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Del libro español del siglo XVI

Jaime Moll





Habiendo sido invitado a presentar una ponencia sobre el libro español en el siglo XVI, dentro de las distintas posibilidades que se ofrecían nos ha parecido la más conveniente la exposición de unas consideraciones sobre distintos aspectos particulares que es preciso estudiar en el libro español de la primera mitad del siglo -sin duda pueden extenderse al resto del mismo y aún a siglos posteriores- junto con una previa visión general que nos permita enmarcar las características generales propias de la industria editorial española de la época1.

¿Podemos presentar una visión del libro español del siglo XVI más precisa, más ajustada a su realidad compleja, que la ya habitualmente reflejada en manuales y otros estudios generales? La respuesta merece ser muy meditada y matizada. Podrá ser positiva si lo que pretendemos es exponer la situación del libro desde un punto de vista global, tanto en relación con su entorno y condicionamientos propios, como sí, teniendo muy en cuenta esto, lo confrontamos con lo que nos ofrecen otras áreas culturales y económicas. Todo ello siempre dentro de una consideración macroanalítica, atendiendo a los principales vectores en los que se desenvuelve, pero teniendo siempre presente la precariedad de nuestras bases de apoyo, la falta de análisis cuantitativos adecuados y suficientes, que den más fuerza a las hipótesis presentadas. Será negativa si pretendemos un análisis más detallado, más minucioso de sus fases evolutivas, de sus influencias, de su estado real en cada momento. Nos faltan todavía muchos, muchísimos trabajos en las distintas líneas de investigación que la historia del libro exige en estos momentos, independientemente de lo que nuevas líneas de análisis e investigación puedan exigirnos en épocas venideras. Mucho se ha trabajado y estudiado sobre el libro español en las dos direcciones fundamentales, necesarias y complementarias: el análisis de los libros y la búsqueda documental. Sin embargo, lo primero ha quedado reducido, con frecuencia, a una descripción bibliográfica más o menos completa, más o menos aguda, con las limitaciones propias de cada época y limitada también, por otra parte, en cuanto a las zonas geográficas y cronológicas estudiadas. La exhumación y estudio de documentos tampoco es igual para todas las ciudades con imprenta y los trabajos recientes -de destacar en lo referente a la imprenta sevillana la labor de Klaus Wagner y Clive Griffin2- nos demuestran las grandes posibilidades que ofrece la búsqueda documental. Una vez más, quiero recordar la figura del gran bibliógrafo Cristóbal Pérez Pastor, que expuso la necesidad del estudio y análisis del libro en conexión con la documentación existente, y así lo realizó, con los condicionamientos de su tiempo, aunque su metodología siga, en su esencia, siendo válida3.

¿Cómo podemos exponer el panorama del libro español del siglo XVI? Ante todo creemos que no debemos olvidar la situación constitucional de España, la realidad económica y comercial, tanto general como en su relación con el libro, la situación cultural que se va desarrollando a lo largo del siglo XVI. Aunque sea sabido, no está de más recordar que el libro es un producto fruto de una técnica, un objeto que necesita una financiación para que pueda ser producido y la existencia de una red comercial para su venta, lo que comporta la recuperación del capital invertido y el logro de unos beneficios. Al mismo tiempo es portador de un texto, sin el cual no existiría, reflejo de una cultura y de un entorno social, considerados ambos en el sentido más amplio.

Tres son los elementos que directamente intervienen en la producción y distribución del libro: editor, impresor y librero, al servicio de unos textos -o sea autores- que pretenden difundir y de unos lectores a los que procuran atender. Son tres núcleos interdependientes, enlazados en distintas combinaciones, aunque para nuestro análisis los consideremos como unidades diferenciadas que conforman la industria editorial, la industria gráfica y el sector comercial. La edición puede correr a cargo del propio autor, de una institución, de un librero, de un impresor, los dos últimos casos constituyen el modo más habitual. La manufacturación del libro es propia de los talleres de imprenta, pero éstos pueden ser propiedad de un librero. La librería centra la difusión comercial de las ediciones, pero algunos impresores son también libreros. Si el impresor quiere salir de la estrechez y dependencia en que habitualmente se encuentra, el mejor camino es incorporarse al ramo de la librería y, mejor todavía, al de la edición.

El libro como producto objeto de trato comercial depende de un mercado nacional e internacional, cada uno con sus propias exigencias, tanto en lo referente a los textos editados como a las condiciones necesarias para su producción y comercialización. No hay que olvidar por otra parte, el entorno político, geográfico y humano en que se desarrollan las industrias editorial y gráfica y el tráfico comercial.

En el siglo XVI, aunque los reinos españoles ya se integran en una misma corona, se mantiene la multiplicidad de grandes centros productores, heredada del siglo anterior, como es natural acompañados de otros núcleos menores. Con la consolidación de Madrid como ciudad en la que se establece la corte real en el último tercio del siglo XVI se despega la imprenta madrileña, aunque por falta de bibliografías -o bibliografías modernas- de algunos centros productores no podamos todavía valorar el verdadero impacto que Madrid provocó en la recesión de la imprenta y edición en otras ciudades, probablemente en relación al tipo de obras que publicaban. Es posible que Sevilla fuera una de las ciudades más afectadas, lo que explicaría la profusión de ediciones sevillanas contrahechas y falsificadas, especialmente en la primera mitad del siglo XVII. Desconocemos, por ejemplo, la influencia negativa que tuvo este desarrollo de la edición madrileña en ciudades con una producción más científica, como es el caso de Salamanca o Alcalá.

Tampoco podemos evaluar las consecuencias derivadas de la falta de un privilegio único para toda España, teniendo en cuenta que son pocos los autores o editores que solicitan los varios privilegios necesarios para proteger su obra en todos los reinos de la corona española. ¿Es esta situación de diversidad de privilegios perjudicial a la industria del libro español? Es difícil pronunciarse, dado el estado actual de nuestros estudios, aunque creemos que, como hipótesis de trabajo, podríamos aceptar que no la perjudicó, sobre todo si consideramos el tipo de obras -y la inversión reducida necesaria para editarlas- que se reeditaban en reinos distintos del de la primera edición. Más bien creemos que los problemas de la industria editorial española se derivan de aspectos económicos y comerciales.

Podemos distinguir dos tipos de obras: las que el mercado nacional tiene capacidad para absorber fácilmente en un tiempo relativamente breve, al menos suficiente para rentabilizar la inversión, y las que precisan de un mercado internacional para su rentabilidad. Podemos añadir un tercer grupo: las obras que no necesitan forzosamente de un mercado internacional, aunque su distribución en éste último sea extremadamente ventajosa desde el punto de vista económico y, por consiguiente, de la obtención de beneficios. ¿Qué tipo de obras son las que habitualmente promueve nuestra industria editorial? Creemos que la respuesta no presenta problemas: las que el mercado nacional puede fácilmente absorber y para las cuales no existe competencia internacional. Rara vez son editadas en España las grandes obras que necesitan un mercado supranacional. Y si se editan, lo habitual es que su difusión europea se haga a través de reediciones foráneas. Un ejemplo: Con financiación institucional se editó la obra de Jeroni Lloret, Sylva allegoriarum Sacrae Scripturae, magníficamente impresa en Barcelona por Pau Cortey y Pere Malo, en 1570. Cinco años después se reedita en Venecia y nuevas reediciones se producen en París, 1583, y de nuevo en Venecia, 1587, a las que seguirán otras seis en los siglos XVII y XVIII4. Sin embargo, en 1596, todavía quedaban ejemplares de la primera edición, que fueron adquiridos por los libreros Gabriel Lloberas, de Barcelona, y Angelo Tavano, de Zaragoza, los cuales dividieron la obra en dos tomos y cambiaron la portada primitiva, creando una nueva portada para el segundo, con lo que se produjo una nueva emisión. La financiación institucional explica la posible falta de interés en la difusión internacional del libro, aunque de no existir difícilmente se hubiese editado en España una obra de tal envergadura.

Fallidos son los intentos de competir con las ediciones de clásicos latinos de difusión europea. Pensemos, por ejemplo, en la edición de la Farsalia editada por Jacobo Cromberger en 1528, en octavo y compuesta en cursiva a imitación de las ediciones aldinas o lionesas5. Tampoco aborda nuestra industria editorial las reediciones, en muchos casos incluso primeras ediciones, de obras latinas de autores españoles cuya difusión sobrepasa nuestras fronteras. La edición española se encierra en su propio marco geográfico, sin arriesgarse a salir al exterior ni querer competir con los grandes centros editores franceses e italianos, con las grandes multinacionales del libro en su doble aspecto de la edición y la distribución. El interés europeo por las obras de nuestros juristas, filósofos, teólogos -nos referimos sólo a las obras escritas en el idioma internacional de la época, el latín- no beneficia a un posible desarrollo de la industria española del libro. Nos faltan buenos estudios bibliográficos de los autores españoles de proyección europea, tanto de las ediciones del siglo XVI como de siglos posteriores, que nos permitiera valorar la magnitud de su volumen y el beneficio que representó para la industria editorial y gráfica extranjeras. De menor incidencia son las reediciones de obras castellanas hechas en el extranjero. Como, desgraciadamente, se puede suponer, es nula la aportación de los editores españoles a la edición de las versiones en otras lenguas de nuestros escritores.

Ya expusimos hace unos años nuestra opinión sobre este fenómeno, aunque se puede matizar algo más, a pesar de la falta de estudios sobre los editores españoles y extranjeros que actuaban en España6. No encontramos en los editores españoles un interés por el aumento del capital de su empresa, que les llevara a invertir en la misma sus beneficios en lugar de desviarlos hacia otros negocios o colocarlos en censos y juros, de menor rendimiento, pero aparentemente de menor riesgo. En los editores españoles no es frecuente una continuidad familiar en el negocio, pues al ascender económicamente, buscan también un ascenso social al margen de la librería. Mucho más importante es la ausencia de una red europea de distribución, dependiente directamente de su empresa, como hacen los grandes libreros editores franceses e italianos.

Los editores extranjeros establecidos en España -sean libreros o impresores- son miembros o representantes de los grandes editores europeos. No es de extrañar que su actividad editora sea supletoria de los intereses de la casa matriz y no se dediquen a realizar ediciones destinadas a su difusión en Europa. En contrapartida, su actividad distribuidora de las producciones de los grandes centros europeos, difundidas también por los libreros españoles, es extraordinariamente activa, con una vertiente positiva: los españoles pueden estar al día de las publicaciones europeas que necesitan para sus trabajos. El análisis de las procedencias de los libros extranjeros que se encuentran en nuestras bibliotecas junto con los catálogos antiguos de las mismas y los inventarios de los libreros lo atestiguan.

Las artes gráficas dependen de la industria editorial. La situación de ésta condiciona su expansión. La capacidad productiva de la imprenta española es normalmente adecuada a la demanda existente. Si esporádicamente los encargos aumentan -también hay épocas de crisis- o han de ser ejecutados en breve tiempo y no pueden afrontarlos, el editor reparte el trabajo entre varias imprentas o contrata la obra en talleres extranjeros. No es raro el libro producido entre dos talleres -algo distinto de los ejemplares manipulados modernamente- aunque sólo figure el nombre de un impresor. Incluso existen obras impresas totalmente en imprenta distinta de la explicitada en el colofón, sin que se trate de una edición contrahecha. Es preciso tener presente estas posibilidades al realizar una investigación tipográfica, pues en caso contrario las consecuencias serán muy perturbadoras.

Hay otro aspecto que sería necesario estudiar: la incidencia del papel en la edición española. La baja calidad y escasez de producción de los molinos papeleros españoles ¿tiene alguna relación con un mercado consumidor reducido?

Mucho se ha hablado del carácter gotizante que predomina en el libro español hasta sobrepasada la primera mitad del siglo XVI. Es preciso matizar esta afirmación y considerarla dentro de los parámetros en que se desenvuelve la edición española. Aunque sea necesario un estudio detallado, que sólo podrá realizarse cuando existan los repertorios bibliográficos que nos faltan, creemos que es preciso tener en cuenta el tipo de obras que mayoritariamente se editan y el tipo de letra que es habitual en las mismas en su época, no sólo en España. Si nos atenemos a ello, no valoraremos como un hecho arcaizante el uso de la letra gótica en determinados libros. El hecho arcaizante sólo se presenta cuando una determinada imprenta no dispone de los tipos redondos o cursivos adecuados a la obra que ha de imprimir. Citemos un caso: ¿se concibe que en 1541 se publique en Valencia, por Juan Navarro, un Carmen nuptiale del humanista napolitano Britonio, con motivo de la boda del Duque de Calabria con doña Mencía de Mendoza, compuesto en letra gótica, con algunas inclusiones en letra redonda y con un grabado de la coronación por Calíope de Homero, rodeado de Ovidio, Virgilio, Horacio y Lucano, en un estilo muy alejado de lo habitual en los círculos humanistas? Dos años después, con la llegada a Valencia del flamenco Juan Mey, los humanistas valencianos ya podrán ver estampadas sus obras en cursiva y redonda de diseño más moderno7.

La abundancia de impresos en letra gótica -más apreciados generalmente por los bibliófilos- no debe hacernos olvidar el uso coetáneo de la redonda y la paulatina introducción de la cursiva. Muy interesante sería el estudio de la cronología y los caminos de entrada en España de las letrerías redondas de diseño moderno, tanto para texto como para titulares, estudio que nos revelaría la conexión de los talleres españoles con proveedores foráneos.

Hay que tener en cuenta el carácter europeo del mundo del libro, dentro de sus peculiaridades nacionales, y la gran comunidad que forman los obreros de las artes gráficas, demostrada por su movilidad. Son obreros muy especializados, de los que casi sólo conocemos los propietarios o regentes de las imprentas. Los talleres los necesitan y ellos aprovechan este hecho para recorrer mundo, procurando mayores ventajas o la superación de crisis locales, con la vista puesta en lo que sólo alcanzarán muy pocos, llegar a poseer o regentar un taller propio. En Paris, Lyon, Ginebra y otras ciudades con fuerte implantación impresora pasan muchos su etapa de aprendizaje y formación8. A estos mismos centros llegan a veces las ofertas de empleo, ofertas que también encuentran cuando ya trabajan en España, pasando de una ciudad a otra, de un taller a otro en la misma ciudad, dejando a veces la obra inacabada con gran preocupación y pérdida para el dueño del taller. Señalemos dos casos.

En 1550, desde México, Juan Pablos encarga que se busquen hasta tres oficiales «...en la dicha çibdad de Sevilla o en qualesquier çibdades, villas o lugares de los reynos de Castilla, sy en ellos se pudieren hallar, en la çibdad de León de Francia o en otra parte...»9.

En la cuaresma de 1590, Jeroni Margarit escribió desde Barcelona dos cartas a Sebastiá de Cormellas, que se encontraba en Zaragoza, -o Cormellas escribió a Margarit, pues cada parte expone su versión- ofreciendo trabajo para él y otros tres compañeros jóvenes, pues necesitaba tres componedores y un tirador, y comprometiéndose a pagarles el viaje. El 21 de abril llegan a Barcelona Joan Andreu de Tolosa y Antoni Maria Picardo. Tres días después lo hace Francesc Bellet y el 2 de mayo del mismo 1590 es Cormellas el que llega a dicha ciudad. Poco tiempo antes, el 17 de marzo, el joven impresor Sebastià Matevat había entrado a trabajar con Margarit. Pronto los cinco abandonaron el taller de Margarit, sin duda al encontrar mejores ofertas en la misma ciudad. Cormellas se casa poco después con la viuda del impresor Hubert Gotart y su nombre ya figura en 1591 en los libros que imprime. Rápida ascensión del joven natural de Alcalá de Henares, donde trabajó su padre, de origen francés. De los cinco, sólo Cormellas y Matevat llegaron a regentar una imprenta. Son muchos los que llevarán una vida obscura. A veces los documentos nos dan nombres de impresores de los que no conocemos producción. Se trata de obreros u oficiales que no poseen taller propio.

En la visión general del mundo del libro español que acabamos de exponer han aparecido muchos aspectos sobre los que es preciso todavía investigar. Con ello no pretendemos dar una guía de temas pendientes de estudio. Es una mera exposición de algunas carencias que uno encuentra si se formula preguntas. Las respuestas actuales son inseguras, hipotéticas o imposibles al no poder basarse en un conocimiento probado de hechos y actitudes, en una distinción de peculiaridades frente a lo general, en suma, en el resultado de análisis metodológicamente bien realizados.

Los propios libros y los documentos sobre la imprenta y los profesionales del libro han de formar la base de la investigación. No creemos que sea necesario insistir en la importancia de la búsqueda documental si queremos avanzar en la historia del libro español. Si interesante es conocer datos sobre la vida y el ambiente social de impresores y libreros, sus relaciones personales, económicas y comerciales, un interés especial ofrecen los contratos y otros datos sobre ediciones -muchas veces sin ejemplar localizado, aunque en algunos casos cabe que no llegasen a realizarse- los inventarios de talleres y librerías y la documentación sobre el mundo de los obreros de la imprenta, tantas veces esquiva. Si en colofones y portadas, en referencias que encontramos en las licencias u otros actos administrativos que figuran en los preliminares aparece el nombre del editor, son muchos los casos en que sólo un documento nos puede hacer conocerla persona o entidad, civil o religiosa, que financió el libro.

Pasemos a considerar varios aspectos más concretos del libro español del siglo XVI, aunque algunos también podrían aplicarse a épocas posteriores. Hay una pregunta que raras veces se formula: ¿Qué se necesita para instalar una imprenta? ¿Dónde se adquieren los aparejos y materiales necesarios? El problema de la primera instalación de una imprenta no es habitualmente analizado y creemos que es de gran importancia. Dos opciones se presentan: compra de un taller ya existente o instalación de uno nuevo. Al primer caso podemos asimilar la continuidad familiar de un taller.

No siempre será fácil determinar la continuidad de un taller basándonos únicamente en el dato cronológico del cese de las producciones del primero que han llegado hasta nosotros y el inicio posterior de un nuevo pie de imprenta. En ciertos casos se trata del inicio de un nuevo taller, sin relación con el anterior. Es preciso un estudio de las letrerías y demás materiales gráficos para confirmar la continuidad. En algunos casos, la desaparición de un taller no ofrece aparentemente continuidad. ¿Qué ha pasado con sus instalaciones? De 1539 es la última producción que los bibliógrafos asignan al taller sevillano de Juan Varela de Salamanca. En 1555 muere Varela y según señala Griffin, Gregorio de la Torre compra a sus herederos las prensas y demás aparejos y materiales de su taller10. Pero Gregorio de la Torre imprime desde 1551. ¿El estudio de sus impresiones permitirá ver la incorporación de los materiales adquiridos a los herederos de Varela? ¿O ya trabajaba de la Torre con la imprenta de Varela antes de 1555, imprenta que habría alquilado y que adquirió a plazos al morir el propietario? No creemos que sea necesario señalar el interés de la respuesta a estos interrogantes. Un estudio de sus letrerías -en la compra figuran 12 juegos de matrices- y demás material usado nos permitirá, creemos, dar la respuesta adecuada. Y una búsqueda en otros impresores sevillanos anteriores a la actuación de Gregorio de la Torre quizás nos dé a conocer el destino del taller de Varela de Salamanca, aunque siempre cabe la posibilidad que permaneciese cerrado sin utilizarlo. Este análisis también contribuiría a resolver el problema del suministro de fundiciones a que luego nos referiremos.

Otro caso: Es aceptado que Francisco Díaz Romano sucedió a Juan Joffre en su taller valenciano del Molí de Na Rovella, También sabemos que Cristóbal Cofman dejó de imprimir en 1517, aunque no murió hasta 1530. En su testamento de 7 de julio de dicho año lega su taller de imprenta a Joan Martí Desní11. No tenemos noticia del uso de sus tres letrerías después de 1517. Sin embargo, el 6 de octubre de 1530 imprime Francisco Díaz Romano su primera obra conocida, la Glosa famosissima que Alonso de Cervantes compuso a las Coplas de Jorge Manrique. Las tres letrerías de Cofman, fundidas con las mismas matrices, son usadas por Díaz Romano, junto con capitulares decoradas que habían pertenecido al impresor de la primera edición del Cancionero General de Hernando del Castillo. No hay duda, creemos, que Díaz Romano compró o alquiló la imprenta de Cofman a su heredero, instalándose -o ya estaba instalado el taller- junto al Estudi General. Por otra parte, del 22 de marzo de 1530 es la última obra impresa por Joffre. ¿Qué pasó con su taller? El estudio tipográfico y gráfico de las impresiones de Jorge Costilla de 1531 y 1532 nos demuestra que se instaló en el taller de Joffre, en el que imprimió su último libro el 14 de marzo del citado 1532. De 4 de noviembre del mismo año es la primera obra de Francisco Díaz Romano en la que figura ya como establecido en el Molí de Na Rovella.

Precisaría también ir estudiando, con un análisis tipográfico y del material gráfico usado, aquellos impresores que realizan sus actividades en varias ciudades de un modo continuado, para comprobar si su material se traslada con ellos o bien se establecen en un taller preexistente. ¿Qué pasó, en este último caso, con su material anterior? ¿No eran los propietarios de la imprenta aunque en los colofones o portadas figurase su nombre? El problema de la financiación de los talleres tipográficos es otro aspecto no estudiado. Señalemos sólo que en algunos casos el nombre del propietario de la imprenta que figura en los libros no es el de un impresor, sólo se trata del capitalista y hombre de negocios, que tiene empleados a maestros y obreros de las artes gráficas. Klaus Wagner cree que Martín Montesdoca no era maestro impresor12. Son muchos los casos semejantes. Señalemos sólo dos nombres que a mediados del siglo XVI renovaron y revitalizaron la imprenta de Barcelona: Claudi Bornat y Jaume Cortey, dos libreros que ante la situación de crisis en que se hallaba la imprenta barcelonesa, establecen sus propios talleres13.

Frente a la continuidad de un taller nos encontramos con la instalación de un taller nuevo. La prensa puede ser de fabricación local, siempre que el impresor conozca bien la disposición de sus elementos para dirigir su construcción. Carpintero y herrero son los dos artesanos que han de intervenir. Mesas, tablas para imponer, incluso los chivaletes y cajas, como todos aquellos elementos de madera del taller no presentan ningún problema. Tampoco las ollas para el barniz, el saco para el negro de humo y las distintas herramientas necesarias. La lectura de los inventarios, que más o menos detalladamente describen los aparejos de una imprenta, confirma lo anterior. Algo distinto son las letrerías y, en parte, los demás elementos gráficos.

Analicemos el caso de las letrerías. De todos es conocido que para producir una fundición se necesitan tres elementos: un juego de punzones, las matrices abiertas con los mismos, que han de pasar por un proceso de justificación, y los moldes correspondientes a cada juego para poder fundir con ellos los tipos de las distintas suertes que componen una fundición. Nos enfrentamos con un campo muy poco estudiado. Los incunabulistas iniciaron su investigación y establecieron una metodología, que se ha adoptado en el estudio de las letrerías del siglo XVI y posteriores, fundamentalmente con la intención de averiguar los talleres de los impresos sine nota, aunque modernamente se ha ampliado el campo de estudio. Es preciso, ya lo hemos señalado en otras ocasiones, seguir -casi sería más exacto decir iniciar- este camino en el estudio de la tipografía española. Estudio que no puede circunscribirse únicamente a lo español si queremos llegar hasta el origen de la mayoría de las letrerías usadas. De la documentación conocida se desprende que pocos punzones existían en España. Cuando se hayan realizado estudios sobre las letrerías, podremos confirmar lo que acabamos de afirmar y conocer los diseños de las letrerías fruto de punzones grabados en España. Creemos, es otra afirmación provisional, que no podemos decir lo mismo de las matrices, por lo menos -¿se podrá confirmar?- en gran parte del siglo XVI. En los pocos inventarios que conocemos, es muy frecuente encontrar la existencia de matrices, siempre con sus correspondientes instrumentos, o sea moldes. ¿De dónde proceden estas matrices? ¿Cuántos impresores coetáneos usaron fundiciones salidas de un mismo juego de matrices? ¿Disponían todos los talleres de un fundidor o de alguien que supiese fundir tipos aunque habitualmente se ocupase de otros cometidos en la imprenta? ¿Cuándo se generaliza la actividad de los fundidores independientes, ambulantes o con establecimiento fijo?

Como ya expuse en la I Reunión de Trabajo de la Asociación Española de Bibliografía14, el proceso de justificación de las matrices diferencia las letrerías de un mismo diseño fundidas a partir de matrices distintas pero abiertas de un mismo juego de punzones. Es una nueva metodología que es preciso contrastar para comprobar su eficacia y precisión, pero creemos que será de gran ayuda para la investigación tipográfica.

Todo taller tiene un conjunto de letrerías adecuado a sus necesidades, que puede ir aumentando al abordar la confección de encargos con nuevas exigencias tipográficas o al considerar que un diseño no responde al criterio estético del momento y es preciso substituirlo por otro más de moda. Es necesario ir analizando el uso de las distintas letrerías en los diferentes tipos de libros y para las variadas finalidades de sus elementos constitutivos, atendiendo además a su formato y a la clase de texto que contienen. Dentro de la amplia gama de letrerías que puede ofrecer una imprenta de larga existencia, es preciso considerar el tiempo de permanencia de su uso, aunque en esto como en tantas otras cosas referentes al libro, una creación humana, no podemos usar criterios excesivamente matemáticos. Una letrería largamente en desuso podrá emplearse de nuevo sin ninguna explicación lógica, al menos para nosotros.

Los tipos se gastan y es preciso substituirlos. Pueden realizarse nuevas fundiciones con las mismas matrices o puede ser substituida por una nueva letrería del mismo cuerpo. En muchos casos vemos como se mezclan letrerías distintas de igual cuerpo, probablemente para alargar la vida de las fundiciones. Otro problema que se presenta, es el causado por la introducción, de una manea continuada, de alguna letra de otro diseño, aunque inicialmente pueda coexistir con la letra original. ¿Cuál es el motivo? ¿Rotura o pérdida de la matriz de la correspondiente letrería? ¿Cómo se ha resuelto el caso? Si se trata de una matriz nueva, ha sido preciso grabar un nuevo punzón para abrir la correspondiente matriz, que ha de ser justificada. ¿Se han realizado estas operaciones en la misma ciudad donde está instalada la imprenta o ha sido preciso encargarlo fuera de la misma, quizás a un país extranjero? Cabe otra posibilidad, el aprovechamiento de una matriz de otra letrería en desuso, que ya poseía el taller. Esperemos que algún día podremos responder a estas preguntas, referidas por lo menos a algunos casos.

Sólo la conjunción de los estudios tipográficos con la búsqueda de documentos -excúsenos la reiteración- nos permitirá ir avanzando en el campo del aprovisionamiento de fundiciones en nuestros talleres de imprenta e ir conociendo la existencia de fundidores de tipos que trabajan con matrices propias -o de los impresores- y suministran a distintas ciudades. De principios del siglo XVII ya tenemos algunas noticias documentales.

Otros muchos elementos gráficos necesitan una imprenta. Dejando aparte los grabados propios de determinadas obras -que a veces se aprovecharán indiscriminadamente en muchos otros libros sin ninguna relación con su aplicación inicial- podemos distinguir dos grupos fundamentales: capitulares decoradas y elementos decorativos para portadas, portadillas, cabeceras, remates, etc. Nos faltan estudios sobre su evolución estético-artística y sobre su uso, principalmente en portadas. La evolución de lo que podríamos llamar maquetación de la portada, tanto en su aspecto gráfico -el paso de elementos decorativos independientes, reunidos ocasionalmente, al desarrollo del tabernáculo- como en el de su contenido textual. Es preciso -algo se ha iniciado- reconstruir los distintos alfabetos de capitulares decoradas y buscar la simbología que ofrecen en muchos casos, distinguiendo los grabados en madera o metal de los obtenidos en ejemplares múltiples e iguales por fundición. Pero dentro de la línea que seguimos, quisiéramos presentar el problema de la adquisición de estos elementos gráficos. ¿Cómo un impresor, al instalar un taller o al querer ampliar o renovar su material, puede conseguirlos? En muchos casos bastará dar un modelo a un entallador local, que sabrá realizar el correspondiente taco con mayor o menor habilidad. En otros casos, podrá encargarlos a talleres especializados, sobre los que no sabemos nada todavía e incluso importarlos de otros países. Es lo que sucede con algunas series de capitulares fundidas y pequeños adornos tipográficos. La existencia de talleres -quizás mejor sería llamarlos grabadores- especializados, que multiplican con una gran fidelidad varios diseños de tabernáculos, que encontramos repartidos por toda España desde el segundo cuarto del siglo XVI, es exigida precisamente por estas tan fieles reproducciones de unos mismos diseños, versiones que contrastan con toscas imitaciones, producto de grabadores menos hábiles. Lo mismo podríamos decir de los alfabetos de capitulares decoradas, que en algún caso se limitan a unas pocas letras más usuales. Estos elementos gráficos se han usado principalmente para identificación de impresos sin indicaciones tipográficas. Merecen estudiarse, como acabamos de decir, desde el punto de vista artístico, de su evolución estética, teniendo en cuenta la internacionalidad del libro y la proyección o imitación de formas foráneas, independientemente de los casos de importación directa, sin dejar de considerar los aspectos relativos a su producción y difusión.

Aunque no debemos olvidar que en muchos casos no hay una búsqueda deliberada de elementos decorativos adecuados ni la intervención del autor en la maquetación del libro. Todo depende del tipo de obra contratada y de la calidad y posibilidades de la imprenta. A veces, el componedor busca en las cajas donde se guardan las maderas alguna que le sirva para resolver la necesidad que tiene en la composición de la página que elabora, sin preocuparse demasiado de la unidad estética resultante. Todo es posible en la composición de un libro.

Creemos que este planteamiento que acabamos de presentar, este enfoque dirigido a estudiar cómo se equipaban los talleres, nos ayudará a comprender muchos aspectos de la historia del libro.

Como ya hemos dicho, la comunidad de obreros de las artes gráficas es internacional o sea europea. En las imprentas se pueden encontrar obreros de distintos países trabajando juntos. Indudablemente los talleres irán imponiendo, en lo posible, un sello unitario a sus producciones, que se irá afianzando con un cierto carácter nacional en el último tercio del siglo XVI y principalmente en el siglo XVII, lo que permitirá muchas veces situar una edición en una determinada zona geográfica. Es preciso estudiar la evolución de toda una serie de aspectos de la configuración del libro, principalmente en época de cambios, antes de la fijación tácita de un conjunto de normas pocas veces transgredido. No conocemos la evolución de las series de signaturas hasta llegar al uso normalizado de la serie del alfabeto latino. Desconocemos cuando la numeración de las signaturas pasa de los números romanos a los arábigos; qué talleres -de manera continua o discontinua- numeran la primera hoja de cada cuaderno después de la letra correspondiente. Falta estudiar la evolución del contenido textual de la portada, con la emigración a la misma de los datos del colofón. Señalaremos un caso muy particular. No hemos encontrado en la producción valenciana el nombre del impresor en la portada hasta que aparece en la primera obra impresa por Juan Mey en colaboración con Juan Baldoví, terminada el 5 de febrero de 1543. Unos meses después, el 16 de agosto del mismo año, Juan Navarro acaba, en letra gótica, la Regla y vida de sant Benito. En su portada figura el nombre del impresor. Creemos que no es casualidad, sino imitación.

Podríamos enumerar muchos otros aspectos de la producción del libro que es preciso estudiar y analizar, pero no queremos dejar de señalar uno, el último en esta exposición de algunas necesidades que presenta en mayor o menor grado la historia del libro español y europeo del siglo XVI. Nos referimos a la nomenclatura de los distintos tipos y cuerpos de las letrerías góticas. Conocemos los nombres dados, desde mediados del siglo XVI, a los distintos cuerpos de las letrerías redondas y cursivas, nombres que varían de un país a otro, aunque son conocidas las equivalencias, y que fueron desapareciendo al expandirse la medición por puntos tipográficos. Desconocemos los nombres coetáneos de las letrerías góticas, lo que nos imposibilita interpretar muchos documentos.

No es la primera vez que insistimos en la necesidad del análisis de muchos aspectos del libro con una finalidad histórico-cultural, no limitándola a la necesaria y exigida función práctica de asignación de origen de tantos y tantos impresos sin indicaciones tipográficas. Incompleto quedaría todo estudio sobre un impresor, toda bibliografía de la producción de una ciudad o una época, todo estudio cuantitativo de la producción editorial sin la asignación previa de este bloque de impresos. Sin embargo, creemos que mucho se facilitaría dicho trabajo si contáramos con estudios individualizados previos que nos ahorrarían tiempo y darían mayor amplitud a la investigación de un caso concreto. Sería más fácil el trabajo si contáramos con un mayor número de elementos de estudio y confrontación, con lo que las asignaciones serían más fiables y acertadas.

A lo largo de esta exposición han aparecido reiteradamente frases como: es preciso estudiar, nos faltan trabajos, es necesario un estudio detallado, falta todavía investigar, etc. Hubiese podido, en muchos casos, no consignarlas, pero su sucesiva aparición, involuntaria, surgida sin violentar el discurso, ha de servir para hacernos sentir la necesidad de trabajar en el esclarecimiento de tantos y tantos problemas como nos ofrece el libro antiguo si es analizado con verdadero espíritu investigador.





 
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