puente del Diablo; otro de una familia o tribu de gitanos, que van de viaje en Crimea; y otro de Moller, que figura a San Juan predicando en Patmos el Evangelio durante las bacanales. Aunque este último cuadro parece pintado con almagre y azul, y hace daño a los ojos el colorido, hay en él figuras bien trazadas, hermosas y expresivas, y la composición no es mala. En escultura no hay tanto desatino como en pintura; pero tampoco hay cosa notable. Todo esto se ve, para que más choque y desconsuele, en una Academia rica de copias, muy bien hechas las más, y acaso por artistas rusos, de cuanto en escultura y en pintura hay de más hermoso y acabado en el mundo, y particularmente en Italia.

Anoche fui, sin querer, al teatro ruso; pero ya me alegro de haber estado. Se dio una ópera, obra maestra de la música rusa de teatro: La vida por el zar, de Glinka, gran aficionado de nuestra música española, y que, para estudiarla, peregrinó largo tiempo por España. Su ópera no tiene, sin embargo, nada que me recuerde las melodías de la patria; antes bien, parece inspirada por la música de iglesia de por aquí. El asunto de la ópera no puede ser más nacional, y los rusos se entusiasman y aplauden con tal fervor, que da gusto verlos, y uno aplaude también por contagio. Es el tiempo del falso Demetrio. Los polacos dominan en Rusia, y un pobre labrador ruso salva la vida del elegido del pueblo, del primero de los Romanov, a costa de la propia. Esta ópera tiene un epílogo, y en él aparece ya el pueblo ruso triunfante, y se ven los hermosos edificios de Moscú y el Kremlin soberbio, e innumerable gente que aclama al nuevo zar y que canta canciones patrióticas, terminando todo con el himno nacional, por cierto magnífico, conmovedor y religioso. Y todos los espectadores se alzan para oírle y le oyen con gran respeto, efusión y entusiasmo; porque es pasmoso y envidiable, no sólo el patriotismo que aquí hay, sino la confianza que todos tienen en lo por venir y el íntimo conocimiento de que Dios les guarda y destina a cosas más altas y extraordinarias. Así tuviéramos nosotros algo parecido, y no nos persuadiésemos tanto de que ya caímos y de que es difícil, cuando no imposible, el levantarse de nuevo.

Esta carta va mal escrita, pero lleva noticias, que es lo que importa y a usted puede divertir. La escribo de noche; comencé a las tres y ya es de día muy claro. Pronto casi no habrá noche en Petersburgo. El té y esta claridad no me dejan dormir a veces.

Debiera tener por excusado el decir a usted, porque ya lo sospechará, que he vuelto, por tercera vez, a caer en las redes de la Brohan. Los mismos excesos y la misma imposibilidad de llegar al último extremo de los amores. El duque y yo estamos ahora con ella como el judío y el inquisidor de Lisboa con la señorita Cunegunda. Él va a una hora, yo a otra, y jamás nos encontramos. No acierto a explicar si al duque se le quiere por l'onore o por los regalillos. De lo único que estoy seguro es de que no se lo largan. Su excelencia ha dejado a la Théric por inexpugnable. La madre de esta hermosa fille de marbre ha defendido la virginidad filial con un empeño digno de la mejor causa. El duque ha tenido que levantar el sitio, dejando en él tres o cuatro mil rublos, según aseguran. Me ha dicho la Brohan que el duque le ha dicho que yo hablo mil pestes de él en mis cartas, y que de las cartas que a usted escribo le envían copia. Esto es, sin duda, un chisme de la Brohan, que, a trueque de no largar el que apetecemos, nos regala con éste y otros semejantes; mas, bueno es que usted lo sepa, por curiosidad, no para que ande con cautela. A mí no me remuerde nada de lo que digo del duque; peores cosas digo de mí mismo, y si el duque no anduviese siempre tan serio conmigo no tendría yo inconveniente en mostrarle las más de mis cartas, si por dicha le divirtiesen.

El emperador y su Gobierno piden aún con ahínco a Osuna. Calculo que don Javier, que algo notará de todo esto, ha de estar cargado. Él se tiene la culpa, que no vino en cuanto le nombraron, como debiera haber venido. El duque nos dice todos los días que quiere entrañablemente a don Javier, pero que, por lo mismo, no desea verle por estas tierras, donde se moriría enseguida, porque ya no está para pasar estos trabajos que aquí pasamos; que él no pretende la Embajada, porque sin ser embajador, es quince o veinte veces duque, etc., etc., y que esto vale más que ser embajador; y que se queda aquí por amor del imperante, a quien ha tomado súbita y extraña afición; que de usted, que ha estado en el extranjero y sabe de achaques de diplomacia, extraña mucho el que ya no le hayan nombrado embajador. En fin: él está enojado con todo esto y no acierta a disimularlo, y, sin comprender que don Javier no puede quedar plantado, porque es un personaje muy respetable también, aunque no duque, se obstina en pensar que ya debieran haberle nombrado y que es un agravió toda tardanza. Lo que yo entiendo que visto el término a que han venido las cosas, y que habrá al cabo que hacerle embajador, lo mejor sería que lo fuese cuanto antes, para que no rabiase y tuviesen más que agradecer él y los que lo piden; y hasta si usted me apura, para que él y ellos se cansasen más pronto, como no dudo qué se cansarán y hartarán apenas se gocen en toda la plenitud diplomática, y quede el puesto para alguien del oficio, o para quien le apetezca y necesite por el sueldo, y lo merezca y gane por otros títulos que los noventa o noventa y cinco que andan por ahí, apuntados en un papel. Hoy se me ha ido la pluma y hablo peor del duque que nunca he hablado. No crea usted, sin embargo, que son los celos, sino que me ha hecho perder pie y paciencia con tanta prevención y fiereza y desvío. Y, sin embargo, a pesar de cuanto digo, por amor de la verdad y sine ira et studio, aseguro a usted que si dependiera de mí, el duque sería embajador mañana mismo. A don Javier le enviaría a Londres o le daría otro turrón.

Adiós. Suyo afectísimo,

J. Valera.




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San Petersburgo, 1 de mayo de 1857.

Mi querido amigo: Como el señor duque y Quiñones se quejan de continuo de que muchas de sus cartas no llegan a Madrid, empiezo a recelar que muchas de las mías no hayan llegado tampoco, lo cual sentiré de veras, y singularmente de las que a usted he escrito. Yo no guardo de ellas el más ligero apunte, ni siquiera las he numerado; por donde, si algunas se han llegado a perder, acaso no vuelva yo nunca a recordar lo que en ellas decía. Todavía, a pesar de este recelo, como no hay otro medio mejor que el correo ordinario para enviar cartas, las seguiré escribiendo, porque tengo infinito que contar, y con las mías, si bien indignas, irán copiadas y adjuntas las de don Felipe el Prudente. Este ejercicio, a más de ser útil para la Historia, sobre todo si las cartas están inéditas, cosa que el marqués, como versadísimo en los escritos y documentos de entonces, decidirá mejor que yo, me aprovechará en grande en esta ocasión, porque no leo ni hablo seis meses ha más que en griego, y el habla y la escritura se me iban engringando más de lo justo; por lo cual me conviene hacer estas copias, que ya entiendo que, sin notarlo yo, me van dejando no sé qué gusto castizo y rancio en los labios y en la pluma. Ahí van, por lo pronto, doce cartas, importantes las más. Unas no tienen fecha; otras, sí, y van escritas y numeradas por el orden en que están en el libro, aunque no sea el cronológico, que ya los eruditos las sabrán poner en este orden.

He visto que hay en la Biblioteca Imperial catálogo de manuscritos españoles, y le he hojeado, notando que los manuscritos son muchos e importantes. Haré copiar este catálogo y le llevaré conmigo. Entre tanto, diré a usted que hay no poco de historia y de poesía, y de teología cristiana y judaica. Hay una vida del gran duque de Osuna del siglo XVII, y correspondencia del Infantado, embajador en Roma. De todo esto he dado cuenta a mi jefe, como persona tan interesada en ello, y ya desea sacar copias para su biblioteca; y hasta el coronel Quiñones se muestra dispuesto a dejar por algún tiempo las bombas de percusión y las demás lucubraciones estratégicas, y a enristrar la pluma y ayudarnos en la empresa de copiar lo que más convenga. Tanto más cuanto que hay manuscritos de rebellica, y de ellos recuerdo una relación historial de la expugnación de Breda por los españoles. Lo único que sentiré es que, por ignorancia mía, copiemos algo ya conocido o impreso, y demos trabajo en balde. El amigo Diosdado, que parece muy guapo chico, me ayuda en la copia de las cartas de Felipe II, y ayer copiamos doce, yo dictando y él copiando.

Entre los manuscritos italianos los hay que tocan a nuestra historia, y Diosdado, que sabe italiano, pudiera servir en esto cuando yo me vaya. Una noticia que hay de las rentas y gastos del Estado en mil seiscientos y tantos, y otros documentos por el mismo estilo, entiendo que debían copiarse.

El barón de Korv, director de la Biblioteca, y los bibliotecarios todos, me han tomado afición y ponen a mis órdenes cuanto allí tienen; bien es verdad que cortesía y afabilidad como las de aquí, en parte alguna se hallan. Menester es corresponder a ellas con Galitzin y su séquito; y mandar, asimismo, a esta Biblioteca Imperial algo de presente, que la Biblioteca pagará gustosa; y también una Biblia en castellano, impresa en España, que ya he pedido a usted. En cuanto a la colección de autores españoles, será bien que avise usted a Rivadeneyra, para que remita a esta Misión extraordinaria un ejemplar, por lo menos, que el barón de Korv pagará lo que valga, puesto aquí. Si envía otros, se le entregarán a Dufour, a fin de que procure venderlos. Los rusos tienen el don de lenguas, gustan de nuestra literatura y los comprarán, si no desde luego, con el tiempo.

Hasta ahora no he podido dar con la comedia de Calderón. Acaso sea un sueño de Sobolevski, a quien días ha no veo, porque no se puede atender a todo, y los amores, y las investigaciones, y las visitas, aunque paso por grosero, no pudiendo hacer ni la quinta parte de las que hacen Quiñones y el duque me dejan sin espacio para mil negocio que quisiera yo terminar.

No hay en esta estación muchas tertulias; pero los teatros francés y alemán me distraen, y la Brohan, aunque ya voy conociendo sus artes, me tiene aún en la concha de Venus amarrado. Hoy me toca ir a verla por la tarde, de dos a cinco. El duque estuvo anoche, de siete a diez. Tres horas para cada uno. La extensión es igual; no sé si la intensidad de la cita lo será también.

Adiós, y créame su afmo. amigo,

J. Valera.




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San Petersburgo, 2 de mayo de 1857.

Mi querido amigo y jefe: Por el despacho de hoy verá usted cuánto nos apuran y aburren aquí con lo de las cruces, y que no hay medio de que esto se termine, acertando a complacer a todos. Orlov y Adlerberg no quieren Carlos III, teniendo toisón el príncipe-ministro, y es fuerza pagar los dos Alejandro Nevski y el San Estanislao de usted de uno de los dos modos propuestos en el despacho mencionado, que son, a mi ver, razonables y hasta muy ventajosos para esta gente, a la cual, si aún no se contentan, será menester mandarla al c..., que en ruso no es palabra mala y significa está bien. Creo, además, y no porque yo desee que Asensi y el gran Ligués se queden sin grandes cruces rusas, sino por quitarnos de encima quebraderos de cabeza, que se puede con esto cerrar y terminar el cambio y no hacerlo extensivo a los señores Svistonov y Jomini; mas viniendo para ellos dos grandes cruces de Isabel la Católica, las habrá para nuestros dos directores y de la orden que sigue a la que usted ha tenido, que es la que dan a los ministros plenipotenciarios.

Debo decir a usted y rogarle muy encarecidamente que nos disculpe con el marqués de las continuas variaciones que queremos introducir en este asunto de las cruces, y tenga por cierto que no es culpa nuestra, sino de las exigencias y pretensiones de estos rusos y hasta de la falta de franqueza y acuerdo entre ellos mismos; por donde es difícil o imposible adivinarles el gusto y hallar término de conciliar las antinomias. Pero, ya se concilien, ya no, el duque de Osuna está, al cabo, en la persuasión y resolución de que nosotros no debemos cejar ni pedir que nada se modifique de nuevo, una vez adoptado uno de los dos modos hoy propuestos. Si aquí no gusta, que se giben, y se acabó lo que se daba.

Pasado mañana, lunes, iré con el señor duque a conferenciar con Tolstoi, y acaso con el vejete encargado de las cosas comerciales, sobre el arreglo por nosotros presentado. Dudo que la supresión se logre; mas espero en Dios que al fin vendremos a un concierto y se decidirá por lo menos la rebaja del derecho diferencial del 50 al 20 por 100. Conseguido esto y trocadas las declaraciones, encajará bien, si a ustedes les acomoda, el dar a Svistonov y a Jomini las dos grandes cruces y recibir otras para el gran Ligués y Asensi.

La encomienda para Canseco se obtendrá, sin duda, y asimismo me han prometido, aunque aún no cuento del todo con ella, una cruz para Quiroga, cuyo folleto envié con una carta de recomendación al señor Tolstoi.

Todos me preguntan, y más que todos los ministros y los que rodean al imperante, por qué no vienen las credenciales de embajador para el duque, dando ya por seguro que ha de venir.

Si don Javier hubiera venido a este puesto cuando le nombraron, se hubiera ahorrado este disgusto, pues lo tendrá de cierto al ver o entrever la poca cuenta y menor deseo que aquí se hace y tiene de su plenipotencia y llegada y el empeño con que pretenden que el duque se quede, de quien están todos muy pagados por su amabilidad, magnificencia, títulos, cocinero y otras buenas prendas. No obstante, y si por cualquiera otro motivo no nombrasen ustedes al duque, creo que don Javier ganará, a poco de estar aquí, por su capacidad, elevado carácter, ingenio y otras calidades respetables, más popularidad y favor, o tanto, al menos, como mi jefe actual. Poco enterados aquí de nuestra historia contemporánea, no saben, por lo pronto, lo que don Javier vale, y acaso dan sobrada importancia a los títulos y riquezas del duque y poca a los servicios, merecimientos y alta significación política del otro. Galitzin o su secretario, que, como aseguran aquí, es un prodigio, podrán informar de esto a Gortchakov, y a ellos tendrán acaso que contestar ustedes, si van con el empeño, como supongo que van, de que el duque se quede aquí, y si ustedes no quieren dejarle. Yo comprendo que no se puede dejar sin nada a don Javier para complacer al duque, y como don Javier no vuelva a Londres o sea presidente del Senado, ¿qué habrá que darle?

Entro en estos pormenores y meto en ellos mi cucharada, porque el duque sigue creyéndome acérrimo enemigo y parte en que no le hayan ya nombrado embajador.

Adiós.

J. Valera.




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San Petersburgo, 15 de mayo de 1857.

Mi querido amigo: Aunque ya había yo hecho propósito de no escribir a usted carta alguna hasta mi vuelta de Moscú, para donde saldré dentro de tres días, escribo ésta desde la Biblioteca Imperial, en la sala de los manuscritos, donde hay tantos españoles y tan interesantes, si no están publicados o existen los originales u otras copias en España, que me mueven a sacarla del catálogo, lo cual hará, espero que bien, un empleado de esta Biblioteca, a quien a mi vuelta de Moscú pagaré el trabajo que ahora le encomiende. A pesar de esto y de que llevaré conmigo dicha copia, que presentaré al marqués y a usted, quisiera yo ver lo más curioso que hay aquí y dar de ello alguna noticia; mas el tiempo me falta, y no puedo disponer tampoco a mi placer del bibliotecario, a quien los manuscritos están confiados, para que me los vaya mostrando todos según yo lo desee.

A lo que parece, el más bello e importante de todos estos manuscritos ya no está aquí, sino que ha sido trasladado a L'Ermitage, donde tantas preciosidades se guardan, de las cuales ni he visto yo la mitad, ni siquiera he descrito a usted la cuarta parte, porque el tiempo se va como un soplo y no lo hay para nada. Pero, volviendo al manuscrito, diré a usted que es del siglo XIX y obra acaso de un poeta catalán. Se intitula Breviari d'amor, y está de muy linda escritura y ornado con viñetas y letras iniciales primorosas. Lo escribió Juan de Aviñón; mas dudo que sea éste el nombre del autor; antes creo que lo es del copista. En fin: Pidal y usted, como más eruditos, sacarán por el hilo el ovillo y podrán decir si hay ejemplar de este libro en otra parte de aquí.

Hoy he pedido al bibliotecario un legajo que contiene copias del siglo XVII de una carta de Carlos V a su hijo Felipe II, que comienza: «Demás de la instrucción que os envié del modo que, así en el gobierno de vuestra persona, como en el de los negocios en general, os habéis de guiar y gobernar, os escribo y envío estas secretas, que serán para vos solo y que tendréis debajo de vuestra llave, sin que otra mujer ni otra persona las vea.» De esta carta dice la copia, al fin, que fue escrita autógrafa en Palamós, a 6 de mayo de 1593, y acaba con esta posdata del emperador mismo: «Ya veis, hijo, cuanto conviene que esta carta sea secreta y no vista de otro que de vos, por lo que va en ella y digo de mis criados para vuestra información.» Como no tengo libros a mano ni tiempo para consultarlos, no sabré decir si es conocida la carta de todos o es hallazgo.

En el mismo legajo hay dos cartas del cardenal de Borja y del duque de Osuna, en que ambos se acusan mutuamente al rey y Osuna se muestra tan cargado de que Borja venga a reemplazarle en el virreinato de Nápoles como el Osuna de ahora de que le suplante Istúriz en la plenipotencia. Hay, además, en este legajo y otros mil, infinidad de documentos diplomáticos, manifiestos, noticias, informes, cartas de embajadores, relaciones de embajadas, entre las cuales la del almirante de Aragón a Polonia, y obras completas de Historia, Teología, poesía, entre las cuales no será extraño y sí de desear que se dé con algo no conocido o inédito al menos. De poesía hay las de Abrahán Franco Silveira. La tragicomedia contra el amor. Un auto sacramental sobre la expugnación de Breda, de que hay, asimismo, relación histórica. Otra tragicomedia titulada Cautela contra cautela, y no sé cuánto más, porque sospecho que en el catálogo no está todo lo que aquí hay. Mas, como quiera que el catálogo está, él servirá de guía, y puesto que aquí queda Legación, ustedes mandarán copiar lo que por él entiendan que conviene y que lo merece. Yo, por lo pronto, remito copia adjunta de unas coplas o romance satírico, por si no fuere conocido, aunque dudo que lo sea, pues no hay cosa más común en España que las sátiras políticas manuscritas de principio del siglo pasado.

Y aquí termino mi carta, que pensé fuese más extensa; mas no quiero cansar más a usted con citas de obras manuscritas, pues más tarde poseerá el catálogo completo de ellas. A Mariano Díaz remito, copiadas, las últimas cartas del rey don Felipe el Prudente.

Adiós, y créame su amigo afmo.,

J. Valera.

Mariano hablará a usted del furor del duque, etc.

La carta de Carlos V, que cito, creo que la cita y conoce Prescott, si la memoria no me engaña; mas hay, sin duda, entre estos manuscritos españoles algunos no conocidos.

Terrible clima este de Petersburgo. Aún no hay una hoja en los árboles y siguen bajando hielos del Ladoga por el Neva.


   Va que no sabe Salcedo
quién escribe este papel,
y va que me e... en él.




Romance de un pastor


   Señor fulano de Altona,
¿los soldados qué se han hecho,
que se llevan los franceses
las islas de Barlovento?
Ya remedió Peñaranda  5
el daño de Portobelo,
que valiente la Zapata
dio a los piratas el cuerpo.
¿A tan alta providencia,
no imitará en tanto aprieto?  10
Quiere quitar de sus horas
a Santo Domingo el rezo.
Dígale a Giles Pretel
que tome las armas luego,
y a don Rodrigo Moxica  15
que a Francia le ponga pleito.
Si enfermedades preserva
quien tiene un buen regimiento,
cómo sin él nos ganaron?
¿Cómo con él nos perdernos?  20
¿Es bueno guardar al rey
y dejar perder su reino?
¿Es bueno engañar al mundo,
y engañar a Dios es bueno?
¿Un hombre tan virtuoso  25
ha de ser tan mal ejemplo
en la doctrina de Cristo
que ayude a la de Lutero?
Mire, señor, lo que hace,
no le riña su maestro  30
y le azoten en la escuela
cuando haga papel de muerto.
Consulte estos accidentes
a la sala de Gobierno,
donde se apartan las almas  35
cuando se juntan los cuerpos.
Socorra a Santo Domingo,
pida a Peñaranda viento,
víveres al cardenal,
y a nuestra paciencia, remos.  40
No diga nada a la reina,
que dicen que hace pucheros,
y nos hacen sus pesares
andar llorando y gimiendo.
En el Consejo de Estado  45
consultarlo, no es remedio,
que tienen muy mal estado
los votos de aquel Consejo.
En el Real hablan muy claro
y no estamos para eso,  50
que no nos darán Panyagua
aunque nos vean hambrientos.
El de Hacienda está muy rico,
mas no es del rey el dinero,
que el suyo está de levante,  55
en los ministros de asiento.
El señor de Valladares
vaya con Blasco a saberlo,
que en hablando en puridad
saca fruto de un sarmiento.  60
Bien que yo desto no fío
que un desdichado gallego,
aunque sepa textos, sólo
sabe perdonar a Meco.
Consulte con dos beatas  65
la causa de este suceso,
huyga de la Pitonisa,
que es mala hembra en extremo;
fray Yunípero y fray Pablo
son abonados y legos;  70
pregúnteles cómo pudo
perderse la isla tan presto.
Si acaso el señor don Juan
fue culpado en este acceso,
y dio a las velas francesas  75
tan súbito lucimiento,
si porque se fue Everardo
ansí nos castiga el Cielo,
y no cesa la tormenta
aunque a Jonás aneguemos.  80
Su mercé es padre de pobres,
y así le toca el remedio,
pues que cada día engendra
más hijos que veinte pueblos.
No hay sino hacer para el caso  85
unos poquitos de versos,
que suenen a lo divino
y puedan los diablos verlos.
España, Señor, se pierde
y la ayuda su desvelo,  90
pues aunque no tiene Caba,
tampoco muros tenemos.
Los grandes, por humildad,
quieren ya dejar de serlo,
y nosotros, ya se ve,  95
que no podemos ser menos.
Astillano dice brindis,
Oropesa dice bebo,
el cardenal, ya me voy,
y la reina, ya me vengo.  100
Respuesta espera el francés,
y yo la respuesta espero,
yo en Santo Domingo el Real,
y él, en el otro, más lejos.

¿Serán acaso del Duende estos versos, y copiaré cosa conocida, a más de mala y sin chiste? No sé si El Duende escribió ya en tiempos de Carlos II.




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San Petersburgo, 18 de mayo de 1857.

Mi querido amigo: Tres o cuatro días ha recibimos un despacho de esa Primera Secretaría con una peluca, harto merecida, la cual quiero que caiga sobre mí, pues no supe evitar la causa de ella. Así, pues, lo que voy a decir no es disculpa ni excusa, sino explicación sólo. Yo hubiera querido que el señor duque dijese a Gortchakov que o se hacía el cambio total, según estaba apuntado en el papel que se le dio, o no se hacía cambio alguno, ni había toisón para él. Mas el duque no dijo esto, antes bien consintió en el cambio de los toisones solos, y esto se hizo sin contar con ustedes. Por donde ustedes, con sobrada razón ofendidos, retuvieron los toisones y dieron ocasión a las penas, apuros y rabietas de que he hablado en mis cartas y a que el marrullero de Gortchakov, viendo su toisón en peligro, se moviese, al cabo, a soltar las otras cruces. El duque, lejos de creer que esto provenía de la detención, imaginó que, a pesar de la detención, las habían dado aquí por un exceso de longanimidad y por la grande afición que a él le mostraban, en la cual no es extraño que el duque haya creído, porque yo mismo he llegado a creerla, aunque desconfiado; tan bien lo fingen aquí y tan zalameros y falsos, si quieren. ¿Qué había yo de hacer entonces? Las gracias estaban dadas, y no sólo las condecoraciones, y el duque entendía que era un gran favor hecho a su persona. A mí se me echó en cara la desconfianza que había mostrado, y se me tuvo por movedor de tropiezos y causa de la detención que tanta pena dio al duque, creyendo éste que yo le malquistaba con usted y con el marqués. ¿Qué había yo de hacer, digo, en este caso? La verdad, no tuve ánimo para meterme más en el asunto, y lo dejé correr. Por otra parte, la cruz que a usted han dado es la que dan aquí a los ministros plenipotenciarios, y si no ha habido favor, tampoco el más leve menosprecio. El duque le quiere a usted muchísimo, y de ofendido que estaba porque no le dejaban de embajador, se ha vuelto sumiso y asustado con la carta de quejas que usted le ha escrito, y no acierta a disculparse con usted. Yo confieso que el duque es lo más excelente del mundo, y que ha sido desgracia o torpeza mía el no dirigirle a mi gusto. Quiñones, y hasta los criados, hacen de él lo que quieren, y yo no he querido o no he podido. Gran torpe soy, y todo el disgusto de ustedes debe caer sobre mi cabeza. Una vez que el duque consintió, como no se debiera, en que se darían los toisones, dejando por lo pronto sin nada al ministro de Estado, yo abdiqué toda autoridad que en estas cosas pudiera haber tenido. Otro inconveniente mayor nació, asimismo, de esto, a saber: que las cruces, que el temor de perder el toisón hizo soltar en adelante al príncipe-ministro, no fueron como en cumplimiento de lo estipulado, pues no lo estaba, sino como concesión gratuita, en apariencia al menos.

Gortchakov, que en todo este negocio se ha conducido poco lealmente, abusando de la bondad del duque, ha hecho nacer luego otras dificultades. En un principio dijo diversas veces, y aseguró y sostuvo, que él era el Narváez de por aquí, dando a entender con esto que él era el primer personaje del Imperio después del emperador. Ahora salimos, por propia confesión suya, con que el majadero de Adlerberg y el cuco de Orlov son más que él y que se ofenderán si se les da menos, y, como el duque en las conferencias que ha tenido con Gortchakov ha convenido en consultar al Gobierno sobre este caso, las dos cruces de Carlos III y la de Isabel la Católica para Tolstoi, que, entre paréntesis, todavía anda pretendiendo la banda de María Luisa para su mujer, están aquí detenidas. Yo no me atrevo ya a aconsejar nada al duque, y menos desde hace tres días, que oficialmente me he despedido de la Misión; pero encuentro que pudiera muy bien ir a ver a Gortchakov y entregarle las tres grandes cruces y responder a los argumentos que hiciere que él no es el Narváez de por aquí, y que Orlov, Adlerberg y Tolstoi deben contentarse con lo que se les da, y si no, que no se contenten. Asimismo, pudiera el duque, y acaso esto sea más prudente y lo que él hará, guardar las tres cruces hasta que venga don Javier, que podrá entregarlas y hacer mejor el discurso que yo imagino que conviene hacer. Istúriz tiene expedita la lengua, y sabrá pronunciarlo.

Aquí yo sospecho que Morny y Wodehouse tratan a la baqueta a esta gente, y que las cosas van bien, tratadas así, y mal con la blandura. España dista mucho de estar pujante como Francia e Inglaterra para tratar esto como país conquistado; pero bien puede tomar un temperamento menos suave, acordándose algo del correo que nos acompañó desde Varsovia hasta aquí, y procurando imitarlo hasta donde las circunstancias lo consintieren. Yo no tengo bastante carácter, y, aunque lo tuviera, me falta la autoridad y títulos convenientes para aplicar este método, que, si hubiera tenido la mencionada autoridad, tal vez hubiera aplicado.

Entre tanto, no puedo disimular ni ocultar un recelo que tengo, y es que Galitzin entregue en ésa, por ahora, la Santa Catalina y los San Andrés sólo, y guarde los Alejandro Nevski y la cruz de usted para cuando aquí se zanjen las nuevas dificultades movidas por Gortchakov y se den las tres cruces, según aquí las desean ahora. Mas ustedes sabrán, yo lo espero, sacare los dos Alejandros, que es lo que más importa, y usted por su parte, y el señor marqués en nombre de usted, hacer ascos al San Estanislao y negarse a tomarlos, pidiendo que se enmiende esta falta, así como aquí piden para Tolstoi un Carlos III en vez de Isabel la Católica y otras variaciones en los demás, y aun dos grandes cruces para Svistonov y Jomini. En fin: quizá se arregle todo a gusto de ustedes; mas para que Gortchakov no se salga con el suyo, conviene pillar de antemano los dos Nevski y promover luego todas las dificultades imaginables sobre la cruz de usted y mostrarse usted más cogotudo, empingorotado y desdeñoso que Tolstoi, Adlerberg y Orlov, que no sé si ocupan el primero, el segundo o el tercer grado en la escala jerárquica, pero que no son dignos de atar y desatar a usted las correas de los zapatos. En lo cual no hay lisonja de subordinado a jefe para ganar de nuevo su gracia, que por torpeza tiene perdida, y con razón, sino verdad pura y poco lisonjera, porque ninguno de estos tres señores vale un pitoche, y yo me espanto de que esto vaya adelante con tales hombres. Lo cual me demuestra que la mano de Dios y su providencia entran por mucho en la gestión de las cosas públicas. Y no se diga que los hombres vistos de cerca parecen pequeños y no hay grande hombre para su ayuda de cámara, porque éstas son faltas máximas, y el hombre de valer lo es hasta en camisa y para todo bicho viviente, imponiendo a todos su superioridad como si fuese irresistible. Y yo he conocido a muchos que me han parecido notables de veras y que no se han achicado, antes han crecido, vistos de cerca. El príncipe de Schwarzenberg no era famoso cuando yo lo conocí en Nápoles, y ya me parecía a mí harto capaz de todo lo que hizo después; y a González Bravo le he tratado muy íntimamente, y aunque estoy ofendido con él y debo estarlo, porque ha sido inconsecuente conmigo, no por eso dejo de tenerle en mucho, y así de otros, lo que prueba que yo no tengo la propiedad de achicar los objetos que veo de cerca, y que si no los veo mayores es porque no lo son.

En fin: dejando a un lado estas consideraciones, ruego a usted encarecidamente que me perdone mis torpezas, y a Dios que haga de modo que se enmienden, como pueden y deben enmendarse aún.

Mañana salgo para Moscú. Adiós, y créame su amigo y afectísimo y subordinado,

J. Valera.

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El 8 de mayo, según el estilo ruso, salí de San Petersburgo para Moscú, en el tren del ferrocarril que parte a mediodía. Vino conmigo un criado ruso llamado Lavión, el cual hablaba alemán. No llevaba yo cigarros conmigo, porque imaginaba que, pues aquí no se fuma en las calles de las ciudades, menos debía fumarse en vagón, donde esta operación es más ocasionada a un incendio. Mucho me sorprendió ver que había vagón para los fumadores donde entré por instinto, o porque el soldado ruso conoció, sin duda, en mi cara que yo debía de fumar, y me hizo entrar en dicho vagón, donde hallé fumando a todo bicho viviente y a no pocas, al parecer, damas. Una mujer fumando despierta en mi alma, o si se quiere en mi cuerpo, sentimientos pecaminosos. No sé por qué; mas ello es que imagino que pues tan sensible a un placer tan vaporoso, que ni en público puede privarse de él, debe de serlo más en secreto a otros más serios placeres, si es que placer alguno puede tenerse por cosa seria en este valle de lágrimas que habitamos. Por otra parte, la mujer fumadora toma, al fumar, cierto aire provocativo y belicoso, y no parece sino que con el pito que tiene en la boca toca a rebato y pide guerra. Y luego, en el movimiento y presión de los labios para sujetar dicho pito, hay yo no sé qué encanto voluptuoso, y se transluce el beso nervioso y convulsivo. Por todo lo cual repito que, no siendo la fumadora ni muy vieja ni muy fea, me enciende algo la sangre. Mas en esta ocasión estaba yo tan distraído y ensimismado con ciertos amores casi místicos y platónicos que he dejado en Petersburgo, que no paré mientes ni reparé como debiera en el primor de las fumadoras, aunque bien noté que dos o tres de ellas distaban mucho de ser feas.

Llevaba yo conmigo un libro para entretenerme leyendo durante el viaje, imaginando que poco habría que ver del paisaje por donde pasábamos y nadie conocido con quien yo hablase. Mas también en esto me engañé, y la primera persona que vi a mi lado, con su semiuniforme y su cruz de Santa Ana al cuello, como si se tratase de ir a presentarse al ministro, fue al señor Sovolchicov, bibliotecario de la Imperial de San Petersburgo y arquitecto también. Éste viajaba por orden del Gobierno, e iba a Tula, donde está la fábrica de fusiles, a ver no sé qué edificios. Al punto nos reconocimos y trabamos conversación, y por su medio me puse en contacto con cuantos allí había o allí acudían. En el camino de hierro, de Petersburgo a Moscú se pasa de un vagón a otro, y no pocos venían a éste atraídos por la libertad y franquicia que para fumar en él se daba, la cual, en letras mayúsculas y de oro, estaba inscrita a la puerta del vagón de esta manera: dlia kurenie para fumatura o fumación, que de ambos modos podemos decirlo y enriquecernos nuestra lengua. Allí oí decir que esta libertad había sido dada por el actual emperador Alejandro II, y de él, por ende, se hicieron maravillosos encomios, augurando todos que aquella libertad era el comienzo, o dígase preludio, de otras más sustanciales, y que en pos de la de fumar vendrían quién sabe cuántas otras, y muy singularmente la de imprenta, de que aquellos señores se mostraban tan a las claras tan deseosos, que me di a entender que la de pensar y hablar la tenían ya conquistada, y que no se percataban de ello porque no se la habían escrito en letras de oro, como la de fumar. Ello es que allí se habló, si muy bien del emperador vivo, muy mal del que acababa de morir, y que si la persona de Alejandro II fue ensalzada, sus ministros fueron amargamente criticados, deprimidos y tachados hasta de incapaces. No sé lo que en esto pueda haber de cierto; pero sí lo es que la conversación era en francés, y que en esta lengua sólo hablan los iniciados en los misterios de la civilización de Occidente, que misterios son para el vulgo de aquí. La cuestión es grave. La cuestión está en saber si esas ideas extrañas y esa civilización forastera, expresada casi siempre, hasta ahora, en lengua forastera también, han de implantarse de firme en la Santa Rusia y han de popularizarse y difundirse. Yo veía por primera vez en mis compañeros de viaje, salvo el honrado y docto bibliotecario, que se callaba, a la Rusia civilizada no oficial, a los que no están numerados y escalafonados y sellados con las armas del emperador; a los que, fuera del orden jerárquico y de los catorce o quince grados que hay en él, especie de escala de Jacob para llegar al cielo del zar, quieren ser y representar algo por ellos mismos e independientemente del Gobierno; en una palabra: a la mesocracia o clase media, que empieza a levantarse independiente y rica, pero, como entre nosotros, llena de mal encubierto desprecio por la patria y de exagerada admiración de lo extranjero,

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escasamente, y la miserable apariencia de las casuchas de madera de los pobres siervos y campesinos, y al representarme de nuevo en la imaginación todos aquellos llanos áridos cubiertos de nieve, no pude menos de echarme a discurrir cómo vivirían durante el invierno, esto es, la mayor parte del año, los habitadores de estos países poco favorecidos de la Naturaleza. Indudablemente que en muchas regiones de Rusia, y principalmente en las más frías y boreales, mucha de esta pobre gente ha de pasarse el invierno encerrada en sus cabañas y lamiéndose la pata para nutrirse, como dicen que hacen los osos. Otros, ya poseedores de rengíferos y caballos, los enganchan a algún trineo y transportan de un lugar a otro algunas pobres mercaderías; otros, por último, hacen durante el invierno el oficio de tejedor, ya de lino, ya de algodón. En el terreno que circunda a Moscú, dentro del radio de muchas leguas, es donde más se ejercitan los rústicos durante el invierno en esta industria algodonera. En cada choza hay un telar y allí trabaja toda la familia, y es tan barata la mano de obra, que estos tejidos, hechos a mano, aún pueden competir con los que se fabrican al vapor, tanto en Rusia, donde hay muchas fábricas, como en el extranjero, de donde son importados, pagando en el día grandes derechos y debiéndolos pagar mucho menores dentro de poco, gracias a la reforma de aranceles. Según la cuenta que me hizo un mercader alemán desde largos años ha establecido en Moscú, y que conoce a fondo Rusia, una familia campesina gana a lo más, tejiendo durante el invierno, siete cópecs diarios (un real de vellón de nuestra moneda); mas como tiene leña con que calentarse y algunas provisiones de boca que ha reunido durante el verano, no lo pasa tan mal, o puede vivir, al menos, y despilfarrarse algunos días de fiesta, emborrachándose con aguardiente, al cual es aficionadísimo el pueblo ruso. No sé si la nueva reforma de aranceles, una vez puesta en práctica, hará, como parece probable, que se desprecie aún más, en virtud de la concurrencia, el valor de los tejidos de algodón, y que los pobres aldeanos rusos tengan que abandonar esta industria de tejer y adoptar otra o contentarse con ganar menos que los siete cópecs diarios, que sería ya poner a prueba la resignación humana y demostrar que poco menos que nada basta para sustentar una familia.

Una de las cosas que más afligen, sobre todo si se compara a la suficiencia y garbo de los honrados burgueses, de los ricos mercaderes y de los nobles rusos, civilizados y extranjerizados, que por lo menos han leído a Paul de Kock y que han estado o, cuando no, piensan ir a París en el próximo verano, es la rudeza, amilanamiento y rustiquez del que debiera ser verdadero instrumento autonómico de la civilización rusa, el clérigo ruso. Yo no he podido hablar con ellos, pero, como dice el proverbio italiano, vista la porta, vista la casa; y la verdad, que lo raído y sucio del traje, lo mal peinado de las greñas, el aire poco diligente y muy aguardentoso de la fisonomía y la rudeza de los modales no los distinguen de los mujiks, antes Bien, muchos de estos clérigos o curas de aldea parecen y deben de ser más rudos que los mujiks mismos, los cuales tienen que tener a menudo en prensa el ingenio para mejorar la fortuna o para vivir, cuando nada le inspira el deseo de mejorar, mientras que el pope, de lo que canta yanta, y como no ejerce una especie de jurisdicción como nuestros curas, ni se hace superior a los feligreses, teniendo sobre ellos cierto magisterio en el púlpito, en el confesonario y hasta en el consejo de la familia a veces, hechos una vez sus oficios, dicha su misa y terminadas las canciones sagradas, no le queda más que el aguardiente a que recurrir para distraerse, y vive en la más completa abyección e ignorancia. El clero negro, esto es, los frailes, saben algo; de entre ellos salen los obispos, los metropolitanos y los predicadores, aunque rara vez aquí se predica. La religión no se explica con razonamientos, ni se pone al servicio de la moral, difundiéndola en elegantes discursos; la religión ortodoxa se manifiesta por medio de símbolos y figuras y gestos, de los cuales no sé hasta qué extremo podrá comprender el vulgo el sentido. Rara vez el sacerdote explica al pueblo estos misterios por medio de la palabra.

He oído a muchos rusos quejarse de la ignorancia y falta de respetabilidad del clero ruso; tanta genuflexión, tanta ceremonia simbólica, un santiguarse tan continuo, un tan eterno besuqueo de reliquias, de cruces y de imágenes, y tanta postración y acatamiento hacen de la religión ortodoxa algo de parecido a la brujería: ensalmos, conjuros, encantos y evocaciones que no tienen objeto.

Pensando en estas y en otras cosas por el estilo, y durmiendo un poco de cuando en cuando, y parándome en las estaciones a almorzar, a comer, a tomar el té y a cenar; imitando en esto a los rusos, que siempre que pueden comen, y no comen poco y mal, sino cuando no pueden comer a más y mejor, llegué, por último, a Moscú, a las ocho de la mañana del día siguiente, habiendo empleado en este viaje, de seiscientas cuatro verstas, veinte horas del ferrocarril. Apenas llegamos a la estación del ferrocarril, y aún no había acabado el tren de pararse, salté en tierra de los primeros, con el ansia de ver la antigua capital de los zares. Dejé a mi criado encargado de llevarme el equipaje a la posada, y tomando un droski, me dirigí a la de Morel, que me había recomendado en San Petersburgo mi amigo Sobolevski.

Hacía un tiempo hermosísimo, y no creo que por el mes de mayo hiera el sol la tierra de Andalucía con más fuerza que hería la de Rusia entonces. Los árboles desplegaban ya su pompa vernal, y verdes hojas y flores los coronaban; los pájaros cantaban entre las ramas; las cúpulas doradas, verdes, azules y rojas de las mil iglesias de Moscú me deslumbraban con sus resplandores; las campanas henchían el aire de sus sonidos argentinos, y las casas, los palacios, los templos, confundidos entre las masas de verdura, escalonados en el declive de las colinas y extrañamente agrupados con bien concertado y poético desorden, me causaban una impresión tan singular, que nunca, al llegar a ciudad alguna del mundo, la he sentido más extraña. Moscú no me parecía ni más grande que Roma ni más poético que Granada, ni más hermoso que Nápoles, ni más naturalmente rico y grande que Río de Janeiro; pero sí más original, más inaudito que todas estas ciudades juntas. A veces entraba el droski por una calle donde las casas pequeñas de madera y de un solo piso, las bardas de los corrales o jardines, que más tenían de lo primero que de lo segundo, la gente pobre, los chicuelos y las mozas sentadas a la puerta, o mirando por los ventanuchos y yo no sé cuántas cosas más, rústicas, le daban el aspecto de una aldea; pero de repente se abría la calle y salíamos a más dilatado espacio, que, elevándose sobre todo el terreno circundante, hacía que la vista se extendiera a la larga en derredor, sobre los valles y colinas que forman la gran ciudad, complaciéndose con la vista de sus jardines y huertos, y perdiéndose en el laberinto de sus torres y alminares, y deleitándose con la bárbara pompa de sus cúpulas doradas. Entonces imaginaba yo que no estaba en Europa, sino en Extremo Oriente, y que, por arte de encantamiento, había llegado a Pekín en vez de llegar a Moscú. Con esta idea disparatada de estar en Pekín o en la capital de Cachemira, o en alguna ciudad extraña y fantástica de aquellas que Simbad el Marino vio en sus maravillosas peregrinaciones, vine a dar en casa de Morel, el fondista, tomé un cuarto, me vestí y salí de nuevo a cerciorarme de si estaba en Rusia o en China y qué clase de ciudad era ésta, que de tal modo hería mi imaginación.

Lo primero que hice fue dirigirme al Kremlin, que es en Moscú lo que el Capitolio en Roma o en Atenas era la Necrópolis. Allí los palacios, los templos, los tesoros, los trofeos y cuanto en la ciudad hay de más sagrado, rico y glorioso se guarda y venera. Está el Kremlin situado sobre la más elevada colina de las siete que forman la ciudad. El Kremlin tiene su monte Palatino, como el Capitolio. Rodea y ciñe aquel recinto una muralla singular, guarnecida de torres de más singular y varia arquitectura aún que la muralla. Sobre y coronando la veneranda colina, descuellan las torres de los palacios del zar y las cúpulas doradas de las tres catedrales y demás conventos e iglesias que allí se aparecen. El primer efecto que el Kremlin me produjo fue maravilloso, y más bien trajo a mi memoria el recinto y fortaleza de la Alhambra que recuerdo alguno más clásico y solemne. No me fijé en objeto alguno particular y no hice más que admirarme del conjunto. Una vez que penetré en el Kremlin por uno de los arcos triunfales que le dan entrada, no tanto llamaba mi atención el Kremlin mismo como la vista sorprendente que desde él se goza, ya de un lado, ya de otro, dominando la extensa capital que se tiende a sus plantas. Los innumerables templos, los tejados de las casas y palacios, los jardines y huertos que los rodean, y la llanura ilimitada que da a la ciudad, por dondequiera, un horizonte inmenso, como el de la mar, me hacían imaginar y soñar mil cuentos orientales. Moscú me parecía la capital del gran Tamberlán, que se había civilizado, y yo me imaginaba el sucesor de Don Clavijo o Don Clavijo mismo, que venía a hacerle una visita de parte de mi soberana. La separación de las casas unas de otras, el lujo con que se desperdiciaba el terreno, poniendo entre una y otra huertos y bosquecillos; el desorden con que las casas están situadas, aquí una choza de madera, al lado un palacio con columnatas y regio balconaje, y puerta y fachada aparatosas; más allá una iglesia con sus cuatro o cinco cúpulas de las más extrañas formas y colores. Todo esto no parece de cerca tan bien; la casa de madera aunque no entre uno en ella, no sé qué da a sospechar que ha de ser sucia; el palacio, visto detenidamente, no puede menos de denotar un mal gusto notable y más apariencia y ostentación que riqueza verdadera; todo él está hecho de yeso y ladrillo; la iglesia, cuyos vivos colores y formas extrañas nos gustaban tanto desde lejos, ofende la vista, de cerca, con sus relumbrones y colorines, y causa un malestar semejante al que sentiría una persona compasiva al ver un hombre desollado andar por la calle; porque, en efecto, estos colorines y relumbrones le hacen a uno creer que a estas iglesias les han quitado el pellejo y que están desolladas, padeciendo, por consiguiente, los más horribles tormentos de verse así, y maldiciendo a quien tal las ha puesto. Cuando yo oía el sonido de mil campanas, me daba a entender que todas estas iglesias, unas en tiple, otras en bajo, se quejaban de su pésima condición y del sino fatal que las condena a vivir en aquel estado. Mas este pensamiento y alucinación estrambótica no me acudía sino cuando miraba de cerca alguna de las iglesias, y singularmente las de peor gusto y más pintarrajeadas. Desde lejos, desde lo alto del Kremlin y perdidos estos pormenores con la distancia, el conjunto de los edificios se me parecía de una belleza rara y de una novedad que acendraba y encarecía esta belleza. Dicen que Moscú asemeja a Roma; mas no hallo esta semejanza. Una Roma por este orden habría sido capaz de fundar Atila, si de vuelta de su viaje por el Occidente se hubiera civilizado un poco y hubiera querido fundar una capital a semejanza de la de los Césares. Salvo algunas reminiscencias, más hay aquí de tártaro que de romano. En fin: embebecido en la contemplación del conjunto y de las cosas lejanas que desde el Kremlin alcanzaba a ver, no reparé en las inmediatas que a la vista se me ofrecían, y salí a las dos o tres horas de estar en el Kremlin sin haber visto nada de lo que hay dentro de su recinto.

Salí del Kremlin por la Puerta del Salvador, arco de triunfo por donde subió en otro tiempo a aquel Capitolio ruso Iván el Terrible, vencedor y conquistador de Kassan y Astracán, y Minin, y Pojarski, libertadores de la patria y vencedores de los polacos. Tanto por los recuerdos históricos que despierta este arco en un alma rusa como por la santa imagen del Salvador, que le da nombre y que está levantada sobre la puerta y pegada al muro, obrando obras maravillosas de continuo, este arco es sagrado y venerado para los rusos, y todos, al pasar por él, deben descubrirse e inclinarse, sin que de este tributo de reverencia se hallen, por modo alguno, exentos los extranjeros o los que son de otra religión que la ortodoxa. Bien es verdad que los rusos, que a más de ser tolerantes, son, como mil veces he tenido ocasión de decir a usted en mis cartas, el propio dechado y modelo de la cortesía, saludan, asimismo, cualquiera capilla, iglesia o lugar sagrado de otra religión, entendiendo que si no lo hacen dan prueba de descorteses y de rudos.

A los pies del Kremlin, y bajando por el arco mencionado, se encuentra uno en una ancha plaza, que podemos equiparar al Foro de Roma, ya que hemos equiparado el Kremlin con el Capitolio. Comparaciones todas que halagan en extremo a los moscovitas y que tienen para ellos una gran significación, porque entienden que la sucesora de Roma es Moscú, y que éste es el renovado imperio de Oriente, vengador y sucesor del primero. Roma y Constantinopla, o al menos el espíritu, el alma, la vida de Roma y de Constantinopla, quieren ellos que esté aquí. En medio, pues, de este Foro se levanta el monumento de Minin y Pojarski, de los dos gloriosos patriotas; del plebeyo y del noble, del carnicero y del príncipe, héroes ambos. El monumento vale poquísimo como arte, pero le santifica y hace invulnerable a la crítica el sentimiento de entusiasmo patriótico que despierta en todo corazón ruso, donde hay en el día más patriotismo verdadero que en ningún corazón humano.

A un lado de la plaza se levanta un monumento de otro género, tan sorprendente y singular en todo, que roba inmediatamente la atención del viajero, y le deja suspenso, embelesado y extático. Yo, al verlo, me creí trasladado por ensalmo al país de las hadas, al centro del Asia, a alguna tierra casi ignorada aún y donde nunca puso los pies hasta ahora viajero alguno. No es la hermosura, sino la extrañeza, la que deleita, suspende y asombra, y hasta nos hace tener por hermoso lo que ciertamente no lo es. Lo que yo tenía delante de mis ojos era una pesadilla de arquitectura. Nunca chino alguno, después de embriagarse con opio, ni árabe que esté saturado de hachich, vieron cosa parecida en sueños. Las monstruosas y estrambóticas deidades del Tibet o de la India no tuvieron nunca pagodas tan monstruosas y estrambóticas como esta iglesia. El monumento es una iglesia. No sé, ni creo que se sepa, si el arquitecto que trazó y construyó esta iglesia era griego, o chino, o indio, o tártaro; pero de seguro que fue un original de primera magnitud. Ello es que la iglesia se construyó en tiempo de Iván el Terrible, que era él mismo uno de los tiranos más originales que se han sentado en un trono y han empuñado cetro. Cuando este terrible zar volvió triunfante de los tártaros y conquistador de Kassan, quiso fundar en memoria esta iglesia, o por voto que había hecho, como nuestro rey don Felipe fundó El Escorial después de la batalla de San Quintín. Pero en España tuvimos un Herrera, que hizo su traza según las reglas, poniendo todo su empeño en observarlas sabiamente y en producir por ellas la hermosura. Aquella hermosura sencilla y sobria que a nosotros, hombres del mediodía de Europa, alimentados de tradiciones clásicas, nos gusta más que todos los delirios romancescos, góticos, bizantinos y moriscos, si bien no dejamos de reconocer hermosura en tales delirios. Delirios que a vece no pueden llamarse tales; tan perfectos y acabados son en todas sus partes. Iván el Terrible halló o sacó no sé de dónde un arquitecto digno de él y a propósito para el monumento que trataba de levantar. No cabe duda en que el arquitecto era extranjero, mas se ignora de dónde. Hasta el sitio que eligió para levantar su monumento muestra ya la extrañeza y lo peregrino de su inventiva. No es un terreno llano, sino un derrumbadero o barranco; no lo terraplenó, sino que desde luego empezó a edificar sobre él. El edificio, por consiguiente, se levanta más por un lado que por el otro, y hay una capilla por un lado al nivel de la tierra que puede, por otro, considerarse como subterránea. El piso principal del edificio está, por consiguiente, en el aire, al menos por un lado, y se sube a él por una escalera fantástica como el edificio. Pero antes de penetrar en su centro considerémosle por fuera. Asombrémonos de ese desorden fecundo de cúpulas, agujas, torres y campanarios; de esta combinación de colores brillantes, de esa profusión de pinturas que cubren y decoran sus muros, como la piel del salvaje más prolija y ricamente tatuado que se pueda hallar en el seno de los bosques vírgenes del Brasil. Las excrecencias, corcovas, pinchos, gibas, trompas y garras de esta quimera, de este monstruo de arquitectura, producen en el alma el mismo efecto que le causaría la vista de un plesiosauro o de otro bicho antediluviano por el orden, si afortunadamente pudiera revivir para que lo viéramos en toda su realidad grotesca y sublime. Tiene, sin embargo, el edificio más analogía con el reino vegetal que con el animal. La arquitectura ha imitado siempre más bien los árboles y las plantas que las fieras. Basta un poco de imaginación para fingirse en ella que este edificio es una gelatina à la jardinière o printanière, hecha por un cocinero cíclope para regalo y banquete de los titanes.

Aquella cúpula parece una inmensa manzana cocida; esta otra, una piña o ananás; aquella torre, una zanahoria mayúscula; la de más allá, un rábano; y los dibujitos pintorreados en el muro parecen incrustaciones de perejil y pedacitos de trufas y setas, y cabezas de alcachofas y de espárragos de jardín. Pero esta gelatina no está echa a molde y sacada de él con una regularidad y simetría maquinales, sino hecha a mano, por arte ignorado hasta ahora y con toda la fantasía y desenfreno creador de un gran artista. La humedad que destilan de continuo, por dentro y por fuera, los muros de este edificio, que se diría que sudan en verano la nieve que han absorbido en invierno entre su yeso y ladrillos, contribuye más a darle el aspecto y apariencia de la mencionada gelatina à la printanière, que empieza a derretirse. Pero entremos dentro del edificio. Subamos la escalera y nos hallaremos en un laberinto singular de corredorcillos, por donde apenas puede pasar un hombre delgado; de galerías que dan vista a la plaza, sostenidas por columnas de formas desusadas e inauditas, todo ello pintado de verde, de rojo y de amarillo, fingiendo hojas, y frutas, y flores; y, pasemos, por estas galerías, a las diferentes iglesias, capillas o como quieran llamarse, donde de pronto se levanta el techo y se remonta, y forma bóveda, siendo lo interior de una cúpula, cuya indicada bóveda, pintada de azul y tachonada de estrellas, como si fuera el cielo, deja ver en su centro ora al Padre Eterno, con unas barbas blancas y unas melenas como las de un mujik, el cual nos mira con benevolencia y se sonríe, y nos echa la bendición, ya un Señor Jesucristo gigantesco, con cada ojo como un plato y una boca que parece una sopera. En el retablo de cada una de estas capillas hay multitud de imágenes negras como la pez, pero cubiertas de oro y de plata, no dejando ver, al través de tanta riqueza, sino las caras y las manos. Estas imágenes suelen ser muy milagrosas, y mientras más feas son, más veneradas son y más milagrosas. En la capilla del centro es donde el artista se despilfarró y echó el resto, y mostró a sus contemporáneos y a la posteridad más remota todo el poder de su ingenio e inventiva. Allí se ve uno en el hueco de una pirámide altísima, que se pierde de vista, cuadrangular, que se levanta ligera como si quisiera volarse al cielo, toda llena en su interior de arabescos y colorines, y filigranas, y de santos, y de santas, y coronada, por último, con una bola hueca que forma la bóveda desde donde nos mira la Madre de Dios y como que nos hace señas pará que subamos al Cielo a hacerle una visita. Y, en efecto, aquella pirámide angosta, aquel embudo o cerbatana ciclópea en que está uno metido, puede pasar por el tubo de un telescopio soberano, con el cual no sólo se descubren las estrellas, sino que tiene tanto alcance, que se ve por él lo que pasa en lo interior del Cielo y a la misma Virgen María que nos está mirando desde una ventana.

Después de haber referido a usted todas estas maravillas, que aunque contadas en estilo rudo e indigno de tan elevado sujeto, no dejarán de sorprenderle, no hallará usted fuera de razonable discurso que Iván el Terrible se sorprendiese más aún y se extasiase al contemplar la estupenda creación de su arquitecto; así es que le abrazó lleno de júbilo y le colmó de honores, distinciones y riquezas, e hizo de él el más magnífico encomio y oración panegírica en presencia de todos los estolnicos y boyardos; pero temiendo, al mismo tiempo, que pudiese un día peregrinar por otros reinos y naciones y hacer para ellos igual o semejante maravilla a la que había hecho para Rusia, y siendo por demás patriota y celoso de la gloria y supremacía de su nación, mandó sacar los ojos al gran arquitecto para que nunca más hiciese prodigio parecido al de su iglesia de la Protección de la Virgen María, y fuese ésta sin par y única en el mundo, como lo es efectivamente; porque ¿dónde se han de hallar torres como aquéllas, ni borrachera semejante de capillas que parecen chimeneas hinchadas y tubos de telescopio por dentro, y por fuera un macedoine de tous fruits, confeccionado por el más hábil cocinero del país de los gigantes que visitó el capitán Gulliver?

Aquel mismo día fui a visitar a la condesa Rostopchin, para la cual traje una carta de recomendación de Sobolevski. Esta condesa es la Safo de Rusia, y ha escrito y publicado no sé cuántos tomos de poesías líricas muy celebradas y dignas de serlo, y hasta cierto punto populares. Ha escrito, asimismo, comedias y proverbios imitando a los de Musset, y hasta tragedias, más o menos clásicas; pero se dice que no le da el naipe para este juego. La condesa Rostopehin creo que sea hasta hoy la más famosa poetisa de Rusia.

Aunque las damas rusas son en extremo licurgas, no se entregan aún con tanto furor como las inglesas, francesas y alemanas al demonio de la vanidad literaria, y rara vez escriben, satisfechas con mostrarse en la conversación profundos pozos de ciencia e inagotables veneros de sabiduría, lo cual parece maravilloso si se atiende a que no hace un siglo aún que la mujer rusa, como la asiática, estaba encerrada en el terema, que no era sino una especie de harén, y tan sometida al marido, y tan secuestrada y ajena de los negocios, que rara vez figura en la historia rusa, historia mucho menos galante que la de otros países. El espíritu caballeresco que durante la Edad Media reinó en la Europa occidental es aquí punto menos que desconocido, y de pocas hermosuras rusas hablan las crónicas que hayan sido causa de bienes ni de males. Olga la Santa, sin embargo, contribuye más que nadie a cristianizar a los rusos; Marta, la viuda del cónsul de Novgorod, defiende tan heroicamente la libertad de su patria, que cede al cabo y pierde su independencia ante la fortuna y el poder de Juan II, como la viuda de Padilla defendió las libertades castellanas. La primera Sofía, la ambiciosa y desgraciada hermana de Pedro el Grande, es la tercera mujer que podemos citar como notable en la historia de Rusia. La condesa Rostopchin se queja mucho de esta falta de galantería en la historia antigua de su patria y la halla, por tanto, desprovista de elemento e interés dramático. Esta sabia e inspirada condesa lleva de ventaja a nuestras literatas españolas que no la da de pitonisa ni de estática, y que es, ante todo, una dama elegante y agradable, muy parlanchina, pero sin presumir de docta, aunque lo es, y natural, y franca, y buena señora. Está ya en el ocaso del sol de su hermosura, que debe de haber sido más agradable y suave que brillante. Es pequeñita, y a pesar de sus largas vigilias, meditaciones poéticas y sentimientos que debe haber tenido, como poetisa que es, no ha enflaquecido ni se ha aniquilado, sino que está de buen año y fresca como una lechuga, sin sentir el inquieto malestar de las damas-genios ni tener vahídos o nervios, como ahora se dice, sino mens sana in corpore sano. Los ojos y el pelo de la condesa son negros y relucientes, y más se la creería nacida en Andalucía que por estas regiones heladas. Bien es verdad que las rusas tienen tipos muy diferentes, y al lado de la hermosura delicada, rubia, esbelta, ligera como una figura de Keapssak, se ve la dama, rubia también, pero fuerte, robusta, sólida y amazacotada, como una Venus de Rubens, y la mujer oriental y el tipo andaluz, por último, salvo los pies y las manos, que rara vez suelen ser por aquí tan diminutos y graciosos como en nuestra tierra. La condesa no me habló de sí misma ni de sus obras, sino hasta que yo diferentes veces hube tratado en vano de hacerla hablar de sí y de ellas; lo cual, para los que saben cuán ocupadas están siempre de su personalidad las literatas de Occidente, será modestia extraña y digna de elogio. Las hijas de la condesa y el conde, su marido, son finísimos y afables, como todos los rusos de cierta clase. Cuando salí de casa de la Rostopchin, a quien hice una larga visita y con quien hablé de mis compatriotas que ella había conocido en el extranjero, recordando ella más que a ningún otro al duque de Rivas, a quien había conocido en Nápoles, y de quien hacía los mayores elogios, me dirigí a casa del señor Longuinov, para quien traía yo, asimismo, una carta de Sobolevski.

Todos estos paseos los hacía yo en carruaje. Aquí no habría medio, como en Madrid, de hacerlos a pie, por económico que quisiera ser uno. Las distancias son enormes, gracias a los jardines inmensos, a las extensísimas plazas, a las hermosas alamedas y a la anchura de las calles. Las casas mismas, por lo común encerradas en el centro de un huertecito y separadas unas de otras, ya sean pequeñas, ya grandes, a no presumir de palacios, no tienen más que un solo piso, y de cualquier modo que sea casi nunca ofrecen vivienda a más de una familia; no sucediendo aquí lo que en Madrid, donde vivimos como los arenques, colocados unos sobre otros por capas paralelas. En fin las distancias son aquí grandes, como en Petersburgo, y para cualquiera persona medianamente decente, un carruaje es un artículo de primera necesidad. El menor lujo y entono que se puede dar es tener en invierno un trineo y un droski en verano, con dos caballos que alternan en el servicio. No tener esto es condenarse a la reclusión, o condenar uno a los amigos a que le lleven y le traigan de gorra a todas partes. No teniendo yo aquí amigos ni gana de ir de gorra con nadie, alquilé un droski elegante y bonito. No hay mueble, a mi ver, más bonito y ligero que un droski, sobre todo para un hombre soltero y esbelto, que con su gordura y machuchez el viejo hace antítesis con la gracia vaporosa del mencionado carruaje. En él está todo dispuesto por tal arte y tan ingenioso, que, sin querer uno, sin notarlo siquiera y sin ser coquetón y aficionado a crear en sí mismo la hermosura, y a tomar como si dijéramos posturas plásticas, las toma uno fatalmente en el hecho de sentarse en el droski, y ya en él, como pintado y para pintado. Un bonito muchacho debe de estar casi tan airoso y garboso en un droski como a caballo si monta bien y las muchachas, al verle en droski, han de enamorarse de él. Yo de mí sé decir que una muchacha bonita en un droski me enamora sobre manera. Todo el cuerpo, desde el asiento a la cabeza, queda en el aire, sin apoyo alguno, y cimbreándose y balanceándose bizarramente con el movimiento. El caballo, por mediano que sea, lleva siempre un trote más airoso y rápido que lo que por ahí se usa. Las cuatro ruedecillas se pierden casi a la vista dando vueltas, y se diría que la dama va en el aire, y, mientras más corre eldroski, más elegante es su postura. El viento que se agita en torno y el aire que cruza y parte le echa atrás y levanta y ahueca el velo y el chal y los rizos y le da el aspecto de un hada que atraviesa los aires y va al palacio de su reina Parabanú. El cochero, si es feo, puede pasar por un gnomo, o cuando es buen mozo, como a menudo sucede, sobre todo en los droskis comm'il faut, aumenta el ornato de aquella máquina locomotora. El traje del cochero es el traje nacional ruso, pero el traje de majo, como si dijéramos. El caftán, de paño azul o verde, con remiendos de terciopelo negro, y franjas en el cuello y bocamangas; golpe de botones de muletilla en ambos lados y faltriqueras, calzones bombachos y botas anchas y plegadas; un sombrerete chico y puesto con coquetería, a veces de medio lado; el pelo, rizo a menudo y cortado por igual en torno, aunque bastante largo para formar bucles, y una faja brillantísima de tisú de seda, plata y oro, que les ajusta el caftán a la cintura. Mi cochero de Moscú debía de ser de los más majos y presumidos, y cada día notaba yo que sacaba faja diferente; la barba la llevaba larga y bien atusada y recortada por igual, y en todos sus movimientos y posturas, al ir dirigiendo el coche, había algo de teatral y estudiado, como de persona satisfecha de sus buenas prendas y que va diciendo a las mujeres: «Mirad qué guapo soy.» Por lo demás, cocheros, lacayos, rústicos y pilletes rusos; en fin, todo hombre del pueblo, parece aquí mil veces más listo, ágil, despierto y divertido que en Alemania, Inglaterra y Francia. Para encontrar algo de esta viveza natural es menester ir a Italia o a España. Aquí no importa que usted no sepa la lengua. Aquí le comprenden a uno inmediatamente y se hacen comprender no sé cómo. Con vergüenza lo confieso: a la hora ésta, no estoy más adelantado en lengua rusa que a los pocos días de llegar a Petersburgo; aún no sé decir más que na leva, na prava y stoi; stakan vadi, vaso de agua; chasca café, taza de café; pajalusta, si usted gusta, y otras ocho o nueve palabras por el estilo, con las cuales, y con la inteligencia de estas gentes, he ido a todas partes y me he entendido con ellas.

En fin: fui a casa de este otro caballero, para quien Sobolevski me había dado carta de recomendación, y no le hallé en casa. Era ya hora de comer, y volví a comer a mi posada. Fuerza es confesar que las posadas o fondas de Moscú son excelentes, al menos en comparación con las de Madrid, y lo que hay mejor es cuartos amueblados con gran lujo vestidas las paredes de ricas telas, en muebles y vajilla elegantísimos y cuanto conviene ha alojar confortablemente a un forastero de distinción que trae bien provisto el bolsillo. En Moscú se halla de todo; pero todo muy caro, singularmente para el extranjero, a quien la gente menuda trata siempre de engañar en todas partes, y más aquí, donde se le suele calificar aún con el epíteto de nienzen, que traducido literalmente significa «mudo», persona a quien Dios no ha concedido el don de la palabra, y traducido según la significación directa que a esta palabra da el uso, en contraposición de la voz slavo, que significa «palabra» niemen quiere decir «alemán», gente que no tiene en Rusia las mayores simpatías.

Comí bastante bien en el hotel, y solo me fui enseguida a un precioso jardín llamado L'Ermitage, propiedad de mi huésped mismo, que es un francés muy buscavidas, y donde, por un rublo, tiene uno el derecho de entrar, de pasear y de oír un famoso concierto vocal e instrumental, y de ver, por último, unos maravillosos fuegos de artificio. En este jardín hay un estanque con honores de lago, donde, en invierno se corren patines, y hay dos montañas rusas, y donde, en verano, se navega en varios barquichuelos muy cucos y pintados. Los árboles y el césped verdeaban agradablemente, y las desigualdades del terreno hacían ameno este jardín. Hay en él, asimismo, varios quioscos, casas y salones, donde la gente entra a oír el concierto cuando hace frío, que cuando hace buen tiempo, el concierto se ejecuta al aire libre. Ni faltan vinos, café, té y licores, y aquellos llamativos suculentos y despertadores de la sed, que por dondequiera se usan, como salchichas, anchoas, jamón y otras carnes salpresadas, y frutas y helados, y dulces en abundancia. Pero lo que más llamaba la atención del público y lo atraía como por encanto a aquel jardín era la célebre compañía del ingenioso y nunca bien ponderado Iván Vasilievich, el más gigantesco, así corporal como espiritualmente, de todos los gitanos que he conocido en mi vida. Este gran artista y glorioso patriarca tiene bajo sus órdenes, jurisdicción y protección, por lo menos una docena de ninfas cantadoras, y seis o siete guitarristas y cantores de los más inspirados de todo Egipto o la Bohemia o como quiera llamarse a la patria misteriosa e incógnita de esta raza singular y vagabunda. En parte alguna hay más gitanos que en Rusia, ni en parte alguna han llegado a elevarse y a distinguirse tanto por sus cantares, danzas e ingenio. Algunas de las sirenas que componen esta compañía del gran Iván Vasilievich alcanza tanta fama como la Alboni, al menos en Rusia, y causa más entusiasmo que aquella célebre contralto italiana. Y verdaderamente merecen tanta fama y tanto rendimiento, porque por la voz, el alma y el primor con que cantan, no tienen quien en el mundo se les iguale. Sus canciones son preciosas; las más andan en estampa, y yo tengo ejemplar de ellas; mas el chic verdadero, el arte, y forma y manera especialísima de estas canciones es incomunicable por escrito, y es menester oír a estas sirenas para comprender hasta qué extremo llega la magia de su canto y de sus salidas de tono, que adquieren más singularidad aún por los gestos, chillidos, suspiros, meneos, danzas y palmadas con que suelen acompañarlos. Sólo los gitanos de España pueden dar una idea de lo que son los de Rusia. Mas fuerza es confesar que jamás entre nosotros, y perdónenme los aficionados y patriotas, jamás ha llegado el arte gitano a tal punto de elevación y grandeza, a pesar del vito, de la tana y de las playeras.

Aquí ha habido y hay entre los gitanos verdaderas eminencias artísticas, y para que se vea hasta dónde las aprecian, voy a referir a usted una anécdota, de cuya verdad no respondo, pero que aquí me han dado como histórica e irrefutable y consignada en los archivos de la Academia de Música, de Iván Vasilievich. Cuéntase, pues, que cuando la Catalani estuvo en Rusia, no recuerdo cuántos años ha, había en Moscú una gitana cantadora, cuyo nombre siento también haber olvidado, a pesar de lo celebérrimo que debe de ser, la cual cantó en cierta ocasión en presencia de la Catalani y delante de un inmenso concurso, y, atónita y entusiasmada de oírla la cantora italiana, dicen que no pudo contenerse y se levantó del asiento y se fue derecha a la gitana, y la abrazó y besó con ternura, y la llamó hermana, y maestra, y señora, y Dios solo sabe cuántas otras cosas más; y, despojándose de un chal de verdadera cachemira, que una princesa de dicho reino había regalado a un padre capuchino que predicó por allí el Evangelio y tuvo la dicha y la honra de convertirla al cristianismo, que este padre capuchino cedió luego al general de su Orden, y que éste llevó al Papa de presente, y que el Papa, por último, había regalado a la Catalani, después de oírla cantar el Stabat Mater, de Rossini, se lo dio a la gitana, diciéndole: «El Padre Santo me dio este chal como a reina de las cantoras; tú me acabas de vencer y reconozco que eres superior a mí; abdico la corona del canto, que a ti se debe, y como signo de esta soberanía te traspaso este magnífico chal o regio manto, que nadie sino tú es justo que lleve sobre las espaldas.» Todos los circunstantes aplaudieron mucho este acto de justicia, y se enternecieron y derramaron sendas lágrimas. Mas no ha sido la Catalani sólo la que se ha entusiasmado de tal suerte por la gitanería. A cada artista de nota que acude por aquí y los oye cantar, le acontece lo propio. Liszt, el gran pianista, cuando estaba en el apogeo de su celebridad y adorado de las damas, que se desmayaban muchas de oírle y se quedaban transpuestas, y le acataban como a un Apolo larguirucho; Liszt, digo, vino por aquel entonces a Moscú y vio a otra de estas sirenas, y la oyó cantar y se enamoró de su canto y aun de su persona, y estuvo meses y años rendido a sus pies, amándola, chillándola y suspirándola. He visto a esta enamorada de Liszt que aún conserva los ojos negros, grandes y vivos que debió de tener cuando joven, y el fuego de la inspiración del amor arde aún en ellos; pero está tan consumida y seca, que asemeja la pitonisa de Eudor.

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Berlín, 10 de junio de 1857.

Heme aquí, querido Mariano, libre ya de mis deberes diplomáticos extraordinarios y lejos del ofendido jefe y de mi rival Quiñones. ¡Alabado sea Dios, que así lo ha dispuesto!

Después de haber estado en Moscú, donde he visto tantas y tales cosas, que ni son para referirlas en carta, sino para contadas muy circunstanciadamente de palabra o por escrito, volví a Petersburgo, donde empleé los últimos días en despedirme de los amigos que allí dejo y en ver aquellos sitios que no tienen qué ver durante el invierno y que están ahora hermosísimos con las galas de la primavera. Fui a Peterhov, Versalles de aquel Imperio; a Tsarcoie-Selo, cuyos parques y jardines compiten con los de Aranjuez, y a las Islas, que, no tienen con qué compararse en el mundo. Son éstas el delta del Neva, que se derrama en el golfo por diferentes bocas, cortando y separando la tierra que las divide por otros tantos brazos, de los cuales es el menor como diez Manzanares. Las orillas de cada uno de estos pequeños ríos, estériles y yermas cien años ha, y morada sólo de los lobos y de los osos, están ahora pobladas de frondosos árboles, elegantes jardines y casas de campo, que, a menudo, presumen de palacios. Los árboles se extienden hasta el borde mismo del agua y sus verdes ramas se inclinan para mirarse y reflejarse en ella, que, libre de hielo, corre transparentemente, con un manso ruido, y permite que mil ligeros barquichuelos la surquen en todas direcciones. Muchísimos puentes, de sólida y graciosa arquitectura, unen unas islas con otras, y mil carruajes y droskis discurren por todas con la rapidez de los caballos de por allí, que son los mejores del mundo. Por dondequiera se ven damas y oficiales, y generales con uniformes riquísimos y variados y un calvario de cruces en cada pecho. Yo tengo por indudable que los generales deben contarse en Rusia por miles, y las cruces dadas, por millones. No hay portero, ni sochantre, ni sotadespabilador de teatro que no tenga alguna cruz. En cuanto a los generales, aunque tantos, no se ha de decir que estén ociosos, pues si no mandan ejércitos, son presidentes del Santo Sínodo permanente, y llaman al Espíritu Santo con un redoble de tambor, deciden las cuestiones teológicas más sutiles y tratan al clero, negro y blanco, a la baqueta. En España se queja la gente de los muchos generales que hay y de que en todo se meten. A Rusia habían de ir los españoles para quejarse con motivo. Más generales hay que príncipes, y los príncipes abundan por tal manera, que casi se puede afirmar que lo son la tercera parte de las personas que no se alimentan exclusivamente del abominado brebaje llamado kwas y de los nauseabundos puches negros y caldo de coles y sebo.

He hecho copiar, y traigo conmigo, el catálogo de los manuscritos españoles existentes en la Biblioteca Imperial de San Petersburgo, y he recomendado al gran Ben-Humeya, secretario particular del duque, a la bondad de mis amigos de la Biblioteca, con los cuales se entenderá para copiar o hacer copiar cuanto allí hay de curioso, siéndolo, desde luego, para mí, la Relación del Almirante de Aragón sobre su embajada a Polonia en 1596, y noticias que da, no sólo de aquel reino, sino de los convecinos Estados, como, verbigracia, de Moscovia y de Transilvania, y de la singularísima República militar de los cosacos del Boristenes, que, según él, eran forajidos de todas las naciones de la Tierra, y los había turcos, griegos, tártaros, armenios, caucasianos y hasta españoles, los cuales, ocupados únicamente en el ejercicio de las armas y en mover guerra continua al kan de Crimea y al Gran Señor, hacían poca cuenta de la religión que cada cual profesaba, con tal de que todos fuesen diestros, aguerridos y valerosos.

Es de notar, asimismo, en esta relación, la pintura que hace el almirante de los embajadores del tártaro, que vienen a Varsovia a coligarse con los polacos en daño del turco, del cual fueron antes constantes enemigos, y entonces estaban quejosos; y cómo los polacos los reciben mal en público por miedo de ofender al sultán, pero secretamente los socorren con algún dinero, aunque poco, a causa de la pobreza de aquel Estado, que el almirante pondera por demás, acabando por referir cómo trató él mismo con los dichos tártaros y concertó con ellos, con gran recato y prudencia, para que los polacos no lo entendiesen, que la España les daría subsidio y favor con tal de que moviesen guerra al turco y le divirtiesen por el lado de Levante. Mas todo este secreto y otros debieron descubrirse enseguida en Polonia, porque la copia de la relación que yo he leído hubo de estar en los archivos de aquel reino desde que la compuso el almirante y, de los archivos de aquel reino ha pasado a Rusia, como trofeo y despojo de los vencidos, con otras riquezas de todo género que los rusos han traído a su capital de los países conquistados.

He visto en Tsarcoie-Selo una armería preciosa, que allí han reunido los emperadores. Las armas europeas no son, en verdad, ni muy ricas ni muy bellas, pero lo son por todo extremo las de Asia, y singularmente peregrinas. Hay dos jaeces de caballo, presente del turco, bordados todos de diamantes, y cimitarras, gumías, alfanjes, yataganes, arcos, flechas, rodelas, trajes fantásticos, frenos, bridas, sillas y espuelas, venidos, no sólo de Persia, de Circasia, de la Tartaria y de la tierra de los kirguises errantes, que aún viven de rapiña y le cantan himnos melancólicos y extraños a la luna, sino del centro mismo del Asia de Samarcanda y de Bocara, célebre por sus riquezas y por sus madrizos; de Kiva, del Tibet y de qué sé yo cuántos otros puntos, tan citados en los cuentos de Las mil y una noches, tan florecientes en lo antiguo, hoy tan decaídos, y donde los rusos ejercen ya influencia grandísima, estudiando las lenguas que allí se hablan, estableciendo escuelas entre ellos, como las hay en Bocara desde los tiempos de Catalina II, y atrayéndolos a la gran feria de Nijni-Novgorod, adonde pronto podremos ir en ferrocarril, y adonde acudirán, sin ser inquietadas ni robadas por los kirguises ni por el kan de Kiva, las caravanas del Extremo oriente, con el té de Catay, los chales de Cachemira y todos los primores de la india. Este camino, de Oremburgo a Bocara, y de Bocara a Cabul, frecuentado por los mercaderes, se allanará y ensanchará, por decirlo así, para que pueda pasar en lo futuro por él un ejército ruso, que renueve las conquistas de Baco y de Alejandro.

No sólo he ido a ver en Tsarcoie-Selo esta colección de armas, sino a la bella princesa, con quien me porté tan bizarramente como ya te he dicho, y a quien he presentado al joven Diosdado, dando a entender a ella, con delicadísimos rodeos, que todos los españoles somos de la misma fuerza y empuje, por donde espero que el joven Diosdado logrará al fin lo que yo logré, si no es muy torpe.

A corta distancia de Tsarcoie-Selo hay otro sitio imperial, llamado Paviovski, también con palacio, parque y jardines, donde hay uno público en el cual se dan de diario grandes conciertos, dirigidos por Strauss, famosísimo compositor hijo del otro aún más famoso. A estos conciertos acude innumerable gente, y yo he estado en ellos, a menudo. En las Islas hay también otro jardín por el mismo orden, donde dirige la orquesta Pugni, compositor de bailes, y donde cantan en coro música popular, y bailan algo parecido a la tana y el vito más de sesenta gitanos de ambos sexos. Pero no llegan, ni con mucho, estos gitanos a la perfección y a la gracia de los que he visto en Moscú, y de los cuales te prometo hacer una descripción minuciosa.

En estas y otras distracciones he pasado el tiempo desde que salí de Moscú, hasta que, el 6, me embarque en Petersburgo para Stettin. Hasta Cronstadt fuimos apiñados en una cáscara de nuez más de ciento sesenta pasajeros, entre los cuales había media docena de generales rusos, una docena de príncipes y muchísimos oficiales. Todos éstos han venido de uniforme durante la navegación, y por nada del mundo han querido consentir en descalzarse las espuelas, que a bordo hacían un efecto algo cómico. Con espuelas entraron en los vagones del ferrocarril de Stettin a Berlín, y con espuelas han entrado en la capital de Prusia. En Cronstadt tomamos barco de vapor, más grande, mas no lo suficiente para llevar a bordo tanto personaje. Así es que los tres días que hemos pasado en la mar, han sido enojosos, a pesar de la buena sociedad que allí había. Para que nada faltase, teníamos a bordo dos comediantas muy corridas y alegres, una francesa y otra alemana, varias señoras de la alta clase rusa, tan discretas y leídas como elegantes y hermosas, y hasta un príncipe efectivo y no sofístico: el príncipe de Oldemburgo. Sin embargo, el tener que dormir en el suelo o en una banqueta y el carecer de un camarote donde vestirme y desnudarme, anublaban a mis ojos todo el placer que aquellas hermosuras y personajes pudieran causarme con su trato y conversación amena. Por esta razón no pude menos de alegrarme de verme al cabo solo en una posada de Berlín y libre de perpetua compañía.

Bien es verdad que aguardo hoy o mañana la de Magdalena Brohan que salió dos días antes que yo de Petersburgo, y viene por tierra. No la acompañe, como pudiera haberlo hecho, tomando asiento en la diligencia, que ella misma me dijo que tenía dos vacantes, por no cargar más al excelentísimo señor duque de Osuna. Por la misma consideración no fui a despedir a Magdalena, como no fue el duque; pero ni estos sacrificios ni todas mis dulzuras y amabilidades y rendimientos han podido acabar con el enojado magnate, que me perdone no sé qué delito, que he cometido sin saberlo, y sin que me remuerda la conciencia. El día que salí de Petersburgo dejó el duque la casa a las diez de la mañana y se salió a pasear en carretela abierta, con Quiñones, para que no tuviese yo el gusto de despedirme de él, y todas las muestras que ha hecho en estos últimos días son de estar más enojado que nunca, o ya porque le han copiado nuevos párrafos, diciéndole que son de mis cartas a Cueto, o ya porque no se ha holgado con la Brohan, como si de esto tuviese yo la culpa. Yo no pude hacer más sino retirarme, como me retiré, y dejarle con campo libre, refugiándome, primero en Tsarcoie-Selo, luego en Moscú, y, por último, en Tsarcoie-Selo nuevamente. Ahora da la maldita casualidad de que el Gobierno francés no quiere dejar la Brohan en Petersburgo y de que ella vuelve a París casi al mismo tiempo que yo. Ella ha venido a bordo porque no había lugar para ella. Yo no he ido con ella en diligencia por respetos y consideraciones, no a ella, sino al duque y al público. ¿Qué tiene más que pedir su excelencia? En cuanto a mis bromas, ¿qué he dicho yo que le ofenda de veras? Y en cuanto a lo que seriamente he dicho de él, ¿qué no ha sido en su elogio? Si de mí dependiese y yo tuviese influencia, el duque sería a la hora ésta embajador, quedando plantado don Javier, a pesar de su mérito y de sus servicios, o tendría, por lo menos, el Toisón de Oro, como premio de los prestados a su reina y a su patria en la misión extraordinaria del zar. El duque, a pesar de sus debilidades que las tiene, como todo hijo de Eva hubiera sido mi amigo sin Quiñones y otros chismosos, y las cosas de la Misión se hubieran hecho más discretamente y ni él ni yo hubiéramos tenido disgustos. Mas Quiñones, no satisfecho de que yo le dejase sin chistar el primer puesto después del duque, en todas ocasiones, oficiales y extraoficiales, ha querido renovar conmigo la antigua y debatida cuestión de la supremacía entre las armas y las letras, y aunque yo no he presumido jamás de representar las segundas, él, como representante de las primeras, me ha revestido de aquel honroso carácter para perseguirme de continuo y triunfar de las letras venciéndome. Siempre he rehusado el combate, mas a veces he tenido al fin que aceptarle, porque me arrinconaba, y cuando este combate tomaba proporciones científicas y nos entrábamos en el campo común o neutral, que son las matemáticas, era de ver cómo disparatábamos ambos, porque ninguno de los dos sabemos bien mucho más de las cuatro reglas. En fin: ya salí de aquella casa, de aquella Misión y de aquellas discusiones.

El duque, huérfano de la Brohan, abandonada la Théric, a causa de los calzoncillos, que la madre no consentía ni que se los quitase sino por sumas fabulosas, diciendo como el ama del cura: «No decimos misa más barato», y cumpliéndose en ella la sentencia tan verdadera de que la codicia rompe el saco y la fábula de la gallina de los huevos de oro, porque el duque las ha plantado y se ha acabado para ellas la mina de brazaletes, vestidos, alfileres y otros dijes, e ida la Souvarov Italianski, el duque, digo, vuelve a sus antiguos devaneos con mademoiselle Strattmann, que acabarán, como todos los que tiene con señoritas, en no casarse con ella, y como los que tiene con las comediantas y otras hembras de vida airada.

Éstas que han venido conmigo a bordo me han contado tales pormenores de los amores del duque con la Théric, y cosas tan graciosas sobre los calzoncillos y el cómico Berthon, rival del duque con aquella ninfa, que otro que yo les hubiera reído los chistes; mas yo me quedaba serio y hasta mostraba ofenderme.

Magdalena Brohan llegará aquí, mas no pienso seguir con ella hasta París, si las cosas no se ponen en punto de caramelo. Yo la volveré a ver en aquella capital, donde me presentará a su hermana, que es notable apunte. Entre tanto iré a Dresde, a visitar antiguos amigos, y a Francfort, donde pienso comprar algunas curiosidades bibliográficas que tengo de antemano encargadas a un librero pintiparado para esto, que se llama Baer.

Tanto en Alemania como en Francia podré detenerme algunos días, y espero que por ello no se me hará cargo en esa Primera Secretaría. Si no es así, avísamelo a París, para que yo pida la licencia o el perdón conveniente y aun permanezca por las tierras extrañas o vuelva a la patria con la celeridad del relámpago.

Ya he mandado de Petersburgo a Kiel y de Kiel a Málaga, dirigido a la viuda de Quirós e hijo, un cajón de libros, de los cuales envié lista a mi madre. Siendo el cajón más grande de lo que es necesario para contener los libros, he incluido en él dos truculentos puñales, unos muñecos de porcelana de Sajonia, ropa, papeles, cortes de babuchas de cuero bordado de oro y otros objetos, de que doy aquí noticia para que pidas licencia de que entren como parte de mi equipaje, sin pagar derechos de aduanas.

Adiós. Da expresiones a los amigos, si los tengo, que lo dudo a fuerza de desengaños; entrega a mi madre la adjunta carta, ponme a los pies de la tuya y créeme tu amigo afectísimo,

Juan.




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Francfort, 20 de junio de 1857.

Querido Campoamor:

Empiezo en Francfort esta carta hoy 20 de junio, y acaso la lleve yo mismo hasta París y allí la termine. Un siglo ha que debo y quiero escribir a usted, mas no sólo lo impide la pereza, sino lo escarmentado que estoy de escribir cartas y los grandes desabrimientos que me han dado las escritas a Cueto. No imaginando yo que éste había de publicarlas, puse en ellas cuanto disparate se me vino a las mientes, y él, para suprimirlos, las entregó al brazo secular de un censor previo, que no sé quién sería, el cual me las mutiló por tal arte, o, mejor diré, con tan poco arte, que aparecieron en los periódicos tontísimas, no siéndolo ellas acaso en realidad, y no por eso logré libertarme de mil enemigos que estas cartas me han suscitado, porque se leyeron en el Casino tales como las escribí, y alguien ha dicho al duque de Osuna y a otros sujetos que yo los trataba mal, o no entendiendo las bromas y prestándoles una hiel que no tenían, o poniendo hiel en ellas, para malquistarme y atraerme sinsabores, lo cual, para las personas discretas, no puede ser cierto: pero ya sabe usted que stultorum infinitus est numerus. Por otra parte, aunque mis cartas se hubiesen publicado íntegras o bien expurgadas de aquellas cosas que no era conveniente ni posible publicar, siempre hubieran disgustado más que agradado al vulgo, que no quiere que le hablen y se presenten a su vista sino con ciertas formas, y no del modo familiar y con el sansfaconismo, como usted diría, que es tan propio e indispensable del estilo de cartas, y que yo no dejaría por nada del mundo al escribirlas. Cuando yo trate de escribir algo muy peinado y florido y atildadísimo, escribiré un libro, o por lo menos un artículo de periódico; pero nunca disfrazaré con el nombre de carta lo que realmente no lo sea. Por todas estas razones, que, si bien explicadas mal, usted entenderá mejor que yo las explico, no he querido que mis cartas a Cueto se sigan publicando, ni quiero ahora que usted publique ésta, ni otra cualquiera que yo le escriba en lo futuro. Cuando vaya a España, que será muy pronto, me pondré decididamente a escribir para su periódico de usted, y, escribiendo para el público, escribiré de otra manera y con todo cuidado, para que no se me escape nada non sancto, y con los grandes miramientos y atenciones que se deben a quien lee como juez y no como amigo y está siempre más dispuesto a zaherir que a elogiar y a buscar razones para condenarle a uno y nunca para absolverle, habiendo yo notado que, por lo común, el vulgo, mientras más ignorante, es más severo.

Dispense usted que esta carta tenga un prólogo, pero es indispensable, y sin él no me atrevería a dirigírsela a usted. Pero una vez que le digo que, ni en parte ni en todo consiento en que se publique esta carta, voy ya tranquilamente a decirle cuanto se me antoja y a contarle en compendio muchas da las cosas notables que he visto por estos mundos, reservándome el contar algo para el público más detenidamente.

De Petersburgo y de Moscú no quiero hablar ya sino por extenso y cuando llegue a ésa. Pasemos también rápidamente el golfo de Finlandia y el Báltico, camino de Stettin; crucemos sin mirar siquiera esta ciudad, no nos detengamos en Berlín ni medio minuto, y vámonos derechitos a las orillas del Rin helado, que vio nacer a Gutenberg, como dice Quintana. Aquí, en esta gran ciudad mercantil, desde la patria de Goethe y de Rothschild, se comprende el espíritu del siglo mejor que lo ha comprendido Martínez de la Rosa. Aquí está, en el centro de una plaza, la estatua del maravilloso poeta, tendiendo la vista serena sobre los almacenes de comestibles y de géneros ultramarinos, las tiendas de quincalla y las casas de contratación de los judíos, y sacando de todo esto tanta poesía como de los jardines de Siracusa pudo sacar Teócrito, y el glorioso Hesíodo de la falda del monte Helicón, donde le visitaron las musas. El ingenio alemán es maravillosamente sintético, y Goethe es el más alto representante del ingenio alemán. Aquí hay ternura de corazón y fuerza digestiva al mismo tiempo. Aquí se hace una ecuación perfecta del jamón de Westfalia y de la miosotis, o no me olvides. Estos alemanes van a oír la música a los jardines públicos y se atracan de butterbrot y de cerveza bávara, y suspiran, al mismo tiempo, al compás de la música, y sueñan ensueños del Cielo.

Goethe hizo bien en nacer en Francfort, y los honrados ciudadanos de esta ciudad libre han hecho bien y rebién en levantarle una magnífica estatua. Las abejas sólo sacan miel de las flores; pero el verdadero poeta saca poesía de cuantas cosas hay sobre la Tierra. El verdadero poeta sabe tanto como Boheme de signatura18 rerum, y conociendo este sello, las cosas todas hablan con él y le descubren misterios inefables y le cantan canciones perfectísimas. Para el vulgo estas cosas están mudas; para el vulgo, un par de zapatos no son más que un par de zapatos; para J. Boheme un par de zapatos Dios solo sabe lo que él vería a menudo en ellos cuando los hacía. Dios sabe lo que este par de zapatos le dirían al oído y las revelaciones que tendría por medio de ellos. La estatua de Goethe en la plaza de Francfort es el genio de lo ideal, que se cierne sobre la realidad más prosaica a los ojos del vulgo y la torna poetiquísima y tan hermosa como el primer día, wie am ersten Tag, y la canta con un tono inmortal y sublime. ¡Ridículas acusaciones de que este siglo es prosaico! Vengan a Francfort los que tal dicen y contemplen la estatua de Goethe, y váyanse enseguida a casa y lean el elogio del comercio que hace en Guillermo Meister. Seguro estoy de que nunca Píndaro celebró de un modo más alto a los vencedores olímpicos. Yo he venido ahora de Dusseldorf a Maguncia, subiendo por el Rin; he visto, si no el más hermoso, el más celebrado país del mundo, pintado, litografiado, puesto en cosmorama y en estereoscopo, lleno de castillos, de viñedos, de buques, visitado por las mujeres más bonitas y elegantes, por ladies inglesas, loretas parisienses y bailarinas y cantatrices italianas, y nada de esto me ha parecido todo lo poético que debió parecerme, porque venía muy bilioso, y hasta que he visto la estatua de Goethe no me ha parecido bien, o ya sea porque he tomado dos cucharadas de magnesia.

Las cosas singulares que he notado en este viaje, desde Dusseldorf aquí, no son para escritas en cartas, sino para apuntadas muy detenidamente en un libro que, a tener yo tanto arte para escribir como tengo alma para concebirle, sería libro sublime algunas veces, y divertido las más. Yo compondría un viaje sentimental de Dusseldorf a Maguncia, que haría olvidar el tan encomiado de Sterne. ¡Qué descripciones no haría de aquella escuela de pintura de Dusseldorf, de la catedral de Colonia, de las once mil vírgenes, y del Rin, y de los árboles, y de las flores! Pero vaya usted a tener tiempo para compaginar y coordinar todo esto y adornarlo con los pensamientos, impresiones e ideas, más o menos extravagantes, que nacieron en mi mente entonces, y que se agolpan ahora en ella vaporosas e informes y amontonadas, sin acertar yo a revestirlas de una forma comm'il faut.

Pasé por el castillo de Oberisel, donde nuestro agudísimo Tirso dio vida e imperio a la hermosa condesa Diana y la hizo enamorada del más tímido, más hermoso, discreto y valiente de los Girones de entonces, como hijo de la divina fantasía del poeta y no de madre mortal. Allí tuvieron lugar aquellas galantes y graciosísimas escenas de la primera parte de El castigo del Penseque, que vale más que todas las historias, leyendas y tradiciones que del Rin se refieren o andan escritas en prosa y en verso.

Pero lo que, más aún que las ruinas, las antiguallas, los bosques y los viñedos del Rin, me ha llamado la atención ha sido la iglesia de San Apolinar, en Remagen. Esta iglesia moderna, levantada bajo la dirección de Zwirner, el mismo arquitecto que ha dado la traza y se emplea ahora en llevar a cabo la catedral de Colonia, es de lo más lindo y perfecto que puede imaginarse; es una joya primorosa. Nada más airoso, ligero y elegante; se levanta sobre una colina que corona el lugarcillo, y sus cuatro agujas, agudas y alicatadas, como que se desvanecen y evaporan en el aire más transparente, y se diría que van a perderse en el Cielo.

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París, 23 de junio de 1857.

Mi querido amigo: Heme ya aquí en esta insigne ciudad, centro del mundo, escuela de las artes, madre de los ingenios agudos, archivo de las ciencias y de las picardías, templo de Venus y de Baco, y agradabilísima posada, taberna y mancebía para cuantos tienen algún dinerillo de que desprenderse.

Con objeto de sacudir la melancolía que me han dado los enojos del duque de Osuna, pienso pasar aquí un par de semanas. Nada más natural, nada más justo. Espero, pues, que ni usted ni el marqués, mi jefe, lo llevarán a mal, y mucho menos si consideran que no trato de emplear este tiempo en cosas malas, sino en hacer estudios y observaciones que algún día darán su fruto.

Mi giro y gentil paseo por el río ha sido agradable de veras. Aquellas orillas son un paraíso, del cual me abstengo de hacer la descripción por no cansar a usted; baste decirle que la poesía de la Naturaleza, bosques, viñedos, jardines, rocas y montañas; la de los recuerdos, a saber: gnomos, ondinas, espectros, diablillos, duendes o Koboldos, y la poesía de los tiempos modernos, esto es, amazonas errantes que van a Ems, a Hamburgo y a Wiesbaden en busca de aventuras; paladines que las persiguen, como Rugiero a Bradamante, y que de camino juegan a la ruleta y al treinta y cuarenta; judíos ricos de Francfort, con sus tiendas y almacenes bien surtidos, y sin temer ya que les quemen o les corten las orejas; hoteles donde se come bastante bien, y otras mil ingeniaturas, artificios y primores de la civilización moderna: todos concurren a punto el postre a que aquellos sitios sean visitados por mí y por otras personas de gusto. Como maestro de capilla, como príncipe y director de esta armonía, representante de la síntesis de lo real y lo ideal, del jamón y del no me olvides, se levanta en medio de la plaza de Francfort la estatua de Goethe, genio tutelar de aquellos lugares. Tiende la mirada sobre ellos, satisfecha y serena, y parece que de sus labios entreabiertos se escapa el canto de los tres arcángeles. Todo está bien y rebién, como en el primer día. La mano del poeta va a moverse y a echarle la bendición hasta a los demonios más feos y tiznados. No me quedé por allí para recibirla, porque se me acabaron las municiones, y así me vine derechito a París, y gracias que tuve la precaución de tomar anticipadamente el billete.

Me he bañado, me he rizado el pelo, me he acicalado, atildado y hermoseado, y he ido a ver a las personas más queridas, empezando por la Muerta. Admírese usted de mi constancia. Aún no he visto a don Luis de la Cuadra, ni a Magdalena Brohan, y ya he visto a la Muerta. Al verla recordé aquella horrible historia de Poe, que usted habrá leído.

Entre tanto, en estas calles, y, sobre todo en los bulevares, claustro pleno de la Universidad de Amor, se queda uno embobado viendo pasar a las doctoras; y como ellas son tomistas y los hombres escolistas, según afirma ya de su época el discreto Jacinto Polo, se arman discusiones muy instructivas y profundas, e imita uno a Cristo, que también discutió con los doctores, aunque de esta imitación no habla Kempis.

He visto a don Javier, que vive en el mismo hotel que yo (hotel Mirabeau) y va caminando a la muerte, que, según las ominosas palabras del duque de Osuna, le aguarda en Petersburgo, para echarle la mano donde al Tío Patiño, y decirle lo que al Tío Patiño le dijo, y que por sabido y por decoro se calla. ¿Cuándo han inventado, ni cuándo inventarán jamás los alemanes una leyenda más fantástica, más alegórica, más profunda y temerosa que esta del Tío Patiño y de la Muerte? Fuerza es confesar que el ingenio español se adelanta a todos los ingenios. He pasado por Rolandseck, por Remagen, por Drachenfels y quién sabe por cuántos puntos más, y me he aprendido de coro las tradiciones, los cuentos y las baladas y balidos que de aquellos puntos se cuentan, se cantan y se balan. Nada vale un cuerno comparado con el Tío Patiño. Sólo en Oberwessel, que nosotros llamaremos Oberisel, como el gran poeta cómico español, he quedado satisfecho de la historia, que nadie sabe allí, y que yo me sabía y recordé al punto. De la historia de la hermosa condesa Diana y del tímido, valeroso y elegante caballero Girón, de las gracias de Chinchilla o Polilla y primera parte de El castigo del Penseque.

Y también pensé que con la Brohan, y ahora la estoy pagando,


yo debía haber sido como roca
en la descomunal arremetida;

y no se hubieran quedado las cosas donde se quedaron, sino que hubieran llegado a lo vivo. Pero ahora reparo que, sin tener carta de usted, y sospechando aún que puedan aburrir las mías, le escribo ésta, a pesar de mis propósitos.

Adiós. Suyo afmo.,

J. Valera.





FIN DE LA «CORRESPONDENCIA»



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