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Crisis del realismo. Contra la corriente...

Yvan Lissorgues

Serge Salaün





¡Generación del 98, modernismo! Casi han logrado hacernos creer que el final del siglo XIX español sólo fue eso, que bastaba ahondar en el estudio de cada una de las dos tendencias, de cada uno de los dos «grupos» para que todo quedara dicho. Como en España las circunstancias históricas no permitían que se crease un mito de la belle époque, se probó a elaborar, en el terreno literario, mitos de sustitución: el de la búsqueda de dos modernidades, una de tipo puramente poético (en sentido amplio), a cargo de los modernistas, y la otra grave, seria, lastrada por todas las teorías filosóficas del momento. No se trata de negar la realidad de la crisis de valores que se produce hacia 1900, ni la exigencia de novedad que se manifiesta en determinados intelectuales; pero resulta abusivo que se haya querido hacer creer que todo el espacio cultural español de fines de siglo lo ocupaba la búsqueda de lo novedoso, encaminada a dar una nueva definición de los valores sociales, de la cultura y del arte.

Es cierto que ya en 1899 los «modernistas» se designan a sí mismos con este término, en cambio, la expresión «generación del 98» no aparece hasta 1913, acuñada por Azorín, a la sazón redactor del diario conservador ABC y muy distinto del joven anarcointelectual José Martínez Ruiz. La denominación hubiera podido caer en el vacío y pasar al olvido. El azar (que en este caso no era tal azar sino una necesidad para la construcción de una historia de las élites) quiso que coincidiera con una teoría general que pretendía solucionar de una vez por todas, siguiendo el camino de las alturas, el delicado problema de la evolución literaria -e incluso, ¿por qué no?, el problema de la historia a secas-. La teoría de las generaciones, de Dilthey a Petersen, tomó en España un tono de revelación con Ortega y sus discípulos. A partir de entonces se «institucionalizó» primero la Generación del 98, luego la del 27, y así sucesivamente hacia atrás y hacia delante.

Así es como la riqueza cultural de una época queda fácilmente reducida a un segmento representado por los «mejores» (o los más visibles), tanto más representativos cuanto que son portadores de tendencias nuevas que rápidamente se erigen en denominadores comunes de una época. Este proceso de reducción (no inocente en un principio), unido a la comodidad que supone la división en generaciones, explica el éxito que desde el punto de vista metodológico tiene esta teoría en perjuicio del conocimiento de la realidad cultural (y también social), realidad siempre compleja y más o menos multiforme.

Mediante tesis y antítesis, muchos se han afanado en establecer las analogías, diferencias y divergencias entre modernistas y miembros de la Generación del 98. Tal vez de este modo hayan agotado el tema pero con ello han echado una cortina de humo sobre el final del siglo XIX. Por otra parte, la crítica ha estudiado con complacencia y pasión (la cuestión es apasionante) a las grandes figuras que nacen a la notoriedad entre 1895 y 1905. Los excelentes trabajos de Rafael Pérez de la Dehesa, Carlos Blanco Aguinaga, Inman Fox, Manuel Tuñón de Lara, José Carlos Mainer, Carlos Serrano (y tantos otros) aclaran y explican de manera pertinente los condicionamientos socioculturales, los comportamientos, la producción y el proceso ideológico de evolución de esas personalidades intelectuales y literarias (dicho sea de paso, estos estudios, por lo general brillantes, rara vez se liberan de la comodidad de los moldes: «generación del 98», «modernismo», incluso cuando los análisis tienden a sugerir que tales moldes son artificiales). El inconveniente de esta enorme bibliografía necesaria acerca de Unamuno, Maeztu, Baroja, Azorín, Manuel y Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, etc., es que funciona como lente de aumento (es decir, deformante) que oscurece o relega a segundo término otras orientaciones y a otros autores cuya importancia, a fines del siglo XIX, es tan grande o más que la de todo el sistema gestual de la novedad. Por consiguiente, es preciso romper los moldes en que se ha querido encerrar todo un período. El hecho de que los jóvenes iconoclastas de «1898» llamados Maeztu, Martínez Ruiz, etc., contribuyeran algunos años más tarde a configurarlos antes de ajustarse gustosamente a sus formas haría sonreír si no fuera la manifestación de una lógica, la que lleva al anarcoaristocratismo de que habla Gonzalo Sobejano (1967a), a invertir muy a menudo sus reactores (el caso de Valle-Inclán o el de Antonio Machado no son los más frecuentes). Sólo destruyendo estos conceptos postfabricados, o cuando menos olvidándolos, podremos acercarnos a la experiencia cultural real de los años próximos a 1900.

En primer lugar tenemos la prensa, la cual puede darnos un reflejo que incluso podría ponderarse (en valor muy relativo) ya que podrían evaluarse las tiradas (lo cual no siempre es posible) de las revistas, «Ilustraciones» y otros «Suplementos literarios, artísticos y científicos». Luego, están las representaciones que nos proporcionan las distintas obras literarias, a menudo completadas por posturas de los críticos o de los propios autores. En este punto, surge una pregunta importante, a la cual quisiéramos tratar de responder: frente a los ensayos y artículos «dinámicos» (dinámica que no siempre lleva hacia delante...) de Ganivet (muerto en 1898), Maeztu y Unamuno, frente a la innegable renovación poética, frente a la búsqueda de una nueva prosa, más intimista, más impresionista (Azorín) o más «fría» y más rigurosa (Baroja), frente a toda la «novedad» ¿qué ha sido (o qué es) de la inspiración realista que se desarrolló durante los dos primeros decenios de la Restauración?, ¿acaso el naturalismo es ya cosa olvidada y, como algunos han dicho, la novela realista está en crisis alrededor de 1900? Tal vez no esté de más plantear de nuevo el problema, siquiera para matizar las divisiones establecidas por las más recientes obras dedicadas a la literatura: todas ellas, por necesidades de claridad, yuxtaponen en series sucesivas realismo-naturalismo y modernismo-generación del 98 (es el caso de la colección de Editorial Crítica dirigida por Francisco Rico [1980] y de la de Felipe B. Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres [1983]).

Es cierto que, en 1900, los setenta y seis años de Valera o el silencio definitivo de Pereda desde 1897 pueden significar el fin de una época, pero tal vez haya demasiada tendencia a olvidar que Galdós (quien cuenta 57 años), Clarín (48), Emilia Pardo Bazán (49), Palacio Valdés (47), Picón (48), el Padre Coloma (49), Ortega Munilla (44), etc., siguen presentes; continúan produciendo y se les lee. Ateniéndonos a la misma fecha (aunque sería muy artificial limitarse a un año), no es cierto que Tres Ensayos de Unamuno, publicado a principios del año, o Ninfeas y Almas de Violeta de Juan Ramón Jiménez, publicados en otoño, suscitasen más interés o siquiera más curiosidad que, por ejemplo, Un Destripador de Antaño (colección de cuentos) de Emilia Pardo Bazán y los tres Episodios Nacionales publicados entre mayo y octubre (Montes de Oca, Los Ayacuchos y Bodas Reales).

Es cierto también que los «nuevos», quienes se asignan triunfalmente el nombre de «Gente nueva», muestran absoluto desprecio por los menos jóvenes. Se empeñan en considerarlos únicamente como representantes de los odiados valores de la Restauración y les reprochan sobre todo que ocupen posiciones morales e intelectuales dominantes que se oponen (o ponen freno) al pleno reconocimiento de su talento. Solamente Galdós queda un poco a salvo, pero se habla poco de sus novelas y si se admite su teatro es con el propósito de combatir a Echegaray (Martínez Ruiz, 1895). Electra, que se representa en febrero de 1901, no es tanto un auténtico éxito teatral como motivo de una común manifestación anticlerical. El resentimiento de jóvenes de treinta y seis años (la edad de Unamuno en 1900) con viejos de cuarenta y ocho (la edad de Clarín) es un elemento importante, porque impregna numerosos escritos (Lissorgues, 1985) y sobre todo porque ha contribuido posteriormente a arraigar el esquema de la oposición entre la «generación del 98» (?) y la «generación de la Restauración» (o de 1868). Sin embargo, el resentimiento y los rencores son manifestaciones más o menos superficiales, que tal vez posibilitan el agrupamiento alrededor de revistas como Germinal y Revista Nueva, por ejemplo, pero que no abren necesariamente el camino a una voluntad común ni tampoco permiten que se defina una nueva orientación estética, filosófica o social.

Se está en contra fácilmente: en contra de la corrupción del sistema político, en contra del caciquismo, de la ramplonería y del materialismo burgués, y a veces también, no lo olvidemos, en contra de la democracia, «que tiende a la dominación de las masas y que es el absolutismo del número» (Pío Baroja, Vida Nueva, 15 de abril de 1899). Aunque algunos se muestran partidarios del socialismo (Grupo Germinal), es siempre de un socialismo más o menos utópico que en seguida rechaza el socialismo «real» o se aparta de él, pues se le considera dogmático y estrecho en el mejor de los casos (Maeztu, Unamuno), y «un absolutismo del estómago» (Baroja), en el peor.

Se está en contra también (y tal vez en primer lugar) de las personalidades literarias, intelectuales y científicas; en contra de «la inevitable y espiritual doña Emilia», una «eximia preciosa» (Martínez Ruiz, 1895), en contra del besugo de Clarín, en contra del prosaísmo burgués de Campoamor, en contra de las rimas de Núñez de Arce..., y el Galdós novelista no es más que un «productor local», nada más que el «pintor soberbio de la vida española» (Martínez Ruiz, 1895). Aun sin acudir a las memorias de Baroja de 1945, acumulación retrospectiva de rechazos, críticas y anécdotas degradantes supuestamente significativas, no terminaríamos nunca de enumerar los «contra esto» y «contra aquello» que aparecen en las numerosas páginas escritas entre 1895 y 1905 por jóvenes y menos jóvenes que buscan otra cosa, la novedad más que la modernidad. Se exalta a Baudelaire y a Verlaine, pero más por ser «poetas malditos» que por la profunda vibración de su poesía. La verdadera lectura de Baudelaire, en comunión con él, se ha hecho, pero la ha hecho Clarín y en 1899 (Clarín, 1899). El torbellino crítico y la mordacidad de estos buscadores de «novedades» parece que no permiten profundizar serenamente en las cosas. Schopenhauer y Nietzsche están de moda. Del primero recogen sobre todo que la conciencia, con la cual se identifican, implica dolor. De hecho, ellos se sienten portadores de conciencia frente a la inconsciencia de la masa (en la que entran los vulgares burgueses y los incultos proletarios) y esto les hace sufrir; de ahí su pesimismo «clarividente» (Baroja, y también Unamuno alrededor de 1900).

Se desprecian las ideas, que son el no ser, o en cualquier caso algo que se impone desde el exterior y que tiende a ahogar en el individuo el lado más genuinamente personal («Las ideas no son el hombre» y cuanto más se aparta éste de ellas más auténtico es, según la tesis que Unamuno desarrolla en 1900, en «La Ideocracia», y que durante años repite). No existen ideas buenas ni malas, sólo importa la manera de vivirlas (Ibíd.). Además, lo primero es el sentimiento: es del sentimiento del que nace la idea y no a la inversa. Así se explica uno de los grandes reproches que se le hacen a Clarín (además del ser uno de los mentores de la crítica, que no siempre se confiesa aunque constituye el punto central del resentimiento): Clarín «ha pervertido al público, enseñándole a juzgar no a sentir» («Los funerales de Clarín», en Revista Nueva, 25 de febrero de 1899). Parece que, para el autor de estas líneas, ambos polos (juzgar y sentir) son antinómicos: la aptitud para pensar reduce la capacidad de sentir. Aun admitiendo que se trate de una torpeza de lenguaje, en estas palabras aflora toda una filosofía: la que, queriendo poner en entredicho una forma de racionalidad ética, llega a negar ciertos fundamentos racionales del conocimiento; a no ser que esta «moral» esté reservada a una élite que, por estar segura de la superioridad de su intelecto, se pueda permitir abandonarse al disfrute pleno de las oscuras fuerzas interiores. De hecho, parece que estos jóvenes, futuros miembros de la generación de 1913 (¡perdón, de 1898!) estaban ya animados en 1900 de los principales valores del intelectual de élite (proclamaran lo que proclamaran entonces acerca de la revolución social, del proletariado y del socialismo): desprecio del burgués, hondo temor de las organizaciones obreras, rechazo a lo racional y, por ende, a la moral. No es extraño que con frecuencia se identificaran, en distintos grados, con ciertos elementos de la filosofía de Nietzsche. Sobre todo, parece que se encastillan en seguida en un amoralismo que, en realidad, no es sino el reflejo de su conciencia de hombres superiores. «La moralidad no es más que una máscara para ocultar la debilidad de los instintos», dice Baroja; y, como demuestra Gonzalo Sobejano, todos se sitúan ya desde 1900 «por encima del bien y del mal» (Sobejano, 1967b). No todos dicen en 1899, como Baroja, que «hay que abrir camino a la energía de los fuertes» (Revista Nueva, 15 de abril de 1899), pero todos están convencidos de que son seres superiores por su mente y su cultura.

Entre 1895 y 1905, Unamuno, Baroja, Martínez Ruiz, Maeztu, etc., lanzaron muchas ideas pero, en definitiva, ¿qué valores comunes propusieron? Uno solo: que se tenía que hacer tabla rasa del pasado, en política, en filosofía, en el terreno de la moral. ¿Hay una ideología común (que justifique el empleo del término «generación»), una ética común que no sea una ética puramente individual cortada a la medida de cada uno de ellos? Es interesante dar la palabra a Antonio Machado para que responda a estas preguntas:


[...]
Dejamos en el puerto la sórdida galera,
y en una nave de oro nos plugo navegar
[...]
Mas cada cual el rumbo siguió de su locura;
agilitó su brazo, acreditó su brío;
dejó como un espejo bruñida su armadura
y dijo: «El hoy es malo, pero el mañana... es mío».


(«A una España joven», Campos de Castilla)                


Muy pronto, algunos de estos nuevos jóvenes, que en 1900 tal vez estuvieran aún rompiendo con su clase, encontrarán el puesto que les corresponde al conquistar por fin la notoriedad. Entonces habrán terminado su «revolución», habrán afianzado su trayectoria y, cada uno a su manera, habrán elaborado parte de su obra. En realidad, esas obras enjundiosas y apasionantes sólo muestran su originalidad si se las mira sin la lente «generación del 98».


Crisis del realismo

La abundancia literaria de fines de siglo no se limita a las eminentes cimas que entonces afloran, ni a las brillantes facetas modernistas, tan brillantes y originales que en nuestros días suscitan un interés cada vez mayor pues, tal y como escribe Javier Blaso (Ínsula, 1987), «nuestro fin de siglo mira con “devoción” lo que fue el fin de siglo precedente».

No se debe olvidar que en el espacio cultural español de fines de siglo hay algo más. Hay numerosas revistas e «Ilustraciones» que se sustentan en diversas intenciones (o ideologías) didácticas y educativas pero que expresan una voluntad de adaptación a las realidades de la época. Incluso la prensa diaria, más o menos política, ya sea conservadora, liberal, republicana, o católica, cultiva cada vez más el aspecto cultural, al parecer en respuesta a la demanda de los lectores. Todos los diarios importantes, El Imparcial, El Liberal, La Correspondencia de España, etc., publican todas las semanas y desde el decenio de 1880 un «Suplemento literario, científico y artístico» (Cazotte, 1982). El cuento de calidad literaria tiene un lugar junto al tradicional folletín y el artículo de divulgación científica (con esquemas y fotografías) acompaña a los habituales «cotilleos» más o menos sensacionalistas (Lissorgues, 1981).

Todas estas publicaciones merecen un estudio de conjunto (estudio de las formas y de los contenidos) cuyas conclusiones matizarían, sin duda alguna, los compromisos más exclusivos (y muy conocidos en nuestros días) de las revistas de la «modernidad», como Revista Nueva o Helios. Pondremos sólo dos ejemplos.

La Vida Literaria, dirigida por Jacinto Benavente, es un intento de «modernización» de Madrid Cómico que pretende reunir las distintas «sensibilidades» literarias del momento, sin atender a edades ni ideologías: «Preferible es que hagamos arte y literatura bien intencionados, a que nos metamos a regenerar en donde no nos llaman», dice en su número 2 (14 de enero de 1899). Clarín, Baroja, Federico Urales, Corominas, Manuel Machado, Villaespesa, etc., coexisten durante algún tiempo en sus páginas, en medio de una iconografía cuidada y muy ecléctica (escenas realistas y reproducción de obras modernas de artistas franceses, ingleses, alemanes, etc.); pero la experiencia sólo dura unos meses y Madrid Cómico renace de las cenizas de estas buenas intenciones.

Otra revista que merece especial atención es La Ilustración Artística, que se edita en Barcelona aunque con resuelta vocación nacional. Sin duda es una de las publicaciones periódicas más cuidadas y más ricas desde el punto de vista artístico, y aunque las reproducciones de cuadros realistas (vida diaria, escenas regionales) predominan en ella (obras de José Benlliure, Antonio Fabrés, Joaquín Sorolla, etc.), está muy atenta a muchas otras formas más modernas. La revista dedica varios artículos a los prerrafaelistas ingleses que, según parece, han sorprendido a los visitantes de la Exposición de París de 1900, entre ellos a los hermanos Machado, a Baroja y a Pardo Bazán. Gracias a ella el público español puede admirar por primera vez reproducciones de obras de Burnes Jones, y también aprende a conocer a Gabriel Rosetti (del cual sólo había hablado Clarín, en 1893) y a comprender mejor a Ruskin (cuya muerte es motivo para un largo artículo el 20 de enero de 1900). Todo este aspecto cultural y artístico es nuevo pese a ser una vuelta a los «primitivos» (López Estrada, 1977). Por añadidura, la revista dedica una verdadera crónica a la Exposición Universal de París de 1900; nada se queda en el tintero: industria, arquitectura, arte, literatura, etc.

Así pues, esta publicación se distingue por estar abierta a las tendencias modernas en todos los campos. Pese a todo, y aquí es a donde queríamos llegar, la redacción contrapone discretamente la ética (y, por tanto, en cierta medida, la estética) realista a la profusión y al refinamiento de la modernidad europea. Las reproducciones de cuadros realistas son más numerosas que todas las demás; por otra parte, el corresponsal en la Exposición de París, Enseñat, tras presentar de la manera más objetiva posible las tendencias insólitas del arte inglés, deduce que éste «se inspira en las abstracciones del arte y no de un arte que arranca de las realidades de la vida»; y por último, ¿no es significativo que el editorial (especie de revista de actualidad titulada «La vida contemporánea») de todos los números (al menos en 1900) esté a cargo de Emilia Pardo Bazán? La Ilustración Artística es, por tanto, una revista original, destinada a un público instruido, que se esfuerza con serenidad y de manera equilibrada en dar a conocer lo moderno sin olvidar los valores fundamentales (especialmente la ética realista -insistimos-) que imperan en un amplio sector de la burguesía intelectual (y no sólo la catalana).

Y es que, efectivamente, en la España de finales de siglo hay algo más que las distintas manifestaciones ideológicas y estéticas de una «modernidad» que es reflejo «de una tendencia general europea» (Lily Litvak, 1980, 18). Hay un movimiento obrero y organizaciones obreras que están buscando una cultura; una cultura que hasta ahora se ha estudiado mucho más a través de sus repercusiones entre los intelectuales que en sí misma. Hay también, y éste es el aspecto que aquí nos interesa, intelectuales de clase media, apesadumbrados por el «desastre» y conscientes de los cambios sociales que lentamente van acelerándose desde 1890, intelectuales y escritores que, sin estridencias, intentan ante todo comprender, y también tener esperanza.

*  *  *

En el campo que nos ocupa, el de la literatura, existe esa corriente realista que, aproximadamente entre 1875 y 1895, se ha enraizado en la historia de la Restauración, creando a partir de una voluntaria mimesis todo un mundo literario múltiple y multiforme, reflejo de la vida, animado por un temperamento creativo, y en cualquier caso, para nosotros, reflejo vivo fijado por las palabras, mientras que la vida, por desvanecerse en el tiempo, no ha dejado sino ideas.

El mundo novelesco creado por la literatura realista de la Restauración es muchísimo más que un simple documento, pero también es un documento. Nos ayuda a ver y a comprender una época porque es el resultado de un esfuerzo enorme por comprenderla; por comprender la sociedad y sus mecanismos, pero también a los hombres e incluso al hombre.

En 1898, con la vista puesta en su Paz en la Guerra (1897), Unamuno pretendía definir la novela (la novela del futuro, a partir de... Paz en la Guerra) como fusión de lo pasajero y de lo permanente; es decir, la novela debía «contar una historia por dentro y encajar una ficción en un exterior rigurosamente documentado» (Unamuno, 1966, 773); pero esa novela estaba detrás de él, llevaba por título La Regenta, Sotileza, o Fortunata y Jacinta, y aún más cerca: Realidad, Misericordia y tantas otras. Sin embargo, Realidad (1889) y Su Único Hijo (1891) parece que representan un viraje, o mejor una especie de titubeo, en la obra de Galdós y de Clarín; como si hubiese una dificultad para asumir serenamente la complejidad de lo real.

El autor de novelas realistas necesita tener unas mínimas certezas (fundamentadas objetiva y subjetivamente) respecto a su objeto. Sólo si el novelista tiene la convicción de que domina la realidad puede convertirse en narrador omnisciente; por eso tanto en la novela realista como en la naturalista el narrador domina el mundo novelístico, es superior a los personajes, incluso cuando pretende ocultarse tras la impersonalidad. Las diferencias entre las distintas modalidades narrativas dependen de la distancia entre el narrador y el objeto de la narración. La ironía y el sarcasmo suponen la separación mínima, cuyo fin es ridiculizar o degradar una realidad que se considera despreciable. Este es el papel del narrador-pintor de la ciudad de Vetusta y del mundo de Su Único Hijo, aunque también, a veces, el narrador Clarín muestra que es capaz de recrearse en algunos de sus personajes y de hacerse casi olvidar. Ahora bien, el narrador de la novela realista (y menos aún el de la novela naturalista) nunca se pone verdaderamente en entredicho.

La Regenta (1885) y Fortunata y Jacinta (1887) son, sin duda alguna, las novelas realistas más perfectas en lo que se refiere al dominio del objeto, ya que en ambas el narrador se ajusta perfectamente a la realidad que representa. Se crea así un mundo que, desde el punto de vista de la verosimilitud, es tan real como el propio mundo real; en cualquier caso, ambos están fundados en valores sociales y humanos que son seguros y estables. La Incógnita (1889) y Realidad (1890), que en cierto modo es su continuación, representan un doble giro en la obra de Galdós. Por una parte, desde el punto de vista formal, la primera es una novela epistolar y la segunda una novela dialogada en la que abunda el monólogo; por otra, el fondo, relacionado aparentemente con estas nuevas formas, refleja un ahondamiento en el hombre interior, una búsqueda en las fuentes espirituales del ser. Galdós continuará el experimento de la novela dialogada en La Loca de la Casa (1892), El Abuelo (1897), o Casandra (1905), simultaneándola con la novela tradicional (Torquemada, 1889-1895; Ángel Guerra, 1890-1891; Nazarín y Halma, 1895; Misericordia, 1897).

Es posible que con esta forma de novela Galdós intentase acercar la novela al teatro. De hecho, a partir de 1892 se siente cada vez más atraído por el teatro, pues este medio permite un contacto con el público que la lectura jamás permitirá. Sobre este punto se explicó en 1897, en su discurso de recepción en la Academia, y de manera aún más clara en 1905, en el prólogo de Casandra; más adelante hablaremos de ello.

Observemos por el momento que la novela dialogada abandona la descripción y la narración; o mejor, que la descripción y la narración aparecen indirectamente en las palabras de los personajes, quienes, en consecuencia, son más actores que personajes novelescos. De este modo, lo que se resalta es el drama. En los diálogos y monólogos de Viera, Orozco y Augusta (Realidad), Victoria y Pepet (La Loca de la Casa), etc., aparecen indirectamente los problemas exteriores (los dramas exteriores), pero lo importante en todas estas novelas dialogadas es el drama interior que, como dice Clarín, activa «los grandes móviles del alma». Por consiguiente, esta forma de novela es en principio la más adecuada para revelar la psicología de las personas. Esto es cierto sólo en apariencia, porque, según dice Clarín, al personaje-actor le es muy difícil expresar «en discurso bien compuesto lo más indeciso del alma, lo más inefable a veces». Para Clarín, la novela es superior al drama porque «lo que el autor puede ver en las entrañas de un personaje es más y de mucha mayor significación que lo que el personaje mismo puede ver dentro de sí y decirse a sí propio» (Alas, 1892, 248); lo cual quiere decir que el narrador ha de ser superior a todo el mundo novelesco y no tiene que ruborizarse por esta superioridad. Precisamente, lo que Galdós busca en las nuevas formas novelescas (diálogo, monólogo, novela epistolar, crónica narrada por un personaje) es una manera de ocultar el papel del narrador. Esto ocurre hasta en su novela histórica: en las series tercera, cuarta y quinta de los Episodios Nacionales abundan la crónica y la técnica epistolar.

Galdós admite que busca la atenuación o la desaparición aparente de la función del narrador, en el prólogo de El Abuelo (1897): «la palabra del autor [...] siempre es una referencia, algo como la Historia, que nos cuenta los acontecimientos [...]. Con la virtud misteriosa del diálogo, parece que vemos y oímos, sin mediación extraña, el suceso y sus actores, y nos olvidamos más fácilmente del artista oculto» (Pérez Galdós, 1978, 205, el subrayado es nuestro). ¿Por qué renuncia así el artista (por lo menos en apariencia) a sus derechos de autor novelesco? ¿Por qué al narrador le produce una especie de embarazo asumir su función? ¿Es que duda de su superioridad sobre lo real? ¿Es que no se siente enteramente a gusto ante una evolución social que no consigue dominar y que le preocupa?

Parece ser que, efectivamente, la brusca aparición de los movimientos obreros a partir de 1890 y las conmociones sociales que anuncian perturban en Galdós (al igual que en Clarín) la visión del equilibrio social en el cual se ha sentido hasta entonces hondamente enraizado (Fortunata y Jacinta). Frente a un cambio de la historia que no se alcanza a comprender, Galdós (lo mismo que Clarín) se siente en un principio desorientado, impotente y, sobre todo, culpable de pertenecer a la clase media. «La clase media, la burguesía, que antaño luchó con el clero y la aristocracia hasta destruir al uno y a la otra» ahora, a consecuencia de la evolución de la historia, resultan ser tiranos. En vísperas del «tumulto socialista» del 1 de mayo de 1895, Galdós escribe con amargura: «los tiranos somos ahora nosotros» (Pérez Galdós, 1978, 172). De hecho, los últimos años del siglo son un período de gran confusión. El discurso que Galdós pronuncia con motivo de su recepción en la Academia en 1897, titulado «La sociedad presente como materia novelable» (Galdós, 1978, 173-182), es especialmente significativo y rico en enseñanzas respecto a la postura del autor realista. Éste se encuentra delante de un mundo en plena mutación; donde la alteración que está operándose en las clases parece que se orienta hacia una especie de nivelación; donde los rápidos avances de las ciencias y de las técnicas modifican la vida, y donde, en consecuencia, «la opinión estética» («ese ritmo social», dice Galdós) tiene por ley la volubilidad. En una palabra, el artista, cuyo objeto es la sociedad presente, se encuentra desorientado porque su conciencia de novelista que aspira a la totalidad (a la integridad de la representación humana, según el juicio de Menéndez Pelayo) tiene muchas dificultades para superar los cambios. En estas circunstancias, el «desastre» de 1898 no hace más que acentuar un malestar cuyas causas son, desde el punto de vista social, más profundas: el «98» no es más que el evidente fracaso (previsible, y previsto por muchos intelectuales) de una inveterada política de decadencia.

Es comprensible, por tanto, que el narrador no se sienta en condiciones de asumir una omnisciencia que el autor es consciente de no tener. Ello parece ser una de las explicaciones de que el narrador se oculte tras los personajes; en cualquier caso, Galdós realiza y repite el experimento de 1890 a 1905.

Por añadidura, en el último decenio del siglo el autor de Fortunata y Jacinta se siente cada vez más atraído por el teatro; no se conforma con escribir novelas dialogadas (novelas/teatro o dramas para ser leídos, como lo es también, dice Galdós, La Celestina), sino que hace adaptaciones de algunas de sus obras para el teatro (Realidad, 1892; La Loca de la Casa, 1893; Doña Perfecta, 1896; El Abuelo, 1904) y escribe dramas originales (Electra, 1901; Alma y Vida, 1902; Bárbara, 1905, etc.). El paso de Galdós al teatro no sólo responde a la búsqueda del contacto directo con el público (aventura siempre fascinante para un autor), sino también a una exigencia que podríamos llamar estético-social (y parece que lo mismo sucede en el caso de Clarín, con Teresa). Conforme van precisándose sus simpatías por los socialistas, Galdós parece cada vez más preocupado por la búsqueda de un arte nuevo que sea una especie de síntesis entre la novela y el teatro: «los tiempos piden [...] que la novela [...] sea menos perezosa en su desarrollo y se deje llevar a la concisión activa con que presenta los hechos el arte escénico» (Galdós, 1978); pero tiene clara conciencia de que él no es capaz de crear esa nueva forma novelesca que ha de responder a las exigencias de un público nuevo (ese arte de masas, en cierto modo), y confía en que «los obreros jóvenes que tengan aliento, entusiasmo y larga vida por delante, levantarán la casa matrimonial de la Novela y el Teatro» (Galdós, 1978). La alusión a los obreros (¿de las letras?) jóvenes denota la orientación de su pensamiento. Esa nueva novela y ese nuevo teatro serán sin ninguna duda algo distinto de Juan José, de Dicenta, drama de éxito, desde luego, pero que sólo es una obra al estilo de Echegaray transcrita en un tono demagógico (al menos esto es lo que dice Clarín, a medias palabras por consideración a Echegaray).

En lo que se refiere a Emilia Pardo Bazán, es preciso señalar que vive la crisis de finales de siglo sin ponerse verdaderamente en entredicho; al parecer, sus convicciones católicas la preservan del desconcierto: «sólo descubriréis en cada página -escribe en el “Prólogo” de los Cuentos Sacroprofanos (1899)- dos notas: una imaginación católica, fuertemente solicitada por la dramática belleza de los problemas de la conciencia y de lo suprasensible». No obstante, también ella intenta experimentar, en La Quimera (1905), la novela dialogada, la novela de crónica y la novela epistolar a la vez; pero el narrador omnisciente reaparece en los últimos capítulos para poner en su sitio los elementos dispersos y para concluir. No hay motivo para considerar que La Quimera supone vacilación alguna en las convicciones de la novelista. Tal vez sea un intento de acercarse a la novela dialogada, a la novela-teatro de Galdós; si así fuese, verdaderamente no hay más que un acercamiento.

Pereda, en lo que a él respecta, ya viejo y enfermo, permanece en silencio desde 1897; pero hay que subrayar que cuando ha querido aventurarse fuera de su mundo tradicional, con La Montálvez por ejemplo, no ha conseguido modelar «la materia» de la sociedad de su época. Clarín le ha hecho comprender, con muchos miramientos, que, por mucho que se esforzase en escrutar las realidades del momento, su mente las pensaba con arreglo a valores que ya no tenían actualidad.

Clarín y Galdós son los dos intelectuales más representativos que verdaderamente viven de modo patético los cambios sociales de finales de siglo, puesto que, sin querer (sin poder) renunciar a lo que eran: intelectuales de clase media, se esfuerzan por entender, sin ademanes intempestivos. Rechazando tanto el pesimismo profundo como el entusiasmo superficial, buscan una respuesta digna que pueda conciliar los hondos valores humanos que albergan en sí y la legítima sed de justicia social que se manifiesta a su alrededor. La andadura de Clarín se expresa con firmeza en un centenar de artículos y reviste factura literaria en algunos cuentos (e incluso en Su Único Hijo); ya se conoce bien y no es necesario volver a hablar de ella. Recordemos lo principal: la revolución no resolverá nada mientras que el hombre no se reforme por dentro, porque no puede haber verdadera justicia social sin una mínima caridad (Lissorgues, 1980 y 1984, 55-60).

Toda la obra literaria de Galdós a partir de Realidad (salvo, quizá, los Episodios Nacionales) puede circunscribirse a esa dialéctica que va de lo que es a lo que debería (o podría) ser. Lo que es (la realidad, si así se prefiere) es el ascenso económico y social de la burguesía y su incapacidad para elevar su conciencia artística, moral y espiritual (Torquemada); el fracaso de la revolución burguesa (Ángel Guerra); una humanidad incapaz, en general, de entender e incluso de sentir la fuerza del ideal (Nazarín, Halma); la dolorosa miseria en que están sumidos los seres rechazados por la sociedad (Misericordia); el fanatismo de la falsa religión (Electra, Casandra); la ingratitud y la insensibilidad de la buena sociedad (Misericordia), etc. El novelista contrapone al vacío exterior que constituye la realidad social y humana la posible riqueza del hombre interior. Ángel Guerra, ante toda la vulgaridad económica y materialista que le rodea, desea elevarse hacia esferas más altas. Al vil mundo (descrito según la técnica naturalista) que rodea a Nazarín y a Benina, se contraponen el espíritu y el corazón de los dos héroes (la palabra no es exagerada), animados por su muy cristiana concepción de la vida. La obra de Galdós es lo bastante conocida para que no haga falta multiplicar los ejemplos. Lo dicho es suficiente para formular la pregunta fundamental: ¿son todas estas obras (novela y teatro) realistas? Sí, en lo que se refiere a la descripción del ambiente, al análisis de los mecanismos sociales e institucionales. Antes de escribir su última novela, Misericordia, el autor se ha documentado minuciosamente, como acostumbraba a hacer Zola; ha hecho que le faciliten la entrada a los tugurios de la periferia de Madrid para ver, palpar, aspirar los olores, escuchar... Sin embargo, ni Misericordia ni Nazarín... son novelas naturalistas. La vertiente realista (a veces incluso naturalista, en cierta medida) se ilumina con el resplandor del ideal que llevan en sí algunos personajes, y este ideal, tome el tono de autenticidad y de vida que tome, se impone como valor añadido en el mundo novelesco creado, sólo pertenece a lo real como verosimilitud posible. Por lo tanto, no está fuera de lugar comparar las últimas novelas de Galdós con las del período llamado «tendencioso» (Gloria, 1877; La Familia de León Roch, 1878). Unas y otras son más idealistas que realistas por cuanto proponen soluciones que son reflejo de la visión del autor acerca del hombre y del mundo.

Las novelas realistas más auténticas del siglo XIX son La Regenta y Fortunata y Jacinta, porque no proponen soluciones. Es cierto que contienen posibilidades de evolución humanas y sociales, deseos corporales y espirituales, entre ellos la aspiración a lo absoluto, a la trascendencia, al no se qué, pero todo parece inherente al mundo novelesco. Son obras maestras; es decir, obras que no se repiten. De todas maneras, a fines de siglo ya no parece posible que se escriba una obra maestra realista, dada esa «volubilidad» en los gustos de la que Galdós habla en su Discurso de recepción en la Real Academia y que puede interpretarse como consecuencia de las presiones de la época. ¿Acaso no fue también la presión de la época lo que hizo pasar a Zola de «la historia natural de una familia...» a Los Cuatro Evangelios y a Trabajo?

Precisamente, a fines de siglo, a Zola se le venera de manera especial en España por su postura ante el caso Dreyfus (como muy bien se sabe) y por la nueva orientación de su obra. Aunque las traducciones de algunas novelas de Los Rougon-Macquart, editadas por Maucci (Barcelona), obtienen, al parecer, cierto éxito de ventas -Pérez de la Dehesa (1971b) menciona tiradas del orden de 100.000 ejemplares-, el naturalismo de Zola es unánimemente criticado a finales de siglo. Galdós y Clarín repiten lo que siempre han dicho: el naturalismo ha sido un avance, pero Zola se ha encerrado en un sistema demasiado exclusivo que niega la libertad humana y rechaza el misterio y la trascendencia. En opinión de Unamuno (1959, 846), Zola ha construido un sistema basándose en una falsa concepción de la ciencia. Las mismas críticas le hace Emilia Pardo Bazán, quien reconoce, como Clarín, que, afortunadamente, en Zola prevalece el artista y el poeta sobre el aspecto pseudocientífico de su teoría (Pardo Bazán, s.a.).

En el último decenio, bajo la presión del momento, Germinal se considera un símbolo -un tanto inquietante para muchos (entre ellos Clarín y Galdós) hacia 1890-1902, antes de convertirse, para algunos, en una bandera que agitan con gran fuerza y abandonan con igual rapidez (Grupo Germinal)-. Luego, Germinal se convierte en la representación de una realidad que hay que tratar de entender y con la cual habrá que intentar vivir (Galdós, Clarín).

Con todo, la obra que más interés despierta en la crítica es Trabajo, cuya traducción, realizada por Clarín, se publica en 1901. «Es un acontecimiento literario y hasta cierto punto social», escribe Clarín en el prólogo, y aprovecha la oportunidad para hacer una valoración de la evolución estética e ideológica de Zola, cuya «inmensa fuerza de novelista» siempre ha admirado. En 1900, el autor de La Regenta hace de nuevo el elogio de lo que él llama naturalismo estético: a su juicio, aunque éste se apoye en una ciencia muy discutible, la «ciencia de artista» de Zola se encuentra en otro punto, «en la observación y la experimentación del poeta»; sin embargo -seguimos expresando el punto de vista de Clarín-, las circunstancias sociales y las nuevas tendencias (cuyos representantes son Tolstoi, Ibsen, etc.) han hecho que el autor de Germinal crea que su naturalismo estético está ya manido y han provocado en él la necesidad de seguir la corriente; es decir, de lanzarse a la novela de tesis. Clarín discute y critica ese ideal social que le parece elemental, ingenuo y poco convincente, pero lamenta sobre todo que Zola haya tomado el camino de la imaginería utópica. De hecho (y por eso hemos seguido a Clarín hasta este punto de su crítica), Trabajo es una novela de tesis que está totalmente impregnada de simbología idealista y que propone soluciones (muy superficiales y, por ende, poco creíbles) para resolver la cuestión social. Nos cuesta mucho creer que Trabajo suscitara «el entusiasmo del mundo obrero», tal y como afirma Pérez de la Dehesa (1971b), pues la utópica unión de capital y trabajo que se plantea en la novela es de las más ambiguas. Es difícil no compartir el punto de vista de Henri Mitterand, resumido en el insistente juicio crítico que sigue (1980, 162): «Así pues, en Trabajo el vaticinio anarquista se combina sin dificultad con la imaginería evangélica y con una chapuza sociopolítica heredada de los ensueños furieristas».

Salvando las distancias, la evolución de Blasco Ibáñez sigue el mismo esquema que la de Zola. Es especialmente significativa, ya que se produce en un espacio de tiempo relativamente corto, de 1894 (Arroz y Tartana) a 1903 (La Catedral), y muy característica de la dinámica vitalidad del novelista valenciano. Éste nos ofrece un vigoroso análisis de los distintos espacios vitales de la región valenciana: la ciudad, el mar, la huerta, los naranjales; análisis que está muy condicionado por los presupuestos naturalistas definidos y aplicados por Zola, sobre todo al principio (Arroz y Tartana), pero que es fruto de un temperamento, de una personalidad y de un «modo especial y propio de ver la vida» (Blasco Ibáñez, 1961, tomo I).

No está de más señalar que estas primeras novelas (publicadas en un principio como folletines, en El Pueblo de Valencia) de inspiración naturalista fueron muy bien acogidas por la crítica (Unamuno, Clarín) alrededor de 1900. La Barraca (1899), sobre todo, de la que, según su autor, sólo se vendieron 500 ejemplares en la primera-edición, fue ganando el favor del público, hasta el punto de hacerse tiradas de 100.000 ejemplares alrededor de 1920. Por consiguiente, por debajo de las variaciones de tendencia que agitan a la élite intelectual, el público popular de la intrahistoria sigue siendo fiel a la novela. Evidentemente, la teoría de las generaciones no permite que se tome en cuenta esta dimensión cultural.

Ya desde 1903, el fogoso militante republicano que Blasco es introduce en sus obras de creación una dimensión social abierta al futuro: en La Catedral y en La Horda (1905) la realidad está vista a través de la idea de una posible transformación social. En ellas, al igual que en Trabajo, aparece esa especie de dialéctica más o menos implícita entre una visión de la realidad, observada con cierto deseo de objetividad, y una concepción (convicción, ideal, utopía) que es la del autor y que tal o cual personaje encarna más o menos bien (todo el arte está en eso). Ahora bien, ¿es que esa dialéctica (tal vez la palabra no sea la mejor) entre la realidad real que se quiere ver y la realidad posible a la que se aspira no condiciona toda la producción novelesca (y a menudo el teatro) durante el último decenio del siglo XIX? ¿No aparece tanto en Galdós, Clarín, Pardo Bazán y... Tolstoi como en Ibsen, Zola y Blasco Ibáñez?

En el fondo, la estructura (no necesariamente la calidad) de las novelas de la condesa de Pardo Bazán es análoga a la de las obras de Galdós. En todos los casos la novela está basada en la contraposición entre personaje y medio, y es el relato de la lucha entre el mundo exterior (mejor o peor captado) y las fuerzas interiores (más o menos complejas). En Pardo Bazán el conflicto se resuelve, siempre a favor de la religión, con la vuelta a las creencias, a Dios, lo cual evita que los personajes se hundan en el vacío del medio. En Galdós, se impone la fuerza del ideal (impregnado siempre de espiritualidad). Da igual que el personaje pierda; Nazarín y Tristana viven su aspiración (su sueño) y eso es lo que importa: lo posible se desprende de la contingencia, el espíritu es superior al medio (ésta es también la enseñanza de Su Único Hijo). Las razones para tener esperanza se buscan mucho más en el individuo que en la historia.

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La realidad novelesca, tanto si se proyecta hacia la utopía (Zola, Tolstoi) como si entraña un ideal cristiano (Clarín, Pardo Bazán, Galdós, Tolstoi), se concibe con una visión dinámica, reflejo de un período de transición, a la que cada cual atribuye un sentido de acuerdo con sus propias convicciones.

En torno a 1900, los novelistas que entre 1880 y 1890 han cultivado, por necesidad ética y estética, la novela realista (enriquecida con ciertas orientaciones naturalistas) parecen movidos por la obligación de dar un nuevo sentido (una nueva dirección) a la realidad social y humana: el de su propia convicción. Sólo así la sociedad de la época, cuyos valores están en crisis, puede seguir siendo materia novelable. Sólo gracias a que el creador puede dar por sí mismo un nuevo sentido a su misión el narrador recobra su superioridad omnisciente. Sin embargo, parece que la situación de la época ya no permite en España (ni en otros lugares) la «serenidad» que requiere la escritura de una novela de la interioridad «pura» como lo es ante todo La Regenta, ni tampoco el «equilibrio» entre el novelista y el objeto de su estudio, que ha llevado a la creación del mundo novelesco de Fortunata, La Regenta y Los Rougon.

Las nuevas condiciones sociales, la crisis de valores (acentuada o agravada por el «desastre» del 98) señalan el final de un realismo: el que confiaba en una inmanente evolución de la sociedad burguesa, y como la idea de revolución latente hace que el mundo de mañana sea imprevisible, la realidad de hoy sólo puede proyectarse en el futuro a través de un ideal (el del creador). El nuevo arte realista que se impone alrededor de 1900 es sin duda menos realista, pero tal vez, como Unamuno deseaba (1966, 763), más real.







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