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Discurso de recepción

Leído en la Real Academia Española la tarde del 29 de octubre de 1834

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas





SEÑORES:

Al tener la honra de tomar asiento en esta sala, como individuo de la Academia Española, veo cumplido uno de mis más ardientes deseos, que me ha acompañado como una ilusión, como un imposible en mis peregrinaciones y desventuras. Y ahora que la inestabilidad de la suerte y la bondad de los ilustrados académicos que componen esta Corporación respetable han realizado, sin merecerlo yo, mi anhelo de tantos años, no desahogaría mi corazón si no les manifestara mi cordial agradecimiento.

Idólatra por instinto de mi lengua nativa desde mi infancia, la he cultivado con tesón, ya que no con buen éxito, toda mi vida... Y ¿cómo podía dejar de apasionarme de tan hermoso idioma, habiendo sido educado en el Real Seminario de Nobles de esta corte, cuando la expedición de catalanes y aragoneses, escrita por Moncada, era el primer libro que, después de la Cartilla, ponían en nuestras manos, y cuando en el curso de nuestros metódicos estudios Garcilaso, Cervantes, Herrera, los tres Luises, Mendoza, Mariana, Solís, Meléndez y Jovellanos eran los autores con quienes nos familiarizaban? Acostumbrado, pues, a estudiarlos de día y de noche, y a retener sus mejores trozos en mi memoria, imitarlos y aun copiarlos fue mi único anhelo desde que en mi primera juventud empecé a cultivar las letras y a dedicarme casi exclusivamente a la poesía, pugnando siempre por dar a mis frases y períodos el sabor peculiar de nuestra lengua y el giro establecido por nuestros buenos escritores. No soy tan jactancioso que crea haberlo conseguido; pero lo alego como mérito, porque lo es siempre el trabajo constante empleado para llegar a un fin glorioso, aun cuando éste no se consiga, por debilidad de las propias fuerzas, en las que no tiene dominio alguno la voluntad. De lo que sí me jacto, señores, es de haber mirado siempre con horror la plaga bárbara de modismos peregrinos, de frases advenedizas y de palabras exóticas con que afearon y corrompieron nuestra hermosa lengua castellana la turba de traductores famélicos que apareció en nuestro suelo desde que el trastorno político y la mudanza de dinastía, ocurridos el siglo último, nos hicieron de mal grado ver, oír, pensar y hablar a la francesa. Por lo mismo, pues, que siempre miré con horror el daño incalculable hecho así al habla hermosa de mis abuelos, no aparté nunca los ojos de esta Corporación ilustre, creada por providencia divina al mismo tiempo que nació el mal, como para combatirlo y deshacer su maléfica influencia. Y este objeto lo ha tan completamente llenado la Academia, que pudiera decirse que el crisol que le sirve de emblema apareció desde luego, y ha ardido siempre como un faro que enseña la entrada del puerto seguro, entre las tinieblas de la noche y la confusa ceguedad de los hinchados mares. Conocidos son los esfuerzos de la Academia Española por conservar puro y con mejoras el depósito que se confió a su celo; su Gramática, y su Diccionario, y las obras premiadas por esta ilustre Corporación en los certámenes públicos han sido, sin duda, los puntales que han impedido el desplome total del edificio.

Cuando llegó el memorable año de 1808, en que nuestra Patria recobró su grandeza y volvió a ser España, a pesar del estruendo de las guerras y de las fatigas de aquella época gloriosa y trabajada, las ideas nacionales dieron nuevo impulso a la lengua nacional, y hasta en los partes de oficio y en las comunicaciones militares se empezaron a saborear las ventajas de un estilo castizo y español. Y muy luego en la tribuna pública se oyó hablar la lengua de la Patria con gala y con pureza, y vimos en todas partes hacerse alarde, de palabra y por escrito, de frases que yacían en el olvido, y que volvieron a aparecer como triunfando de las introducidas del idioma de los invasores... El término de aquella guerra gloriosa no está olvidado, ni se olvidará en muchos siglos, como tampoco los seis años que, por desgracia, le siguieron, ni otra época de corta duración y harto borrascosa que vino después; tiempos todos poco favorables al cultivo de las letras y al adelanto del idioma. Y en los últimos diez años, ¿habrán podido, por ventura, hacer aquéllas muchos progresos y encontrar éste grandes ventajas?... No me toca a mí, señores, deslindar este punto... A fines del infausto año de 1823 salí, prófugo y proscrito, de esta Patria, por cuya independencia derramé mi sangre, a cuya libertad he sacrificado de todos modos mi existencia; y el no oír la dulce habla de mis mayores fue, acaso, la privación más grande y una de las más dolorosas que he padecido durante mi prolongado destierro. Aunque para suplir la falta de la voz viva de mi idioma patrio, un Quijote y la colección de poesías castellanas desde tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, maestramente escogidas y diestramente coordinadas por un literato insigne, que me escucha, y con cuya amistad me honro, me acompañaron como amigos inseparables en todas mis peregrinaciones... ¡Cuántas veces, bajo los gigantescos árboles de los bosques de Kensington, en medio del borrascoso mar Cantábrico, en las verdes aguas del Mediterráneo, entre los risueños riscos de Piombino y de Montenovo, sobre los dorados escollos de Malta, al través de las deliciosas islas del mar Egeo, en las apacibles márgenes del Loira y en los simétricos jardines de Versalles, he hecho resonar al ambiente (el ambiente que no había nutrido mi infancia y que estaba lleno de susurro, de idiomas para mí desapacibles, porque, al cabo, no eran el que mamé en la cuna) con una estancia de Garcilaso, con un soneto de Lope, con una quintilla de Gil Polo, con un sabroso párrafo de Cervantes!... Sí, muchas veces; y la estancia, el soneto, la quintilla y el párrafo, pronunciados por mí con voz doliente y pecho palpitante, y repetidos con sorpresa por los ecos extranjeros. o me exaltaban deliciosamente con engañosas ilusiones de lo pasado y de lo por venir, o me sumergían, en aquel recogimiento profundo que inspiran la desgracia y la persecución no merecidas, y de que nacen la resignación a los decretos del Cielo, y el desprecio amargo de la injusticia de los hombres. Sí, señores; así como monsieur de Chateaubriand se vanagloria de haber bebido siempre en los ríos célebres que atravesó durante sus peregrinaciones y varias fortunas, yo me glorío, y creo que con más razón, de haber hecho siempre resonar en alta voz mi idioma patrio por cuantos mares y por cuantas tierras me ha arrastrado mi adversa suerte.

Llegó, por fin, el venturoso día en que, apiadado el Omnipotente de las lágrimas de los buenos y de los desastres del pueblo español, dispuso remediar sus males y poner término a sus desventuras. Apareció la inmortal Cristina, así como aurora de un nuevo día de gloria y de prosperidad. Su mano benéfica abrió las puertas de la Patria, con honra a los injustamente proscritos. Y yo, uno de ellos, volví a su seno y a los brazos de mi familia, causándome, al atravesar el Pirineo, el oír nuevamente el idioma español una sensación de placer inexplicable, que sumergió mi alma en un delicioso delirio, donde se borraron de mi memoria mis largos padecimientos... Abusando estoy, sin duda, de la benignidad con que soy escuchado, hablando inconsideradamente de mí mismo... Discúlpeseme este extravío... Es tan dulce para los que desgraciados fueron el recordar sus infortunios cuando es pasado el mal influjo de las estrellas, que siempre se mezclan sus recuerdos con cuanto piensan, hablan y escriben.

He recordado la decadencia de nuestro idioma, que si bien empezó, como era forzoso, con la decadencia de la monarquía y con el menosprecio de nuestras instituciones saludables, cayó en decrepitud en el deplorable reinado del imbécil Carlos II, y murió, por decirlo así, poco después, con la desnaturalización de estudios y de preceptos que siguió, como era regular, a la violenta desnaturalización de ideas y de intereses nacionales. Y he dicho también que esta ilustrada Academia fue la guardadora única de la pureza del lenguaje patrio, y lo fue y lo ha sido, ayudada por algunos pocos escritores que aparent rari nantes y en el largo período transcurrido desde la extinción de la dinastía austríaca, y por los esfuerzos del señor don Carlos III, príncipe a quien, entre otros mayores beneficios, debe mucho España por sus esfuerzos para restaurar las letras y el habla de nuestros antepasados. Pero la Academia no podía ser más que su conservadora, o, por mejor decir, el santuario en que se guardaba su última llama trémula y moribunda; aquellos raros escritores, estrellas fugitivas, y los deseos de un monarca, infructuosos, cuando la fuerza de las circunstancias tenían aprisionado al ingenio y viciadas las fuentes del saber. La censura, la inquisición, el fanatismo y una política equivocada y opresora no son elementos que producen escritores, y no habiendo escritores no hay idioma. Los idiomas crecen con el siglo, adelantan con la sociedad, se nutren con los nuevos descubrimientos, de que nacen nuevas ideas, se perfeccionan con el uso libre e ilustrado. Pero cuando no tienen estos caminos por donde ensancharse y medrar, se estancan cuando se estanca la civilización, retroceden, se pierden y se confunden con los idiomas extranjeros, que siguen como un torrente el curso de los progresos humanos. Así ha sucedido con el español, un día dominante en ambos mundos; hoy circunscrito, con grandes mermas y desmejoras, a los límites de nuestra Península.

Afortunadamente, comienza otra época más venturosa, que, así como será de regeneración para nuestra Patria, lo será para nuestra lengua. La juiciosa libertad que empieza a restablecerse en España con la oportuna restauración de nuestras antiguas leyes fundamentales, que pronto se desarrollarán majestuosamente, cual lo exige el interés público, no tardará en ponernos al nivel de las naciones civilizadas, y dará, por consecuencia, un nuevo impulso a nuestro idioma al dar nueva fuerza y nacionalidad a nuestros pensamientos. Quitadas las trabas al ingenio, prenda española, como producción de este suelo feraz y delicioso, o como influencia de este cielo transparente y magnífico que nos cubre, volará de nuevo y sacará de los espacios inconmensurables de la imaginación tesoros abundantísimos en que hacer alarde de la pompa y gala del castellano, en que resucitar sus gallardas frases olvidadas, en que enriquecerlo con nuevos giros, que no dejan de ser castizos por ser originales. Familiarizados los españoles con las ciencias modernas, amoldarán su lenguaje a la precisión y claridad con que deben tratarse tales materias. Abierta la comunicación franca con las naciones ilustradas, que tantos pasos nos han aventajado, durante el último siglo, en la carrera del saber y del buen gusto, nos aprovecharemos de sus adelantos, y para levantar nuestra literatura, y por consiguiente nuestro idioma, veremos que hay muchos caminos por donde cultivar con feliz suceso las letras; que los impulsos internos, las inspiraciones espontáneas y la índole propia del gusto nacional no deben ser repelidos y desechados, y que aun los preceptos menos controvertidos no pueden hacer más que indicar los escollos que se han de evitar, pero no reducir a uno solo los infinitos y apartados rumbos que pueden seguirse con buen éxito. Cultivadas con entera libertad las ciencias políticas y morales, producirán escritores que fijen y pulan y perfeccionen nuestra lengua, haciéndola más lógica y un tanto menos vaga y redundante, mejoras casi imposibles de conseguir en otra época no tan ilustrada como la presente, y en la cual los que escribieron de estas materias forzosamente hubieron de perderse en las argucias y sofismas del escolasticismo.

Pero los elementos que más levantarán el habla española, en esta nueva y feliz época de libertad, serán, indudablemente, el «teatro», la «sociedad» y la «tribuna pública». En el «teatro», cayendo al par de las preocupaciones políticas las literarias, y animados nuestros poetas con el ejemplo de los más insignes de que hoy blasona la Europa culta, veremos revivir los ingenios de Lope, de Calderón, de Moreto, de Alarcón y de Solís. Y con el cultivo de la comedia española, cual ellos la concibieron y fundaron, renacerán aquellas frases discretas y corteses, aquella conversación amena y picante, aquella expresión feliz de los humanos afectos y un buen gusto y cultura universales. Quedando en el olvido (que ya es tiempo) los fríos y acompasados diálogos franceses, las ya caducas frases de la corte de Versalles y el giro de conversación cortado, violento y opuesto totalmente a nuestro modo de ver y de sentir. La «sociedad», que empezará a gustar las delicias de la cultura, y que verá con pasmo que el pensar y el escribir no son origen seguro de persecución, aficionada ya a los admirables romances de Walter Scott y a la sublime originalidad de lord Byron y de Víctor Hugo, animará a algunos ingenios privilegiados para que resuciten nuestras viejas crónicas y olvidados romances en novelas históricas, donde la variedad de situaciones ofrezca margen, ora a imitar los largos períodos narrativos de Mariana, ora las escogidas y simétricas frases de Solís, ora las festivas y sonoras cláusulas de Cervantes, ora los apasionados capítulos de fray Luis de Granada. La «tribuna pública» abre el más ancho y hermoso campo a la elocuencia para en él trabajar y perfeccionar el lenguaje, ya desplegando toda su pompa y majestad en los discursos de aparato, ya toda su abundancia y elasticidad en presentar los argumentos y raciocinios, ya amoldándole a la precisión indispensable en los cálculos y a la pura y sencilla claridad con que deben controvertirse los negocios de interés general.

Nuestra lengua, la más magnífica y sonora de las modernas de Europa (aunque perdone la italiana), necesita cultivo, no nos alucinemos; necesita cultivo para ponerse al nivel de las otras, que valen esencialmente mucho menos que ella. Necesita el cultivo del saber, bajo la sombra de la libertad. Necesita cultivo para unir a su pompa y gallardía la precisión y economía, abundancia del idioma inglés, y la ligereza, pulimento y claridad del idioma francés. Aquél ha adquirido sus dotes inapreciables en los debates parlamentarios, en el espíritu de asociación, en la abundancia de escritores especulativos, en la cantidad crecida de sus poetas filósofos. Éste ha adquirido sus ventajas en los salones y teatros, en la ilimitada libertad de pensar y escribir, en los adelantos de la civilización.

En tanto nuestra lengua, formada mucho antes que éstas de que acabo de hablar, y perfecta y adulta cuando aquéllas estaban en la infancia más ruda, paralizada de pronto cuando se hallaba sólo reducida a crónicas, a autores ascéticos, a varios libros de pasatiempo y a poetas que tenían que perder las fuerzas de un ingenio colosal en descoloridas copias, en fruslerías y en varias amplificaciones, se acogió al teatro, que era el campo de sus triunfos; pero muy luego, un perverso gusto, hijo de una época fatal, la arrojó también de aquel último atrincheramiento. Paralizada, pues, vuelvo a decir, por no decir retrógrada, cuando comenzó el rápido progreso en que tan corta parte ha tomado nuestra desgraciada nación, se ha conservado, afortunadamente, en este santuario pura, ya que anduviese desfigurada en el uso común, para que pueda ahora aprovecharse de las felices circunstancias de regeneración universal que nos ofrece el Cielo propicio. Aprovéchese, pues, de ellas nuestra lengua patria; brille cual le compete no sólo como la más sonora y majestuosa, sino como la más culta, preciosa y pulimentada de cuantas suenan en el mundo, y sea la gloria de esta Corporación ilustre que nos la guardó y conservó durante su adversa fortuna.


 
 
FIN del
«Discurso de recepción
En la Real Academia Española»
 
 




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