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De exilios, interxilios y sus literaturas

José María Naharro-Calderón





¿Podemos hablar de una literatura de los exilios de 1939? Camilo José Cela (1912-2002) o Francisco Umbral (1935-2007) han cuestionado el legado literario de los desterrados, mientras que Francisco Ayala (1906), uno de sus novelistas más representativos (Argentina, Puerto Rico, EE. UU.), al regresar a España, puso en duda la validez de la categoría y separó sus propias contribuciones de intraexilio o supraexilio en modo alegórico, La cabeza del cordero (1949), Los usurpadores (1949) o Historia de Macacos (1955), de sus referentes exiliados. Como sociólogo, y en línea con la España postfranquista que dio la espalda al exilio en un acto consensuado de olvido sobre la Guerra Civil y sus consecuencias, el escritor granadino entendió que para reintegrarse al canon cultural de la España ajena a su historia, tenía que rechazar las etiquetas de exilio que lo desterraban de ella.

Pero su postura no reflejaba la visión de la mayoría de la diáspora republicana, empujada, a veces, a coger la pluma por necesidad identitaria y memorialista. Ésta no tuvo la posibilidad de volver o vivir durante el período democrático o contemplar cómo su historia se volvía políticamente «correcta» al final de la última década, particularmente cuando el inconsciente cultural señaló que el exilio ya no representaba una fuente de controversia, debido a la distancia cronológica y la desaparición de sus protagonistas. Recientemente, el novelista Antonio Muñoz Molina (1954) y el crítico Miguel García Posada (1944) sugirieron que ni las justificaciones formales ni las generacionales apartaban al exilio a un área segregada de producción o estudio. Esta opinión coincide con una mía de 1984 (reimpr. 1994) respecto de la conveniencia de mirar a la literatura del exilio dentro de un amplio cuadro enmarcado también por discursos de la España territorial y los de acogida exterior: los espacios culturales de interxilios: (1994, 1999 a). Pero nunca asumí que se pudieran borrar sus contextos referenciales. Al contrario, parecería como si esta especie de negacionismo fuera otro botón de muestra del exilio latente en algunas de las contradicciones que acechan a las Españas actuales: nacionalismos, terrorismo, inmigración, racismo y xenofobia (Naharro-Calderón 1998, 1999 a, c).

Por el vasto y heterogéneo océano de los exilios parece navegar un tema destacable: la búsqueda de la vuelta a los orígenes perdidos, no sólo por el deseo histórico y físico de los exiliados de reencontrarse con su tierra sino también como asiento para su metáfora más preeminente. Pero volver tras numerosas décadas implica la imposibilidad de suturar los desgarros culturales, políticos y psicológicos que se encuentran al redescubrir los espacios antes familiares. Por ello, el exilio es un doble símbolo de lo vacío, una representación hueca de Jano, una descentrada y fantasmagórica experiencia para el sujeto que nunca reconcilia su ego desterrado con su id. perdido, un «trompe l'oeil» siempre cambiante, espacios falaciosos en un laberinto heteroglósico (Caudet 1997, Naharro-Calderón 1993a, 1994, 2001, Ugarte). Max Aub (1903-1972) y su La gallina ciega (1972), María Luisa Elío (1928) en Tiempo de llorar (1979) y En el balcón vacío (1962), -filmado sobre un texto del mismo título por su cónyuge Jomí García Ascot (1927-1986) como la única película del exilio sobre el exilio-, y El retorno de Pablo de la Fuente (1969) o el mismo título de Segundo Serrano Poncela (1912-1976) incluido en sus relatos de La venda (1956) representan esquizosémicas visiones del laberinto de las vueltas sin hilo de Ariadna para los exiliados (Naharro-Calderón 1993a, 1995, 1998a, 1999b, Sainz in Naharro-Calderón 1999c.)

Además, el exilio es una analogía perfecta para la escritura y su paradójica incapacidad de llegar a significados completos, transparentes y exhaustivos: el inevitable abismo entre representación y representado. Como la contingencia respecto de las ideas platónicas, los enunciados de exilio aparecen segregados, «al menos», dos veces de sus referentes de «origen», al enmarcar historias erráticas que tienen que asentarse en «nuevos» y muchas veces precarios espacios de la escritura donde se dibujan diversas y heterogéneas reglas de formación discursiva. Los textos de retroexilio e infraexilio se sienten paralizados por el trauma de la Guerra Civil, la expulsión y sus consecuencias (desarraigo, hambre, vejación, dolor, encierro, tortura, nostalgia, muerte). Los de supraexilio se refugian o tratan de escapar a una matriz trascendental mientras que el intraexilio intenta superar la tragedia sin descartarla de su marco de referencia (Guillén, Naharro-Calderón 1994, 1998c). Ninguna de estas formaciones discursivas son representativas de un sólo género, tema o autor ya que sus espacios metafóricos, simbólicos y referenciales se entremezclan en una compleja y diversa maraña de producción y recepción.

Las circunstancias que permitieron a un gran contingente de exiliados emigrar de los campos de concentración franceses a América, principalmente a México, donde el Presidente Lázaro Cárdenas les abrió generosamente las puertas, sentaron las bases para una extensa producción editorial irónicamente glosada por Simón Otaola (1907-1980) en La librería de Arana (1953). Las revistas florecieron a través de toda la diáspora y en ellas publicaron los exiliados extractos de sus obras (Caudet 1991): Boletín de la Unión de Intelectuales Españoles, Iberia, Independencia, Don Quijote, La Novela Española (Francia); España Peregrina, Romance, Litoral, UltraMar, Las Españas (México); Pensamiento Español, De mar a mar, Cabalgata, fundada por Lorenzo Varela (1916-1978), Realidad (Argentina); España libre (Chile); La Verónica, Nuestra España (Cuba); Temas (Uruguay); España libre, Ibérica (EE. UU.); La poesía sorprendida (República Dominicana).

Editoriales como Losada (Argentina) que contaron con el prestigio del Nobel Juan Ramón Jiménez (1981-1957) y el Fondo de Cultura Económica (México) acogieron y publicaron la obra de numerosos exiliados: Joaquín Díez Canedo (1917-1999) creador de la colección Tezontle en el Fondo de Cultura Económica, editó a Manuel Altolaguirre (1905-1959), Max Aub, Luis Cernuda (1902-1963), Pedro Garfias (1901-1967), Francisco Giner de los Ríos (1917-1995) o Emilio Prados (1899-1962). Otras casas, fomentadas por los propios exiliados, no sólo fueron avenidas para sus obras, sino también para la de numerosos escritores latinoamericanos. En México, Séneca publicó títulos míticos en 1940 como Poeta en Nueva York de Federico García Lorca o España, aparta de mí este cáliz de César Vallejo. Dirigida por José Bergamín (1896-1983), el cual asoció el exilio a la España peregrina, contó con la colaboración del dramaturgo y experiodista de La Vanguardia Paulino Masip (1899-1963) y el filósofo Juan David García Bacca (1901-1996), cuya fenomenología gravita en torno a la literatura (Calderón, Machado). Bertomeu Costa-Amic (1911-2002) fue fundador de Quetzal (1941-1945), Costa-Amic (1945-1948) donde el pintor surrealista y novelista Eugenio Fernández Granell (1912-2001) publicó La novela del indio Tupinamba (1959), una lectura intraexílica y grotesca de la Guerra Civil. Costa-Amic creó también Ediciones De Andrea junto a Frank De Andrea; Libro Mex Editores y Editores Mexicanos Reunidos con Fidel Miró. Mientras tanto, Grijalbo surgió en 1939 de la mano de Joan Grijalbo (1911) que editó varios títulos del filósofo marxista Adolfo Sánchez Vázquez (1915). En Ecuador, Alejandro Finisterre (1919) y su colección Ecuador 0º, 0', 0'' publicó a León Felipe (1884-1968), mientras que en Chile, Arturo Soria (1907-1980) creó Cruz del Sur donde apareció una antología clave: Poetas en el destierro (1943) con un prólogo del dramaturgo y crítico de arte José Ricardo Morales (1915). En Buenos Aires, la editorial Ekin, creada en 1940, fue portavoz de la literatura euskérica (Juan Antonio Irazusta, José Eizagirre).

El intento de Max Aub de realizar una lectura transatlántica en Poesía española contemporánea (1969) fue editado por ERA fundada en 1960, cuyas siglas representaban la primera letra del apellido de sus fundadores: Neus Espresate, Vicente Rojo y José Azorín. Joaquín Mortiz (1962). Fusionada con Planeta en 1983, reflejó el apellido de la madre de Joaquín Díez Canedo, el cual había dejado FCE para formar una asociación con los editores barceloneses Carlos Barral y Víctor Seix. Éstos pudieron publicar en México varios libros censurados en España, -Moralidades (1966) de Jaime Gil de Biedma o Señas de identidad (1967) de Juan Goytisolo- mientras que títulos de Mortiz -Campo de los almendros (1968), Los muertos (1971) de Max Aub, El último oasis (1964) de Roberto Ruiz (1925) o Desolación de la quimera (1962) de Luis Cernuda- se distribuían en España, en un intento de zanjar la separación cultural entre la España del exilio y la del interior. Un proyecto similar había sido contemplado en 1946 por Julián Calvo (1912-1991) en México y Juan Guerrero Ruiz (1893-1955) en Madrid (Naharro-Calderón 1994) mientras que El Puente, una revista y colección de la Editora y Distribuidora Hispano-Americana S.A. (EDHASA) acabó rápidamente en fracaso debido a la censura.

No obstante, la aventura intelectual más importante y duradera del exilio surgió con la fundación de la Casa de España, gracias al ensayista mexicano Alfonso Reyes y a Daniel Cossío Villegas. Esta institución, que se convirtió en El Colegio de México y editó la revista Cuadernos Americanos, acogió a poetas como Enrique Díez Canedo (1879-1944), Josep Carner (1884-1970), Juan José Domenchina (1898-1959), León Felipe, José Moreno Villa (1887-1955), o Juan Larrea (1895-1980), filólogos como Ramón Menéndez Pidal (1868-1968), y el discípulo de Ortega y Gasset José Gaos (1900-1969) que acunó el eufemismo «transtierro» para significar «idealmente» que los exiliados españoles habían sido desplazados pero se hallaban enraizados espiritualmente en la América de habla hispana. Otra residente, María Zambrano (1907-1991), entregó con su Pensamiento y poesía en la vida española y Filosofía y poesía, ambos de 1939, una de las contribuciones más lúcidas a la teoría del discurso poético de base fenomenológica.

Universidades de Buenos Aires a Harvard abrieron sus puertas a los intelectuales españoles que sostuvieron intensos debates en torno a la intrahistoria: Américo Castro (1885-1972) y Claudio Sánchez Albornoz (1893-1984). Otros combinaron la enseñanza con la creación contribuyendo a la decisiva expansión del hispanismo: novelistas como Carlos Blanco Aguinaga (1926), Juan Chabás (1900-1954), Roberto Ruiz o Antonio Sánchez Barbudo (1910-1995); poetas como Germán Bleiberg (1915-1990), Luis Cernuda, Manuel Durán (1925), Jorge Guillén, (1893-1984), Juan Ramón Jiménez, Juan Larrea, Pedro Salinas (1891-1951), Arturo Serrano Plaja (1909-1979), críticos y filólogos como Joan Coromines (1905-1997), Francisco García Lorca (1904-1976), Claudio Guillén (1924), Vicente Lloréns (1906-1979), Juan Marichal (1922), Luis Monguió (1908), José F. Montesinos (1897-1972), Homero Serís (1879-1969), Carmen de Zulueta (1916) o José Ferrater Mora (1912-1991), autor de un monumental Diccionario de filosofía (1977).

Pero para algunos, el camino a la libertad intelectual estuvo pavimentada de inframemorias de sobrevivencia que recuerdan las experiencias de campos de concentración en Francia tras el colapso del frente catalán y/o en la Alemania nazi cuando los republicanos españoles cayeron prisioneros en los campos de batalla europeos y/o la resistencia. Campo francés de Max Aub (1965), un guión cinematográfico, traza su ordalía desde el Campo de Roland Garros en París al del Vernet d'Ariège, cuyas alambradas fueron símbolo de la resistencia europea. Una gran parte de sus escritos visitan y revisitan este pandemonio -Enero sin nombre (1994)- ya que Aub, de raíces judías y expatriado, se salvó paradójicamente de la deportación y exterminio a la Alemania nazi gracias a una falsa acusación de comunista y las cadenas que le condujeron al campo de Djelfa en Argelia. Diario de Djelfa (1944), libro de versos escrito a escondidas le ayudó a resistir. Por otro lado, Éxodo (1940) de Silvia Mistral (1914), Cristo de los 200 000 brazos. Campo de Argelès (1958) de Agustí Bartra (1908-1982), Los vencidos (1972) de Xavier Benguerel (1905-1990), Un exiliat de tercera. A Paris durant la Segona Guerra Mundial (1999) de Carles Fontserè (1916) son otros ejemplos de aquellas vejaciones donde no faltan ejemplos de solidaridad francesa con los republicanos o la visión del campo de concentración como un paréntesis para los niños antes de enfrentarse al desubicación del exilio (El último oasis de Roberto Ruiz). Otros Hombres (1956) de Manuel Lamana (1922-1996) es la crónica desilusionada del despertar de exilio tras su fuga del campo de concentración de Cuelgamuros a Francia junto a Nicolás Sánchez Albornoz (1926) (Naharro-Calderón, 1998b, 2000).

No obstante, Max Aub no permaneció atrapado en las falacias infraexílicas. El intraexilio surge en su obra mientras predice la campaña de olvido del postfranquismo y su discurso da muestras de una posmodernidad comprometida. En su drama El rapto de Europa (1945), posible intertextexto de la película Casablanca de Michael Curtis, emerge la extraordinaria red de escape para los intelectuales europeos montada por el Centro de Socorro Americano dirigido por el intrépido Varian Fry y Margaret Palmer, amiga de la familia Aub. Manuscrito cuervo: Historia de Jacobo (1955), un relato turbador e irónico lleno de referencias quijotescas, es su libro más ácido e indagador de la condición humana atrapada entre la miseria de los campos de concentración y la mezquindad de los intereses de sobrevivencia y explotación, relato que conviene contrastar con experiencias análogas vertidas en sus Diarios (1939-1972) (1998). Su drama San Juan (1943) sigue los pasos de unos refugiados judíos en un barco que ningún gobierno quiere acoger como anticipación a los horrores actuales de las pateras entre el Estrecho de Gibraltar y los Mares del Sur.

En línea con Theodor Adorno y Hannah Arendt que señalaron que la literatura no podía ya desfamiliarizar el mal radical después de Auschwitz, para evitar el suicidio, Jorge Semprún (1923) tuvo que encubrir las recolecciones de su deportación y experiencias en el campo de concentración nazi de Buchenwald bajo décadas de militancia política en el PCE, desveladas en su única «novela» española Autobiografía de Federico Sánchez (1977). Para enfrentarse a sus inframemorias, Semprún, luego Ministro de Cultura con el PSOE, ha escogido el francés como un doble reto cultural de integración y de afirmación identitaria para relatar su inframemoria concentracionaria -Le grand voyage (1963), Quel beau dimanche! (1980), L'écriture ou la vie (1994), Adieu, vive clarté… (1998), Le mort qu'il faut (2001)-, al igual que Michel del Castillo (1933) en Tanguy (1957) o Rue des Archives (1994). Agustín Gómez Arcos (1933) en su obra dramática francesa, Isabel Oyarzábal (1878-1974) en su memoria Smouldering Freedom (1945), o Elena Castedo (1935) en sus recuerdos chilenos de Paradise (1990) representan casos similares de sincretismo lingüístico, muy escasos en la literatura del exilio que tuvo en América un espejismo de recepción lingüística, lo que inclinó, por ejemplo, al gallego Rafael Dieste (1899-1981) a escribir en castellano (Historias e invenciones de Félix Muriel 1943). Pero aunque editadas allí, las obras de los desterrados tuvieron una parca recepción tanto en América como en España. Otros aprovecharon el «transtierro» para «redescubrir» las Américas sin tener conciencia de sus a veces condescendientes, míticos y/o mistificantes discursos apologéticos de entornos reaccionarios, contexto amargamente criticado por Pere Calders (1912-2001) en L'ombra de l'atzavara (1963).

Los textos de retroexilio buscan sus claves en los años anteriores a la Guerra Civil para explicar el intraexilio. El protagonista de Crónica del alba (1942-1946) de Ramón J. Sender (1901-1982), José Garcés -cuya identidad esconde la del segundo nombre y apellido del propio Sender- recuerda su vida desde la adolescencia hasta su agonía en el campo francés de Argelès-sur-mer. La pentalogía de Max Aub, Campo cerrado (1943), Campo abierto (1951), Campo de sangre (1945), Campo del moro (1963), y Campo de los almendros es el intento más ambicioso de esbozar una cartografía del universo español desde la Segunda República a la rendición de Alicante y el campo de Albatera. La forja de un rebelde (1951) de Arturo Barea (1897-1957), una novela autobiográfica escrita a partir de su traducción inglesa (1941, 1943, 1946), -el autor extravió el manuscrito original-, evoca la juventud en Madrid, La forja, la guerra de Marruecos, La ruta, y la Guerra Civil, La llama.

Réquiem por un campesino español (1960) de Sender vuelve a la España rural de los inicios de la Guerra Civil donde Paco el del molino será traicionado por Mosén Millán, -título inicial del relato (1953)-, aliado a la lógica de terratenientes y paseos falangistas. Réquiem es una joya narrativa que se despliega en la conciencia culpable del sacerdote, donde la simultaneidad del tiempo de lectura y rememoración se modula con la polifonía de voces y símbolos que desdicen la hipocresía hegemónica de los asesinos. La novela de Sender, claro interxilio del discurso autoritario de La familia de Pascual Duarte (1942) de Cela rechaza el fatalismo genético-social como justificación del conflicto mientras apunta a la intolerancia reaccionaria del inmovilismo conservador. El editor de Las Españas, Manuel Andújar (1913-1994), comparte esta mirada en su trilogía Vísperas situada en La Mancha y alrededores: el campo en Llanura (1947), la mina en El vencido (1949) y el mar que llevará al destierro en El destino de Lázaro (1959). También Corpus Barga (1887-1975) en la serie de Los pasos contados (1963-73) pasa revista a los años anteriores al conflicto.

Pero Cartas a un español emigrado (1939) de Paulino Masip escritas en su travesía hacia América y El diario de Hamlet García (1944), interxilio de Madrid de corte a cheka (1937) de Agustín de Foxá (1903-1959) o Javier Mariño (1943) de Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999), son premoniciones autocríticas de las responsabilidades y fracasos del exilio frente a la guerra y su memoria. Hamlet García, peripatético profesor y probable alterego de José Ortega y Gasset, sanchifica tardíamente su escapismo quijotesco para ser derribado por la locura de los molinos de viento bélicos (Naharro-Calderón 1993b). Este punto de vista antiteleológico que supura en Cuando acabe la guerra (1992) de Enrique de Rivas (1931), frente a discursos más triunfalistas, -Entre alambradas (1988) o Páginas de exilio (1999) de Eulalio Ferrer (1921)-, es también prevalente en la escritura de las mujeres: Memoria de la melancolía (1970) de María Teresa León (1903-1988), La Plaça del Diamant (1962) de Mercè Rodoreda (1909-1983), las memorias de Rosa Chacel (1898-1994) o Antes que sea tarde (1996) de Carmen Parga (1914). Por su parte, Esteban Salazar Chapela (1900-1965) utiliza el humor y la sátira en Perico en Londres (1947), Desnudo en Picadilly (1959) o Después de la bomba (1966) donde se mofa de la amenaza nuclear. Benjamín Jarnés (1888-1949) prosigue su obra estetizante anterior al destierro, mientras que José Herrera Petere (1910-1977) terminó refugiándose en versos de supraexilio o Ramón Gaya (1910) prosiguió sus reflexiones sobre la pintura.

La nostalgia y hasta la depresión pueden apoderarse del exilio y amenazar escritura y existencia, como en Habitación para hombre solo (1963) de Serrano Poncela. El largo poema de Juan Ramón Jiménez Espacio (1954) y Guerra en España (1985) muestran su profunda entrega formal e ideológica junto a los fracasos y recaídas contados en los Diarios 1937-1956 (1991-1995) de su esposa Zenobia Camprubí (1887-1956). Jiménez pensaba que la lírica nunca podía tratar la guerra reservada a la épica, y por ello su «Obra» busca pero nunca logra alcanzar el altiplano del supraexilio. A pesar de la ruptura de Emilio Prados con el logos y el progresivo desencanto de Jorge Guillén en Cántico (1950), la corriente elegíaca de Luis Cernuda en La realidad y el deseo (1963) se distingue por su búsqueda ekfrásica -del signo al icono- para enmarcar la tierra perdida del infraexilio, -«¿España? Un nombre/España ha muerto»- a través de correlatos objetivos a la Eliot y monólogos dramáticos a la Browning en una visión supraexílica fracasada que tampoco puede huir de la caída de la historia y el desdén de sus contemporáneos (Naharro-Calderón 94).

Por ello, la elegía como memoria y olvido de los orígenes perdidos o del inevitable desorden circundante parece dominar a los poetas desterrados. Primavera en Eaton Hastings (1941) de Pedro Garfias, Todo más claro (1949) de Pedro Salinas, Recuerdos de lo vivo lejano (1952) de Rafael Alberti (1902-2000), la «canción guardada» de León Felipe, o las de Ernestina de Champourcín (1905-1999), Juan José Domenchina, Juan Gil-Albert (1906-1984), Juan Rejano (1903-1976), y las de los catalanes Carner y Carles Riba (1893-1959) reiteran que la poesía intentó aplacar aquella tragedia, junto a los ecos de interxilios como los de Vicente Aleixandre o Dámaso Alonso. Hasta los poetas que dejaron España en edad infantil no pudieron escapar al trauma del desarraigo, -Manuel Durán, Nuria Parès (1925), Jomí García Ascot, Tomás Segovia (1927), Luis Rius (1930-1984), César Rodríguez Chicharro (1930-1984), José Pascual Buxó, Enrique de Rivas, Gerardo Déniz (1934) o Federico Patán (1937)- y se mecieron entre sus deseos de origen y la melancolía de la tradición de Antonio Machado o Miguel de Unamuno (Poesía y exilio, Rivera).

En consecuencia, no es extraño que el aparato cultural franquista intentara recuperar a aquellos escritores cuyos discursos supraexílicos no perturbaran su mordaza autoritaria. Por mucho que fracasaran con Juan Ramón Jiménez, lo lograron con la vuelta del dramaturgo Alejandro Casona (1903-1965) de Argentina en 1962 y la puesta en escena de La dama del alba (1944), Los árboles mueren de pie (1949), La barca sin pescador (1950), y Prohibido suicidarse en primavera (1951). A pesar del simbolismo exílico de la muerte como peregrina, cercana a la metáfora de Bergamín, o el drama del rechazo tras la vuelta en Los árboles, que recuerda El abuelo (1904) de Benito Pérez Galdós, el ambiente escapista de este teatro se «aclimurió» perfectamente a la versión oficial de tolerancia del tardofranquismo.

Estaba radicalmente enfrentado al teatro rechazado de Fernando Arrabal (1932) que se había expatriado. Salvo en Guernica, sobre el bombardeo, -Ciugrena (1965) fue su título censurado-, el autor nacido en Melilla construyó un corpus de supraexilio repleto de una simbología traumática montada sobre el absurdo -Los soldados (1952), El cementerio de automóviles (1958)- o la ceremonia «pánica»: El arquitecto y el emperador de Asiria (1967), Y pondrán esposas a las flores (1969). Aquí el exilio no sólo es una categoría histórica sino una percepción epistemológica de la realidad inalcanzable (Berenguer). El teatro de Arrabal desterró el sentido del exilio al exilio del sentido como decisivas señas de identidad de nuestra todavía desconocida cultura literaria del interxilio que estas páginas, en su obligado sincretismo y excusables silencios, esperan haber contribuido a seguir desexiliando.


Referencias

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