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Discurso en la presentación de la Escuela de Lexicografía Hispánica: «El neologismo en el diccionario» (Real Academia Española, 15 de febrero de 2002)

Fernando Lázaro Carreter





La aparición de unos cuantos cientos de voces extranjeras en la vigésima segunda edición del Diccionario académico, aun impresas con la cursiva que las señala como forasteras, ha producido algunas reacciones poco complacidas, incluso entre quienes cada día se ponen un slip, y no unos calzoncillos, o se introducen en unos pantys y no en unas medias, sin sentir que, llamándolos así, están ofendiendo gravemente el meollo de nuestras respectivas esencias encarnado en la lengua. Y lo hacen, a veces, haciendo gestos de escándalo porque la Academia ha incrustado en las columnas de su diccionario esos huéspedes inhóspitos, aunque los resalte con la señal de alarma que son los caracteres itálicos.

No se trata de una hipocresía, ni, si se me apura, de una contradicción, sino de una manifestación de cómo vive el idioma en la cabeza de los hablantes, en nuestra alma. Vive, en efecto, dramáticamente, entre el rechazo de lo alienígena, porque nos desvirtúa, y la aceptación resignada o entusiasta de cuanto lo renueva y lo hace más útil para vivir con los tiempos.

Es fácil predecir que esta pugna entre ambos extremos no acabará nunca, al menos, mientras no cambie, y va para lejos, todo aquello que la civilización grecolatina legó a nuestra civilización. Porque, en efecto, el problema ya se sentía en Roma, con el griego flanqueándolo por todas sus orillas: Horacio, nada menos que él, canon de la latinidad, defendía la licitud de emplear vocablos recientes en lugar de los viejos, aceptando con melancolía que, dice, «la muerte ejerce sus derechos sobre nosotros y sobre nuestras cosas».

¿Cuándo comienza ese pequeño -o no tan pequeño- drama en España? No puede empezar, es claro, mientras no se sienta que el idioma está plenamente constituido, reconocido así explícitamente o de hecho por los hablantes, y puedan sentir extrañeza, por tanto, ante las presencias no familiares. Y por supuesto, mientras no entre en contacto estable con otra u otras lenguas. Como era de esperar, esto acontece, dentro del romance hispano, a partir del Renacimiento. Durante la Edad Media, ese romance había acogido miles de extranjerismos -germánicos, franceses y, sobre todo, árabes- que eran necesarios para el vivir cotidiano y que coexistieron con el mal latín hecho ya romance, constituyendo una lengua lábil, insegura, partida en múltiples manifestaciones locales y hasta personales, al servicio de poblaciones que necesitaban aquellas palabras porque eran útiles o necesarias para ellas.

La primera prueba de que, en siglo XVI, surge una conciencia crítica acerca de lo propio y lo ajeno en el idioma, la proporciona Juan de Valdés, el cual, comentando en su Diálogo de la lengua la abundancia de arabismos, asegura que «el uso nos ha hecho tener por mejores los (vocablos) arábigos que los latinos; y de aquí es que decimos antes alhombra que tapete, tenemos por mejor vocablo alcrevite que piedra sufre, y azeite que olio». He aquí, pues, reconocida por Valdés, una causa fundamental del neologismo: el tenerlo por mejor que el término propio, sin causa aparente. No olvida, como era de esperar, la otra causa, más evidente: la necesidad de servirse del término árabe para «aquellas cosas que hemos tomado de los moros», dice, sin tener manera neolatina de nombrarlas1.

Más adelante, declara su posición ante las voces nuevas, las cuales en aquel momento, sólo podían ser italianas, porque los cultismos latinos parecían de casa. Valdés, quien interviene con su nombre en el Diálogo, enumera algunas que el castellano debería adoptar (como facilitar, fantasía, aspirar a algo, entretejer o manejar por lo cual sufre el reproche de otro de los coloquiantes, Coriolano, precoz purista: «No me place que seáis tan liberal en acrecentar vocablos en vuestra lengua, mayormente si os podéis pasar sin ellos, como se han pasado vuestros antepasados hasta ahora». Otro tertuliano, Torres, interviene con decisión: cuando unos vocablos ilustran y enriquecen la lengua, aunque algunos se le hagan «durillos», dice, dará su voto favorable y, «usándolos mucho», prosigue, «los ablandaré». Un cuarto personaje, Marcio, toma la palabra: «el negocio está en saber si querríades introducir éstos por ornamento de la lengua o por necesidad que tenga dellos» A lo que Juan de Valdés contesta resolutivamente: «Por lo uno y por lo otro».2

He aquí, pues, planteado ya el problema a la altura de 1535, bien manifiestas las actitudes fundamentales en torno al neologismo, que habrán de ser constantes con el correr de los siglos, hasta hoy. El Diálogo de la lengua ofrece, además, un testimonio muy importante acerca de otro fenómeno que induce la mutación en los idiomas: la sensación de vejez que rodea a ciertas palabras, y la necesidad que sienten las generaciones jóvenes de sustituirlas por otras de faz más moderna, la que había llevado, por ejemplo, a cambiar ayuso por abaxo, cocho por cocido, ca por porque, o dende por de aí.

Durante el siglo XVII, el prurito innovador fue máximo en la literatura, aunque las novedades apenas si fueron asimiladas por el pueblo común, al que, como es natural, no llegaban las osadías de Herrera o de Góngora, y ni siquiera de Paravicino: el goteo de sus novedades apenas si caló en la lengua de todos, a veces ridiculizadas en papeles de regocijo. Pero sobre esa lengua de todos, he aquí lo que pensaba fray Herónimo de San José, en su Genio de la Historia, de 1651; aunque la decadencia española era ya patente, aún se mantiene el orgullo imperial: en España, dice, «más que en otra nación, parece que andan a la par el traje y el lenguaje: tan inconstante y mudable el uno como el otro. Lo cual, si con moderación y elección se introdujese, no calumnia sino loa podría conciliar. Porque el brío español no sólo quiere mostrar su imperio en conquistar y avasallar reinos extraños, sino también ostentar su dominio en servirse de los trajes y lenguajes de todo el mundo, tomando libremente lo que más le agrada y de que tiene más necesidad para enriquecer y engalanar su traje y lengua, sin embarazarse en oír al italiano o francés: este vocablo es mío; y al flamenco o alemán: mío es este traje. De todos con libertad y señorío toma, como de cosa suya [...]; y, así, mejorando lo que roba, lo hace con excelencia propio».3 Los neologismos, lejos de causar aprensión, constituían, pues, un honroso botín.

El francés, es bien sabido, impone su yugo al resto de los europeos durante el siglo XVIII en coincidencia con la instalación de la dinastía borbónica en Madrid y de una aflictiva depauperación cultural de España, especialmente patente en el cultivo de la filosofía y de las ciencias naturales, porque no se ha contado con nadie comparable a un Descartes, a un Pascal, o Kepler o Galileo; los «novatores» del XVII, cualquiera que sea su importancia indicativa de una conciencia más lúcida que la dominante, no podían contrarrestar la infecundidad de ésta.

Los franceses marcan la pauta de la modernidad, y nuestros hombres más reflexivos señalan el camino que deben seguir los españoles para instalarse en ella. Como paso previo, hay que asimilar el saber de nuestros vecinos, estudiándolo. Para lo cual, deben vencerse creencias sólidamente arraigadas. El siempre benemérito P. Feijoo lanzará una proposición escandalosa: que los jóvenes no sean obligados a estudiar latín y griego, pues las obras maestras escritas en tales lenguas ya están traducidas a los idiomas modernos. Que aprendan, en su lugar, lenguas vivas, y, en primer término, el francés, en el cual, afirma, «hablan y escriben todas las ciencias y artes sutiles». Fue enorme el revuelo que produjo esa Carta erudita de 1756 por su carácter revolucionario, y porque caía en medio de un fuerte afrancesamiento de las costumbres y de la parla diarias, sometido a fuertes polémicas. Es por entonces cuando el problema del neologismo sale de los círculos minoritarios de escritores y letrados, para dar lugar a un verdadero y secular debate público.

Cobran cuerpo, en efecto, aquellas actitudes que veíamos tan bien esbozadas en el Diálogo de la lengua; las posturas resistentes se agrupan por entonces en torno de dos términos que deben distinguirse: casticismo y purismo. El casticismo había surgido en la primera mitad del siglo XVIII, apoyado por la Academia, que, al determinar cuáles eran las palabras legítimamente castellanas, patrocinaba directa o indirectamente su empleo y, en su caso, la resurrección de las que eran de casta. La Academia no se fundó, en realidad, para combatir los galicismos, porque aún no constituían problema en 1713; su propósito fue sólo el de «fijar» la lengua, que, según ella, había alcanzado su perfección en los Siglos de Oro. Será más tarde, ya en la octava década del siglo, cuando la Academia abandone aquella actitud, en cierto modo neutral, hostigada por una opinión muy extendida que la juzgaba inoperante. Al convocar en 1781 el concurso para premiar una sátira contra los vicios introducidos en la poesía española, la Institución se incorpora al otro movimiento, gemelo, pero no coincidente. Porque si el casticismo limita su aspiración a mantener activo el caudal léxico castizo, el purismo es una fuerza que pugna contra la novedad. José Cadalso encarna la actitud casticista cuando asegura que, si ha de traducir algún texto extranjero, lo lee atentamente y se pregunta: «Si yo hubiese de poner en castellano la idea que he leído, ¿Cómo lo haría?». Trata de recordar si algún clásico nuestro ha dicho algo parecido, y, si lo encuentra, reviste con sus frases inmaculadas el texto traducido. Representa, en cambio, la obstinación purista «Jorge Pitillas», con su Sátira contra los malos escritores de este siglo (1741), donde censura numerosos galicismos. Y, junto a él, los feroces antagonistas de Feijoo, que no dejaron de zaherirlo por su lenguaje afrancesado. Por supuesto, nada impedía a un purista ser a la vez casticista: en realidad, se trata de posturas casi necesariamente complementarias.

Son, como es de rigor, los más inquietos espíritus del siglo quienes intentan romper tan estrechos corsés. Feijoo había emitido opiniones tajantes: «¡Pureza! Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad»; (Los puristas) «hacen lo que los pobres soberbios, que quieren más hambrear que pedir»; para introducir un neologismo, no es preciso que nos falte un sinónimo: «basta que lo nuevo tenga o más propiedad, o más hermosura, o más energía». Jovellanos desdeña a las personas «escrupulosas», dice, que se han alarmado por la impureza idiomática de su tragedia Pelayo. El primer Capmany asegura que «todos los puristas son fríos, secos y descarnados». José Reinoso, en la Academia de Letras Humanas de Sevilla, en 1798, reconoce el derecho que tiene toda persona instruida a innovar con tiento. Álvarez Cienfuegos un año después, hablando con el lenguaje de la Revolución francesa en sesión solemne de la Academia Española, expone que lo humanitario, lo fraternal, anula todas las diferencias de castas, pueblos y lenguas, y se pregunta: «¿Por qué no ha de ser lícito a los presentes introducir en la lengua nuevas riquezas traídas de otras naciones?... ¿No es una preocupación bárbara el querer que cada lengua se limite a sí sola, sin que reciba de las otras los auxilios que pueden darle y que tan indispensables son para los adelantamientos científicos?».

Pero los puristas y casticistas dieciochescos, y sus sucesores hasta hoy, no opusieron nunca dificultad teórica a la introducción de términos técnicos. En la práctica, ya fue otra cosa; algunos supusieron que en los viejos oficios, en las antiguas artesanías existía un léxico ignorado que urgía rescatar para no admitir innecesarias novedades. La Academia quiso realizar esa labor, pero hubo de aplazarla para no retrasar la publicación del Diccionario de Autoridades. Campomanes propone que acometan tal empeño las sociedades económicas provinciales. Por fin, el P. Terreros hizo el trabajo: su Diccionario, no ultimado por él a causa de la expulsión de los jesuitas, apareció, en 1786.

Pero ya resultaba un panteón de formas muy escasamente rentables para la modernización de la ciencia y la técnica españolas. Eran las cosas nuevas las que había que nombrar, y aquel Diccionario no dejaba de obedecer a un impulso casticista. Había que orientar el trabajo por otro camino, el que emprendió Antonio de Capmany, en 1776, con su Arte de traducir el idioma francés al castellano, en cuyo prólogo reconoce que «el geómetra, el astrónomo, el físico, el crítico, el filósofo, no hablan ya el lenguaje del vulgo, con el cual se explicaban todos cien años atrás. Tienen otro vocabulario tan distante del usual como el de Newton lo es del de Ptolomeo». Está por estudiar lo que representó en la historia de nuestra lengua ese libro de Capmany, así como su posterior Diccionario francés-español, de 1801. Una enorme valentía, que contrasta con el apocamiento general ante la superioridad técnica del idioma vecino, informa toda su acción: por vez primera, un español se impone la misión seria y científica de comparar ambas lenguas, intentando hallar una justa correspondencia, cuando se trata de palabras patrimoniales, o fijando una forma que corresponda al tecnicismo francés. Quizá sea muy prematura esta afirmación, pero creo que la entrada o consagración de algunos centenares de palabras hoy de uso general, hay que referirla al Diccionario de Antonio de Capmany. Por lo demás, le bastó -él mismo lo declara- formar las palabras como habían hecho en Francia: como allí, podíamos acuñar palabras y decir antropófago, cosmopolita o filantropía. Otras muchas palabras técnicas, pero también abstractas del tipo de simultaneidad, aerostático, ideología, estadística, etc., penetran con su perfil definitivo en nuestra lengua por obra de aquel gran patriota catalán, tan poco reconocida, por cierto.

Durante el siglo XIX, se producen hechos importantes en el vivir de todas las lenguas y, como es natural, del español. Las convulsiones políticas resultantes de la Revolución francesa y los exilios, motivan numerosos neologismos correspondientes a un cierto modo de vivir y convivir. Los liberales y los románticos aportan entonces abundantes términos ingleses y franceses. La libertad en política y en arte instauran una nueva realidad, creo que antes de que la Academia se enterase. En la lengua de un hispano culto y políglota como fue Simón Bolívar, abundan muchos vocablos que tardarían en entrar en el Diccionario. Adopta del francés, numerosas voces, como digo, al par o antes que en España. Así, emplea normalmente patriota, en documentos de 1812, vocablo al que no dará entrada nuestro principal vocabulario hasta 1817; del mismo modo, utiliza en 1813, terrorismo, término que un benemérito lexicográfico nuestro, Núñez de Taboada, en contacto profesional con idiomas extranjeros, introduce en su diccionario de 1825; la Academia no lo hace hasta 1869, advirtiendo, con evidente desfase, que «es voz de uso reciente»; no iba muy deprisa al señalarlo, pues ya la habían acogido en sus repertorios lexicógrafos muy integrados en la cultura gala, como fueron Vicente Salvá en 1846, o Ramón Joaquín Domínguez en 1853. Bolívar usa liberticida en 1826, que no llegará a nuestro Diccionario hasta 1931, más de un siglo después. Se refiere a cortes constituyentes en 1826; tardará cuarenta y tres años en ser oficialmente reconocido tal adjetivo. Recurre también a diplomacia en 1825; aquí sólo tardó siete años en asomarse a nuestro léxico. Secretario de estado, que entra en nuestro archivo en 1936, era voz usada por Bolívar en 1818. Y buen lector de inglés, emplea palabras de aquel origen como congreso, rifle y complot bastante antes de que fueran consideradas por esta Corporación4. Sin embargo, ésta, como siempre, hizo lo que pudo y, en la edición de 1852, cuando ya eran Académicos varios de los escritores que habían padecido destierro por la represión absolutista, se hispanizaron numerosos extranjerismos, en «todos los ramos de la instrucción pública», según se hizo notar en el prólogo.

Fue muy liberal y hasta libertario en lengua el siglo XIX, y así lo reconocía uno de los múltiples Coriolanos que, desde el Diálogo de Valdés le han ido surgiendo al idioma hasta hoy, el padre Mir, que, en 1908, confesaba este piadoso propósito: «Téngome puesta la penitencia de rogar a Dios nuestro Señor por todos los galicistas, a fin de que, torciendo del mal camino, se conviertan de sus malos pasos a los de la purísima lengua, en honra, lustre y servicio de nuestra nación».

Pero, en fin, esta historia de criterios opuestos es interminable, y se ha agudizado, como decía al principio, al aparecer hace unos meses la nueva edición del Diccionario. Y es que la lengua tiene su propio vivir dentro de cada uno de nosotros, y lo que es afrentoso para unos es normal y conveniente para otros, lo cual suele producir desacuerdos con la Academia, a la que, hasta ahora, se ha solido tildar, con justicia, de retrasada respecto del uso, o, como en esta ocasión, de demasiado claudicante con todo lo nuevo, cualquiera que sea su estirpe, bien provenga del lenguaje suburbial, bien viva sólo en un círculo de iniciados. Entre estos vocablos figuran, claro es, los xenismos, de que me ocuparé enseguida.

Como el prólogo de esta reciente edición hace notar, al DRAE le reconoce casi toda la gente hispana un carácter oficial. Las palabras son válidas si figuran en sus filas; de lo contrario, aunque estén en la boca de todos, piensan muchos que no valen; se exige, pues, a esta Corporación que sea árbitro del uso. Por otro lado, no debe «autorizar» -así se dice con palabra odiosa: mejor diríamos registrar- tosquedades, dichos de moda que pronto pasarán, groserías que hacen daño a los sentidos... Y así, se exige al Diccionario que sirva para descifrar lo escrito y lo hablado desde 1500 y, si ese material de extrarradio se omite, la Academia pasará por ignorante o estrecha; pero si lo integra se la inculpará por blanda.

De igual modo, casi atentará contra nuestro propio tesoro, si da cabida a novedades recientes, y más, si se presentan vestidas con uves dobles y kas. Nuestra institución será, pues, aduana. Sin embargo, en nuestro tiempo está pujando una realidad nueva y cambiante que habla, y con cuánta fuerza, a la que es casi imposible no escuchar. Por si fuera poco, y por diferencias de cultura y talante de los hablantes, cada uno de nosotros opina acerca de lo que «está bien» en el idioma y no lo está.

Todo ello, y más que no puedo abordar, se abate sobre el lexicógrafo a la hora de confeccionar el elenco de su diccionario; y es especialmente difícil de afrontar cuando se trata de construir y reconstruir el Diccionario por antonomasia, el de esta Real Academia, tarea, como es bien sabido, en la que participan todas las Academias de América ¿Cuáles han de ser sus límites por arriba y por abajo, por los sótanos idiomáticos donde pulula lo malsonante, trivial o jergal, y por su ático, donde se recluyen las voces para pocos? Evidentemente, si se quisiera acentuar el carácter rígidamente normativo, lo convertiríamos en ser un catálogo de antigüedades, como es el de la Academia francesa, con sólo unas 30.000 entradas, el cual sirve para poco más que para leer a Moliere. Dejaríamos fuera del lenguaje a los millones de hablantes que van al cine, a la discoteca, al fútbol, que se expresan en los periódicos, ante los micrófonos o las cámaras, y hablan en juzgados, en cámaras legislativas, en aulas o, incluso, en las sesiones académicas.

Quede este arduo problema para otro momento; voy a ocuparme, en los pocos y últimos minutos que me he fijado, de la incorporación de vocablos nuevos, lo cual constituye un escollo máximo en la elaboración de un diccionario al cual se el reclama la acción normativa, que, por su misma naturaleza, debe poseer. Pero ¿cuál es la fuente de que debe nutrirse de novedades? A esta pregunta parece razonable contestar que el Diccionario académico debe registrar los vocablos conocidos por un hablante ideal, tanto en lo hablado como en lo leído, que conozca o tenga los medios para conocer todos los aspectos diastrático y diatópico del idioma.

Para confirmar que los vocablos nuevos se han introducido en el uso, se apela a la lengua escrita; pero esta es insuficiente: la existencia de la Academia está justificada por cuanto se supone que el consenso de los Académicos españoles y de América constituye ese «hablante ideal», sin que ello suponga que no poseen tal condición millones de hablantes. Nosotros la tenemos oficialmente, y por ello se respetan nuestras decisiones o se impugnan. Y esa especie de conciencia idiomática común representada por los Académicos ha de contar con su propia personal para detectar las innovaciones o creaciones neológicas, y resolver sobre ellas. Limitarnos a lo que poseemos en nuestros registros sería tanto como renunciar a lo que justifica una institución como esta.

A la cual se ha reprochado con justicia, repito, la lentitud en enterarse de las novedades. Antes hemos visto el sustantivo patriota; muchos se sorprenderán tal vez al advertir que una palabra «tan española» es un galicismo, y que lo usaba Bolívar -pero no era el primero- en 1812. Lo hacía, sin duda, acomodándose al lenguaje de la emancipación, pero de patriota en su sentido actual, había hablado ya Cadalso cuarenta años antes, el hispano-peruano Concolorcorvo en 1775, y Meléndez Valdés al filo del ochocientos. Desde Cadalso a la inclusión de patriota en el DRAE de 1817 median cuarenta y cuatro años, en que la palabra fue vagando extramuros, y, sin embargo, empleada por escritores tan importantes como los nombrados. Parece claro que nuestra Corporación, tradicionalmente, ha sido muy cautelosa a la hora de registrar neologismos; ante patriota la contuvo seguramente el que ese vocablo significaba «compatriota» desde el siglo XVI. Pero la fuerza de la novedad es a veces tanta, como ya constataba Valdés, que puede con todo. Y aquí desplazó lo viejo.

Nadie discute el registro de vocablos que designan cosas nuevas; más reticentes son ante muchísimas a las que algún prestigio las hace también necesarias: es casi seguro que una clínica se quedaría sin clientela si en lugar de anunciar liftings ofreciera estiramientos de piel. Por tanto, lifting es palabra precisa. El comportamiento del Diccionario académico es en esto sumamente irregular; best-seller, cuyo uso se documenta en nuestros archivos desde 1976, con 176 registros, no se considera palabra española, porque, en efecto, no lo es; sin embargo, eslogan, con una e- protética, sí se considera nuestra desde 1992. Al definirla se advierte, como es natural, de su procedencia inglesa. Pero se la ha nacionalizado por el simple expediente de ponerle esa e- delante, lo cual le confiere cierto parentesco con voces nuestras antiguas de igual comienzo, como eslabón, eslavo y eslora.

Pero ese lícito subterfugio no siempre puede aplicarse. Se concede los honores de la letra redonda, que es como un certificado de nacionalidad, a crucial, por ejemplo, o a informal o a puntual, como se le dio en el XIX a madre patria, porque se dejan pronunciar. Se acogen con singular beneplácito anglicismos como prefabricado o inflación (el DRAE dice erróneamente que esta última procede del latín). Pero se niegan los caracteres redondos a flash o a bridge, y ni siquiera los cursivos se conceden a kleenex o a stop, que ni siquiera están; y son voces tan no españolas como cibernética, ordenador, o líder.

¿Cuál es el motivo de una conducta tan distinta? Sencillamente, que con el neologismo moderno se ha producido una situación muy nueva, ante la cual el diccionario académico ha reaccionado por vez primera en esta edición. La situación nueva e incómoda es la que crean los neologismos con su ortografía de origen: ahora las voces nuevas se nos meten por los ojos, y, además, se emiten con una pronunciación imitadora de la de origen. Durante el siglo XIX, como en las centurias anteriores, se adoptaron múltiples vocablos sólo o casi sólo por el oído. Entró, por ejemplo tricotosa (del francés tricoteuse), porque es así como se hispanizó oyéndola en los talleres textiles, con una pronunciación que no pretendía remedar la del original. El léxico del ferrocarril ofrece testimonios claros de que esto fue así: voces como vagón, raíl, compartimento, túnel o ténder se incorporaron al español desentendiéndose de la escritura inglesa. En el fútbol, que empezó a jugarse en España hace un siglo, se procedió igual: ahí están fútbol mismo, golf, penalti o córner; pero, en deportes más modernos, el extranjerismo perdura, alentado por el prurito de parecer más culto quien los usa o más experto. Así, para llamar al balonvolea, muchos relacionados con ese juego prefieren volleyball; el golf no agradaría si se hipanizaran fairway, green, putt o drive; ni el tenis sin el smash, ni el waterpolo sin ese nombre.

Como les decía, esto ha afectado al trabajo académico, pues hubo que reconocer la presencia de los xenismos, esto, de los extranjerismos con toda su crudeza ortográfica y fónica, incorporando algunos a sus columnas del modo que he dicho. Fue una decisión que yo mismo apoyé, con cierto escrúpulo por verlos en la vecindad de vocablos castizos, esto es, de casta, y de otros tan poco castizos pero ya hispanos como, por ejemplo, los que nombran cosas del tren. Con timidez, digo, porque son muchos más los que empleamos hablando y escribiendo, pero molesta tener que reconocerlo. Pienso, y lo someto al juicio de ustedes, que el problema debe afrontarse con toda decisión.

Por supuesto, el problema no es de ahora; Unamuno, con su rudeza idiomática, llamaba mitingues a lo que hoy denominamos mítines. Pero es ahora cuando la toma de decisiones se hace apremiante. Los xenismos en el Diccionario, aunque alertando topográficamente de que lo son, han provocado esa división de opiniones a que aludía. Pero no parece recomendable retirarse de este combate a que nos fuerza la realidad lingüística, antes el contrario. Por un lado, creo que conviene hispanizar cuando sea posible, haciéndolos aptos para nuestra habla cuantos extranjerismos usamos. Pero con mucho tacto, y siempre promoviendo iniciativas ajenas, sobre todo de los medios de comunicación. No me parece que es misión de las Academias inventar, sino discernir y consolidar. Inventándolo, introdujo en el Diccionario de 1984 el vocablo clipe para hispanizar el inglés clip; no sé si alguna vez se ha empleado clipe en los ámbitos del idioma antes y después de su oficialización, de hecho, no aparece en nuestros archivos, frente a la abundancia de clip, sobre todo como formante de videoclip, y diecisiete años más tarde ha sido forzoso excluirlo de nuestras listas. Hay que hispanizar, entre otras cosas, para disponer los vocablos para recibir los morfemas de número; esa intención guió seguramente hasta clip. Pero no es ese el buen camino sino, repito, el de apoyar a quienes han anticipado soluciones sensatas. Cuando, en 1984, se dio entrada en el Diccionario al sustantivo estándar, provisto de e- inicial y despojado de la -d final, la Academia no hacía sino sancionar lo que se venía haciendo desde años antes en América, Argentina sobre todo, y en España; los últimos datos que poseemos del uso de la voz inglesa son de 1992; desde entonces carecemos de datos. Parece que la hispanización ha triunfado cuando la Academia no hizo sino respaldar una feliz iniciativa ajena.

Pero hay xenismos que resisten a cualquier retoque que los haga menos extraños; su faz gráfica inconfundible, repetida por la televisión y en vallas publicitarias, en productos comerciales y apareciendo en artículos periodísticos y libros, y reforzada su presencia por las pronunciaciones sui generis de los medios orales, las protege de cualquier actuación. Ahí tenemos sándwich, con sus letras estrafalarias, como ejemplo de aguante a los embates hispanizadores. Acogió el término inglés Elías Zerolo en su diccionario editado en París en 1895, pero la Academia tardó hasta 1927 en incluirlo, y precisamente con su forma gráficamente inglesa; era, pues, un mínimo precedente de lo hecho ahora. Pero no figuran en estas nuestras columnas, supuestamente mancilladas por extranjerismos, palabras tan usuales en español como bridge (ya presente en el Diccionario de Rodríguez Torres en 1918), timing, crowl, jeans, jeep, mailing, recordman, western, cash-flow, y docenas más que pudieran figurar en el Diccionario con el mismo derecho que blazer, boiserie o hobby, que sí figuran entre los cientos de xenismos tímidamente incorporados ahora.

Creo que sobra la timidez: los empleamos y los usan nuestros compatriotas; no debe excluirse ninguno, pero sacándolos del cuerpo central del Diccionario, elaborando una lista de extranjerismos que sólo tenga su límite de nomenclaturas técnicas de empleo restringido. Aunque sean «durillos» como Torres decía en el Diálogo, a ver si como él también decía, se ablandan con el uso. Las Academias no pueden sentir recelo alguno al elaborar esas páginas especiales, ayudando al uso e interviniendo discretamente en su adaptación, calco o sustitución, mediante el Diccionario de Dudas que están preparando. Discretamente, digo, porque el idioma es un condominio de muchos millones de propietarios. Y no escasean las veces en que el idioma tiene sus fuerzas depuradoras que hubieran hecho inútil cualquier intervención. En mi juventud, era muy popular el ambigú adonde tomar un refresco en los descansos del cine; es palabra ya abolida por los hablantes. El fútbol mismo ofrece muestras claras de hispanizaciones que los hablantes han realizado sabiamente, sin intervención académica alguna; han expulsado del uso off-side, que, en España al menos, se transformó en orsay, el cual por fin, fue sustituido por fuera de juego; incluso se va prefiriendo saque de esquina a córner.

Parodiando a Horacio, y lo menciono otra vez como remate, debe reconocerse que no sólo los libros: también las palabras tienen sua fata, su propio destino. Y la lexicografía o arte de entender ese misterioso proceso constituye una aventura excitante. Yo me lancé a ella hace casi sesenta años en esta Casa, cuando un maestro inolvidable, don Julio Casares, me puso a hurgar como prueba en el verbo empeñar. Ojalá este cursillo los confirme a ustedes, como me confirmó a mí, en una vocación tan rara como apasionante.





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