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ArribaAbajoLa imagen de Eugène Sue en España (primera mitad del siglo XIX)

Jean-René AYMES


Université de la Sorbonne Nouvelle-Paris III

¿A quién se le ocurriría hoy, en España o en Francia, dedicar mucho tiempo y esfuerzo a la lectura de los monumentales Misterios de París (seis volúmenes en la primera edición española de 1843)? ¿Cómo olvidar al mismo tiempo que esos «misterios de la prostitución y del crimen» -como los calificaron sus adversarios indignados- hallaron a mediados del siglo XIX miles de lectores entusiastas en Italia, Prusia, Polonia, Rusia, España, donde se podían leer en el respectivo idioma nacional y no sólo en francés, bajo la forma de folletín, en el Journal des Débats parisino?

Mi propósito en este momento no es rehabilitar o ensalzar al que fue tachado en París de «Voltaire de las nuevas hordas». Teniendo que renunciar, por falta de espacio, a presentar mis reflexiones acerca de los motivos del éxito asombroso de E. Sue en España, me limitaré a examinar de qué manera y según qué criterios sus obras principales (Los Misterios de París, El Judío errante, Arturo y Martín el expósito) fueron evocadas y comentadas, sobre todo en la prensa contemporánea, la cual, gracias a su diversidad, refleja indirectamente la opinión pública y revela a la vez las distintas y antagónicas corrientes de pensamiento y tendencias políticas.

El éxito

Independientemente de los pobres méritos literarios de sus primeras novelas,786 E. Sue tenía pocas posibilidades de darse a conocer en España a causa de las características del régimen político que imperaba en el país a aquellas alturas, aunque esas «novelas marítimas» no podían ser consideradas dañinas por una censura incluso suspicaz. La apertura ideológica del régimen político, con la muerte de Fernando VII y el principio de la regencia de María Cristina, no basta para que inmediatamente las novelas de E. Sue puedan penetrar en la península, leídas en francés o pasadas al castellano. Y de hecho median por lo menos cuatro años entre la salida de las primeras novelas de E. Sue en París y su publicación en España.

Como lo puntualizó José Montesinos,787 la primera novela traducida al español se publicó en París en 1836, con el título, hábilmente españolizado hasta alcanzar el estereotipo, El gitano o El contrabandista en Andalucía, en lugar del oscuro e infantil Plick et Plock. O sea que para los primeros españoles que descubren a E. Sue, sólo a través del título españolizado o después de leer el libro, la primera imagen del novelista francés vincula a éste, o con el productor, en principio nada admirable, de una trivial y adocenada «españolada» tal como empezaba ya a proliferar en Francia en aquellos años, o con un mero fabricante de aventuras marítimas.

Los años en que E. Sue se hace famoso gracias a otras doce novelas traducidas al español y publicadas en varias ciudades son los años 1840-1843. El éxito se ha de atribuir sobre todo a Los Misterios de París que en 1843 salen de la imprenta gaditana de El Comercio.

«La era Sue en España»- si así puede llamarse- empieza al año siguiente. Efectivamente, en 1844, conforme se va publicando Le Juif errant en el diario Le Constitutionnel, llegan a contarse en España 16 traducciones publicadas de El Judío errante.788 Ya se puede hablar de un acontecimiento literario de primera magnitud, ampliamente comentado por la prensa periódica. Así, en su número del 23 de febrero de 1844, la Revista de Teatros madrileña anuncia la salida simultánea, en varios periódicos madrileños y provinciales, de la traducción de Los Misterios de París que consiguen un enorme éxito en los márgenes del Sena y «merecen inmortalizar al célebre novelista francés».

Otra revista, El Laberinto, dirigida por Antonio Flores, anuncia por su lado la publicación de la traducción de Los Misterios [...], pero ciertamente no podía pasarla por alto siendo Antonio Flores el traductor... En julio, en la misma revista se proclama que Eugenio Sue es «el novelista francés que está hoy de moda», publicándose en París el primer capítulo de su última novela El Judío errante, y «cien personas a la vez se han lanzado a verterlo en español sin arredrarles el volumen de la obra».

La fama reciente y ascendente de E. Sue no puede sino inquietar e indignar a los editorialistas de la ultra-católica y «reaccionaria» La Censura, defensora acérrima de la ortodoxia religiosa y de la moral intransigente; ha de admitir, mal que le pese, que «el favorito del día» es «el tristemente famoso Eugenio Sue», también calificado de «príncipe de los novelistas, para cierta gente»; probablemente para hacer conscientes a sus lectores de la gravedad de esa epidemia, La Censura llega a exagerar el carácter avasallador y frenético de esa afición literaria maléfica: las novelas de E. Sue se leen «con insensata avidez», «casi con delirio»; esa mala lectura hace mella en «las tiernas doncellas» y en los adultos ignorantes y corrompidos...

Esa moda arrolladora no puede extinguirse al poco tiempo, a pesar de la violenta contraofensiva desencadenada por los «anti-suistas». Peor todavía, el año 1845 es, a todas luces, «el año Eugenio Sue» en España. Para los editorialistas de la revista valenciana El Fénix, dirigida por Rafael de Carvajal, el gran suceso literario del año es la publicación de la traducción, por Wenceslao Ayguals de Izco, de El Judío errante. El mismo año, a finales de abril, el moderado y ecléctico Semanario Pintoresco Español admite que E. Sue es «el primer novelista de la época».

Su éxito en España no decrecerá durante los años siguientes, 1846 y 1847, ni en España ni en Francia. En 1846, el Semanario Pintoresco Español saluda a E. Sue como actor principal en la renovación, diversificación y rápida expansión de la novela. La nueva oleada española de «suismo» la provoca ahora la difusión de otra novela, Martin l'enfant trouvé. El Semanario Pintoresco Español, a quien hace eco El Siglo Pintoresco, confirma que el Martín el expósito «trae alborotados a casi todos los periódicos y editores de la corte y de las provincias». Paralelamente se amortigua la afición a El Judío errante que, según El Fénix de Valencia, consigue, en su forma traducida, un éxito «gigante, piramidal, colosal».789

En 1847, E. Sue es homenajeado por el Semanario Pintoresco Español, en un artículo firmado por Ramón de Navarrete que coloca al autor de los Misterios [...] al lado de Balzac y de George Sand por sus méritos, y por encima de ellos según el criterio de la popularidad.790

Resulta difícil profundizar en la cronología y decir cuándo, después del cenit de los años 1844-1847, empezó el fatal reflujo. En la primavera de 1848, según Francisco Javier Moya que escribe en El Espectador, la fama y aceptación de E. Sue perduran, sin dar una impresión de desgaste:

«La novela de Sue es la más popular y la que más crédito goza en nuestros días. Bien pocas son las personas que no han leído Los misterios de París y El judío errante, no sólo en las naciones europeas, sino en todas las demás civilizadas».791



Como lo han demostrado varios historiadores de la literatura, la boga del folletín favorecida sobremanera por el soporte del periódico, se mantiene hasta los últimos decenios del siglo XIX; pero la posición de E. Sue se vuelve menos privilegiada por tres motivos, entre otros: primero, sus novelas caen bajo la ley del 2 de abril de 1852 que establece la censura previa para las novelas folletinescas que «causan gravísimos males, llevando la corrupción al seno de las familias»; en segundo lugar, a E. Sue le ha salido un rival -su propio amigo-, W. Ayguals de Izco cuyas novelas tienen el mérito de ofrecer temas y espacios hispánicos; por fin, en tercer lugar, después de la revolución de 1868, las novelas realistas, galdosianas, aunque coinciden puntualmente con los folletines de E. Sue y de Ayguals hallarán un nuevo público a quien las composiciones de Sue y de Ayguals parecerán, con razón o sin ella, propias de una época (la romántica) ya concluida.792

El autor

Una alusión, en El Fandango, a la casa de campo, situada en las afueras de París, donde reside E. Sue en 1846 es uno de los pocos datos informativos que se proporcionan al público español acerca de la vida, o del aspecto, del novelista. Ocurre lo contrario con George Sand, conocida en España de manera sobre todo peyorativa y caricaturesca, por sus vestidos masculinos, su afición al cigarro, etc... E. Sue, igual que Dumas o de Kock, no tiene en España ninguna imagen gráfica. A excepción de la Revista barcelonesa que evoca al «ex dandi» y de La Censura que deja entrever una existencia disoluta -la de un «sultán asiático en medio de la voluptuosa París»-, E. Sue no existe visualmente en España, al contrario de algunos de sus héroes y heroínas cuya silueta y fisonomía se plasman en cantidad de estampas y grabados que adornan salones y comedores. E. Sue, como persona desconectada del autor, ni es conocido en España, ni despierta interés, lo que constituye una sorprendente anomalía, porque hubiera sido oportuno y eficaz para sus adversarios subrayar una contradicción entre los aspectos aristocráticos de su comportamiento público y su credo socialista.

No tiene existencia plástica el individuo, pero sí el autor que alimenta, por supuesto, opiniones encontradas y tajantes. Los elogios, que superan raramente el plano de las generalidades convencionales, se pueden agrupar en tomo a los cuatro temas siguientes: el sentido de la observación - la inteligencia - la imaginación («Fantasía viva y fecunda») - la altura de miras (capacidad para expresar pensamientos «graves y sublimes») - y la sensibilidad (que le predispone a conmoverse ante los padecimientos de la humanidad).

Las opiniones, antinómicas, que tienden a desvalorar o zaherir al novelista tampoco descuellan por su matización, penetración y originalidad. Como se podía esperar, es La Censura la revista que concentra sus tiros destructores contra la vanidad, el apetito de «desmedido lucro» y el sibaritismo del escritor. Otras dos acusaciones proceden del arsenal del antirromanticismo: la imaginación, celebrada por los «suistas», es tenida por errada; y la fascinación ejercida por las pasiones humanas no es motivo aceptable para que se les de rienda suelta.

La obra

La apreciación de la obra de E. Sue -de sus aspectos estructurales y estilísticos- es globalmente tan pobre, superficial e imprecisa que apenas se puede emplear al respecto la expresión «crítica literaria». Nunca se perfila una prioridad a favor de ese tipo de enfoque, contando más el enjuiciamiento del contenido ideológico, religioso y moral. De esa forma se llega a unos comentarios a menudo hueros y estereotipados, como los siguientes sacados de la Revista de Madrid: «preciosa y dramática novela» (¿Es un ángel o un diablo?) o «excelente novela, donde están descritos con mano maestra los inconvenientes terribles de la incredulidad moral» (Arturo).

Las alabanzas, fundamentalmente carentes de originalidad, me parecen centrarse en dos temas: el interés que suscita y mantiene la intriga («Fábula ingeniosa e interesante») y la fidelidad de la observación que da cuerpo a unas «descripciones a la par minuciosas, entretenidas y filosóficas» y anima a unos personajes y escenas «copiados del natural». Ni una palabra sobre la evolución interna que poco a poco da cabida al surrealismo y a lo fantástico.

La única excepción de un acercamiento «clásico», en el sentido de que el comentarista se refiere a la «composición», la «trama», el «argumento» y las «imágenes», la ofrece el prospecto, por supuesto laudatorio y «propagandístico», de Atar-Gull, novela marítima.793

La enumeración de los defectos, en las distintas revistas, es más extensa que la de los méritos y aciertos. Y esta vez, los tiros se dispersan, aunque apuntan sólo a los Misterios, al Judío y a Martín: ausencia de plan y de enlaces, repeticiones, explicaciones superfluas, análisis difusos, «descripciones recargadas», ideas borrosas, acción lánguida, inverosimilitud («patraña»), proyecto insensato («disparates») e hipertrofia de lo imaginario (Judío calificado de «monstruoso parto de la imaginación»).

La moral

Defender a E. Sue, como lo hace Ángel Fernández de los Ríos en El Siglo Pintoresco (1846) consiste en declarar que el autor de los Misterios se ha alejado definitivamente de los «hugolianos», superando «los estravíos lastimosos que en la escuela romántica siguieron a las primeras innovaciones del poeta de la Escocia».

En este mismo artículo, después de aludir fugazmente a ese distanciamiento entre el primer romanticismo «lacrimoso» y la nueva escuela folletinesca, Fernández de los Ríos pasa a examinar un aspecto más problemático de la obra de E. Sue: su inmoralidad, tan recalcada por La Censura, pero también por revistas moderadas. La declaración defensiva del publicista de El Siglo Pintoresco es excepcionalmente exaltada y mordaz para los adversarios, pero desgraciadamente es más una profesión de fe partidista que una exposición de argumentos convincentes:

«Los enemigos de Sue han llegado hasta a acusar sus obras de inmorales y peligrosas; esta torpe calumnia es ridícula y necia e indigna de contestación; cuantos las han leído saben que no hay otras máximas ni doctrinas que las de la moral más pura y de los sentimientos más religiosos; las páginas del novelista popular de la época respiran todas el espíritu de reconciliación y paz».



Los «anti-suistas» suelen escoger entre dos tácticas: entre la denuncia indiferenciada (E. Sue exponente de «doctrinas inmorales» o escandalosas) y la enumeración de delitos precisos y tangibles, como lo son: la defensa del suicidio (en Arturo y El Judío), la indulgencia comprensiva ante la prostitución, la exaltación de la libertad conyugal (o sea la legitimación del adulterio) y la concesión del «derecho de palabra» a un forajido para que exponga su particular sistema moral o, mejor dicho, inmoral. En algunos casos, aunque no se menciona explícitamente a E. Sue, la condena engloba a los novelistas franceses (Hugo, Dumas, Balzac, Soulié...) que -como lo escribe Mesonero Romanos en el Semanario Pintoresco Español en 1839- «se complacen en exagerar el poderío del crimen y hacer resaltar en contraste la flaqueza de la virtud».794

La religión

Tomando altura, la crítica española de las obras de E. Sue, no sólo abarca a menudo toda la novelística francesa, incluso pidiendo prestados argumentos extra-literarios al inagotable fondo colectivo de galofobia, sino que cubre toda la época contemporánea, salvando las fronteras de las naciones y de los géneros literarios. Por eso no extraña el que unos ideólogos ajenos a la creación literaria ataquen indirectamente a E. Sue sin designarlo, al vituperar -como se lee en la Revista de Madrid en 1841- esos tiempos actuales de decadencia y depravación, en los que «se abjuran de hecho los privilegios de la espiritualidad».

Aunque cita sólo explícitamente a Byron, Goethe, Hugo, Foscolo, Manzoni y Lamartine, Joaquín Rubió y Ors que escribe en la revista palmesana La Fe en 1844 hubiera podido incluir a E. Sue en su denuncia de las novelas y poesías españolas, inspiradas de la literatura extranjera, que ofrecen «una mezcla de escepticismo y religión, de vaguedad, de agitación y tristeza, que es el carácter de nuestro siglo». En esos libros sanguinarios y novelas descabelladas, llenas de espectros», en esos libros «escépticos y corrompidos», no triunfa ni la moralidad, ni la buena fe.

En el debate en tomo al aspecto religioso de la literatura a la moda tenía la obligación de intervenir uno de los dos grandes mentores «espiritualistas» de la época: Jaime Balmes que en su artículo «La España y la Francia», publicado en El Pensamiento de la Nación del 29 de mayo de 1844, arremete contra «algunos de nuestros literatos (que) se han propuesto regenerar nuestra religión, costumbres y literatura con las producciones de las márgenes del Sena, sobre todo con las del famoso Eugenio Sue y las de la célebre Jorge Sand, esa mujer cuyo delirante entendimiento rivaliza con las aventuras de su vida y la enfermedad de su corazón [...].795

Otra vez, es La Censura la revista que ocupa la vanguardia, por su mordacidad y la precisión de sus alegatos, en la campaña «anti-suista» emprendida en nombre del catolicismo ultrajado. Naturalmente, La Censura encuentra un aliado en La Fe, porque Rubió y Ors no admite en 1844 que en El Judío se arrojen «fulminantes diatribas hasta a lo más sagrado de la creencia católica». La Censura prefiere enumerar detalladamente los atentados perpetrados por E. Sue que, en El Judío principalmente, ataca a la Compañía de Jesús, declama contra la teocracia, hace chacota de un texto de San Pablo, combate las verdades religiosas con calumnias, improperios y atroces imputaciones, profana los sacramentos religiosos, hace la apología de la impiedad, mide con igual vara todas las religiones y aboga por la religión de los socialistas humanitarios.

Al publicista de La Censura le asiste toda la razón cuando se ensaña contra El Judío, porque -como lo advirtió Jean-Louis Bory796- ha desaparecido toda la religiosidad de que estaban empapados Los Misterios, «donde Fleur-de-Marie, alma naturalmente religiosa, se arrodilla en cuanto ve un crucifijo, donde Rodolphe es la Providencia, donde el dedo de Dios interviene más de lo que le corresponde [...]; ahora, efectivamente, en El Judío se ha disipado el misticismo y se desborda el anticlericalismo, sobre todo el anti-jesuitismo, que regocija a los enemigos de los «hommes noirs», a Michelet, Quinet e incluso a Victor Cousin, Guizot y Thiers... y a Théophile Gautier que escribe en 1859: «El señor Eugène Sue se ha comido muchos jesuitas en esa novela; lo propiciaban entonces las circunstancias».797

Huelga decir que -como lo apunta Jean-Louis Bory- «los fourieristas se entusiasman: ¡qué propaganda para las ideas falansterianas! Los san-simonianos proclaman a Sue san-simoniano, y Enfantin le colma de libros y opúsculos». En realidad, los socialistas franceses no habían esperado la salida de El Judío para celebrar a E. Sue; ya el autor de Los Misterios les había parecido compartir el mismo credo político.

El socialismo

No se puede entender la violencia del «anti-suismo» si el observador no se remonta a los años anteriores a la publicación de Los Misterios en España en 1844 para hacerse consciente del revuelo y de la inquietud provocados sucesivamente por la irrupción del romanticismo «hugoliano» alrededor de 1835 y por la revelación de las doctrinas que globalmente se pueden calificar de «socialistas». A E. Sue le han salido enemigos potentes incluso antes de que su nombre quede vinculado con Los Misterios.

La inquina pertinaz de que E. Sue es víctima en España por parte, no del inmenso público fascinado y entusiasmado, sino de la prensa «bien pensante», quizá proceda, en una pequeña medida, de la pasmosa evolución ideológica que siguió el escritor entre 1833 y 1844 y que Pierre Chaunu resumió como sigue:

«La evolución que lleva a Eugène Sue del legitimismo 'bonaldiano' de La Vigie de Koatven (1833) al pretendido socialismo de Les Mystères de Paris (1842) y al fourierismo auténtico de Le Juif Errant (1844) es un ejemplo de la evolución general que lleva a los grandes románticos de la generación de 1830, del carlismo (adhesión a Charles X) de antes de Julio (de 1830) a la República universal de 1850».798



Se puede pensar que los neo-católicos y conservadores españoles nunca le habrán perdonado a E. Sue el haber seguido -como él mismo lo explica al editor Hetzel en 1852- a Schoelcher y a Considérant, abandonando a sus «maestros de aquellos años» (o sea hasta 1844), citados por él: Bonald, de Maistre y Lamennais.799

En la polémica en tomo a E. Sue que se va a abrir a partir de 1843 están implicadas, no sólo las doctrinas políticas subversivas, sino la misma concepción de la literatura y, en particular, de la novela. Ya en plena lucha entre «clasicistas» y «románticos» -y también hay desacuerdos entre románticos «hugolianos» y románticos conservadores-, muchos críticos fruncen el ceño ante los novelistas que se abstienen de predicar la dulzura, de hacer obra de «útil y activo moralista» y de intentar reconciliar a pobres y ricos. Según un articulista de El Museo de Familias (1838), Walter Scott sería el prototipo de esos literatos «bienhechores de la humanidad», enemigos de «esos filántropos que levantan castillos en el aire para mejorar la sociedad; él hace más y mejor para ella. Reúne sus elementos más opuestos por medio de un vínculo de amor y benevolencia real [...]. Nunca se ven en esos cuadros populares la aspereza ni la violencia democrática, antes bien borra y desdeña esos falsos y odiosos sentimientos».

Una puntualización cronológica se hace imprescindible a la hora de aludir a Mariano José de Larra que menciona a E. Sue en 1839, en su conocida reseña del drama de Alexandre Dumas, Anthony:

«¡Desorden sacrílego! ¡Inversión de las leyes de la naturaleza! En política, don Carlos fuerte en el tercio de España, y el Estatuto en lo demás; y en literatura, Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Eugenio Sue y Balzac».800



Para no repetir el brillante análisis que hizo Susan Kirkpatrick801 del -desconcertante, para muchos- comentario severo que a «Fígaro» le mereció el drama de Dumas, prototipo de esa nueva literatura moderna francesa que, en nombre de la humanidad, lanza un grito de desesperación al encontrarse ante el caos y la nada, me contentaré con apuntar que, en cuanto a E. Sue, difícilmente se le puede achacar entonces la voluntad de destruirlo todo y de limitarse a pintar «la horrible realidad», porque a aquellas alturas el futuro autor de los sulfúreos Misterios distaba mucho de haberse adherido directamente a la «república democrática y social». Por el momento, su originalidad, tal como él mismo la define en su novela La Salamandre de 1832, consiste en haber exaltado unos tipos efectivamente anti-sociales y algo peligrosos para el orden y la moral: el pirata, el contrabandista y el gitano. Así pues, no debe aplicarse prematuramente a E. Sue una acusación que sí se ajustará perfectamente a los Misterios y al Judío cuando salgan a la luz esas novelas, varios años después de la muerte de Larra.

Pero en noviembre de 1841 E. Sue no está muy lejos en el horizonte del articulista de El Católico cuando éste declara una guerra plural al protestantismo, al romanticismo (con sus monstruosas producciones), al sansimonismo y al fourierismo.

Pero después de la amplia difusión y buena acogida en España de los Misterios y del Judío, se aclara el debate y se fijan las posiciones en cuanto a la finalidad y al contenido de las grandes novelas de E. Sue. La piedra de toque es la vinculación (aceptable o no) entre la novela folletinesca y el socialismo (rechazado o no).

Como a Iris Zavala, me deja perplejo -es un eufemismo- la opinión de Juan Valera que afirma en 1862 que «antes de 1848 apenas había en España quien supiese lo que era el socialismo, quien recelase nada del socialismo. El Heraldo y otros periódicos moderados publicaron en su boletín novelas como El Judío errante y Los miserables de París (sic) sin advertir las doctrinas que divulgaban».802 En cambio, queda poca duda de que la difusión de Eugène Sue y George Sand fue enorme, e intencionada, por lo menos en los periódicos de tendencia democrática y republicana, habida cuenta de la evidente afinidad doctrinal.803

A partir de la publicación en España de los Misterios y del Judío, y ya de manera definitiva, el enjuiciamiento de la obra de E. Sue no se efectúa principalmente a base de criterios formales (la estructura, el estilo, la lengua), apenas a base del criterio temático (¿qué realidad reflejan las novelas?), sino casi siempre a base de criterios ideológicos, en los que la doctrina política -explícita o sólo en el trasfondo- cuenta tanto como los criterios de la religión y de la moral. Dejando aparte el caso de La Censura que de nuevo se singulariza por la precisión de sus acusaciones, se pueden distinguir tres posiciones críticas, esquematizadas como sigue: la posición más favorable, y la menos corriente, consiste en proclamar la lógica y la estrechez del vínculo que une en una novela la descripción de los padecimientos de la humanidad y la «crítica de los vicios sociales»; las novelas de esa clase «llaman a las puertas del porvenir», fomentando un anhelo de transformación radical de la sociedad y del mundo; esa posición vanguardista es la de Francisco Javier Moya, miembro del grupo fourierista de Madrid, autor del artículo titulado «La novela nacional», publicado en El Espectador del 9 de mayo de 1848.

La posición intermedia la ocupa, por ejemplo, Antonio Flores que en el prólogo escrito en 1857 a la cuarta edición de Doce españoles de brocha gorda,804 se complace en alabar a E. Sue por su estilo «el más adecuado a las violentas peripecias de la sociedad actual», pero proclama su hostilidad al socialismo que prepara la desorganización social».

Por fin, la tercera posición, la más corriente, se caracteriza por la condena, más o menos tajante, de las novelas consideradas casi exclusivamente como mensajeras de las doctrinas perniciosas. Así procede, en El Laberinto del 15 de septiembre de 1845, Sabino de Armada que, sin mencionar a E. Sue, censura a los escritores «pseudofilántropos» que «bajo la trabazón de una novela presentan con el mismo fin de perfeccionar la sociedad principios trastornadores [...]. No hacen más que delirar provocando una nueva revolución social». Por su parte, aplicando su acostumbrado (y engañoso) método de la amalgama, La Censura no duda en equiparar a Antonio Flores y Eugenio Sue, ambos «menguados de seso» por creer que «descubriendo en toda su desnudez las llagas del cuerpo social hacen un servicio a la moral pública»:

«Desde que Eugenio Sue y otros escritores de su calaña empezaron a remover el hediondo lodazal de vicios y maldades en que vive encenagada la sociedad civil de estos tiempos, los traductores y zurcidores de novelas y poemas [...] han andado en España como a porfía sobre quién traduciría o imitaría más servilmente a aquellos escarbadores de inmundicias».805



Como ya se ha dicho, con La Censura llegamos al punto extremo alcanzado por la crítica que, renunciando a ser auténticamente «literaria», se convierte en instrumento de contra-propaganda, sirviendo sólo la obra referenciada de pretexto para la diatriba y la excomunión. Para La Censura, el autor de Arturo cuyo héroe es un ateo, un libertino y un ser corrompido es «uno de los sabios socialistas que trabajan por edificar sobre las ruinas del cristianismo un nuevo sistema en el cual todos sean felices y con tendencia a serlo progresivamente más»; tachado, según el caso, de «filántropo», «socialista», «comunista» o «descreído», E. Sue es lo bastante ingenuo como para esperar la salvación de los «falansterios de Fourier» y anhelar «un estado fantástico de comunismo», y lo bastante rencoroso como para «declamar largo y tendido contra la aristocracia y la teocracia» y «pintar con los colores más vivos la arrogancia de los ricachos».

*  *  *

Por cierto, La Censura ni andaba totalmente descarriada, ni ocupaba en Europa una posición aislada, al recalcar la fuerza de subversión que encerraban esas novelas anticlericales, anti-burguesas, destructoras del orden social, defensoras de la lucha, y no partidarias de una pacífica unión interclasista. Tendrían algún motivo fundado los gobiernos de Austria, Prusia, Rusia e Italia para prohibir los Misterios. Y, para colmo, E. Sue se vanagloriaba de esas persecuciones, desafiando públicamente a todos los gobiernos y creyendo en el advenimiento irreversible de la República democrática806. Su optimismo se fundaba, no sólo en la validez que atribuía a su credo político, sino también en la eficacia movilizadora del apoyo que proporcionaba a ese credo el éxito asombroso de sus novelas por toda Europa.

En España, a pesar del contrafuego organizado por los moderados instalados en el poder, por la prensa católica y anti-progresista, si bien el socialismo no triunfó antes de que muriera E. Sue (en 1875), la popularidad de sus novelas, en cambio, perduró. También perduró indirectamente bajo la forma de una increíble multiplicación de Misterios. Así se plasmó en España la verdadera descendencia literaria de E. Sue. De ahí la divertida lista elaborada en El Teatro Social de los Misterios de los que tenía noticia Modesto Lafuente en 1846807: Misterios de Londres, de la Rusia, de Lisboa, de Madrid, de la ópera, del Colegio, de la Inquisición, de los Jesuitas, del Escorial, de Sevilla, de la Pintura, de mi Mujer y «de la camisa, que deben ser los más misteriosos y menos revelables de todos»...