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ArribaAbajoFrancisco de Paula Gelabert


ArribaAbajoLa mulata de rumbo

Ella en su clase, en su esfera, entre los suyos, valer puede tanto como cualquiera otra.

Pero el elemento heterogéneo que la seduce, que la conquista, que la malea y la pervierte, responsable es de sus faltas, de sus vicios, de su despreocupación.

Leocadia, por ejemplo, mulata de rumbo y de rumbas particularmente, debe la fama de que goza sólo a esa circunstancia.

Muy joven era todavía cuando la conoció Gerardo. Él era rico y la deslumbró con sus dádivas. Sucumbió como sucumben tantas... en casos análogos, y principió para Leocadia la vida indolente, la vida del desorden, del abuso y de la inmoralidad.

Gerardo tenía una posición social, se había formado una familia y érale por tanto forzoso guardar las apariencias.

Leocadia vivía, pues, sola en su casa, atestada ésta de muebles lujosos, de cuadros chillones, de objetos mil, superfluos los más, pero que ella exigía a Gerardo sólo para satisfacer su capricho, y porque en esto fundaba la mulata su vanidad, juzgando ser la mejor prueba del imperio y predominio que ejercía sobre Gerardo.

Los seres incultos, inferiores, parecen no dar valor sino a los sacrificios pecuniarios. Una onza de oro arrojada a la calle, un billete de Banco reducido a cenizas, les da una alta idea de la persona que ejecuta acción tan desusada.

Leocadia había más de una vez sometido a Gerardo a pruebas semejantes. Y como él se prestaba gustoso a cuanto a ella se le antojaba, teníale en el concepto de un hombre capaz de las mayores heroicidades, tratándose de dinero.

-Usted es feliz, Cayita -le decía una vecina de la casa inmediata.

-¿Feliz yo, hija? Ni que lo crea.

-¡Cómo no! Con tanta abundancia de cosas ricas, con tanto rumbo, ¿tiene usted valor de quejarse?

-Todo fatiga en este mundo, Juanilla, todo aburre y empalaga.

-¡Ay, Cayita, no diga eso; mire que si el Señor la oye, la puede castigar...!

-Dios no se mete en esas cosas, Juanilla; además, que yo digo lo que siento. Mire usted: más gozo yo y me divierto en una rumbita con las de mi color y de mi clase, en unión de jóvenes de buena sociedad, donde reinan la franqueza y la alegría y la bullanga, que no cuando viene ése y me trae dos o tres vestidos de seda, un abanico de nácar, unos aretes de brillantes y unas pulseras de oro... Créame usted, se lo juro por esta santa cruz: estoy de oro y de seda y de brillantes hasta las orejas.

-Si usted tuviera que arrear como yo diariamente para ganarse la butuba, no se expresaría de esa manera, Cayita.

-Eso quiere decir que por allá anda mal el bofeteo, ¿no es eso?

-Mal es cualquier cosa; malísimamente, hijita de mis entrañas. Con decirle que tengo seis bocas que mantener y yo siete, ayúdeme usted a sentir.

-Pues, hija, acá se bota la comida, con que nada más le digo. Cada vez que quiera, venga y se llevará todo lo que encuentre.

-Muchísimas gracias, Cayita; no en balde tiene usted tanta suerte: ya se ve, con tan buen corazón, ¿cómo no la ha de favorecer la Providencia?

-¡Válgame Dios! Pues si a mí no me cuesta nada... Quien paga, paga.

-Sin embargo, así y todo, hay otras muy egoístas...

-Vamos, no sea alabanciosa y dígame adiós, que me voy a tumbar un ratico en la cama, pues tengo un cansancio que me estoy muriendo...

-Adiós, Cayita, y que los ángeles y serafines se le aparezcan en sueños y le canten las letanías...

-Gracias, Juanilla, hasta lueguito.

Leocadia iba a acostarse, como había dicho, nada menos que a las doce del día, cuando llegó a la casa uno de sus amigos de rumbas, acompañado de otro joven que iba a presentarle.

Pronto se familiarizó éste con la mulata, principiando desde luego a galantearla.

Como era natural, la conversación rodó al punto sobre las rumbitas al Vedado, y Leocadia propuso que el domingo próximo se efectuase una a dicho lugar.

-¡Magnífica idea, prieta santa! -exclamó Floro, su amigo-; éste va con nosotros -añadió señalando a Camilo, que así se llamaba el presentado.

-Bailaremos un danzón -dijo Camilo acercándose a la mulata.

-¡Quite, quite! Nosotros nunca hemos entrado en abusos, negrito lindo: vamos a parar -contestó ella, rechazándolo con afectada coquetería, y valiéndose de ese singular vocabulario con el que tan familiarizados se hallan algunos jóvenes.

-Para los danzones no hay otra, chico -observó Floro-; cuando baila el Similiquitron, tiene una bulla en la cintura que echa fuego y una caidita de aronga...

-A mí el que más me gusta es Oligamba; ¿te acuerdas, Floro, en la última rumba?

-¿Y dónde me dejas el Yambú...? Este pobre ha estado cuatro años litera, viajando, como los fogones, entre parientes, y no sabe nada de eso.

Camilo, al oír a Floro, le dio una amistosa trompada, que éste le devolvió con no menos agasajo, y prosiguió la conversación.

-¡Ah, pues entonces se va a volver loco, porque yo creo que es muy pillo! -saltó Leocadia guiñando los ojos.

-¿Quién no se arrebata contigo, mi madrecita?-replicó Camilo, haciendo un gesto expresivo a Leocadia.

Aquí entró el referir al joven lo que se gozaba en esas rumbas y explicarle en lo que consistían.

-Se baila con arpa, violín y flauta, hasta más no poder -dijo entusiasmada Leocadia.

-¡Y va cada hembra así! -repuso Floro sacudiendo el puño.

-Se come sobre la yerba arroz con pollo, pescado a la manchega y se bebe sangre de doncella hasta jalarse -prosiguió extasiada la mulata.

-Pero antes hay aquello de bañarse en el río -añadió Floro, no menos deleitado por el recuerdo.

-En fin, la mar con todas sus islas y cayos ayasentes -concluyó Leocadia, saltando en el asiento de puro gozo.

Camilo estaba frenético y cada vez más enamorado de su nueva amiga.

Cuando llegó el momento de despedirse, Floro provocó un ofrecimiento en forma, y Leocadia, accediendo, dijo con mucho énfasis:

-Yo me llamo Leocadia Bergamota y Zampallón; soy muy buena, mientras no me pinchan, y no pienso más que en divertirme, que es lo único que se saca de este pícaro mundo... Conque ya tú sabes la casa, hijito.

-Yo soy Camilo Botero -dijo por su parte el joven, haciendo ex profeso una reverencia zurda-, y te juro que te idolatro, divina Leocadia, conserva de azúcar y canela.

-¿Cómo Botero? -preguntó rápidamente la mulata; ¿tú eres pariente, por casualidad, de un tal Geraldo que tiene ese mismo apelativo?

-Ya lo creo, ése es mi tío, hermano de mi viejo, con quien vivo yo. ¿Por qué me lo preguntas, trigueña zandunguera?

Leocadia lanzó una sonora carcajada que dejó un tanto suspenso a Camilo.

-¿Y tú lo sabías, Floro? -preguntó la mulata a éste, el que a su vez se echó a reír con estrépito.

La explicación, que sin escrúpulo alguno, siguió al anterior diálogo, es de presumir que sorprendería de un modo particular al joven; pero como comprendía que había simpatizado con la mulata, por las demostraciones que ella le había hecho, y él era muy pillo, según decía Leocadia, no se desanimó con semejante descubrimiento; antes al contrario, le pareció chusca la idea de hacer la conquista de quien se presentaba a sus ojos bajo tales auspicios y en circunstancias tan singulares. Así es que se consideró desde aquel momento el triunfante rival de su tío.

Algunos días después, cuando ya la anunciada rumba al Vedado había tenido efecto, y por consiguiente entre Camilo y Leocadia se había establecido la más completa intimidad, la mulata, cediendo a un irresistible deseo de expansión, hallábase en conferencia con su vecina Juanilla, que por cierto trataba de disuadirla de lo que ella calificaba de una mala hora y de una tentación de Barrabás, por las razones que aducía con no poco calor y manifiesto desinterés.

-Usted está dejada de la mano de Dios, Cayita, cuando así determina de su suerte. Resulta de que las muchachas no refleisionan y se encalabernan y pierden su bienestar por un capricho, más que luego les pese y se tiren de las greñas, cuando ya la cosa no tiene compostura.

-¿Y le parece a usted, Juanilla, que yo no dé entrada en mi pecho a las ilusiones del amor; que no corresponda al cariño de otro mortal y permanezca viuda toda mi vida, sólo por consideración a los cuatro riales que tiene Geraldo, que es ya un vejancón para mí, todo canisiento y casi casi arrugado? ¡Digo, con cuarenta y dos años sobre sus costillas, y yo todavía una muchachona fresca y sanita como una manzana...!

-Ríase usted del amor, Cayita, de las ilusiones y de todas esas boberías que a nada conducen... Lo positivo son los buenos bocados, la buena ropa y el lujo y la bambolla.

-Y muérase una de tristeza mientras tanto y no sienta y no goce de las dulzuras de la pasión correspondida como Pablo y Virginia... Aquí donde me ve, yo he amado mucho en este mundo; pero he sido muy desgraciada...

-Todo eso se lo lleva el viento, Cayita, y en cambio, las onzas de oro, cuando son bastantes, sirven de contrapeso y le evitan a usted dar un batacazo.

-En resumidas cuentas, yo he dado ya mi palabra a Camilo, un joven tan fragante y tansimpático, estoy comprometida y no me vuelvo atrás, por todo el oro del mundo.

-Pues, Cayita, con su pan se lo coma, si es que le queda a usted pan, así que se descubra el pastel.

-Hablando ya de otra cosa, Juanilla -dijo tras una breve pausa Leocadia-, el sábado celebro yo mi cumpleaños y tengo aquí en casa un convite y un baile todo el día, con arpa, violín y flauta, de echa cocó pa la saranda. Conque si usted quiere tocar parte y pasar un rato en tan amable compañía, ya sabe que tendré mucho gusto.

-¡Ay, Cayita!,¿cómo pudiera yo desairar a una amiga tan generosa como usted, cuando me convida nada menos que a reponer las fuerzas y a distraer las amarguras de una vida tan perra? Allá iré desde tempranito para disfrutar de todo.

Un coche que se detuvo ante la casa cortó la conversación de Leocadia con su vecina. Era Gerardo el que llegaba y que, arrojándose del carruaje, entró precipitadamente y cerró tras sí la puerta con furia.

Juanilla pudo oír entonces, desde su ventana, ruido de voces y golpes como de muebles que chocan con violencia.

El altercado duró más de una hora. Cuando salió Gerardo, a Juanilla no le quedó duda de que el diablo había tirado de la manta.

Diré en breves palabras lo acontecido. Cierto individuo que estaba muy enamorado de Leocadia, y a quien ésta había rechazado siempre, hecho cargo de los amores de la mulata con Camilo, quiso vengarse de sus desdenes y desprecios y puso al corriente de todo a Gerardo, de quien se decía amigo.

Éste se quedó al pronto pasmado; pero encendiéndose luego en ira, corrió al cuarto de su sobrino, con objeto de ver si hallaba allí alguna prueba convincente. La llave estaba puesta en el armario y, abriéndolo, registró las gavetas con febril ansiedad. Poco duró su incertidumbre, pues lo primero que vio fue un retrato de Leocadia con su dedicatoria correspondiente.

Apoderóse de él y esperó con rabiosa impaciencia la vuelta del desprevenido joven.

Renuncio a referir la terrible escena que se verificó una hora más tarde a solas, entre el tío y el sobrino, pues la esposa y las dos hijas de Gerardo habían ido a las tiendas. La pluma se resiste verdaderamente a bosquejar un cuadro de semejante inmoralidad y de cinismo por una parte y otra.

Camilo estaba pervertido. Huérfano desde bien joven, su tío Gerardo, a cuyo abrigo había quedado, jamás había podido imbuirle ideas de pundonor y delicadeza, puesto que él mismo carecía de ellas. Lo único que había hecho cuatro años atrás, y eso por quitárselo de encima y evitar que le descubriese el güiro, como él decía, había sido facilitarle los medios de que viajase por Europa.

Demás está añadir que el mayor castigo que Gerardo impuso a su sobrino fue privarle de todo medio de tener dinero en lo sucesivo. Ante este resultado, Camilo pensó a su vez ejercer su venganza, poniendo a su tía al corriente del escandaloso hecho; pero Leocadia, con más tacto que él, le hizo desistir de tan descabellado propósito.

Después de la ruptura de ésta con Gerardo, como se hallase, cual le sucedía casi siempre, sin fondos, a pesar de las prodigalidades de aquél, su primer pensamiento fue empeñar todas las prendas que poseía, para poder celebrar su cumpleaños.

Camilo se encargó de esta comisión; pero tuvo la desgracia de que al retornar de ella, le asaltaron dos hombres, puñal en mano, y lo despojasen de cuanto llegaba consigo.

Leocadia puso el grito en el cielo y hasta llegó a dudar de la veracidad del joven. Éste, penetrando quizá la sospecha que había concebido la mulata, sin darse por ofendido, le aseguró que él pondría remedio a todo, proporcionándole mayor suma que la robada.

Aquella misma noche falsificó la firma de su tío y, a la mañana siguiente, un amigo de éste le entregó sin dificultad mil pesos, que Gerardo le pedía prestados con cualquier plausible pretexto.

Llegó, pues, el día de la jaranita, reuniéndose en casa de Leocadia hasta media docena de mulatas, Floro, Camilo, un negrito tabaquero, primo de la heroína de la fiesta, a quien llamaba Tatica, la consabida Juanilla y cuatro o cinco individuos más invitados al guateque, sin contar los tres músicos pardos que tocaban los referidos instrumentos.

Leocadia, bailando desenfrenadamente con Camilo, reía, gritaba, se retorcía como una serpiente, y era objeto de la admiración y de los aplausos de la concurrencia.

Los danzones se sucedían unos tras otros, sin tregua y sin descanso, tales como La mulata Rosa, ¿Dónde va Canelo?, Las Campanillitas, La Guabina, Las cuerdas de mi guitarra, La niña bonita, Apobanga y los demás que están en boga.

En medio de la confusión y del tumulto, oíanse ciertas frases características de semejantes ocasiones y circunstancias, que no puedo menos de transcribir.

-¡Oh, bella! -exclamaba uno de los concurrentes, haciendo chasquear la lengua e introduciendo la cabeza entre Leocadia y Camilo, que giraban vertiginosamente, y que lo hacían retroceder con su impulso.

-¡Goza, siboney! -gritaba otro, aproximándose por detrás al compañero de la mulata-; ¡eso está muy aseado, mi hermano! ¡Así me gusta, Cubitas!

Los ojos de Camilo brillaban, mientras que Leocadia sonreía enajenada.

Había pareceres que discordaban acerca de las parejas que más lucían.

-¡Ahí está la bulla! -aseguraba uno de los espectadores, mostrando a cierta mulatica muy esbelta, que se contoneaba a lo sumo y a quien llamaban Sapito en el agua.

-¡Bien, Adelaida! ¡Ave María, Simón! ¡Aguanta, muchacho! ¡Aquí se siente el goce hasta la madre de los tomates...!

En uno de los ángulos de la sala, se abanicaba Guayaba-blanca, oyendo los requiebros de Lencho.

-¡Quiéreme, que me estás matando, vida y dulzura, pedacito de almendra, gloria celeste...!

-Palucha sola -contestó Guayaba-blanca, dando un zafacuerpo.

-¡Negra, tú no va queré...! ¡Si tú quisieras! -insistió Lencho cada vez más almibarado.

-¿Será posible tanto amor, Chato?-preguntó ella, remilgándose-; y dígame, ¿ya no se recuerda de Vitalia, la de la calle de Fartoría, la que se retrató con el hábito?

-¡Me tiró con el perro! -exclamó Lencho, dando un taconazo.

-Mientras usted no se rectifique de ese compromiso, no me desbarate más los sentidos -dijo con acento firme Guayaba-blanca.

Un nuevo incidente del danzón que se bailaba cortó el amoroso coloquio.

-¡Extiéndete, verdolaga! -se oyó decir de pronto a una de las bailadoras-. ¡Abrete, serpentón! ¡Sopla, cornetín!...

-Arrepara -dijo uno de los mirones al que tenía al lado-; ese sandungueito a lo Luis Quince, es de lo que no hay más allá.

-Eso está como mono contestó el otro.

-¡Qué bien le diste a la pelota! -dijéronle a un mulatico, cuya compañera se había sentado por habérsele torcido un pie.

-Yo siempre estoy con el bate -respondió el susodicho.

-Te portas, inglés.

-Como quien soy, Sancadilla.

A vueltas de tales dicharachos, promovíase de vez en cuando una disputa entre dos bailadores, que si bien no tenía consecuencias, solía interrumpir el baile; pero Leocadia, interviniendo, cortaba al punto el altercado y proseguía luego el danzón con mayor embriaguez y entusiasmo.

Juanilla, que ya no bailaba, iba constantemente a la cocina, en la que residía para ella el foco del placer, y so pretexto de cerciorarse de si estaban bien sazonados los guisos, pues se la daba de gran cocinera, engullía allí a sus anchas cuanto quería, retornando en seguida al comedor, en donde apuraba copas y más copas de licor, para confortarse el delicado estómago, según decía.

Dejemos que siga la jaranita y veamos lo que ocurría mientras tanto en otra parte, relacionado con nuestro asunto.

Aquel individuo que había revelado al tío la travesura de su digno sobrino, no hallándose aún satisfecho de su venganza, así que se hubo enterado de que Gerardo había roto con Leocadia, pues como no cesaba de rondar la casa de la mulata, hallábase al cabo de cuanto en ella sucedía, trató de avistarse de nuevo con el amigo, para ver el cariz que presentaba el negocio.

No fue poca la satisfacción que experimento cuando Gerardo, que tenía en él gran confianza, le refirió entre colérico y desesperado la nueva hazaña de su pariente.

-¿Cómo ha sido eso? -preguntó disimulando a duras penas su alegría nuestro hombre.

-Figúrate, que necesitando ver esta mañana al amigo de que te hablo, ya al irme, aludió a los mil pesos que me había enviado. Puedes calcular mi extrañeza.

-¡Pobre Gerardo, qué sobrinito tienes!

-Es un bandido. Dadas todas las explicaciones por dicho sujeto, el cual no conoce a Camilo, comprendí en el acto que éste era el ladrón, y callé de vergüenza y de miedo, aunque me comprometí a devolverle la cantidad. Quisiera, pues, saber dónde se halla en este momento el miserable, para acogotarlo. ¿Estará en casa de esa perversa?

-No lo creo, porque al atravesar yo el Parque, hace pocos instantes, he visto a Leocadia en un coche, en dirección a la calle del Obispo -contestó el muy solapado, mintiendo descaradamente.

Con cualquier motivo abrevió la visita y corriendo a su casa, escribió un anónimo al amigo de Gerardo, diciéndole dónde podía ser atrapado a aquella hora el autor del robo de los mil pesos.

Salió de nuevo a la calle y ya junto a la casa en que aquél vivía, a un muchacho que pasaba púsole en la mano un billete de a peso y la carta, para que entrase y la entregara al portero.

El que recibió el anónimo, creyendo prestar un verdadero servicio a Gerardo, dio el parte sobre la marcha a la policía, uno de cuyos funcionarios, seguido de la pareja de orden público consiguiente, llegó una hora más tarde a casa de Leocadia, cuando la jaranita estaba en todo su apogeo.

Puede figurarse el lector lo que allí ocurriría. Camilo en el acto fue preso y la reunión por de contado disuelta, en medio del sobresalto y la alarma que es de suponerse se apoderaría de toda aquella alborotada gente.

Cuando Leocadia se quedó sola con Juanilla, pareció que se volvía loca. Lloró, pateó, se revolcó e hizo tales demostraciones, que su estado llegó a inspirar serios temores a su compañera.

A los ocho días, sin embargo, estaba de tal manera consolada, que nadie hubiera podido sospechar lo que por ella había pasado.

Baste decir que un nuevo protector, hombre de posibles, se había encargado de reponerle todas sus prendas y alhajas, dejadas en la casa de empeño; y que cuando salía a la calle, llevaba ese aire tan satisfecho y ese semblante tan provocativo con que la representa el hábil y siempre inspirado Landaluze.




ArribaAbajoEl mascavidrio

Curioso sería conocer al inventor de este término sobremanera gráfico. Hay quien dice que cierto furibundo borracho, después de zamparse una regular dosis de licor que quema, no hallándose aún satisfecho, continuó mordiendo el vaso, a la sazón que uno que lo observaba, le gritó desde la puerta de la bodega: ¡Mascavidrio!

También sería digno de investigarse la causa de que el número de los aficionados a empinar el codo vaya en aumento, cuando no hace muchos años era raro ver a ninguna persona decente tomar ginebra, por ejemplo, en los cafés, cual lo hacen hoy muchos, con la misma sans façon que saboreaban antes un sorbete o una limonada.

No pretendo decir por eso que todo el que tome alguna vez que otra ginebra o ron, sea mascavidrio, ni mucho menos; pero sí me atreveré a asegurar que así se empieza y que poco a poco se va lejos.

Precávanse, pues, los que sin escrúpulo ni desconfianza tomen hoy una ginebrita, mañana un coñaquito y luego un ajenjo, porque a la larga pudiera acontecerles beber como la gente del bronce, ginebra a medio día, ginebra por la noche y coñac a la mañana, por variar; exponiéndose acaso a que su mujer o su suegra les diga en su cara, al verles dar un traspiés, mascavidrio.

A propósito de esta probabilidad, voy a contarles un hecho reciente que viene a corroborar las malas consecuencias que puede traer a las familias el que su representante trueque sus hábitos de orden y de regularidad por los del mascavidrio.

Érase una muchacha de algunos veinte años, que teniendo como todas horror a la soltería y al aislamiento, había conseguido a duras penas, con ayuda de su eficaz y diligente mamá, el que su novio entrase en la casa y la hiciese formal promesa de unirse a ella en matrimonio.

Dícese que por lo general cuando un hombre entra en la casa, se casa.

Hay, sin embargo, frecuentes excepciones, y de ello es un ejemplo notorio el hecho a que aludo.

Tres meses hacía ya que Arturo llevaba relaciones amorosas con su futura Felícitas, sin que hubiese ocurrido otra novedad que irse él enfriando a medida que pasaba el tiempo y que intimaba su trato, no sólo con la muchacha sino con el resto de la familia.

Empezaba a comprender que se había metido en un atolladero y hacía esfuerzos inauditos para idear algún pretexto que lo librase de la coyunda.

En honor de la verdad, la familia de Felícitas no era para atraer a nadie. Componíase desde luego de un par de apuntes, o sea de Sabroso, que por este apodo conocía todo el mundo al padre, quien realmente se llamaba Eleuterio; de Cucha, la madre, cuyo nombre no era otro sino María; del abuelo, El Pelao, un viejo impertinente y gruñón, que en todo quería intervenir, siendo la calamidad mayor en aquella casa. También era parte integrante de la susodicha familia una tía anciana de Felícitas, que asimismo tenía su correspondiente sobrenombre de Muñonga y el hábito de charlar hasta por los codos.

Arturo no se hallaba allí en su centro. Tenía que soportar las majaderías de El Pelao, quien le refería interminables historias campesinas, pues en sus mocedades había sido mayoral de un ingenio y tenía suma complacencia en relatar las hazañas y las heroicidades que había llevado a cabo, con látigo o con machete en mano, auxiliado de sus perros.

Felícitas se volaba escuchándole, y decía por lo bajo a Arturo que no hiciera caso de semejantes cuentos, pues El Pelao estaba medio trastornado, y eso era un rasgo de locura, en atención a que su abuelo no había sido otra cosa en toda su vida que capitán de milicias.

-Soldado malojero si acaso -decía para sus adentros Arturo.

Por lo que respecta a la tía Muñonga, solía también tomar por su cuenta al joven, para referirle un viaje que había hecho al Caimito, el año 1854, en que le salieron unos ladrones, los que por poco le arrancan hasta las orejas para robarle los aretes de brillantes; y eso que decían los muy arrastrados, añadía ella, que eran de fondo de vaso.

-También lo dudo -murmuraba su oyente, contrayéndose a que jamás hubiera podido tener brillantes la vieja que había ido al Caimito.

Como casi frente a la casa hallábase instalada una bodega en que se reunían individuos de varias clases que tomaban, cual es costumbre en estos establecimientos, turcas tremendas y reían y gritaban y hasta decían versos y desvergüenzas, Arturo se veía a veces puesto en un potro con semejantes escándalos, teniendo que armarse de valor para no echarlo todo a rodar y huir definitivamente de aquellos contornos.

Cierta noche uno de los borrachos, vestido con un saco de alpaca muy raído y un sombrero de paja casi negro por el uso, improvisó la siguiente décima:


Blindo con mucha ambrosía
porque la giniebra corra,
y que lleven a Mazorra
al que no se ajume hoy día.
No hay nada cual la bebía
en la carrera mundana;
y aunque yo coma mañana
plántano y tasajo brujo,
daré un viva a quien nos trujo
giniebra de La Campana.

-¡Bravo, bravísimo!, ¡qué inspirado estás, Verde Botella!-exclamó un individuo que se había detenido ante la puerta de la bodega a escuchar la improvisación.

-¡Sabroso! ¿Tú por aquí? -contestó Verde Botella, acercándose a su amigo-; dentra, compadre, que ahí te da el sereno y puedes coger un resfriado.

-Ni que lo pienses, porque si traspaso estos umbrades y me junto contigo, puedo dar un resbalón de órdago, y yo he hecho el juramento de no beber más que agua dulce en el resto de mi vida...

-El agua cría gusarapos en la barriga, Sabroso; mientras que la caña anima los espíritus vitales y entona y da calor salutífero al cuerpo humano.

-Dispénsame, chico; pero no me convences: estoy escarmentado.

-Sabroso, ¿será posible?, ¿así desairas a un amigo?, ¿qué dirán estos caballeros que me acompañan? -replicó Verde Botella, con la habitual insistencia de los borrachos.

-No puedo, hombre, me están viendo desde mi casa.

-No le hace, Sabroso; estás entre gente honrada y nada pierdes con eso.

-Si Cucha me ve entrar, me excomulga.

-¿Quién es Cucha?

-Mi esposa, hombre, aquella que está conversando con ese mozo del bigote rubio.

Verde Botella, al oír esto, diose una palmada en la frente, y después de recapacitar un rato, se expresó así:


Pues Cucha no nos escucha
y está allí, dando palique,
hermano, no me replique
y déjese de palucha.

-¡Qué buen poeta eres, Verde Botella!, ¡qué facilidad!, ¡qué prontitud para hallar consonantes difíciles y peliagudos! Por eso nada más me paré aquí a oírte. A mí me arrebata la versificación indiana y siboneya...

-Pues pasa adelante, Sabroso, y verás cómo contigo me inspiro otra vuelta.

-Por tu madre, Verde Botella, no me comprometas; mira que yo soy muy débil de cabeza.

-Pero, mentecato, si no vamos a tomar más que un vasito, a fin de poder velsal de nuevo.

-Vaya, para que no digas; pero uno nada más, ¿sabes?, y en seguida me zumbo.

Sabroso entró, pues, en la bodega, de brazo con Verde Botella, que estaba ya haciendo eses; y Cucha, que desde su asiento había estado observando semejante escena, corrió a la ventana y empezó a llamar a su marido.

Sabroso, Sabroso, no bebas o nos veremos las caras...!

Verde Botella púsose a dar golpes en el mostrador y a decir en voz alta versos, cual los que doy de muestra a continuación, siendo desde luego su objeto entusiasmar con ellos a Sabroso, e impedir que éste oyera a su mujer:


Sabroso con simetría
empuña el vaso con maña;
y tú, Pancho, échale caña
hasta que amanezca el día.

Sabroso dio un estrecho abrazo a Verde Botella, después de apurar el primer trago, y ya desde entonces olvidó su juramento y su debilidad de cabeza.

Cucha iba y venía por la sala en la mayor agitación y desasosiego.

-Arturo, por favor, vaya y sáqueme a ese hombre de la condenada bodega -díjole de buenas a primeras al joven, que al oírla se puso furioso.

-¿Quién, yo, señora? ¿Está usted loca?

-Me había jurado delante de un crucifijo que no iba a beber más, y ya lo tiene usted otra vez emborrachándose -continuó Cucha como si hablase consigo misma-; ese maldito Verde Botella o Verde Sapo, que es lo que parece, tiene la culpa, pues él lo engatusa con sus pícaros versos. ¡Por qué habrá poesía en el mundo, Virgen Santa...! ¡Por qué habrá aguardiente...!

Y Cucha seguía dando vueltas por la sala, retorciéndose las manos y con el rostro desencajado, mientras que Arturo, esforzándose por bajar la voz, reñía con la pobre muchacha, inocente de todo y que lloraba en silencio.

Tres cuartos de hora transcurrieron de este modo, al cabo de los cuales oyéronse en la calle los gritos de ¡mascavidrio!, ¡mascavidrio!, que daban unos chiquillos, y en el acto apareció Sabroso bamboleándose.

Cucha, sin poder contenerse, se le fue encima y al querer sujetarlo por un brazo, como Sabroso instintivamente tratase de evitar la acometida de su mujer, hubo de faltarle de una vez el equilibrio y cayó cuan largo era en el suelo.

Arturo tomó su resolución instantáneamente y dirigiéndose a Cucha le dijo:

-Si a usted le parece, ahora sí iré a avisar ahí enfrente al poeta de la ginebra y del tasajo, para que venga a levantar a este hombre, puesto que yo no pienso ya contemporizar con ustedes, ni ser yerno sobre todo de ningún mascavidrio.

Y esto diciendo, Arturo, sin cuidarse del terrible efecto que producían tales palabras en su desventurada novia, y hallando al fin la coyuntura que anhelaba, marchóse rápidamente y dobló con prontitud la inmediata esquina.

Pero lo bueno fue que en ese mismo momento se acercó a la ventana Verde Botella, y asiéndose de la reja dijo, con voz gangosa y lengua entorpecida:

-Señora doña Cachucha... con pelmiso, vengo a decirle que a Sabroso se le ha dío un poco la cabeza de tanto oírme velsal... pero eso se le pasa en cuantico le den una copita de algo caliente como... aguardiente, o de giniebra pura que... sana y cura... a la criatura...

La contestación de Cucha fue desatarse en improperios contra Verde Botella, quien, después de decir mil disparates, se alejó al fin dando tumbos.

Pues, ¿dónde me dejan ustedes a otro mascavidrio que para serlo ante su mujer, sin que ella lo sospechara, se valió de una original estratagema?

Este sujeto, a quien llamaremos Fulgencio, está casado con una tal Esperanza que tiene horror a los bebedores, a los que se encañoflan, como ella dice. La ginebra sobre todo es la que más detesta, la que más antipatía le causa.

Fulgencio, en cambio, es el reverso de la medalla respecto a este particular. Profesa a la ginebra, de cierto tiempo a esta parte, una afición tan extremada, que para él no hay licor en el mundo que se le iguale. Pero teme a su mujer y procura que ella ignore su absoluta preferencia por este espíritu ardiente.

Véase lo que ideó el muy taimado. Uno de sus amigos, que es curandero y visita la casa, le recetó en presencia de Esperanza nada menos que yoduro de potasio, pues aseguraba bajo su fe de facultativo, que Fulgencio tenía la sangre mala y era preciso que se curara.

-¡Remedio prodigioso! -saltó Fulgencio-; yo no había caído en ello. Tienes razón, Culantrillo; eso es lo que yo necesito: yoduro, mucho yoduro de potasio.

Y acto continuo fuese a casa de otro amigo que conservaba una botella vacía rotulada de dicho yoduro, la llenó de ginebra, y a poco estaba ya de regreso en su domicilio.

-Culantrillo me ha indicado -díjole a su mujer- que empiece tomando tres cucharadas por la mañanita; tres antes de almorzar; tres a medio día; tres por la tarde y tres por la noche; que más adelante aumente la dosis, y que le avise luego del resultado.

-¿Y no te hará daño tomar tantas cucharadas seguidas de ese remedio?

-Como son pequeñas cantidades... ¡Ah!, te advierto -añadió Fulgencio interrumpiéndole- que cuides mucho que nadie destape la botella, porque pierde la virtud el yoduro y luego ya no hace efecto.

Al llegar aquí, oyó Esperanza pregonar a un baratillero en la calle ¡cinta de ribetearsea de colores! y se fue a la ventana a llamarlo. Fulgencio aprovechó esta circunstancia para arriarse media copa de yodu... digo, de ginebra, que debió saberle a gloria, a juzgar por lo que se relamió.

-Pero qué, ¿no mides con la cuchara la cantidad de yu... de yoduro?-preguntó Esperanza a su marido, cuando lo vio más tarde que echaba el líquido en una copa pequeña.

-Ya he medido antes las tres cucharadas, ¿no ves? Aquí, adonde llega el labradito de la copa, son las tres justicas... Pero no te acerques, Esperanza, que puede darte jaqueca si percibes el fuerte olor metálico de este medicamento.

-Me alegro que no haya que andar siempre a pleito con la cuchara, porque se mancharía con ese endiablado remedio -dijo Esperanza.

-Claro -contestó Fulgencio, en extremo satisfecho del buen éxito de su travesura.

No he dicho aún que el tal Fulgencio era dependiente de una casa de comercio y que su principal, hombre recto y sensato, lo había distinguido siempre mucho por su actividad e inteligencia en el desempeño de su destino. Visitábalo de vez en cuando, puesto que hacía de él gran aprecio, y Esperanza se regocijaba no poco de que su marido estuviese en tan buen predicamento con quien tanto podía favorecerlo.

A los dos días, pues, de hallarse Fulgencio sometido a su régimen curativo y a eso de las ocho de la mañana de un domingo, llegó a la casa don Justino, haciendo al entrar grandes demostraciones de desagrado.

-¿Qué tiene usted, don Justino? -díjole Esperanza que había salido a recibirle.

-¿Qué he de tener, señora? Una escena callejera de lo más repugnante que acabo de presenciar cerca de aquí -contestó don Justino sentándose.

-¡Ah! -exclamó en seguida Fulgencio, volviéndose a su mujer-; ¿qué apostamos a que don Justino, ha visto a Bellita, la de aquí a la vuelta, corriendo por la calle detrás del mandria de su marido y dándole escobazos, por algún nuevo arrebato de celos?

-Eso es de todos los días -dijo Esperanza riéndose.

-No, señora, se equivocan ustedes; no ha sido nada de celos ni de...

-Entonces de seguro que se trata de la vieja doña Celestina, fajada con los muchachos del barrio, que se asoman por la ventana y le gritan Basurita. Se arman con este motivo unos escándalos tremendos a cada paso ahí en la otra cuadra...

-Pues no aciertan ustedes -replicó don Justino encendiendo un cigarro-; lo que yo he visto ha sido un joven de no mal aspecto, completamente borracho, sujeto entre dos individuos que luchaban con él para meterlo en un coche.

-¡Jesús, qué horror! -hizo Esperanza cubriéndose la cara con las manos-; siempre la maldita bebida.

Por supuesto -exclamó don Justino-; una turba de gente ociosa e inculta presenciaba aquel espectáculo, sobremanera divertida y regocijada de ver las contorsiones del joven ebrio y de escuchar los disparates que decía a sus conductores. Algunos muchachos, agrupados a cierta distancia, saltaban de placer, gritando a coro: ¡mascavidrio!

-Quizá no sería borrachera, don Justino -observó Fulgencio un tanto intranquilo-; acaso le habría dado algún ataque al pobre, y el populacho, siempre maligno, supuso que era mascavidrio.

-¡Pues sí, señor, que lo era! -saltó don Justino con semblante enojado-; ¿se puede confundir eso con ninguna otra cosa? Borracho como una uva estaba ese desdichado, no le quede a usted duda...

-Sí, Fulgencio -afirmó Esperanza-; ¿por qué te extraña eso? ¿No andan borrachos a todas horas por las calles de la Habana?

-¡La embriaguez es un vicio horrible! -dijo con tono sentencioso don Justino-; yo perdonaría antes a un ladrón que a uno que se emborrache...

-Júntese conmigo entonces, don Justino -saltó Esperanza-; yo digo otro tanto; si me hubiese casado con un hombre que tomara, me divorciaba de él, sin escrúpulo de conciencia. Todo se le puede pasar a una persona menos que beba. Eso es espantoso.

-Es degradante; conduce a todo género de acciones vergonzosas -repuso don Justino.

-Ya lo creo -aprobó Fulgencio cada vez más alarmado.

-Para que comprenda usted hasta dónde llega mi horror a la bebida -añadió Esperanza, riendo de antemano por lo que iba a decir-, cuando veo a Fulgencio con la copita en la mano, donde bebe su yoduro, cierro los ojos, porque me figuro en ese momento que está tomando un trago como cualquiera mascavidrio.

Fulgencio se estremeció.

-¡Ah, caramba! -exclamó don Justino al oír a Esperanza-; ahora que dice usted eso, recuerdo que al salir muy de prisa esta mañana, se me olvidó tomar el yoduro, que a mí también me han recetado.

-Nada hay perdido -se apresuró a decir Esperanza-; Fulgencio tiene todavía media botella y tomará usted en una copa la cantidad que necesite.

Fulgencio se puso en extremo pálido y balbuceó.

-No digas disparates, hija; ¿cómo voy yo a ofrecer a don Justino de un medicamento que ya está usado? -replicó Fulgencio sin saber lo que decía.

-Pero, hijo, si eso no se toca... si se echa... -contestó Esperanza, sin concluir la frase, mirando un tanto cortada a don Justino, como si hubiese dicho una inconveniencia.

-¡Vamos, hombre! -prorrumpió éste, lanzando una franca carcajada-; ¿qué escrúpulo puedo yo tener...? Pero ya caigo, señora -añadió chanceándose-; su esposo de usted no quiere dar a su principal una cucharada de yoduro para que no se le acabe...

-Por Dios, don Justino -dijo Esperanza con su más afable sonrisa-; ahora verá usted.

Y así diciendo, corrió hacia el cuarto a buscar la botella y pasó en seguida al comedor, de donde tomó una copa y una cuchara.

Mientras tanto, don Justino, notando la suma palidez de que estaba cubierto el rostro de su dependiente, no pudo menos de preguntarle la causa.

-No sé, me he puesto malo de repente... -tartamudeó Fulgencio.

En aquel instante se oyó una fuerte exclamación y Esperanza se presentó en la sala con la botella destapada.

-¡Fulgencio! -dijo ella, mostrando grande asombro-, ¡aquí han echado ginebra...!

-Se habrá descompuesto el yo... el yo... -murmuró con acento trémulo Fulgencio.

-¡Ginebra! -gritó don Justino-; ¡ginebra! -repitió, mirando con semblante iracundo a su dependiente-; ¿es ése el yoduro que usted toma?

Esperanza, sobrecogida del mayor espanto, púsose a temblar, por lo que se le escapó de la mano la botella, la que se hizo pedazos, esparciéndose todo el líquido.

-Es usted un legítimo mascavidrio -prosiguió don Justino, encarándose con Fulgencio-, puesto que para beber hasta en su propia casa y a vista de su señora, sin que ella lo sospeche, se vale de tales tretas y artimañas... Ahora me explico la palidez que le asaltó y la inquietud que mostraba ante el hecho imprevisto de tener que tomar yo su yoduro... Esto quiere decir, señor mío, que hemos concluido, y que desde mañana no volverá usted al escritorio, pues no puede usted continuar en un casa como la mía habiendo adquirido tan repugnante vicio.

Esperanza se sintió morir y prorrumpió en llanto.

Fulgencio estaba anonadado.

El comerciante tomó su sombrero y dirigiéndose a Esperanza, le dijo:

-Lo siento por usted, señora; pero soy muy recto en mis principios y muy justo en mis determinaciones, para que pueda transigir con ningún género de consideración que no apruebe mi conciencia.

Y dichas estas palabras, saludó a Esperanza y se marchó sin siquiera mirar a Fulgencio.

La escena que siguió a este desenlace es indescriptible. La pobre Esperanza, hecha un mar de lágrimas, dirigió a su marido amargas reconvenciones y justas y dolorosas quejas, concluyendo por asegurarle que iba a volverse a casa de su madre, para no verle nunca más la cara, puesto que se había él deshonrado de un modo tan indigno, cubriéndola a ella de ignominia.

Fulgencio, con el corazón desgarrado, juró solemnemente a su mujer no beber en el resto de su vida más que agua, poniendo a Dios por testigo de que su arrepentimiento era sincero y su resolución inquebrantable.

Al día siguiente, Esperanza, en compañía de su madre, fue a ver a don Justino, y tantas súplicas le dirigió, tantas protestas le hizo y tantas lágrimas corrieron por su noble semblante, que el principal de Fulgencio, no pudiendo resistir a un espectáculo semejante, consintió al fin en que éste volviese al escritorio.

¡Que tanto puede una mujer que llora!

como ha dicho en su célebre soneto Lope de Vega.

Ahora bien: ¿podrá servir de lección el anterior ejemplo a los mascavidrios empedernidos, a los ginebristas consumados? Si todos llevasen sustos parecidos al de Fulgencio, acaso habría alguno que se enmendara; pero hay una pequeña dificultad para ello, y es que el mascavidrio de profesión, el que deja tomar incremento a ese vicio, no se asusta por nada ni por nadie.




ArribaAbajoEl puesto de frutas

Ese grupo característico que presenta Landaluze en la lámina adjunta solía ofrecerse muy a menudo a la contemplación del transeúnte no hace aún veinte años.

Generalmente era en la plazuela de alguna iglesia donde se instalaba el puesto de frutas, regentado por ña Tula, una negra gangá, de edad ya madura, como sus zapotes, sus anones y sus mameyes, con cuyos productos tropicales reunía a la larga sus mediecitos para poder descansar cuando fuera ya vieja machucha.

La que se ve a la izquierda es la mulata Rosalia, que con la jaba en la mano, en vez de retirarse hecho ya el mandado, está charlando con ña Tula, y el calesero Torcuato, refiriéndoles cuanto pasa en casa de sus amas, y contando a este propósito mil anécdotas y mil aventuras, sirviéndole de pretexto hasta las mismas frutas que va a comprar.

-La niña Merse es caprichosa como ella sola -dice Rosalia, principiando una de sus historias íntimas-; tiene la cabeza más dura que esa jícara grande de usté, ña Tula.

-¡Ay, siñó!, ¿y po qué? -pregunta la negra frutera.

-Parece que quiere morir ahogada -continúa Rosalia.

-¿Ajogá? Esa gente son la mima diablo -salta Torcuato, tomando parte en la conversación.

-¿Usté ve, ña Tula, que yo vengo a comprar aquí siempre mamoncillos? Pues en naditica estuvo el año pasado que a la niña Merse se le quedara atravesada en la garganta una semilla de mamoncillo y se fuera al otro mundo por la contigensia maléfica.

-Eso ta güeno pa niño chiquito -observó Torcuato.

-Se pone chupa que chupa y habla que habla con sus hijas, y por la sicoferensia de la materia se le resbaló la semilla y entonces fueron los gritos que se venía la casa abajo.

-¿Y nelle grita así con semilla atorá?-preguntó Torcuato, manifestando gran asombro-; eso se llama tener gañote de jierro.

-¿Cómo va a ser eso, Trocuato? Las que gritaban eran sus hijas, la niña Lola y la niña Sensión...

-¡Ah!, eso sí pue se.

-Y vea usté ña Tula, cuando está de Dios que sucedan las cosas -continuó Rosalia, enfrascándose en sus confidencias; al oír los gritos tan fuertes que daban las dos niñas, el niño Adolfo, que no hacía más que dos días que se había mudado enfrente, corrió a casa en mangas de camisa, así y todo como estaba, con una tranca en la mano, porque creyó que las estaban matando.

-¡Válgame Dios! -exclamó ña Tula.

-Y como el niño Adolfo es estudiante de medicina, en cuanto vio lo que era, soltó la tranca y con la mayor facilidad le sacó de la garganta a la niña Merse la condenada semilla de mamoncillo...

-Ya usté lo ve, camará, la etudiante sabe ma que la jutía -dijo Torcuato, dirigiéndose a ña Tula.

-Eso es verdá, carabela -contestó asintiendo la negra frutera.

-La niña Lola salió ganando de aquel tropel, porque como se asustó muchisísimo y le dio una especie de desmayo, el niño Adolfo la tuvo que pulsar y darle a oler un pomito de una cosa muy fuerte que trajo de su casa y que creo que se llama jéntren.

-Gente branco son muy batalloso; por la mamoncillo sólo, ese mélico tuvo que curá do mujere -observó ña Tula.

-Salvó de una muerte segurita a la niña Merse; pero, en cambio, dejó enferma del corazón a la niña Lola -replicó Rosalia.

-¡Ah, yo no entiende ese cosa...! -exclamó ña Tula.

-Porque la niña Lola se enamoró del niño Adolfo y como éste es blandito de corazón y le gustan mucho las rubias, según dice, al cabo de una semana eran ya novios y creo que hasta se van a casar, todo por haberse tragado una semilla de mamoncillo su mamá. Por eso dicen que Dios sabe lo que se hace y que todas las cosas suceden por premisión del cielo.

-Uté cuando jabla parece como cuando yo toca mi marímbola, que sale uno música ma sabroso que la caña de la tierra que vende aquí ña Tula; uté muchacha muy graciosa y a mí guta mucho mirá su cara bonito, bonito -dijo de pronto Torcuato que hacía ya rato contemplaba con cierta complacencia a la parlanchina mulata.

-¿De verdá, Trocuato? ¡Y era la bella María! -contestó la aludida, principiando a coquetear.

-Tú, Rosalia, tú siempre vueve loco los hombre -observó ña Tula entre severa y risueña.

-¡Adiós!, ¿y yo tengo la culpa, ña Tula?Por más que yo haga, no puedo evitar que me llamen la flor de la canela, mulata santa, turrón de azúcar, divina prieta, y qué sé yo qué otras cosas más que me dicen por dondequiera que paso...

-Tú muy provocaora, muchacha; luego tú va a ve...

-Vamos, ¿y qué le he hecho yo al mismo niño Adolfo, que después de estar pelando la pava tres o cuatro horas por las noches con su rubia, la niña Lola, que tanto dice él que le gusta, cuando se va, al pasar por mi lado en la puerta de la calle, siempre me tira algún pellizco en el brazo y me dice alguna cosa. Digo, a mí, que en vez de tener la cara rosada como su novia, soy trigueñita lavada, y que en lugar de ser mi pelo como el de ella, lo tengo muy rizo...

-¿Tú lo ve, muchacha, tú lo ve...? Anda, jarrea pa tu casa, que luego te van a meté guano si te tardas en la pueto de fruta.

-Bueno, ña Tula, pues écheme aquí en la jaba un real de zapotes que me encargó la niña Lola, para guardárselos a su novio, que es muy gandío.

-To la niña son iguá; to dan trabajo a nosotro po la cotejo -saltó Torcuato, dando comienzo a sus confidencias.

-¡Ah, ah, pa eso tienen la pellejo branco! -observó ña Tula.

-Dende que manese Dio, ya empieza yo a meneá la pata en casa de mi suamo; friega volanta, limpia jarreo, baña caballo, barre caballeriza, echa agua en la tanque, jase to, to, sin cogé resuello... Apena acaba la amueso, a llevá el niño Nano a la Tribuná de Cuenta. Vueve pa casa, y entoce la niña Chatica con la do niñita Canasión y Ataglasia monta volanta y va a correteá to dentro la Bana y to ya fuera.

-Trocuato, me disí la niña Chatica, a la Palo Godo.

-Yo calla la boca: da de cuataso a Pajarito, y va pa la calle de la Muralla.

A la dosoras de ta la tienda, revoviendo y jablando la tre como cotorra, la niña Chatica, que tiene ya la boca seca como tropajo, jabre mucho los ojos pa bucame a mí que etá sentá la banqueta.

-Trocuato, disí nelle, a la Dominica.

-Yo jala corriendo pa lo último de la calle de Lobipo y allí etá pará otra hora mientra la niña Chatica come matecá de leche y la niña Canasión bebe refreco y la niña Ataglasia traga, traga, to lo duse de la confitería... Pasa uno conosío, se para, mete la cuepo casi dentro de la quitrín, se quita la bomba, poque tiene mucho caló la cabeza y empiezan la risotá.

Como por allí no hay ninguno borega, yo no pue da un salto para ir a tomá un poco guariente caña y tengo que seguí montá, mueto de se, hasta que las niñas se cansan y me dicen que pique.

Entonce vamo a la baño de ma; dipué a jasé uno visita; luego a casa. Po la tade, pone otra ve la volanta, a lameda de Sabé Sigunda, a paseo de Calo Tiselo. Po la noche a la ritleta o a la treatro...

-Pero ese gente así tan paseaora se va a morí un día en la calle -observó ña Tula.

-Yo so quien va a Jase quiquiribú mandinga, de etá siempre montá, con bota y librea pueta, sin decansá una momento -replicó Torcuato.

Al decir esto, vio nuestro calesero que venía por la acera María Justa, negra curra del Manglar, a quien él conocía, y se distrajo mirándola.

Rosalia, al verla, púsose a cantar por lo bajo con cierta picaresca sonrisa:


María Justa se casó.
Se fue a vivir allá fuera.
Los civiles la prendieron
y se armó la rumbantela.

-Ese negra e templá como curujey -dijo Torcuato a manera de réplica, volviéndose a la mulata.

-Es muy safiota, muy relampusa, muy sangre pesá; ¿usté no la ve con la manta de burato colgando y el cabo de tabaco en la mano, cogiéndose ella sola todo el sardinel? A mí se me para en la boca del estógamo...

-¿Qué hace usté por este resinto, mi señora? -dijo Torcuato sin hacer caso de las palabras que pronunciara Rosalia, dirigiéndose a María justa, que pasaba a la sazón ante el puesto de frutas.

-Voy a una diligencia muy comprometía -contestó María justa, retorciéndole los ojos a la pardita, como si tratara de provocarla.

-Uté siempre en trífuca, ¿no vedá?

-Una perra mulata blanconasa, quitaora de marío, que me trae regüelto a Gumesindo. Ahora la voy a buscar y como lo encuentre a él cortejándola, le voy a dar a ella un bocabajo con este chucho colorao que llevo aquí escondío.

-Eso no ta güeno en una mujé como uté, María Juta. Por eso mucha vese los hombre tienen que se mucho, mucho malo, y luego le aprietan la pecueso. Uté son la pedisión de lo varone.

-¿Usté saca la cara por Gumesindo?

-Gumesindo es fomá, yo ripondo por él.

-Ustedes los caleseros, poique gatan librea verde y colorá, se ponen bomba en la cabeza y llevan una cuaita con puño de plata en la mano, se afiguran que valen más que toitica la gente de color. Pues se aquivoca, Trocuato, porque las que hemos nacío en el Manglá tenemos la sangre ireviendo en el cuerpo y no nos dejamos engatusar por nengunito, aunque sea el rey de los caleseros.

-Ta güeno, María Juta, ta güeno... yo da consejo, uté me dipresia... ta güeno. A ve, ña Tula, pela piña, baja racimo de prántano de Guinea, paite mamey colorao, pone to lo fruta aquí alantre, que yo va a convidá a María Juta.

Al oír esto, Rosalia dio media vuelta y casi sin saludar a nadie fuese refunfuñando, con su jaba llena de mamoncillos y de zapotes.

A la par que tenía lugar esta escena junto al puesto de frutas, a alguna distancia de él hallábase en coloquio el negro carretillero Bernabé con otro compañero de glorias y fatigas, el que tenía ya las pasas enteramente blancas por la suma edad, y que sentado en el suelo, en la postura que se ve en la lámina, descansaba sin duda de alguna larga faena hasta que se le presentara nueva tarea, entretenido mientras tanto con la conversación de Bernabé.

Pueden suponer los lectores sobre lo que versaría ésta: los viajes que había dado con la carretilla; las pesetas que había ganado aquel día; una escena doméstica de que fuera él testigo, en que figuraba una mujer que después de reñir con su marío postizo, como Bernabé decía, trasladaba violentamente sus penates a otro local; y otros mil particulares análogos que el viejo escuchaba con la mayor impasibilidad, concluyendo ambos por dirigirse a la bodega más próxima a tomar un trago de aguardiente para recuperar las abatidas fuerzas.

A todas éstas, Torcuato y María justa habíanse despedido de ña Tula, que continuaba expendiendo sus frutas a los negrillos del barrio, a los muchachos callejeros que atisbaban el momento en que la negra tuviese el menor descuido para robarle un marañón, dos o tres plátanos o algún racimo de mamoncillos, y a cuantos acudían al puesto a proveerse de lo que necesitaban.

Llegado a este punto, no puedo resistir el deseo de dejar aquí consignado, como un hecho digno de la curiosidad de los investigadores, la modificación que van sufriendo nuestras costumbres hasta en aquello que menos parece que debiera experimentarse.

A propósito, por ejemplo, de los puestos de frutas, los había en la Habana por dondequiera, fijos y ambulantes, consistiendo estos últimos en los tableros que conducían las negras sobre sus cabezas, cargados de piñas, de chirimoyas, de frutas bombas, de aguacates, de mameyes colorados y de Santo Domingo, de anones, de zapotes, de plátanos de Guinea y de la India, etc., etc., etc.

Uno de los puestos de frutas más notables de que ahora me acuerdo, es el que diariamente establecía la negra Mariana en los portales de la antigua Intendencia, y al cual acudían a refrescar y a matar el tiempo, allá por los años de 1850 a 1860, todos los empleados de Hacienda y de Gobernación, haciendo en él gran consumo de naranjas, de agua de coco, de caimitos y de otra diversidad de frutas. En mi concepto, Mariana debió enriquecerse vendiendo frutas a los empleados de aquella década, algunos de los cuales aún deben recordarla con fruición...

Otros tiempos, otras costumbres. Los empleados de la época presente han sustituido las frutas con el lager bier, con el ajenjo, con el vermouth cocktail y con los confortables traguitos de cesantía, que les propina, cuando menos se lo esperan, el Ministerio de Ultramar...

Esto quiere decir que las frutas se han ido como se va todo en este mundo deleznable y que hogaño acaso no somos tan felices como antaño.

Comer frutas era antiguamente en la Habana una ocupación importante y de gran incentivo, como que servía de pretexto para multitud de propósitos.

Las muchachas acudían en determinados días a la Quinta del Obispo a comer mangos, yendo en pos de ellas los jóvenes, que si bien solían dar más de un resbalón con las cáscaras de esta fruta indígena, eran más a menudo víctimas de las acechanzas de la coquetería femenina, puesto que su excursión a la Quinta del Obispo venía a resumirse al fin y a la postre en otra que hacían un año después a la parroquia, donde un respetable cura los unía en matrimonio a la misma muchacha con quien habían comido mangos en la referida quinta...

Aparte de todo lo que llevo dicho, yo me doy el parabién de que ya no existan aquellos puestos de frutas, pues la idea de que se conserve su recuerdo es lo que me ha dado tema para escribir este nuevo artículo.




ArribaAbajoUn chino, una mulata y unas ranas

En una de las calles transversales del Cerro, no hace mucho que cierto individuo llamado Eladio habitaba con su familia una casa de tablas, de esquina y con su portal correspondiente.

A la otra puerta, vivía una mulata casada con un chino, y de cuyo matrimonio era fruto una chiquilla de unos once meses.

Como los portales eran corridos, a excepción de una ligera barandilla que los separaba, Eladio y su mujer disfrutaban a prima noche de la tertulia del chino, la mulata y las visitas que los favorecían, y es de presumirse los coloquios que allí se promovían y las especies que se comentaban.

-El Cerro es muy triste -decía Madalena, que de este modo llamaban a la mulata-; nunca hay diversiones, ni bullitas; así es que yo, cada vez que puedo, cojo el carrito y me fleto para la Habana, donde sólo con ir al Parque, ya goza una y distrae las pesadumbres del afligido corazón sensible...

-Celo ta bueno -replicaba el chino-; mucho caballelo con dinelo; mucho casa glande; tlabajo bueno pa chino.

-Este Pepillo es muy material, hija -decía Madalena a una de sus visitantes-; como buen arsiático, no piensa más que en el interés; yo, por el contrario, necesito gozar con el alma; que me conmuevan el corazón y que me endursen los oídos, los acentos mágicos de una música celestiar y divina: mi fuerte es la poesía...

-Madalena siemple jabla de la policía y de mucho cosa que yo no entiende; yo no quiele sabé na con Celaó ni con Olen Púlica.

-Siempre sucede lo mismo, Tilita -proseguía Madalena-; una mujer tan nerviosa como yo, tan espirituar, enlaza su suerte a un ser mezquino y metalizado, como el que usted no ignora, que tiene consagrada toda su existencia a comer arroz con dos palitos...

-Aló ta balato ahola; yo ba complá una aloba -saltó José, levantándose para ir a fumar opio y dejando a Madalena en su intrincada conversación con Tilita.

-Es un borrico, hija, incapaz de sondear los sentimientos melodiosos de una hija de los Trórpicos, que aspira las brisas embarsamadas del orceano Alántico -observó Madalena exhalando un suspiro.

Cuando terminaban las tertulias y se cerraba la casa, entonces las escenas y los altercados eran de otro estilo.

Generalmente Madalena y José entablaban una polémica por cualquier cosa, que solía luego convertirse en riña violenta.

-En esta casa no se puede parar con las purgas -decía la mulata, sacudiéndose la ropa-; ya te he dicho, Pepillo, que me traigas unos manojos de escoba amarga, para echarla en el suelo, a ver si se esquician estos insertos volátiles, que me van a dejar sin una pisca de sangre en las venas.

-Mejó es fliegá to la casa; coba maga no sibe paná.

-Pues friégala tú, que para eso eres hombre; yo no me puedo humedecer las plantas de los pies.

-Tú, Malena, jabla mucho; no tlabaja; no jase na; lo lo día sentá la sillón, mese, mese, con banico la mano, echando fleco.

-¿Y quién te ha dicho que yo me he unido a ti para trabajar como una negra, pícaro chino?

-Yo no so pícalo, yo so chino honlá.

En esto principió la chiquilla a chillar espantosamente.

-Mira, Pepillo de los diablos, ya has despertado con tu jerigonza a Dulce Esperanza; cárgala y paséala.

-Luce Pelanza ta muy macliá; yo va meté la mano; muchacho necesita sobá fuete pa que coja mielo.

-¡Sobar a esa criaturita de mis entrañas, a ese ángel de la altura, que empieza ahora a sonreír en los primeros albores de la existencia mundanal y terrena...! ¡Cómo se conoce que tú estás acostumbrado a llevar muchos palos, salvaje, cuando quieres hacer lo mismo con Dulce Esperanza...!

La cuestión principió a agriarse, puesto que Madalena se había ya acostado, y el chino se resistía a tomar en brazos y pasear por la habitación a su hija, alegando como motivo poderoso que él estaba todo el día metido en la cocina de la casa en que se hallaba ajustado, y a esa hora se sentía ya con sueño y deseoso de descansar.

A tales razones contestó Madalena, previo un prolongado bostezo:

-¿Y a ti quién te manda ser cocinero? ¿Tengo yo la culpa de que no sepas más que andar con carbón y con cazuelas? ¿Por qué no sales a la calle con tus dos canastas al hombro, a vender viandas, eso que tanto produce...? ¡Entonces sí que estaría yo como mono...!

-Malena,va volvé loco a mí; yo tlae lo pa mujé mía; pollo, pecao, güebo, mateca, cane; cuanto yo pue cojé la cocina, tú come y jalla sabloso, ¿poqué lice ese cosa ahola?

-Para todo sacas tú la comida... ¡tan ordinario! Ya te he dicho que aproveches la ocasión de inspirar tú tanta confianza en la casa y que me cojas otras cositas, aparte de los buenos bocados, que eso ni qué decir tiene. ¿Acaso el cocinero no ha de sacar de la cocina con qué alimentar a su familia?

-Yo no so lalón, yo no cojé ma que comía y de lo que me dan pa la plaza...

-Pepillo, no seas guanajo; eso no es robar, sino repartirse como hermanos las cosas surpefluas. Si la señora tiene muchos aretes, tráncale unas argollas, que me vendrán a mí de perilla; échale mano a un vestido, de tantos como tendrá en el escaparate; a algún pañuelo de seda, y hasta a algunas medias de olán; y de este modo me iré yo habilitando, puesto que estoy en cuera. ¿No dices tú que de todo le echan la culpa al negrito congo? Pues estás parado, y él saldrá del paso, con tres o cuatro galletas que le den, y santas Pascuas.

Aunque, como es de suponerse, Madalena bajaba la voz al tratar de estos particulares, la señora de Eladio, que padecía de desvelo, con la natural femenil curiosidad, aguzaba el oído y no perdía ni una coma, como decir suelen, del ejemplar discurso de la mulata.

A la mañana siguiente, referíale aquélla a su marido cuanto había escuchado a media noche a la vecina; pero Eladio la oía distraído, marchándose luego a sus quehaceres, sin preocuparse lo más mínimo de lo que su mujer le dijera.

Algún tiempo después, le tocaron a Eladio diez mil pesos a la lotería. ¡Gran alegrón en la familia, grandes proyectos, entre ellos el de mudarse a otra casa más decente; pero por lo pronto ninguna aprensión de que sus vecinos del lado se enteraran del fausto acontecimiento!

Esto es muy corriente en los pobres que se sacan la lotería. Piensan en todo, menos en que pueden robarlos; y como la satisfacción es de suyo expansiva, le cuentan a todo el mundo su golpe de fortuna, sin calcular que el que tiene dinero está rodeado de asechanzas; expuesto a mil contingencias y mil peligros, de que por esa justa ley de las compensaciones se ve exento el que carece de numerario, como les sucede de fijo a muchos de ustedes y al que escribe estas líneas.

Madalena, por ejemplo, tenía un hermano llamado Jesús Macario, un bribón deshecho, que había sufrido varias prisiones únicamente por el propagado vicio de apropiarse de lo ajeno contra la voluntad de su dueño.

-¿Qué te parece, hermanita? -decíale a Madalena, escuchando los coloquios de Eladio y su mujer-; se han sacado diez mil pesitos, y yo no tengo ni diez centavos para una convidada.

-Caprichos de la suerte varia, Chucho -contestábale Madalena, usando su acostumbrado lenguaje.

-¡Si yo pudiera!...

-¿Qué?

-Te iba a regalar unas manillas de oro, que, ¿sabes cómo ibas a estar, mi hermana? ¡Como Dios pintó a Perico, en la loma de Joaquín!...

-¡Ilusiones engañosas, livianas como el placer! -contestó Madalena, recordando estos conocidos versos.

-¿Qué quieres apostar a que yo te ofrezco una prenda de fraternal regocijo, como no es capaz de brindártela ese chino palanqueta, con quien estás tan mal empleada?

-Acuérdate del caserón de la Punta; mira que de ahí fletan a un hombre por cordillera a Isla de Pinos en un abrir y cerrar de ojos...

-La caise, después de todo, se ha hecho para los hombres de bravura; como la mar para los peces; como el ambiente azulado para las aves canoras...

-¡Ay, Chucho, que me gusta la poesía!

-Y a mí los camarones -replicó Jesús Macario, aludiendo a los billetes de tres pesos.

Después de esto, Madalena y Jesús Macario siguieron tratando muy en secreto del propio asunto.

-¿Crees tú que Pepillo se preste? -dijo Jesús Macario tras una larga pausa.

-Es un animal; te puede echar a perder el negocio...

-Lo digo porque, en todo caso, que lo metan a él en gayola y yo salve el pellejo...

-Mañana es domingo, y toda la familia se va a pasear a la Habana; el miércoles se mudan a la Calzada, a la casa que están pintando.

-¿Dices tú que has oído hablar de una cajita de hierro?

-Sí, ahí sin duda es donde el calvo tiene guardados los cheques.

-Pues mira, mañana nos ponemos las botas y hasta los botines; si recaen las sospechas en Pepillo, que se aviente y tome soleta, o que paque su chinería; yo me lavo las manos como Poncio Pilato...

El robo quedó, pues, concertado y Jesús Macario se marchó para volver por la mañana.

Había llovido mucho toda la tarde, y por consiguiente, las roncas y desagradables ranas estaban sobremanera alborotadas aquellas noche, saltando en los portales y colándose por puertas y ventanas, con no pocos sustos y sobresaltos, tanto de la señora de Eladio como de Madalena, a quien particularmente causaban sumo horror tales anfibios.

Sucedió, pues, que a eso de las once de la noche, cuando todos dormían en casa de Eladio, y el chino y la mulata estaban recogidos, durmiendo también ya aquél y ésta, fumando aún cigarros, sucedió, digo, que Madalena vio de pronto junto a la cabecera de su cama dos voluminosas ranas que parecían estarse acariciando, y a cuyo solo aspecto sintióse la mulata muy sobrecogida y aterrorizada.

Hizo, sin embargo, un supremo esfuerzo y dio reiteradas voces al chino para despertarlo.

Pepillo de mi vida y de mi corazón -exclamaba Madalena-; chinitico mío, por tu madrecita, levántate, que me da una cosa...!

-Madalena, ya tú ta emblomando -contestó al fin José, volviéndose bruscamente al otro lado.

-Mira que hay dos sapos grandísimos aquí en mi cama, de esos que atacan a los ojos, y si me saltan encima, me quedo muertecita como una paloma.

En vez de contestar, José echó mano a un zapato, y lo lanzó contra las ranas, las que, dando uno de sus violentos saltos, fueron a caer no se supo en dónde.

-Búscalas y mátalas, porque no voy a poder dormir en toda la noche.

José, con la vela en la mano, principió a registrar debajo de la cama de Madalena, prendiendo una de las esquinas del mosquitero, sin notarlo de pronto.

-¡Que me achicharro! -gritó de repente Madalena-; ¡has pegado fuego al mosquitero, Pe... pillo, sinvergüenza... canalla...! ¡Favor, socorro, auxilio, vecinos, que nos quemamos toditicos...!

-¡Fuego! -exclamó la esposa de Eladio, despertando despavorida.

-¡Lon Elalio, cole pa ca, a pagá comigo la candela de la moquitelo! -decía a grito pelado el chino, a la vez que daba golpes furibundos en las tablas medianeras de una y otra casa.

Eladio, por su parte, se arrojó del lecho, diciéndole a su mujer con voces entrecortadas:

-¡La cajita de hierro...!, ¡la cajita de los billetes...!, ¡salvémosla antes que nada...!

Y apoderándose del susodicho cofre, Eladio, en el traje en que se hallaba, corrió hacia la puerta de la calle seguido de su mujer y de sus dos hijas menores, que lloraban con el mayor espanto.

Felizmente, todos los demás vecinos habían acudido con presteza y apagado en un instante el mosquitero que ardía.

-Mañana mismo, en vez de irnos a pasear a La Habana, nos mudamos de esta maldita casa de tablas, sin esperar al miércoles -díjole a Eladio su mujer así que se sintió más tranquila.

-Sí, en cuanto amanezca voy a la agencia a buscar los carros -contestó Eladio, que aún no había soltado la cajita de hierro.

Cuando al día siguiente llegó Jesús Macario a casa de su hermana, lo primero que vio fue el mobiliario de nuestro Eladio en la calle.

¡Qué de pestes les echó a las ranas, no bien se hubo enterado del origen de aquella anticipada mudanza!

¡Ah, Eladio no supo nunca que era deudor a dos de esos reptiles negros y verdosos de haber conservado íntegra su lotería!

Por eso se ha dicho tan acertadamente que nadie sabe para quién trabaja.




ArribaAbajoEl tabaquero

Sobre el tabaco pesa la misma ley que sobre las mujeres. Del uno y de las otras se han dicho picardías sin cuento, atrocidades innumerables, horrores infinitos.

No obstante, lo mismo el tabaco que las mujeres, continúan imperando en todas las esferas, subyugando al hombre, acrecentando su prestigio y su preponderancia.

Esto me afirma en la idea que he abrigado siempre de que el tabaco, lejos de ser nocivo, es saludable, benéfico, regenerador, y de que las mujeres son... la única cosa que vale la pena de permanecer sobre el globo, como ha dicho no sé quién, creo que tratando de la misma materia.

Verdad es que los hombres científicos, previniéndonos contra el abuso del tabaco, nos dicen que éste contiene nicotina en cierta proporción, «la cual, asegura Claudio Bernard, es uno de los venenos más violentos entre los que se conocen, pues bastan algunas gotas esparcidas en la córnea de un animal para que éste muera instantáneamente». Añade el mismo autor que «la nicotina, por la apariencia sintomática de sus efectos y por su actividad, se asemeja mucho al ácido prúsico». (¡Sopla!)

Otro autorizado escritor dice que «el mal está en que casi todos los fumadores abusan, porque se fuma inconscientemente; sin que la acción lenta del tabaco se manifieste en la economía; porque el fumador es como el tomador de opio, que aumenta a cada paso la dosis sin notarlo, de donde se origina a la fuerza el abuso.

«En cambio -prosigue nuestro investigador científico-, contando con que no se abuse: ¿dónde están los hechos e inducciones adquiridos por la ciencia que prueben que el uso moderado del tabaco no ofrezca también ciertas ventajas? ¿Quién se atreverá a negar que no puede el tabaco obrar sobre la economía de tal manera que, modificando el estado patológico del hombre, modifique también su predisposición a contraer ciertas enfermedades, constituyéndose de este modo en preservativo eficaz contra influencias perniciosas?

»¡Cosas del mundo! -concluye el escritor francés que me facilita estos datos-: la Tierra gira, y con ella también giran las ideas. Pudiera suceder, por ejemplo, que las sociedades protectoras de la humanidad llegasen, con su propaganda, a reducir considerablemente el número de fumadores, y entonces, ¡quién sabe si se diese el caso de que la Academia de Medicina tuviera que fallar en la cuestión inversa, o sea la de la influencia saludable del tabaco!»

Ahora bien: ¿me perdonarán mis habituales lectores este que parece alarde de erudición y no es, en primer lugar, sino el medio de que me he valido para llenar cinco cuartillas, y aparte de tal propósito, el justo homenaje que me parecía debía rendir a nuestro valioso producto indígena, dándole la primacía sobre el tabaquero, que lo que vale y lo que significa y lo que gana, se lo debe todo al tabaco?

En efecto: el tabaco y el tabaquero se aúnan, se identifican, se completan.

Bueno, superior, magnífico es el tabaco de Vuelta Abajo; pero nada haríamos con calidad tan extremada si no hubiese tabaqueros hábiles, diestros y hasta inspirados que, elaborando la materia prima, no produjesen esos aromáticos puros, digno regalo de los personajes más encumbrados.

Pero obsérvese cómo entre nosotros hasta el oficio de tabaquero ha progresado. Y aquí cuadra también lo del escritor francés, que la Tierra al girar hace que giren a su vez las ideas. El movimiento, la evolución, la comunicación, fecundizan sin duda las ideas, las engrandecen y las hacen brillar ante el sol de la civilización y del adelanto.

¿Acaso la actual elaboración del tabaco puede compararse a la de hace veinte años? Díganlo las primorosas muestras que han ido a la Exposición de Matanzas.

Del propio modo, el tabaquero de hoy no es el que conocimos veinticinco o treinta años atrás, desgarbado, melenudo, sin átomo de cultura, ni instintos de orden ni de economía; no pensando sino en bailar, en correrla con los amigos y derrochar locamente el salario de la semana.

Aquel tabaquero ha desaparecido, como han desaparecido ciertas preocupaciones ridículas, ciertas trabas, cierto ensañamiento, por decirlo así, contra el obrero, contra el artesano, contra todo el que no había nacido en determinada esfera o vivía sobre el país, engañando o estafando al prójimo...

Hoy el tabaquero no se limita al mezquino círculo en que estaba antiguamente encerrado: hoy estudia, hoy lee y se civiliza a la par que las demás clases sociales; hoy se agremia; tiene sociedades cooperativas y cuenta con un fondo de treinta o cuarenta mil pesos para favorecerse en los conflictos que surgir puedan...

Pues si el tabaquero vive hoy la vida de los demás hombres; si trabaja y ahorra; si se interesa por las grandes y transcendentales cuestiones que agitan al mundo, y procura, por cuantos medios están a su alcance, tomar parte en el concierto universal y coadyuvar al progreso de las ideas, aunque sea con su grano de arena, al mejoramiento del hombre y al predominio de la razón, de la justicia y de la libertad ilustrada y equitativa; si el tabaquero, lejos de embrutecer su entendimiento y su corazón con los vicios, con la degradación y el desenfreno, abre su pecho a los sentimientos nobles y humanitarios y su inteligencia a la luz vivificadora de la instrucción, ¡honor y prez al tabaquero, que así se ha emancipado del envilecimiento, rompiendo los grillos de la ignorancia y de la ignominia que antes lo convertían en un ser innoble y digno del mayor vilipendio!...

Al llegar aquí, siento que me tiran de la levita; me vuelvo muy sorprendido, y hallándome cara a cara con mi amigo Villa, que, colocado a mi espalda, ha ido leyendo todo lo que he escrito.

-No me parece desacertado cuanto expones ahí en elogio del tabaquero -díceme el entusiasta e inteligente editor de los Tipos y Costumbres y de otras varias obras, como ustedes saben-; pero, chico, no te remontes tanto: que resulte sólo un artículo laudatorio, enhorabuena; justo en sus apreciaciones y todo lo demás que se debe a ese laborioso y meritorio operario. Mas ten en cuenta, aparte de tu buena intención, que estás comprometido, como siempre, con el público a ofrecerle, ya sabes, un artículo entretenido, jocoso; en fin, que haga reír a los suscriptores...

-¡Pícaro compromiso el de tener que escribir siempre artículos de costumbres, esté o no de humor! -contestéle ya enfadado-; si se quieren reír tus suscriptores, que se rían de tantas cosas como hay hoy en La Habana, y las que no han menester que yo se las señale.

-Ya eso es viejo; quieren cosas nuevas; en suma, quieren tu artículo; conque allá te las avengas.

-Pues sin abandonar por eso al tabaquero, procuraré seguir tu consejo y complacer a tus suscriptores -repuse ya resignado.

-Amén -contestó Villa marchándose.

Ya que no tengo otro remedio, pondré en escena a Dimas, un tabaquero de punta, que gana hasta ocho pesos diarios; gran cantador; alegre y jovial como pocos, y sobre todo, gran cuchilla, como que enamora a cuantas le gustan, venciendo siempre en la demanda.

-¿Cómo diablos haces tú para tener tantas novias? -le pregunta a Dimas un bicho veguero, con quien trabaja en el mismo taller.

-¿Y tú no sacas lasca en ninguna parte? -pregúntale a su vez Dimas al otro.

-Ni agua: soy más salado...

-Te diré: de eso tiene la culpa la mogolla; tú no puedes negar que eres de breva.

-Arrempújate más decente, que a mí ninguno me ningunea...

-Pues sí es claro; todo tiene su relación en este mundo falaz y de butuba; desengáñate, chico; el que es mogollero no puede hacer nada bueno, y al fin y al cabo le dan la puñalá.

-También lo dudo y lo dificulto, mamita; ¿qué tiene que ver...? ¡Vamos, hombre!...

-Mira, aprende retórica y poesía y antonomasia y luego hablaremos.

-Eso es viento, varón; con un poco de anís del Mono te se quita.

-Yo soy quien te voy a aventar a ti la mollera, para que aprendas a despalillar losconocimientos humanos.

-Tampoco así, liberal.

-Pues para que veas que yo me esplicoteo y te puedo amarrar el manojo, has de saber que el que tuerce con condición y no es bicho veguero como tú, tuerce también la voluntad a las mujeres y se hace querer de ellas.

-¡Sujeta, hermano, que va largo...!

-No hay cuidao, que tengo el cepo en la mano y yo soy de Bretánica...

Después de un diálogo semejante, Dimas se separa del compañero y márchase silbando una guaracha a casa de su novia, una muchacha de algunos quince años, bonitilla, también muy cantadora como Dimas, y gran fumadora de cigarros de fresa y de orozul, como ella dice.

Vive esta adelantada joven con su abuela, mujer de más de sesenta años, pero muy entera y vivaracha, capaz de tenérselas tiesas con un orden público de a caballo.

Con Dimas se lleva lo mejor posible, porque éste le regala cada noche cuatro o cinco tabacos de la fuma, que la vieja saborea con deleite, mientras nuestro tabaquero y su novia cantan que se las pelan:


Yo tengo una mulata
que es la flor,
que se llama María... María... María
y es mi ilusión.

-¡Qué bonita voz de contrarto tiene este Dimas!, ¿verdad, Chenta? -dice Maura, que así se llama la vieja, interrumpiendo el canto-; yo también cantaría si no fuera porque tengo la campanilla medio descompuesta desde que fui maestra de escuela y me veía precisada a gritar tanto, y tanto, regañando a los muchachos.

-¡Qué dice, doña Madura! -salta Dimas, dando a la vieja, el apodo que le aplica siempre, y en el cual ha trocado el nombre de Maura-; ¿usted maestra de escuela?, ¡me dijiste!

-Cabalito, y recibida por más señas; un día de éstos te voy a dejar ver mi título.

-Pues a mí me habían dicho que usted no había hecho otra cosa en toda su vida que despalillar; sólo que como ya está vieja, ni ve, ni tiene fuerzas, porque la verdad, doña Madura, usted ya ha amarrado la media rueda y le sobra un pico.

-Anda, mentirosísimo, si yo no tengo más que cuarenta y cuatro años, como que los cumplí el 30 de noviembre último.

-En cada guataca, si acaso; y a propósito de cumpleaños y de fandango, cualquier domingo voy a venir acá a pegar el gigante.

-¡Ay, hijito!, ¿sabes cómo estamos aquí?, que la mayor parte de los días no tenemos modo de meter los trozos... Ahora sí, el día que te cases con Chenta comeremos juntos un arroz con pollo que te has de chupar los dedos.

Al oír esta especie, Dimas se sonríe maliciosamente y varía de conversación.

A la noche siguiente, no va a la casa ni a la otra tampoco, y pasa una semana sin que se deje ver.

Chenta le escribe carta tras carta, con un estilo y una ortografía que hacen desternillar de risa a Dimas y a muchos de la galera en que trabaja éste.

Maura se enfurece, porque se acabaron los trabucos, los cazadores y las conchas que le llevaba Dimas; por lo cual la emprende contra Chenta, como si ésta tuviera la culpa de su privación.

-Tú no lo has sabido atrapar -le dice a la muchacha con gesto avinagrado-; si yo hubiera estado en tu caso, a mí no se me escapa.

-Y yo ¿qué iba a hacer? -contesta Chenta furiosa-; es el hombre más enamorado que he conocido; paluchero como él solo, y sabe más que las culebras.

-No hay hombre que sepa tanto como una mujer... digo, cuando no es como tú, que no acabas nunca de aprender, babieca.

-Pues yo bien que me le dejaba caer y le hablaba así como quien no quiere la cosa, del día en que nos tomáramos los dichos, y de cuando el monigote leyera las amonestaciones, y de cuando el cura nos echara la bendición, y de todo eso que se dicen los novios...

-¡Ah, bárbara!, si no es así como se arregla el pastel.

-¿Pues cómo, abuela?

-En primer lugar, se hace cierta cosa con los ojos, y ciertas muecas con la boca, y se dan unos suspiros muy fuertes, y se hace una la interesante, y se coquetea, y se... en fin, la mar de trápalas y de engañifas.

-Yo no sé hacer nada de eso; a mí me gusta hablar claro para que me entiendan pronto.

-Tú eres una potala.

-¡Mejor que mejor...!

-No me faltes, porque te zampo un galletazo que te hago ver las estrellas.

Así concluyen siempre los coloquios de Maura y su nieta referentes a Dimas, quien, por su parte, se ha echado ya otra novia mucho más bonita que Chenta y con la cual se le ve ahora muy almibarado.

Para concluir, tócame manifestar que creo haber hecho sólo un débil bosquejo del tabaquero: Landaluze es quien lo ha pintado fielmente, y, por lo tanto, fíjense de nuevo los lectores en la preciosa lámina que acompaña a esta entrega de los Tipos y Costumbres, y me darán la razón.




ArribaAbajoLa vieja curandera

Gran auxiliar ha sido siempre en este mundo la credulidad, la fe ciega, para cuantos embaucadores han explotado el candor y la sencillez de la mayoría de las gentes.

Si no hubiese crédulos, no habría engañadores. La historia de la humanidad corrobora este aserto.

Por eso la crítica severa, la sátira mordaz, la burla en todas sus manifestaciones, es lo que únicamente puede oponer el correctivo a esa generalizada tendencia a dar crédito a cuanto ofrece un carácter ilusorio, maravilloso y fantástico.

Y pues que de curar se trata, cúrese antes que nada el entendimiento de tanto incauto, de tanto ignorante, de tanto pobre de espíritu como por ahí pulula, para echar por tierra el predominio, todavía subsistente, de los que a favor de esa debilidad intelectual labran su bienestar y fomentan su conveniencia.

Hecho por demás curioso es, desde luego, esa inveterada monomanía que se observa en diversidad de personas, sean de la clase y condición que fueren, de constituirse en preconizadoras, digámoslo así, de ciertos medicamentos, de ciertos remedios eficacísimos, con los cuales pretenden sanar todas las dolencias y evitar que cundan las enfermedades entre la especie humana.

Por eso el número de curanderos y de curanderas es portentoso. Raro es el que al oír que alguien se queja de algún padecimiento, no ofrezca al instante el lenitivo. La medicina, pues, se halla al alcance de todo el mundo, porque la medicina parece ser patrimonio universal.

Y en vano la ciencia progresa; en vano la verdad esparce la luz sobre las sombras de los errores, de las preocupaciones, de la ignorancia, porque, como dice un escritor moderno, «la verdad no satisface a la fantasía; la realidad, por grandiosa que sea, no sirve de alimento exclusivo a esta curiosidad y a esta insaciable aspiración que nos arrastra y que es tanto más poderosa cuanto más desgraciados son los pueblos, porque entonces se une maravillosamente a la imperdible y consoladora esperanza de un porvenir de felicidad, que no teniendo fundamento lógico en lo presente, se hace posible por medios fantásticos y prodigiosos. Así el más pobre es el que más sueña con las riquezas y el más enfermo el que más sueña con la salud, constituyendo esta esperanza lo que un novelista ha llamado la felicidad de la desgracia».

Estos delirios de la imaginación, estos sueños pertinaces y este constante anhelar lo que no se posee, es precisamente lo que explotan los farsantes, los embaucadores de todo género, puesto que, según puede comprobarse a cada paso, el tiempo de los alquimistas y de los astrólogos parece que aún no ha pasado, como que a juzgar por la enseñanza de la historia ha de prolongarse indefinidamente.

Sólo a favor de estas consideraciones se concibe la existencia de la vieja curandera, de esa especie de bruja, en cuyos hechizos y sortilegios fundan su esperanza más de cuatro infelices, desprovistos de todo discernimiento y de toda cultura; carencia absoluta de fuerza moral que es la que constituye la mayor fuerza de inercia que se conoce.

Un ejemplo palpable de este funesto atraso en las clases populares lo presentaba, no hace aún muchos años, una vieja curandera que tenía su residencia fija en el barrio de Jesús del Monte. Llamábase doña Amparo del Apazote y Malvabisco, y contaba con una clientela numerosa que acudía diariamente a su vivienda a consultarle, no sólo acerca de sus propios padecimientos físicos y morales, sino a buscar remedios para las enfermedades de sus gallinas, de sus perros, de sus gatos y de sus caballos.

Doña Amparo para todo tenía un específico, una droga, una yerba profiláctica, que ella propinaba a trueque de sonantes pesos duros, con que sus clientes recompensaban sus afanes y su ciencia profunda y acertada.

-Amparito -le decía una mujer llevando en brazos un perro chino-, aquí tiene usted a Botijarra, que está siempre titiritando como si tuviera calofrío; démele un remedio que lo cure pronto, y yo le pagaré a usted lo que sea.

-¡Ay, hijita de mis entrañas! -contestaba Amparito pestañeando, gesticulando y echando bocanadas de humo del cabo de tabaco que tenía en la boca-, eso se lo curo yo en un santiamén a ese preciosísimo animal de casta fina, de los que traen suerte; espérate, déjamelo reconocer para asegurarme si el tembleque le ha provenío de mal de ojo o de cualesquiera otra contingencia maléfica que le haya motivao una perrunancia natural.

-¡Qué sabia es usted, Amparito, qué sabia, Ave María Purísima! ¡Qué bien he hecho yo en traerle a Botijarra para que me lo cure!

-No me interrumpas, que estoy en este momento en brazos de la ciencia y entre las profundidades de la medicina más honda; yo te diré dentro de un instantico lo que tiene Longaniza.

-No, Amparito, no se llama asina; su nombre es Botijarra, porque parece talmente una rellena.

-Bueno, hija, lo mismo da una cosa que otra. ¡Cómo se conoce que tú no entiendes de culinaria!

Terminada esta consulta y suministrado el remedio al perro chino, preséntase en casa de doña Amparo el guajiro don Basilio, llevando del cabestro a su arrenquín.

-Güenos días le dé Dios, señá Amparo; aquí le traigo a Rompemonte, que le ha caío una garrapatera en las guatacas, de los demongos, y venía a ver si usted me lo sanaba con esa mano de santo que tiene, que Dios se la deje gozar por muchos años, como yo para mí deseo y la compaña.

-¡Hola, don Basilio!, ¿qué buen viento lo ha echado por estos barrios, después de tantísimo tiempo como hacía que no lo percataba por mi bohío?

-Ya le dije endenante, señá Amparo, mi venía ha sío porque a Rompemonte se lo están comiendo vivito las garrapatas.

-¡Pobre criaturita...!

-Y dígalo, señá Amparo, un animá tan bragao, que no hay otro como él que coma pan en toos estos arriabales, ni quien le eche la pata al gualtrapeo ni a la galucha.

-No se apure, don Basilio; ya verá usted con qué facilidad le quitamos los bichos.

-¡Ojalá y su boca digiera verdá, señá Amparo! Era capaz de darle a usted una gala tamaña...

-Bueno, bueno, don Basilio, le cojo la palabra; veremos si dentro de una semana Rompemonte no se halla limpio de polvo y paja.

-¿Porvo?, ¡qué va, si lo acabo de bañar en el Biyanó!; el probe no tiene más que garrapatas, que se pegan como sanjigüelas.

-Lo del polvo es un decir, don Basilio; y para que vea usted que es verdad que se cura su caballo, no tiene usted más que procurarse una calavera de perro manchado, que después de haber padecido gusanera y de haberse curado con el collar de tusas, haya muerto de cualquiera otra cosa.

-¿De veras, señá Amparo?, usted sabe más que las brujas; ahoritica voy a encargarle al negro José Rafé que me precure la calavera del perro manchao, y le regalaré una mano de plántano y una jaba de yucas y de moniatos.

Tras el guajiro, acude doña Feliciana, cuyo único hijo de doce años, más malo que Júa, como dice ella, a consecuencia de una caída, está arrojando sangre por la boca.

-¡Ay, Amparito de mi corazón, por vía suyita, déme uno de esos remedios maníficos que usted sabe, porque Manuel Canuto se me desgracia si usted no pone la mano en él y lo salva de la pelona.

-¿Y qué ha sido eso, doña Feliciana?

-Na, Amparito, que Manuel Canuto se había trepao a una mata de cirgüela, y desde abajo, un pícaro mataperro de la Vívora le estaba gritando: «¡Manuel Canuto, mientras más largo más bruto! «Mi hijo, por lo consiguiente, que tiene como yo la sangre hirviendo en el cuerpo, fue a apearse de la mata de cirgüela para darle una estropeadura al sinvergüenza que lo estaba insultando, cuando se le resbala un pie y cae boca abajo en el suelo. No se figure usted, estuvo como dos horas privao, y desde entonces está echando sangre por la boca, por lo que me temo que le venga una etiquencia que se lo lleve al país de Canillas.

-Pues eso es sencillísimo, doña Feliciana; no tiene usted más que darle la miel de güira, y como con la mano.

-Pero es que yo tengo que estar todo el santo día pegada a la batea, y no puedo estar viniendo a donde usted; por eso yo le agradecería que de una vez me diera la receta como se hace, que yo se lo pagaré a usted aunque sea con unos lavaítos que le haga.

-No, yo no necesito que me laven; yo misma me machuco mis trapos; y como mi sabiduría médica no es cualquier cosa, hay que pagarla con cheques y no con lavaduras.

-Bueno, Amparito, hoy estoy sin una peseta; pero mañana tengo que cobrar unas muditas, y con eso le abonaré su trabajo.

-Pues siendo así, oye bien el secreto curativo, para que no te equivoques; no tienes más que buscarte la güira cimarrona; la partes por la mitad, le sacas todas las vicisitudes, o lo que es lo mismo, el bagazo; te buscas una vacija sin estrenar, la pones con un poco de agua a la candela; le echas un rial de azúcar candi, un rial de goma en polvo y dos cucharadas de miel de abeja, y en esta infusión, zampas la bagacera que haigas sacado de la güira cimarrona; lo regüelves toditico y lo dejas hasta que se consuma y quede reducida a una tacita. En seguida le rezas al jarebe sietes padres nuestros con sus sietes aves marías y haces que lo santigüe una niña de estado honesto, porque sin esta circunstancia no le haría efecto al muchacho; y desde ahora te prometo que Manuel Canuto, así que haiga tomado la medicina milagrosa, queda curado para mientras viva.

-¡Ay, Amparito, déjemele besar los pies, porque ya estoy mirando a mi hijo bueno!

Y dicho esto, despidióse doña Feliciana de la vieja curandera, hasta el día siguiente.

Por este tenor, la tal doña Amparo del Apazote y Malvabisco hace su agosto, curando a todo bicho viviente y explotando la torpe credulidad, no sólo de las gentes incultas e ignorantes, de la gente de medio pelo, sino también de otras, puesto que suele prestar asimismo sus servicios, como después veremos, a determinadas personas, las que por su posición, su carácter y demás circunstancias parece que no deberían nunca descender al extremo de recurrir a la ciencia oculta de una miserable vieja curandera cual la doña Amparo.

¡Ah!, verdaderamente la casa de esta bruja embustera es a todas horas un jubileo, como dicen sus más entusiastas parroquianas.

-Amparito, vengo a que me diga cómo haré para curarle el moquillo a mis gallinas -se oye de pronto a una individua que se cuela de rondón en el domicilio de la curandera.

-Mira, te daré un manojo de hojas de sábila, las machucas bien y las echas en el agua que beben las gallinas: remedio santo; no vuelven a tener moquillo en toda su vida.

-¡Ay, quién lo hubiera sabido!

-Sí, para adivino Dios...

-Usted es la adivina, Amparito; usted que sabe más que las vivijaguas.

-Yo sé lo que he aprendido estudiando con los sabios de la antigüedad, que enseñan secretos para remediar todos los sinsabores y los sufrimientos del cuerpo y del alma.

-¿Y usted se salvará, Amparito? -preguntó un tanto espantada la parroquiana, haciendo con disimulo la señal de la cruz.

-Eso no es cuenta de nadie, doña Tal...

Al oír esto, márchase apresuradamente la estúpida cliente, temblando de miedo, después de haber pagado las hojas de sábila.

La fama de la curandera crece de este modo de una manera sorprendente. Unos la creen inspirada por Dios; otros que se halla en relaciones con los espíritus infernales, y tiénenla por adivina y por milagrera y por cuanto se le antoja al vulgo imbécil.

Preséntasele uno con un sietecueros; ella le asegura que aplicándose el cativo-mangle sanará en seguida.

¿Padece otro de reumatismo?, pues que use el genjibre si quiere curarse.

Alguien se queja en su presencia de que no duerme de noche a causa de la plaga de mosquitos que invade su aposento. Betibé con ellos, y no quedará uno; aconseja doña Amparo.

Fuéronle a consultar una vez qué plan curativo debía adoptarse para salvar a un pobre campesino que se hallaba en un estado fatal por haberse quedado dormido a la sombra del guao.

La vieja curandera se sonrió como con lástima del que le hacía la consulta, y previo el pago correspondiente, reveló el secreto, que, según dijo, era clavadito, como que consistía nada menos que en hacer tomar al paciente el cocimiento de la raíz del mismo guao; de la propia manera, añadió, por un rasgo de generosidad en ella poco frecuente, que la ciguatera se cura con la espina del mismo pescado que haya producido el mal, hecha polvo y tomado como café.

Sería interminable el relato de la multitud de específicos propinados por doña Amparo; y así, para terminar, referiré una célebre cura que hizo ella en cierta ocasión, la que bien pudo costarle caro.

El caso fue el siguiente:

Una mujer casada, bella, con suficientes bienes de fortuna, sin hijos y muy enamorada de su marido, cuando llevaba ya ocho años de matrimonio, principió a notar que su compañero no sentía por ella todo aquel entusiasmo, aquel ardor, aquella complacencia que hasta entonces había parecido él experimentar por sus gracias y sus cariñosos y tiernos arrumacos.

¡Gran sorpresa primero; extremado descorazonamiento más tarde; suma desesperación por último!

Una íntima amiga de la afligida casada, acérrima partidaria de la curandera, tanto aconsejó a Clementina, que así se llamaba la infeliz esposa, el que consultara a doña Amparo del Apazote y Malvabisco, capaz por sí sola de cambiar el sino, la estrella, el hado del mortal más perseguido por el infortunio, que persuadida al fin la inconsolable hermosa por las observaciones y calurosos discursos de su amiga, consintió en ir con ésta a casa de la curandera, con quien tuvo una larga y solemne entrevista, y de la cual salió tan satisfecha y convencida de que su desgracia podía tener remedio, que desde aquel momento enjugó sus lágrimas y se dispuso a seguir al pie de la letra cuanto le previniera doña Amparo.

Pero refiramos los pormenores de la sesión secreta.

Al ver entrar a Clementina, la vieja curandera se estremeció de gozo. Aquélla era una buena presa. La cosecha de relucientes doblones tenía que ser abundante. Preparó, por tanto, sus baterías y dio principio a sus farándulas y alucinaciones.

Clementina se sintió sobrecogida y su primer impulso fue marcharse; pero la amiga, sujetándola por un brazo, la detuvo, y pronunciando varias palabras en voz baja a su oído, logró tranquilizarla.

-A esta gran señora la conduce a mi casa uno de esos desengaños del mundo que no encuentran consuelo sino en el medicina celeste que sólo yo hoy puedo administrar, -dijo la curandera mostrando una actitud imponente.

-Amparito -dijo la que acompañaba a Clementina-, a usted dejo confiada la amiga más querida de mi corazón; sálvela usted de las garras del demonio que la persigue; ahuyente de su lado al enemigo malo; haga que nazcan flores de nuevo en su camino; cúrele el alma, como usted sabe hacerlo, que ella le recompensará espléndidamente su buena obra.

Y dichas estas palabras, salió de la habitación la oficiosa amiga, para dejar en toda libertad a la curandera.

-Vamos, dime tu pena; explícame la causa de tu aflicción; ábreme tu pecho sin ninguna reserva -dijo doña Amparo tomando por la mano a Clementina, que aún estaba temblorosa, y haciéndola sentar a su lado.

-Mi marido ya no me quiere, me deja por otra, cuando sabe que yo me muero por él...

-Luego lo que tú padeces es mal de amores...

-¡Soy muy desgraciada! -contestó Clementina echándose a llorar.

-Yo te curaré, mi alma; no llores...

-¿Cómo hacer para que mi marido se arrepienta y vuelva a mi lado tan tierno y tan amante cual lo era en los primeros años de nuestro matrimonio?

-¡Bah, bah!, eso depende de la medicina que yo le administre.

-¡Una medicina! No la tomará; él hace su santo gusto.

-Eso lo veremos. Necesito que me des una onza a cuenta, para comprar ciertas hierbas carísimas y maravillosas que me hacen falta y con las que he de preparar el brebaje prodigioso.

-Aquí la tiene usted.

-Ahora, déjame hacerte algunas preguntas: ¿el día de tu boda, al volver de la iglesia, entraste en tu casa con el pie derecho?

-Yo no sé si fue con el derecho o con el izquierdo; estaba en ese momento muy trastornada...

-Pues de ahí nace tu desgracia.

-¡Válgame Dios!, ¿será posible...?

-¿Pero no ves, hija, que cuando tú no te acuerdas, es prueba de que entraste con mal pie en el matrimonio? ¿A que a la mañana siguiente, almorzando, derramaste el salero en la mesa?

-De eso sí me acuerdo: mi marido fue a cogerme la mano para besármela; yo quise retirarla con el natural pudor; tropecé con el salero y lo derramé.

-¿Ya lo ves, mi vida?, te salaste desde aquel momento...

De esta suerte prosiguió doña Amparo, dirigiendo necias preguntas a Clementina y convirtiéndolo todo en sustancia, esto es, tratando de convencerla de que cuanto había hecho o dejado de hacer, concurría a justificar su desventura.

Era, por tanto, preciso que ella interviniese, que pusiera en juego sus mágicos recursos y se valiese de su influencia con los hados celestes para separar de Clementina tantas calamidades.

La heroína de mi cuento, como pueden ustedes calcular, no había recibido una sólida educación; lejos de eso, su madre la había mimado con exceso y dejándola seguir sus naturales impulsos. Era por lo tanto fanática, supersticiosa; creía en brujas, en apariciones, en milagros, en qué sé yo cuántas sandeces.

Doña Amparo la caló pronto y procedió en consecuencia.

-Desde esta noche -díjole después de una larga pausa a Clementina-, colocas debajo de las almohadas de tu marido una de tus ligas; pero ha de ser de seda verde, ¿entiendes? La seda influye mucho y el color, no digo nada, como que es el de la esperanza. La liga es el símbolo del lazo estrecho; atrae, sujeta, reúne. Por ahí empezará tu marido a sentir deseos de acercarse a ti de nuevo... Con eso, y con el específico que voy a preparar, hecho de unas hierbas que tienen la virtud de ablandar el corazón más duro, tu marido, que después de todo, no tiene otra cosa sino que le han echado daño, dejará cuantos enredos tenga en la calle, para volver a estar más enamorado de ti que Abelardo y hasta que el mismo Cupido.

A lo expuesto, añadió doña Amparo cuantas instrucciones le pidió Clementina acerca del modo de hacer tragar a su marido el precioso líquido, y despidiéndose hasta el día siguiente, ambas mujeres se separaron, yéndose más consolada la esposa a su casa y poniéndose acto continuo la curandera a confeccionar el específico, en cuya ocupación pueden ustedes contemplarla en la lámina adjunta, de pie ante su laboratorio, con el característico cabo de tabaco en la boca, rodeada de todos sus utensilios y adminículos y manipulando las consabidas hierbas medicinales.

Dos días después de la escena que dejo descrita, a eso de las doce de la noche, llegó el esposo de Clementina a su casa, y a poco de estar en ella, principió a sentirse indispuesto; pero de tal modo, que no siéndole posible sufrir el malestar, llamó a su mujer para suplicarle le preparase una taza de té, por ver si se aliviaba.

Era que nuestro hombre se había comido aquella noche en Las Tullerías unas cuantas docenas de ostras, y contra lo corriente en él, le habían sentado mal esta vez los tales mariscos. Al efecto, y como no era fácil proporcionarse a aquella hora un vaso de leche, el antídoto según aseguran de esta clase de indisposiciones, optó por el té, para ver si lograba, cual dicen, entonarse el estómago.

Clementina, que estaba ya completamente embaucada por la vieja curandera, juzgó aquello providencial, máxime cuando doña Amparo le había hecho creer que el específico por ella preparado tenía tal virtud, que si su marido lo tomaba teniendo fiebre, por ejemplo, o cualquier otra enfermedad, no sólo se alcanzaba que obrase el efecto apetecido en la parte moral, sino que además quedaría al punto limpio de calentura, o curado de toda otra dolencia que lo aquejase.

La ocasión, pues, era propicia y Clementina la aprovechó. Hizo el té a su marido, vertiendo en el líquido varias gotas del inapreciable medicamento, y sin vacilar, diolo a beber al enfermo.

Mas como la indisposición de éste era seria, en vez de experimentar el menor alivio sintió que se agravaba su mal, empezando a quejarse de una manera lastimosa.

La alarma de Clementina fue extraordinaria. Se sobrecogió mucho; asaltáronla terribles remordimientos y trémula y convulsa y en un estado de excitación indecible, hizo que fuesen corriendo a buscar a un médico.

-¡Yo he tenido la culpa! -decía loca de espanto, agitándose por la habitación-; ¡yo, que sin duda le he dado un veneno...!, ¡yo lo he matado...!, ¡esa maldita vieja me ha hecho cometer un crimen...!, ¡socorro...!, ¡socorro...!

No era tanta la gravedad de su marido que no se hallase en estado de enterarse del sentido de aquellas exclamaciones. ¡Aquí fue Troya! Como la conciencia lo acusaba de algo, su imaginación principió a divagar: creyó al momento que la ofendida esposa se había vengado de él de una manera inhumana; que le había dado un tósigo, aprovechando su descomposición de estómago; y a su vez se llenó de angustia y se vio perdido y empezó también a pedir socorro.

Acudió el sereno, acudieron los vecinos y acudió al fin el médico; el que hecho cargo de lo que pasaba, y aun antes de examinar al doliente, apresuróse a dar parte a la policía.

Varios funcionarios de ésta se trasladaron a aquella hora a casa de la vieja curandera, la que, al ser requerida, declaró que todo era un puro embuste. Que no había tal veneno ni había tal específico, sino un sencillo brebaje hecho con unas yerbas inocentes. Que aquello constituía su industria; que ella era curandera y que lo mismo que les acontecía a los médicos, unas veces acertaba con sus remedios y otras no; siendo por lo tanto legal el caso.

No obstante tales explicaciones, quedó detenida; pero al día siguiente fue puesta en libertad, porque el esposo de Clementina se halló curado de su indigestión de ostras, gracias a los auxilios de la ciencia médica, y se comprobó debidamente que el específico de doña Amparo no era más que un jarabe de yerbas insignificantes.

Eso sí, a consecuencia del susto que ambos habían pasado, se reconciliaron los esposos; jurando él no volver a faltar a su mujer y ella no acudir jamás a consultar a ninguna vieja curandera.