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ArribaAbajoEl viaje a París y Londres de Ayguals de Izco

Luis Federico DÍAZ LARIOS


Universitat de Barcelona

Los Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica en 1840 y 1841, de Mesonero Romanos, son una puesta al día del libro de viajes por el extranjero que les había precedido. En la advertencia que abre el cap. III, El Curioso parlante declara que no se propone escribir un «viaje crítico ni descriptivo» ni «convertir(se) en (su) propio cronista», ni, «puesto que se precia de hombre honrado, sacrificar la verdad al fútil deseo de cautivar la risa de sus lectores».613 Se ajusta, pues, a la exigencia ética del escritor y a la utilitaria de su obra, aunque renuncie al «gran caudal de juicio y buena crítica» de los Ponz, Flórez y Villanueva que había citado más arriba. Tampoco caerá en el subjetivismo ni se dejará llevar por la fantasía, como los «viajeros poetas» que acercan sus relatos a la ficción novelesca, sobre todo cuando recorren España. Sin embargo, a pesar de sus protestas, lo cierto es que Mesonero los tiene muy presentes: «Justo será [...] y aún conveniente -había escrito antes- probar a entrar en la moda de los viajeros franceses [...] pero en gracia del auditorio sea todo ello reducido a las mínimas dosis de unos pocos artículos razonables».614

El influjo del Curioso Parlante perdurará durante una década al menos.615 Los Viages de Fr. Gerundio, de Modesto Lafuente (1842), el Manual del viajero español de Madrid a París y Londres (1851), de Antonio María Segovia, y La maravilla del siglo. Cartas a María Enriqueta, o sea una visita a París y Londres durante la famosa exhibición de la industria universal de 1851, de Wenceslao Ayguals de Izco,616 demuestran la vigencia de la receta de Mesonero por encima de sus variaciones.

A Mesonero debe Ayguals la técnica pictórica con que observa y describe tipos y escenas, fiel a la mímesis costumbrista, por decirlo con la fórmula de Escobar.617 Con El Estudiante comparte el acontecimiento que justifica el viaje.618 Pero difiere de ambos en la voluntad ficcionadora y en las intenciones últimas, explícitamente adoctrinadoras. Su forma de cartas dirigidas a una joven homónima de la protagonista de Pobres y ricos o la bruja de Madrid y aficionada a leer novelas del autor619 apunta afinidades con lo novelesco, subrayada por la ambigüedad misma del género empleado, que confirma el censor al juzgarlo.620 La propuesta democrática y utópica determina su contenido ideológico, afín también a la novela de dos años antes.

La maravilla del siglo presenta una estructura tripartita: la primera parte comprende el itinerario del narrador desde Madrid hasta su destino; la reseña de la Exposición Universal constituye la segunda; finalmente, las reflexiones sobre la muestra industrial que se exhibe en el Palacio de Cristal forman la tercera parte. Se trata, en definitiva, de tres maneras de viajar en una doble dimensión espacial y temporal. En la primera, espacio y tiempo son reales y se suceden casi a la vez que el narrador registra sus impresiones, transita por caminos y calles, visita edificios y asiste al discurrir de la vida cotidiana. En la segunda, al predominar la descripción sobre el relato, el presente reemplaza al tiempo sucesivo, y el viajero, que ha llegado a su destino, limita sus desplazamientos al recinto ferial. En la tercera parte, en fin, la contemplación del espectáculo lleva al visitante a la reflexión en clave política y social, pretendiendo persuadir al lector a participar en el viaje ideal hacia un futuro en que se cumplan las aspiraciones progresistas de un mundo mejor.

Un curioso prólogo programático sirve para introducir a María Enriqueta, receptora del epistolario. El diálogo entre Ayguals y la joven establece los papeles respectivos. El autor, sujeto de una experiencia real y verdadera, actúa de narrador implícito; y de narrataria, con sus puntos de lectora y criterio despejado, la amiga.

La presencia de María Enriqueta es instrumental. Funciona como mero intermediario con el lector. Es un tipo, protagonista de la escena en el salón isabelino donde se desarrolla su conversación con el autor y donde realidad y ficción se confunden. Al anunciarle Ayguals el viaje del día siguiente, ella le deja marchar con la condición de que le escriba un relato detallado, y así «cuanto usted vea lo veré yo también» (t. 1, p. 11). Se trata de un elemental artificio literario cuyo verdadero objeto se desvela enseguida. María Enriqueta será quien reciba las cartas que, aunque familiares, han de ser leídas por todo el mundo». «Debe usted escribir un libro muy interesante, amigo mío, un libro de una oportunidad inmensa» (ibid.). «Puede usted lucirse y dar cima a un trabajo concienzudo que satisfaga todo género de exigencias» (ibid. ). Y a continuación, descubriendo el juego: «Vea usted, pues, de escribirme todas sus cartas con esmero, y publicarlas después para que sirvan de solaz e instrucción a sus lectores» (t. 1, p. 12). La forma, la «modesta verdad» del lenguaje en atención al narratario -«no olvidaré nunca que escribo a una tierna amiga»-; el sentido utilitario de la aventura, «ocasión excelente para lucir sus ideas de fraternidad y reconciliación» (t. 1, p. 14), establecen con toda nitidez el objeto mismo del libro reportaje que el lector tiene en sus manos.

En 48 cartas, más una última epilogal a modo de envío una vez vuelto de su periplo, Ayguals cuenta su gira de algo más de tres meses. Las treinta primeras, fechadas entre el 17 de julio y el 18 de septiembre, registran el itinerario desde Madrid hasta la frontera (cartas I-III), el recorrido por tierras galas (IV-VI) y la descripción de París (VII-XXX), adonde llega coincidiendo con el recibimiento que la ciudad dispensa a la delegación de la Exposición Universal de Londres.

El lector contemporáneo encontraría muchas semejanzas en las seis primeras con las jornadas correspondientes de Mesonero y Lafuente. Como éstos, Ayguals empieza por las pinceladas costumbristas de la salida de la diligencia y continúa con el obligado paso por Burgos y el País Vasco, cuya frondosa vegetación y agradable trato de sus gentes elogia. También evoca el final de la guerra carlista al atravesar el campo del convenio, cerca de Vergara, en donde aún no se ha colocado el monumento que diez años antes Lafuente echaba de menos; o traza un apunte del balneario de Cestona. No falta tampoco la contemplación de los nobles edificios, testigos de pasados esplendores, y de la generosa naturaleza, junto a la velada crítica a los gobiernos contemporáneos, incapaces de impulsar el progreso del país. Los lugares comunes continúan en el camino de París: la magnificencia de Burdeos, rodeada de su hermosa campiña; los grandes puentes que cruzan el Garona en un alarde técnico; la emoción al notar el movimiento del ferrocarril...

A la altura de 1851, Ayguals debía de ser consciente de la escasa novedad que ofrecían estas descripciones, sobradamente conocidas por los relatos de viajeros anteriores. Por ello abrevia, adivinando la impaciencia del lector por llegar a París: «Aún nos faltan cincuenta y ocho leguas que recorrer, no se asuste usted; [...] las haremos [...] sin detenernos en Angulema para preguntar en qué casa nacieron Margarita de Valois y Ravaillac, que asesinó a Enrique IV; ni en la antiquísima Orleans, ni aun para contemplar la estatua de la célebre Pucelle, Jeanne d'Arc» (t. 1, p. 48). Además, para amenizar la relación de unas jornadas tediosas, se vale de recursos que tienen el sello de su personalidad de novelista y publicista divulgador de saberes enciclopédicos. Por ejemplo, en su afán de instruir a su joven amiga, aprovecha cualquier ocasión para contar una anécdota curiosa o un episodio histórico, y transcribe en ocasiones fragmentos de obras ajenas, Así, cuando refiere su paso por Bayona y recuerda los lamentables manejos de Napoleón y la familia de Carlos IV, cede la palabra al conde de Toreno, de cuya Historia del levantamiento, guerra y revolución de España cita un párrafo (carta IV, t. 1, p. 41). A lo largo de este epistolario el lector encuentra abundantes muestras de este tipo, en muchos casos procedentes de obras y artículos de autores contemporáneos, lo que sin duda diversifica los puntos de vista del relato.

Otro recurso frecuente es el de la confidencia al lector. Ayguals no limita su papel al de espectador más o menos objetivo de una realidad ajena, sino que en ocasiones se introduce él mismo, como una figura más, en el paisaje observado. Es el caso de sus paseos solitarios por los scottianos alrededores de los baños de Cestona: «En la fuente del Amor» de esta romántica fronda -escribe- «paso largas horas, y en ella he empezado y pienso concluir una novela que se me antoja ha de gustarle a usted, porque es sumamente sentimental» (carta II, t. 1, p. 34). En otras ameniza con una anécdota trivial la seriedad de un momento de cierta trascendencia histórica. Así, después de dedicar las cartas VII y VIII a las fiestas ofrecidas por el ayuntamiento de París a los delegados de la exhibición londinense, traduciendo los discursos en el texto y reproduciendo los originales en sendas notas, refiere el lance del diplomático que se ve comprometido por las exigencias de una cocotte empeñada en acompañarle a las recepciones oficiales (t. 1, pp. 97-99). Con éstas y otras estrategias Ayguals suele acertar a mantener la atención de Enriqueta, a veces mediante el brusco paso de lo meramente informativo y descriptivo a la expresión íntima, iluminando el objeto examinado con la chispa de lo vivido. En la carta IX, formada en su primera parte por una reseña histórica de Versalles seguida de la descripción de los bosquecillos y jardines hermoseados por grupos escultóricos, el autor va levantando acta de cuanto ve, hasta que no puede contener su emoción ante tanta belleza y declara: «Parecíame transportado a una de esas mansiones fantásticas tan poéticamente descritas por Hoffmann» (t. 1, p. 108). Como en otros ejemplos similares, la impresión personal remite a referencias artísticas o literarias, con una deliberada manipulación efectista del lector, inducido a revivir una sensación ya experimentada literariamente.

Igual que en otros viajes influidos en mayor o menor grado por el de Mesonero, el costumbrismo es uno de los ingredientes básicos de La Maravilla del Siglo, que vivifica la simple guía monumental e histórica. Son frecuentes las escenas y los tipos que aparecen en estas cartas. En ellas asistimos a bailes populares, como el de Asnières (carta X), al que concurren las grisettes, y de alta sociedad, como el del Hotel-de-ville en honor del Lord Mayor (carta XII); visitamos los bulevares (carta XVI), llenos de «cafés suntuosos», de los «mejores restaurants», de los «principales teatros»... Un lujo reservado al público adinerado: «No parece -comenta Ayguals- sino que el prefecto de policía haya prohibido a los pobres pasar por allí para que no quieran proceder inmediatamente a la ley agraria o proclamar el comunismo» (t. 1, p. 185). Pero el autor de Pobres y ricos o la Bruja de Madrid no es un simple turista que se deje embaucar por los itinerarios oficiosamente recomendables con paradas en los lugares más deslumbrantes. Sus preocupaciones sociales de novelista influido por Sue y de demócrata republicano que ha bebido en las doctrinas de Fourier y Saint-Simon no se conforman con el lujoso espectáculo de la Madeleine, Capucines, Italiens, incluso Montmartre... Sigue adelante por Saint-Denis y Saint-Martin, «el paseo de las masas inelegantes y provinciales, mercantiles y mal calzadas» escribe (t. 1, p. 186). Todavía puede empeorar el panorama si se continúa hasta la Porte Saint-Denis, donde está a punto de retroceder «porque es inmensa la variedad de asquerosas blusas, de trajes pingajosos, de obreros, de carros, de mujeres desaliñadas, de chiquillos mal criados y viejos insolentes». Y apostilla: «La inepcia de la Grande-Ville brilla aquí a la luz del sol» (Ibid. ).

Todo el recorrido parisino de Ayguals implica el sistemático contraste entre dos mundos que comparten un mismo espacio, pero cada uno en su nivel. Así sucede también con los teatros, los mejores lugares para «estudiar la sociedad parisiense» (t. 1, p. 189). Las páginas que dedica a actrices, autores, críticos y público son muy interesantes y útiles por su mezcla del mejor costumbrismo, próximo a Larra a veces, con la pura información sobre la cartelera de 1851, por la que no muestra gran entusiasmo: «Muchos son los literatos dignos de veneración y respeto que atesora la capital de la Francia [...]; pero estos mismos varones que descuellan en distintos géneros de las bellas letras, rinden a veces tributo al mal gusto del público francés, y sólo así puede concebirse que el autor del Vaso de agua y otras mil recomendables producciones haya podido escribir La Goton de Béranger, que por sus extravagancias está alborotando actualmente al público del teatro de Variedades». Y sentencia: «El estado de la literatura dramática en Francia es tan lastimoso o más que en España» (Carta XVII, p. 206).

Todo esto se lee con agrado por más que recuerde casi siempre al lector algo sabido, repetido por los viajeros que han precedido a Ayguals en su crónica parisina. Su novedad radica en el interés que muestra por los más humildes y desvalidos, incorporando al libro de viajes una preocupación social acorde con la dimensión de novelista seguidor del Sue de Los misterios de París, aunque virado ya hacia Kock, cuyo magisterio se dejaba sentir en Pobres y ricos.621 De ello queda constancia en varias cartas. He citado antes la X, verdadera escena de costumbres populares construida mediante el contraste entre la descripción del bullicioso baile de las «modistillas», fáciles presas para buscadores de aventuras amorosas, y el incierto futuro que les espera. Tras un diálogo en que se enumeran sus cualidades -virtuosas, cuidadosas y aseadas, sinceras, económicas y frugales- surge la cruda realidad de que forman un grupo social explotado por los dueños de los talleres de costura, y que compensan pasar «su vida clavadas en una silla haciendo labor» entregándose a apasionados romances con amantes poco escrupulosos, queriendo encontrar en la vida la fantasía de las novelas a las que son tan aficionadas. El irónico diálogo, que había dibujado la sonrisa del lector, acaba helándosela cuando concluye sarcásticamente:

«[...] todos los días ponen en evidencia que llevan sus pasiones hasta el heroísmo [...] arrojándose al Sena, o tirándose desde la ventana de un cuarto o quinto piso, o asfixiándose con carbón encendido en su pobre morada».


(t. 1, p. 122)                


No hay que esforzarse mucho para encontrar en estos tipos femeninos los antecedentes reales de creaciones literarias que culminan en Isidora Rufete o Tormento. Concuerda con este cuadro el de la carta XV en que, al repasar las elegantes galerías comerciales del Palais Royal, fija su mirada en «infinidad de señoritas ataviadas con primorosa donosura, con elegancia exquisita y hasta con lujo fascinador» (t. 1, p. 178). Pero se engañaría quien cayera en las redes de sus miradas, porque «aquellas graciosas beldades salen en busca del prójimo para venderle sus caricias» (ibid., p. 179). Otra vez el contraste: en medio del brillante marco, la corrupción y el envilecimiento. Ayguals no se limita a pintar el tipo, sino que ahonda en sus circunstancias. La seducción es efecto de la miseria en que viven las costureras, para las que «sólo hay [...] tres caminos que conducen todos a un abismo espantoso: la indigencia, la prostitución y el suicidio» (ibid. ). Son, pues, víctimas de un orden social que leyes justas debería reformar: «Bastaría [...] que los gobiernos protegiesen a las clases menesterosas para disminuir en gran manera, si no extirpar del todo, esa prostitución escandalosa que es el semillero de todo linaje de crímenes» (ibid., pp. 179-180).

Ayguals no es un revolucionario, un subversivo difusor de ideas desintegradoras como le había acusado la prensa conservadora, sino un reformista, un socialista demócrata ciertamente moderado dentro del amplio abanico de posiciones que cabían bajo tal denominación a mediados de siglo.622 Estaba convencido de que las «costumbres [...] horriblemente viciosas de la sociedad parisiense» (ibid., p. 179) -de la que era un trasunto la madrileña para la que escribía- podían transformarse con pactos entre ricos y pobres.

Ese afán armonizador vertebra La maravilla del mundo. Con frecuencia aplaude la caridad y reconoce la importancia de las instituciones benéficas para aliviar la pobreza y la enfermedad de los humildes -son muchas las páginas dedicadas a este tema-623,

«pero esta sociedad tiene aún altas obligaciones que cumplir si ha de llevar a cima el gran bien de la prosperidad universal, y el más urgente de estos deberes es PROPORCIONAR TRABAJO A TODOS LOS BRAZOS ÚTILES; PERO UN TRABAJO SOPORTABLE, QUE LEJOS DE ASESINAR AL HOMBRE LE FACILITE LOS MEDIOS DE UNA SUBSISTENCIA TRANQUILA.»624


(Carta XXI, t. 1, p. 247).                


Puesto que «en el pueblo trabajador [...] se halla lo más sublime de la virtud» (ibid., p. 253), bastaría tan sólo proporcionarle trabajo justamente remunerado para redimirlo de la miseria y el vicio y hacerlo feliz. La industrialización resulta el medio fundamental para resolver el problema, y fomentarla es misión de los gobiernos responsables. De este modo se reducirá la desigualdad social y, con el aumento de la producción, un mayor número de ciudadanos alcanzará las ventajas del progreso.

Estas ideas utópicas y un tanto inocentes, de procedencia libresca y sustrato ideológico de sus primeras novelas,625 son confirmadas por la realidad durante su estancia en Londres. Desde la primera carta (XXXI, 20 de septiembre de 1851) muestra la fascinación que le produce Inglaterra. Ayguals se esponja en su asiento del wagon del ferrocarril que cruza el paisaje interrumpido por la oscuridad de los túneles: «¡Ya no hay obstáculos para la inteligencia humana! ¡Ya nadie es capaz de contener el impulso de progreso que tanto honra al presente siglo!» (t. 2, p. 4). Su admiración crece cuando el tren atraviesa la frontera. Mientras los controles aduaneros continúan vigentes en Francia, «con cuyas operaciones se manifiesta aún en el más lamentable atraso» (ibid., p. 5), en la «privilegiada nación» inglesa «se permite viajar sin pasaporte, documento que debiera abolirse en todas partes por vejatorio sin que impida a los criminales hacer toda suerte de excursiones» (ibid. ).

Progreso técnico y libertad, ideal fórmula democrática que el viajero se encarga de señalar constantemente a su amiga María Enriqueta como base del adelanto que Inglaterra ha logrado por su sabia combinación de mecanización industrial y desarrollo comercial, «una de las más asombrosas maravillas de una civilización que toca en la cima del apogeo» (XXXI, t. 2, p. 15). Las cartas que integran el segundo volumen del libro están dedicadas a mostrar la eficacia de esta síntesis, a la que no es ajeno el carácter de los británicos, quienes, comparados, ventajosamente casi siempre, con los franceses, son propuestos como modelo para los españoles.

Antes de ahora pocas ocasiones había tenido el lector español de informarse sobre las formas de vida inglesas. Me parece significativo que aquí Ayguals use más la palabra civilización que costumbres, al contrario de lo que se advierte en el tomo dedicado a París. Sospecho que con tal cambio de matiz el escritor quiere distanciarse del modelo de viajero acuñado por Mesonero porque la realidad que anota en su correspondencia es muy distinta.626 Ello no quiere decir que no encuentre defectos, vicios y pobreza. Como en París, la prostitución abunda y obedece a las mismas causas, pero en general la mujer, sobre todo en las clases medias y acomodadas, recibe una educación esmerada y es una excelente madre de familia (carta XXXIV). Tampoco falta el contraste entre las grandes fortunas de los ricos y la miseria de los pobres (ibid. ), pero abunda un nivel medio, debido al «espíritu de socialismo, en el buen sentido de esta palabra [...] que ha elevado el comercio y la industria de Londres a la inconmensurable altura en que vemos florecer estos dos pomposos árboles de prosperidad y extender sus ramas benéficas por toda Gran Bretaña». (Carta XXXV, t. 11, p. 86).627

Estas cartas y las siguientes preparan la parte central de este tomo y que da título a la obra:

«[...] ese glorioso templo de las ciencias y de las artes ese inmenso museo enciclopédico, [...] ese palenque de la sabiduría humana, [...] ese benéfico santuario de la fraternidad universal, esa verdadera MARAVILLA DEL SIGLO que conmueve al mundo, en una palabra, del magnífico Palacio de Cristal»


(Carta XXXIX, t. 2, p. 178).628                


Ayguals identifica el pabellón de la muestra londinense con los más emblemáticos monumentos de la Antigüedad. La maravilla de mediados del siglo XIX comparte con ellos su grandeza singular, pero revela un ánimo distinto del que inspiró las del pasado, porque no ha sido alzada para honrar a un dios, sobrevivir en la muerte, recordar a un hombre amado, disfrutar del ocio o iluminar las noches de los navegantes: el Palacio de Cristal es el templo a la concordia de las naciones, a la paz que hace posible el progreso. Y su nuevo espíritu, anhelo de futuro, se refleja en su construcción:

«Su bellísima arquitectura es de un orden enteramente nuevo, de un orden lleno de poesía que no debía hermanarse con el tosco yeso. Hubiera podido erigirse de mármol, de pórfido, de jaspe; pero no hubiera habido tanta novedad en su construcción, ni tanta donosura, ni tanta economía sobre todo. Con sólo hierro y cristal se ha edificado el más suntuoso palacio del mundo».


(Carta XL, t. 2, p. 185)                


Si un período cultural se define por la conjunción de una estética y una ideología, qué duda cabe que el autor de esas palabras veía en el Glass Palace la expresión artística de una nueva era en que todos los países podían entenderse mediante la exhibición de sus productos fabriles:

«[...] lengua prodigiosa que se habla con las manos, esta lengua divina, cuya sintaxis se apellida el genio de la invención, dará el triunfo a la humanidad entera, y tanto los necios utopistas del comunismo como los secuaces de la opresión, conocerán en breve que el viejo mundo, lejos de ser devorado por las mezquinas pasiones, se verá remozarse, fecundizarse y labrar su prosperidad eterna por los progresos de la inteligencia humana y el trabajo».


(Ibid., p. 188)                


El recorrido por el grandioso pabellón de acero y cristal constituye el segundo viaje, sobre el que el autor comenta a su corresponsal: «¿Puede darse cosa más fantástica, amiga mía, que un delicioso viaje amenizado por todo linaje de atractivos sin una sola de las molestias que suelen acibarar la vida del viajero?» (carta XLIII, t. 2, p. 244). Gracias a la convocatoria fraterna de Inglaterra a las demás naciones, en el Palacio de Cristal se vive la ilusión de recorrer el mundo sin moverse de Hyde Park, en una especie de paraíso que, a diferencia del bíblico, «maravilla de la Divinidad, [...] es una maravilla de la inteligencia humana» (ibid., p. 245). Son múltiples las asociaciones de 'viaje' y 'espacio maravilloso de la exposición' que permiten vislumbrar un futuro optimista en donde se «afiance el triunfo de la civilización bajo la égida sacrosanta de la libertad» (ibid., p. 246). Se sugiere así el tercer viaje, al final del cual los hombres depondrán sus diferencias:

«No haya distinciones degradantes [...], odios perturbadores entre pobres y ricos, desaparezcan para siempre los ominosos dictados de nobles y plebeyos, no haya más que ciudadanos libres, individuos todos de una gran familia, sin privilegios para unos ni vejaciones para otros, si se quiere la prosperidad de las naciones. De esta santa unión, de esta armonía evangélica acaba de surgir en Londres la gran maravilla que todos admiramos».


(Carta XLVIII, t. 2, p. 361)                


Lamennesiano difuso con puntas de cabetiano, Ayguals contempla la muestra londinense al principio de la etapa de estabilización conservadora y de gigantesco avance económico e industrial tras las crisis de 1848, y se distancia por igual de revolucionarios y capitalistas, creyendo descubrir en la Inglaterra de Palmerston una sociedad en vías de superar la lucha de clases y ejemplo para las demás naciones. El activo publicista aplaude admirado el espectáculo que le ofrecía la maravilla del siglo, porque en ella -fruto del esfuerzo común de la riqueza y el trabajo y de la fraternidad universal- veía realizadas las aspiraciones sociales proclamadas en sus novelas.629

El continuo juego de ambigüedades y ficción que mueve el relato no debe distraer del verdadero sentido de este viaje real y simbólico que documenta el encuentro de un romántico social con la revolución industrial. Al darle forma de epistolario dirigido a una joven de la alta burguesía, el autor parecía señalar a la clase que, a imitación de la inglesa, podría impulsar un orden más justo que liberara a España de convulsiones revolucionarias. Pero, como es bien sabido, ese mensaje pacifista y evangélico fue más subversivo que conveniente en la enrarecida atmósfera del medio siglo.