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Cultura indígena e impronta femenina en dos loas de Sor Juana Inés de la Cruz1

Carmela Zanelli





En el presente análisis pretendo contrastar las estrategias discursivas de la representación de la cultura indígena en dos piezas dramáticas similares por su tema y circunstancias como son las dos loas que preceden a El divino Narciso y El cetro de José, dos de los tres autos sacramentales que compuso Sor Juana Inés de la Cruz2. En la primera escena de la loa que precede al auto sacramental de El divino Narciso y que inaugura todo el conjunto teatral, los personajes que representan el mundo indígena -América y Occidente- se disponen a celebrar el Teocualo («Dios es comido») en honor del dios Huitzilopochtli3. La escena segunda trae consigo la irrupción inesperada de los personajes que representan el mundo europeo -la Religión Católica y el Celo-, quienes impiden la celebración de los antiguos cultos y propician la imposición militar del mundo y cultura europeos con el propósito de convertir al catolicismo a los indígenas. De esta manera, en escena se presenta «de manera alegórica y forzosamente esquemática la doble conquista temporal y espiritual de América» (Bénassy-Berling 1983: 307). La ceremonia del Teocualo (y con ella el sacrificio humano) es defendida en el ardoroso alegato de América e interpretada -no sin una gran dosis de sorpresa por el personaje de la Religión Católica- como prefiguración del Misterio de la Eucaristía. De la misma manera, los ritos de purificación que precedían dicha ceremonia, descritos también por América, son también «leídos» por la Religión Católica de forma ambivalente, como un remedo o cifra del Sacramento del Bautismo.

En la loa de El cetro de José, si bien no se llegan a representar directamente las prácticas rituales de la cultura indígena, la Fe, la Ley de Gracia, la Ley Natural, la Naturaleza y la Idolatría polemizan y discuten abiertamente, aunque de manera más abstracta, sobre los sacrificios humanos, la antropofagia ritual y la poligamia. La Idolatría, solitaria representante en esta loa del mundo indígena, defiende tanto la continuación de los sacrificios humanos como la práctica de la poligamia aun después de producida la conquista y la evangelización. En El cetro de José, la discusión se centra en la recuperación teológica de aspectos de la cultura indígena sin el ingrediente de la dramatización de la dimensión histórica que sí ocurre en la loa de El divino Narciso4.

A modo de hipótesis, sostengo entonces que la monja jerónima se aboca en el espacio de las dos loas a la tarea de recuperar una dimensión teológica de la cultura indígena dentro de los paradigmas de la cultura occidental, aunque conseguida a través de diferentes énfasis en cada uno de los textos. Esta recuperación la realiza en cada ocasión con base en la estrategia del contrapunto entre dos personajes femeninos, aquel que representa el mundo indígena (América e Idolatría) y aquel que representa la cultura europea (la Religión Católica y, fundamentalmente, la Fe en El cetro de José) como se verá en el presente análisis. Es este último aspecto el que denomino «impronta femenina».

El conjunto de la producción teatral de Sor Juana, que incluye -además del teatro sagrado- comedias, sainetes y loas de temas profanos, se inscribe en la senda del teatro de Pedro Calderón de la Barca5. El auto sacramental, género literario singular propio de la cultura hispánica, adquiere forma definitiva bajo el espíritu de la Contrarreforma. El auto -dice Marcel Bataillon- «fue una transacción entre las costumbres de celebrar el Corpus con representaciones teatrales y las exigencias de la reforma católica» preconizada por el Concilio de Trento (apud Paz 1982: 448). Los autos sacramentales, que descienden del teatro religioso medieval, se representaban durante la fiesta del Corpus Christi para propiciar la reafirmación de la fe cristiana en un ambiente celebratorio. A partir de Calderón, el auto dejó de «ser una historia prodigiosa y se convierte en una alegoría intelectual [...] en una construcción no de conceptos sino de imágenes-conceptos, no de ideas sino de personajes-ideas» (Paz 1982: 449). En todo auto sacramental hay un asunto y un argumento; el asunto es siempre el mismo -la representación del misterio de la Eucaristía- mientras que hay una gran variedad de argumentos que corresponden a los diversos ropajes utilizados para discutir el asunto6. Se puede utilizar un pasaje bíblico como ocurre en El cetro de José, un argumento mitológico -como en El divino Narciso- o uno de carácter histórico-legendario para dramatizar el tema o asunto.

Se puede sostener que la monja es, en gran medida, una escritora acorde con el orden dogmático imperante, no obstante, como trato de demostrar en el presente estudio, Sor Juana aprovecha la complejidad conceptual del auto sacramental, la naturaleza alegórica y simbólica de este gran vehículo de propaganda doctrinal con el objetivo de integrar en el espacio de las loas a la cultura indígena americana.

Las loas, que preceden a los autos sacramentales, alcanzaron con Calderón una complejidad similar a la de los autos sacramentales que preceden, sin perder, por ello, su carácter introductorio. Las loas sorjuaninas no son, por cierto, la excepción. Mediante el ingenioso recurso del «teatro dentro del teatro», el personaje de la Religión Católica en la loa de El divino Narciso y el de la Fe en la loa de El cetro de José se proponen convertir a los indígenas -América y Occidente en la primera loa e Idolatría en la segunda- a través de la representación del Misterio de la Eucaristía en los autos respectivos. La Fe y la Religión Católica se desprenden del conjunto de personajes y se erigen como las autoras de los respectivos autos que se disponen a representar. De esta manera, los personajes indígenas de las dos loas se convierten en espectadores del auto, el cual surge a modo de ejemplo para lograr la conversión definitiva de los indígenas. El aspecto interesante es que mediante este típico recurso de refracción barroca, que borra los márgenes entre la ficción y la realidad, que convierte a algunos personajes en observadores y a otros en observados, Sor Juana dramatiza uno de los mecanismos utilizados durante las campañas de evangelización -las representaciones del teatro misionero, cuyo objetivo era adoctrinar a la población indígena. No obstante, es necesario recordar que al menos El divino Narciso y su loa introductoria, tal como se desprende de pasajes de la misma loa, se escribieron para ser representados en Madrid. Es importante insistir en que el público al que estaba dirigido el conjunto teatral (loa y auto) era europeo y que, al menos dicha obra, no estuvo pensada nunca para el pueblo mexicano y menos para el indígena. Ahora bien, al tratarse de un auto sacramental, éste tiene un carácter marcadamente celebratorio y está dirigido al feligrés y no debe confundirse, en modo alguno, con los propósitos del teatro misionero de las etapas iniciales de la conquista7.

A diferencia de El divino Narciso, en la loa de El cetro de José no se alude en ningún momento a las circunstancias extratextuales de la representación del auto o de la loa, aspecto que empobrece el conjunto y no se tienen datos precisos sobre la época de su producción ni para qué público fue pensado. En todo caso, tal como afirma Octavio Paz, no hay noticias de que ninguno de los autos de Sor Juana se haya representado en México (1982: 450). Parece más bien, como ocurre claramente en el caso de El divino Narciso (y también con El mártir del Sacramento: San Hermenegildo) que los receptores que la poeta tenía en mente en los tres casos eran el pueblo y la corte españoles8.

Las loas reflejan hasta cierto punto la problemática de los autos al sugerir que la cultura americana podría ser argumento digno para representar el misterio eucarístico, aunque no llegan propiamente a hacerlo. En este sentido, ninguna de las loas es un auto en miniatura dado que no llega a producirse la representación de la Eucaristía a través de un argumento de la mitología o historia nahua, como podría esperarse; aunque sí se discute la naturaleza de los rituales indígenas.

Antes de analizar en detalle cada una de las loas, es oportuno preguntarse qué función cumple cada loa considerando el conjunto conformado por cada loa y su auto respectivo9. El auto sacramental de El divino Narciso consiste en la transformación audaz del personaje mitológico de Narciso, quien ocupa la posición de Cristo. Éste busca redimir a su amada -la Naturaleza Humana- siempre y cuando ésta recupere la Gracia divina y se convierta en su imagen reflejada en la fuente de aguas vivas, símbolo que representa el carácter mediador de la Virgen María. Desde la primera escena del auto, el personaje de la Naturaleza Humana -al asumir momentáneamente el papel de autora de la obra que se está a punto de representar- ilumina mediante un comentario metatextual los dos niveles que configuran la alegoría, los que a su vez corresponden a las dos matrices discursivas principales de El divino Narciso: el texto del Antiguo Testamento representado por el personaje de la Sinagoga y la antigüedad pagana representada por el personaje de la Gentilidad. De la primera, la autora tomará el sentido -o cuerpo de la idea- y de la segunda, las voces -es decir, «los poéticos primores/ de la historia de Narciso» (I.1: 147-148)10.

¿Qué significa, entonces, incorporar a la cultura indígena en el espacio introductorio de la loa? Sor Juana eleva a la cultura indígena mesoamericana al establecer un paralelo con esa otra antigüedad más conocida y aceptada como era la cultura grecolatina. De este modo, el punto de contacto entre los ritos americanos y los cristianos se cristaliza a través del auto que recoge la alegorización de la fábula clásica de Eco y Narciso. Es el personaje de la Religión Católica quien establece este nivel de identificación entre las dos culturas paganas, al ofrecerles a América y Occidente el auto para que sepan «que también había/ entre otros Gentiles, señas/ de tan alta Maravilla» (V: 425-434). En este conjunto configurado por la loa y el auto de El divino Narciso, destacan los mecanismos alegóricos basados en la similitud, tanto en la construcción de los personajes alegóricos del auto como en el reconocimiento de las semejanzas formales entre los ritos indígenas y los sacramentos cristianos.

En El cetro de José, el pasaje alegorizado pertenece al Antiguo Testamento, donde se realiza la transposición de la historia bíblica de José en Egipto para convertirla en una prefiguración de Cristo, donde se equiparan los sueños de José con un conocimiento dado por Dios (Merrim 1991: 111). ¿Qué significa en este caso incorporar el mundo indígena en la loa precedente? Como señala Octavio Paz, «no es lo mismo ver un anuncio de la Eucaristía en los ritos de unos idólatras antropófagos que en un episodio de la Biblia» (1982: 458). Responderé a la contradicción aparente con un pasaje de la otra loa de la propia Sor Juana. En las primeras escenas del auto de El divino Narciso, la Naturaleza Humana -el personaje femenino que ocupa la posición de autora del auto- dice a la Sinagoga:



y tú, Sinagoga, cierta
de las verdades que oyes
en tus profetas, a Dios
le rindes veneraciones;

aunque vendrá tiempo, en que
trocándose las acciones
la Gentilidad conozca
y la Sinagoga ignore...


(I.1: 66-69; 74-77)                


Es claro que no bastan las verdades de los profetas del Antiguo Testamento; vendrá un tiempo cuando el pueblo judío ignore la verdad revelada en la vida y muerte de Jesucristo y cuando el mundo pagano de la Gentilidad conozca. Sor Juana se refiere en este pasaje del auto de El divino Narciso al mundo pagano de la Antigüedad, pero podría también referir a esta recién conocida Gentilidad -la americana- que ahora desconoce pero que alcanzará también la verdadera religión.

Para responder a la interrogante de por qué Sor Juana incluye elementos de la cultura ritual y religiosa de la cultura indígena mesoamericana, es necesario observar en detalle y contrastar las distintas estrategias de representación de esta cultura en cada una de las loas. Resulta especialmente significativo el modo como se presentan en escena, ritos, tradiciones y costumbres indígenas y cómo se construyen sus personajes. La primera escena de la loa de El divino Narciso se abre con la danza del tocotín, donde indios e indias se encuentran ataviados con mantas y huipiles, llevando en las manos plumas y sonajas; mientras bailan, canta el personaje de la Música, quien exhorta a todos los presentes a participar en la fiesta del Gran Dios de las Semillas, epíteto que constituye para José Rojas Bez una «humanista y acertada sustitución» del temible y sangriento dios guerrero Huitzilopochtli (1988: 57)11. La alusión velada a este dios nahua evidencia la estrategia seguida por Sor Juana, la cual consiste en ofrecer una representación más asequible de las culturas americanas, sin dejar de mencionar, aunque de manera indirecta, los sacrificios humanos. Al reparar en las acotaciones escénicas, Occidente está vestido de indio galán y lleva además una corona. América, por su parte, es una india bizarra, ataviada con mantas y huipiles. La presencia del canto (y en este caso también de la danza) convierte al texto en ritual festivo de carácter litúrgico12. Lo curioso es que la «liturgia» resaltada en la primera escena de la loa sea nada menos que el ritual pagano en honor de Huitzilopochtli. Es muy revelador advertir que éste recibe el mismo tratamiento festivo de la liturgia católica. De este modo, Sor Juana presenta los ritos indígenas en un contexto de toda solemnidad y respeto13. La llegada de los españoles perturba la armonía y festividad de las celebraciones iniciales. Aparecen la Religión Católica de dama española y el Celo, disfrazado de capitán general (representando, de esta manera, el brazo armado de la religión). La aproximación del personaje de la Religión Católica a los rituales celebrados por América y Occidente es ambivalente. Por un lado, según Jorge Checa, «el Teocualo y otros ritos sangrientos no son sino cultos maliciosamente incitados por el demonio», los cuales son interpretados como una desfiguración o como remedos de las Sacras Verdades. Por otro lado, parece insistirse en la posibilidad de asimilar a las poblaciones indígenas al cristianismo, tomando como base justamente el parecido de sus ritos a los ritos cristianos (Checa 1990: 198-199). Según este segundo punto de vista, se insistiría, más bien, en una prefiguración o cifra de esas mismas verdades en los ritos americanos. La postura frente a los ritos indígenas, como se había advertido antes, es ambivalente.

La estrategia seguida en la loa de El cetro de José es, claramente, la opuesta. En la primera escena se describe también una celebración acompañada de música pero no se trata ni de ritos ni de música indígena. La Naturaleza Humana es duplicada y desdoblada en el personaje de la Ley Natural que supone un mayor grado de abstracción. Lo mismo ocurre con la pareja conformada por la Fe y la Ley de Gracia14. Los cuatro personajes alegóricos celebran al «nuevo Sol de la Fe», que no es otro que Jesucristo (I: 1). Jesucristo es el nuevo sol de justicia que ha liberado a la naturaleza humana, como se verá más adelante, de la tiranía de los sacrificios humanos. Se trata de un «nuevo Sol» en oposición al sol que animaba la «estirpe antigua» de los «nobles mejicanos» que no era sino otro de los atributos de Huitzilopochtli, tal como afirma el personaje de la Música en los primeros versos de la otra loa, en El divino Narciso:


Nobles Mejicanos
cuya estirpe antigua,
de las claras luces
del Sol se origina.


(I: 1-4)                


En El cetro de José, la Fe se dirige a la Naturaleza y celebra con regocijo «la nueva conversión/ de las Indias conquistadas» (I: 51-52). La «América abundante» de «provincias tan dilatadas» y «naciones varias» ha estado privada de la Fe durante muchos siglos (I: 57-59). De igual manera, señala ardorosamente la Fe, la Ley Natural no sólo ha estado separada de la Ley de Gracia sino violentada por la Idolatría, quien gracias a la práctica de los sacrificios humanos ha violado sus preceptos. En términos de la Fe, la Ley Natural ha sido...


indignamente hollada
de la ciega Idolatría,
cuyas sacrílegas Aras,
a pesar de tus preceptos,
manchadas de sangre humana,
mostraban que son los hombres
de más bárbaras entrañas
que los brutos más crüeles,
pues entre éstos no se halla
quien contra su especie propia
vuelva las feroces garras;


(I: 64-75)                


El personaje de la Fe esgrime algunas de las tesis usadas por Juan Ginés de Sepúlveda en la larga polémica sobre la naturaleza del indio, que culmina en el debate que sostuviera Sepúlveda con Bartolomé de las Casas en Valladolid en 1550. En el Democrates Alter, Sepúlveda sostiene que el crimen de devorar carne humana es una de las causas de una guerra justa. Este texto fue escrito por pedido del Cardenal Loaysa para justificar el dominio español sobre las Indias (Adorno 1992: 52-7). Quien irrumpe la animada discusión doctrinal es ahora, al revés de lo que ocurría en El divino Narciso, el personaje indígena llamado Idolatría: «(Sale la Idolatría, de India:)», advierten las acotaciones a la segunda escena. Llama la atención el nombre que recibe el personaje que representa el mundo indígena en El cetro de José, hecho que implicaría un juicio absoluto, y por cierto negativo, del carácter de las prácticas religiosas. No obstante, Marie-Cécile Bénassy-Berling, apunta que, «pese a su nombre, no es en absoluto una furia que invade la escena para escandalizar al espectador» (1983: 311). La Idolatría, quien se presenta como «Plenipotenciaria/ de todos los Indios» (II: 272-273), lamenta con rabia el haber sido privada de «la Corona,/ que por edades tan largas/ pacífica poseía» (II: 235-7). Resuenan casi las mismas palabras del personaje de América en El divino Narciso quien exclama: «¿Qué Naciones nunca vistas/ quieren oponerse al fuero/ de mi potestad antigua?» (II: 113-115). Insisten ambos personajes en la autoafirmación de sus antiguos derechos. La Idolatría califica de tiranía la prédica y prácticas de la Ley Cristiana, iniciadas gracias a la fuerza de las armas. Idolatría le reclama a la Fe y cuestiona así la imposición del cristianismo: «a cuyo fin te abrieron/ violenta senda las armas» (II: 241-2). Le increpa a la Fe que tiene a sus gentes «avasalladas/ de tu activa persuasión,/ todos tus dogmas abrazan» (II: 248-50). En palabras del personaje indígena, Sor Juana se permite criticar los excesos de la conquista militar, cuya violencia fue muchas veces justificada por motivos religiosos. Pero Idolatría nada consigue. Ante el fracaso, la Idolatría cambia de estrategia y se manifiesta dispuesta a aceptar que sus deidades son falsas pero insiste en la necesidad de continuar con los sacrificios humanos, ahora, en honor del «verdadero» Dios. El error estaba en el objeto de culto y no en la práctica ritual del sacrificio:


Pues el yerro,
no en el Sacrificio estaba,
sino en el objeto, pues
se ofreció a Deidades falsas;
y si ahora al verdadero
Dios quieren sacrificarla,
pues el error fue el objeto,
mudar el objeto basta.


(II: 293-300)                


Ante este singular pedido, la Naturaleza explica que Dios le dio vida a los hombres no para ser quitada; la Ley de Gracia, por su parte, replica que Dios busca no sólo que el pecador viva, sino que éste alcance la Gracia divina; finalmente, la Ley Natural señala cómo le repugna que los hombres maten a los hombres. Ante la avalancha de objeciones, la Idolatría asume sorprendentemente su propia rusticidad cuando afirma lo siguiente: «Yo no entiendo de cuestiones./ Bárbara soy; y me faltan,/ para replicar, principios» (II: 317-9; las cursivas son mías). Contrasta, en apariencia, con la altivez desplegada por América y Occidente en la defensa de sus propias creencias y en el ejercicio de su libre albedrío, aun en situación de cautiverio. En esta línea destaca especialmente el orgullo de América, personaje indígena femenino de la loa de El divino Narciso, quien desde el primer momento le había exigido al Occidente que desoyera las razones de los europeos para así proseguir con la observación del culto al dios indígena, el Dios de las Semillas. Una vez consumada la conquista militar, América se resiste a someterse ideológicamente a la Religión Católica y se dispone a resistir a las «intelectivas armas», tal como se observa en el siguiente pasaje, cuando América le responde airada a la Religión Católica. Es importante observar que el albedrío de América, elemento fundamental de la doctrina católica, está orientado aquí hacia las creencias paganas:


Si el pedir que yo no muera,
y el mostrarte compasiva,
es porque esperas de mí
que me vencerás, altiva,
como antes con corporales,
después con intelectivas
armas, estás engañada;
pues aunque lloro cautiva
mi libertad, ¡mi albedrío
con libertad más crecida
adorará mis Deidades!


(III: 226-236; las cursivas son mías)                


Aparentemente se ha observado una debilidad de carácter en el personaje de la Idolatría, sobre todo en contraste con la resuelta fortaleza de América. No obstante, volviendo a la loa de El cetro de José, la Idolatría, al definirse como bárbara, parece utilizar una de las tantas «tretas del débil» que Sor Juana prodiga en la articulación retórica de su célebre «Respuesta a Sor Filotea» y que parecen repetir, sobre todo, sus personajes femeninos (y los indígenas, en estos casos)15. Lejos está el personaje de la Idolatría de socavar su propia autoridad con el autocalificativo de bárbara, más bien es una estrategia que le sirve para argumentar con tenacidad y defender la continuación de los sacrificios humanos. Desde su perspectiva, éstos no sólo son el plato más sabroso sino tienen la virtud de asegurar la regeneración de la vida. Desde su cosmovisión, Idolatría sostiene que «las Deidades se aplacan/ [sólo] con la víctima más noble» (II: 348-349). Como se había visto ya, Sor Juana había puesto en boca de la Ley Natural argumentos usados por Ginés de Sepúlveda y Francisco de Vitoria como causas de la Guerra Justa, ahora la Idolatría esgrime argumentos lascasianos para explicar la antropofagia ritual. Bartolomé de las Casas había llegado a explicar y justificar la existencia de sacrificios humanos en algunas civilizaciones indígenas como indicios de la presencia de una dimensión sagrada en estas culturas que demostraban que eran capaces de dar lo más preciado como era la propia vida en honor de sus divinidades.

En la loa de El divino Narciso, Sor Juana construye la descripción de los rituales indígenas a partir de fuentes históricas clásicas tales como la Monarquía Indiana de Juan de Torquemada y cartas y crónicas relativas al período de conquista. Sor Juana no parece alejarse de una interpretación ortodoxa de lo que significó el período de conquista y posterior evangelización, no obstante, podría haber accedido a otras fuentes tales como la importante documentación en lengua nahua que poseía su gran amigo, el erudito Carlos de Sigüenza y Góngora16. Ahora bien, Sor Juana superpone a esta base informativa la lectura que de los ritos indígenas hace su personaje -la Religión Católica-, la cual sigue los pasos exegéticos de San Agustín en Sobre la doctrina cristiana17. En efecto, se ha observado cómo a la vez las prácticas rituales indígenas son «leídas» tanto como remedo diabólico pero también cifra o prefiguración de las santas verdades.

En suma, es importante resaltar que la novedad que el Nuevo Mundo ofrecía se convirtió en una suerte de «malestar metafísico». Tal como señala Anthony Padgen, el mundo americano no sólo quedaba fuera de la experiencia europea sino también fuera del conjunto de textos, que durante el siglo XVI, constituía la base de su conocimiento (1986: 2)18. Sor Juana, haciendo uso de buena parte de ese conjunto de textos, busca responder a su modo al problema teológico que supuso el «descubrimiento» del Nuevo Mundo, es decir, determinar el estatuto de estos nuevos pueblos paganos con respecto a la Ley de Gracia. En un caso, a través de la comparación con el mundo grecolatino, y, en el otro, en el contraste con el mundo del Antiguo Testamento.

Me resta discutir la «impronta femenina» a la que hacía referencia en el título y utilizo para ello algunas sugerentes ideas de Stephanie Merrim. Sin menoscabar la influencia de Calderón en la práctica teatral de Sor Juana, Merrim sostiene que Sor Juana le da voz a una escritura personal por debajo de la máscara de las convenciones teatrales dominantes. Esta escritura personal consiste en escribir una y otra vez la misma obra -sea ésta una comedia o un auto sacramental- la cual repetidamente recrea el drama de la mujer dividida, la heroína luminosa en contraposición a la heroína oscura (1991: 95)19. Que mejor ejemplo que la oposición entre la mujer indígena y la mujer española para ilustrar esa dicotomía entre la mujer oscura y la mujer luminosa no sólo en términos étnicos sino culturales. Este personaje femenino oscuro está asociado, según las tesis de Merrim, con las esferas de la altivez, el demonio y el conocimiento. «¿Quién eres tú?» -pregunta la Fe a la Idolatría- «que te opones,/ sacrílegamente osada,/ a estorbar nuestros intentos?» (II: 261-3; las cursivas son mías). La Idolatría representa la esfera del conocimiento y la creencia de la cultura indígena; claramente este personaje se autodefine como...


Alegórica idea,
consideración abstracta
soy, que colectivamente
casi todo el Reino abraza.


(II: 267-9)                


Había dicho también que era bárbara con el fin de acceder a un conocimiento mayor: la verdad revelada en el Misterio de la Eucaristía. Dice no entender «eso/ de hacerse Cristo Vianda,/ es dura proposición» (II: 417-9). Afirma su ignorancia con el único propósito de saber más. Lo mismo ocurre con América en El divino Narciso, ésta insiste en proseguir con el culto profano al que el Demonio la incita, según la Religión Católica. En varias ocasiones, la Religión Católica se dirige a América y la llama «ciega Idolatría» (IV: 294). Pero América se resiste y reclama: «Ya que esas tan inauditas/ cosas quiera yo creer» (IV: 368-9). Más adelante, América añade: «Como me das las noticias/ tan por mayor, no te acabo/ de entender...» (IV: 392-94).

Se puede apreciar que los personajes indígenas no son espectadores pasivos de sus respectivos autos sacramentales; América y la Idolatría han optado por conocer y exigen vivamente ver las imágenes que ilustren el Misterio de la Eucaristía: «¿Y no veré yo a ese Dios/ para quedar convencida» -pregunta América (IV: 377-378). «Pues explícamela» -replica la Idolatría (II: 386). El conocimiento, y sobre todo el conocimiento «verdadero», el de la verdad revelada es claro feudo del mundo europeo pero los personajes indígenas, y sobre todo los femeninos, son personajes involucrados en el proceso de autoaprendizaje. Altivez y orgullo los caracterizan al defender sus creencias, pero luego es la curiosidad la que los inclina a exigir una explicación plena del difícil Misterio de la Eucaristía. Sus creencias han sido más de una vez calificadas como el resultado de la influencia del Demonio, pero como se ha visto, América e Idolatría quieren ver para poder entender. Como respuesta, la Religión Católica opta por una «pedagogía de la visión», en efecto, la Religión Católica explica claramente dicha tesis:


te la mostraré; que ya
conozco que tú te inclinas
a objetos visibles, más
que a lo que la Fe te avisa
por el oído; y así,
es preciso que te sirvas
de los ojos, para que
por ellos la Fe recibas.


(IV: 405-12; las cursivas son mías)                


Para finalizar la reflexión presente, analizaré la última escena de la loa de El divino Narciso, donde, como se había adelantado, se ofrece importante información sobre las circunstancias extratextuales de la representación. Si bien esta información no se ofrece en la loa de El cetro de José, el análisis de este segmento iluminará y me permitirá profundizar la reflexión emprendida sobre la importancia de la presencia de la cultura indígena y de los personajes femeninos en el espacio textual de las dos loas. Al retomar el análisis de la quinta escena de la loa de El divino Narciso, se hace evidente que Sor Juana explica, mediante la discusión, primero entre el Celo y la Religión Católica, la naturaleza de la representación teatral que ha ofrecido a sus espectadores indígenas. La Religión Católica más adelante le explica al Celo que utilizará una representación teatral y más precisamente un auto sacramental para representar los Misterios.


De un Auto en la alegoría
quiero mostrarlos visibles,
para que quede instruida
ella, y todo el Occidente,
de lo que ya solicita
saber.


(V: 418-423)                


El Celo cuestiona a la Religión Católica que la obra, escrita en México, sea representada en Madrid. A partir de esta discusión, la Religión se desprende del conjunto y se erige como la autora no sólo de la obra que se va a representar (el auto) sino de la loa misma. El Celo le dice: «¿cómo salvas la objeción/ de que introduces las Indias,/ y a Madrid quieres llevarlas?» (V: 459-61). La respuesta del personaje es muy interesante y abre más que respuestas agudas interrogantes:

               



y aquestas introducidas
personas no son más que
unos abstractos, que pintan
lo que se intenta decir,
no habrá cosa que desdiga,
aunque las lleve a Madrid:
que a especies intelectivas
ni habrá distancias que estorben
ni mares que les impidan.


(V: 462-72)                


Por un lado, la Religión Católica o personaje-autor pone en claro las falacias del arte y de toda representación teatral; los personajes indígenas (y en realidad todos ellos) no son más que artificios, «especies intelectivas». Pero, por otro lado, «aquestas introducidas personas», es decir, las Indias, algo «intentan decir». La pregunta implícita que se plantea es qué sentido tiene para Sor Juana representar al mundo indígena y ofrecer dicha representación al pueblo y corte españoles, público al que tenía dirigido todo el conjunto teatral de El divino Narciso. A diferencia de los primeros cronistas, sacerdotes y teólogos, como los involucrados de la disputa de Valladolid, Sor Juana enfrenta el tema de la conquista y evangelización más de un siglo después de producidos los hechos. Su aproximación pasa por una reflexión histórica y algunos críticos -tal es el caso de Mabel Moraña- han visto en obras como éstas la emergencia de una conciencia criolla (1988). En este caso, la exaltación positiva de la cultura indígena, en especial, el rito central que sostenía la regeneración de la vida como era el culto a Huitzilopochtli y la defensa de la legitimidad política del imperio nahua parecen apuntar en ese sentido. Es decir, revelar a una escritora criolla, una española americana que tiene la necesidad de distinguir y exaltar la tierra que la vio nacer y, con ella, su propia historia y el esplendor pasado, sobre todo considerando que el destinatario que la poeta tenía en mente era el público español. Ahora bien, Sor Juana es una escritora barroca, y el conceptismo barroco, caracterizado por las inesperadas y brillantes síntesis de contrarios (coincidentia oppositorum), es el marco perfecto para incorporar o más bien asimilar (con los riesgos que toda asimilación implica) elementos de la cultura indígena dentro del paradigma cultural dominante20.

Al volver al análisis de la quinta escena, la Religión, en su papel de autora, aclara que el auto ha sido escrito por encargo, situación que ha ocurrido con tantas otras obras de la monja. Se introduce el ubicuo tópico de humildad o afectada modestia y al hacerlo revela las circunstancias históricas de la composición del auto (y de tantas obras de Sor Juana). El auto ha sido el resultado de un encargo hecho a Sor Juana por María Luisa Manrique de Lara, la condesa de Paredes, tal como señala Méndez Plancarte en sus notas. Pero lo que llama más la atención es que la Religión Católica, como la propia Sor Juana, más tarde, en la «Respuesta a Sor Filotea», insiste en que lo que escribe es fruto de la obediencia y no de la osadía:


Con que su obra, aunque sea
rústica y poco pulida,
de la obediencia es efecto,
no parto de la osadía.


(V: 449-456; las cursivas son mías)                


Pero es en las dedicatorias y parte final de la escena donde la polaridad y oposición entre los dos personajes femeninos -protagonistas de la discusión doctrinal- hasta cierto punto se neutraliza. En las dedicatorias se ofrece la obra a diferentes personas e instancias administrativas de la Metrópoli: «a su Reina esclarecida», «a sus Supremos Consejos», «a las Damas», entre otros. América también interviene y dedica la obra a los ingenios de España, pero el elemento interesante es que habla de sí misma y de su propio ingenio:


a sus Ingenios,
a quien humilde suplica
el mío, que le perdonen
el querer con toscas líneas
describir tanto Misterio.


(V: 482-485)                


Nuevamente se repite el tópico de humildad, el cual inevitablemente se articula en tanto polo opuesto de la empresa osada. Lo interesante es que en esta segunda ocasión el papel de la autora ha sido asumido, aunque momentáneamente, por el personaje indígena de América; ahora es ella quien pide perdón por sus «toscas líneas» en la representación del Misterio de la Eucaristía y podría parecer que América pide disculpas por los «borrones» y «remedos» que constituyen los elementos de su cultura con respecto a la «verdadera religión». La Religión Católica, en su papel de autora, dice no partir de la osadía; al mismo tiempo América pide perdón por el arrojo de «querer con toscas líneas/ describir tanto Misterio» (V: 484-85). Se articula una vez más en la obra de Sor Juana la dialéctica del arrojo y el castigo21. Esta oposición es una tensión constante en la obra de Sor Juana, donde el temor a destacar, de darle aliento a su incontrolable afán por saber, puede conducir a la crítica y al castigo por parte del sistema imperante como se lee en su autobiografía intelectual, la «Respuesta a Sor Filotea».

En el caso de las dos loas, a través de una discusión doctrinal bajo la forma del contrapunto de voces y perspectivas, Sor Juana, a modo de ventrílocua, se desdobla y duplica como escritora en estos dos personajes femeninos -el indígena y el europeo- que representan la figura oscura y la luminosa, el monstruo y el ángel, como sostiene Merrim o quizás perfectamente a la inversa (1991: 97, 100). Ahora bien, a partir de estos personajes femeninos -representantes de universos culturales opuestos- se construye y accede, de forma dinámica y dialógica, al campo del saber y del conocimiento por excelencia, como eran las verdades de la «santa» Teología, la reina de las ciencias de dicha época.






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