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Despojamiento y realismo en mi último teatro

Jerónimo López Mozo





No hace mucho fui invitado a hablar ante algunos alumnos de dramaturgia de la RESAD. El tema propuesto era el despojamiento en mi teatro. Suponía que me pedían que lo hiciera sobre las dificultades que había encontrado en el pasado para desarrollar mi trabajo. Había padecido, como los dramaturgos que me precedieron y los que se iniciaron en la actividad teatral al mismo tiempo que yo, es decir, en la década de los sesenta, el rigor de la censura, lo que limitó nuestra libertad de expresión. A ello se sumó la expulsión de la palabra de los escenarios, empujando a los autores a una prolongada travesía del desierto, con lo que, en realidad, debería referirme a un doble despojamiento. Fui advertido, sin embargo, de que no era ese el tema que les interesaba, pues, aunque ese despojamiento había existido y estaban seguros de que me había afectado personalmente, fueron agentes externos los que le provocaron, por lo que, para ellos, tenía un interés relativo. Al que se referían era de naturaleza bien distinta, a un despojamiento deseado por mí y, por tanto, buscado voluntariamente. Confieso mi sorpresa, pues no tenía conciencia de haber sometido mi obra, al menos de forma consciente, a ningún proceso de síntesis o desnudamiento, ya sea en el terreno de la escritura o en otros que también competen al autor, como es la determinación del número de personajes o de escenarios en que se desarrolla la acción. Sin embargo, no era gratuita aquella apreciación. La inspiraba la lectura de mi obra Eloídes, que acaba de publicar y que el estudioso Eduardo Pérez-Rasilla había definido como dura, seca, sin retórica y alejada de toda pretensión de virtuosismo o brillo literario1. Casi al mismo tiempo, y relacionado con la misma obra, se apuntó que había abandonado, para algunos en buena hora, mi vocación vanguardista o innovadora y me había pasado con armas y bagaje al bando realista. Pues bien, a ambas cuestiones quiero referirme. Lo haré, en primer lugar, a la que se refiere a mi aparente conversión al realismo.

No voy a negar a estas alturas que yo rechacé el realismo como forma de expresión y elegí la vanguardia, aunque la española fuera más mimética que original. Quizás, mejor hubiera sido hablar de teatro experimental o inquieto. Pero ya no tiene remedio, como tampoco lo tiene que entonces no matizara a que realismo me refería, porque no había uno, sino varios y las diferencias entre ellos eran notables. La misma imprecisión vale para la vanguardia, aunque el que hubiera más de una no era cuestión que me preocupara, pues a ninguna hice ascos. Para mí, todas se resumían en una sola, que iba, desde las históricas, hasta el absurdo, que vivía, fuera de España, sus mejores momentos. Jamás abdiqué de aquella vocación primera, ni siquiera cuando otros, dudando del futuro de ese teatro, fueron dejándole de lado, llegando más de uno, pasado el tiempo, a negar su pertenencia a él. La espantada fue mayor y más notoria cuando, en la nueva situación política y social que siguió a la desaparición del franquismo, empezó a ser evidente que seguirían soplando malos vientos para quienes añadíamos, a nuestro carácter crítico, la marginalidad estética. Allá cada cual. Mi aproximación al realismo nada tiene que ver con esas mudanzas. Reafirmo, pues, mi vinculación a aquél teatro inquieto, que no he roto, y reconozco la enorme deuda que tengo contraída con él. Como reconozco también, aunque lo haga tardíamente, que tal vez no fue un acierto contemplar todos los realismos bajo un mismo prisma.

Me consuela pensar que nunca es tarde para corregir errores. Lo digo porque me parece que llegué a tiempo de incorporar el realismo a mi teatro justo cuando lo necesitaba. O fue quizás la necesidad la que me condujo a él con una mirada nueva que me permitió descubrir que, frente a los realismos rancios, existen otros capaces de dar cumplida respuesta a las exigencias del teatro contemporáneo. El caso es que cuando en 1995 publiqué Eloídes2, escrita cinco años antes, algunos conocedores de mi teatro manifestaron su sorpresa. ¡Era un texto realista!. No faltaron quiénes me felicitaron por haberme apeado, al fin, del burro y más de uno vaticinó que no tardaría en comprobar los efectos positivos del paso que había dado. También fue realista Ahlán3, escrita a lo largo de casi un lustro y concluida en el 95.

Para quiénes no las conozcan, diré que escribí la primera cuando las calles de Madrid empezaban a llenarse mendigos cuyo único techo para pasar las noches era su cielo o, en los días de frío, el de los pasos subterráneos y los pasillos del metro, cuando a los comedores de caridad acudían gentes que antes no los frecuentaban. Junto a los pobres de solemnidad de siempre, se sentaban profesionales sin trabajo que habían dejado de cobrar el subsidio de desempleo. El protagonista de mi obra se llama Eloídes. A lo largo de veintiocho escenas describo la vida de un desdichado que lucha inútilmente por escapar a la miseria y al lumpen. Empujado a la marginalidad tras perder su empleo, asistimos a su paulatina destrucción a lo largo de un itinerario que le lleva a imaginar la cárcel como un refugio más seguro y confortable que la calle. En cuanto a Ahlán, el personaje central es un joven inmigrante marroquí llamado Larbi que llega a la costa española a bordo de una patera. Tras el desembarco, inicia un penoso viaje por España, que concluye en Barcelona. En el transcurso de la obra se muestra una amplia galería de personajes: la madre que le empuja a emprender la aventura; los hermanos, que sueñan con seguir sus pasos; los traficantes que manejan el negocio de las pateras; emigrantes que se buscan la vida en España con diversa fortuna; gentes que odian al extranjero y otras que le tienden la mano.

En ambos casos, elegí el realismo porque me parecía el vehículo más adecuado para plantear sus argumentos. Pero no era, o al menos yo no lo pretendía, un realismo en estado puro, sino contaminado con otras estéticas que me eran familiares. Así lo vieron algunos estudiosos y críticos. Eduardo Pérez-Rasilla encontró en Eloídes ecos de personajes clásicos y contemporáneos. Entre éstos, los de Woyzeck, Max Estrella y Edmon4. Por su parte, Pedro Manuel Villora la ha calificado de tragedia con resonancias koltesianas5. Con ocasión de su estreno, la periodista María José Zaragoza aludió a suaves pinceladas de surrealismo y breves muestras del teatro de vanguardia6. Respecto a Ahlán, su prologuista, Virtudes Serrano, señalaba que «a pesar del cañamazo clásico, la propuesta espectacular ideada por López Mozo muestra bien a las claras su conocimiento de los más actuales y diversos procedimientos dramatúrgicos y mantiene viva la llama del 'nuevo autor' que sigue siendo»7. Por su parte, María Francisca Vilches de Frutos advierte en las dos piezas la presencia de una de las técnicas más queridas por mí y, al mismo tiempo, de las más utilizadas por el discurso de renovación teatral comprendido entre los años 1960 y 1975, como es la presencia de narradores externos a la acción dramática8.

De nada he desertado, pues. Obras posteriores, como Combate de ciegos (1997), El engaño a los ojos (1997), El arquitecto y el relojero (1999) y La Infanta de Velázquez, lo atestiguan, sobre todo la última, y, cómo no, alguna obra breve escrita en estos años, que, como es habitual en mi, me ha servido como laboratorio para hacer mis experimentos dramáticos. La más reciente, Puerta metálica con violín, la he subtitulado «Un escenario para Antoni Tàpies». Pero he regresado al realismo tan pronto como lo he considerado conveniente. Lo he hecho en Ella se va, escrita el año pasado. El asunto que abordo es el del maltrato femenino desde una perspectiva que pocas veces aparece reflejada en la prensa diaria y demás medios de comunicación: la de la violencia psicológica, esa que no deja huellas externas, que convierte la casa en un infierno y que raramente es denunciada por la víctima, no sólo porque resulta difícil probar su existencia, sino también porque muchas mujeres no tienen conciencia de que esa es otra forma de agresión o porque sienten vergüenza de airear sus problemas. La acción gira en torno a una pareja formada por un médico y una estudiante universitaria. Tras su matrimonio, ella renuncia a cualquier tipo de actividad profesional. Tiempo después, la imposibilidad de tener hijos le hace replantearse su futuro. Se propone buscar alguna ocupación fuera de casa, idea que su marido rechaza. A causa de ello, la armonía de la pareja se rompe y asistimos a un enfrentamiento en el que él acaba despojándose de la máscara de hombre liberal con que se cubría y ella comprueba que es imposible encontrar, en sus circunstancias, el mismo apoyo que la sociedad presta a las mujeres que sufren maltrato físico.

A modo de conclusión en lo tocante al realismo, confieso que durante años estuve convencido de que realismo y vanguardia eran incompatibles. Pero desde que Peter Weiss demostró, con la ayuda de Peter Brook, que Brecht y Artaud podían convivir en un escenario, todo es posible. He incorporado el realismo a mi teatro, pero, como he dicho, no a costa de renunciar a lo que hice antes. Antes al contrario, me gustaría que las diversas fórmulas que he utilizado llegaran a convivir en una gozosa promiscuidad.

Es el turno del despojamiento. Volviendo la vista atrás y repasando mi quehacer en busca de huellas que delataran la existencia de algún afán por depurar mi teatro, no logré encontrarlas. Las había de la evolución producida por la experiencia que uno va adquiriendo en el ejercicio de su profesión. Una evolución que, por cierto, me pareció extraña, porque no era progresiva, ni apuntaba en una dirección concreta. Al contrario, abundaban los titubeos y, en ocasiones, la vuelta a territorios que parecían definitivamente abandonados. Así, un lenguaje tan escueto como el de Eloídes, obra con la que aparentemente pongo fin a un cierto barroquismo, aparece en algunas de mis primeras obras. Por ejemplo, en Moncho y Mimí, escrita hace más de treinta años. Carmen Perea, que ha leído recientemente su tesis doctoral9 sobre mi primer teatro, señala que en la estructura dramática de esta pieza se advierte, más que en ninguna otra, el despojamiento de todo lo que no es absolutamente imprescindible. El caso se repite en alguna otra obra antigua, como Blanco en quince tiempos.

Si nos referimos a otros aspectos, como el relativo al número de personajes, en mi primera época abundan las obras con repartos para dos, tres o cuatro actores. La renuncia, El testamento, El retorno y la citada Moncho y Mimí están entre ellas. Después, las nóminas se hicieron interminables. En Eloídes aparecen unos treinta personajes, lo que no hace de ella un modelo de austeridad. Desde esta perspectiva, sería absurdo hablar de despojamiento. Lo hay, sin embargo, en El arquitecto y el relojero, obra reciente, en la que sólo intervienen dos actores.

Respecto al espacio escénico, siempre me ha gustado vacío o con escaso aparato escenográfico, aunque de la lectura de algunos de mis libretos pueda deducirse lo contrario. En buena parte de las obras citadas la acción transcurre en un sólo espacio. Después, fueron multiplicándose. En El arquitecto y el relojero vuelve a ser único. En ocasiones, los describía hasta en sus más mínimos detalles. En otras, apenas los esbozaba. Pero en ningún caso hay contradicción con mi preferencia por el escenario desnudo. Entiendo que las indicaciones recogidas en las acotaciones son necesarias para el lector, y sirven de guía al director de escena. Me gusta que sea él quien realice el despojamiento escenográfico, siempre, por supuesto, que logre, con unos mínimos recursos, que el espectador vea, donde apenas hay nada, el paisaje habitado por los personajes. Eloídes transcurre en un almacén de bebidas, en la casa del protagonista, en una taberna, en una vieja estación, en un comedor de caridad, en una iglesia, en la cárcel... Más de veinte lugares distintos para el siempre limitado espacio de un escenario. En la puesta en escena de Antonio Malonda bastaron unos cuantos muebles y alguna utilería para definirlos.

En cuanto a la escritura, mis dos o tres primeras obras acusaban la influencia de mis aficiones dramáticas y literarias. De esos balbuceos apenas quedan rastros, pues sólo una de ellas, titulada El deicida, llegó a ser conocida a través de una lectura pública. A pesar de que fue bien recibida, muy pronto me orienté hacia las nuevas fórmulas que empezaban a triunfar en Europa. De la mano de las compañías de Cámara y Ensayo y de los grupos universitarios llegaron a nuestro país, bien es verdad que a veces en sesiones únicas, las obras de autores como Beckett, Ionesco, Ghelderode y Arrabal, que ya vivía en París. Todavía recuerdo con emoción el impacto que me provocó la puesta en escena de Esperando a Godot. Esos autores fueron mis verdaderos maestros y, a lo largo de los años siguientes, fui añadiendo las enseñanzas de otros: Brecht, Artaud, Weiss... También me atrajo, y de qué manera, el Living. Tanto como, mucho después, Tadeusz Kantor. Desde 1965, en que estrené por primera vez, hasta el 69 escribí una docena de obras que recogen esa herencia.

Al principio de mi intervención, señalaba que quiénes me habían invitado a hablar del despojamiento en mi teatro me rogaron que no incluyera la censura entre sus motivaciones. La razón, repito, era que se trataba de un agente externo y que el interés de ellos era otro. Fue oportuno el veto, pero no tanto por las razones que esgrimían, sino porque mi escritura nunca estuvo condicionada por la existencia de la censura. Otra cosa muy distinta es que no recibiera sus zarpazos. Los recibí y algunas cicatrices dejaron. Ya sé que hay estudiosos de aquel período que opinan de otro modo. Atribuyen la abundancia de claves, el exceso de abstracción y el frecuente recurso a la elipsis y a la fábula a las circunstancias políticas en las que desarrollábamos nuestro trabajo los autores del Nuevo Teatro, o los simbolistas, como también fuimos, significativamente, llamados. Puede que, en líneas generales, tuvieran razón los que establecieron la relación entre escritura y censura, pero no en lo concerniente a mí. Mi escritura no tenía como principal objetivo burlar ningún control, sino el de que me fuera lo más útil posible para expresarme adecuadamente. Dicho de otro modo, para mí el absurdo no era un traje de camuflaje, sino una opción intelectual.

He de reconocer que, a pesar del rechazo generalizado que sufrió nuestro teatro -rechazo que perdura-, mi escritura no fue cuestionada. Muy al contrario, recibió elogios. Así, Ruiz Ramón encontraba mis textos ricos de significaciones y de valor literario y dotados de una compleja, poderosa y original poética escénica. De Guernica dijo que estaba magníficamente escrita y que era, además de un hermoso poema dramático, el único happening poético que conocía10. De forma parecida se manifestaron otros estudiosos y no recuerdo que, en reseñas y críticas, hubiera ninguna que cuestionara mi escritura. No es mi intención convencer, con esta declaración tan poco modesta, de que soy un gran escritor, sino la de poner de manifiesto que no había ninguna razón para que me planteara mudanzas en la forma de expresarme. Y, en efecto, no lo hice, aunque nunca dejaron de preocuparme algunos aspectos relacionados con ella. Esa preocupación, y las conclusiones a que iba llegando, forzaron, tal vez, la evolución que algunos advierten en mi teatro.

En los años 70, sobre la palabra se cernían algunos peligros. El idioma español sufría un deterioro, que no ha cesado. En el ámbito concreto del teatro, los enemigos de la buena escritura eran los grupos independientes, sobre todo aquellos que practicaban la creación colectiva o que representaban textos que surgían de ejercicios de improvisación. Cuando entre los miembros del colectivo había un autor que ordenaba y pasaba a limpio las aportaciones de los demás, las cosas mejoraban. Siempre que he participado en proyectos de estos grupos he procurado que, antes o después de su puesta en escena, el texto quedara definitivamente fijado y tuviera la calidad exigible a cualquier obra literaria. Esa obsesión, si es que de obsesión se trata, la he mantenido, incluso cuando he escrito en colaboración con otros autores. A estas preocupaciones se sumaban otras que tenían que ver con el dominio que otros lenguajes escénicos iban adquiriendo en detrimento de la palabra. Es verdad que el teatro de texto jamás desapareció de los escenarios, pero esa era la tendencia. Donde más se extendió el fenómeno fue en el ámbito de las compañías vanguardistas y experimentales, en el que era frecuente que la palabra pasara a un segundo plano o que desapareciera. El público habitual de los festivales internacionales fue testigo del triunfo de la imagen.

Yo tuve, en ese terreno, una experiencia negativa, pero interesante. En 1967 mi obra Moncho y Mimí fue representada en un festival de teatro. Cuando la víspera del estreno asistí a un ensayo me di cuenta de que mi texto había sido mutilado. El azar quiso que las dos versiones fueran publicadas meses después11, de modo que cualquier curioso puede verificar que, del primer acto, había desaparecido la tercera parte y, del segundo, nada más y nada menos, que el noventa por ciento. Autor bisoño, nada dije. Concluido el festival mi obra obtuvo, con gran sorpresa por mi parte, el primer premio. Con la tremenda poda realizada por el director de la compañía se llevaba a la práctica la teoría, tan en boga entonces, de que una imagen vale más que mil palabras. Lo curioso es que, en mi caso, parecía confirmarse, pues todo cuanto yo había querido transmitir al espectador permanecía en la puesta en escena. Aquella fue, para mí, una lección temprana e importante. No me pasé al bando de los que se proponían dejar mudos a los autores, pero si comprendí que al teatro, en general, le sobraban palabras, sobre todo al que escribíamos quienes no asumíamos, dentro de él, otras funciones artísticas, como la dirección y la interpretación. Era conveniente que existiera un equilibrio entre los diversos signos escénicos.

Mi reacción fue inmediata. En aquellos momentos tenía previsto acercarme al mundo del happening como forma de expresión susceptible de ser incorporada en el futuro a mi teatro. Para estos experimentos utilizaba, como dije más arriba, el teatro breve. Aproveché la ocasión para reducir el texto hablado cuanto me fuera posible y medir mi capacidad para encontrar imágenes que pudieran sustituirle eficazmente. Apenas un par de meses después, ya había escrito dos piezas cortas en las que el texto tenía escasa presencia. Las titulé Blanco en quince tiempos y Negro en quince tiempos. En la primera, los personajes pronunciaban catorce frases de entre una y siete palabras. En la segunda, las frases eran quince, igualmente breves. Años más tarde daría una vuelta de tuerca más en la pugna entre palabra e imagen. En La flor del mal, otra pieza breve, encerré los diálogos entre paréntesis y los sangré como suele hacerse con las didascalias. Con ello equiparaba el papel de los personajes y de sus parlamentos al de los objetos, los sonidos inarticulados y los olores a sudor, a incienso, a mar y a perfumes diversos que inundaban el escenario.

Estos ejercicios experimentales y la observación de lo que sucedía a mi alrededor, me proporcionaron algunas enseñanzas útiles a la hora de plantearme los aspectos formales de mis propuestas. Por ejemplo, que el teatro sin palabras no tenía su futuro asegurado, como así ha sido. Es probable que el espectador se haya cansado del constante bombardeo de imágenes al que se le somete, pero también cabe que no quiera seguir representando un papel pasivo y reclame una participación intelectual que nunca será plena si los únicos estímulos que le llegan proceden del mundo de la imagen. Con imágenes y música se pueden crear espectáculos de gran belleza, provocar emociones y transmitir determinados mensajes, pero para profundizar en el conocimiento del ser humano, y ese es uno de los cometidos del teatro, es imprescindible la palabra.

Otra cosa que aprendí es que el intento por encontrar un estilo propio puede llegar a resultar inconveniente cuando se convierte en objetivo prioritario. Bien está que la obra de un autor posea unas señas de identidad que permitan reconocerla como suya, pero soy del parecer de que el estilo es una especie de molde en el que vertemos aquello que queremos expresar. A un autor no encasillado no le basta un único molde, sino que habrá de buscar los más adecuados para dar forma a cada una de sus ideas. Desde el momento en que asimilé las influencias recibidas y creí disponer de mis propias herramientas de trabajo, traté de que, cada nueva obra que abordaba, poseyera la forma que, en mi opinión, mejor le conviniera. Como quiera que mi producción de aquellos años, los que van del setenta al setenta y cinco, fue, en cuanto a los asuntos abordados, diversa, diverso fue, en consonancia con lo dicho, el estilo de mi escritura. En Anarchia 36, una crónica sobre el enfrentamiento entre anarquistas y comunistas durante la guerra civil española, buena parte del texto reproducía discursos y documentos de la época y el resto tenía bastante que ver con la épica brechtiana. En Espectáculo Andalucía, obra enmarcada en el teatro de agitación campesina, alternaba la farsa grotesca con el expresionismo, según ocuparan la escena los jornaleros o los terratenientes y demás fuerzas vivas del campo andaluz. En Los fabricantes de héroes se reúnen a comer, escrita en colaboración con Luis Matilla, el lenguaje era el del cómic, pues en ese ambiente se desarrollaba la obra. En Comedia de la olla romana en que cuece su arte La Lozana, versión libre de La Lozana andaluza, de Francisco Delicado, respeté, como no podía ser de otro modo, el lenguaje rico y difícil del original, al que añadí el de algún otro escritor del XVI.

Por dictado de la moda y por decisión de buena parte de los profesionales que controlaban el teatro español, la palabra siguió proscrita durante largo tiempo, lo que no impidió que, como otros muchos, me mantuviera fiel a ella. De aquella época, y aún de los años siguientes, guardo recuerdos contradictorios que seguramente algo tienen que ver con esa sensación a la que me refería al principio sobre la evolución de mi escritura. Afirmaba que no ha seguido un proceso sencillo. Explicaré por qué. Como autor, reconocía la enorme importancia de los signos no verbales y eso se refleja en las acotaciones de mis obras. Pero no siempre se ha traducido en una economía de lenguaje, ni mucho menos en el descuido de su calidad. Al contrario, hay obras en las que doy a la palabra un gran protagonismo. D. J. y Yo, maldita india..., escritas en la segunda mitad de los ochenta, son dos ejemplos. En la segunda, la palabra es algo más que una herramienta de autor, pues llega a formar parte del argumento. La Malinche y Hernán Cortés, los protagonistas de la obra, representan dos culturas que, en su primer encuentro, solo pueden dialogar a través de los gestos. Tres lenguas diferentes -español, nahuatl y quiché- impiden hacerlo de otra manera. Diálogo incompleto que sólo facilita el trueque de mercancías y el enfrentamiento físico para decidir quien es el más fuerte. Pero cuando La Malinche domina las tres lenguas y se convierte en traductora, caen las barreras lingüísticas y la palabra sustituye al gesto. La nueva vía de comunicación abre las puertas al mestizaje cultural, mostrando de esa manera el superior poder de las palabras. Esa fidelidad a la parte literaria del teatro me ha sido recompensada de forma explícita en dos ocasiones. La primera, cuando la Real Academia Española, concedió a Yo, maldita india... el Premio Álvarez Quintero. La segunda, cuando en 1998 obtuve, con Ahlán, el Premio Nacional de Literatura Dramática.

En buena lógica, a esas alturas, mi escritura debería ser magra, que no pobre. A mi me parece que lo era, porque procuraba que no hubiera en ella rastros de grosura. No se me oculta, sin embargo, que hojeando mis libros, se tiene la sensación de que hay demasiado diálogo y de que abundan los parlamentos largos. Una lectura más atenta permitiría ver que se trata de una apreciación injusta. Nada que me parezca superfluo tiene cabida en mis propuestas, aunque algo haya podido colarse sin que yo lo percibiera. Tengo muchos argumentos en favor de que sea así. En primer lugar está el convencimiento, ya expresado, de que la palabra puede ser sustituida por cualquier otro signo escénico cuando éste sirve para expresar lo que se pretende. Otro argumento guarda relación con el trabajo del actor que ha de transmitir al público lo que el autor ha escrito. Es una reflexión provocada por la lectura de El silencio de la escritura, de Emilio Lledó12. No hay en él referencias a la actividad teatral. Cuando el filósofo se refiere al interprete, no piensa, pues, en un actor. Ni siquiera su discurso tiene nada que ver con mi interesada interpretación, pero lo cierto es que, mientras leía, mentalmente me trasladaba al mundo de la escena. Dice Lledó que la voz del intérprete es resonancia de un diálogo con el autor del escrito. Llevando esa afirmación a mi terreno, yo añado que ese diálogo llega nítido al receptor sólo cuando se facilita el trabajo del actor. ¿Cómo? Eliminando las palabras estériles, por ejemplo. Estériles son, según el ensayista, las que no hacen pensar, las que no inician el camino de la reflexión, las que no mueven, sino que paralizan, aquellas, en fin, que se han hecho inservibles por la natural inercia que el uso ha ido introduciendo en ellas. Libre de esa ganga, el actor debe sentirse cómodo y en óptimas condiciones para volcar toda su energía en profundizar su doble diálogo con el autor y el espectador.

Tengo más argumentos en favor del lenguaje depurado. Cuando no lo está, suele envejecer pronto. El teatro contemporáneo está lleno de ejemplos, algunos muy recientes. Cuando asistimos a reposiciones de obras estrenadas con éxito hace veinte o treinta años, no es extraño que nos encontremos con que los personajes se expresan con un lenguaje obsoleto y que, de cuanto dicen, sobre la mitad. Es algo que se percibe hasta cuando el texto ha sido peinado y, el vocabulario caduco, remozado. El fenómeno se da principalmente en obras de autores aquejados de incontinencia textual o demasiado inclinados a trasladar al escenario el habla cotidiana. Cuando el autor crea un lenguaje propio, que suele ser un precipitado del de la calle y de su aliento dramático, su obra despide el aroma de lo clásico desde el momento mismo en que nace. Luces de bohemia o La casa de Bernarda Alba no necesitan, a sus años, ni amputaciones por gangrena, ni maquillajes para disimular las arrugas.

De un tiempo a esta parte, se está produciendo la recuperación de la palabra. No nos frotemos las manos, o hagámoslo, pero sin dejar de dar vueltas a la cuestión de la escritura dramática. Yo reflexiono sobre ello a menudo, pero desde luego lo hago cada vez que me dispongo a empezar una nueva obra. Ha llovido mucho desde que Jardiel Poncela afirmara que, en el teatro, las cosas importantes había que repetirlas tres veces para que el público y los críticos se enteraran. Al espectador de hoy le molesta la reiteración. Le aburre. Exige que se vaya al grano. El cine, la televisión y, en general, el creciente predominio de lo audiovisual, no sólo en la actividad cultural, sino en la profesional y la cotidiana, ha determinado una nueva forma de ver el mundo y de relacionarse con los demás, que lleva aparejada cambios profundos en los hábitos de comunicación. Internet o la telefonía celular lo prueban de forma irrefutable. Desde esa perspectiva, parece evidente que los autores hemos de adaptar nuestra escritura a los ritmos y esquemas propios de las nuevas sensibilidades. Pero me gustaría que mis mensajes, suponiendo que tengan algún valor, calaran en las mentes de los destinatarios y no sucediera con ellos como con los recogidos en el contestador telefónico, que, una vez escuchados, se borran, o con lo escrito en la pantalla del ordenador cuando no lo archivamos.

Se supone que una escritura renovada precisa de un nuevo vocabulario. Qué mejor proveedor, en principio, que el que la sociedad ha ido creando para adaptarse a los nuevos códigos de comunicación. Sin embargo, ya me he referido a él en términos críticos. Al deterioro de nuestra lengua, en buena medida atribuible al mal uso que hacen de ella quienes tienen la obligación de protegerla, se añade la costumbre de sustituir las palabras por siglas, de deformarlas, de acortarlas suprimiendo sílabas y, en aparente contradicción con ese afán de síntesis, la de llenar cualquier conversación de latiguillos. También es una amenaza, especialmente para el teatro, el lenguaje hueco de las series televisivas, plagado de lugares comunes y de frases que uno adivina antes de escucharlas. Buena parte del lenguaje cotidiano es de usar y tirar y, por tanto, nos sirve de poco, aunque no debamos ignorarlo.

¿Pero qué tiene que ver cuanto llevo dicho con el asunto del despojamiento? ¿Acaso demuestra que le he buscado a lo largo de mi trayectoria profesional? Desde luego que no. ¿Quizás a partir de determinado momento, en concreto el que precedió a la escritura de Eloídes? Tampoco. En verdad que me propuse depurar el lenguaje hasta donde me fuera posible. En este caso concreto, había una decidida voluntad de búsqueda de cierto despojamiento. La historia del protagonista, cuya vida se convierte en un descenso a los infiernos creados por una sociedad profundamente injusta, exigía que así fuera. Llené la obra de frases cortas, a veces tajantes, frases que cupieran en las escenas, también deliberadamente breves. Hay parlamentos largos, por supuesto. Pero en ellos evité, con dos excepciones, cualquier tentación retórica. Y tampoco, en las excepciones, me fui por las ramas. En la primera, cuando Eloídes empieza a recorrer un camino sin salida, cuando todavía cree que su situación es pasajera, le hago que escuche a Luis de Gálvez, violinista y mendigo, contar su pasado y referirse con satisfacción a su presente. En la otra, el destino de Eloídes está decidido. Desde la celda que ocupa en la cárcel, recita en voz alta la carta que le gustaría escribir a sus padres anunciándoles que, después de muchas dificultades, su vida se ha resuelto satisfactoriamente.

De haberme impuesto el despojamiento como meta, las obras posteriores a Eloídes hubieran seguido los mismos derroteros, cosa que no ha sucedido. Y no porque esté insatisfecho con los resultados obtenidos. El lenguaje de mis producciones posteriores es austero, pero vuelve a tener el poso literario que le negué a ésta. No sé si a lo largo de mi intervención, que en buena parte coincide con la que tuve ante los alumnos de la RESAD, he conseguido explicar algo de mis dimes y diretes con la palabra, señal, al fin y al cabo, de mi amor por ella, apenas atenuado por el reconocimiento del papel que juegan, en el teatro, los lenguajes no verbales. En cualquier caso, quede lo que he dicho como testimonio de un autor que ha defendido la presencia de la palabra en el escenario cuando estorbaba a algunos, así como su buen uso, en estos tiempos en que tantos se empeñan en destrozarla.





 
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