Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

De Galdós a Miras, pasando por Valle-Inclán

Domingo Yndurain





No hace mucho, he visto La Saturna, de Domingo Miras; en su día asistí a la representación de otra obra del mismo autor. De San Pascuala San Gil. De estas piezas querría hablar hoy aquí, pero enfocándolas fundamentalmente como textos más que como representación escenificada, aspecto en el que me encuentro lego.

Es el caso que las dos obras citadas me interesaron vivamente, por muchas razones que luego expondré. Cuando acudí a los periódicos, las críticas dedicadas a De San Pascual me dejaron absolutamente perplejo: esperaba yo un análisis, una explicación y me encontré con puros juicios de valor, reducibles a bueno/malo, sostenidos -al parecer- por la mera autoridad personal e inapelable del juez en cuestión.

El primer tema, sin duda, es la distorsión política. Todos los críticos marcan la relación entre el tiempo de la obra y el presente (sea este presente el momento de la escritura, 1975, o el de su estreno, 1980): los méritos o defectos de la pieza que nos ocupa se señalan, se diga o no, a base de la valoración que de la situación de 1975 ó 1980 haga el crítico, lo que da lugar a una variada serie de combinaciones.

Por ejemplo, M. Diez-Crespo (El Alcázar) parece estar de acuerdo con los ataques a Isabel II, «como cada quisque», dice, y ve la actualidad y el interés de la función en que «la historia de España se repite, por regla general desgraciadamente. De ahí que reconstruir cualquier tiempo pasado sea una lección casi siempre trágica o esperpéntica».

Desde otra perspectiva, E. Haro Tecglen (El País) opina que la obra hubiera valido en 1975, pero que ahora ya no funciona. Sin duda, la actitud más reveladora a este respecto es la de Antonio Valencia (Hoja del Lunes), quién no reconoce la obra que leyó en su día como jurado del premio «Lope de Vega». Como dice Eduardo G. Rico (Pueblo) quizá habría que «proponer una teoría de la relatividad del tiempo histórico». Y si es, en parte, cierto que la situación política anterior a 1975 producía unas disonancias y distorsiones que alteraban la realidad de las cosas, no es menos cierto que la situación actual produce otras disonancias que también alteran la realidad. Ahora bien, nada ha cambiado tanto como para que en cinco años una obra necesite comento arqueológico, ni para que lo que antes podían ser valores se truequen ahora en defectos (o viceversa). Leyendo las críticas da la impresión de que el teatro fuera, por naturaleza, flor de un día, utensilio no retornable que, una vez usado, se tira.

Sin embargo, no parece que la literatura, el teatro, deba tener esta naturaleza efímera; y si la tiene, será dado en llamar sub o infraliteratura. A mi entender, la simple adopción de criterios de «actualidad» convierte a cualquier obra, sea como sea, en rocío de los prados, hace de ella fuego de virutas, la degrada. Esto es lo que ha ocurrido con De San Pascual a San Gil: los críticos han probado el plato, no les ha gustado y se acabó la cuestión. Creó que es conveniente y aun necesario ese juicio de valor, inapelable en último término. Pero, a no ser que se defienda la estética neoclásica del buen gusto, parece útil que se complemente la opinión con un mínimo de análisis crítico o, cuando menos, descriptivo.

Cuando se leen las críticas dedicadas a la obra de Domingo Miras, el descriptivismo brilla por su ausencia; lo mismo ocurre con el análisis. Es cierto que hay algunas observaciones; por ejemplo la referencia a Valle Inclán (al Valle de los esperpentos, claro) es unánime. Y resulta curioso que si bien todos los críticos admiran a Valle, no les ocurre lo mismo con Domingo Miras, que, según estos críticos, sigue al inventor de los esperpentos muy de cerca; y no les gusta porque ha añadido «un poco de farsa y patetismo solanescos, y otro poco más de parodia fácil con mucha sal gorda y bastante popularismo y caricatura de trazos excesivamente gruesos» (E. G. Rico), porque es «un chafarrinón, en el que los personajes son figurones, son muñecos [...] escenas que se pretenden desenfadadas, caricaturescas, y que carecen en todo momento de ideas válidas y se quedan en simples histriónicas exterioridades» (López Sancho), porque «su obra está más cerca de una zarzuela un tanto bufa que de aquel género inventado por el genio valleinclanesco» (M. Díez-Crespo), porque las formas... «terminan ofreciendo un espectáculo como infantil. No es teatro para adultos» (Tecglen); etc.

Si yo no me equivoco, todos estos rasgos caracterizan perfectamente el esperpento de Valle-Inclán, todos ellos; y son las críticas que, efectivamente, dedicaron los críticos, en su momento, a las obras de Valle. No habrá que recordar que Valle no llegó a estrenar sus esperpentos teatrales, ni que Primo de Rivera prohibió La hija del Capitán porque atentaba contra el buen gusto. Quien desee más información al respecto puede consultar la bibliografía más conocida.

Hay otro aspecto que me interesa señalar, y es que esas observaciones aparentemente descriptivas sirven lo mismo para un roto que para un descosido; en efecto, el mérito de San Pascual... reside en que es «una obra en la que la utilización de elementos farsescos, trágicos o procedentes de la tradición cultural popular, se integran en un conjunto definido.» (M. B. en Mundo Obrero); o bien es «un excelente híbrido de farsa y esperpento, con instantes muy poderosos, teatral y políticamente radicales [...] conjugando el romance de cuerda, la zarzuela, la danza de la muerte, la farsa clásica, el esperpento, y alguna gota de didactismo ha escrito un texto inclasificable pero armonioso...» (A. Fernández Santos); o se subraya la utilización de «un tango, al que seguirán chotis, y bailes aflamencados, rompiendo el ritmo la diversidad, aunque la música adquiera el valor del contrapunto necesario para saltar de una a otra escena, con un alarde participativo por algunos de los espectadores que...» (C. García Osuna). Todo esto es perfectamente predicable de las últimas obras de Valle Inclán, de los escritos a partir, más o menos, de 1922. Si uno adoptara una actitud rigurosamente factual sacaría como consecuencia de los testimonios citados (lo que no es el total) que al primer grupo de críticos lo que no les gusta es el sistema de Valle-Inclán.


ArribaAbajo¿Brecht?

Algunas críticas aluden, de pasada, a Galdós, mejor dicho, a que Galdós también se ocupó del reinado de Isabel II; y otras a Brecht, en especial la de Tecglen, quien insiste en ello en un artículo dedicado a La Saturna. La semejanza con Brecht se basaría en el didactismo y en la división de la obra en cuadros o escenas; la verdad es que como semejanza no se puede pedir menos. Porque la verdad es que la partición en cuadros está ya en Valle; y en El Buscón. Además, lo que caracteriza el didactismo de Brecht es la referencia constante y explícita a una ideología totalizadora, propuesta al espectador como explicación y remedio de lo que se cuenta en escena: nada de esto hay en De San Pascual ni en La Saturna, obras en las que sí hay una crítica explícita muy clara, pero donde falta la «doctrina», el «canon» respecto al cual se debe medir la denuncia. Esta indeterminación (o inexistencia) de dogma es algo que Miras ha aprendido muy bien de Valle-Inclán: el desasosiego resultante no deja de irritar pero está ahí como un efecto y es lo más valleinclanesco (o quevedesco, del Quevedo del Buscón) y esperpéntico de las dos obras.

Creo que la presencia de Galdós en el planteamiento de San Pascual es muy clara, de él ha tomado D. Miras la figura de Perico el Ciego: «anoche me paré en los corrilos que rodean a Perico el Ciego, que es un magnífico trovador, para que te enteres. Al son de su guitarra, canta, no las proezas de los héroes, porque no los hay, sino las vivas historias de bandoleros y ladrones. Atento público le escucha con simpatía y emoción. Yo me he sentido medieval agregándome a ese público. Anoche hicieron furor dos o tres coplas de Perico harto ingeniosas. O me engañé mucho, o eran alusivas a nuestra reina, que anda ya en jácaras de los cantores callejeros. Desengáñate, Manolo: aquí no hay más cronista popular que Perico el Ciego» (Prim, p. 121. cito por ed. Alianza Hernando); y el grito de «Prim, libertad» como reiteración obsesiva (Prim, pp. 133, 135, 136, 144, 200, 201; La de los tristes destinos pp. 40, 101). Pero donde Galdós veía un elemento positivo, Miras señala los aspectos absurdos al insistir en la manipulación interesada que de los ideales hacen estos progresistas liberales; de esta manera los dos grupos políticos que se disputan el poder quedan, poco más o menos, a la misma altura, lo cual es, también muy valleinclanesco. Frente a los dos grupos políticos, el pueblo aparece con toda su ingenuidad y desconocimiento de los resortes del poder, pero también con la intuición directa y vitalista de quien defiende su propia causa. Naturalmente el pueblo será -en la paz y en la guerra- siempre la atónita víctima de una realidad que no domina engranan directamente con la vida de los barrios; hombres y mujeres van a ellas como quien va a un acontecimiento extraordinario pero integrado en las costumbres, como a una verbena. En contraste con los políticos, empeñados en disociar, retóricamente, realidad (intereses materiales inmediatos) y formulaciones teóricas (ideología, en cuanto altuismo espiritualista), el pueblo bajo (no el burgués de la ventana) identifica la lucha con sus intereses, y sus planteamientos ideológicos con sus necesidades materiales: ciertamente, es un momento privilegiado, excepcional, pero del mismo modo que lo es una fiesta. Por ello la barricada y las actitudes de quienes la defienden no es diferente de la que se produce en la vida «normal», en actividades no-bélicas. Galdós lo ha señalado sistemáticamente en todos sus episodios; me refiero a la identificación formal fiesta-levantamiento; a esa identificación corresponde la puesta en escena, tanto en la plástica de los decorados como en las actitudes de los hombres y mujeres, reflejo fiel (realísticamente) del carácter que, según los testimonios de la época, textos y grabados, tenían.

Como resultado de la «cotidianeidad» de la revuelta popular, aparece el fracaso de los cotidianamente explotados: si, en la vida normal, la prepotencia de los señores se asienta sobre la vida de los súbditos, en la fiesta-barricada se asentará sobre su muerte. Así, lo que el cómodo apresuramiento de tantos críticos ha visto como un exceso demagógico de Domingo Miras, se convierte en un planteamiento intemporal, no circunstanciado ni referido a unos años concretos. En último término, De San Pascual se limita ahí a escenificar un párrafo de Galdós: «creyérase que el morir hombres y más hombres era necesario, por la ley fatal, para la consolidación de nuestros altares y tronos, de perfecta índole asiática. ¡Vive Dios que ningún poder se asentó jamás sobre tan ancha y alta pila de cadáveres!» (Prim, p. 209).

En De San Pascual, se trata, a mi entender, de una reflexión general sobre la naturaleza del poder, tema que enlaza con La Saturna, obra en la que el trono se presenta también asentado sobre el sufrimiento de los que no tienen nombre. Frente al optimismo (con sus momentos de decepción) de Galdós, la ausencia de conexión entre la plebe de las barricadas y los adoradores de Prim, marca la desesperanza valleinclanesca de Domingo Miras ante la posibilidad de una solución política: quizá tenga un sentido simbólico la figura del burgués del balcón que si de palabra apoya a los amotinados, de hecho los deja en la estacada, después de haber preparado su posición para el caso de que triunfen unos u otros. Nada recuerda aquí la función mediadora de un Voz-mediano.

Reconocemos en este planteamiento la actitud anarquizante de Valle-Inclán y, en general, el humanismo hispánico que sólo encuentra esperanza y consuelo en la relación personal, en la solidaridad de los vencidos. Recordemos a este propósito la solidaridad de los humildes -de algunos humildes, en algunos momentos- que se desgrana a lo largo de La Saturna y que culmina (de forma un tanto melodramática, es cierto) en la reconciliación de los padres de Pablos ante la muerte del hijo azotado. Sin embargo, la solidaridad no es, en ningún momento, una fraternidad sentimental más o menos idealista; no es tampoco el resultado de una conciencia de clase ni, por supuesto, la espontánea y general del buen salvaje; o de su equivalente, el honrado pueblo. Por el contrario, las pobres gentes son como animales asustados que no entienden lo que les sucede: presas del pánico pueden reaccionar tanto de manera agresiva como cobarde, escapando o enfrentándose al peligro. No se trata, pues, de una defensa apriorística de los de abajo, ni una condena de los de arriba. Es una descripción de comportamientos humanos en el medio (social) en que les ha tocado vivir. De esta manera se puede establecer una clara relación dialéctica entre lo privado y lo público (entre lo individual y lo social) en la que ninguno de estos dos opuestos resulta privilegiado respecto al otro.

En este sentido, resulta ejemplar la escena final entre Perico el Ciego y O'Donnell; la comprensión personal que Perico experimenta por O'Donnell no excluye el juicio negativo que para el ciego tiene la labor de gobierno y la represión de aquél, pero expresa la melancolía de dos personas caídas en desgracia y para las que se avecinan tiempos más difíciles. El sarcasmo de Valle-Inclán no aparece aquí por ninguna parte y, si hay algo, es la comprensión humana que Galdós aprendió de Cervantes, según la cual comprender los errores del prójimo es si no perdonarlos, aceptarlos. Y es el caso que ni Perico ni O'Donnell ceden un ápice en sus planteamientos: el general no se convierte, mantiene su perspectiva y sigue defendiendo sus hechos. La placidez del diálogo no excluye las puntadas dialécticas, de la misma forma que el fracaso de O'Donnell, vencido y expulsado de y por el aparato de poder, no le convierte en hermano del marginado; las distancias se mantienen. Y en ese juego de paralelismos y contradicciones hay que señalar una fundamental; me refiero al contraste que se establece entre el diálogo, con su carácter explicativo, aséptico, casi diría que didáctico, y la frase de O'Donnell: «Voy a comer ostras a Biarritz»; frase que si provoca la protesta indignada de Perico, ignorante del futuro, también provoca en el espectador el recuerdo -y el anuncio- de la próxima muerte del general, causada precisamente por lo que se presenta como refugio y consuelo: para que la ironía escénica funcione no es necesario ser historiador de lo nimio, basta haber leído a Galdós: «Ha muerto O'Donnell. Si quieres dar pormenores, añades que ha muerto en Biarritz hoy... según parece, de indigestión de ostras» (La de los tristes destinos, p. 135 y poco después Galdós repite la información).

Imagen

«De San Pascual a San Gil», de Domingo Miras. Dirección de Gerardo Malla.




ArribaAbajoLas claves culturales

Las dos obras de D. Miras (no conozco otras) están llenas de resonancias culturales como las que acabo de señalar; D. Miras hace un teatro culto, incluso culturalista en determinados momentos: que las referencias no funcionen no es culpa del autor, sino de los espectadores, o de los críticos. Lo que quiero decir con esto es que este teatro no es el teatro inmediato y fácil a que nos han querido acostumbrar los realistas (sociales o no), es mucho más complejo y difícil, entre otras cosas porque o bien se poseen una serie de claves y referencias culturales, o no se entiende nada: lo que se dice o sucede en escena no es más que una parte de lo que la obra significa, y el texto se apoya en una tradición literaria que debe funcionar en la cabeza del oyente.

Para exponer esto me parece mejor empezar por La Saturna, anterior a De San Pascual... aunque en Madrid se haya estrenado después. No he leído el texto de La Saturna, hablo pues de la fundación, de lo que recuerdo de ella; lagunas e imprecisiones serán, pues, inevitables. He leído algunas críticas, negativas en general, y un artículo de E. H. Tecglen titulado «Capa de pobre» que no sé si se refiera a La Saturna o a otros espectáculos, ni si a Quevedo o a otro autor. En cualquier caso retengo tal o cual observación como apoyatura.

Que La Saturna arranca del Buscón es algo tan evidente y explícito que no hace falta ser ningún lince para percatarse de ello. Pero es imprescindible averiguar el sentido del Buscón y la forma en que está construido, porque el texto de Domingo Miras parte de esa obra, remite constantemente a ella, como intensificación o como contraste: ignorar esto lleva -otra vez- a no entender nada de La Saturna, lo cual, por supuesto, no quiere decir que la comprensión lleve aparejada una valoración positiva, ni negativa. El juicio «estético» es otro asunto (en el que no quiero entrar aquí) pero su emisión es posterior al entendimiento de la obra, de manera que si la comprensión no se produce, el juicio de valor resulta un puro capricho. Que nuestra literatura reciente sea, en general, de una pobreza intelectual lamentable no autoriza a rechazar toda obra que no dé mascado un contenido obvio.

El Buscón se caracteriza por dos rasgos fundamentales: es una obra de burlas y es una «capa de pobre». No repetiré aquí lo que se ha dicho por plumas más autorizadas que la mía sobre el distanciamiento (en todos los sentidos) de Quevedo respecto de su obra, personajes y casos; recuérdense simplemente los estudios de F. Lázaro Carreter o Eugenio Asensio (quien, por cierto, da a la estampa cinco entremeses inéditos de D. Francisco), sobre todo en lo que respecta a la creación de «figuras» y al despego sentimental de Quevedo, perceptible incluso en sus más conocidos sonetos amorosos: el «otro» no le interesa. Desde el momento que, en La Saturna vemos en escena a Quevedo hablando con Pablos el distanciamiento resulta potenciado: el oyente, a su idea del Buscón, añade el efecto autor-actor/obra literaria conocida, esto es, literatura sobre literatura. Sin embargo, este procedimiento teatral es ambiguo porque si bien aleja el caso del espectador (al presentarlo como reelaboración de una obra ya de ficción) lo acerca al plantearlo como un caso real, como unas memorias verdaderas, escritas al dictado por Quevedo. Un paréntesis; que sea Quevedo quien escribe lo que le cuenta Pablos supones una inducción realista y un fino análisis del Buscón: el estilo de la obra es de Quevedo, lo mismo que la perspectiva, a pesar de la ficción autobiográfica; de esta manera el desdoblamiento que ofrece D. Miras es coherente con la obra.

Por otra parte, el Buscón está construido mediante la mera agregación de escenas sueltas, independientes; y es una «capa de pobre» porque gran parte de los episodios, en cuanto a los argumentos, son ajenos a Quevedo, que los toma de tradición de otros escritos suyos o ajenos; de ahí la autonomía de las figuras. Es el esquema constructivo que, en parte, acepta D. Miras, como acepta el tema del viaje de Segovia a la corte y vuelta, el encuentro con los cómicos de la lengua, la figura del soldado fanfarrón, etc. No es Brecht el modelo, es Quevedo; un Quevedo pasado por Valle-Inclán, como veremos,... y pasado por D. Miras.

El arranque es, pues, quevedesco y el autor no ahorra ninguno de los rasgos negativos y, a veces, escabrosos y escandalosos que caracterizan a la madre de Pablos en el Buscón: hechicera, celestina, adúltera, desvergonzada, etc. Pero si en una novela (en un texto) es posible mantener la impasibilidad de los planteamientos conceptuales, la pura satisfacción intelectual de la brillante construcción ingeniosa, en teatro, es imposible porque el actor (hombre o mujer) está ahí, delante del espectador: no es un concepto. Quizá por ello Miras encamina la obra en clave cómica, como cómico es el efecto del Buscón: toda la primera parte tiene algo y aun algos, de farsa, de divertimento intrascendente, de alboroto y espectacularidad gratuita, como un juego. Así el remiendo inicial no tiene el tono sórdido de Celestina; la aventura de Saturna en la sierra con su acompañante trae el recuerdo de Juan Ruiz y de la Lozana Andaluza, en el desparpajo y naturalidad del lance, en la inversión de los papeles, y en la lengua (que recuerda el primer encuentro de Rampin con Lozana). El tono se mantiene hasta que Saturna llega a la Corte, todavía su encuentro con los cómicos de la legua tiene algo de entremés: el mundillo teatral funciona de manera prácticamente autónoma, despegado del asunto central y de la figura de Saturna cuya relación con ellos es meramente circunstancial y anecdótica; se podría decir, incluso, que el encuentro es una excusa para presentar un cuadro animado. Sin embargo, el episodio de los cómicos es coherente con el conjunto de la obra y establece con ella una serie de correspondencias significativas. Tenemos, en primer lugar, un caso de teatro dentro del teatro (o, si se prefiere, de actores haciendo de actores), recurso frecuente en el Siglo de Oro; esta multiplicación de planos (añadamos a Saturna disfrazada de hombre, y vestida luego de cómica) dota a la obra de una profundidad notable: en efecto, nos encontramos con el hecho de que en el mundillo teatral se reproducen las rencillas que ya habíamos visto en la casa de Pablos en Segovia, y se plantea la explotación de los actores por el empresario quien, entre bromas y veras, entre fingimientos y medias verdades, se aprovecha del trabajo de la compañía. La consecuencia es clara, la explotación del hombre por el hombre no depende de clases sociales, sino que reside en la naturaleza humana: desde el momento en que un individuo llega a conseguir una situación de poder, lo ejerce; y lo ejerce en su propio provecho. Esto, efectivamente, nada tiene que ver con Brecht, y sí mucho con el anarquismo valleinclanesco.

En cualquier caso, la situación tiene un marcado aire de farsa, como señalé, y los trapicheos del autor no pasan de ciertas picardías. Es en este momento cuando aparece la autoridad para comunicar a los actores que se suspende la representación teatral. Y, en efecto, se acabó el teatro: a partir de ese momento, la ruptura es total, la acción se va cargando de dramatismo, de intensidad, hasta el final de la obra. Notemos de pasada, que el motivo de la prohibición de representar es la muerte de un niño, la del hijo del corregidor (o del alcalde, no recuerdo bien): el paralelismo con la muerte futura (tal vez ya ocurrida) del hijo de Saturna se impone al espectador, lo mismo que la enorme diferencia en las circunstancias de cada caso.

Cuando Saturna se encuentra ante su protector, ejerce la porción de poder que le corresponde, y obtiene así para su hijo la carta salvadora. En el camino de vuelta a Segovia, la aparición del monarca restablece la situación: Saturna podrá vencer a un caballero, a un hombre, pero ello no significa absolutamente nada, el sistema de dominio ejerce su función ignorando -y superando- los pequeños fallos que pueden producir las relaciones personales.

La verdad es que la realización escénica de este planteamiento deja bastante que desear, aunque el sentido, a pesar de todo, quede claro.

Es éste el momento de plantear el cambio de nombre de la protagonista. Saturna, como femenino de Saturno, puede referirse a varias cosas; por ejemplo a que devora a sus hijos (lo más obvio), o bien referirse al carácter de los nacidos bajo ese signo, a la sangrientalidad que les es propia, o, según otros, a la disposición taciturna y reflexiva de sus ánimos. Nada de esto parece convenir al personaje que Domingo Miras pone en escena; a mi entender, la Saturna puede llamarse así porque es la mujer de Saturno, esposa simbólica, se entiende. Saturno es el poder, representado por el monarca, del mismo modo que la majestad de Isabel II se asienta sobre una pila de cadáveres. La mujer de Saturno, como todo el mundo sabe, es la tierra, representada por la madre de Pablos; no sé si será ir demasiado lejos, pero no resisto la tentación de asociar Saturno con Cronos y, en consecuencia, recordar la carrera contra el tiempo que realiza la Saturna para salvar a su hijo, finalmente devorado. Es de notar que esa veloz carrera con la carta del perdón produce en el público un efecto de suspense notable: los espectadores, me parece, esperan como espera Saturna, se identifican con sus temores lo mismo que con sus esperanzas. Y, sin embargo, la suerte estaba decidida desde el principio, desde el Buscón de Quevedo: Saturna no llegará a tiempo, el hijo morirá de los azotes que le dieron en la cárcel. El recuerdo de la tragedia clásica se impone.

Lo que ha hecho Domingo Miras en La Saturna ha sido humanizar un episodio del Buscón, libro de burlas crueles. Lo mismo sucede en De San Pascual a San Gil; aquí, la mezcla de Valle (el más quevedesco de nuestros escritores modernos) con el humanismo galdosiano dota a la historia de un patetismo inexistente en las obras que le sirven de base. En cierto modo, con todas las cautelas y distingos del caso, cabría comparar a D. Miras con Ignacio Aldecoa en cuanto el vasco muestra a sus lectores cómo debajo de una denominación despersonalizadora (guardia civil, camionero, etc.) hay un hombre. La diferencia estriba en que Miras muestra en cada una de sus obras las dos caras de la moneda: son hombres (se comportan como tales) en determinadas situaciones y momentos; otras veces, especialmente cuando ejercen el poder, presentan esa faceta ridícula y cruel, desmesurada, que caracteriza las figuras de Valle o de Quevedo. La segunda posibilidad es la que se impone a fin de cuentas en las obras de D. Miras. Tanto en una como en la otra nos da la historia de un fracaso.

El fracaso queda muy claro, lo mismo ocurre con las actuaciones negativas, condenables: son las acciones contra la vida y -en menor medida- contra la libertad. Lo que no queda nada claro, al menos en el texto, de manera explícita, es la propuesta positiva, cómo sí deberían ser las cosas. Es esto lo que libra a Miras del didactismo doctrinario que parece rondar sus obras. Si, como creo, La Saturna acaba con la reaparición de Quevedo terminando de redactar lo que Pablos le cuenta, sería un elemento más en apoyo de esa interpretación, de atenuación del patetismo y de contraste con la obra existente. El recurso produce, al mismo tiempo, un efecto de distanciamiento (no de verfremdung) en cuanto coloca lo narrado entre paréntesis, en un plano alejado de lo que se presenta -convencionalmente- como realidad. Las variantes combinatorias son muy numerosas ya que el Pablos que dicta la historia es, a su vez, un personaje de ficción, e, incluso, el mismo Quevedo aparece como autor literario y como personaje, identificado, así, con su propio mundo narrativo. Para mí, no se debe relacionar este esquema con Unamuno (Niebla...), sino, otra vez, con Valle, me refiero a Los cuernos de don Friolera, por ejemplo, y, en parte, a las últimas escenas de Luces de bohemia. Como es normal, los actores prefieren un final «en punta» al anticlimax.

Todo lo dicho intenta ser una descripción y un análisis de las dos obras de D. Miras que conozco. Nada de esto supone un juicio de valor por mi parte, aunque sí un interés. En último término, cada cual está en su derecho de interpretar los hechos como bien le parezca. Así, el crítico de Pueblo describe: «La obra de Miras tiene tan escasa potencia dramática que hasta en los monárquicos "de toda la vida" no provoca el menor denuesto, aunque algunos se fueran antes de terminar», interpretación que acaba: «Quizá porque se aburrieron»; Antonio Valencia constata: «Se aplaudió mucho al final y en algunos aciertos escenográficos», y sentencia: «pero me pareció mucho aplauso de parti pris»...

Imagen

«La Saturna», de Domingo Miras. Dirección: Manuel Canseco.







Indice