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OVID., Metam., XII |
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SEÑOR PÚBLICO
Como me he propuesto hablar contra ciertos vicios que reinan en la sociedad humana, voy a tratar en este discurso de uno de los más extendidos que es la inmensa multitud que hay de embustes. Si se observa con cuidado el trato de las gentes, se hallará que es muy pequeño el número de hombres constantemente veraces en todas materias. No comprendo aquí a aquellos embusteros de profesión, en quienes la costumbre llegó a ser naturaleza, que mienten sin fin, sin causa ni motivo y únicamente por mentir; hablo de aquellos en quienes algún interés se opone a su sinceridad. Por ex. ¿Cuántos sujetos hay encargados de negocios ajenos que refieren pasos que no han dado, diligencias que no han practicado y regalos que no han hecho? ¿Cuántos vestidos, zapatos y otros muebles no fingen los artesanos que se les ha dado a hacer para disculparse de no haber concluido los que tienen entre mano? ¿Cuántas pérdidas no sufren los mercaderes en cuanto venden? ¿Qué de cosas no hacen y qué de estorbos no tienen que vencer toda suerte de valedores por sujetos de quienes no se acuerdan sino cuando los ven? ¿Cuántos vicios y cuántos defectos no tienen los de una misma carrera en boca de sus mismos compañeros? Con todo, seríamos felices si el interés fuese solamente el poderoso para hacer embusteros a la mayor parte de los hombres; pero hay otras causas a cada una de las cuales son muy pocos los que resisten. ¿Quién había de pensar que este deseo de adquirirse la estimación de los demás que tan útil podía ser al género humano, sí empleásemos los medios verdaderos para conseguirla, fuese al contrario el origen de una multitud de embustes los más perjudiciales de todos? Sin embargo ello es así.
Para procurarnos esta estimación y distinguirnos de los demás nos parece medio más fácil deprimir el mérito ajeno que hacer esfuerzos para aumentar el nuestro con el cultivo mayor de nuestros talentos y con el más exacto cumplimiento de nuestras obligaciones; y de aquí nace el gran número de calumnias y falsos testimonios con que nos despedazamos unos a otros. Agrégase que como ninguno hay que no se crea interesado en la depresión de otro, cuanto cede en vituperio del próximo es recibido con ansia; y así es que al paso que todos convienen en abominar la maledicencia y en mirar con horror a los maldicientes, son muy raros los que poco o mucho no están inficionados de este vicio y más raros aún los que no lo promuevan por la atención que prestan a estos hombres y por lo que celebran sus dichos que sólo suelen ser agudos porque son malignos.
Esta atención y esta celebridad tiene tal influjo que hay sujetos a quienes grandes intereses no obligarán a decir una cosa por otra, y que no sólo no se resisten a esta tentación, sino que sacrificarán sus mayores amigos y sus propias conveniencias al gusto de hacerse pendiente de su labio a toda una tertulia; y si a esto se agrega la vanidad de pasar por hombre instruido en los secretos de las familias y de ser tenido por sujeto de penetración y de buenas noticias, son dos incentivos a que apenas hay uno entre millares que no ceda; y al cual deben el nacimiento tanta multitud de historietas falsas que se esparcen y todos los casos prodigiosos que andan en boca del vulgo.
Hay también otros a quienes ni la vanidad ni el interés ni la malignidad hacen embusteros, sino una vergüenza mal entendida. Cuanto oyen, otro tanto creen de ligero y lo refieren después como cierto. Si alguno se lo pone en duda, ellos mismos lo vieron por sus ojos, o lo oyeron a personas fidedignas. Si se les hace conocer la inverosimilitud, o la imposibilidad del hecho, lo visten luego de mil circunstancias de su invención que lo hacen más creíble; y todo no con otro fin que por no reconocer su ligereza ni confesar su ridícula credulidad. Pero lo más admirable en esta materia es que apenas hay hombre que sin mentir, no sea autor de mil mentiras. Las pasiones de un partido, de un cuerpo de su patria, de sus amigos, hacen ver los objetos de otro modo de lo que ellos son. Aun sin esto hay muchos que lo ven y lo oyen todo al revés. La significación de cada palabra varía según el tono con que es pronunciada, según el aire del semblante, según el gesto y la acción que le acompaña. Los más no reparan en estas menudencias, y así es que no hay suceso que en llegado a la tercera boca no haya recibido una considerable alteración.
La experiencia que de esto tengo es causa de que no atienda jamás a ninguno de los cuentos, noticias y sucesos que se refieren ordinariamente. Me he habituado de tal modo con estos habladores que son tan comunes, que cuando más atento me creen, ni una palabra sé de lo que están hablando y no estoy ocupado sino de mis propias ideas, con lo cual me he libertado de un gran número de errores. Pero tengo un amigo que sabe sacar mejor partido, usando del remedio que da un célebre autor francés. Como conoce que no hay un adarme de verdad en mucho de lo que se habla, le ha valido y le vale este conocimiento una multitud de dinero, haciendo de las mentiras públicas un ramo de industria para enriquecerse. Cuando oye a alguno que habla mal de otro, o que critica alguna acción suya, al instante toma su defensa procurando darle alguna interpretación favorable o disculpar su intención por algún medio que su imaginación le sugiere. Rara vez sucede que el otro no se enardezca y que para sostener su dicho no cite luego una multitud de ruindades y acciones semejantes que le atribuye y que prueba con testimonios irrefragables. Luego que tiene a su antagonista en este estado, apuesta mi amigo a que padece engaño; y jamás se verifica que pierda.
Es increíble la ganancia que le ha dado la guerra presente y se puede asegurar que a pocos corsarios le ha valido tanto. No corre bola en la Habana que no sea para él de un gran producto, interesándose aun en las mismas noticias que salen ciertas, porque posee el secreto de enardecer a un hombre en medio de su conversación; de manera que mezcle en ella mil circunstancias que desfiguren el suceso enteramente y éste es el momento que escoge para sus apuestas. De esta suerte ha sido tan feliz que ha ganado algunas, aun a aquellos que hacen vanidad de tener buenas correspondencias y de saber todo lo que pasa primero que los demás.
Si se examinan los disgustos, penas y desazones que llenan la vida de amargura, se hallará que la mayor parte no tiene otro origen que estas calumnias que sembramos unos contra otros. Aun aquellas mentiras que en el concepto común no pasan por perjudiciales y que le dan el nombre de jocosas, son causa, si hemos de creer al P. Feijoo, de innumerables perjuicios que le hacen desear que hubiese un freno que reprimiese esta propensión que tenemos de engañarnos mutuamente. ¿Y qué freno más a propósito que el miedo de una apuesta que no sólo descubra el embuste, sino que también haga sufrir la pena en el bolsillo? Las mismas leyes civiles, cuando se debieran mezclar en este asunto, ¿podrían imaginar otro arbitrio de tanta eficacia? Sin embargo, los que quieran usar de él deberán proceder con mucha circunspección, no sea que la ansia de enriquecerse los precipite en algunos lances pesados y que resuciten la antigua usanza de terminar iguales disputas. En las apuestas debe entrar cuanto oro y plata se quiera; pero se debe cuidar mucho de que no entre la menor dosis de acero.
El Regañón de La Havana, noviembre 14 de 1800.
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Proverb., cap. VIII |
Padres de familia, con vosotros hablo.
SEÑOR PÚBLICO
No puedo dar un paso sin encontrar un motivo para ejercitar mi empleo. ¿Cómo, pues, he de mirar con indiferencia más de cuatro cosas que suceden en esta ciudad que por más que sean comunes no pueden ser dispensadas ni aun por el hombre más insensible? Una de ellas es lo que sucede en los bautismos con los muchachos. ¿Quién había de creer si no la viera, que es tanto el desorden en las costumbres de éstos que no se puede ser padrino en la Habana sin exponerse a los mayores bochornos? Yo tuve el dolor de presenciar un acto de éstos y no pude menos de llenarme de indignación al ver lo que pasó en él. Con motivo de asistir a un entierro, concurrí a una de las parroquias de esta ciudad al tiempo que se bautizaba a un párvulo. Luego que se acabaron las ceremonias de este sacramento rodearon al padrino como una docena de muchachos y aun de hombres de todos colores, pidiéndole el medio con el pretexto, uno, de haberle tenido el sombrero, otro, el bastón, otro, la vela, otro, el salero, otro, el paño, etc. Viéndose aquel buen hombre acometido de una turba de perillanes tan diforme, demostró un movimiento de cólera que tuvo que reprimir por respeto sin duda al santuario y al fin cedió a las importunidades de tanto perdulario, abriendo el bolsillo y contentándolos a todos.
No paró aquí la insolencia porque así que salió a la calle y se entró en su volante, la cercaron hasta veinticinco o treinta de estos muchachos que llaman mataperros, como negritos, mulaticos y aun blanquitos, los cuales no cesaron de importunarle con las mayores voces a que les tirase un puñado de monedas como se acostumbra, según parece, en estas ocasiones. Ya se había concluido el entierro y quise tener la humorada de disfrutar de esta escena, tanto por ver en lo que paraba, como porque era camino para mi casa. A pesar de haber arrojado el padrino una porción de medios y de haberse entretenido los muchachos en cogerlos por medio de muchos estrujones, patadas y porrazos que se dieron, alcanzaron la volante que ya iba algo lejos y prosiguieron su petitorio. Viendo éstos que el padrino se hacía el desentendido a este nuevo asalto, entonaron una especie de canción en la cual uno decía: Higos. Y todos repetían a gritos unas veces Higos quiero yo, y otras Higos me llamo yo, con tal compás que no parece sino que todos habían aprendido la solfa, pues no desmentían un punto de él y con un alboroto tan grande que todo el mundo salía a las puertas y ventanas para ver lo que sucedía. Cansados ya de este estribillo y sin sacar fruto alguno, lo mudaron en otro casi del mismo tenor y con el mismo compás, cuya letra es la siguiente:
Uno decía Carabalí papá. Todos respondían. Jejele.
Uno -Saca manteca no más. Todos- Jelele.
Esta música fue intermediada con algunos sostenidos que ocupaban en arrojarle a la volante y al padrino algunas piedras no pequeñas ni pocas, que si le hubieran acertado con alguna en la cabeza o en el cuerpo, desde luego hubiera tenido que rascar por buenos días. Finalmente fue tanta la multitud de muchachos, que cargó detrás de la volante y tanto el esfuerzo que hizo el calesero por librarse de ellos, apresurando la mula, que se rompió el eje por una punta y saliéndose el clavo que sujetaba la rueda, cayó ésta de un lado. Con este acontecimiento pensará cualquiera que cesarían los muchachos en sus importunaciones; pero no fue así porque las redoblaron y aun menudearon más las piedras, tanto que le fue preciso al padrino el entrarse en una casa, donde permaneció hasta la noche porque la volante con sumo trabajo pudo llegar a su casa.
En vista de esta relación me parece que no se puede dar una cosa más soez y bárbara que semejante costumbre; y que ésta dimana de la educación, siendo los padres de familia los únicos que la pueden desterrar sin intervenir otra autoridad pública. Porque si aquéllos sembrasen en el corazón de sus hijos y de sus criados las verdaderas máximas de la sociedad y los corrigiesen y aun castigasen si fuese necesario cuando se separasen de ellas, no sucederían estos y otros abusos que se notan en los muchachos. Pero si lejos de hacer esto vemos que le dan pábulo a sus travesuras, permitiéndoles salir libremente a la calle y acompañarse de otros de su misma edad y de perversas costumbres, es preciso conocer que ellos y no otros son la causa de que haya un cúmulo de maldades que aumentándose progresivamente, como es natural, con la dispensación de las primeras llegarán a hacerse de tal modo insufribles que se verá precisado el gobierno a hacer un ejemplar castigo que baste a cortarlas. Éste, pues, será el único partido que podrá tomar, el cual, aunque duro por la poca capacidad del sujeto en quien recaiga, vendrá a ser indispensable si van adelante, como es de presumir, los desórdenes y abusos que se notan.
Parece cosa cansada el repetir las máximas principales de educación por suponerse ya sabidas, pero en el poco uso que de ellas se hace nos vemos obligados a creer o que no se han sabido nunca o que ya están del todo olvidadas. El padre de familia debe tener a sus hijos y esclavos siempre a su vista en aquella edad en que se forma su razón y en que se le graban las impresiones indelebles que han de ser la causa de su felicidad o de su desdicha. El permitirles que anden libremente por la calle, lejos de serles provechoso ni a su salud ni a sus placeres racionales, no sirve más que para hacerles olvidar cualquier principio de educación que se les haya dado y para que contraigan todos los vicios que resultan de las malas compañías; vicios que por más frecuentes que sean, no dejarán jamás de horrorizar la misma naturaleza, resultando de los que se adquieren en esta edad todos los delitos que se cometen en las posteriores por la mala inclinación que los ha dirigido desde pequeños.
Débense pues desterrar de la juventud los juegos pesados, las burlas, las importunaciones y las malas compañías, no permitiéndoles a los muchachos aun aquellos juegos indiferentes, sino con la más grande moderación y como por un ligero recreo; de no hacerlo así se acostumbrará el niño a no pensar en otra cosa que en la diversión; y es lástima no aprovechar el tiempo de esta edad, que es el más oportuno, en instruirlo en las verdaderas máximas que lo han de hacer feliz en todas las demás edades y cuyo abandono él mismo reprobará cuando llegue a tener un verdadero conocimiento de lo bueno y lo malo y conozca la crianza que se le ha dado.
Mucho pudiera decir sobre este particular tan interesante y no dejaré de hacerlo cuantas veces pueda, porque yo estoy persuadido y con mucho fundamento, a que la felicidad o la desgracia de un pueblo, de una ciudad, de un reino y aun del mundo todo, no consiste más que en la educación que se le da particularmente a sus individuos.
El Regañón de La Havana, martes 2 de diciembre de 1800.
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HOR., Carm. III, Od. XXX |
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Trad. de D. Luis CA. |
SEÑOR PÚBLICO
Por esta semana no tiene vuesamerced que esperar regaño alguno, pues he presenciado dos actos que me han llenado del mayor júbilo y satisfacción por considerar el ramo de educación y de instrucción como el más interesante en la sociedad humana. El primero ha sido la función que llaman el Imperio entre los muchachos de la escuela de Belén, ejecutado el día 1.º de este mes. Imaginarán sin duda algunos hombres tétricos que ésta se reducirá cuando más a un juguete de niños, en donde a uno se le pone una corona y un manto de emperador, a otro la insignia de capitán general, a otros las de cónsules y así a los demás, toca la música, cantan cuatro coplillas, recitan cuatro versos a modo de comedia y vayan ustedes con Dios. De manera que si la tal función se observa por este punto de vista y por la realidad que en sí contiene, no es más que un Reinazgo de Carnestolendas. Pero el hombre que se ponga a reflexionar un poco haciéndose cargo del influjo que tienen sobre el espíritu de los jóvenes estas pequeñeces, conocerá evidentemente que nada hay más propio para estimularlos a que amen el trabajo y la instrucción. La acción del hombre es movida siempre por alguna causa, reduciéndose ésta por lo general al interés, al honor, al temor al castigo, o a la gloria de mostrarse superior a los demás. Las dos primeras de estas causas no son conocidas regularmente en la edad pueril y así nada pueden obrar; la tercera tiene muchos inconvenientes, y por lo tanto está abolido en muchas partes su uso, con que hemos de recurrir a poner en práctica la cuarta como la más segura para influir en los muchachos el honor y el estímulo en las ciencias, la constancia y el trabajo en adquirirlas y las semillas de la buena educación. Infeliz de aquel en quien no influya esta causa, porque de nada le aprovecharán las demás, aunque se use con él de toda la violencia del castigo, el cual no le servirá sino para depravarlo más y hacerle perder la vergüenza, único resto que en llegándose a abandonar se frustraron todas las esperanzas de que se aproveche la sociedad humana de aquel individuo.
Hecha pues esta indispensable digresión, pasemos al modo con que se ejecutó este acto. Mucho tiempo hace que es costumbre en la escuela de los religiosos Belemitas el hacer estos Imperios cuyo lujo se ha ido aumentando progresivamente. La manera de hacerlo cuando yo era niño, era sumamente sencilla. Sobre un pequeño tablado y debajo de un dosel colocaban al muchacho más adelantado de la forma de escribir, sin más arengas ni ceremonias; le ponían una corona, manto y cetro, adornaban al mismo tiempo a los demás niños sobresalientes con varias insignias, los paseaban por el claustro y cate usted acabado el Imperio. En el presente año ha tenido esta función un aspecto más serio y regular. Sobre un tablado espacioso y decente se presentaron varios jóvenes a dar muestras de su habilidad e instrucción en la ortografía castellana, en la doctrina y en la aritmética, las cuales fueron muy felices; figuróse la justicia simbolizada en una dama, la cual le dio el Imperio a uno de los atletas y a los demás varios honores, haciendo de todo esto una especie de coloquio en versos regulares a pesar de no ser del mejor gusto, pues se emplearon en su composición mil retruecanillos, sonsonetes y paranomasias; calidades mandadas desterrar de la poesía por ímprobas y pueriles.
Fue lástima seguramente que el mal tiempo y aun la hora extraviada hubiesen impedido la asistencia de los principales jefes de La Habana a esta escena que les hubiera agradado mucho. Por ella conocerían el esmero que se pone en este convento para la enseñanza de las primeras letras y frutos que sacan en sus discípulos, siendo de notar que en la serie de maestros de escuela que ha habido en Belén, no se cuenta uno que no haya tenido la más constante aplicación y el más grande empeño en instruir a los niños que han estado a su cargo.
El segundo acto que presencié fue el examen público de las niñas educadas en la Casa de Beneficencia. No tengo el menor rubor de confesar que cuando vi este espectáculo se me llenaron los ojos de lágrimas y no dejé en mi interior de hacer un elogio a la memoria de su Exc. fundador y de su Ilmo. ex director, perpetuada eternamente en La Habana con esta fundación. Almas sensibles y amantes de la humanidad, venid conmigo a gozar el placer más puro de la naturaleza. En este recinto veréis que se os presenta una larga mesa cubierta de obras excelentes en el bordado, en el dibujo y en la pasamanería; botones bien acabados, planas perfectamente escritas, flores bien imitadas y otra multitud de manufacturas que sólo viéndolas se pueden admirar, todas trabajadas por individuos del bello sexo que se mantienen en esta casa de piedad y que se han extraído de la miseria y del abandono en que hubieran yacido precisamente, siendo víctimas quizás de todos los vicios. Aquí tienen un asilo contra todas estas plagas; aquí le rinden a la sociedad humana sus inagotables recursos y sus verdaderas utilidades; aquí finalmente, por medio de la educación que se les da, logran estas jóvenes un establecimiento que las debe hacer felices en el resto de sus vidas.
¡Ah compatriotas amados! Perpetuad con vuestros socorros este establecimiento el más útil de la humanidad, que sólo tiene su existencia en la caridad de vosotros. No abandonéis jamás esta empresa, sino fomentadla y hacedla que llegue a todo aquel grado de perfección y grandeza de que es susceptible; con eso gozaréis del placer más verdadero y sólido que es el hacer bien al verdadero indigente; y los anales mismos de esta Isla se apresurarán a citar vuestros nombres con el mayor elogio y a describir por menor esta obra vuestra, cuya existencia llenará de honor siempre a nuestra patria, y sería muy afrentoso para nosotros el que quedase abandonada por falta de subsidios. Cualquiera pues que conozca el carácter generoso de los habaneros, convendrá conmigo en que es una paradoja ridícula el pensar que pudiese jamás suceder esto último; al contrario debemos esperar que aun en caso de no ser suficientes los recursos que actualmente trata la Ilustre Sociedad Patriótica de proponer a S. M. para concluir del todo este establecimiento y darle una existencia perpetua, los mismos patricios acaudalados tomen prenda en este particular y a costa de algunas cantidades que no les harán falta seguramente, le den el último punto de perfección, haciendo en ello una obra de caridad más grata a Dios y a los hombres que otras muchas que cada día se hacen, inventadas más bien para hacer florecer la mendicidad y haraganería, para conseguir una fama y una alabanza estéril, o para lograr un gusto pasajero e infructuoso.
A pesar pues de los cortos recursos que ahora obtiene este hospicio, se han repartido este día a proporción cuantiosos premios entre las educandas que más han sobresalido en las diferentes clases de obras que se han presentado al público. En suma, por las excelentes obras que se han presentado en este día y por la instrucción que han demostrado las educandas en la lectura y en la doctrina cristiana, deben pues los individuos que dirigen esta casa de piedad revestirse de una satisfacción tanto más benemérita y bien fundada cuanto en ella se obsequia y sirve a Dios, a la Patria y a la humanidad misma. No quedarán sin recompensa los que hayan contribuido a un acto de caridad tan meritorio como es este establecimiento y su conservación, pues la manos de tantas vírgenes escapadas del precipicio y de tantas indigentes extraídas de la miseria, se levantan hasta el cielo para implorar a la Divina Providencia toda suerte de dones sobre aquellos que las han protegido. El Exc. fundador, cuya muerte ha sido tan sentida en el recinto de esta obra suya, recibirá en ella los honores del apoteosis, haciéndose su inhumación no con ceremonias exteriores y gastos frívolos como se acostumbraba entre los antiguos Césares de Roma, sino con los más tiernos afectos y eterno agradecimiento de las almas castas que habitan este domicilio. Un placer tan puro y tan lisonjero como este de recibir de la posteridad el premio de la beneficencia, sólo pueden gustarlo las almas sensibles y generosas. Tales son las que no contentándose con proveer continuamente con excesivas cantidades para el socorro de las necesidades de esta casa, han recompensado en este día con varias gratificaciones a las educandas que merecieron el accessit en los distintos ramos. Mucho pudiera y quisiera hablar en elogio de estos individuos, pero a más de no tener tiempo, su modestia me pone un gran óbice. La fama, pues, inmortalizará en los fastos de esta ciudad los nombres de los sujetos que más han contribuido y contribuyen al fomento y perpetuidad de esta obra caritativa, colocando en el lugar preferente a nuestro actual gobernador y capitán general marqués de Someruelos, quien no perdona fatiga, cuidado ni esmero en proporcionar a estas infelices los mayores alivios presentes y afianzarles su existencia futura. El mérito de este señor, la dulzura de su gobierno, el acierto de sus disposiciones, sus virtudes características, y la felicidad que le proporciona a esta ciudad, haciendo florecer en ella la literatura, el comercio, las artes y la industria; todo esto está reservado para que lo explique otra pluma mejor cortada que la mía y menos apasionada, porque la benevolencia con que me distingue pondría a mi gratitud en la confusión mayor por no encontrar voces capaces de explicar todos estos particulares con aquella brillantez que en él relucen.
El Regañón de La Havana, martes 16 de diciembre de 1800.
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HOR., Lib. I, Sat. X |
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D. T. IRIARTE |
SEÑOR PÚBLICO
No sé de qué modo referir a vuesacé la multitud de cosas que he visto estas Pascuas con mi anteojito mágico. Es imponderable lo de todo cuanto pasa sin necesidad de ahondar las calles, ni de trasnocharme, ni de alquilar volantes numerarias, ni de levantarle un chichón a mis amigos pidiéndoles prestadas las suyas, ni de tomar sofocaciones, ni de volverme lazariño, sufriendo por fuerza a ciertos elementos con figura de hombres, capaces de darle un tabardillo al mismo dios Neptuno que está en una fuente de la Alameda a pesar de ser de piedra. Aquí encerradito, como digo, desempeño las funciones del empleo que obtengo en el día que es de Vista de la Ciudad, pues con el auxilio de tal vidrio la recorro casi toda, observando todas sus mutaciones, habiéndome dejado algunas cosas que he visto esta Pascua con una boca tan abierta que se me podían ver muy bien las asaduras.
No volvía a paraje alguno el anteojo que no viese bailes, bromas, bullangas y fiestas, reparando en ellas una multitud de copias de aquellos mocitos que retraté en mi número IV, con la particularidad que ahora me han parecido más veloces, pues no había diversión de éstas en que no se encontrasen unos mismos, infiriendo de esto que andaban casi tanto como mi anteojo, que es buen andar. Según lo que les oí decir a estos jóvenes modistas, son más introducidos que el flato y más pegajosos que una chinche. No hay función en que ellos no se hallen, y son tan adelantados que cuando se trata en algún baile de contradanza, ya ellos han recorrido toda la sala buscando pareja, de tal suerte que la suelen tener pedida hasta para bailar la contradanza veinticinco si pudiera llegar este caso, siendo de notar que entre las mujeres es tan sagrada esta palabra que dan, que jamás faltan a ella como si fuera escritura cuarentigia. En tratándose de cena o cosa que lo valga, ellos son los primeros y con pretexto de hacer plato a alguna señora se engullen lo mejorcito de la mesa, desluciéndola enteramente, llenándose el vientre y aun las faltriqueras.
En muchas casas he visto Nacimientos que así llaman a algunos altarcitos donde se ponen imágenes que representan la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, y muchas figuras impertinentes para divertir a cuantos van a verlos. Con este motivo concurre mucha gente, no para adorar este misterio, sino para reírse unos con las representaciones ridículas que se ponen en ellos, en que se remedan a algunos sujetos conocidos, otros para tener dónde menear la lengua y ver los sujetos que concurren, otros para zancajear las calles con este pretexto y otros con diversos fines, y ninguno de devoción. He visto algunas comedias particulares de aficionados donde había algunos papeles muy buenos y que a pesar de tener algunos defectos en general se hicieron mucho mejor que las que se representan en el circo teatril. He oído por las noches algunas músicas no muy buenas de aguinaldos que se daban por las casas, pegándoles este petardo a sus dueños, quieran o no quieran sufrirlo, pues los perillanes que se ocupan en esto, como a la cuenta no tienen otro oficio que el de vivir a costa del prójimo, no dejan lugar a la excusa.
He visto en algunas volantes muchos señoritos que se tenían ellos mismos por lindos, que iban más soplados con sus vestidos nuevos que una vejiga; y algunas señoritas más tiesas y finchadas que parece que habían comido portugueses o asadores. He oído tanta copia de matracas, fotutos y otros de estos instrumentos rústicos, que nadie podía sufrirlos, bien que ahora es nada en comparación a los años antiguos que en los días antes de Pascua, todo el género humano de esta ciudad tenía forzosamente que dejar el sueño desde mucho antes del día, porque la bulla de las matracas y de la gente que andaba alborotando la calle se lo impedía poderlo conciliar, llegando este abuso a tal grado que en el mismo templo se ejecutaba este desorden con el mayor escándalo antes de acabarse la misa que llamaban de aguinaldo.
Pero sobre todo lo que me ha incomodado más de cuanto he visto con el anteojo, ha sido la libertad con que se entonan por esas calles y en muchas casas una porción de cantares donde se ultraja la inocencia, se ofende la moral y se violan las leyes religiosas y civiles por muchos individuos no sólo de la más baja extracción, sino también por algunos en quienes se debía suponer una buena crianza. La poesía, pues, que se emplea en las canciones de esta especie, acompañada de un tono fastidioso, a pesar de ser la más soez, insolente y sin gracia alguna, sirve de diversión a muchos y muchas aun las muy honradas que la oyen con indecible gusto y sin el menor escrúpulo de conciencia. Es incalculable lo que cunden estos cantares que no tienen más mérito ni aliciente que el de las indecencias en que van envueltos, y éste jamás podrá serlo sino para las almas enteramente corrompidas y entregadas al vicio y al abandono de todo pudor.
¿Cómo es posible que haya quien guste de oír cantar la Morena, que es la canción menos mala quizás de cuantas corren por ahí en boca del vulgo? Ni a la más baja plebe puede causar placer el contenido de sus versos que es una insulsa y chabacana producción, ni menos la música que es una grandísima friolera sin estilo ni gracia alguna. ¿Qué diré pues de un desgraciadísimo Cachirulo donde se oyen una coplas del Padre Pando, de la Beata y otras llenas de las mayores obscenidades? ¿Qué diré de la Guavina, que en la boca de los que la cantan sabe a cuantas cosas puercas, indecentes y majaderas se pueda pensar? ¿Qué diré de la Matraca, del Cuando, de la Cucaracha y últimamente del Que toquen la zarambandina, donde en nombre de Fr. Juan de la gorda manzana se refieren y pintan las cosas más deshonestas y escandalosas del mundo? No se necesita más que oír todas estas tonadas y sus versos para encontrar en ellas la obscenidad más torpe y la invención más propia para provocar al desenfreno y la prostitución, las pasiones que bien regidas harían la dicha de la sociedad.
¡Ah! Yo me estremezco cada vez que veo el mal estado de la educación y que la sana moral y hasta la religión van a ser públicamente desmentidas en los mismos niños por estos y otros abusos tan comunes. ¿De qué servirá el fervor del celo paternal cuando los males generales atacan las costumbres, haciendo que la misma virtud forme de la moral un sistema de pura especulación, en vez de ser una serie continuada de prácticas útiles al individuo y a la sociedad? ¿Qué vendrán a ser aquellos ínfimos afectos que constituyen la felicidad de las familias cuando la seducción tiene ganados todos los caminos, espiando el momento en que ha de triunfar del pudor y de la inocencia? ¿Qué habrá pues que admirar de que la disolución envanece los placeres sociales, de que el amor no sea más que una cadena de perfidias y de celos y de que el escándalo venga por fin a consumar la total ruina de la buena fe y de las costumbres? Cuando se oye a la tierna infancia repetir estas inmodestas canciones y anticipar el impulso del vicio en la naturaleza misma, ¿qué recurso le quedará al hombre de bien que quiera imprimir sus costumbres en sus descendientes, sino el de echar mano de una vulgar educación negativa, sin poderla justificar casi nunca con la comprobación del buen ejemplo? Nunca será demasiado todo el celo del Gobierno, y de los ministros del altar, cuyos altos destinos tienen por objeto la virtud pública, para exterminar ese formidable monstruo de iniquidad que se burla de las leyes del recato y de la modestia; que hace ilusorias las máximas más virtuosas y que opone su potestad infame a la autoridad legítima y al dulce imperio de la razón.
Yo espero que estas consideraciones dictadas por el más ardiente deseo del bien, lleguen a noticia de personas que conservando el amor a la virtud esfuercen conmigo sus discursos para extirpar semejantes ofensas públicas hechas a la inocencia y para que se salve a ésta del abismo en que peligra. Yo quisiera que no sólo se extinguiesen las tales canciones de los oídos del público, sino que se opusiese para siempre una barrera a los demás acometimientos del desorden; yo quisiera ver un establecimiento que tuviera precisamente la censura de las costumbres públicas, con la autoridad necesaria y cuya severa inspección privase al vicio de todos sus recursos, dejándolo desterrado a los tristes y obscuros retiros de la prostitución; y que en público no hubiese cosa que contribuyese a alterar el progreso del buen orden. Estos deseos son los de todo hombre de bien que vive en la sociedad humana.
Con este anteojito pienso examinar todavía otras cosillas que pasan en esta ciudad y que claman por reforma.
El Regañón de La Havana, martes 20 de enero de 1801.
D. L. MORATÍN |
SEÑOR PÚBLICO
Soy incansable cuando trato de educación y aunque se hayan dicho sobre este particular cosas muy excelentes, nunca está de más el inculcar y aun repetir de nuevo las buenas máximas para grabarlas más profundamente en los corazones. Por más que en estos últimos tiempos se haya escrito tanto sobre esta materia, me atrevo también a echar mi cuarto a espadas, presentando a mis lectores algunas reflexiones que si acaso se han dicho ya anteriormente de mil modos, jamás dejarán de ser interesantes y oportunas. Una de las cosas más esenciales para que se consiga una buena educación doméstica es precisamente hacer ver a los padres que no sólo deben estar exentos de los vicios comunes que degradan a los hombres, sino que su potestad es de tal condición que no debe servir para afligir y aterrar a los hijos, sino para conducirlos por medios suaves y propios para ganar el corazón a la práctica de las virtudes. El imperio absoluto y tiránico de que muchos se creen revestidos y la autoridad suficiente que juzgan pertenecerles para arreglar todas las acciones de la vida de sus hijos y hacer que sean conformes a sus caprichos y a sus manías, es ocasión de tan enormes daños, que de ello precisamente resulta que los muchachos se abandonan a todo género de disipación y de vicios en el instante mismo que no están bajo de la mano pesada y despótica de sus padres. Como no se les gana el corazón y como los medios que se adoptan comúnmente son los de atemorizar a los jóvenes y hacer que se estremezcan a la vista sola de sus padres, son necesariamente hipócritas, embusteros y nada les importa cometer los mayores desórdenes cuando están seguros que no han de llegar a noticia de aquéllos.
Padres conozco yo que como si estuviesen vaciados en el mismo molde que los Calígulas y Nerones, tienen una complacencia bárbara cuando ven temblar a sus hijos en presencia suya y que se prestan con una timidez servil a todos sus antojos. ¿Cómo han de tener un ánimo varonil y fuerte los que se crían oprimidos y esclavizados? ¿Cómo han de tener un corazón sensible y humano los que no han conocido ni experimentado otra cosa que la aspereza, los malos tratamientos y el rigor? ¿Cómo han de ser virtuosos aquellos a quienes no se les ha enseñado a practicar la virtud por principios: que no saben en qué consiste y las cualidades preciosas que la hacen amable? ¿Qué entereza ha de haber en los magistrados, qué valor en los militares, qué buena fe en los comerciantes, qué verdad en los artesanos, cuando los mismos que han de entrar en estas profesiones no han conocido otra cosa en su niñez que el miedo y el terror, la hipocresía y la mentira: vicios indispensables bajo la conducta de un padre en extremo severo?
Esto no es decir que alabe ni apruebe jamás la conducta de aquellos hombres indolentes que abandonan la educación de sus hijos y que miran la primera y la más esencial de sus obligaciones con la mayor indiferencia y frialdad. No señor: yo quiero que los hijos tengan una libertad justa, que sus padres les ganen el corazón, que sean sus amigos, y que por este manejo haya entre ellos la confianza y la franqueza que prescriben los mismos vínculos naturales que los ligan; hacerles amar la virtud; detestar el vicio; ser su consejero, su director, no su tirano; distinguir ya pueden los hombres conducirse por sí mismos para arreglar sus oficios conforme a estos principios: tal es la conducta que yo exijo de los padres.
Es un dolor ver el modo con que se decide de la carrera que han de seguir los muchachos en lo sucesivo. A éste se le destina a clérigo, al otro a fraile, a aquél a médico, al primero al comercio, al segundo a la milicia; y de este modo, sin consultar sus inclinaciones, sin examinar sus talentos, sin averiguar la disposición que para ello tienen, arbitran sus padres y los hacen un juguete desdichado de sus caprichos y de sus conveniencias respectivas. Cada momento hacen sentir su autoridad despótica e ilimitada y llega algunas veces al caso de obligarlos a ver con horror al autor de sus días y a hacerles desear o la muerte del que causa sus males o la del mismo que los sufre, y que no encuentra otro término a su padecer. Tales daños sólo puede remediarlos la buena educación: el padre de familia debe ser como el buen médico que le precisa observar los diversos síntomas que muestra el enfermo para aplicarle con oportunidad la medicina; lo mismo un padre debe espiar las inclinaciones de sus hijos y por medio de la prudencia dirigirlas y rectificarlas. El demasiado castigo y la excesiva condescendencia son extremos que debe evitar todo el que tiene a su cargo una educación; y los medios suaves prueban mejor que los duros y violentos. Si desde el principio se observasen las inclinaciones de los niños y se les corrigiese con dulzura, rara vez llegaría un padre al caso de recurrir a castigos ásperos, puesto que combatiendo uno a uno sus vicios, a medida que se iban descubriendo, se les podría desarraigar con facilidad, de modo que no les quedase señal alguna de ellos. Pero si los dejan crecer hasta ser excesivos; si han despreciado impunemente el respeto debido a sus padres, y si esta costumbre ha llegado a ser un vicio de la voluntad, ¿qué hay que extrañar que toda la fuerza y toda la diligencia posibles basten apenas para limpiar este campo inculto de las malas semillas que brotan a un tiempo por tantas partes?
Padres de familia: sí vuestros hijos no corresponden a vuestras intenciones y se hacen incorregibles, no los culpéis a ellos, culpaos a vosotros mismos que no los habéis sabido dirigir. Si por un amor indiscreto o una condescendencia fuera de propósito les habéis dado todos sus gustos cuando pequeñitos y los habéis acostumbrado a la desobediencia, no extrañéis que se hagan vuestros superiores y que vengan a ser incorregibles. Y ya que habéis causado este daño, ¿por qué queréis corregirle, de repente y a fuerza de golpes? ¿A qué efecto castigar con tanta severidad a vuestros hijos porque hacen lo que tantas veces han hecho anteriormente y se lo habéis permitido? No es éste el camino que enseña la naturaleza y la razón. Constancia, firmeza y observación deben ser los principales caracteres de los padres. No dejéis ninguna falta a los niños, ni permitáis que pierdan el respeto que os es debido: pues éste es el principal resorte que habéis de manejar en el curso de su educación. Si mandáis una cosa aunque sea poco importante, haced que os obedezcan luego, porque si una vez llegáis a disputar sobre quién de los dos ha de vencer y no tomáis la resolución de someterlos a vuestra voluntad, estad seguros de que viviréis pendientes de vuestros hijos y que os darán la ley en todas ocasiones.
Pero no seáis jamás indiscretos ni interpongáis vuestra autoridad sino en casos necesarios, porque si los oprimís con una infinidad de datos; si les prohibís aquellas cosas inocentes en sí; y en fin, si les obligáis a hacer algo cuando conocéis que no están de humor de hacerlo, os exponéis a que desprecien vuestras órdenes a lo menos en su interior y las miren como una carga intolerable. Usad siempre de dulzura y moderación: convencedlos y persuadidlos con razones, pues los niños no las dejan de comprender luego que entienden la lengua materna, como aquéllas sean conformes a su corta capacidad; y en cuanto les digáis, hacedles conocer que nada ejecutáis que no sea racional y justo y que no tenga por objeto su felicidad; que no los mandáis ni reprendéis por capricho ni por pasión, sino porque es bueno y a ellos les conviene hacerlo. Éste es quizá uno de los mejores medios de que abracen la virtud y de que huyan del vicio; y si a esto se junta la lectura de los buenos libros, no dudo que se conseguirá el fin. Pero es indispensable que el ejemplo de los padres sea una lección continua para los hijos: deben tener aquéllos un gran cuidado de no desmentir con su conducta los preceptos que dan, pues en vano predicarán la necesidad de vencer las pasiones si ellos se dejan arrastrar de las que les dominan.
Conducida de este modo la educación, pocos niños se hallarían de tal calidad que fuese preciso estar siempre con el azote levantado para obligarlos a obrar bien. Y si acaso todavía se hallase alguno que rebelde a las reprensiones, a las amenazas y a los castigos ligeros se obstinase en el mal y no mudase de inclinaciones, en este caso se podrá usar de rigor y severidad; pero de modo que no vea en el que le castiga un enemigo lleno de rabia y furor sino un amigo tierno que castiga por fuerza y que está pronto a desarmar su brazo siempre que advierta algunas señales de arrepentimiento.
¡Desdichado el padre a quien le tocare en suerte un hijo tan depravado que no le bastan para su enmienda todos estos medios! Pero en todo caso no debe arreglarse por aquí el modo general de educar a los niños, pues porque haya uno que merezca ser así tratado, no hemos de usar del mismo rigor con los demás que siendo de mejor índole pueden gobernarse mucho mejor.
El Regañón de La Havana, martes 5 de febrero de 1801.
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JUVEN., Sat. I |
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SEÑOR PÚBLICO
No he cesado en estos días pasados de estar observando con mi anteojito mágico diversas cosas que me han llamado la atención. En unas calles veía multitud de muchachos y aun hombres jugando los papalotes, con cuyo motivo no faltaban muy buenas pedradas de cuando en cuando; en otras, muchas, negras con fuentes de dulce y otras chucherías, cada una con su décima que iban para Comadrazgos. Éstos son unos petardos honrados con los cuales por medio de una friolera que remiten, obligan a cualquiera a corresponder profusamente, so pena de ser tenidos por ridículos y miserables. Ejemplo de esto ha sido un amigo mío a quien sacaron con una fuente llena de flores, cuatro o seis alcorcitas, media docena de higos y un boliche de la guavina. Todo este aparato iba explicado en una décima que se llama así porque tenía diez renglones mal escritos y que no decían en sustancia ni una palabra siquiera. Lo cierto es que la correspondencia de esta majadería no le estuvo muy barato al tal amigo por querer quedar bien en un lance de tanto honor.
También dirigí el anteojo hacia la Villa de Guanabacoa, donde con motivo de las fiestas de Candelaria han concurrido innumerables personas. En el dicho pueblo vi mucha gente que había ido muy afanada a divertirse y que no hacía más que dar vueltas en una calle por entre infinitas masas de dulce, regalando la vista y no otra cosa, con mirar a las demás que habían ido con el mismo fin y que no lograban otra diversión. Luego que se cansaban de recibir empujones y de tropezar continuamente, se iban unos a algún baile a tomar una sofocación voluntaria; otros se entraban en una fonda a ponerle un puntal a la vida; otros a la Ópera francesa cuya compañía ha pasado a representar allá en estos días; y otros en fin se volvían a Marimelena, bien en volante, o a caballo, o matando hormigas con las plantas de los pies, muy satisfechos y contentos de haber estado en las fiestas de Guanabacoa.
Cansado ya de ver estas y otras cosas más vituperables, dejé el anteojo y me fui a hacer algunas visitas con un amigo que me había venido a buscar para este efecto. Yo acepté su convite por distraerme un poco y así fuimos en casa de unas señoras que habían ya salido de visita a darle los días de su santo a una conocida suya, pero encontramos al dueño en conversación con tres amigos. Nos incluimos en ella y luego reparé que uno de los concurrentes, que por desgracia estaba a mi lado, no cesaba de sacar la caja de polvos no sólo para darse él mismo una torta de rapé en los conductos de la nariz, sino también para que los demás se la dieran, de tal suerte que casi de por fuerza les obligaba a tomar un polvo aun a aquellos que no tenían semejante vicio. Por fortuna estuvimos poco tiempo, gracias a mi amigo que se despidió pronto, pero no tanto que me hubiese visto obligado a tomar dos o tres polvos sólo por hacer la ceremonia y no sufrir las importunaciones del referido señor. Luego que puse mi figura en la calle no tardé en decirle a mi amigo estas palabras: «Si hubiera estado en esta casa un cuarto de hora más me hubiera dado un tabardillo indispensablemente a causa de aquel sujeto que se había empeñado en proveernos de tabaco. Si el polvo de esta planta les es útil a algunos individuos que lo usan, no hay razón alguna para que nos hagan pagar a los que no lo tomamos las ventajas que de él sacan; y si les es perjudicial, tampoco es justo que se venguen en nosotros del daño que les hace. ¿En qué ley cabe que un hombre nos haya de estar moliendo el alma sobre que tome un polvo de su caja obligándome a ello unas veces por política, otras por librarme de la pesadez con que exagera la excelencia de su tabaco, ya porque viéndome afligido dice que es bueno para quitar penas, ya porque pierdo al juego y a mal dar tomar tabaco, ya porque descarga la cabeza, ya porque adelgaza el discurso, y ya por otros mil motivos de que se valen estos perturbadores de narices ajenas».
«Si yo fuera jefe del establecimiento que anuncio en mi número XVII, donde se censurasen las costumbres públicas con la autoridad necesaria para corregirlas, tomaría las más serias providencias sobre este particular. Ordenaría bajo de las penas que me pareciesen proporcionadas, que los tomadores de polvos en lo sucesivo no hostiguen, imiten, violenten, ni fuercen a persona alguna a que tomen tabaco, ni aun con la condición de tirarlo al punto: condenaría a perdimiento de caja, lo menos a los que de propósito usasen semejante violencia, o soplasen el tabaco antes de tomarlo. Además mandaría que los referidos polvistas tuviesen cuidado de sonarse las narices muy a menudo para que su puerca destilación no se asomase a ellas con detrimento de los estómagos de los circunstantes; que no diesen las manos a nadie sin lavárselas antes muy bien; que cuando tomen el polvo no solviesen desconcertadamente y con extraordinario afán, levantándose las narices, metiendo los dedos hasta el interior de ellas y estregándolas luego con una fuerza que da compasión. Por último, como muchos están en la preocupación de que un polvo infunde autoridad y respeto, y de que serán tenidos por sabios y doctos si tienen las narices y aun el pecho cubierto de tabaco, declararía formalmente para desengañar a todos estos mentecatos que todo el tabaco que se fabrica en la factoría de esta ciudad no es capaz de darle a alma viviente un adarme de sabiduría ni de atribuirle respeto ni autoridad alguna. Todo esto y mucho más haría si yo tuviese el tal empleo.»
Concluido este razonamiento en que fue mi amigo voto de amén, llegamos a la casa donde estaban de visita las señoras que habíamos ido a ver. Pasados aquellos cumplimientos indispensables me arrimé a conversar con una señorita que me pareció la más bonita de la concurrencia, porque yo eso bueno tengo, que siempre me inclino a lo que me parece mejor y por eso algunos me llaman tonto; sin embargo, no he dejado de llevarme muy buenos chascos. Después de haber hablado largo rato sobre el tiempo que hacía y de haberme dicho que ya sabía que yo era el Regañón, me declaró sencillamente que era natural de un pequeño pueblo algo distante de esta ciudad, que hacía poco tiempo que estaba en ella, que sus padres que disfrutaban algunas comodidades se habían venido a establecer aquí con el objeto de colocarla decentemente y de darle carrera a dos hermanitos más pequeños que andaban en gramática, con cuyo motivo concurrían a su casa varios sujetos todas las noches; y otras muchas cosas que no me acuerdo.
Pero lo que me dio más gusto fue la inocencia y sencillez con que explicó las lisonjas que le hacían. Díjome, pues, hablando del modo con que la habían tratado en el poco tiempo que estaba en esta ciudad: «¿No me dirá usted, señor Regañón, qué puede haber en mí que me haga la irrisión de cuantos van a mi casa? Yo no soy coja, ni tuerta, ni contrahecha, tengo ya más de quince años para que no me traten como a inocente y me parece que nada tengo de tonta. Pues ha de saber usted que como si fuera un disparate cuanto sale de mi boca, lo mismo es articular una palabra que celebrarla con unos elogios y unas admiraciones que yo conozco que son una verdadera burla; porque reflexionando en lo que acabo de decir, veo que cualquiera diría otro tanto. Cuanto hago, todo es divino y admirable; si se me cae el abanico, cuantos hay en la sala se levantan apresurados a cogerlo como si yo fuese tullida o manca; si voy a subir o bajar alguna escalera, todos a competencia me ofrecen su mano y como yo no suelo admitirla porque soy ágil y no necesito arrimarme a nadie, se fingen tan tristes y me dan unas quejas tan sentidas como si les hubiera hecho un gran desprecio. Cuando pregunto alguna cosa que me causa novedad, en vez de contestarme, uno me dice que tengo unos ojos muy asesinos, otro que no hay una muchacha en La Habana más bonita que yo; y a este tenor una multitud de simplezas que dan vergüenza. Yo no sé verdaderamente en qué concepto me tienen; sin duda creerán que soy estatua porque si no ¿cómo se habían de persuadir a que puedo yo creer unas cosas tan absurdas y fuera de camino? Según lo que ellos dicen soy tan terrible que nadie me ve que no pierda al momento su libertad; y soy tan malvada que en poco más de un mes que estoy en esta ciudad pasan ya de veinte las muertes que tengo hechas. Por Dios, señor Regañón, escriba usted algo contra el modo de tratar a una pobre niña que con nadie se mete, que no es acreedora a que se burlen de ella con tal descaro y que por forastera merece ser instruida. Yo había pensado escribirle a usted una carta refiriéndole estas mismas cosas, pero me contuvo el haberme dicho un caballero que era hacerle a usted el hombre más dichoso del mundo y que sería mal visto, pero ahora que no hay esos inconvenientes espero que no se olvide de hablar en su periódico de esta conducta que observo y que me tiene tan disgustada».
Confieso ingenuamente que el resentimiento que manifestó esta señorita es más justo aún de lo que ella misma piensa, porque todas las lisonjas de que se queja, si no son burlas, son otra cosa mucho peor que las burlas; y no hará mal en considerarlos como otros tantos asaltos que se dan a su modestia e inocencia. Muy bueno sería que conservase siempre la opinión que ahora tiene de ella; y si en esto la imitasen muchas harían mil veces mejor.
Al cabo de mucho rato que allí estuvimos nos retiramos mi amigo y yo cada uno a su casa, en donde me di prisa (por tener bien presente las especies de lo que me había pasado) a poner en el papel lo que han visto los lectores en este discurso.
El Regañón de La Havana, martes 17 de febrero de 1801.