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De impresores y libreros: un pleito de 1651

Jaime Moll Roqueta





El 8 de diciembre de 1651, el alguacil Francisco Hordóñez denunció ante los Alcaldes de Casa y Corte y acusó criminalmente, a instancia de los impresores, a Manuel López, Juan Antonio Bonet y Gabriel de León, libreros de Madrid, y los demás que resultaren culpados, por hacer imprimir obras de naturales de los reinos de Castilla en Lyon, París y otras partes prohibidas y sacar para su pago grandes cantidades de plata y oro, en contravención de las leyes y pragmáticas vigentes. Iniciadas las actuaciones por la sala de los Alcaldes de Casa y Corte, los libreros piden y logran que el pleito se substancie ante el Consejo de Castilla, encargado de las causas tocantes y pertenecientes a libros1. Expuesta la querella que enfrenta a impresores y libreros, en lugar de extendernos en los detalles procesales de la actuación judicial, consideraremos sólo los datos y aspectos que reflejan la situación de la industria editorial, teniendo siempre en cuenta la posible exageración y conveniencia de los argumentos expuestos por ambos grupos de litigantes, lo que obliga a tratar los datos con cierta cautela y a no considerar ciertas generalizaciones. La base legal aducida por los impresores es la pragmática de 16102, que prohibía a los autores naturales de los reinos de Castilla la impresión de sus obras en reinos extranjeros -pragmática por cuyo cumplimiento abogaron los libreros de Madrid en 16163- más otras disposiciones coetáneas y coyunturales que prohibían el comercio con Francia4. Los perjuicios señalados por los impresores en 1651 no se limitan a la saca de plata y oro en beneficio de países enemigos, sino que insisten en la decadencia que ello ocasiona a la imprenta de los reinos de Castilla, presentando un panorama desolador de su futuro -en 1650, dicen, cerraron en Madrid cuatro imprentas5- al mismo tiempo que, sin duda para congraciarse, indican el daño que se sigue a los miembros del Consejo de Castilla al no poder recibir los 32 ejemplares de todo lo publicado «con que son noticiosos de todo aquello que requieren sus grandes puestos». Por otra parte los libros importados no pagan impuestos, mientras que los impresos en los reinos de Castilla pagan por el papel, con lo que también sufre menoscabo la hacienda real, además del perjuicio ocasionado a los molinos papeleros. Los impresores fijan el inicio del hecho denunciado más de dieciséis años antes. Agentes franceses son los encargados de recoger los originales y mandarlos a Lyon, París o Ginebra y recibir las ediciones. Se cita a Simón de Lemoyne, que abandonó Madrid un mes antes de la denuncia, y a Juan Barraquet6.

Lo expuesto en la denuncia es confirmado por varios profesionales de las artes gráficas interrogados al realizarse la información correspondiente. Declaran Francisco Calvo, fundidor de letras, que vive en la calle de la plazuela del Rastro, casas de los menores de Juan de Criales, de 35 años; Domingo García y Morras, impresor, que vive en la calle de los Preciados en casas propias, de 36 años; Gregorio Rodríguez, impresor, que vive en la calle de Atocha en casas propias; Julián de Paredes, impresor, en la calle de la Concepción Jerónima, casas de Juan de Yvarra, de 28 años, y los oficiales de la Imprenta Real Juan de la Floresta, de 52 años, llevando 30 en dicha imprenta, Juan de Biar, que lo es hace 6 años, de 27 años de edad, y Antonio Hernández de 29 años, siete trabajando en la misma imprenta. Dos de los declarantes aportan datos nuevos. Domingo García Morras expone que un año antes tenía «en comienzo una ynpresión de dos tomos del Padre Roxas, de la horden de Nro. Padre San Francisco, y concertado el papel para ello; a la ocasión llegó el dicho Simón de Moyne y le quitó la obra y se conzertó con el dicho Padre Roxas y se llebó los dichos dos tomos a Francia para imprimirlos y bendrán muy brevemente»7. Gregorio Rodríguez declara «que abrá ocho meses, poco más o menos, que estando este testigo en la tienda de Juan de San Vicente, librero en la calle de Toledo, a la ocasión llegó el dicho Simón de Moyna, francés, y llebava consigo un libro del Padre Nájera, de la Compañía de Jesús, y dijo lo lleba para ynprimirle en su tierra8. Un nuevo factor entra en juego además de los libreros: los autores que dan sus originales para que se impriman en el extranjero.

Como los anteriores informantes declaran que los libreros denunciados están encuadernando los libros llegados de Francia y tienen sus tiendas y almacenes llenos de las últimas remesas, el 11 de diciembre se ordena el embargo de los libros impresos fuera de los reinos de Castilla. La primera tienda visitada, el mismo día 11, es la de Juan Antonio Bonet, en la calle de Toledo. El librero se encontraba en Palacio y fue inmediatamente avisado, al mismo tiempo que se avisaría a otros colegas. Entretanto «se miraron y reconocieron los tomos de diferentes libros que tenía en su tienda, y entre los dichos libros se allaron unos tomos por enquadernar yntitulados de la Suma de Toledo y del Padre Fray Rodrigo Arriaga, naturales de estos reinos, ynpressos en León de Francia, según in titulo refiere, en los años de mili y seiscientos y quarenta y nueve, cinquenta y cinquenta y uno9; y a esta ocasión llegaron Manuel López y otros libreros y requirieron al dicho alguacil Francisco Hordóñez con un decreto de los Señores del Consejo en que se manda se baya acer relación de esta caussa y en el ynterín no se ynobe; y el dicho alguacil cumpliendo y obedeciendo el dicho auto dejó las dichas dilixencias en este estado».

La rápida movilización de los libreros logró un auto del Consejo por el que el pleito pasaba a su competencia. En este momento el consejero encargado de las causas referentes a libros era Lorenzo Ramírez de Prado. La solicitud aceptada fue presentada por Pedro Coello, Manuel López y Gabriel de León. Las visitas a librerías y los posibles embargos de libros extranjeros fueron suspendidos.

Ante el Consejo, los impresores insisten en los hechos y argumentos ya expuestos y añaden otros aspectos y datos nuevos al oponerse a lo aducido por los libreros contra el auto que el Consejo dictó el 2 de octubre de 1655, en el que se manda guardar las leyes y el anterior auto de 15 de septiembre de 1617.

Según declaran los impresores, los libreros no pueden permutar pliego por pliego los libros importados como afirman contradiciéndose, pues si dicen «que en Castilla no se sabe imprimir y que es necesario se hagan las impresiones fuera del Reino y que así se acostumbra... quando se ven obligados a confesar la extracción de la plata, dicen ay en el Reino libros suficientes para hacer dicha permuta; todo lo qual es supuesto y contra lo que verdaderamente pasa, pues no imprimiéndose como no se imprimen en estos reinos sino muy pocos libros castellanos, no ay conque permutar la mucha cantidad de los que entran de Francia». Si aducen que no sacan dinero sino que pagan a los agentes franceses en Madrid, ello no significa que no se saque plata u oro, sólo que para evitar las penas impuestas hacen que sean otros los que realicen la prohibida saca de moneda. Los impresores no aceptan la afirmación que en Francia se imprime mejor que en España, pues hay suficientes muestras de la calidad de las impresiones españolas. Y citan como ejemplos «las Partidas de Gregorio López, la primera impressión del presidente Covarrubias, Bobadilla, Molina, el theólogo, y más ciertas y verdaderas las de Antonio Gómez y Acebedo, y en bondad y verdad la de la nueba Recopilación, el Expurgatorio y otras muchas»10. En cuanto al precio, el perjuicio a «los profesores de las ciencias» es grande, pues los libros extranjeros se venden a excesivos precios comparados con los del reino, como sucede «en las obras últimas de Salgado»11, que además están llenas de errores. Pues si bien en Francia los jornales y materiales son más baratos, los mercaderes cargan los «tributos, fletes, portes, conduciones y encomiendas en el comprador», además de un excesivo beneficio. Señalan la costumbre de reeditar las obras con «algunas muy cortas y poco necesarias adiciones, y que por la mayor parte no son del mismo autor, con que malogran y quitan el precio y valor a toda la impresión antecedente, provocando a que se compre de nuevo el ibro, con el engaño y color aparente de estar añadido». Afirman también los impresores que los libreros son los causantes de la baja calidad de los impresos, pues «imprimiendo los libros a su costa, no contentos con una moderada ganancia, buscan el peor papel, cargando las planas con letra menuda y sin dejar márgenes, para que el libro que habia de llebar cien pliegos se imprima en ochenta y redunde todo en mayor utilidad de los susodichos. Y esto se manifiesta claramente de que los libros impresos por los mismos autores son incomparablemente mejores que los impresos por libreros».

Los libreros aducen que la pragmática de 1610 «sólo prohibe que se imprima fuera de él [el reino] sin licencia las obras que de nuebo escribieren autores que sean rennicolas, pero no que puedan entrar las dichas obras (aunque sean de naturales) impresas de segunda impresión fuera del reino; i porque las obras i libros de estrangeros, aunque sean de primera impresión de fuera del reino, tienen libre entrada en él i en esta corte para poder comerciarse i venderse», como confirma el auto de 15 de septiembre de 161712, cuyo cumplimiento recuerda el nuevo auto de 2 de octubre de 1655. Por todo ello, el pleito no afecta a los libreros sino a los autores. La realidad muestra que las prohibiciones de la pragmática de 1610 «no están en observancia i los mismos autores sacan cada día licencia13 para imprimir fuera del reino sus obras por la bondad i ventaja grande con que vienen impressas, ansi en el papel como en la fundición de los caracteres, diversidad de lenguas, excelencia de correctiones i otras calidades». Además, los autores lo hacen «no sólo por la mayor perfección de las impresiones sino por el aorro grande y reconocerse que con esto se alientarán doctos varones a escrivir y dar sus obras a la estampa. Y que con los libros que ymprimen adquieren otros y sacan la costa y aún ganancia, y que imprimiendo en este reino nunca llegarían a sacar la costa». Los libreros sólo «surten sus tiendas con los géneros de libros que de esta calidad [de segundas impresiones] les remiten sus corresponsales», y señalan que «la repetición de las impresiones de libros de naturales se cambia en estimación de sus obras, pues se conocen útiles a lo público quando el mercader extranjero las repite en su impresión». En las imprentas del reino no hay «buenos correctores ni personas que se precien de esta profesión» y «asta la fundición de las letras i sus caracteres de la griega i ebrea i otros falta i no ai quien haga la dicha fundición». Pero además, aunque se impriman libros fuera del reino, «los ympresores desta corte no an dexado ni dexan de tener que trabaxar, porque demás que son pocos y de cortos caudales y que no se portan como los ympresores de fuera del reino, que ymprimen libros por su quema, han tenido y tienen ympresiones de muchos libros y ay ympresiones de memoriales e informaciones en derecho, relaciones y otras muchas cosas».

Lo señalado -hemos eliminado en la exposición algunas exageraciones y cierto tono elegíaco que tienen las alegaciones y declaraciones de los impresores- nos presenta un panorama bastante real de la situación editorial española a mediados del siglo XVII -no exclusiva de este momento, ya que arranca del siglo anterior14 y se mantiene a lo largo del siglo XVIII, a pesar de las medidas gubernativas en favor de la imprenta- causada, en gran parte, por la endémica falta de agresividad exportadora de los libreros editores. Todo el pleito gira alrededor de obras latinas, por lo tanto de difusión europea. Forzosamente, las grandes obras científicas -filosofía, teología y derecho son las materias fundamentales- necesitan un mercado amplio, un mercado europeo. El librero español no ha sabido o querido establecer una red europea de distribución que le permita colocar una edición en un tiempo relativamente breve y sacar rendimiento y amortizar el capital invertido. Por ello no puede afrontar este tipo de ediciones a no ser que reciba ayuda de alguna institución o del propio autor, al que de hecho traslada el problema: inversión de difícil recuperación y rendimiento y, además, difusión escasa de su obra. Frente a ello, unos centros editoriales extranjeros basan gran parte de su actividad en la edición de obras latinas de difusión europea, lo que exige la búsqueda de originales que puedan interesar, la mayoría de los cuales se convierten en obras de surtido, con sucesivas reediciones. En una época de amplia aceptación de la obra de nuestros autores, les ofrecen la posibilidad de editar sus obras, con una distribución europea, que permite -y ello demuestra su éxito- sucesivas reediciones. La posible inversión realizada por el autor o la orden religiosa a que pertenece es rentable, si no siempre económicamente por lo menos se ve compensada por la amplitud de la difusión de la obra. Por otra parte, los libreros españoles disponen -hayan o no intervenido en su financiación- sólo de la parte de la edición que pueden vender, lo que representa una inversión más reducida de la que rápidamente obtienen beneficios. Otro aspecto a considerar es la pérdida que representa para la economía nacional desaprovechar la rentabilidad que ofrecían las obras latinas de nuestros autores. Y más importantes son las consecuencias que sufre la actividad de la industria impresora: tiene posibilidades de realizar buenas impresiones, es consciente de ello y lo demuestra en determinadas obras a lo largo del siglo XVII, aunque no sean muy numerosas. Pero es precisamente la exigüidad de estos casos lo que determina el descenso de su nivel medio de calidad, no sólo aceptado sino de hecho exigido por los libreros editores, según hemos visto afirman los impresores, principalmente en las obras castellanas de surtido. Las ediciones de lujo son casi patrimonio exclusivo de los libreros e impresores de Flandes. A instancia de los libreros, como ya hemos dicho, el pleito pasa a la jurisdicción del Consejo de Castilla a fines de 1651. Reactivado cuatro años después, se dicta el 2 de octubre de 1655 un auto por el que se exige la observancia de las leyes vigentes y del auto de 15 de septiembre de 1617 sobre la entrada de libros del extranjero. Nuevas actuaciones procesales se suceden hasta 1658 en que el Consejo, por un nuevo auto de 7 de marzo confirma el anterior de 1655. Sin embargo, a pesar de estas decisiones, la situación no variará y las obras latinas de nuestros autores seguirán siendo una de las fuentes de beneficios de los grandes centros editoriales extranjeros15.

El Consejo ordenó la notificación a los libreros de Madrid de su auto del 2 de octubre de 1655, lo que se hizo el día 5 del mismo mes por el escribano Andrés de Alcoy. De nuevo nos encontramos con el problema que ofrecen las notificaciones a libreros hechas por organismos oficiales. Teóricamente es de suponer que dichos organismos tendrían una lista completa de los libreros con tienda o puesto fijo en la corte. Sin embargo, cotejando distintas fuentes coetáneas observamos en este caso -como en otros- que no se ha hecho la notificación a todos los libreros de los que tenemos noticia. Además, el escribano Andrés Alcoy no indicó la localización de las distintas librerías visitadas. Damos a continuación la lista de los libreros que recibieron la notificación, agrupándolos por calles según figuran en la relación hecha pocos meses antes, el 31 de mayo de 1655, por la Inquisición16, añadiendo entre corchetes los nombres que sólo constan en esta última lista. Curioso es el caso de Samuel Arcerius: ni fue notificado ni figura en la lista de la Inquisición, pero consta su presencia, avalada con su firma, en el poder que para este pleito otorgaron los libreros el 8 de octubre de 1655 ante el escribano Antolín de Santos17. Un asterisco indica los firmantes de este poder.

  • Calle Mayor
    • * Pedro García [Sodruz]
    • * Bernardo de Sierra
    • * José Ribero
    • * Juan Belero
    • * Manuel López
    • * Juan de Eguia Gabriel de León
    • * Pedro Coello
    • * Mateo de la Bastida
    • * Francisco Serrano Isidro de Robles
    • * Nicolás Alvarez Laso
    • * Pedro Vergés
    • * [Adrián Oyen] [José Matías]
    • * [Samuel Arcerio]
  • Calle de Toledo
    • Francisco de Robles
    • Melchor de Balbás
    • Francisca de Cesar, viuda de Antonio de Castilla
    • Juan Antonio Bonet
    • Santiago Martin [Vellaz]
    • Juan Merino
    • Juan de San Vicente
    • Francisca de Contreras, viuda de Mateo Velázquez
    • Antonio Ribero
    • Marcos López de Lara
    • [Jerónima de Robles, viuda de Gaspar Pérez]
    • [Manuel de Jaén]
    • [Juan del Campo]
  • Calle de Atocha
    • Domingo de Palacio el Mayor
    • * Juan de Valdés
    • Domingo de Palacio el Menor
    • * Agustín Vergés Lorenzo Sánchez
    • [Juan Bautista Tavano]
  • Plazuela del Angel
    • Feliciano Abarca
  • Santa Cruz
    • [Domingo] Abarca
  • Carrera de San Jerónimo
    • Francisco Lamberto
  • Calle angosta de la Paz
    • * [Tomás de Alfay]
  • Calle de Santiago
    • [Viuda de Nicolás de Herrán]
  • Puentecillo de San Ginés
    • [Andrea del Campo, viuda de Diego Logroño]
  • Caballero de Gracia
    • [Guillermo Farbich]
  • Plazuela de Santo Domingo
    • [Alonso] Lozano
  • Puerta de la Cárcel de Corte
    • [Juan Berger]
  • Puestos
    • Mateo de Quirós
    • [Francisco Regor]
    • [Antonio Cabañas]
    • [Blas del Castillo]




 
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