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Daniel Moyano: efectos del exilio

Teodosio Fernández





Como es sabido, Daniel Moyano publicó dos versiones de El trino del diablo1. Cualquier lector puede comprobar que la segunda está mucho más cuidada, e incluso justifica mejor el título de la novela: la música que arrastra a los torturadores hasta el Río de la Plata es la que Triclinio escuchó en sueños, ejecutada por el Diablo «en la penumbra de un gran sótano» (1988: p. 110), y no se trata ya de «unos arreglos que él había hecho en otros tiempos sobre el tema de "yo tengo una muñeca vestida de azul"» (1974: p. 111), como ocurría en la primera redacción2. Esos logros nunca me parecieron una justificación suficiente para el esfuerzo que hubo de suponer la reescritura, pero en los cambios introducidos he creído descubrir un significado que va más allá de los aciertos conseguidos al narrar mejor una misma historia. La clave de lo que Moyano buscaba probablemente está en el comienzo. Frente al tono escuetamente informativo (o de discurso histórico o realista) con que se inicia la primera versión -«La fundación de la ya desaparecida ciudad de Todos los Santos de la Nueva Rioja se debe a un error de un grupo de oficiales del ejército español, que entendieron mal una orden recibida del Capitán General Brigadier Don Juan Ramírez de Velasco, en 1571» (1974: p. 7)- contrasta el más elaborado de la segunda:

Allá en el lejano Cono Sur, en mayo de 1591, el logroñés Juan Ramírez de Velasco, Alférez General de la Gobernación, tras consultar unos complicados mapas y los informes verbales de sus topógrafos, exclamó ante sus soldados, señalando desde lo alto de su caballo hacia un enorme cerro azul:

-Henos aquí ante las entrañas mismas del oro y de la plata, a cuyo pie fundaremos la «Ciudad de todos los Santos de la Nueva Rioja».


(1988: p. 9)                


Las circunstancias que rodearon cada redacción impusieron sin duda otros cambios3, pero si me interesa especialmente ese comienzo de la segunda versión es porque la referencia a un Cono Sur lejano en una época remota y en una geografía extraña, de sonadas riquezas fabulosas -ese enorme cerro azul al que se adhiere la quimera del oro y de la plata-, instaura una lógica distinta: sitúa de inmediato al lector en un territorio de leyenda en que todo resulta posible, como de inmediato demuestra la conversión instantánea de dos mil indios aguerridos que al escuchar el violín del padre Francisco, en lugar de atacar a los intrusos, «rompiendo sus flechas, completamente sometidos, lagrimeaban arrodillados y con señas le pedían que siguiera tocando por favor, le preguntaban de dónde había sacado esa música increíble» (1988: p. 13).

Sin duda, con la primera versión de El trino del diablo Moyano ya había tratado de acercarse al discurso del realismo mágico, que probablemente atrajo su atención con la lectura de Cien años de soledad, inevitable tras el éxito excepcional de esa novela, y desde su reconocimiento personal hacia Gabriel García Márquez, quien, junto a Augusto Roa Bastos y a Leopoldo Marechal, había formado parte del jurado que en 1968 concedió a El oscuro el primer premio en el concurso de novela «Primera Plana-Sudamericana». Se descubre esa intención en la voluntad de narrar episodios caracterizados por lo hiperbólico y lo inverosímil -y lo absurdo, al menos en cuanto se refiere a la fundación de la ciudad en un lugar equivocado, con sus consecuencias-, como cuando «submarinos capaces de perforar la tierra vinieron desde el Pacífico por debajo del territorio y se bebieron el agua de las vertientes subterráneas, mientras las viejas y los niños salían en procesión con el Santo en andas pidiendo que lloviese» (1974: p. 21). Hasta podía ocurrir que, «como en un cuento de García Márquez» (1974: p. 17) -Moyano pensaba probablemente en las mariposas amarillas que en Cien años de soledad precedían las apariciones de Mauricio Babilonia-, las abejas acompañasen a la flaca figura de Triclinio desde su casa hasta las proximidades del Conservatorio, lo que no resultaba fácil de conciliar con la factura «realista» predominante en las obras que Moyano había escrito hasta entonces. Significativamente, la mención de García Márquez desaparece por innecesaria en la segunda versión: basta la lógica diferente instaurada desde el comienzo de ésta para hacer verosímil lo que se narra, para que el lector lo acepte como acorde con ese territorio remoto en que se han situado los sucesos.

Encasillado habitualmente entre los autores argentinos de provincias, la obra de Daniel Moyano había constituido un testimonio de la vida marginal de los habitantes del interior del país y de la pervivencia del realismo, aunque se tratase de «un realismo profundo a fuerza de ser objetivo, a fuerza de querer ser un sondeo de todo lo real, de sus estratos más ricos e inéditos», según lo definió tempranamente Augusto Roa Bastos4. Desde luego, hoy Una luz muy lejana y El oscuro no parecen tanto las obras de un narrador apegado a su tierra como las de alguien que participaba plenamente de las inquietudes existenciales que atormentaron a muchos escritores de su tiempo y los llevaron a hacer de la literatura una indagación en los misterios de la condición humana, con territorios tan diversos como el ámbito de los sueños y como el lado siniestro que puede encontrarse hasta en la lucha contra el mal. Lo mismo puede decirse de sus cuentos, desde los reunidos en Artistas de variedades hasta los de El estuche del cocodrilo: ahora, cuando ya quedan lejanas las experiencias que en los años sesenta y setenta buscaron la ruptura con la capacidad representativa del lenguaje narrativo, confirman que la literatura de Moyano no se atiene a la filiación más o menos realista que se le adjudicó -para cuestionarla basta con sumergirse en la atmósfera incierta dominante en Mi música es para esta gente- y que sus narraciones, más que referirse al paisaje interno de la Argentina provinciana, daban testimonio de un sentimiento o una condición de marginalidad que cabría relacionar con factores geográficos pero que sobre todo traducían una sensación existencial de descentramiento en el que factores culturales -la lectura de Kafka, por ejemplo- desempeñaban un papel no menos determinante que la realidad argentina del interior.

Frente a ese pasado, El trino del diablo supuso la aparición de un registro diferente, cuya relación con el realismo mágico ya he apuntado. La segunda versión de esa novela mejoraría la utilización de ese registro, confirmado en El vuelo del tigre y Tres golpes de timbal, obras a las que se puede atribuir la misma filiación5. Cabría pensar que, como otros escritores hispanoamericanos, Moyano trataba de aprovechar el éxito de Cien años de soledad, consciente de la necesidad de exotismo que los lectores europeos saciaban en las novelas que les llegaban de Latinoamérica6. Pero García Márquez no constituía la única referencia. El trino del diablo basta para comprobar que Moyano hacía suya una perspectiva muy arraigada a la hora de interpretar la realidad latinoamericana: la que Alfonso Reyes había propuesto al ver en el descubrimiento «el resultado de algunos errores científicos y algunos aciertos poéticos»7, consolidada por Alejo Carpentier cuando, fascinado por los buscadores de la Fuente de la Eterna Juventud y por la traza mitológica de los héroes de la guerra de la independencia, decidió que la historia de América no era sino una crónica de «lo real-maravilloso»8. Según consta en la primera versión de esa novela, la fundación de la ciudad de La Rioja se debió a «un error» (1974: p. 8); como la segunda versión precisa -ahora postergando los encantos del ascetismo, de la pobreza y de la esperanza, que destacaban antes como destino de la nueva ciudad-, en ese Cono Sur «fantástico y lejano» (1988: p. 13), esa tierra que merece la indemnización del Rey para sus habitantes, prevalece finalmente la conformación de un destino espiritual y metafísico.

Iniciada en Argentina aunque no se publicó hasta 1981, El vuelo del tigre confirma que en el proceso seguido por Moyano la adopción de elementos mágicos significaba también rechazar opciones racionalistas o pragmáticas, puesto que el «percusionista» que dirige la represión en Hualacato se define como «un hombre práctico que ha aceptado lo real»9, mientras el viejo Aballay se inclina por verdades que «no están para pensarlas y están para arrimarse a ellas, si se les pone un pensamiento encima mueren antes de nacer»10. Esta preferencia es la del escritor, que la reitera en Tres golpes de timbal: los habitantes de Minas Altas oponen a la «mentira lujuriosa» del poder «una pequeña vida verdadera»11, aunque el narrador sabe que «es muy difícil luchar contra los asesinos con técnicas de astrónomos y músicos»12. Significativamente, a la vez que sustituía a los personajes individuales de su primera etapa por otros de carácter colectivo y simbólico13, Moyano proponía un lenguaje alternativo que se alejaba del código «realista», insistentemente asociado a los poderes represivos internos y también a la amenaza imperialista del exterior, y que trataba de rescatar una cosmovisión mágica, presuntamente arraigada en una vida americana primordial14 o al menos en los sectores populares de la población, razón por la que su literatura se poblaba cada vez más de realidades poéticas, que no fantásticas15.

Ninguno de esos planteamientos significaba una novedad, aunque, ciertamente, Moyano daba a la opción mágico-realista una modulación alegórica y simbólica muy personal. Por ello no deja de sorprender que en los años ochenta contribuyera a la supervivencia de un discurso «mítico» que ya parecía agotado -se había perdido la fe en la realidad maravillosa de América, y poco quedaba de aquella esperanzada voluntad de regresar a los orígenes y beber en las fuentes de la magia y el mito que estuvo en la base del realismo mágico-, y que mayoritariamente los escritores hispanoamericanos habían sustituido por aproximaciones directas a la realidad social y política de América Latina, urgidos por la misma historia difícil que determinaba en él esa evolución diferente e incluso opuesta16. La relación del exilio con la fidelidad a ese discurso puede discutirse, pero no conviene ignorarla si se pretende explicar un proceso muy peculiar, capaz de dar al realismo mágico nuevos significados. Cabe suponer que la acentuada atmósfera de marginación personal o provinciana que impregnaba la obra argentina de Moyano -en La Rioja había descubierto pronto la realidad latinoamericana, por oposición a Buenos Aires- constituía un caldo de cultivo apto para que el exilio acentuase su identificación con Latinoamérica desde la distancia, desde esa marginalidad multiplicada del desterrado. Con sus diferentes versiones, El trino del diablo muestra con nitidez algunas consecuencias de ese descentramiento progresivo: como el mundo de Triclinio, el discurso mágico-realista fue una alternativa a Buenos Aires, y la lejanía lo identificó después con la patria latinoamericana perdida y con la solidaridad entre los desheredados, factor que alienta la esperanza en esa novela y también en El vuelo del tigre y Tres golpes de timbal. Esta última obra ofrece especial interés para valorar la significación final que el realismo mágico alcanzó en la trayectoria seguida por Moyano: Eme Calderón, ese narrador que ha perdido sus recuerdos personales para fijar por escrito la memoria de Minas Altas, ya no muestra la antigua confianza del escritor en su capacidad para dar sentido y cohesión a los pueblos, pues sólo intenta salvar a Minas Altas del olvido, fijando en palabras su historia antes de que lleguen los asesinos, cuya proximidad amenazadora se anuncia en las primeras páginas con una lluvia de pájaros muertos. Como el canto en algún pasaje de la novela, la literatura constituye de ese modo «la respuesta de la precariedad del hombre ante la historia y a la vez el refugio de sus desgracias»17. Es lógico deducir que para Moyano el discurso mágico-realista formaba parte de esa respuesta, pues le permitía imaginar tal refugio con un registro literario que sentía como propio y que, por tanto, actuaba como un antídoto contra el desarraigo.

Así pues, aunque Libro de navíos y borrascas constituye el testimonio más directo de los tiempos difíciles que se desataron en 1976, la experiencia del exilio se tradujo también en la obra de Daniel Moyano en otros efectos menos evidentes, pero narrativamente no menos significativos. Si en su acercamiento al realismo mágico puede advertirse la voluntad de encontrar un discurso latinoamericano con el que identificarse, cabe pensar que las nuevas circunstancias también fueron decisivas para que su manera de escribir se acercase a cierta manera oral de narrar. Quien confronta las dos versiones de El trino del diablo inevitablemente advierte que la segunda también ha ganado en la facilidad de la escritura, como si el narrador se hubiera dejado llevar por la condición oral que ahora caracteriza al relato, una condición que contribuye decisivamente a la configuración de esa lógica distinta que sitúa al lector en los territorios de la leyenda, donde todo resulta posible. Las diferencias con su etapa anterior quizá no radican en que el escritor prestara ahora una mayor atención al ritmo y al sonido de las palabras, relacionable con el interés por la música, siempre tan presente en su obra. Probablemente lo que se produjo fue un acercamiento del texto escrito al relato oral, para el que Moyano había demostrado siempre una gran capacidad, y a ese acercamiento no fueron ajenas las circunstancias del exilio.

Para comprobarlo he vuelto sobre los cuentos que conformaron los volúmenes que publicó antes de abandonar Argentina. Allí se configuró un universo de marginalidad y frustración, y también frecuentemente de inocencia, relacionado casi siempre con la infancia y la adolescencia de parias perdidos en un universo hostil y enigmático que a menudo incluye también lo familiar y la familia, factores integrantes de la miseria que amenaza y persigue a los personajes, y donde sólo alguna vez encuentran ocasión para el reconocimiento, la solidaridad y la esperanza. No es ésa la atmósfera dominante en los cuentos escritos en España, aunque, como en las novelas de esta época, los horrores de la historia reciente hiciesen acto de presencia, como para confirmar la cosmovisión torturada del autor18. Conviene tener en cuenta que, según testimonio del mismo Moyano, la redacción de «Tía Lila» puso fin a cinco años de incapacidad para escribir -los cinco años que llevaba en Madrid-, y, en consecuencia, abrió una nueva etapa en la que urgía exorcizar los demonios de la tragedia vivida. Los ingredientes fundamentales de esa tragedia (las torturas, los desaparecidos, el exilio) se dejaron sentir en varios relatos breves, en los que con frecuencia, como en las novelas, la música conformó un refugio contra el horror, una barrera contra el miedo, también como consecuencia de tiempos difíciles en que la libertad era «algo que se parece cada vez más a la palabra nunca»19.

Tampoco a propósito de los últimos cuentos de Moyano quiero detenerme en lo obvio, y una vez más quiero resaltar las consecuencias menos evidentes del exilio. Cuando en los años ochenta tuve la oportunidad de asistir a algunas de sus intervenciones en público, pude comprobar reiteradamente la fascinación del auditorio al oír la historia del gallo que aprovechó la visita del general Onganía a La Rioja para dar a su canto una difusión cósmica a través de las ondas radiofónicas20, o la de tía Lila, en cuyo inmaculado vestido blanco se estrelló el sapo ensangrentado que servía de balón en el partido de fútbol jugado por el narrador. A la vez que aprovechaba su excepcional capacidad para el relato oral, con esas historias Moyano recuperaba de algún modo un pasado remoto, el de su infancia, y se explicaba y explicaba su destino de escritor -las razones que lo habrían llevado hasta la literatura-, determinado por aquellos lejanos momentos ocupados en contar historias de miedo, para pasar el rato o para ver el mundo desde un ángulo diferente21. Ese ángulo es precisamente el que permite establecer un nexo entre los nuevos cuentos y la redacción definitiva de El trino del diablo, pues tanto en ellos como en la novela se percibe un esfuerzo para llevar a la escritura la entonación del relato oral en que trataba de arraigar su fantasía, planteamiento también relacionable con el realismo mágico: «estoy contando esto como mi tío contaba sus cuentos», explicaría al narrar por primera vez «Un sudaca en la Corte»22, y esa declaración remite inevitablemente a aquella otra en la que Gabriel García Márquez reveló haber encontrado la técnica adecuada para escribir Cien años de soledad cuando descubrió que debía contar su historia tal como su abuela le contaba las suyas23.

Tal posibilidad es la que se concretó en varios de los cuentos reunidos en Un silencio de corchea, volumen en el que pueden encontrarse excelentes muestras de esa oralidad, que ya en sí misma significaba optar por la «barbarie» frente al discurso letrado -el relato «Civilización y barbarie» es particularmente explícito a este respecto- y asumir la defensa de las orillas y los márgenes. Significaba también identificarse con formas de pensar y sentir ajenas al racionalismo, asociado una vez más con la represión de lo popular y de lo instintivo o vital, lo que encuentra una expresión singularmente acertada en la preferencia simultánea por el lenguaje de la música y por el mundo animal que demuestran «Arpeggione» o «De violas y mulas». No está de más recordar también que se había asignado al relato oral una estrecha relación con la imaginación de los primitivos y con la mentalidad infantil, reservas de pensamiento no intelectualizado y ajenas, en consecuencia, a ese racionalismo que se asociaba tanto a la represión política como al imperialismo europeo y norteamericano: la significación del relato oral y la del discurso mágico-realista eran, pues, en gran medida la misma. Consecuentemente, la voluntad de recuperar el lenguaje oral estuvo también muy presente en las novelas que Moyano escribió por esos años, y no sólo en aquellas que parecían más próximas a los planteamientos míticos del realismo mágico: a ella remite también el comienzo de Libro de navíos y borrascas, cuando se trata de situar al lector en un antiguo refugio de pescadores, en una noche de invierno, mientras los troncos de encina arden en la chimenea, para que en esa inquietante atmósfera de misterio escuche esa historia que «también es de fantasmas»24.

Para concluir, quiero recordar que entre los relatos de Un silencio de corchea son varios los inspirados en las actividades que Moyano desarrolló como ejecutante de viola en un conjunto musical, desde 1960 hasta 1976. En ellos prevalecen el aprovechamiento de los recuerdos y el sentimiento de la derrota, y sobre su significación arroja una luz imprevista la lectura de Tres golpes de timbal, donde el registro mágico-realista ya no era tanto la fórmula adecuada para expresar la condición peculiar del mundo latinoamericano, irreductible a modelos europeos, como un intento de hacer de la palabra el último refugio para una cosmovisión amenazada de muerte. En efecto, al fijar la memoria de Minas Altas, esa última novela obedecía menos a la pretensión de crear una dimensión ajena a las desventajas de la civilización y de la historia que a la necesidad de encontrar un antídoto contra el olvido. Los relatos de Un silencio de corchea permiten comprobar que, como para los habitantes de Minas Altas, la literatura (o el lenguaje) se habían convertido para Daniel Moyano en una frágil patria definitiva, en la última posibilidad de arraigo y de supervivencia. Así pues, la oralidad y el discurso mágico-realista eran ya, más que los registros aptos para la expresión de la identidad hispanoamericana, posibilidades para desarrollar un ejercicio íntimo y personal de la memoria, determinado en gran medida por la nostalgia. Moyano se sumaba así a la atmósfera de desencanto que dominó la literatura hispanoamericana en las últimas décadas del siglo XX.





 
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