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Discursos Parlamentarios

Antonio Cánovas del Castillo






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ArribaAbajoProyecto de ley de ayuntamientos

Diario de Sesiones de las Cortes (DSC)


Congreso de los Diputados, 14 de diciembre de 1854


El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Señores, antes de empezar mi discurso me cumple hacer una protesta, como Diputado que soy por la provincia de Málaga, sobre algunas palabras que pronunció ayer en su discurso el señor Nocedal.

Ni yo, ni otro alguno de los señores Diputados de aquella provincia que últimamente se han presentado en las Cortes, tenemos noticia de que haya sido necesario, a resultas de las leyes administrativas últimamente restauradas, hacer uso de la fuerza para cobrar las contribuciones. Por lo que pueda importar, quede rectificado este hecho. Ahora entro en la cuestión.

Yo pedí la palabra al oír hablar al señor Nocedal en representación del partido moderado, al oírle decir que venía a defender su partido, y que en nombre de ese partido venía a protestar contra el proyecto del Gobierno y contra el dictamen de la Comisión que propone la aprobación interina de la ley de 3 de febrero, relativa a Corporaciones municipales. Y como hay aquí, señores, algunas personas que proceden del partido moderado, que han tenido con él más o menos vínculos, más o menos relaciones, que han alcanzado en él más o menos importancia, pero que al cabo proceden de ese partido, y que pensaban y yo pienso votar en pro del proyecto del Gobierno y del dictamen de la Comisión, forzoso era que alguna de tales personas, aunque fuese la de menos importancia, dirigiera algunas palabras a las Cortes, señalando la diferencia que existe entre los principios del señor Nocedal y los suyos, entre la conducta de aquél y su propia conducta. Empezaré, señores, por hacer algunos recuerdos que pueden importar a mi propósito. En 1849 comencé yo mi vida política, y la comencé haciendo la oposición al Gobierno de entonces en nombre del partido moderado: y desde 1849 a 1854, y desde el periódico La Patria hasta el programa de Manzanares, en todas las situaciones que he recorrido me he encontrado haciendo la oposición al partido moderado en nombre de sí mismo. Y era lógica esta conducta, era natural esta conducta en hombres políticos de conciencia, que vieron, por la demasiada fuerza dada al principio de gobierno, amenazada y hecha imposible la libertad. Ellos, y yo con ellos, vinimos a decir a la Nación: «Si es cierto que el partido progresista no ha sabido hasta ahora hacer gobierno, más cierto es todavía que nosotros no sabemos hacer libertad». Y hacer gobierno y hacer libertad a un tiempo era nuestro deber y el país, cuando nos pedía gobierno, nos lo pedía precisamente con la libertad.

Ahora bien, señores; las leyes de 1845 sólo habían sido dadas para hacer gobierno, sólo para eso servían; y al encontrarnos con que esas leyes estaban en oposición con el principio de libertad, preciso era que deseáramos que ellas desaparecieran y fuesen reemplazadas por otras. Si creísteis, señores Diputados, que al hacer yo un recuerdo de mi vida periodística no trataba de traer nada personal al debate, ahora veis cómo importaba a mi propósito. Lo hacía por una razón importante; lo hacía para decir que durante seis años yo he combatido especialmente las leyes de 1845 a nombre del partido moderado; lo hacía para decir y probar, si fuese necesario, que en la opinión de una gran parte del partido moderado, con aquellas leyes (que eran sólo una máquina de ganar elecciones) se hacía imposible todo ejercicio de la libertad, era imposible la libertad popular y la libertad parlamentaria, era imposible el bien que anhelaba el país. He dicho que la oposición de una parte del partido moderado estaba fundada en esto. ¿Y cómo podía ser de otra manera? Pues qué, ¿no nos habíamos visto excluidos por aquellas leyes de los Parlamentos? Pues qué, ¿no habíamos visto ahogada nuestra voz en los comicios electorales? Pues qué, ¿no se nos cerraba enteramente la tribuna, al propio tiempo que se nos limitaba el derecho de hablar por medio de la prensa periódica? ¿No habíamos sido las primeras víctimas de aquella absurda centralización que reasumía todos los derechos y ahogaba en sus brazos el principio de libertad? Y siendo nosotros las primeras víctimas, siendo los primeros en padecer tamaños males, ¿cómo era posible, señores Diputados, que defendiéramos semejante centralización y las leyes en que principalmente se fundaba? ¿Cómo, al mismo tiempo que clamábamos contra aquel Gobierno corruptor, no habíamos de clamar contra la legislación que era el instrumento de la corrupción y la causa inmediata del triste estado en que nos encontrábamos? Combatimos, digo, señores, combatimos creyendo que era precisa, que era inexcusable una reforma radical en las leyes administrativas que ahora se echan de menos.

Y yo tengo la convicción, señores, de que si el partido moderado hubiera subido al poder por los medios ordinarios y legales, una de las primeras cosas que hubiera hecho hubiera sido destruir la legislación de 1845. Lo hubiera hecho el partido moderado de la manera que era posible hacer otras cosas que después se han hecho menos naturalmente. Lo hubiera hecho, repito, al hallar abierto para sus más autorizadas fracciones el camino legal. Pero ese camino estaba siempre cerrado, y así, de oposición en oposición, llegamos a la última votación del Senado, y por último... llegamos a la revolución.

Aquí, señores, tengo que dirigir una pregunta al señor Nocedal, pregunta que puede establecer de un golpe toda la diferencia que existe entre las doctrinas del señor Nocedal y las mías, y las de muchas personas que aquí se sientan, procedentes del antiguo partido moderado. ¿Admite el señor Nocedal la revolución de junio y julio? ¿Está S. S. identificado con ella? ¿Cree o no su señoría que aquella revolución fue justa y legítima y santa? Porque si el señor Nocedal cree que no fue legítima y motivada aquella revolución; si no cree que había necesidad de recuperar con las armas los derechos del pueblo, y aun más que los derechos del pueblo, los derechos de toda sociedad humana, atacados en España en sus fundamentos mismos; si el señor Nocedal no cree que era ya inexcusable el apelar a las armas, entonces, señores, no hay discusión entre S. S. y nosotros; claro es que un abismo profundo nos separa de él para siempre. Nosotros somos los autores de la revolución de Junio y Julio; hombres somos de esa revolución, hombres somos obligados a vivir con ella o sucumbir con ella en el día de la reacción. Así, pues, si el señor Nocedal no admite la revolución de Junio y Julio, es por demás toda disputa.

Pero si S. S. la admite, si S. S. cree que fue justa y necesaria, entonces, señores Diputados, ¿con qué lógica, bajo qué principios de política se viene a acusar al Ministerio que nosotros apoyamos hoy, al Ministerio que nos ha reunido aquí por un hecho de esa revolución misma? Pues qué, a un Ministerio que ha salido de la revolución, a un Gobierno que no tiene el poder sino por la revolución misma, ¿puede juzgársele por las reglas generales y ordinarias con que se juzgaría a cualquiera otro Ministerio? Entonces, señores Diputados, ¿por qué el señor Nocedal no ha protestado contra el principio que nos ha reunido aquí? ¿Por qué no ha empezado por reclamar contra esa ley electoral bajo la cual se han hecho las elecciones para esta Asamblea? ¿Por qué no ha reclamado en contra de ese supremo derecho de legislar que se abrogó el señor Ministro de la Gobernación? Es muy obvio, señores. Es porque el señor Nocedal reconoce que en aquellos momentos la sociedad política se hallaba disuelta, que el Ministerio no tenía regla a qué atenerse, que su principal deber era reunir la Asamblea Constituyente, único Poder que bastaba a poner término a la anarquía en que estábamos.

Todos, señores Diputados, todos hemos reconocido en el Ministro de la Gobernación el derecho de hacer una ley electoral nueva, ley que se componía de retazos nuevos y retazos de otra antigua. Por eso nadie la ha censurado; por eso aún le hemos reconocido todos el derecho de poner ciertas limitaciones gravísimas en el decreto de convocatoria. Y cuando digo todos en esto, claro es que me refiero a los que hemos votado luego en favor de la Monarquía y de la dinastía. Porque las limitaciones a que me refiero, que no han sido censuradas en el señor Ministro de la Gobernación ni en ninguno de los demás Ministros que las autorizaron, son las que establece el preámbulo de la convocatoria, relativas a lo que se llamaba cuestión dinástica. Y es que aquel Gobierno era un poder que bajo el Trono de la Reina existía por sí solo; era el poder supremo hasta que estuviese constituida la Asamblea; era un poder que vivió con vida propia hasta que la Asamblea estuvo constituida. Entonces acabó el poder revolucionario y empezó el poder legal; el Ministerio entró en una nueva faz de su carrera; y nosotros que, como hombres de la revolución, no podíamos menos de apoyarlo hasta entonces en todas sus determinaciones, nosotros que le habíamos creído con derecho para todo, ¿qué debíamos hacer después, qué debíamos hacer ahora mismo, qué es lo que pensamos hacer, contra el dictamen del señor Nocedal? Yo lo diré, señores; y aquí entran más particularmente las explicaciones que yo tengo necesidad de dar a las Cortes.

No había para nosotros más que dos sistemas de conducta. Podíamos desde luego encerrarnos en una oposición radical que por el movimiento natural de las cosas nos llevaría muchas veces al lado del republicanismo, del radicalismo democrático: podíamos seguir otra conducta, y era, prescindir de las pequeñas diferencias de más o de menos, dejar a un lado aquellas cosas accidentales con las cuales no estuviésemos enteramente conformes, y votar con el Gobierno salido de la mayoría de las Cortes Constituyentes, y prestar ayuda al todo y sacrificar a la sustancia las formas, a la idea esencial, las ideas subalternas; a la conveniencia pública, nuestras más o menos justificadas preocupaciones. Eso hemos hecho, y eso teníamos obligación de hacer. Y cierto que ninguna de las personas que nos sentamos en estos bancos tenemos que arrepentirnos de lo que con semejante conducta hemos hecho por la Patria y por la Monarquía. No, no tenemos sino por qué estar muy satisfechos de nuestra conducta: bien podemos con ella presentarnos tranquilos ante el tribunal de nuestra conciencia y ante el tribunal inapelable de la historia. ¿Quién duda, señores, que nosotros podríamos encontrar, como el señor Nocedal con su claro talento, errores y defectos en la reforma política que se ha iniciado? Nosotros podíamos desear acaso y cuando ahora digo nosotros, no hablo precisamente de los que en otro tiempo han profesado doctrinas conservadoras; hablo de todos los hombres monárquicos, de todos los hombres de ley, cualquiera que por otra parte sea su color político; podíamos desear, repito, que la reforma de la legalidad existente se hubiera hecho por la legalidad misma; que la nueva Constitución se hubiera hecho por la Constitución del 45, y que las leyes administrativas se hiciesen nuevas sin declarar por eso insubsistentes desde antes de hacerlas las que de hecho y de derecho existían desde 1845.

Pero ¿por ventura, y perdóneseme el insistir en esta idea, podíamos nosotros negar el hecho y el derecho revolucionario? Nosotros que en un momento supremo apelamos al pueblo, ¿podíamos desechar sin más ni más las consecuencias de semejante apelación? Conservando nuestros principios y respetando nuestras convicciones, ¿no debíamos obedecer también a una consecuencia revolucionaria, más inmediata para nosotros, más sagrada por lo mismo que la consecuencia de partido? Pues esta consecuencia requería que los que no nos empeñábamos en dirigir hasta en los menores accidentes al pueblo, al cual habíamos apelado como tribunal supremo a falta de otra apelación posible, que respetásemos hasta los primeros extravíos de un pueblo que con el derecho que nosotros mismos le habíamos reconocido venía a tomar la iniciativa en la reforma administrativa. Todo lo que nosotros hemos podido hacer lo hemos hecho desde entonces: hemos procurado persuadir, convencer, discutir, dirigir en el buen sentido de la palabra, para que todo lo que hiciésemos aquí fuese justo y conveniente y duradero. Ni un punto más allá llegaban nuestro deber y nuestro derecho: ni un paso más podíamos dar sin faltar, por ser conservadores consecuentes, a la consecuencia revolucionaria que nos imponen nuestros hechos, los hechos más o menos patentes de una parte ilustre y numerosa del antiguo partido a que pertenecimos.

Y ya, señores, que hemos tratado la cuestión bajo este punto de vista de partido, mezquino e incompleto siempre, remontémonos un momento a considerar la cuestión bajo el punto de vista nacional. Veamos si había algo que nos aconsejase otra conducta. Veamos si había algo que nos debiera inclinar a otra cosa que lo que hemos hecho, que lo que hemos venido a hacer.

Señores, al reconocer nosotros la insuficiencia de los principios políticos escritos en la Constitución de 1845; al reconocer que era preciso más garantías para el pueblo y para el Poder parlamentario; al conceder que era preciso más vida en las Municipalidades para que no las absorbiera el poder ministerial habíamos dado un paso muy adelante, y así nos encontramos cerca, muy cerca de gran número de hombres dignísimos que han formado Gobiernos en nombre de otro partido, que creo que los formarán en adelante en el espíritu nacional que yo sustento, para bien del Trono y del país. Nos encontramos con ellos, digo; y justo es decir que si hemos tenido algunas amarguras que devorar, que si hemos tenido que emplear a las veces una abnegación estoica para no contestar a ciertos ataques, a ciertas recriminaciones mal dirigidas contra nosotros los que hemos sido víctimas de la persecución del partido moderado, contra nosotros los que hemos luchado con ese partido para sacar al país de la abyección en que se encontraba, lo cual debía sernos tanto más doloroso, cuanto que partía de quienes nos debían también alguna gratitud por lo que hemos hecho; aparte de esos sinsabores, digo, que procuramos olvidar en bien de todos, no tenemos más que motivos de congratularnos por habernos unido a esos hombres que hemos hallado en nuestro camino y que nos han tendido la mano diciéndonos: aquí hay un partido republicano y otro reaccionario; formemos nosotros un tercer partido constitucional.

Este tercer partido, que no tiene recuerdos, que no sabe de dónde viene, pero que sabe dónde va, según la expresión feliz de uno de los ilustres caudillos de Vicálvaro; que va a la libertad y al orden; que no va a nada de lo que ha pasado: este partido, reclamado por las circunstancias, más poderosas que las miserias de los hombres y las preocupaciones de los partidos, no diré que esté ya formado, pero sí que pronto, muy pronto lo estará. No hay ya entre unos y otros más que una diferencia mezquina, insignificante: el nombre. Y esto sin renunciar nosotros a ninguno de nuestros principios fundamentales, sin renunciar más que a los accidentales, que, como antes he dicho, se pueden sacrificar, se deben sacrificar en bien de la Patria. Porque bien podemos exigir que se nos diga si en tantas cuestiones como ha habido entre nosotros, en tantas recriminaciones como nos hemos hecho, hemos hallado que nos separan más que cuestiones administrativas o cuestiones de conducta. Que se diga si en los principios que hemos sostenido, en los principios por que hemos combatido en nombre de la unión liberal, existen diferencias esenciales que sean importantes, insuperables. No existen, señores, no existen, y por eso podremos caminar conformes mientras nos anime el espíritu generoso y fecundo de la revolución. En nombre de la Patria, de las ideas liberales y del Trono constitucional, marcharemos adelante llevando por bandera la Unión Liberal; y si algún día cae esa bandera, seremos los últimos que la separemos de nuestros brazos, que dejemos de pelear bajo su sombra; con ella triunfaremos o con ella sucumbiremos también.

Ahora, señores, renuncio a ocuparme de la enmienda presentada, porque mi principal objeto era hacer esta manifestación política, y después de ella, si la Comisión acepta mi enmienda, podré agradecérselo; pero si no la acepta, no hago empeño alguno y la retiro desde ahora.






ArribaAbajoÉpoca moderada


ArribaAbajoProyecto de ley de abolición de la reforma constitucional de 1857

DSC de 11 de abril de 1864


El señor Ministro de la GOBERNACIÓN (Cánovas del Castillo): No es empresa fácil, por cierto, haber de contestar en este instante al discurso, por tantos conceptos notable, que acaba de pronunciar el señor Barzanallana. El Gobierno, sin embargo, aun apreciando la templanza con que ha tratado S. S. la cuestión que se discute, y la templanza misma con que ha examinado los actos del Gobierno en esta cuestión determinada, no podría guardar silencio después de ciertas graves, gravísimas indicaciones con que ha empezado su peroración, y han venido a establecer, por decirlo así, el método necesario de mi discurso.

Ya el señor Nocedal, al combatir días pasados el proyecto de ley que se discute, hizo alusiones corteses, templadas, como es costumbre de S. S.; pero alusiones graves a lo que calificaba de indebidas e injustas transacciones, de indebidas, injustas e infundadas satisfacciones al espíritu revolucionario.

Preciso era que el Gobierno se ocupara de esto; preciso era que diera alguna contestación; pero más indispensable y más urgente es todavía que el Gobierno combata hoy las tres graves calificaciones con que el señor Barzanallana ha combatido a su vez el proyecto de ley que se está discutiendo, a saber: que es a un tiempo antimonárquico, antiliberal y antinacional.

Difícil, muy difícil sería sin duda la posición del Gobierno si verdaderamente hubiera venido a una Cámara como ésta con un proyecto que tuviera esos tres fatídicos caracteres. Pero ¿no es verdad, señores, todos los que habéis vivido durante muchos años bajo la legislación fundamental de 1845, que no os ha ocurrido jamás, estoy seguro de ello, que aquella Constitución fuera antimonárquica, antiliberal y antinacional? ¿No es verdad que jamás habéis sospechado que aquel dogma, que aquel símbolo, obra primaria y fundamental del partido conservador, pudiera ser calificada por un hombre conservador, como el señor Barzanallana, de antimonárquico, de antiliberal y de antinacional al mismo tiempo? Indudablemente, señores, que estos tres puntos de vista tienen por lo menos el mérito de lo imprevisto; para todo podía estar preparado el Gobierno de S. M. menos para tener que responder a un ataque de esa gravedad y de esa naturaleza.

Antimonárquico. ¿Por qué? Toda la argumentación del señor Barzanallana respecto a este particular se reduce a límites mucho más estrechos que alguno de los que pueden llamarse puntos accesorios de su discurso; todo lo que ha dicho se reduce a que el Trono necesita de instituciones similares, y que los ejemplos de la historia demuestran que muchos Tronos han caído, al parecer, porque no se apoyaban en la pairia hereditaria. ¿Y cuáles eran las instituciones similares que defendía el señor Barzanallana? ¿Cuáles eran las que podía defender en el día de hoy? ¿Cuáles los ejemplos que nos citaba? Empezaré por esto.

El señor Barzanallana, recorriendo rápidamente la historia de Francia, nos ha recordado, entre otras caídas, la de Carlos X, el cual precisamente como sabe S. S., tenía Cámara hereditaria; luego la caída de esta dinastía no tiene nada que ver con las Cámaras hereditarias constituidas con arreglo a las instituciones modernas. ¿Y de qué se quejaba su señoría? De una cosa en todo caso más alta, de una cosa en todo caso más inevitable; se quejaba de que allí no hubiera una aristocracia con profundas raíces en el país; se quejaba de que la aristocracia no fuera allí un elemento político. Y, señores, lo que no pudo hacer Carlos X, lo que no está en la naturaleza de las cosas, ¿podríamos hacerlo nosotros?

¿Pues qué, todos esos hechos gravísimos a que se ha referido el señor Barzanallana, hechos que constituyen una flaqueza política en nuestro modo de ser, todo eso se remedia, a todo eso se acude, todo eso se cambia con que veinte, veinticinco, tal vez treinta grandes de España puedan entrar en el Senado español por derecho hereditario? Pues qué, la sociedad española, ¿se libraría de esas corrientes democráticas que tan elocuentemente nos ha pintado el señor Barzanallana, porque treinta vínculos se derramaran por la superficie del territorio? Y si esto no es posible, y si el remedio era completamente insuficiente, y si S. S. aunque sintiera que éste fuese el estado de las cosas del país y comprendiera que necesitaba remedio, no tuvo, permítame la frase que no trato de ofenderle, en 1857 el valor que se necesitaba para reconstruir una sociedad aristocrática, para dar a esta aristocracia importancia local bastante para intervenir en los negocios municipales, para hacerla gobernar en los condados o provincias, para hacer que los grandes fueran gobernadores de las provincias y capitanes generales de los distritos como lo son en Inglaterra, para darles, en una palabra, la dirección política y social de la nación española; si no tuvo, repito, valor para esto, ¿quiere ahora hacer frente a tan graves dificultades y conflictos proponiendo que se mantenga en la Constitución española una cosa tan exigua e insignificante como los veinte o treinta vínculos voluntarios del Senado de la Constitución reformada?

No, señores: no está en la mano de los hombres políticos, no está en la mano de los Gobiernos, no estaba en manos del señor Barzanallana, ni en las del Gabinete de que formó parte, dar a la sociedad española la manera de ser de la sociedad en Inglaterra. No estuvo en su mano poner debajo de la Monarquía el firmísimo pedestal que allí tiene en esas clases aristocráticas y en ese poder aristocrático.

Pero aunque lo hubiera estado ésa, ¿cree S. S. que es hora ésta de títulos y de poderes aristocráticos, que es hora de reconstruir esta base política, de pensar en fórmulas contradiciendo el espíritu de los tiempos, contradiciendo lo que está pasando alrededor nuestro, contradiciendo la corriente misma que mina sordamente y que arrastrará algún día hasta a las instituciones de la vieja Inglaterra? Pues qué, lo que allí hay, ¿se puede defender a sí mismo desde 1828? Pues qué, lo que desde 1828 se bate allí en retirada, lo que cede allí de día en día hasta distinguirse en los horizontes síntomas que revelan la posibilidad de catástrofes semejantes a las ocurridas en el continente, lo que empieza a bambolearse en aquel país modelo, ¿puede aquí venirse a ensayar ahora? ¿Cuándo se habla, señores, de aristocracia? Pero es que cuando de aristocracia habla el señor Barzanallana, hay que contar también con que yo no aprecio de la misma manera que me ha parecido entender de alguna parte del discurso de S. S. la influencia de la aristocracia en Inglaterra.

Se ha hablado aquí el otro día, habló el señor Nocedal de ello con su acostumbrada elocuencia, de la necesidad de conservar los nombres gloriosos que representan las grandes hazañas y tradiciones de la patria. Algo de esto ha indicado hoy también con suma elocuencia el señor Barzanallana: ¿pero es la aristocracia de la gloria, es la aristocracia de los grandes nombres, es siquiera la aristocracia de la sangre lo que se necesita para constituir el patriciado y la aristocracia política? No, de ninguna manera. Las aristocracias políticas son sólidas, las aristocracias políticas son verdaderas, cuando se fundan no sobre los servicios, no sobre los nombres, no sobre las tradiciones, sino sobre los intereses, sobre una suma tal de intereses, que pueda pesar de un modo fijo y acaso decisivo en una sociedad determinada. El señor Barzanallana lo ha probado en gran parte de su discurso: ha dicho, y tiene razón, anticipándose en esta parte, con mucho gusto mío, a lo que yo iba a contestar, y rectificando algunas apreciaciones injustas del señor Nocedal respecto de la aristocracia, ha dicho, repito: «no es cierto que la aristocracia inglesa sea lo que generalmente se cree; no es cierto que la aristocracia inglesa lleve por lo general muchas ventajas a la española; no es cierto que los grandes servicios que han prestado a la Inglaterra sus hombres políticos en el Gobierno, y sus generales en los campos de batalla, sean mayores que los de nuestra aristocracia».

Tiene mucha razón el señor Barzanallana. La influencia de la aristocracia inglesa no consiste en esto; la necesidad de una aristocracia no es ésa; la influencia de la aristocracia inglesa y de toda aristocracia consiste en que por sus grandes intereses, por su grande arraigo en el país, por sus grandes riquezas, tenga extendida una gran red en todas direcciones, como en Inglaterra, desde la parroquia hasta el condado, desde el condado al distrito electoral, y del distrito electoral constituíase como se constituía a la Cámara de los Lores. La fuerza de esta aristocracia no está en ciertos grandes nombres, ni en servicios aislados; está en la clase entera, está en su propiedad, está en su poder y en su riqueza, no en excepciones brillantes y gloriosas, pero al cabo artifíciales.

¿De qué nos serviría a nosotros una aristocracia que no ha vivido nunca, desde que cayeron sus castillos feudales, en sus campos, una aristocracia concentrada en las grandes poblaciones, una aristocracia reducida a la primera clase, a la clase más alta, sin similares en las clases medias ni en las clases inferiores; de qué nos serviría, repito, una aristocracia de tal naturaleza aunque dos, tres, cuatro grandes de España escribieran libros y ganaran batallas? De nada. Pues qué, nuestros grandes ¿no han escrito y ganado batallas? Pues qué, ¿puede decirse sin injusticia que en las épocas críticas de nuestra historia y de la sociedad española, la aristocracia haya faltado a su puesto ni en la guerra de sucesión, ni en la de 1808, ni en ningún momento determinado? No, ciertamente. Pero aunque esta aristocracia hubiera sido mucho más gloriosa de lo que es, aun cuando la mayor parte de los generales españoles hubiera salido de su seno, aun cuando todos los hombres políticos que se han distinguido en nuestras luchas parlamentarias hubieran pertenecido a ella, con todo eso, señores, la aristocracia sería lo que es hoy en España.

La aristocracia con todas esas glorias nacionales no sería ni punto más ni punto menos, como elemento político, de lo que es y puede ser naturalmente en nuestra patria. ¿Qué importancia tiene la reforma de 1857, serena e imparcialmente examinada, en la parte que ha tocado defender al señor Barzanallana, en la parte de la Senaduría hereditaria? Si tiene alguna significación aquella reforma, la tiene no en favor de la Monarquía, no en provecho de la Monarquía, sino como limitación de la Monarquía, como aminoramiento de las prerrogativas de la Corona, como amenguamiento de la influencia de la Corona en el país. Bajo este concepto comprendo que la segunda objeción del señor Barzanallana tiene más visos de exactitud que la primera. Sí; si la reforma se limitara sólo a consignar la Senaduría hereditaria, a quitar a la Corona la designación de cierto número de representantes de la alta Cámara, a hacer que esta representación fuese por derecho propio o por nacimiento, indudablemente la Constitución de 1845 es mucho más monárquica que la reforma de 1857.

La reforma de 1857 será en esta parte considerada siempre como más liberal que la Constitución de 1845; por eso habrá observado el señor Barzanallana que las fracciones más liberales de la escuela conservadora no han combatido esa parte de la reforma, y si hoy sucumbe es por su poca importancia, porque no vale la pena por ella sola de dejar reformada la Constitución de 1845. No sucumbe pues por poco liberal la Senaduría hereditaria; nadie ha dicho eso. Pero ni siquiera en esto puedo yo decir que ha hablado con completa exactitud el señor Barzanallana, ni que sea justo en el cargo de antiliberal que hace a la Constitución de 1845. Si el señor Nocedal no hubiera hablado el otro día con la franqueza y lealtad que le distinguen y que yo aplaudo, y no nos hubiera dado el secreto de otra parte de la reforma, la que se refiere a los Reglamentos, podría decirse tal vez que tenía razón completa el señor Barzanallana, y asegurarse desde luego que la Constitución de 1845 es menos liberal que la reforma de 1857. Pero después de las explicaciones del señor Nocedal, sobre las cuales ha guardado un discreto silencio, que yo respeto, el señor Barzanallana, espero que el Congreso me dispensará que no me extienda en demostrar, ya que también lo demostró suficientísimamente mi compañero el señor Ministro de Fomento, que es mucho menos liberal la reforma de 1857 que la Constitución de 1845. No me parece que el Congreso necesite que se le pruebe más esto. A todo lo que ha dicho el señor Barzanallana y a todo lo que se pueda decir ha contestado anticipadamente y con suma elocuencia y suma autoridad, sobre todo, su compañero en aquel Ministerio, el Ministro político de aquel Gabinete, mi particular amigo el señor Nocedal.

Antes de ocuparme de examinar la censura de antinacional, que con extrañeza mía y de todos vosotros sin duda alguna se ha dirigido a la Constitución de 1845, el Congreso me permitirá que siga, aunque ligeramente, en algunos episodios, siquiera en aquellos más importantes, al señor Barzanallana. La generalidad de esos episodios no tienen una relación inmediata, directa con la cuestión que se discute; pero no por eso dejan de ser importantes como todo lo que sale de labios tan autorizados como los de S. S., y no por eso han dejado de llamar la atención del Congreso, y por lo mismo me considero obligado a decir algunas palabras, y a dar sobre cada uno de ellos ciertas explicaciones.

He dicho antes, manifestando el espíritu del Gobierno respecto de este proyecto de ley, que si la reforma no hubiera tenido más que el Senado hereditario, el Gobierno la hubiera dejado, y sobre todo, que si no hubiera sido porque había que dejar no íntegra la Constitución de 1845, esta cuestión de poquísima importancia no hubiera ocupado casi la atención de los señores Diputados. Esta es la verdad pura. Cuando una sociedad está tan conmovida como lo está, indudablemente, la sociedad española; cuando una sociedad está, no tan próxima por fortuna como temen el señor Aparici y otros señores Diputados, a un desquiciamiento, pero en el fondo realmente tan alterada como lo está de muchos años a esta parte la sociedad española, toda innovación, todo cambio, toda mudanza en la Constitución presenta un grave inconveniente y en ocasiones grandísimos peligros.

Por eso, bajo mi punto de vista particular, en 1858, lo declaro con franqueza, no deseaba que se tocara a la Constitución. Es verdad que faltaban las explicaciones del señor Nocedal que ciertamente es algo; pero era tal la importancia que yo daba a que no se alterara en nada la Constitución del país, a que no se tocara la Ley fundamental, que aún con aquella Constitución, con todos los vicios y defectos que tuviera, deseaba que los Gobiernos se resignasen a gobernar. Y de esta opinión podían ser, eran sin duda alguna muchas personas que se opusieron como yo, de la manera que les había sido posible en aquellas circunstancias a la reforma de 1857. Pero una vez tocada aquella reforma, una vez traída al debate, una vez iniciada la cuestión, lo repito hoy con la más profunda convicción, lo conservador, lo único conservador, lo que tenía más tendencia al orden por lo menos, era el restablecimiento puro y simple del símbolo común de 1845. Por eso con plena conciencia de hacer bien, el Gobierno, unánime en este punto, ha traído aquí el proyecto de ley que se discute. Y al traerlo ¿ignoraba por ventura el Gobierno que iba a destruir, y a destruir a mi juicio para siempre, la en mala hora resucitada institución de los mayorazgos? ¿Y podría haber dejado de meditar el Gobierno sobre esta cuestión gravísima, por más resuelta que estuviera, por más resuelta que esté, como lo está ya en la opinión pública? No por cierto.

El Gobierno examinó la cuestión de las vinculaciones con el detenimiento que su gravedad exigía, y de este estudio ha resultado, para mí, sobre todo, que tengo la honra de dirigir en este instante la palabra al Congreso, una convicción contraria a ellos, que el discurso del señor Barzanallana acaba de confirmar de la manera más completa. Si los mayorazgos necesitaran condenación, si los mayorazgos como tales mayorazgos necesitaran ser seriamente juzgados, la ausencia de razones en que una persona tan entendida se ha visto para defenderlos en el día de hoy, constituiría su refutación más innegable. ¿Qué nos ha dicho el señor Barzanallana en defensa de los mayorazgos? En primer lugar, una cosa que es la contradicción misma de los mayorazgos: que prefiere el sistema de Aragón, que prefiere la libertad de testar. Hay en la libertad de testar una cosa que considerar ante todo. El señor Barzanallana buscaba nada menos que la reconciliación de las dos legislaciones aragonesa y castellana. El señor Barzanallana esperaba que, teniendo la libertad de testar, los testadores se irían aproximando en sus últimas voluntades unos a otros, y vendrían por la costumbre, más que por la ley, a constituir una legislación común en España.

Y yo digo al señor Barzanallana: la legislación de Castilla, ¿no da ya bastante amplitud al testador para hacer ese ensayo de aproximación hacia el testador aragonés? ¿Pues de dónde deduce S. S. que el testador que en Castilla no dispone sino en rarísimas ocasiones de una parte cuantiosa que puede dejar a cualquiera de sus hijos, fuera a disponer del todo si se lo concediera la ley? ¿De qué fundamento, de qué premisas deduce S. S. semejante consecuencia? El testador castellano puede disponer hoy libremente de la mitad de sus bienes, y no dispone de ellos; argumento del señor Barzanallana: désele la facultad de disponer de todo, y dispondrá. No lo entiendo. La verdad es que no cabe aproximación alguna en esto, al menos natural y espontánea; la verdad es que el testador castellano, siguiendo sus opiniones, sus sentimientos, y conforme con su manera de ser tradicional, mientras la ley le autorice y lo deje a su arbitrio, no dispondrá de su herencia, ya se le deje libre sobre el todo o sobre una parte determinada. Es pues de la última evidencia que no resuelve nada la libertad de testar. La doctrina de la libertad de testar puede tener mucha fuerza allá en Francia, donde la ley civil es mucho más restrictiva que en España, o mejor dicho que en Castilla.

Frente a frente con las restricciones del derecho del testador podrá tener importancia la libertad de testar; frente a frente de la ley de Castilla no tiene nada que decir, que añadir, que aumentar ni al espíritu ni a las costumbres de la legislación nacional. Dejemos, pues, la libertad de testar como una de esas tristes reminiscencias francesas de que con tanta elocuencia se quejaba el señor Barzanallana, y que, a pesar de todo, influyen sin quererlo sobre nuestras palabras, sobre nuestros discursos, sobre nuestra inteligencia, sobre nuestros pensamientos, lo mismo sobre los del señor Barzanallana que sobre los míos. Yo no me considero impecable, no podría seguramente declararme inocente de esta falta; pero niego que pueda tampoco declararse impecable de ella el señor Barzanallana.

Es, se me dirá, que existe en Inglaterra el derecho libre de testar. Sí, por cierto; pero existe con las sustituciones o vinculaciones que la limitan, aunque universalmente condenadas aquéllas por los economistas y jurisconsultos ingleses; existe con el abintestato y el derecho de primogenitura abintestato sobre los bienes raíces. Dad esto, dad si pudieseis al testador de Castilla la ventaja de que no sea él quien disponga de la fortuna de los hijos en favor de uno solo, y entonces yo también creo que se habituaría a la primogenitura y abintestato, heredarían sus mejoras en Castilla los primogénitos, como heredan los bienes raíces por regla general, y por derecho común en Inglaterra.

Haced que en la desigualdad de condición de los hijos no intervenga para nada el padre, como no interviene para nada en Inglaterra respecto de los bienes raíces, y con esto tendréis en elaboración la pequeña aristocracia, la aristocracia fundamental de la grande aristocracia, la aristocracia verdaderamente poderosa e influyente; tendréis, en una palabra, convenga o no, una aristocracia que en número, en poder y en condiciones sea semejante a la inglesa, y muy diferente por cierto de la mezquina (permítaseme este adjetivo) que se pretendió crear en 1857.

Pero el señor Barzanallana ha mezclado con esta cuestión otra también importante. Es una cuestión que tal vez no parecía propia para ser tratada en un debate como éste, al menos con la amplitud con que la ha tratado el señor Barzanallana. Sin embargo, S. S. de tal manera y con tal copia de datos ha examinado la cuestión, que el Congreso que ha oído con mucho gusto esta parte del discurso de S. S., me ha de permitir que yo también diga acerca de ella algunas palabras.

El señor Barzanallana, a propósito de esta cuestión, sostiene que es necesario concentrar la propiedad, y ha hablado también de las ventajas de la grande sobre la pequeña propiedad.

A mi juicio, S. S. no ha querido hablar de esto, porque de lo que ha hablado ha sido de cosas notoriamente distintas, como son la grande y la pequeña cultura, y que como el Congreso conoce no andan juntas siempre. Fuera de España, aunque no sea en Inglaterra, hay grandes regiones poseídas por grandes propietarios, y sin embargo tienen el pequeño cultivo, mientras que hay otras grandísimas regiones donde tienen el pequeño cultivo en medio de una gran propiedad.

Cuando se habla de Inglaterra, cuando se habla de países extraños, ni al Congreso ni al señor Barzanallana les sorprenderá que se recurra a autoridades. La verdad es que la mayor parte de los economistas ingleses dicen que influye en la acumulación de la propiedad el gran cultivo; pero que tanto éste como el pequeño cultivo son anteriores a la pequeña y la gran propiedad; que en las regiones donde la costumbre y las producciones hacen preferible el pequeño cultivo éste existe siempre, y que en las regiones donde este pequeño cultivo no es posible, como sucede en las montañas y en muchas regiones de Escocia, en que se alimentan principalmente ganados, se aplica siempre el gran cultivo, y al propio tiempo se acumula la propiedad y se administra en conjunto. Habiendo de apelar a autoridades, puesto que la mía sería en una materia de hecho como ésta demasiado insignificante para el Congreso; recuerdo acerca de este punto la opinión acorde con la mía de Stuart Mill, el primero de los economistas ingleses; y con otras de la propia naturaleza podría asegurar a S. S. y le aseguro que no es exacto, que es, por el contrario, inexacto que en los resultados, que en los productos, el gran cultivo exceda al pequeño cultivo, ni en Inglaterra ni fuera de Inglaterra.

Lo que puedo afirmar a S. S. es, por el contrario, que la experiencia de los agrónomos, que la experiencia de los cultivadores, y esto es también cuestión en último término de autoridades, dice lo contrario; que el Lancaster, la isla de Jersey y las regiones de Inglaterra más fértiles y más floridas, allí donde son floridas todas, son aquellas precisamente donde impera el pequeño cultivo. Y si lo que S. S. quiere decir, si lo que S. S. combate especialmente, es la subdivisión indefinida de la propiedad, diré a S. S., en primer lugar, que esto tiene otros remedios, que a esto se le han buscado otros remedios en diversos países de Europa; que es un remedio más eficaz, indicado ya en este Parlamento mismo, el establecimiento de un mínimun de la extensión de propiedad territorial; el establecer cierta unidad territorial. Pero tengo que decir más sobre esto: diré cuál es mi convicción profunda, y es que en ésta, como en otras materias, la simple libertad de las transacciones y de la voluntad humana bastan para resolver la cuestión mejor que ningún estado artificial de propiedad o de leyes.

Lo que yo creo es que cuando la propiedad esté libre de censos y trabas; cuando la propiedad esté libre de antecedentes molestos; cuando el registro hipotecario sea en todas partes lo que debe ser; cuando la libertad haya hecho sobre la propiedad lo que ha hecho sobre todas las demás grandes instituciones del estado social; cuando haya hecho esto; cuando se cambie la propiedad como la moneda, como el papel, como todos los capitales mobiliarios, entonces la cuestión estará resuelta, como el porvenir resolverá todas las cuestiones, estará resuelta con el criterio de la libertad.

Pero indudablemente, señores, lo mismo el señor Barzanallana que yo nos hemos extraviado un tanto en este debate: vuelvo un poco al tema que enuncié en un principio: no son en todo caso 30 vinculaciones posibles, no son 30 constituciones hereditarias en la propiedad las que pueden dar justa ocasión a un debate tan amplio como este. Cuando S. S. traiga al debate de una manera formal, de una manera decidida, este gran punto de la constitución de la propiedad en España; cuando de esta suerte aspire de un modo eficaz a hacer que la propiedad tradicional y el estado de la propiedad y la aristocracia, que nace necesariamente de él, tengan cierta influencia poderosa y permanente en el Estado, entonces discutiremos, entonces el Parlamento español deberá discutir verdaderamente estas gravísimas cuestiones. En el ínterin este debate, yo lo reconozco con sinceridad, tiene un poco más de discusión académica que de discusión política. Veamos pues qué nos queda aún de discusión parlamentaria.

Decía el señor Barzanallana que era antinacional este proyecto de ley, porque copiaba las instituciones francesas. Yo, señores, soy un poco aficionado a cosas históricas y un poco más amante todavía de las instituciones tradicionales de mi patria. Yo, señores, no me perdonaría jamás el haber incurrido con justicia en los terribles anatemas que han lanzado estos días, lo mismo el señor Barzanallana que el señor Nocedal, contra los que olvidan en la esfera del Gobierno los hondos y santos sentimientos de la patria que deben animarnos a todos, y sin cuyo espíritu todo se marchita, todo cae hecho pedazos al primer vendaval de los tiempos. Pero confieso, señores, que en ninguna parte del discurso del señor Barzanallana me ha parecido su argumentación menos eficaz para probar lo que S. S. mismo pretendía. ¿Qué es lo que nos ha dicho el señor Barzanallana? Que la Constitución de 1845 sin el Senado hereditario era francesa, porque copiaba la de 1830; pero que no lo era con el Senado hereditario en que copiaba la Constitución anterior, la Constitución con la cual sucumbió Carlos X, la Constitución o Carta de 1814. Esto, señores, me parece de todo punto insostenible: si copia era la una, copia era la otra: no tengo pues por qué insistir en esto.

Pero, señores, ¿no es verdad, elevándonos a una región un poco más alta y hasta repitiendo algunas ideas del señor Barzanallana, porque digo con franqueza que lo que más me sorprende en el discurso de S. S. es que al lado de conclusiones, a mi juicio inexactas, dialécticamente falsas, está salpicado y lleno por todas partes de apreciaciones verdaderas de política, de economía y de historia; no es cierto, señores, que si recorréis la historia en cualquiera de sus grandes momentos, si la tomáis en la Edad Media, en la época del feudalismo y del nacimiento de los municipios o concejos; si la tomáis más adelante en la exageración de la influencia católica y en el principio de la resistencia herética hacia la mitad del siglo XVI, si la tomáis luego en la prepotencia del absolutismo y en la humillación de la aristocracia, si la tomáis en la época de la revolución francesa, en el instante de encenderse todos los combustibles hacinados por tantos siglos, no es verdad que encontráis en todas las instituciones de Europa una singular, una íntima, una indisputable analogía? Por ventura ¿no ha sorprendido ya a todos los historiadores graves el ver cómo la organización del municipio es en el siglo XII, en el siglo XII, en el corazón de la Edad Media, idéntica en todos los pueblos de Europa? Por ventura ¿no está escrita en páginas de piedra la terrible unidad de las catedrales góticas? ¿No os llama la atención cómo se realizan aquí y allá unas mismas ideas, cómo vienen y pasan de unos a otros países unas propias instituciones? Es que el espíritu humano es uno, y todo lo que lucha contra esa unidad, todo cae y se deshace sin remedio alguno, cualquiera que sea la fuerza, cualquiera que sea la potencia de los que intentan que suceda lo contrario.

Tal es la verdad. Y en vano nos opondríamos a las invasiones del espíritu general; y aunque una nación por circunstancias excepcionales haya tenido unas veces la desgracia, como la tuvo España desde el XVI, otras la fortuna, como la tuvo Inglaterra en aquella misma época, de separarse de la corriente general de la civilización, llega un día en que al fin, inevitablemente, se juntan: por eso nosotros, desde el despotismo teocrático, caminamos incontestablemente a la libertad, no lo dude el señor Barzanallana, y la Inglaterra por diversa senda, de distinto modo, marcha a confundirse con la democracia continental. No, no lo impediréis esto; es en vano que lo intentéis siquiera; y si lo impidiereis, no sería verdad como lo es la unidad del espíritu humano. Se irá a la democracia, a cierta democracia en todas partes; a la ruina de las desigualdades sociales; se irá al derecho común en todas partes, lo mismo en Inglaterra que en todas las naciones; un poco antes, un poco después, se irá; no hay duda alguna.

Considerada bajo este aspecto, no político sino social, es la democracia inevitable.

¿Creéis acaso que a su vez opondrá más resistencia la Inglaterra con su espíritu aristocrático al espíritu moderno, al espíritu general del género humano, que la que ha opuesto la vieja España, la España de Felipe II con su Inquisición, con sus conventos, con sus pequeños mayorazgos, con toda su organización antigua a ese mismo espíritu? Y los que tembláis porque aquella sociedad con aquellas condiciones y con aquella forma se pierda, no podéis pretender que éste sea un fenómeno peculiar de nuestra patria; que ésta no sea una condición inevitable de la marcha del género humano; que no acontezca en fin, y a su tiempo en Inglaterra, lo que ha ocurrido ya en España, aunque en contrario sentido, lo que era necesario que ocurriese, y ocurrirá en todas partes.

Por eso, señores, porque esto es verdad, porque ésta es la cierta enseñanza de la historia, yo defiendo, yo proclamo frente a frente del señor Nocedal, con íntima y profunda convicción, la política de las circunstancias y de las transacciones. Sí; porque las circunstancias son la misma realidad, las circunstancias son la vida misma; huir de ellas es caminar hacia lo imposible, hacia lo absurdo. Si estudiáis todas las decadencias, esa decadencia misma de que nos ha hablado el señor Barzanallana en el día de hoy, la gran decadencia de la Monarquía española, a mi juicio la más grande que registra la historia, encontraréis en el fondo como su causa originaria y fundamental, no la exageración natural propia de los españoles para hacer todas las cosas, que ésta en mi concepto seria trivial causa, sino que encontraréis instituciones, estados sociales que luchaban, que se oponían inexorablemente a las circunstancias. ¿Sabe el señor Barzanallana dónde está el secreto de la decadencia de España desde Carlos V a Carlos II? Pues está en que el espíritu, las instituciones, la política, la diplomacia, las pretensiones militares del tiempo de Carlos II eran las mismas, idénticamente las mismas, que las del tiempo de Carlos V; eran las mismas, sin la ocasión, sin las circunstancias, sin la fuerza que las circunstancias dan por sí propias, y por eso se descendió desde la tragedia al entremés, desde la epopeya heroica a la burlesca. Lo que era grande cuando se podía, cuando se debía hacer en tiempo de Carlos V, eso era pequeño, era hasta digno de burlas en tiempo de Carlos II. Así juzga inexorablemente la historia, que no es poesía, que no es puro idealismo, que es ante todo razón, que es ante todo realidad, que es ante todo humana.

Y en cuanto a las transacciones, hay en todas las sociedades, hay en todos los partidos, hay en los Gobiernos algo sobre lo cual no se puede transigir, sobre lo cual toda transacción sería un crimen. Esto es lo menos. Hay otras muchas cosas, y esto es lo más, en que se puede, en que se debe, en que es lícito transigir. Pueden las escuelas conservadoras, deben las escuelas conservadoras no transigir sobre ninguno de los principios fundamentales de la sociedad en que viven, de la sociedad que están llamados a conservar. Pero cuando se encuentran, por ejemplo, con una institución en nuestras actuales condiciones postiza, como era la Senaduría hereditaria; cuando se encuentran con una idea que sus mismos autores no se atrevieron a realizar como pudieron y debieron en el instante mismo en que presentaron la Senaduría hereditaria proponiendo también y planteando las vinculaciones; cuando se encuentran con una reforma en el modo de hacer los Reglamentos, que puede ser en dos sentidos diametralmente opuestos, interpretada por dos Ministros de un mismo Gabinete; claro es que se trata de una de las cosas sobre las que se puede, sobre las que se debe transigir, sobre las cuales, a mi juicio, se cometería un crimen si a tiempo y con discreción no se transigiera.

Se me dirá tal vez: es que cedéis a partidos radicales, a partidos revolucionarios; es que esos partidos revolucionarios están sedientos y son insaciables; y a medida que más cedáis más os pedirán, y al cabo os pedirán lo que no podáis darles, y no podréis entonces evitar lo que parece que queréis evitar con las concesiones que hacéis. Pues bien: lo digo con profunda convicción al Congreso: yo veré con más o menos sentimiento, con mucho sentimiento ciertamente, las tendencias radicales que puedan tomar ciertos partidos en España; yo lo deploraré, y lo deploraré siempre; pero por mucho que deplore tales tendencias, mientras más se exageren, mientras más aparten a los que las tienen del camino de la legalidad constitucional, más inexorable encontrarán mi voluntad y mi espíritu contra ellas. No, no es con partidos, cualesquiera que ellos sean (no los califico, ni los recuerdo en este momento) que se salen del cauce legal, con los que es lícito transigir y a los que es lícito dar este género de satisfacciones.

Mas el señor Aparici nos decía el otro día: procurad reunir los elementos conservadores, porque se prepara una grande y descomunal batalla, en la cual habrá necesidad de que todos los defensores de estas ideas más o menos avanzadas, más o menos liberales, estén en sus puestos y bajo sus comunes banderas. Y yo pregunto al señor Aparici y a los que como él piensan: ¿dónde queréis que sea el punto de reunión? ¿Dónde queréis que hagamos la convocación de las fuerzas conservadoras? ¿Habéis visto algún general hábil que aguarde al enemigo en la extrema frontera para defender alguna vieja encina o alguna choza aislada? ¿Le habéis visto ir a buscar al contrario en las posiciones que a él le convienen? No: un general hábil se retira hasta el punto donde se le pueden incorporar todas sus fuerzas, hasta el punto donde pueda oponer más vigorosa resistencia, hasta el punto estratégico donde pueda contar con mayor apoyo en el país que defiende. Pues ese punto es el que queremos nosotros buscar en la Constitución de 1845. Señores: esa Constitución que han aceptado tantas personas ilustres del antiguo partido progresista; esa Constitución que aceptan hoy tantos otros todavía en el mismo sentido; esa Constitución que han aceptado en diversos tiempos todas las fracciones conservadoras del país, esa Constitución es el único punto de convocación y de espera de las huestes conservadoras.

Si es cierto pues que la batalla viene, que el combate está encima, no os neguéis, no, los que pretendéis ser más amigos del orden, a acudir al punto de reunión donde está la honra, el interés, la bandera de todos los verdaderos conservadores. Acudid a ella, defendedla, y no pretendáis, cualquiera que sea la convicción, que yo respeto profundísimamente, de los que en otro tiempo han querido buscar en lugares más avanzados la defensa de los intereses conservadores del país, no queráis arrastrar a esos puntos donde seréis pocos y estaréis aislados, tantas otras convicciones sinceras como se han levantado aquí del seno mismo del partido conservador a protestar contra las reformas proyectadas o llevadas a término. No queráis hacer eso, porque nunca podréis hacerlo, y aunque lo pudierais, haríais una cosa fatal para los intereses mismos que pretendéis defender.

Toco ya el fin, señores, y voy a concluir diciendo algunas palabras sobre los tristes vaticinios y augurios que ha hecho el señor Barzanallana respecto a la nacionalidad española.

Sentaba S. S., prosiguiendo en su sistema, en mi opinión equivocado, de señalar pequeñas y exiguas causas a grandes y notorios efectos; atribuía, digo, S. S., siguiendo en este sistema, atribuía a tal cuál traducción de cosas francesas que hubiéramos hecho y, a no haber recordado a tiempo que no eran cosas francesas, sino inglesas las que traducíamos, una grande influencia en el descaecimiento moral de la sociedad española.

El señor Barzanallana declaraba que él no podía ser materialista en política, que él no podía ser como la escuela económica que todo lo ve en los intereses; que es de los que lo ven todo por el contrario con el sentimiento, y de los que prefieren a todo la grandeza de la patria.

Yo acompaño a S. S. en esos sentimientos; pero no participo, y eso que no son precisamente los estudios económicos para mí tan familiares como lo son para S. S. ni han constituido nunca mi profesión inmediata, no participo, digo, del error de que el desenvolvimiento material a que vamos, de que el aumento de prosperidad puramente material en que nos hallamos, contribuyan en poco ni en mucho a la decadencia moral de la sociedad española.

Por el contrario, es mi opinión, y opinión que confirma en todos casos y ocasiones la historia, opinión que frente a frente de las poéticas exclamaciones del señor Barzanallana vacilo en exponer a la consideración de la Cámara, de que en el terreno de la realidad y en el palenque de la historia no hay ni gloria siquiera para las naciones pobres.

No: no basta el heroísmo individual; no basta la grande conciencia de sí mismo en los individuos; no basta el genio particular para hacer figurar a una nación de una manera grande en la historia, y sobre todo en la historia moderna. En todas las naciones en que por falta de trabajo, de laboriosidad, de condiciones de riqueza se ha venido a una gran pobreza, triste y fatalmente se ha seguido a ella un verdadero descaecimiento de todas sus glorias, así literarias como militares.

No defendáis, no; no sostengáis, no, que ha habido menos espíritu moral, menos conciencia moral en los españoles del tiempo de Carlos II que en sus grandes antecesores. No sostengáis que los vencidos de Rocroy eran menos valerosos que los compañeros-de Gonzalo de Córdova.

Eso no sería exacto. Si examináis el duelo a muerte que por espacio de veintisiete años hubo entre la Monarquía española y la Monarquía francesa para disputarse el primer puesto en el mundo, allí encontraréis que los grandes hechos casi los comparten por mitad ambas naciones; pero después de estos hechos valerosos, después de estas acciones militares, la Francia se quedó, sin embargo, con el primer puesto, y la España con el último. Así lo quería la diversidad de condiciones sociales en que estábamos; y de esos ejemplos podría citar muchos, lo mismo en los tiempos antiguos que en los actuales. ¿Y cómo no había de poder citarlos, si ésta es la ley inexorable de la historia? Hay que decir al país la verdad; hay que decirle que no es el recuerdo de Lepanto, ni el recuerdo de San Quintín lo que más falta hace, sino ejemplos de paciencia, de laboriosidad, de progreso y de virtudes civiles, que es lo que produce el desenvolvimiento de la prosperidad pública, por medio de la cual se alcanza sólo la grandeza que el pueblo español apetece, porque la echa de menos todavía.

Así se vive, así es la realidad de la historia; y ni el señor Barzanallana, ni yo, ni ningún poeta más grande que el señor Barzanallana y que yo (y me cito en este instante porque me encuentro como término de comparación con S. S.), podríamos variar, aunque quisiésemos, el curso natural e inevitable de las cosas. Dadnos la prosperidad agrícola, dadnos la prosperidad industrial y la prosperidad mercantil de Inglaterra, y no temáis que nuestras naves huyan fugitivas de las suyas; no temáis que su bandera flote en parte alguna de nuestro territorio por mucho tiempo; no temáis nada de aquello que pueda herir de un modo permanente el corazón de un español que se siente digno de serlo. Por mi parte pues, al ver que las condiciones de trabajo, de laboriosidad y de industria se desarrollan en mi país; al ver que al soplo extranjero, desgraciadamente al soplo extranjero, pero ello es que de allí nos vino, se desenvuelven entre nosotros todos los gérmenes de la prosperidad, al ver que progresamos, estoy tranquilo y no temo el decaimiento moral con que se nos amenaza. Lo mismo que el romano vencido, yo no desespero de mi patria.




ArribaAbajoContestación al Discurso de la Corona

DSC de 15 de febrero de 1865


El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Al levantarme, señores Diputados, a usar la palabra en el día de hoy, me lisonjea la esperanza de que todo el Congreso comprenderá que lo hago en el cumplimiento de un deber indeclinable. No es voluntario en mí, señores Diputados, el usar en este instante de la palabra: lo habría sido si yo hubiera tomado turno entre los oradores que se proponen combatir el proyecto de mensaje a la Corona; lo habría sido si no teniendo como tengo el deber de dar cuenta al Congreso, de dar cuenta al país de actos importantes de mi vida política, no hubiera recibido también al propio tiempo las alusiones que todo el Congreso ha tenido ocasión de conocer, que han sido graves en sí mismas, que lo han sido más en mucha parte por las personas y por el lugar de donde han procedido, y que me impedían de todo punto faltar a mi puesto en este día dejando de usar de la palabra. Y siento, señores, que aun cuando sea para cumplir un deber por mi parte, me obliguen las circunstancias a entorpecer el curso de este debate, haciendo que se dilate por más tiempo, aún después del mucho que hace empezó esta discusión, según nos ha recordado el señor Presidente.

Sin embargo, me permitiré observar al Congreso como alguna excusa de mi conducta que ni en el Parlamento español, ni en el Parlamento inglés, famoso por la brevedad con que despacha este asunto especial, ni en ningún Parlamento del mundo es posible que explicaciones acerca de la conducta de Gobiernos que han dejado de existir durante un interregno parlamentario dejen de tener la contestación conveniente. Cuando no hay, como no hay costumbre en Inglaterra, de traer al debate del mensaje de la Corona todas las cuestiones políticas que existen en el momento de comenzar la discusión de este mensaje, puesto por decirlo así a la orden del día en la opinión pública, surgen después naturalmente otros debates parciales, en que estas cuestiones se dilucidan como no pueden menos que dilucidarse. Aquí, señores, no hay más que una cuestión de método; hacemos en un debate lo que se hace en otras partes en muchos debates; pero gran parte de lo que se hace, y sobre todo lo que yo estoy haciendo en este momento, es de absoluta e imprescindible necesidad que se haga en todos los Parlamentos conocidos.

He dicho, señores Diputados, o más bien he recordado al Congreso en las primeras palabras de mi discurso, que los actos de la administración de que formé parte han sido objeto de diversas alusiones; como han sido fuera de aquí, en circunstancias y en lugares muy autorizados y muy solemnes; lo han sido aquí, para limitar lo más posible las alusiones de que he de ocuparme, de una manera muy especial, por los señores Ministros de Gracia y Justicia y Gobernación. Comienzo por reconocer, señores, y lo reconozco con mucho gusto, que el señor González Brabo, Ministro de la Gobernación, al hacerse cargo en su último discurso de alguno de los actos de la administración de que formé parte, se dirigió a sus individuos, se dirigió a la política entera de aquel Ministerio, con reserva, con templanza, con cortesía, y si las alusiones y si las palabras que el señor González Brabo ha dicho acerca de aquella administración no hubieran salido del banco del Gobierno, lo cual las aumenta, lo cual las acrece y les da una importancia inmensa por sí mismas, tendría yo indudablemente que ocuparme mucho menos de las alusiones de S. S. Dicho lo que dijo S. S. por cualquiera otro Diputado, poca atención hubiera podido prestar a ello.

No puedo hacer estas mismas calificaciones precisamente de la alusión general, y especial al mismo tiempo, que tuvo por conveniente hacer de los actos de aquel Ministerio el señor Ministro de Gracia y Justicia. S. S. tuvo por conveniente decir al establecer, al pintar la situación en que a su juicio se encontraba el país cuando S. S. y sus compañeros fueron llamados a la dirección de los negocios públicos, entre otras cosas, que habían encontrado el eco de la opinión pública ahogado por la aplicación de la ley de imprenta. Así consta, y aun con frases más duras todavía, en el Diario de las sesiones. Yo comprendo, señores, que para justificar, que para atenuar la tesis que el señor Ministro estaba sosteniendo entonces, que era nada menos que la conveniencia de haber dado tregua a la aplicación de las leyes, S. S., Ministro de Gracia y Justicia, S. S., presidente del Tribunal Supremo de Justicia, debía buscar en todas partes, con razón o sin ella, exagerando un poco sus medios, cualquiera explicación, cualquiera especie de pretexto. Pero en medio de que reconozco que algo hay que perdonar a la posición, a la tesis que S. S. venía defendiendo con su carácter y sus antecedentes, no puedo menos de dar a la alusión toda la gravedad que en sí tiene y contestarla como merece.

Por último, señores, y para decir de una vez o señalar más bien cuál ha de ser el terreno por el cual ha de desenvolverse mi discurso, no me es posible, ya que estoy en el uso de la palabra, ya que explico los actos del Ministerio de que formé parte, ya que rechazo alusiones, no me es posible dejar de hacerme cargo de otras que se han dirigido a aquella administración sobre asuntos interiores y exteriores fuera de este sitio.

Ante todo, señores, conviene recordar y que el Congreso de señores Diputados fije su atención un tanto, y llame sus recuerdos hacia la situación que tenían las cosas públicas cuando el Ministerio que presidió el señor Arrazola se encargó de la gestión de los negocios públicos. La mayor parte de las cuestiones que el Ministerio del señor Arrazola no pudo resolver, todas las que no pudo resolver, existían hasta ahora, y existen con caracteres mucho más alarmantes que tenían entonces. Fácil es pues colocarnos en la situación que entonces tenían los negocios públicos respecto de muchas de ellas. No es difícil tampoco que respecto de las que están resueltas podamos recordar y podamos comprender cuál era la importancia, cuál la ventaja para el país de que se resuelvan como se resolvieron entonces. Por entonces, señores, a la caída del Ministerio que presidió el señor Arrazola, y durante la breve gestión de los negocios del Ministerio del señor Arrazola, existía la que se llama cuestión de Hacienda; ya por aquel tiempo la alarma, la desconfianza bajaba del poder y empezaba a recorrer todos los ámbitos de la Península, y trascendía más allá de nuestras fronteras, con perjuicio de nuestro crédito. Ya por entonces era voz común, era voz autorizada, que el Tesoro se encontraba en cierta especie de mendiguez. Ya por entonces se contaban, se referían, se sabían pasos del Ministro del ramo en aquella época que manifestaban que el Gobierno tenía gran desconfianza, una inmensa desconfianza de que los recursos del Estado bastaran para sostener nuestro crédito y para levantar las cargas públicas. Por entonces también comenzaba la cuestión del Perú, cuyo fin hemos sabido en el día de hoy felizmente. Entonces, y a pesar del estado de la Hacienda, y a pesar de las consideraciones pacíficas que entonces debía haber hecho, como ha hecho después el Presidente de aquel Gabinete y el actual Ministerio, recorría los mares y marchaba a su destino un enviado que en ese hecho, en su título y en su manera de ir, era una declaración de guerra. Teníamos, pues, la cuestión de Hacienda y la cuestión del Perú.

Comenzábamos a tener también, aunque de la manera que explicaré luego, la cuestión de Santo Domingo. Ya entonces una parte de la prensa periódica y algunos hombres políticos sostenían o comenzaban a sostener, aun cuando no aquí, aun cuando no en los Cuerpos colegisladores, de una manera solemne y delante de la Representación legal del país, que era conveniente que la bandera española se arrollase y retirara de Santo Domingo. Ya entonces comenzaba a darse, según el testimonio solemne y público del actual general en jefe del ejército de Santo Domingo, acaso el mayor auxilio, el mayor socorro que haya encontrado aquella desdichada revolución.

Teníamos además la cuestión de imprenta, y esa no en el estado que hoy tiene seguramente; la teníamos como un inmenso compromiso que pesaba sobre todos nosotros y sobre todas las fracciones políticas, Gobiernos y oposición que han venido aquí luchando durante muchos años de nuestra historia política, compromiso de los hombres que durante el Ministerio del duque de Tetuán habían hecho leales y gigantescos esfuerzos por derogar la ley vigente de imprenta y por traer otra que ocupara su lugar; compromiso más que de nosotros, más que de los que formaron parte de la administración del duque de Tetuán, más que de los que le apoyamos, de los que, enfrente de nosotros, un día y otro nos increpaban, nos acusaban porque pronto, muy pronto no retirábamos aquella ley, porque pronto, muy pronto no traíamos otra ley más en consonancia, a su juicio, y también en el nuestro, con los derechos y con los intereses del país.

La cuestión de orden público, que no es en estos momentos en España como no era entonces en sí misma, al menos en su causa fundamental, más que la cuestión del retraimiento de un partido político, esa cuestión estaba ya planteada entonces, ni más ni menos que lo está hoy. Por último, señores, prescindiendo del estado de los partidos, poco de semejante del que tienen en estas circunstancias, había una gravísima cuestión parlamentaria; acababa de desaparecer de los Consejos de la Corona el Ministerio que presidió el señor Arrazola, dando una prueba de exquisito respeto a las prácticas parlamentarias, por no haber obtenido mayoría en una votación de las secciones. Poco antes otro Ministerio de diferente índole del que el señor Arrazola presidió, se había encontrado aquí en el mismo caso, y había tenido que retirarse delante de una votación del Senado. Estaba adelantada la estación; la situación económica no estaba legalizada; apenas quedaba el tiempo natural para legalizarla: sobre todo, el Ministerio que presidió el señor Arrazola, según de público se dijo entonces, y según es la verdad, que no creo yo que sea negada por nadie en este momento, se había- retirado porque un alto poder del Estado no había creído que aquel Congreso, que sólo llevaba tres o cuatro meses de existencia, pudiera o debiera ser disuelto en aquellas circunstancias. Era preciso pues formar un Ministerio que gobernase con aquel Congreso; era preciso formar un Ministerio que legalizara la situación económica; era preciso formar un Ministerio que resolviera todos, o muchos por lo menos, de los gravísimos problemas políticos que estaban puestos a discusión en aquellos momentos; era preciso formar un Ministerio al fin que hiciera frente a las cuestiones de conducta general que he establecido al empezar a describir, de la manera que lo he hecho, la situación política que alcanzaba el país en aquellos momentos; y esta tarea y esta empresa tomó a su cargo el Ministerio que presidió el señor Mon, y del que yo tuve la honra de formar parte.

Lo primero que hay que preguntarle a aquel Ministerio, como a todo Ministerio que acepta el poder, es si al aceptarlo tenía las circunstancias necesarias para ello, si creía hacer con aceptarlo un servicio a la Reina y al país, si creía hacer con aceptarlo un servicio a los intereses públicos. La aceptación o no aceptación de los Ministerios entra en las prerrogativas de la Corona; la prerrogativa de la Corona se ejerció, y a nosotros nos tocaba cubrirla y justificarla, y la justificamos: la justificamos viniendo aquí, trayendo todas las cuestiones de circunstancias, trayendo todas las cuestiones de principios que era posible traer, y dándolas aquí mismo y en el otro Cuerpo colegislador una resolución pronta y conveniente.

Así fue como nosotros justificamos la empresa que habíamos echado sobre nuestros hombros; y ha de permitir el Congreso que al llegar a este punto, que empiece a examinar, siquiera sea ligeramente, pero de un modo aislado, estas distintas cuestiones, en la resolución que nosotros las dimos por lo menos.

Comenzaré por las cuestiones más separadas de nosotros, por las cuestiones que, aunque muy importantes para el país, ejercen una influencia menos inmediata, menos general en las condiciones de nuestra vida política; es decir, señores, por la cuestión del Perú y por la cuestión de Santo Domingo.

Uno solo fue el criterio que guió a aquel Gobierno en el examen y en la resolución de estas dos graves cuestiones: no examinó aquel Ministerio, no pudo, no debió examinar la justicia o injusticia de la guerra que había iniciado el señor Arrazola, Presidente del Consejo de Ministros anterior y su Ministro de Estado. No examinó si era conveniente o no aquella guerra; si lo hubiera examinado aun dentro de la justicia, yo por mi parte hubiera opinado que era altísimamente inconveniente; no todo lo que es justo debe hacerse cuando no conviene; no todo lo que se tiene el derecho de hacer se ha de hacer en todas ocasiones cuando puede traer inconvenientes y perjuicios al país; pero repito que no examinamos ni por un momento siquiera la cuestión bajo este aspecto. Para nosotros, una vez desplegada nuestra bandera en el Perú, una vez vuelta allí después de las tristes jornadas de Ayacucho, una vez habiendo de restablecer allí el honor de nuestra marina de guerra, tristísimamente manchado en los años de 1814 a 1825 en aquellos mares; una vez comprometidos el nombre y la honra de la patria, para nosotros no hubo mas cuestión, no pudo haber otra que la de sacar ilesos ese nombre y esa honra. ¿Procuramos hacerlo? ¿Lo hicimos? Yo lo demostraré, aunque a decir verdad, más de lo que yo digo aquí en el día de hoy, más de lo que pensaba decir en todo caso, están diciendo los hechos, más están diciendo los partes leídos por el señor Ministro de Estado.

Se nos ha censurado por dos cosas especialmente en aquellas negociaciones, y como se nos ha censurado en otro sitio y en otra ocasión, esto me obliga a hablar también en esta ocasión y en este sitio y justificar que no olvidé, que no abandoné esta cuestión, como tal vez desearía en el momento presente.

El primero de los cargos es haber tomado las reclamaciones desde los sucesos de Talambo y no antes; el segundo de los cargos es haber reconocido antes de tiempo, antes de hacer el tratado, la independencia del Perú. Respecto de lo primero sólo tengo que decir que no son dueños ni los Gobiernos ni los particulares en sus cuestiones, en sus contiendas, de darles el principio que quieran, sino el principio que ellas tienen. Cuando el Ministerio que presidió el señor duque de Tetuán envió una expedición al Pacífico al mando del señor general Pinzón, no le dio instrucciones respecto de los sucesos, de las ofensas, de las reclamaciones que pudiéramos tener antes de los sucesos de Talambo, y según nos ha manifestado el señor Posada Herrera en su discurso, si algunas instrucciones se dio al jefe de esta expedición, era tener con el Gobierno y con el pueblo del Perú las menos relaciones posibles. Con estas instrucciones fueron nuestras escuadras a aquellas aguas. Después de estas instrucciones, después de haber ido y de haberse presentado en aquellas aguas, fue cuando surgió la cuestión del Perú. Luego no hubo forma humana, luego no hubo poder alguno de lógica que hiciera que aquella cuestión que empezaba después hubiera empezado antes; era preciso, era inevitable que comenzara donde comenzó; era aquélla la realidad, y esa realidad no estaba en manos del Gobierno que presidía el señor Mon el que dejara de existir, que no fuera lo que es. Esto no quiere decir que al examinar los sucesos de Talambo no se tuviera presente, como se tuvieron, los diversos antecedentes que había en la cuestión, dado que el género de relaciones que el Gobierno venía manteniendo con el del Perú no era nada amigable ni satisfactorio; pero sea de esto lo que quiera, la cuestión había comenzado de todas suertes.

El otro cargo que recogí es que aquel Gobierno en dos despachos circulares, el uno expedido antes de que se supiera en Madrid la ocupación de las islas Chinchas, y el otro cuando ya se conocía la ocupación, había declarado solemnemente que España no aspiraba de modo alguno a mantener, a reivindicar sus dominios en aquel continente y en aquellos mares. Pues bien, señores: aquel Gobierno creía y hasta ahora lo confirman palpablemente los sucesos, que la clave de aquella cuestión, el nudo de la dificultad estribaba en la conducta que tuvieran las demás repúblicas de América, los demás Estados de aquel continente, frente a frente del conflicto entre España y el Perú. Si la cuestión quedaba aislada, el Perú podía fácilmente venirse a un arreglo, pues el Perú tenía por una fuerza inevitable que verse obligado a hacer justicia a nuestras reclamaciones. Entonces la cuestión podía haber sido más o menos conveniente, pero no era tan altamente peligrosa como hubiera podido ser para el país en otro caso. Pero si las demás repúblicas de América y los demás Estados de aquel continente español en su origen, heridos en su amor propio, amenazados en sus recuerdos, soliviantadas sus antiguas preocupaciones, despiertas sus pasiones mal amortiguadas de la guerra de la independencia, hacían causa común con el Perú ante ese conflicto, entonces la cuestión tenía otro aspecto; éste era el verdadero peligro. Pero si aquel Gobierno no podía comprometer de una manera ligera la suerte de nuestro comercio, la suerte de nuestra marina mercante, la suerte de una de las fuentes de la riqueza pública, aquel Gobierno no era tampoco tan imprevisor, como suponía el actual Ministro de Gracia y Justicia, y se propuso sin mengua de la dignidad del país y de una manera definida ver si era posible evitar aquel peligro, y aquel peligro se ha evitado.

Las repúblicas americanas que comenzaron a ponerse en federación han acabado por declarar al Perú que no hacían causa común con él; según las noticias recibidas hasta ahora, esta declaración es la verdadera causa del favorable desenlace de que hoy se ha dado cuenta y esto justifica la previsión de aquel Gobierno. ¿Y qué había de hacer para evitar el peligro de que tenía evidencia? ¿Qué? Ir a la fuente misma de sus preocupaciones, ir a apagar las pasiones allí donde precisamente podían haberse despertado: decir a aquel continente y a aquellos Estados, que España no iba a conquistar ni a reivindicar territorios; que si había sido dominadora en aquellas regiones, no lo recordaba ya sino para gloria de su nombre y para razón de su historia, más no lo recordaba ni podía recordarlo para tomar sobre ella obligaciones absurdas e imposibles. Aquel Gobierno tenía la autorización que la Ley de 1836 le concedía para que, sin mengua de los intereses y de la dignidad del país, reconociera la independencia de aquella nación. Creyó que nunca, en ninguna ocasión con más ventaja del país, con más provecho de sus intereses podría hacer uso de aquella autorización que en principio le concedía el derecho de hacer el reconocimiento y declarar su opinión como la declaró franca y explícitamente.

No están tampoco pesarosos de aquella conducta los individuos de aquel Gabinete. Respetan profundamente las opiniones leales que se han manifestado y que puedan manifestarse en contra de esa conducta; pero ellos defienden las suyas lealmente, haciendo causa común, como era natural, todos los Ministros en un asunto que era, como no podía menos de ser, de responsabilidad común.

La otra cuestión externa, por decirlo así, aunque interior hasta cierto punto, porque se trataba de una parte del territorio español y de que he dicho antes que tenía que ocuparme, es la cuestión de Santo Domingo.

Aquí tampoco el Ministerio recordó para nada el origen de aquella cuestión. Sus individuos todos, si no recuerdo mal en este momento, habían favorecido en su día con su sufragio la política que hizo aquella anexión; pero en aquel momento, al examinar el asunto como debían examinarlo, al tomar las resoluciones que tomaron, tampoco tuvieron presente esto para nada.

Las discusiones de una parte de la prensa, la opinión pública manifestada por algunos hombres importantes, obligó, contra su voluntad y a pesar suyo, a aquel Ministerio a discutir por primera vez en el seno del Gobierno español si podría pensarse o no en el abandono de Santo Domingo. Aquel Ministerio tomó acerca de este particular una solución muy concreta. No era tiempo entonces de discutir ni los inconvenientes ni las ventajas de la anexión; he dicho antes que en su tiempo los individuos del Gabinete habían aprobado, si no la anexión, por lo menos la política que la hizo; pero repito que no era ocasión de examinar sino qué era lo que debía hacerse, qué era lo conveniente para los intereses públicos, que se hiciera en el caso, para aquel Gobierno indudable, de que la insurrección de Santo Domingo fuera vencida.

Tampoco era llegada la ocasión de decir esto. Se discutió únicamente si hecha la anexión, si verificada la insurrección, si resistida la insurrección, sino abandonado el territorio desde el primer momento en que una parte de sus habitantes se manifestaron hostiles a la dominación española, si enarbolada allí la bandera de la república ante la bandera de España, era posible que esta bandera gloriosa se recogiera y se replegara. Esto fue lo único que aquel Gobierno discutió: sobre este punto conferenció aquel Gobierno y se puso de acuerdo, teniendo la satisfacción de que pensaron como él las personas más competentes en esta materia, y sobre este punto concreto recayó la resolución que el Presidente del Consejo tuvo el honor de exponer desde ese banco.

Podían temer aquellos Ministros dejarse arrastrar en aquellos momentos de un sentimiento exagerado de patriotismo; podían temer dejarse llevar de ilusiones sobre hombres y sobre cosas, que no porque sean respetables y gloriosas, que no porque hieran profundamente el corazón de todos los buenos ciudadanos, pueden dejarse fascinar por ellas los hombres públicos. Podían temer éstos en aquella ocasión si se hubieran encontrado aislados, si su opinión hubiera sido una opinión personal, cuando más, de los que formaban el Gabinete; si no hubieran tenido seguros precedentes que recordar en nuestra historia moderna; si no hubieran contado con la adhesión de muchas personas que en aquellos momentos ocupaban una posición influyente en este asunto.

Los precedentes que he dicho y a que me he referido, son precedentes de hace muchos años que enseñan a juzgar cómo en España se ha considerado siempre este género de cuestiones. Yo estoy dispuesto a reconocer con el señor Ministro de Hacienda, con quien en otro tiempo he discutido desde aquel banco sosteniendo yo una política más economista, más materialista, más positivista, por decirlo así, que S. S., yo estoy dispuesto a reconocer con el señor Ministro de Hacienda que es preciso corregir un poco a esta nación, un tanto llena de sus blasones, un tanto llena de su hidalguía de conquistadora, de su gusto por la guerra, de su placer por las aventuras.

Señores: no se cambia la naturaleza de un país en un día; no se le dice a una nación antigua y de viejos blasones, como no se le dice a un hidalgo de antigua casa, como no se le dice a un soldado de larga y honrosa carrera, es preciso abandonar en un instante todos los estímulos, toda la poesía que llevan consigo el honor y la gloria. Es preciso irse con mucho tiento en esto de corregir, en esto de guiar por otro camino las tendencias históricas de la nación española; ellas son superiores a todos los Gobiernos, ellas son superiores a todos los individuos: eso se consigue, eso podrá conseguirse lentamente por todos los señores Diputados desde estos bancos manifestando opiniones igualmente desencantadas y positivas.

Pues qué ¿no recordáis, señores Diputados, que una de las primeras discusiones que ilustran las Cortes españolas es aquella del año 1811 en las Cortes de Cádiz, en que aquellos legisladores, acorralados en el recinto estrecho de aquella isla, faltos de todo, viendo perecer de hambre a las provincias circunvecinas, ofreciéndoles un tratado para proveerse de subsistencia, con tal de que cedieran los presidios de África, tuvieron la abnegación profunda y el valor inmortal de rechazar semejante propuesta y manifestarse dispuestos a perecer antes que abandonar la parte más mínima del territorio de su patria?

Pues qué, los que habéis pertenecido al antiguo partido moderado, los que recordáis bien su historia, ¿os habéis olvidado de lo que hicisteis en 1841, cuando uno de los Gobiernos del Regente propuso a estos Cuerpos la cesión de los islotes, no muy saludables por cierto, de Annobon y Fernando Poo? Pues qué, ¿no obligasteis vosotros con vuestras manifestaciones en la prensa periódica, secundados por la mayoría del partido progresista que no os cedía en patriotismo, no obligasteis a retirar aquel proyecto de ley presentado ante los Cuerpos colegisladores y a hacerlo pedazos, dejando en su lugar intacto el antiguo orgullo, la altiva soberbia, exagerada quizá, pero digna siempre de respeto de la nación española? Cuando nosotros estábamos en ese banco, ¿oíamos por ventura alrededor nuestro acentos diferentes, manifestaciones diversas de ésas de 1811 y de ésas de 1841 que acabo de citar? Pues qué, cuando el Presidente del Consejo de Ministros de aquel Ministerio hizo la declaración desde ese banco de que el Gobierno que presidía impondría a toda costa la paz a Santo Domingo, triunfaría a toda costa en Santo Domingo, las personas más importantes de aquella y de esta Cámara, ¿no se hicieron intérpretes del sentimiento del Congreso entero, favorable al mantenimiento de la integridad del país? Pues qué, ¿no oímos la autorizadísima y elocuente voz de mi amigo particular el señor Ministro de la Gobernación declarando a propósito de esta cuestión, que en España el honor era antes que los intereses, y que por lo mismo nosotros éramos lo que realmente somos, un pueblo que coloca el honor por encima de todas las cosas? Y por último, una afirmación más práctica y más concreta todavía: ¿no vino aquí un proyecto de ley de crédito fundado, especialmente en su preámbulo, en una necesidad muy apremiante, porque necesitábamos 150 millones extraordinarios para atender a la guerra de Santo Domingo? ¿Y cómo lo votaron todos los señores Diputados? ¿Quiénes son los que en aquel momento protestaron contra eso que era un verdadero acuerdo, un acuerdo solemne de continuar la guerra? No se levantó ninguno, no protestó ninguno; tuvimos una adhesión general; y fuertes con esta adhesión, nos propusimos llevar este asunto al término que creíamos que se debía llevar. Y no se dirá, porque no se podría decir, que desde entonces hasta ahora ha surgido alguna novedad de ésas que pueden hacer cambiar lícitamente la opinión de todo el mundo.

Saben todos los señores Diputados, porque ésta es una cuestión muy debatida, y cuyos pormenores no ignora nadie, saben todos los señores Diputados que en Santo Domingo no es posible hacer la guerra, no es posible emprender operaciones militares, no es posible llevar a cabo propósitos como los de la administración de que tuve la honra de formar parte, sino desde diciembre cuando más, tal vez, desde principios de enero hasta fines de marzo o abril. Esto es una cosa indudable, una cosa que demostraría si fuera necesario, que demostraré en una discusión más amplia en todo caso; pero que me abstengo de hacerlo ahora.

Pues bien: esas adhesiones, esas manifestaciones, esos votos, ¿cuándo tenían lugar? La declaración del Presidente del Consejo de Ministros en 15 de abril; las manifestaciones a que aludo todas próximas a ese mes; es decir, señores, que no eran votos porque se hiciera o se siguiera una campaña que estaba ya terminada; que no eran votos para que la guerra quedara en el estado en que estaba y en que forzosamente había de quedar durante los meses del verano; eran, como no podían menos de ser, en el mes de abril, para una nueva campaña, para estos meses que están desgraciadamente corriendo, para que ahora, en lugar de discutir el proyecto de ley de que vamos a ocuparnos, estuviéramos recibiendo noticias de Santo Domingo parecidas a las que hemos tenido la satisfacción de oír al señor Ministro de Estado relativamente al Perú.

Pero hay quien dice: con estos propósitos y con tan buenos deseos, ¿qué hicisteis en siete meses que estuvo a vuestro cargo la gestión de los negocios públicos? Señores Diputados: ¡qué cargos y qué cosas se oyen en política! ¡Qué género de sofismas parlamentarios en que ni el mismo Bentham habría reparado! ¡Hacer durante el tiempo en que nada podía hacerse! ¡Hacer cuando nosotros llegamos al poder en los momentos mismos en que era preciso cerrar la campaña y se cerró en efecto! ¡Hacer cuando nosotros nos marchamos antes de llegar los días precisos, los momentos precisos en que habían de enviarse los hombres y la mayor parte de los recursos necesarios para la guerra!

Habríamos hecho, si en lugar de ser Ministros en primero de marzo, lo hubiéramos sido en noviembre del año anterior: habríamos hecho ahora o habríamos hecho después, si en vez de dejar el poder en los primeros días de septiembre, lo hubiéramos conservado siquiera hasta los primeros días de noviembre. Entonces se hubiera visto si nuestra expedición era una realidad, y entonces se hubiera visto si merecíamos que públicamente se nos dijera por personas competentes, preconizadas por competentes, y cuya competencia no trato de negar, que hablamos mucho de la necesidad de vencer la insurrección, y que nada habíamos hecho para reprimirla. Pero dejamos hecho, y con esto concluyo este parte, todo lo que el tiempo permitía; dejamos hecho lo principal; dejamos, en primer lugar, votados los recursos, primera necesidad, primer elemento para la continuación de la guerra. Dejamos preparado, en segundo lugar, el material, el vestuario, todo lo que no podía improvisarse para la expedición que proyectábamos. Son pues injustos, altamente injustos, los cargos que se han dirigido a aquel Gobierno, lo mismo por la cuestión de Santo Domingo que por la del Perú.

Y ahora, desembarazado de estas dos cuestiones, en cuyo examen tal vez he molestado mucho más tiempo de lo que yo quisiera la atención del Congreso, voy a entrar a examinar también ligeramente, más ligeramente si puedo que estas otras que acabo de examinar, la política de aquel Gobierno.

Señores: cuando nosotros nos encargamos del poder había un hecho dominante en la situación parlamentaria. Del examen de este hecho, de los antecedentes de este hecho nacía la razón con que nosotros podemos estar sentados en aquel banco; sin el resultado que traía consigo ese examen, nosotros no hubiésemos debido estar ahí ni un momento siquiera. Había en aquel Congreso una gran fracción, un gran número de Diputados que habían pertenecido siempre, que pertenecían todavía al antiguo partido moderado, que representan, o quieren representar al menos el actual Gabinete. Pero había frente a frente de esta agrupación de hombres del partido moderado en aquel Parlamento un gran número de Diputados que constituía la mayoría del Parlamento con una tendencia distinta, cuya mayoría había impedido que continuara su camino el Ministerio presidido por el señor Arrazola. ¿Qué tendencia era ésta? Esto es lo primero que teníamos que considerar.

¿Representábamos, podíamos representar los Ministros que íbamos a sentarnos en aquel banco esta tendencia? Este era otro punto cuya consideración nos era indispensable. Pues bien: nosotros hallamos entonces una cosa que podía parecer dudosa a la sazón para algunos, y que sospecho que ya ahora no puede ni debe serlo para nadie; hallamos que había una tendencia, mayoría como he dicho en aquel Congreso, que dentro de las soluciones de la Constitución de 1845, que dentro de las opiniones conservadoras en general, tenía aplicaciones más constitucionales, más liberales que las del antiguo partido moderado. Esa tendencia estaba representada por su número y por sus circunstancias por la unión liberal. Esta tendencia estaba representada, también, por hombres eminentes, por una fracción importante más o menos separada de la unión liberal, pero que tenía la misma base de doctrina, los mismos fundamentos de creencias, contrarios a los principios antiguos, a las antiguas creencias, a las antiguas doctrinas del partido moderado histórico. Y estaba representada por último, y protesto que no hago en este instante, dada la lealtad con que estoy discutiendo y la franqueza con que me propongo discutir todas las cuestiones, ningún género de habilidad para enconar pasiones ni suscitar divisiones; estaba, por último, representada aquella tendencia por una fracción compuesta de algunos hombres políticos que, combatiéndonos desde estos bancos a nombre del partido moderado, no eran moderados, sin embargo; de algunos hombres políticos, que separados, como ha dicho el otro día mi amigo, más por cuestiones de conducta que por cuestiones de principios, como si las cuestiones de principios hubieran de prevalecer siempre, y no se vieran entorpecidas por mil circunstancias, por mil antecedentes, por mil cosas que no son los principios; deberían haber estado a nuestro lado, en lugar de combatirnos. Y no hay duda, señores, que si alguna dificultad hubiera podido ofrecerse acerca de esto, si algún estorbo hubiera podido haber para que los hombres políticos a que aludo se hubieran sentado a nuestro lado, según sus antecedentes, no habría sido ciertamente por ser menos liberales que nosotros, sino por serlo más.

Esta tendencia general con que nos hallamos aquí, esta tendencia que tenía mayoría en aquel Congreso, esta tendencia sancionada por las soluciones que unánimemente votaron las fracciones a que me refiero, ¿constituía un verdadero partido? No le constituía, por entonces al menos, no le constituía. Hay cuando se habla de partidos y yo temo mucho molestar al Congreso, después de todo cuanto se ha dicho acerca de los partidos y la manera de definirlos; hay, iba diciendo, una manera de examinar y juzgar lo que son los partidos, que expone a muchos y graves errores. Los partidos políticos no son nada a priori; los partidos políticos no son una cosa metafísica, no son una cosa que pueda crear la inteligencia; los partidos políticos son, ante todo, una cosa real que hay que estudiar en los hechos. No hay que hacer teorías sobre lo que son, sobre lo que deben y pueden ser los partidos, teorías a priori, por lo menos. Lo que hay que hacer es examinar lo que han sido los partidos en todos los tiempos antes de que existiera el régimen representativo en parte alguna, examinar después de una manera más concreta qué han sido los partidos políticos en las naciones donde ha habido sistema parlamentario, y solamente de este estudio puramente histórico pueden deducirse semejanzas y aproximaciones, pueden sacarse algunas consecuencias útiles para juzgar del estado de nuestros partidos.

Pues bien: el estudio histórico de los partidos en todas partes lo primero que nos dice es que no basta la afinidad de las ideas, que no basta la identidad misma de las ideas para producir siempre un partido entre muchos individuos. Un partido necesita de homogeneidad de ideas; cuando ya existe la necesita; pero la homogeneidad de ideas no supone precisa y necesariamente el partido. Son legítimas, son naturales, porque son de buena fe y porque están en la naturaleza de los hombres, las diferencias de historia, de conducta, de las preocupaciones, de las afecciones; todo lo que obra y puede obrar en los hombres, y que así les inspira el poder formar partido, como los aleja de poderlo formar. Nosotros, pues, así como comprendíamos que había aquí una tendencia teórica, digna de que la tuviera un solo partido, no podíamos tener la soberbia de pretender que a nuestra voz, que bajo nuestro mando, que bajo nuestra dirección había de formarse un verdadero organismo, un cuerpo político, un partido político. Existía un partido real, verdadero, que está aquí en estos bancos: existían otras fracciones, de que ligeramente me he ocupado antes, separadas de este partido: tenían la misma tendencia, pero no eran el partido mismo. Podrían serlo, deberían tal vez serlo, pero no lo eran.

Y partiendo de esta situación, ¿qué Ministerio correspondía a las circunstancias? ¿Qué política correspondía a las circunstancias? ¿Eran circunstancias aquellas que no hicieran posible aquella política? No, en manera alguna. A aquel estado de cosas correspondía, ante todo, un Ministerio que, teniendo por sus antecedentes y convicción tales creencias y tales opiniones, que pudieran tener soluciones aceptables para el partido y para las fracciones afines que aquí se encontraban, no las hiriera, sin embargo, en sus afecciones, en sus preocupaciones, en lo que hay inevitablemente de personal en todos los partidos y en todas las agrupaciones políticas. Y dado esto, y después de tener una convicción sincera, un propósito sincero y leal de hacer una política de esta clase erizada de dificultades, con algún objeto se había de hacer, algún fin era preciso para acometer una política de esta clase. Y ese fin era salvar la situación que he señalado antes en la Hacienda, legalizar el estado económico del país, y por último, después de zanjar todas estas cuestiones, que, aunque muy importantes y de interés más inmediato que otras, podían ser secundarias, aprovechar la ocasión de esta aproximación para dar solución a todas las cosas que podían ser creencias y que podían ser intereses comunes. Era una política, por decirlo así, teórica: era una política puramente de ideas; era una política puramente de soluciones la que podía entonces sentarse en aquellos bancos: pero era una política que podía sentarse en aquellos bancos entonces con gran provecho del país.

Por eso nosotros realizamos en poco tiempo casi todo el programa de la oposición constitucional desde 1850 hasta el día. Por eso nosotros pudimos abolir la reforma constitucional, última fórmula teórica del antiguo partido moderado, y traerlo a una legalidad común con las otras fracciones constitucionales. Por eso nosotros pudimos resolver la cuestión de las incompatibilidades con un criterio severo, muy severo, que honra mucho al señor Ministro de la Gobernación, que presidió la comisión que entendió en aquella ley de incompatibilidades parlamentarias, esta gravísima aspiración, esta antigua aspiración de las oposiciones constitucionales. Por eso nosotros, pasados más de diez años que el autor de las leyes de 1845 había aquí condenado las exageraciones con que se empleaba el recurso de nombrar corregidores que daban aquellas leyes al Gobierno, pudimos traer aquí una reforma saludable y encerrar esta situación en límites muy estrechos, y en manera alguna peligrosos para el país. Por eso nosotros, anticipándonos a los deseos teóricos manifestados aquí por mi digno amigo el señor González Brabo, trajimos en la ley de presupuestos las bases fundamentales, los principios cardinales, toda una verdadera ley de empleados, esta otra aspiración por mucho tiempo sustentada y sustentada en vano por todas las oposiciones constitucionales.

Por eso, finalmente, comprendiendo que la gran necesidad del país en aquellos momentos era producir, era traer la verdad a las instituciones, y sobre todo la verdad electoral, aceptó el Ministerio un proyecto de ley que ya el señor Posada Herrera había aceptado de la misma minoría progresista que un día se sentó en estos bancos; y en ese proyecto de ley consignó graves sanciones contra los delitos electorales. Por eso aquel Ministerio, aunque hostigado por el tiempo, aunque con prisa, como decía ayer el señor Ministro de la Gobernación, con una prisa honrosa se aprestó a cumplir el grande y el inmenso compromiso que tenían hacía muchos años las oposiciones constitucionales de suprimir en las leyes de imprenta la previa censura, de sustituir el sistema preventivo en esta materia contrario, directamente contrario a la Constitución del Estado, el sistema represivo.

Había, pues, gran necesidad de política interior, cuando nosotros llegamos. Había, pues, aquí, no lo negamos, grandes medios de satisfacerla. Había aquí una grande ocasión de aprovechar una mayoría a propósito para esas soluciones: nosotros la aprovechamos; no hicimos en esto más que cumplir con nuestro deber, pero le cumplimos.

Pero el Gobierno, que había podido resolver las dificultades parlamentarias, y que había podido prestar en este orden de cosas ciertos servicios al país, tuvo después dos desgracias al decir de los actuales señores Ministros. Fue la una, aplicar de una manera violenta, de una manera tiránica la ley de imprenta, que así como de pasada se califica en sí misma de ineficaz y de vaga. Fue la otra, no mantener en la opinión del país bastante seguridad, bastante certidumbre de que el orden público estaba asegurado. Y aún se puede añadir una tercera, y es no haber resuelto de un modo conveniente la cuestión de Hacienda. Estos son los cargos concretos dirigidos a aquella administración.

Respecto a esto último, a la cuestión de Hacienda, no he de ocuparme yo sino con breves palabras en este momento; mi digno amigo y compañero el señor Salaverría tratará esta cuestión cuando lo juzgue oportuno con la competencia especial que todo el mundo le reconoce. A mí me basta recordar, en primer lugar, que nosotros encontramos respecto a esta cuestión un verdadero pánico; en la esfera del Gobierno no le tuvimos; que nosotros, que oíamos ya al ocupar ese banco vaticinios tristísimos por todas partes respecto a la imposibilidad de sostener las cargas públicas, las sostuvimos holgadamente durante siete meses; que nosotros, de resultas de no tener ese pánico mantuvimos la confianza, primera base en este país y en todos los países de la buena administración de la Hacienda y de la buena gestión de los negocios públicos; que nosotros, y recuerdo estos hechos porque se relacionan con otra de las materias de que tengo que hablar inmediatamente, que nosotros tuvimos hasta la fortuna de que no habiendo sabido mantener el orden en una seguridad tan perfecta, en una seguridad tan incontestable como S. SS., el crédito público no se asustó, como no nos asustamos nosotros, ni tuvo ninguno de los terrores que ahora tiene, bajo la segura administración, bajo la incontestable administración de S. SS.

Por lo demás, aquel Gobierno tenía una necesidad muy grande, porque nacía de una gran convicción, de no destruir por ninguno de sus actos la confianza pública. El Gobierno no podía olvidar que durante sesenta años, por causa de nuestras guerras interiores, por causa de nuestras tristes vicisitudes políticas, había habido en España una verdadera parálisis administrativa. No podíamos olvidar que el atraso que indudablemente había producido la exageración de la civilización antigua entre nosotros, y el atraso que el fanatismo, que las malas máximas, que los errados conceptos habían producido en nuestro país, se había añadido un inmenso retraso, un retraso de sesenta años por causa de nuestra revolución política. El único remedio que nos había dejado lo pasado, el único medio que nos había dejado la misma revolución política para responder a esta inmensa dificultad era la desamortización. Con esa acumulación de lo pasado, con ese capital de lo pasado teníamos nosotros que responder al atraso inmenso que el pasado mismo nos había dejado.

En este concepto y con este espíritu se hicieron las leyes de desamortización; con estas leyes, como que era preciso reparar lo pasado, como que era preciso reparar y colmar grandes desdichas, había que hacer un esfuerzo extraordinario; no bastaban los esfuerzos comunes; no bastaban los esfuerzos ordinarios; era preciso un esfuerzo extraordinario; y este esfuerzo debía producir, podía producir en un momento determinado un poco de cansancio y la necesidad de hacer alto, pero de descansar, de hacer alto, no de abandonar aquella vida fecunda y provechosa para los intereses públicos; y en este alto no había que aterrarse, no había que asustarse, no había que asombrarse del esfuerzo extraordinario que se había hecho.

Si alguna dificultad momentánea nacía de aquella operación indispensable, lo que había que hacer era evitarla, respondiendo a las dificultades actuales y presentes con las incontestables ventajas que ofrecía el porvenir a nuestros ojos, y el porvenir es la confianza, y por eso nosotros teníamos que vivir de confianza, y negamos que ningún Gobierno español pueda vivir sin ella.

Por otra parte, señores, nosotros no éramos ciegos, habíamos visto el efecto que había producido aquí el aumento anunciado por el señor Lascoiti de 50 millones en la contribución territorial; conocíamos el estado del país contribuyente; no podíamos olvidar, no podíamos desconocer la actitud de los partidos radicales; y como hombres de gobierno, ya como hombres de orden, y como hombres que conocen toda su responsabilidad, no hubiéramos querido arrojar sobre el país el inmenso peso de un grande impuesto territorial. Destruida la confianza, no había remedio, había que vivir del crédito o del impuesto, del impuesto más o menos disfrazado, del impuesto con mejores o peores condiciones; y aquel Gobierno que no hubiera jamás imaginado sobre una renta imponible líquida territorial de poco más de 2.800 millones imponer 1.100 en un año; aquel Gobierno tenía una inmensa necesidad de confianza: yo recelo, señores Ministros, yo recelo que a vosotros no os hubiera venido mal tampoco tenerla; yo recelo, señores Ministros, que habéis de sentir mucho el haberla hecho desaparecer con vuestra conducta. Pero con esto y todo, según los señores Ministros, o según algunos de ellos, no pudimos mantener el orden público. Reconozco que el señor Ministro de la Gobernación, al hablar de esta materia, usó de una mesura extremada.

Su señoría dijo que aquello era un efecto natural más o menos; pero que si el Ministerio que presidía el señor Mon hubiera continuado al frente de los negocios públicos, la desconfianza hubiera desaparecido ni más ni menos que S. S. supone ha desaparecido en los tiempos presentes.

Yo doy gracias, por aquella y por otras muchas deferencias, al señor Ministro de la Gobernación; pero, en primer lugar, no todos sus compañeros le han seguido en ese camino y, en segundo lugar, no me ha lisonjeado la comparación entre el orden público que existió entonces y el que existe en estos momentos. No recuerdo que entonces se agotaran las balas y la pólvora por los ciudadanos para defender su seguridad personal; no recuerdo que entonces se armaran poblaciones enteras para defender la vida de un ciudadano; no recuerdo nada de lo que se dice por ahí, de lo que ha reconocido ayer aquí el señor Ministro de la Gobernación. (El señor Ministro de la Gobernación: Una alarma falsa). El señor Ministro de la Gobernación ha reconocido ayer que había habido alarma en Logroño. La alarma ha existido; será verdadera o no, pero ha existido.

Por consiguiente, y viendo que S. S. cree que puede haber en los tiempos presentes peligro para el orden público hasta en que discuta una Sociedad de Amigos del País, repito que no me lisonjea en manera alguna la comparación de S. S. ¿Qué había entonces, señores? Había habido rumores de la misma naturaleza de los que existen ahora y que cree el señor Ministro de la Gobernación que son inexactos; realmente se hablaba de hechos y de temores de realización ni más ni menos que se habla ahora. Una cosa más es lo que había entonces, y es el verano. Aquellos Ministros no tenían la culpa de que aquí sean fruta del verano las escenas del Arahal y de Loja. Aquel Ministerio no tenía la culpa de que la salida de la corte de Madrid, en ese tiempo de diseminación de los Ministros, es posible que hasta razones de clima y de temperamento hagan que en España sea el momento de las conspiraciones y hasta de las insurrecciones el verano.

Yo no he conocido todavía ninguna conspiración ni insurrección en el invierno, o al menos hará mucho tiempo, a no ser por causas generales de tal fuerza y condición, que no esté su origen dentro de la sociedad española, como sucedió el año 48; pero los movimientos, digámoslo así, indígenas, los que produce el territorio son aquí en verano. ¿Y qué hubo? No hubo ciertamente el ponerse de acuerdo centenares de individuos en alguna gran ciudad de España, en una de las primeras ciudades de España, y salir al campo casi en ejército formado a dar batallas al Gobierno. No hubo esto: tuvimos la fortuna de que no hubiera esto. Hubo algunas conspiraciones, y esas conspiraciones el Gobierno las previó, el Gobierno evitó que dieran resultados. Y no temo decir una cosa al Congreso y a los actuales señores Ministros, y es que no cambio, que nos cambiamos aquellos Ministros la gloria de haber evitado insurrecciones por la gloria de haberlas sofocado después de estallar. Esta es cuestión de gustos, y yo tengo éste.

Nosotros atendimos en todas partes a la conservación del orden público como era nuestro deber: nosotros lo mantuvimos por medio de las precauciones, por medio de las medidas siempre legales que dentro de sus facultades podía tomar aquel Gobierno: nosotros precavimos hasta los abusos que sin conocimiento suyo tal vez podían hacerse de ciertos nombres de personas, con el fin de poder poner en peligro la paz pública. Nosotros tuvimos de resultas de este estado de cosas que destinar a Ultramar unos sargentos, pero mejor para S. SS. que así, después de haber desertado y haber manifestado de esa suerte su rebelión, tuvieron el placer de indultarlos.

Y vamos a la cuestión de imprenta. He dicho antes de pasada y advierto al Congreso que es lo último que tengo que tratar en el día de hoy, y que no pienso molestar su atención por mucho más tiempo; he dicho antes, repito, que la cuestión de imprenta envolvía un gran compromiso para todas las personas que en un momento dado habíamos tomado aquí parte en los negocios públicos, oposiciones y Gobierno: he dicho que aquel Gobierno había tratado de reparar esto con prisa, tal como el tiempo se lo concedía, y debo añadir, confirmando lo que ayer dijo el señor Ministro de la Gobernación, que aquel Gobierno no quería hacer una ley definitiva. Así lo dijo; no podía menos de decirlo; en lo avanzado de la estación, en el estado del Parlamento, era completamente imposible el hacer una ley nueva.

Se hizo lo que se pudo, todo lo que se pudo, y la prueba de que se hizo todo lo que se pudo es que ninguna de las personas que lo mismo que yo tenían ese gravísimo compromiso político de mejorar las condiciones de la imprenta, suprimiendo sobre todo la previa censura, ninguna de aquellas personas pidió más en aquellos momentos.

Digo más, y es que la reforma fue más allá de lo que quizá nadie imaginaba; no se sospechó que pudiera ser tan extensa.

Dadas estas circunstancias, es como hay que juzgar la ley de imprenta. La ley de imprenta debía componerse necesariamente de la ley que lleva el nombre del señor Nocedal, que en realidad es redacción de una comisión que presidió el actual señor Ministro de la Gobernación; la ley actual que rige se compone de esta ley y de las modificaciones necesarias para que pudiera suprimirse la previa censura.

Esto era lo principal. Al lado de esto había otras dos modificaciones muy importantes: era la primera el establecimiento del jurado para los delitos propiamente dichos de imprenta; era la segunda la rebaja de las condiciones de publicación.

El Gobierno trajo a los Cuerpos colegisladores el proyecto de ley: este proyecto de ley se discutió en ambos Cuerpos, se aprobó, y el Ministro de la Gobernación de aquel tiempo, autorizado por un artículo de aquella ley para introducir la ley reformada en la ley antigua, tuvo la delicadeza de no querer hacer esta operación por sí mismo, y nombró una comisión de Senadores y de Diputados que la hicieran.

El señor PRESIDENTE: Aprovecho esta ocasión para recordarle a S. S. que dentro de breves minutos van a terminarse las horas de Reglamento.

El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO; Estoy concluyendo, pero reconozco la razón con que S. S. me hace esta advertencia.

Para ir al resultado, y para concretar lo que tengo que decir contestando a una alusión especialísima del señor Ministro de Gracia y Justicia, recordaré que en la ley que formó, que redactó la comisión que presidía el señor González Brabo, no en el proyecto que trajo aquí el señor Nocedal, Ministro de la Gobernación en aquel tiempo, se incluía un artículo declarando que ciertos delitos, aunque cometidos por medio de la imprenta y por paisanos, debían ser juzgados por los tribunales del fuero de guerra. Se ventiló esta cuestión en el Congreso y en el Senado; los artículos de aquella ley estaban redactados de tal manera, que su simple inspección hacía creer, hizo creer unánimemente a la comisión nombrada por mi, comisión de la cual formaban parte muchos dignos individuos, y entre ellos el diputado señor Alvareda, y a mi propio, que el sentido de aquel artículo era que todos los delitos, absolutamente todos los delitos militares que se cometieran por medio de la prensa fueran de los tribunales militares. Así lo entendió aquella comisión; así lo entendí yo; así parece comprenderse del sentido directo y textual de aquella ley.

Cuando se discutió en el Congreso y en el Senado, el señor Nocedal, Ministro de la Gobernación en aquel tiempo, tuvo sin embargo que dar explicaciones respecto de este artículo, y después de declarar que este artículo no era obra suya, se propuso explicarlo y lo explicó del modo más verosímil, de la manera más racional que le fue posible; pero no explicó, no dijo, no pudo decir que los tribunales militares, según la ley formada por aquella comisión, no debieran entender en los delitos de imprenta. Hizo una cierta distinción: dijo que si los delitos en su tendencia podían considerarse previstos en la ordenanza como los consejos de deserción o de infidelidad a las tropas, estos delitos debían ir a los tribunales militares, y que sólo en el caso de que por medio de la imprenta se cometiesen delitos que no pudieran considerarse comprendidos en las leyes militares, no debieran ir estos delitos a los consejos de guerra.

Pues bien: al aplicarse esa ley, en cuya aplicación no podía tomar parte ninguna el Gobierno, como podrá cerciorarse el señor Ministro de Gracia y Justicia si se tomase el trabajo de leerla; al aplicar esa ley, digo, el juez, examinando ciertos artículos de periódicos, creyó que debía enviarlos a los tribunales militares para que declararan, siendo ellos los únicos que podían declararlo, aun según la interpretación del señor Nocedal, si los delitos en ellos comprendidos eran de los que podían considerarse previstos en la ordenanza militar o si, por el contrario, no eran de esta clase. Los tribunales militares se declararon competentes, y ellos eran los únicos que tenían derecho de considerarse así, y una vez declarados competentes, juzgaron los hechos sometidos a su competencia como tuvieron por conveniente; pero nunca pudo decirse, nunca pudo reproducirse, mucho menos como el actual señor Ministro de Gracia y Justicia, aquella frase puesta en favor por ciertas fracciones anárquicas después de la revolución de julio en Francia, de que los tribunales condenaban al Gobierno. No; los tribunales no podían condenar al Gobierno.

En primer lugar, porque el Gobierno, según la ley vigente, no tiene intervención ninguna en los procedimientos de imprenta, al menos en todo lo que puede ser delito común de imprenta. Los tribunales se condenarían a sí mismos, se condenarían sus agentes unos a otros, pero en ningún caso podían condenar al Gobierno. En segundo lugar, ¿de dónde deduce S. S. que siempre que hay absolución de delitos y de delitos políticos puede considerarse condenado el Gobierno? Repito que nada ha podido parecerme más extraño que esta aseveración del señor Arrazola; y como le veo a S. S. tomar apuntes y esta cuestión se ha de tratar más ampliamente, me reservo para entonces el acabar de tratarla.

Conste pues esta sola afirmación en la materia; y es que aquel Gobierno no se ha mezclado para nada en los juicios de imprenta, porque no tenía el derecho de mezclarse; y es que aquel Gobierno ha dejado a la ley seguir su curso, porque creía que ningún Gobierno tiene derecho de perturbar la acción de las leyes; porque creía que es más perjudicial al orden público y a la libertad de los ciudadanos cualquiera intrusión en la administración de justicia, que la aplicación de la ley más cruel y más represiva; porque no entraba en los principios y en el sistema de aquel Gobierno separarse en nada de las leyes, siquiera fuese para dar treguas a su aplicación, como ha dicho el señor Arrazola.

Esto era lo que tenía que decir al señor Ministro de Gracia y Justicia, y concluiré diciendo unas breves palabras en general al Gobierno de S. M. Nosotros fuimos un Ministerio indeterminado, según se ha dicho desde ese banco; nosotros fuimos un Ministerio indefinido; estos Ministerios pueden prestar y han prestado en ocasiones determinadas servicios al país. Pero hay otros Ministerios más definidos, más concretos, que nacen de un partido, de un cuerpo político, de un organismo político preexistente, que no pueden prestar ningún servicio, y éstos son los que, aunque tengan por base y fundamento un gran partido, no aciertan a interpretar de una manera cuyo sentido se reconozca unánimemente como exacto y como cierto, las ideas y las opiniones de ese mismo partido; es cuando esos Gobiernos sólo son y quieren ser representantes de intereses y preocupaciones de esos partidos y de los odios políticos que todos los partidos tienen a sus adversarios.

Yo os digo, señores Ministros, que en el estado de este país, cuando tan grandes intereses están en tela de juicio, hacéis mal en poner por delante ningún interés de partido. Si tuvierais la convicción, la gran convicción que tuvo el partido tory desde 1793 a 1823, haríais bien en aplicarla; yo no os haría un cargo por ello; pero si no tenéis esa gran convicción de los principios conservadores; si no sabéis ser la representación e interpretación fiel del partido que os sostiene, entonces renunciad a la política estrecha de los intereses y de los odios de partido, porque en estos momentos es peligrosa. El odio no tuvo musa en lo antiguo, y si vosotros la habéis hallado, es preciso convenir en que no os ha inspirado nada grande, ni nada nuevo todavía.






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ArribaAbajoProyecto de constitución

DSC de 8 de abril de 1869


El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: Dos graves dificultades, señores Diputados, embargan mi ánimo al levantarme a usar de la palabra en este punto. La primera la habéis visto nacer en el día de ayer, y crecer hace pocos instantes. Un grande orador, bien conocido antes fuera de aquí, y que ha conquistado ya en distintas ocasiones y señaladamente en el día de ayer, una de las más grandes reputaciones parlamentarias del país, el señor Castelar, tuvo la, bondad de presentarme a vosotros en cotejo con una de las más respetables figuras de nuestros anales parlamentarios. La amistad de los primeros años, el afecto adquirido en las aulas, pueden disculpar este elogio, que había ya de constituir para mí, sin embargo, una grandísima dificultad en este día. Pero hoy mismo el señor Figueras, el señor Moret y el señor Mata han tenido para mí nuevas palabras de benevolencia, que hacen aquella dificultad, dentro del límite de mis fuerzas, casi de todo punto insuperable, poniéndome en el caso de defraudar de todos modos vuestras esperanzas. Y en esta situación, señores, puesto que tan pronto ha de venir la prueba, puesto que puede decirse que la prueba misma se está ya realizando en este instante, ningún otro recurso me queda que apelar, con más necesidad que hubiera apelado en otra ocasión ninguna, a la indulgencia de los señores Diputados que me escuchan y que estoy seguro no ha de faltarme. Nace la segunda dificultad del momento y de la tendencia con que vengo a intervenir en este debate.

Hace dos días que escucha esta Cámara palabras de alta elocuencia, encaminadas a demostrar que el proyecto de Constitución que se discute no es bastante para las necesidades liberales de la Nación española; que no responde en su fondo ni en su forma al ser político del país; que no responde a sus ideas ni a sus sentimientos verdaderos; que no responde, en fin, a las conveniencias públicas. Y es penosa misión para mí, después de esto, la que me imponen mis convicciones de demostrar lo contrario.

No es en verdad ésta la primera vez que yo me encuentro frente a frente de una necesidad semejante, bien que motivada por muy distintas causas y por muy diversa situación política.

Hace poco tiempo todavía, no dos años aún, que yo intentaba demostrar a otra Asamblea, representante también de una victoria, como lo es esta Asamblea, representante también de una gran tendencia, la tendencia a la autoridad, como esta Asamblea lo es, principal y esencialmente, de la tendencia a la libertad, que había contradicción, que había más que contradicción todavía, un profundo y real antagonismo entre lo que ella creía que era la realidad de las cosas en el país y lo que era la realidad misma. Aquel Congreso, y el poder que apoyaba ardientemente, deslumbrados por los triunfos fáciles que a veces ofrece la fuerza, embriagados, ciegos por el éxito, habían llegado a creer que no quedaba en la sociedad más elemento inmutable que la autoridad, y que ese elemento sólo bastaba para satisfacer las aspiraciones y las necesidades inmediatas de la sociedad española.

En vano les predije un día y otro desde aquellos mismos bancos que hoy ocupa la minoría republicana, que por aquella senda no caminarían, no irían en paz. En vano les demostré que aquella reacción en favor de la autoridad, de que insensatamente abusaban, había de traer contra ellos una grandísima tempestad política, había de excitar más vivamente que nunca la pasión de la libertad, y que en lugar de establecer con eso verdaderamente la autoridad, y de crearla sólidos cimientos, iban a poner de una vez en tela de juicio y a perder probablemente cuanto hasta allí había sido sagrado en España, lo mismo la dinastía antigua, que las instituciones seculares; lo mismo la unidad católica, que la influencia predominante de las clases conservadoras; todo cuanto hasta aquel momento, en fin, había constituido aquí la vida social. No menos en vano procuré hacerles comprender a aquellos poderes triunfantes que cuando hubiesen demostrado del todo con sus actos y sus palabras al país que no merecían ningún respeto intrínseco las leyes civiles y constitucionales, y que era lícito violarlas constantemente aun desde el poder, no se podrían sustraer lógicamente a la misma suerte las leyes militares, más tarde o más temprano, como se ha realizado, y tenía forzosamente que realizarse. También les demostré que una vez puesta aparte de la Constitución del Estado, dentro de la cual estaba consignada, la inviolabilidad del monarca y la responsabilidad de la persona que le representaba, desaparecería, de hecho y de derecho, semejante inviolabilidad y semejante responsabilidad, que sólo podían existir y existían por la Constitución del Estado. Nadie atendió mis palabras entonces.

¡Será verdad, por ventura, como dijo tristemente Platón algún día, que los reyes estaban destinados perpetuamente a hacer leyes contra los pueblos, y los pueblos perpetuamente destinados a hacer sólo leyes contra reyes! ¡Será verdad también acaso esta otra sentencia más triste, más amarga todavía, de Aristóteles, es a saber: «que la noción de la justicia, que la idea del derecho, que el sentimiento del deber sólo se reflejan siempre con claridad completa en la conciencia de los débiles!».

No quiero saberlo en este instante. Pero lo cierto es, señores, que no pude hacer oír la voz de la razón, por lo menos, a aquellos fuertes. Bien pronto comprendí que todos mis esfuerzos eran inútiles para separar a aquel poder, a aquella mayoría de su camino, y entonces me retiré a mi casa, con el corazón triste, por ideas y sentimientos que no me era lícito poner en olvido, pero con más tristeza en la mente todavía: con toda la tristeza que se fija sin querer en el espíritu, cuando atentamente contempla las tenebrosas profundidades de lo desconocido.

Me retiré a mi casa, repito, y allí esperé, como sin duda otros muchos esperaron, el desenlace. Se había abandonado el Estado de derecho; se habían entregado los destinos del país al fallo de la fuerza, y la fuerza falló, y su fallo es lo que tenemos todos en este momento presente.

Por lo mismo que eran aquellas horas solemnes para la Nación española; por lo mismo que eran para mí tan temerosas las tinieblas de lo desconocido, quise ser y fui con aquellos poderes mucho más templado en los debates, mucho menos acerbo en mis impugnaciones de lo que hubieran exigido en otro caso las circunstancias. Pasé por alto, delante de aquella Asamblea, grandes agravios inferidos a mis amigos políticos; callé de todo punto los propios; y si hoy recuerdo esto todavía, no es sin propósito: es para dar desde ahora una explicación sencilla de los motivos por que antes de llegarse a esta ocasión solemne, antes de llegarse al debate de las cosas permanentes y definitivas, he observado delante de esta Cámara liberal una conducta tan mesurada, tan prudente, tan silenciosa. He dado, sí, mi leal apoyo a todo lo que era conforme con mis compromisos o mis convicciones: me he limitado hasta aquí a la mera abstención en todo aquello que parecía incompatible con ellas o ellos. Mas ¿qué tiene esto de extraño, señores? Lo que había hecho delante del éxito de la reacción, delante del triunfo del principio de autoridad; eso debía hacerlo, con más razón aún, y lo digo sinceramente, con mucha más razón aún delante de una Cámara liberal, aunque exagerada, aunque errada, a mi juicio, en varias de sus resoluciones. Un mismo principio de equidad y de prudencia ha guiado, pues, mi conducta en dos tan diversas ocasiones.

Cierto es que no habrá nadie que haya tenido la curiosidad de seguir atentamente las vicisitudes de mi vida pública; cierto es que no habrá nadie que conozca la sinceridad de mis convicciones políticas que haya podido dudar, sin embargo, por un instante siquiera del juicio íntimo que debían merecerme no pocos de los actos del Gobierno, no pocos de los acuerdos de esta Asamblea. No es ciertamente la ocasión de discutirlos; no la habrá ya nunca para mí probablemente, porque sobre lo pasado, sobre lo que ha tenido de inevitable, o poco menos, la situación de fuerza creada por los extraordinarios acontecimientos de los últimos meses, desde que se planteó la cuestión en tal terreno, no deseo más que arrojar lo más pronto posible y que por todos se arroje el velo consolador del olvido. Es evidente, señores Diputados, que nadie podrá creer por el apoyo que he prestado al Gobierno que se sienta en ese banco (Señalando al ministerial), que sea igual mi opinión a la suya respecto al modo de conservar el orden público, o que yo apruebe enteramente su sistema de conducta: que contra la voluntad de los señores Ministros (me complazco en reconocerlo), y contra la lealtad de sus intenciones, mantiene la triste, tristísima situación que todos deploramos, aun después de tres grandes y sangrientas jornadas, en la mayor parte de las hermosas poblaciones de Andalucía.

Nadie, de la misma manera, podrá creer que el sistema económico del señor Ministro de Hacienda, cuya probidad y talento respeto, así por lo que toca a los impuestos que ha suprimido ya o se propone suprimir, como por lo que se refiere a las nuevas imposiciones intentadas o pensadas, sea de mi agrado tan sólo porque haya guardado hasta aquí silencio. Sobre todo esto, y sobre el déficit pasado y presente, y sobre los medios de disminuirlo o remediarlo, así como sobre la manera de usar del crédito en estas críticas circunstancias, tengo yo también mis opiniones, sin duda alguna, que me reservo exponer más adelante, cuando desaparezcan las extraordinarias circunstancias políticas en que estamos. Entonces expondré lealmente estas opiniones y debatiré con S. S., como he debatido cosas semejantes con otros señores Ministros de Hacienda. Por hoy nada más debo decir, nada más quiero decir acerca de los actos transitorios, de la conducta gubernamental de los hombres que tienen hoy a su cargo el Poder ejecutivo.

Sólo quiero que conste también, por último, bien que nadie haya podido imaginar otra cosa ni aquí ni fuera de aquí, que no he autorizado con mi voto, ni entendido autorizar en lo más mínimo con mi silencio, el principio de la abolición de quintas, que significa para mí, en conciencia, y de una manera evidente si llegara a realizarse en las leyes, la destrucción de la integridad del territorio nacional y la imposibilidad de mantener ya nunca en España el orden público. (Voces en los bancos de la izquierda: No, no). Sí; ya habríais perdido a estas horas al otro lado de los mares una hermosa parte del territorio nacional, si no hubiera existido aún esa fuerza producida por las quintas, si no hubiera habido todavía un ejército bien organizado y capaz de defender a tantos millones de leguas el honor y la integridad de la patria; ya lo habríais perdido, digo, ya lo perderíais, si eso, por desdicha de todos, se llevara a cabo.

Tenemos aún islas en el Mediterráneo, tenemos todavía posesiones en la orilla africana del Estrecho de Gibraltar, y tenemos sitios importantes y codiciados que quedan en bastante número, para que, aun considerada la cuestión bajo este solo aspecto, nos sea posible prescindir de un medio de reclutamiento seguro, constante, inevitable, que no haga depender de circunstancias fortuitas o difíciles la organización del ejército nacional. Y en cuanto a lo del orden público, yo a los señores Diputados que me han interrumpido, yo les pregunto si en lugar del ejército permanente, formado por las quintas, piensan fiar su conservación a los grupos armados que coronaron las barricadas en Cádiz, Jerez y Málaga.

Desde este momento, señores, y habiendo determinado bien mi posición, aunque insignificante, en esta Asamblea, entro en la gran cuestión que es objeto especial de este debate. En él me hallo ya enfrente de una fórmula concreta, permanente, de política, por la cual debo y puedo juzgar ya a ciencia cierta las aspiraciones, los resultados y el porvenir mismo de la revolución de Septiembre. Voy, pues, a examinar con toda la brevedad que requiere el caso, el proyecto de Constitución que se debate; pero voy a examinarlo al mismo tiempo, según todos deben esperar, con arreglo a mi propio criterio.

No es exacto, en verdad, por lo menos en su propio y recto sentido, lo que mi elocuente y particular amigo señor Figueras ha indicado esta tarde respecto a mis conexiones con el partido moderado. No; yo no he pertenecido, propiamente, en toda mi vida, ni por un momento siquiera, a lo que se ha llamado en España partido moderado. Desde el banco del Gobierno, donde estas proclamaciones son más difíciles y más sinceras, he declarado yo un día al discutirse la abolición de la reforma de 1857, que entendía que el porvenir resolvería todas las cuestiones, absolutamente todas las cuestiones por el criterio de la libertad. Y con este criterio mismo, tal como yo le entiendo, con un derecho tan perfecto para entenderlo a mi modo como tienen los señores de enfrente para entenderlo al suyo, dentro de los límites y de las condiciones a que yo voluntariamente me sujeto, voy a examinar la cuestión presente. Y comenzaré por decir, señores, que a mí, que no me asustan generalmente ni las ideas, ni las palabras que las representan debidamente, no me espanta, ni poco ni mucho, la consignación expresa de los llamados derechos individuales en la ley fundamental del Estado.

¿Por qué habían de espantarme? Ha habido error en mi amigo el señor Moret al decir en el día de hoy que antes de ahora, aunque esos derechos se hayan reconocido en la práctica a las veces, han estado por la legislación en completo olvido. Desde el bill de derechos inglés de 1689, desde la declaración de derechos francesa de 1789, desde que empezaron, imitando las Constituciones francesas, a hacerse las Constituciones modernas, no puede decirse con razón que los derechos individuales, mejor o peor definidos, completos o incompletos, hayan faltado en ninguna de las Constituciones formadas. No faltaban aquí en la Constitución del año 12, no faltaban en la Constitución del año 37, no han faltado en la Constitución de 1845. Y si algunos no estaban en la Constitución, han estado en otras leyes, y en leyes de un carácter tal, como el Código penal o como la ley de reuniones públicas que yo tuve el honor de presentar a la aprobación de otra Cámara, que tenían verdadera fuerza constitucional.

No es cierto, no, que la seguridad individual, que el respeto al domicilio, que el derecho de reunión y de asociación, que el derecho de imprimir y publicar las ideas dentro de ciertos límites, más anchos o más estrechos, faltaran hasta ahora de la legislación española, como no faltan de ninguna legislación contemporánea. (Señales de denegación en la izquierda). Enuncio ahora, señores, una verdad de todo punto evidente; discutiremos la diferencia de límites, esto es fácil; lo que no es fácil, lo que es imposible, es negar con razón lo que estoy yo afirmando. Pero cuando yo decía hace un momento, que a mí no me espantaban estos derechos en sí, ni el que estuvieran consignados en la Constitución del Estado, no me reduje a juzgarlos así, solamente en su forma antigua y en sus antiguos límites. Quería decir; más sinceramente quería decir, y añado ahora, que no me espantan tampoco, que no me repugnan tampoco que, por el contrario, los acepto también en la forma en que están generalmente consignados en el proyecto de Constitución que se discute.

Todos esos derechos, aunque no todos ellos, con sus propuestos límites, sino con otros más claros y más concretos, son aceptables bajo el punto de vista de mis opiniones. Los límites mismos dependen, sobre todo, del modo con que se construya o se organice a la par el Estado. Es el establecimiento de los derechos individuales, inseparable de la manera en que se organice y constituya el Estado, porque éste ha de representar precisamente el derecho absoluto de cada uno delante del derecho absoluto de cada otro; y de la proporción en que se hallen las fuerzas del Estado, agente del derecho de todos en particular, con cada derecho aislado, ha de resultar en último término la verdadera medida de los derechos individuales que encierra cualquiera Constitución política.

Dadme para cada derecho individual, por medio del Estado, la libertad y la seguridad que él en sí necesita, y yo os doy, yo os entrego, yo os cedo en toda la extensión que queráis, cualquier derecho individual, y aun todos los derechos individuales. ¿Cómo, señores, con estas opiniones había yo de combatir, había de repugnar yo el establecimiento de tales derechos? Yo sé bien que el fin de la sociedad humana en la tierra es el desarrollo, es la perfección posible de la personalidad del individuo.

Yo soy de los que piensan que el ideal y el fin de la vida no están en la sociedad, sino en el individuo mismo. Yo soy, pues, fundamentalmente individualista; y no lo soy ahora, lo era antes, lo era hace mucho tiempo, y lo tengo consignado en páginas impresas, porque estoy resuelto, y dicho sea al paso, a no decir aquí hoy ninguna opinión que no tenga ya manifestada de antemano. Pero al mismo tiempo que considero así al individuo, soy también de los que otorgan al Estado grandes atribuciones en la vida humana, no sólo como institución de derecho y garantía de derechos, sino como instrumento natural y necesario de progreso y de perfección para los hombres. En el más o menos de la actividad del Estado, en la manera de concertar su garantía y su dirección con la espontaneidad individual, en ésas y otras cuestiones conexas es en las que podré diferir de muchos de los señores de enfrente; pero así y todo, en lo que hay de más fundamental en tales cuestiones, quizá me separe más que de ellos, de otros que están más cerca de mí en la apariencia.

La cuestión, pues, para los señores que profesan las ideas republicanas, como para la comisión y para mí mismo, está concretamente encerrada en estos términos. Los derechos individuales, tales como los consigna el proyecto de Constitución que se está discutiendo en este momento, así como son concedidos a cada cual, ¿tienen por la organización, por la construcción del Estado, bastante garantía para realizarse en todos a un tiempo, absolutamente en todos, sin excepción ninguna de mayoría o de minoría, ni de interés ni de clase determinada? A esta pregunta responde mi razón que no, señores Diputados, y esto es lo primero que tengo que procurar demostrar al Congreso.

Se ha hablado ya mucho de la seguridad individual, se ha hablado mucho de la inviolabilidad de domicilio. Respetable, respetabilísima es la seguridad individual, ciertamente: digno de ser inviolable es, sin duda, el domicilio. Pero la seguridad individual ¿puede llegar hasta el extremo de que, por no herirla en principio, se organice la función de la policía o de la justicia de manera que sea imposible o casi imposible la persecución de los delitos? Pero la seguridad del domicilio, dentro de los más severos principios individuales, la inviolabilidad misma de ese hogar que tan elocuentemente nos pintaba el señor Moret y Prendergast, ¿puede llegar hasta el punto de crear obstáculos insuperables para que se recojan a tiempo los elementos de prueba, se aprehenda a los criminales, y se cumpla la justicia social, que no representa más que el derecho de cada individuo? Seguramente que no, señores Diputados. ¿Y se llega hasta ese punto en el proyecto de Constitución que se discute? Sí: se llega a eso desde el momento en que en artículos casuísticos, que no existen, tal como en ella se hallan redactados, en ninguna, absolutamente ninguna Constitución, por evitar la fórmula general de establecer los principios con arreglo a las leyes, a leyes especiales, a leyes concretas, se intenta preveer todos los casos, lo único que casi por completo se olvida es el determinar las funciones naturales de la administración en su parte negativa que constituye la policía.

Desde el momento en que en ese mismo Código se desconoce o se impide el primer movimiento de actividad de la justicia, que está en la policía judicial, poniéndose obstáculos insuperables a los tribunales para que eviten la usurpación de los mismos derechos individuales que tanto se preconizan. Aquí tengo a la mano el programa de La Discusión, ese documento tan famoso, por haberse fundado sobre él el programa de la revolución triunfante, por constituir el credo de una parte importante de la oposición y de la mayoría. En él se ve, por ejemplo, que todo lo que se pedía respecto a la seguridad individual era el Habeas Corpus. ¿Y hay en el Habeas Corpus algo que se parezca a la prohibición implícita de perseguir a un criminal dentro del domicilio ajeno, que en el proyecto de Constitución hay, porque éste no es ciertamente el caso de agresión ilegítima de que nos hablaba el señor Moret? ¿Impediría el Habeas Corpus sorprender a ningún criminal dentro de la casa ajena, violada, por la violación anterior de su deber, por la violación evidente que comete el dueño de una casa al acoger al criminal, por más que en ello satisfaga los más generosos impulsos de su alma?

Respetando en todo lo que tenga de respetable ese género de sentimiento, ¿podrá, sin embargo, cumplirse la justicia humana desde el momento en que casos concretos de violación indispensable, instantánea, de domicilio, casos definibles, precisos, en que la autoridad debe penetrar en el domicilio ajeno, no estén expresamente comprendidos en la Constitución? No era posible que esto se hallase en el acto célebre que se conoce por el de Habeas Corpus, ni en ninguna parte de aquella legislación, porque las leyes inglesas no tienen sanción penal sino para casos muy definidos y concretos, materialmente definidos y concretos. Nada podía haber allí, pues, que se pareciese a la obligación que se impone a cada juez aquí ahora de fundar de una manera suficiente cualquier pesquisa, la menor gestión que tenga que hacer para el descubrimiento de los delitos. Y si todo parase en la necesidad de fundar los autos de registro de casas, y en las dilaciones que son consiguientes, todavía no sería eso ni tan nuevo, ni tan funesto para la administración de justicia. Pero con esa indemnización, con esa multa que se obliga a pagar a todo juez que no funde suficientemente cualquier paso del procedimiento, yo os digo una cosa que parecerá paradoja, pero que es una verdad evidente, y es que si ese artículo, que si esa Constitución llega a ser ley, no habrá nadie que tenga en España tantos procesos como cualquier juez recto, y más cuanto sea más recto y más honrado y más celoso en el desempeño de su cargo.

Suprimís en realidad el proceso del juez al reo presunto o cierto para descubrir o esclarecer los delitos, y creáis en lugar de esto el pleito entre el reo y el juez; pleito de cada caso, pleito que puede ser una explotación, pleito que cohibirá a cualquier juez para meterse a indagar delitos. Pocos serán los autos de registro de morada y de reconocimiento de papeles que puedan declararse suficientemente fundados, si de ellos no resulta comprobado el delito. Menos serán los jueces que se expongan a pagar tales indemnizaciones o a seguir tales pleitos, aunque padezca la administración de justicia.

¿Y pretenderéis por acaso, señores de la comisión, evitar este inconveniente gravísimo, mitigando o anulando el texto constitucional con la jurisprudencia de los tribunales superiores? ¿Apelaréis a sabiendas, para salvar esta responsabilidad, a que el tribunal superior declare suficiente causa para proceder todas las causas buenas o malas? ¿Es así como se redactan los Códigos fundamentales? ¿Es así como se forman las verdaderas costumbres jurídicas y políticas? ¿Es así como se crea o se mantiene la probidad en la administración de justicia? No, de ninguna manera.

Si este artículo llega a ser ley, si cien veces me pidiera a mi consejo un magistrado, en noventa y nueve de ellas yo le aconsejaría que no se expusiese a dar pasos en falso, que esperase para comenzar a proceder a inquirir, a registrar, a examinar documentos que le ofreciese la casualidad, porque otra cosa no podría ser, motivos suficientes para fundar sus providencias. Verdad es que con esto no habría casi nunca pruebas ni verdaderos procesos, pero el juez se libraría de ruinas ciertas o los magistrados superiores de prevaricaciones constitucionales.

Todo esto depende de un falso principio. Todo esto nace de haber querido evitar una crítica ligera que se había hecho en los periódicos de la fórmula conocida del con arreglo a las leyes. La verdad es que por más que se haya abusado de ella, como puede abusarse de todas las cosas humanas, esa fórmula es la propia, es la única que cabe holgadamente en una Constitución política.

Luego en las leyes extensas verdaderamente técnicas, establecidas en especial para cada materia, estas dificultades pueden fácilmente salvarse. En una ley constitucional, por su naturaleza y por conveniencia tan poco flexible, una vez adoptado un error tiene difícil remedio. Y como el sistema casuístico aplicado a los artículos de que ahora trato los errores eran inexcusables, inevitables, otros habrá aún que no veremos ahora, que a deshora señalará la práctica para acabar de hacer su proceso al sistema.

Por eso yo lo que combato, ante todo, es este sistema: lo que combato es el respeto supersticioso con que se buscan y se dan garantías a la seguridad individual de algunos a costa de la seguridad individual de todos.

Hora es ya de que abandone este punto y continúe examinando lo más breve que pueda la manera con que está formulado algún otro de los derechos individuales. ¿Hay alguno, cuando no se limita convenientemente, que más pueda atacar el derecho de cada uno que el derecho de reunión por parte de muchos? ¿Ni qué otra mejor demostración de esto mismo se puede dar que la que ha dado la comisión al establecer en ese proyecto que no se toleren ni se consientan reuniones públicas en los alrededores de esta Asamblea?

Pero si en los alrededores de esta Asamblea no, ¿por qué sí delante de los tribunales de justicia? ¿Por qué sí delante de los abandonados jueces de primera instancia, mucho más indefensos a todas horas que nosotros podemos estar nunca, y expuestos a ataques más graves en su intención, aunque lo sean menos en sus efectos, que los que nosotros podríamos experimentar en ningún caso? ¿Y por qué aquí, a la puerta del edificio no, y sí delante del palacio del monarca, a quien declaráis irresponsable, podrían celebrarse reuniones, que no sería nuevo que tratasen de arrancarle por intimidación algún acto de prerrogativa, la sanción, por ejemplo, de alguna ley que se negara a sancionar en uso de su incontestable derecho?

¿Por qué tampoco delante de mi casa han de permitirse reuniones, para intimidarme quizá a mí, que, como ciudadano, tengo el derecho absoluto de mis opiniones y de mis actos? ¿No necesita más amparo el derecho de un individuo aislado que el de un Cuerpo colegislador, que tantos medios tiene de acudir a su propia defensa? En una palabra, ¿cuándo no será una usurpación de los derechos individuales de muchos individuos el derecho de reunión por grandes colectividades en la vía pública. ¿Hay pocas cosas más claras que éstas: que el derecho absoluto de reunión sobre la vía pública, aunque sea como tal, constituye siempre un ataque al derecho de tránsito, de locomoción, de actividad, de cada uno de todos.

Bien claro es que la doctrina que protege este género de actos que consigna el citado artículo no nace del respeto que se profese a ningún derecho individual; nace, por el contrario, sin sospecharlo los mismos individuos de la comisión, nace de otras diversas corrientes, de ésas que subterráneamente se establecen y llevan a donde menos se espera las aguas lejanas. Lejos de proceder lo que se llama el derecho de reunión al aire libre y sobre la vía pública del sentimiento de la libertad individual, procede del constante apetito de toda muchedumbre, de toda colectividad, a despreciar al individuo, a prescindir de su derecho propio, a sacrificarlo a su egoísmo, a sus pasiones, a sus intereses.

De ahí, de esa pasión innata, instintiva de toda colectividad como de toda fuerza, a sobreponerse a cada individuo y a toda fuerza menor; de esa pretensión de toda asociación, aunque se forme momentáneamente, en las plazas públicas, a ser más respetable que el derecho aislado, fundado en una sola conciencia libre.

Y esto no lo admiten ya mis convicciones, no: mi derecho en sí y en cuanto no usurpa el de otro individuo ninguno, es tan grande como el de todos vosotros, tanto como el de la Nación entera. Así enseña el derecho la ciencia: ese es el derecho tal como hoy le profesa, o más bien le reconoce, la política. Donde quiera que se me limite ese derecho, allí tengo un derecho constante, inconcuso, contra el que me lo limite indebidamente. Es ilícito, pues, es contrario a los verdaderos derechos individuales todo lo que se les consienta a las reuniones de grandes muchedumbres, en perjuicio material o moral de cada individuo. Lo que el derecho colectivo de reunión se limite en este sentido, todo eso se dará de verdadera libertad a los derechos individuales.

No hay entretanto considerablemente limitado en el proyecto de Constitución que se discute más que un solo derecho; uno que era ya el más limitado que hubiese habido hasta ahora: hablo del derecho de asociación. No estaba tan limitado como generalmente se creía este derecho por la legislación penal; y personas eminentes que han usado de él ampliamente, y que están hoy presentes, podían realmente atestiguarlo. Pero, en fin, no puedo menos de reconocer que era un derecho bastante limitado hasta ahora por las leyes vigentes, y que seguirá estándolo cuando sea ley el proyecto que se discute. Permitidme, señores Diputados, que sin oponerme a que este derecho tenga limitaciones justas, como las deben tener todos, os pregunte, no sólo a los que os sentáis enfrente, sino a muchos de los que estáis a mi lado, si pensáis que haya tenido alguna parte en estas limitaciones el propósito de contrariar el desarrollo de las ideas liberales. No imputéis esta limitación a los que profesan en general el principio de los derechos limitados; si examináis imparcialmente este punto, comprenderéis sin trabajo que las nuevas limitaciones de este derecho no se dirigen a estorbar o impedir las asociaciones liberales: otro es el objeto, otro es el fin, bastante transparente, de estas limitaciones. Conste esto solo. Esta excepción no contradice mi opinión general sobre el carácter general del primer título del proyecto de Constitución que examino.

Pero ya dije antes que todo derecho individual, que todo desarrollo de la personalidad humana, que todo reconocimiento de su fuerza y de su actividad era posible en una Constitución, según la solidez que recibiese en su organización el Estado. Preciso es, pues, que para formar exacto juicio de lo que será por esta Constitución el individuo, examine yo aquí lo que es por esa Constitución misma el Estado, estudiando ligeramente sus distintos poderes.

He expuesto ya de pasada, pero lo bastante para no tener que extenderme ya mucho sobre ello, lo que es, frente a frente del derecho de cada individuo, el poder ejecutivo; he examinado también algo de lo que es, frente a frente de los derechos individuales, el poder judicial. El uno y el otro aparecen bien flacos. El poder ejecutivo está ya de suyo sobradamente limitado, por no descender, como ha descendido otras veces, hasta los fundamentos de la organización política, y no llevar desde arriba hasta abajo su espíritu y su acción. Hoy, como en legislaciones bien conocidas, el poder ejecutivo aparece cortado, truncado, ahogado en las capitales de provincia. Desde allí no desciende ya directa sino muy indirectamente acaso, a los individuos. El poder judicial, en cambio, no es por sí solo ni en su organización ni en sus medios bastante poderoso, ni bastante eficaz para garantizar tampoco los derechos individuales. De esto cuanto podría ya decir, está dicho.

Y conste, señores Diputados, y no quiero omitirlo ya que he llegado a este punto, conste que cuando yo señalo la flaqueza que encuentro en la organización de los poderes del Estado, no es que yo eche todas sus atribuciones conocidas de menos, ni que defienda como cosa necesaria e indispensable cada uno de los elementos de que se ha compuesto otras veces. Lo que entiendo esclarecer y censurar es la combinación que resulta. Lo que a veces echo de menos no son los sumandos, es la suma. Una suma puede hacerse con cantidades distintas, y yo no discuto precisamente en este instante cada cantidad en particular; lo que discuto es la intención que las reúne. Dadme un poder judicial independiente, completamente independiente del poder legislativo y del poder ejecutivo; dadme a este poder judicial con aquella independencia y aquella parte de irresponsabilidad que corresponde necesariamente a todo poder verdadero; dádmele con fuerza propia y con evidente eficacia; dádmele con una vida peculiar, con un espíritu propio y congénito, como está en los Estados Unidos y en Inglaterra, y yo abandonaré otras muchas exigencias en la organización del Estado. Con sólo que deis medios independientes y reales al poder judicial para que no pueda haber ninguna infracción de los derechos individuales sin que él los persiga, los alcance, los reprima, aunque esta infracción venga de las colectividades, de las asociaciones, de las muchedumbres, del poder ejecutivo, del mismo poder legislativo, y os pediré poco más para hacer posible la libertad.

No está en vuestra mano crear esto, ya lo sé; pero lo que digo de esto, debe darse por dicho respecto de otros elementos sustanciales, de los que en más o menos parte entran siempre en el organismo político del Estado.

Una Constitución, dígase lo que se quiera, es, y no puede menos de ser, una obra de composición y de combinación producida por lo que se llama el arte del Estado. Por debajo de la ciencia, por debajo del espíritu general, por debajo de las aspiraciones, no bien definidas, de toda sociedad moderna, por debajo de las ideas primordiales y esenciales de las sociedades todas; por debajo, en fin, de la ciencia política hay un arte, como por lo común lo hay debajo de toda ciencia. Hay siempre que aplicar los principios más ciertos en la media, en la forma, en los intereses que las necesidades, que las preocupaciones mismas de un país exigen. Esto es muy otra cosa que la ciencia política; esto es lo que se llama y no puede llamarse más que el arte del Estado.

Pues cuando se trata de aplicar el arte del Estado, es preciso tener en cuenta mil circunstancias especiales, es preciso tener en cuenta mil contradicciones, mil flaquezas, y ¡triste de la obra que produzca este arte del Estado cuando de todo esto prescinda! Por eso debéis añadir a todo lo que yo he dicho hasta aquí sobre los inconvenientes que debe producir necesariamente la indisciplina en que dejáis algunos de los derechos individuales, lo que han de agravar este estado de cosas, en ciertos casos, los sentimientos y hábitos característicos del país. Ya sabéis, por ejemplo, la extrema dificultad que espontáneamente ofrecen a la administración de justicia. Si se tratara de un país que poseyera ya, o tuviera como por instinto el self-government, al modo que Inglaterra o los Estados Unidos; si hubierais hallado en bruto aquí esa joya preciosa, verdadero fundamento de las Constituciones, no obra de ellas; si por lo menos estuviera algo adelantada aquí la encarnación de tal principio; si hubieseis formado por acá hábitos en algunas medidas semejantes, yo os diría que podíais pasaros sin gran policía judicial ni administrativa; yo os diría que era posible, sin otras Constituciones, ni otra fuerza en ellas que las que esta Constitución ha de encerrar si llega a ser ley, realizar mucho de lo que por aquellos dichosos países se realiza o se ha realizado hasta ahora.

Pero esto no sería aquí hoy una recta aplicación del arte del Estado a las necesidades actuales. Tenemos que contar necesariamente cuando, por ejemplo, se trata de la administración de justicia, con el individuo que no declara por falta de independencia de carácter; tenemos que contar necesariamente también con el individuo que no declara porque piensa que es cosa vil delatar ni aun a los criminales; tenemos que contar necesariamente con la complicidad romántica que aquí encuentran todos los crímenes; tenemos que contar con la falta de conciencia de los deberes públicos en los individuos, nacida sin duda de la falta de hábito de entender en sus propios negocios, pero que no remediaréis ni con una ni con muchas Constituciones. Y si no habéis contado con todo esto, habéis hecho una obra ineficaz, que aunque respondiera a los preceptos de la conciencia, sería fatal e imperdonable si no se ajustase también a las reglas de este arte difícil del Estado que se llama política.

Pero si los derechos individuales tal como están consignados pueden parecer excesivos, dada la organización del poder ejecutivo y del poder judicial, ¿por ventura responde el poder en más alta esfera a las necesidades reales del país, se crea en alguna parte una fuerza tan grande como se requiere, tan ilustrada como es de necesidad, con tanta conciencia de sí misma cuanto hace falta para remediar con la práctica de cada día y con el desenvolvimiento racional de los principios de la Constitución todo lo que hasta aquí en los diversos puntos examinados del proyecto de Constitución he echado de menos? Me encuentro ya al decir esto, y por la rapidez con que procuro ir tratando todas las materias que han de ser objeto de mi discurso, me encuentro, digo, ya frente a frente de los artículos que tratan del poder legislativo.

Es el más importante de estos artículos, ciertamente incomprensible. Yo bien sé que ha habido políticos, uno de ellos el famoso Benjamín Constant; sé que hay algunos todavía, y aun cierta Constitución, que separa del poder legislativo al Rey, para formar con él un, poder aparte, con el nombre de poder moderador o cualquier otro.

Sé que hay quien cree que el Rey debe ser y es, en una Constitución monárquica, un poder de naturaleza especial, que toca con el poder legislativo por la sanción; que toca con el poder judicial porque la justicia se administra en su nombre y posee el derecho de gracia; que toca con el poder ejecutivo porque nombra a los Ministros, y mediante ellos, a los funcionarios de todos los ramos de la administración pública; porque toca, en fin, con los confines de todos los poderes, permaneciendo el mismo siempre: un poder distinto y efectivo. Si esto fuera lo que la Constitución dijera, si esto estuviera ciertamente, o siquiera bastantemente claro en el espíritu de la Constitución, yo no sé lo que pensaría, pero habría aquí de todas maneras una importante cuestión de doctrina. Pero en esta Constitución, donde no se hace mención de semejante poder especial, ¿qué quiere decir que el Rey no forma parte del poder legislativo? ¿Cómo puede decirse que no forma parte del poder legislativo, como se ha observado ya en este debate, quien libremente sanciona o no sanciona, quien libremente promulga o no promulga las leyes? No, no puede decirse que aquel sin cuya voluntad, sin cuyo acto una cosa no es, deje de contarse cuando llega a ser, entre sus autores.

Y no es un acto así como se quiera el de que hablo, señores Diputados; se trata del acto de la sanción, que hasta por la etimología de la palabra da a entender su importancia inmensa, reconocida por todos siempre. La sanción consagra, confirma; la sanción hace inviolable y la sanción es por sí misma ley, y por sí misma, acto de imperio.

Por eso en todas las Constituciones, y sobre todo en la Constitución madre de las Constituciones modernas, y en la cual cada día debieran estudiar más para aprender más cuantos traten de crear gobiernos libres en el mundo; por eso, digo, sucede allí que desde el momento en que se nombra al Parlamento se entiende ya que se trata no de las Cámaras sólo, sino del poder legislativo todo entero, que se compone del Rey, los Lores y los Comunes.

No se les ha ocurrido separar, ni en el nombre siquiera, al Rey de los cuerpos colegisladores. Para sacarlo se necesitaría lo que antes he dicho, crear ese especial poder, y allí no se ha pensado en eso todavía. No sacándole, poniéndole al lado del poder legislativo, no puede menos de ser y formar parte de este poder mismo, diga lo que quiera contra el espíritu la letra de un artículo.

He tratado este punto, he llegado hasta aquí porque me han conducido a este punto insensiblemente la colocación y la conexión de las ideas. Por lo demás, señores, tened presente que aunque he tratado ya de las facultades legislativas del monarca, no he comenzado aún a considerar ni examinar el poder legislativo según el proyecto de Constitución que discutimos.

Pero ya de todos modos en este punto, permitidme, señores, que no abandone tan pronto el hilo de mis consideraciones. Habéis creado la monarquía, y bien creada está a mi modo de ver; habéis creado la monarquía, y habéis hecho muy bien, bajo el punto de vista de mis opiniones; la habéis conservado todas sus prerrogativas, la mayor parte al menos de sus prerrogativas, y claro es, señores, que, conforme a mis convicciones, yo no puedo menos de aplaudirlo.

Pero el Rey es algo más que las prerrogativas en una sociedad monárquica: el Rey posee algo más que las facultades que se le dan, de la mayor parte de las cuales no hace uso jamás: testigo el veto o la sanción de las leyes: el Rey, ante todo, es un prestigio, un grande honor, una gran representación. ¿Y qué prestigio, qué consideración queréis conservarle a quien si le dais las facultades, como no considerándole digno de llevar sobre sí el nombre del poder legislativo, se le quitáis?

No se les ocurrió esto, no señores Diputados de la mayoría, a vuestros sabios legisladores de 1837: no se les ocurrió esto tampoco a vuestros legisladores de 1856. Las cosas son o no son; las instituciones o deben ser, o no deben ser claramente. ¿Puede y debe ser que haya Rey? Pues es preciso que lo haya con todas sus facultades, no solamente secretas, veladas, que esto no sería propio de ninguna Constitución en los pueblos libres, sino clara, explícitamente, a la luz del día. Es preciso que exista no sólo con todas sus ordinarias facultades, sino con todo el prestigio que su naturaleza reclama.

Lo más lógico, pues, y lo más sencillo habría sido que hubieseis dicho, como otras veces, que al poder legislativo correspondía la sanción y promulgación de las leyes, y dentro del poder legislativo al monarca. ¿Qué principio liberal habría sido violado en esto? ¿Qué doctrina constitucional habría padecido en su integridad porque se llamasen con su verdadero nombre las cosas? Faltaría ya al orden que debo conservar en todo lo posible, y al método más propio de este debate, si estando hasta aquí tratando del poder legislativo, no continuara examinándolo en todas sus partes.

Hay un Congreso y hay un Senado, igualmente formados por el sufragio universal, aunque directo en un caso e indirecto en otro. Hay dos Cuerpos colegisladores iguales en facultades, excepto una, de la que no han privado a la Cámara alta ni siquiera los Estados Unidos, lo cual constituye ya para el Senado en proyecto un desprestigio más grave, si cabe, que el que acabo de señalar antes por lo que toca al poder real. En el artículo de que se trata, que ya estaba en la Constitución del 56, pero que no por esto desapruebo menos, se establece que las leyes de presupuestos y de crédito público se discutan igualmente en las dos Cámaras; pero que cuando haya divergencias, y no se puede llegar a un acuerdo entre ambas, desde luego predomine el dictamen de la Cámara de Diputados; y yo digo que para esto sería más natural y mucho más sencillo que las leyes de presupuestos y de crédito público no fueran al Senado; y yo digo que el deliberar sobre un mismo asunto dos Cuerpos colegisladores, y dejar, sin embargo, sometida la opinión de uno de ellos a la del otro, es una cosa de puro extraña incomprensible. Por eso sólo, aun cuando no hubiera otras razones para ello, vosotros, los que queréis y habéis consignado en el proyecto de Constitución que el poder legislativo esté dividido en dos Cámaras, por eso sólo habéis puesto en gravísimo riesgo el prestigio, la capacidad y la eficacia de la Cámara alta. No se colocan impunemente las instituciones cerca del ridículo; no se formulan frases, ideas, artículos de esta gravedad sin que ellos lentamente produzcan todas sus naturales consecuencias.

El desprestigio de que hablo será una consecuencia rigurosamente lógica.

Pero el ser Senado y Congreso nacidos a un tiempo del sufragio universal, forma el hecho más importante que la Constitución establece: el hecho político predominante en el proyecto de Constitución que se discute: el hecho y la cosa política que más ha de influir, no solamente en la naturaleza y en el ejercicio de esta Constitución, sino en su porvenir. Hablo, señores, como creo haberlo indicado ya bastante, del sufragio por su carácter universal. Y ante todo me sorprende que el sufragio universal esté comprendido entre los derechos individuales y naturales en el título primero del proyecto de Constitución. Porque ¿no es verdad que es de esencia, señores Diputados y señores individuos de la comisión, no es de esencia en todos los derechos que se reconocen verdaderamente como naturales el que baste para poseerlos, aunque no sea más que en germen, el simple reconocimiento de la naturaleza humana? ¿Hay algún derecho, entre todos los demás que habéis consignado en el título de los derechos naturales, o de los derechos individuales, ni el derecho de la libre emisión del pensamiento, ni el derecho de asociación, ni el de reunión, ni el de seguridad del domicilio, ni el de seguridad personal, que no alcance lo mismo a las mujeres que a los hombres en virtud del proyecto de Constitución que se discute? No, no le hay, ni puede haberlo. Esos derechos que realmente se derivan sólo de la naturaleza, no podéis negarlos a ningún ser humano. Basta existir para poseerlos en estado de plenitud o en su estado de germen, pero para poseerlos de todos modos.

Y bien, señores: ¿es que no existe la mujer? ¿Es que no vive en ella la conciencia humana? Nadie lo duda ciertamente. Lo que hay es que, a pesar de lo que dice el proyecto de Constitución, o más bien, de lo que queréis que diga, vosotros mismos reconocéis implícitamente al excluir de esta función a la mujer, que en el derecho electoral, hay y no puede menos de haber, fundamental y esencialmente, condiciones de capacidad. Suprimid estas diversas condiciones de capacidad, y tendréis que conceder de cualquier manera a la mujer el derecho electoral. Es necesaria cierta capacidad que no admitís en la mujer por razón de su sexo, y por eso se lo negáis. Sólo que, según el proyecto de Constitución que se discute, vosotros reconocéis capacidad en todos los hombres por solo serlo, menos en los locos, menos en los menores de edad, y menos en aquellos criminales que estén condenados a cadena temporal o a cadena perpetua. No hay otras excepciones literales dentro del principio que establecéis. Si todos los españoles que están en posesión de sus derechos civiles pueden ir a votar, vosotros, el día que se abran las urnas, no debéis desocupar únicamente los cuarteles, llevando los soldados sujetos a la ordenanza a depositar en ellas su sufragio: no debéis sólo desocupar los buques para conducir a ellos las tripulaciones bajo el mando de sus condestables; debéis llevar también a los acogidos de beneficencia, y con la debida custodia, debéis aún dejar libre este derecho político a los que pueblan las cárceles y la mayor parte de los presidios. Esta es la consecuencia indeclinable del texto de la Constitución que habéis proyectado.

Hay un tecnicismo que no podéis alterar, y que distingue los derechos civiles de los políticos; hay una pena creada ya por las leyes, la de inhabilitación para los cargos públicos e inhabilitación de los derechos políticos. Podíais y debíais haber dicho: serán incapaces los que estuvieren legalmente privados de los derechos civiles, y lo serán también los que careciesen legalmente de los derechos políticos. Esta duda no podía antes existir por hallarse resuelta en la ley penal: mas hoy, aunque nada esté más lejos de vuestra intención que esta manera de interpretar el artículo de que trato, el texto lo que dice es eso, y será preciso redactarlo de otro modo, para que no se deduzca de él literalmente tal absurdo jurídico.

Y es que habéis sacrificado a la sencillez la exactitud de la fórmula. A la pretensión de crear un derecho natural, absoluto e indeclinable, habéis sacrificado lo que el buen sentido y las prácticas electorales tenían reconocido y planteado en toda la superficie del mundo. Pero no: no podéis separar en manera alguna, digáis lo que queráis, redactéis este artículo como lo redactéis, le coloquéis donde quiera, no podéis separar, digo, del derecho electoral toda condición de capacidad, ni limitar esta capacidad a la posesión de los derechos civiles. Así como no tiene capacidad el loco, así como no tiene capacidad el menor de edad, así como no la tiene el criminal, no debería reconocérsele tampoco al que está sujeto a constante dependencia ajena, a los que ocupan por su conducta ciertas posiciones en el mundo. No la tienen muchos de los que se encuentran en estos casos en ninguna parte de la tierra. No deben tenerla por respeto a la noble función que en el sufragio ejercita el hombre. Capacidad de sexo, capacidad de edad, capacidad moral, son y serán siempre en todo sistema electoral razonable, indispensable.

Naturalmente, sin embargo, no pretendo sacar yo esta sola consecuencia de lo que voy diciendo. Una vez admitido que la capacidad es una condición necesaria para el disfrute del derecho electoral, ¿no cabe pensar que bien pudiera haber otras incapacidades esenciales que debieran privar del ejercicio de este derecho, tan graves por lo menos como la diferencia de sexo en las mujeres? Pues qué, ¿es tan claro, como consigna ese artículo del proyecto de Constitución, es tan claro que tenga derecho a votar los impuestos que pesan sobre los demás el que no contribuya a ellos con una mínima parte siquiera? ¿Es tan claro esto? ¿Es tan de derecho natural esto? Dadas las ideas que acerca de la propiedad todos tenemos y debemos tener; dada la noción exacta de lo tuyo y de lo mío, ¿es por ventura evidente que deba enviar representantes aquí a disponer de lo que tenéis, de la cantidad, de la forma y del tiempo en que habéis de darlo, el que no participa con los más de vosotros en manera alguna de la obligación de sostener las cargas del país? ¿Es tan evidente, señores Diputados, por otra parte, el que deba contribuir a crear el derecho quien no le conoce, ni le comprende, ni puede comprenderlo, ni conocerlo? ¿Acaso es tan claro el concepto del derecho en sí mismo, o en sus manifestaciones, o en su realización humana, que está al alcance de cualquiera?

No; es, por el contrario, una noción que personas de entendimiento, que personas de saber, que personas de laboriosidad, difícilmente encierran dentro de los límites de su entendimiento.

Y esta creación constante del derecho que hace el cuerpo electoral de cada país, y el examen de las condiciones con que el derecho se realiza o debe realizarse dentro de cada individuo, y la aplicación recta de la justicia, y la comprensión misma del ideal social, del ideal de todos los individuos, ¿puede seriamente sostenerse que sean cosas que no necesiten capacidad ninguna? Si todo esto pudiera con razón fiarse a quien no sabe leer ni escribir y a quien no tiene ideas, no de las cosas mismas, sino ni siquiera de la nomenclatura de las cosas, poca defensa tendría la exclusión de las mujeres del sufragio, que por motivos muchísimos, claros, como yo he dicho, se conserva en toda Europa, y apenas se discute formalmente más que en Inglaterra.

Y digo más, señores Diputados, digo más, y lo digo con una convicción profundísima. Creada de esta manera la superioridad del número y de la fuerza; sustituida así una suma ciega a los medios inteligentes que requiere la realización del derecho; sustituida la aritmética a la conciencia, en el sistema que sometéis a nuestra deliberación, ¿creéis que queden verdaderamente garantidos siquiera los derechos individuales? No: yo no siento así garantidos los derechos individuales míos; yo no creeré así nunca garantidos los derechos individuales de los unos; yo no juzgaré garantizadas la propiedad, la seguridad, la libertad de nadie, ni de nada que se levante algún tanto sobre el vulgo. No: para que los derechos de los individuos a cierta altura, dado cierto desarrollo, supuesta cierta superioridad legítima en la conciencia, puedan ser comprendidos, puedan ser apreciados, puedan ser respetados, es preciso participar en alguna parte, en mucha parte quizá, de la atmósfera misma que ellos respiran.

Los derechos, tales como se manifiestan en las personalidades superiores que forman la primera capa de todas las sociedades humanas, no tienen ya la misma extensión, la misma actividad, los mismos límites que en los individuos infelices a quienes ciega y esclaviza su propia ignorancia. Iguales todos los hombres en el origen, se hacen profundamente desiguales por el pensamiento y el saber. No puede sostenerse que no haya en el hombre otros derechos que realizar que los que al nacer trae consigo a la tierra. ¡Cómo! La extensión, la multiplicación de la personalidad humana, por medio de la inteligencia y de la conciencia del derecho, ¿no tiene ninguna importancia, no merece ningún respeto especial en vuestro sistema? Hoy, que en todas partes se trabaja por otorgar una representación a las minorías, y aun a las minorías ignorantes, aun a las minorías pobres, aun a las minorías más condenadas por la opinión, ¿queréis dejar sin protección a la minoría que forman en todas partes el saber, la inteligencia y la riqueza? ¡Ah! Ya estáis viendo lo que esto significa en la práctica muchos de vosotros, señores Diputados. Tal vez creéis que es un fenómeno lo que no es ya a estas horas más que una primera consecuencia lógica del principio que combato. Vosotros, cuantos me oís, dignos individuos del antiguo partido progresista, dignísimos individuos del partido democrático, y los no menos dignos individuos del partido republicano, que para esto todos somos unos; vosotros sabéis bien la situación actual de las minorías de que hablo en cada pueblo; la situación de las minorías inteligentes, de las minorías propietarias, de las minorías que por cualquier especialidad, que por cualquier forma de trabajo, que por cualquier mérito, se han levantado sobre la multitud, sobre el nivel ínfimo de los hombres. ¡Y esto creéis que sea un fenómeno pasajero! ¡Ah, señores Diputados! Si esto fuera un fenómeno pasajero, yo guardaría silencio, como he dicho ya que le guardo sobre otras cosas, y todos vosotros sois testigos de que lo he guardado.

Hoy lo guardaría también en esto, si no viera aquí establecido de una manera permanente lo que parece hasta aquí fenómeno monstruoso: fenómeno desconocido, que no acierta a explicar la voz elocuente y entusiasta del señor Ministro de la Gobernación, que no acertarían a explicar tampoco los señores de la mayoría, que de cuando en cuando aquí protestan contra la intranquilidad que les aflige en sus hogares. Esta intranquilidad es consecuencia necesaria de estar confiado el poder, el derecho, al mayor número; y mientras tal cosa dure, no puede negarse que el estado normal, que el estado ordinario del país será la permanente inquietud, la situación de fuerza que con tanto pesar atravesamos.

Es fácil, señores Diputados, es fácil lanzar una fórmula, lanzar una teoría sin relación con los hechos; es fácil examinar, es fácil criticar, es fácil condenar también los hechos aislados. Lo que no es siempre fácil es relacionar los hechos desnudos con las causas que los promueven y los desarrollan en el campo de la realidad y en la historia.

Se ha dicho aquí ya muchas veces, aunque sea la primera vez que yo lo digo, que no hay despotismo peor que el de las masas. Pues ese despotismo, desde que a ellas les dais una fuerza predominante y una fuerza irracional, no sujeta a ninguna condición de capacidad y de inteligencia, ni de interés público, ni aun de interés personal, ese despotismo, digo, es necesario e inevitable: nacerá de la sustancia y del ser íntimo del proyecto de ley fundamental que se discute: está ya naciendo de toda la política que se ha hecho en los últimos meses. Por eso, señores Diputados, por eso he dicho, no sin razón, que nada me alarmaba en el proyecto de ley que se discute, que nada me alarmaba tanto, ni con mucho, como este punto.

Y entre tanto, el sufragio universal crea, según la proyectada Constitución, los ayuntamientos: ayuntamientos probable, casi necesariamente, creados de esa suerte para queden trabajo a los más sobre el capital de los menos. Ese principio mismo crea las Diputaciones provinciales, necesariamente con una misión semejante a la de los ayuntamientos, descargando todo sacrificio de las clases ínfimas para hacerlo pesar sobre las clases que sólo están más altas porque han trabajado más, porque han ahorrado más, porque han realizado mejor su destino en la tierra.

Ese principio se eleva, por último, a la región legislativa; crea las dos Cámaras, forma indirectamente las leyes. No creo que necesito ya continuar por aquí, ni decir más: el sistema de hacer independiente de la inteligencia y de los legítimos intereses la formación de los preceptos que han de regir a las minorías inteligentes y trabajadoras, comprendido en toda su extensión, y visto y examinado bajo todos sus aspectos, es ciertamente inaceptable. Donde quiera puede ser peligroso para la libertad general y funesto para los derechos de los menos, que no por ser menos suelen ser peores, sino mejores que los más.

Todo lo que tenemos de organización superior en el poder legislativo es un Congreso, igual en sí mismo a todos los Congresos, y respecto al cual no creo necesario hablar, por lo mismo, extensamente, y un Senado que, aunque ofrezca algunas mayores garantías conservadoras que el Congreso, procede también del sufragio universal.

Y en este Senado, ya no muy sólido para producir equilibrio en los poderes, bueno es recordar que, así como la corona quedó desprestigiada en el primer artículo que trata del poder legislativo, así queda él desprestigiado en el artículo que trata de las respectivas atribuciones de los Cuerpos colegisladores. Esto es lo que tenemos por lo que toca al poder legislativo, para hacer frente al hecho inmenso, avasallador, que he descrito antes. Pues sumad ahora por un momento, aproximad con la imaginación a aquellas instituciones este proletario constitucional convertido en elector, este proletario elector, fuente de toda idea, de toda razón, de todo derecho, en posesión, por otra parte, como hemos visto, de una impunidad casi constante por la ineficacia de la policía, y aun de la justicia, y tendréis idea del verdadero poder de la Constitución que se discute, del poder absorbente y único que en ella más o menos aparentemente impera, y esto es lo que se trata de elevar a ley.

¿Qué? No necesito ya más decirlo, no necesito más explicarlo. Se trata de elevar a la ley en suma, el estado actual de las cosas, para daño y desdicha de todos. (Algunos señores Diputados: No, no.) Se elevará, a pesar de la buena intención que yo me complazco en reconocer en los señores de la comisión y en los que componen el Gobierno. Yo no examino aquí los efectos que ha de producir la conducta de ninguna persona en particular, lo que yo examino son las consecuencias necesarias de cierto principio.

Profesando, pues, el mayor respeto a las personas que ocupan el banco ministerial, haciendo la justicia más estricta a sus buenas intenciones, haciéndosela también a todos los individuos de la comisión, todavía, y con todo eso, no puedo menos de exponer las consecuencias que la preponderancia de ciertos elementos ha producido ya y ha de producir aun contra la voluntad de todos.

Pensaba decirlo de toda maneras, pero con gusto aprovecho esta ocasión para decirlo. Yo sé que esta Constitución es el producto de una transacción; y no he olvidado la frase famosa del grande historiador Macaulay, el cual decía «que no había nada más contrario a la lógica que la política, porque la política era el arte de las transacciones».

Yo no he olvidado esto, no he olvidado algo que importa más que estos, y cualquiera que sea la impresión que os dejen mis palabras, aunque esta impresión pueda ser desfavorable para mí y para mis ideas, yo desearía que quedarais convencidos de la profunda sinceridad, del perfecto desinterés con que expongo estas teorías y con que os doy, si como tales queréis tomar, estos consejos. Dentro de esta buena fe que me concederéis, está, y no podía menos de estar, el reconocimiento de todas las buenas acciones. Y yo tengo por buena acción de que hombres que han sido de distintos partidos hasta ahora, que han militado en distinto campo, hayan procurado entenderse, concertarse y hecho grandes sacrificios en aras de la tranquilidad de la patria. Yo los aplaudo, y estoy dispuesto a respetar más a quien más haya hecho con este objeto.

Ni los juzgo, ni los examino, ni los peso en este momento. Aquel, en resumen, que crea que mayores sacrificios ha hecho, a ése, dada la situación del país, en presencia de los peligros que nos rodean, delante de tantos inconvenientes, frente a frente de las tinieblas de lo desconocido, a ése, desde lo profundo de mi corazón, le rindo el tributo de mi consideración más sincera.

Mas esto dicho, ¿por qué no había de haber aquí quien examinara bajo este punto de vista, ciertamente importante para todas las escuelas, para todos los partidos, para todas las fracciones constitucionales, quien dijera acerca de esto todo lo que nace acerca de su propia naturaleza, todo lo que puede nacer más adelante, como consecuencia o efecto de las primeras causas y de las premisas sentadas?

Y por otra parte, y aun conviniendo en que en este proyecto de Constitución había principios preestablecidos que se necesitaba de algún modo reconocer, ¿es que ese sufragio universal, es que el reconocimiento en principio del derecho de votar en todos los hombres, no tiene más fórmula práctica que la que habéis consignado en el proyecto de Constitución que se discute? ¿Es que o ha tenido y tiene otra forma en los más grandes Estados de la democracia americana? ¿Es que el sufragio general, porque universal no lo es este mismo, excluyendo como excluye una parte, la mayor parte de las personas, es, digo y repito, que el sufragio general se ha organizado en todas o en muchas democracias siquiera de la manera latísima con que se formula en el proyecto que estamos discutiendo? Pues qué, ¿se establece aquí el sufragio universal que nos enseña aquella democracia insigne, modelo eterno de todas las democracias, de aquella democracia de los Estados Unidos de América? ¿No se exige allí para ser elector en la mayor parte como he dicho de los grandes Estados de la Confederación, que de alguna manera pague impuestos, aunque sea poco, aunque sea un óbolo? Pues qué, ¿no hay limitaciones semejantes en algunos cantones de la Confederación Suiza? ¿Pues no sabemos que casi todos los hombres de ciencia con Ahrens, que hombres tan radicales como Stuart Mill establecen la limitación del derecho de votar por la incapacidad de la ignorancia?

¿Era necesario, era inevitable, pues, y no me dirijo a nadie, sino a todos los que han intervenido en la redacción de este proyecto, era forzoso, digo, un desarrollo tan inmenso, tan extraordinario, tan ilimitado de semejante derecho? ¿No se puede ser radical, no se puede ser individualista, no se puede ser demócrata, limitando de alguna manera la individualidad absoluta de este derecho? Pues ya he citado grandes nombres, pues ya he citado grandes países donde eso es posible; y después de todo, cuando únicamente en un gran país aparece semejante institución desnuda de límites, como proponéis hoy, no os favorece el ejemplo. Ese país es el imperio francés, que puede consentir y conllevar mejor que ningún otro el sufragio universal por una razón que he dado al empezar mi discurso.

Dada cierta fuerza en el poder, dada cierta cantidad de medios en los que gobiernan, ¿qué importan entonces los derechos individuales, por extensos que sean? ¿Tienen realmente en el vecino imperio derecho a dirigir los negocios públicos, a regular los intereses generales, a dirigir los intereses mismos, los más ignorantes proletarios, los más rudos campesinos? Le tiene, sí, formalmente; ¿pero para qué hacen como que le tienen? Leed las discusiones últimas del Cuerpo legislativo francés y ellas os lo dirán: le tiene para ir como corderos detrás del poder, para realizar los fines de una política que no es, ciertamente, ni radicalmente liberal, ni radicalmente democrática. Y aun con esto, aun con este tan pobre ejemplo, cuando sólo de libertad política se habla; y aun con tratarse de un poder tan inteligente, tan experimentado, tan fuerte como el de que se trata, todavía las condiciones de esa institución del sufragio universal son tales, que han hecho que allí se haya realizado en alguna parte, como no podía menos de realizarse, lo que yo temo que se realice aquí con menos orden y menos medios.

¿Acaso no es verdad que el imperio por una alta política ha tenido que realizar en cierto espacio, sobre todo, de su historia un género de socialismo práctico? Pues qué, ¿no se ha establecido allí en la realidad de las cosas algo que se parece al derecho al trabajo? ¿Y qué es lo que ha obligado a esto? El sufragio universal sin límites, porque donde así exista, tiene que suceder en poco o en mucho eso, según sea la fuerza de los poderes que gobiernen.

Si queréis apoyaros necesariamente en el que no tiene, dadle algo de lo que tenéis: no hay otra fórmula directa, no hay otra manera práctica de influir sobre él. Si queréis contar con la muchedumbre, es decir, con la clase trabajadora, dadla un poco del capital del que sirve: si queréis contar con la ciega adhesión del jornalero del campo, dadle algo del propietario que suele emplearlo.

El socialismo, señores, no es ningún fenómeno: nace donde debe nacer y cuando debe nacer únicamente; y cuando el socialismo nace en virtud de un régimen o de su sistema, no se le combate por medio de teorías, ni de las doctrinas económicas; no se le combate con esas doctrinas que, aunque sean predicadas con mucha elocuencia, aunque sean defendidas con mucha fe, aunque logren grandes y laureadas victorias, aunque lleguen a sentarse en aquel banco (señalando al ministerial), no descenderán nunca a las clases inferiores del país que no saben leer ni escribir. Es inútil que contéis con el que no sabe leer, que no pasará de ser, por más que os empeñéis, instrumento de una ciencia que no conoce, ni es capaz de conocer en manera alguna.

Lo único de naturaleza moral que llega al hombre privado de toda instrucción, lo único que fácilmente comprende cuando se le transmite la tradición, o más bien, cuando se la transmitieron sus propios padres oralmente, es el límite de la religión revelada.

Y, señores, seriamente, en los tiempos que se preparan, en los tiempos que ya atravesamos en el país, que ya existen para España, ¿creéis que basta el elemento religioso, creéis que bastan los preceptos del Decálogo para destruir o aminorar, cuando menos, los terribles conflictos que nos amenazan? No, ciertamente. Pero esto, señores, me llama a decir algunas palabras, no muchas, sobre la cuestión religiosa, íntimamente enlazada, como no puede menos de estarlo, con el estado social.

Yo no puedo, yo no quiero suscitar esta tarde un debate especial sobre este punto; pero he de hablar acerca de él, aunque brevemente, con toda la franqueza de mi carácter.

Durante mucho tiempo he deseado yo, y deseo en el fondo hoy todavía, el mantenimiento de la unidad religiosa: he creído siempre que es un gran bien para un país, y sobre todo si este país está ya muy dividido por otras causas, el no tener al menos sino una sola fe un solo culto religioso. Pero en cambio, señores, hace mucho tiempo ya también que profeso la opinión sincera, concreta, terminante, de que el tiempo de toda represión, de que el tiempo de toda persecución material ha pasado para siempre.

Yo no defiendo, pues, hace mucho tiempo, yo no defenderé ya jamás la intolerancia religiosa. A la Iglesia no la protegeré manteniendo la penalidad para los nacionales, que consigna aún en sus páginas el Código vigente. No la protegeré tampoco pretendiendo que se renueven las leyes que vedaban indirectamente a los extranjeros establecerse en España, obligándoles, si querían establecerse, de todos modos a ocultar como un crimen su propia creencia. Todo eso ha pasado para no volver en mi concepto: todo eso constituía una excepción en el mundo, que es honra de todo español que desaparezca.

Pero en medio de que éstas son mis opiniones, creo que acaso se ha legislado de más sobre este derecho individual, puesto que se ha legislado en futuro y para españoles futuros. Y examinando la cuestión ahora bajo su aspecto social y político, que era el que un momento hace me preocupaba, yo no temo afirmar que no habiendo más religión que la católica en España, el Estado debe proteger, y proteger eficazmente, aunque por medios liberales y legítimos, el culto católico.

A mi juicio, sería el mayor de los defectos de esta Constitución, tal que la haría completamente imposible en España, el que en ella desapareciera, no sólo la concordia del sacerdocio con el imperio, sino la protección del catolicismo por el Estado.

Porque si dejamos caer, perecer la religión, única que aquí existe, ¿qué vínculo moral, qué lazo moral queréis que tenga con sus semejantes ese átomo individual que os he descrito, ese proletario legislador que antes os he dibujado, ese personaje anti-economista que no comprende de lo ajeno, sino el deseo de poseerlo? ¿Con qué vínculo queréis ceñirle, con qué lazo pensáis atarle, si permitís o procuráis destruir completamente el sentimiento religioso, cuando vosotros, los sabios, cuando vosotros más modernos maestros, cuando los más osados de los metafísicos no se atreven a borrar el Ser Supremo de sus libros, y aunque lo afirmen como una hipótesis, aunque lo presenten sólo como un momento de la especulación, aunque lo denieguen en la única sustancia, o le reserven un papel subalterno en el organismo general de la naturaleza, no se determinan, sin embargo, a relegarlo al olvido? Se lee el nombre de Dios aún, sea como quiera, en las mejores páginas de la filosofía contemporánea; se le nombra, se le repite delante de las clases ilustradas, que pueden tener alguna idea de las especulaciones filosóficas: ¿hay aquí quien ya quiera pasar una esponja y borrarle de la oscura conciencia de los ignorantes?

Que, cuando los pensadores más radicales no están seguros todavía de poder sustituir con los conceptos de la metafísica y los resultados de la especulación en las clases altas, en las clases inteligentes, artísticas, políticas, no filosóficas, el principio moral que han conservado exclusivamente en los pueblos hasta ahora las religiones positivas, ¿queréis que esto, tan difícil respecto de los que tantos medios y tantos hábitos tienen de especulación, respecto a veces de los filósofos mismos en la vida práctica, puede llevarse a todo un pueblo, puede difundirse por todas partes, puede hacerse patrimonio de quien quiera y de cualquiera?

El señor PRESIDENTE: Dispense V. S., señor Diputado. Si S. S. piensa extenderse mucho, entonces suspenderemos la discusión, porque en el orden del día está la reunión de las secciones, y ya sabe V. S. que el tiempo que éstas invierten se computa en el señalado para la duración de aquéllas.

El señor CÁNOVAS: Si el señor Presidente pudiera, consultando a las Cortes, concederme media hora, terminaría mi discurso, que no quisiera dejar para mañana, toda vez que, si así fuera, tendría necesidad de repetir algo de lo que hoy he dicho, lo que me obligaría, contra mi deseo, a prolongar este debate y a abusar de la atención de la Cámara.

El señor PRESIDENTE: Señor Secretario, sírvase V. S. preguntar a las Cortes si se prorrogará por media hora la sesión.

Hecha la pregunta por el señor Secretario (marqués de Sardoal), el acuerdo de las Cortes fue afirmativo.

El señor PRESIDENTE: Puede V. S. continuar, señor Diputado.

El señor CÁNOVAS DEL CASTILLO: No vayáis a pensar por lo que recelo de las clases ignorantes, por lo que temo al verlas impías, indisciplinadas y legisladoras a un tiempo, que yo rechazo la democracia inteligente, doctrinal, culta; de ninguna manera. ¿Cómo he de rechazar sistemática o ciegamente ninguna aspiración liberal, ni ninguna doctrina posible? Nada hallaréis en mis antecedentes capaz de engendrar racionalmente esta idea, si con imparcialidad los examináis. Sea lo que quiera de mis peculiares opiniones, ¡cómo he de solicitar que se separe de sus principios ninguna de las escuelas constitucionales que hemos conocido en España hasta ahora! ¡Cómo he de querer encerrar yo en una fórmula doctrinaria o no doctrinaria la marcha política de los partidos, la marcha general del género humano, la marcha siquiera penosa y varia de la Nación española! ¡Cómo he de querer yo que se rehúse el concurso de la democracia inteligente para la reorganización del Estado y la conservación de la paz! ¡Cómo he de negar yo el hecho del advenimiento de mayor número cada día a los goces de la vida de la inteligencia, a las satisfacciones o a las amarguras de la vida pública? ¡Cómo he de oponer yo ninguna resistencia sistemática, a que suba, y suba y se eleve cada día más, con el nivel de las inteligencias, el nivel de los derechos y el número de los que han de disfrutarlos! ¡Ah, señores! Sentiría, por la causa que defiendo, que en todos estos debates, en el debate mismo que tiene lugar hoy en día, alguien se figurara que había algo de común con aquellos grandes debates de interés que ha habido que sostener para llevar a cabo las reformas liberales en Inglaterra.

No, no hay nada de común entre aquella resistencia y esta resistencia; no hay nada de común entre la resistencia que pudieron oponer los católicos en 1829, entre la que pudieron oponer los grandes terratenientes en 1832 y 1846, y la resistencia que oponen a la innovación de ciertas ideas las clases inteligentes del país, y las personas que por compartir sus aspiraciones reciben con más o menos razón el nombre ciertamente honroso de conservadoras.

No estáis ahora delante, señores Diputados, los que no opináis como yo, no estáis delante, digo, de ningún interés histórico que yo represente, ni que representen los que se llaman conservadores; no estáis delante de ningún interés material; ¡dónde están ya ningún gran interés material de nuestra triste España! No estáis delante de ninguna antigua institución empeñada en prolongar su vida. Todo eso cayó; todo es ya ruinas del pasado; únicamente nos rodean los escombros melancólicos de lo que fue para no volver, como fue, ya más nunca.

Estáis delante de una opinión sincera; estáis delante de verdaderas convicciones políticas; estáis delante de quien es también democracia, y verdadera democracia por su origen, por sus hábitos, por sus estudios, el cual no cree, sin embargo, que en este momento crítico de la historia se pueda realizar todo el ideal de los libros, ni que mucha parte de él pueda realizarse jamás. Esto es todo.

Por lo demás, ¿qué somos nosotros los hombres del estado llano, que hemos venido aquí, y debajo de estas bóvedas hemos ganado cuanto somos, qué somos; digo, en el fondo más que los frutos más tempranos de la democracia española? ¿Qué somos, ni qué podremos ser, qué queremos, ni qué podremos querer, sino que los que no han llegado todavía a los altos puestos puedan, por medio de la libertad pública, de las discusiones de la ciencia, de las ideas, del derecho, llegar a ser, digo, con razón, lo que otros hemos sido sin ella, lo que ellos merecen sin duda mejor que tantos otros que lo han obtenido?

Pensad bien que los límites que se os piden son límites para defender el derecho de todos. Que la causa de las clases conservadoras de España no es hoy ya otra que la causa de todo el mundo, la causa de la democracia también, la causa del derecho, de la seguridad, de la propiedad. Tal vez, en el fondo de mi temor veréis muchos algo de experiencia amarga, algo de prematuros desengaños. No, no es eso precisamente lo que experimento al dirigiros algunas palabras tristes en este momento. Lo que siento es un convencimiento doloroso de que la exageración de ciertos principios puede bien destruir en la práctica para mucho tiempo aquello mismo que todos desearíamos conservar, y que a algunos os parece poco todavía: la libertad.

Que estas consideraciones no se olviden para juzgar ahora mis últimas palabras, o más bien la parte última de mi discurso, ya sobrado largo y con el cual tanto he molestado ya la atención benévola de las Cortes.

Señores, en medio de los defectos que encuentro en el fondo de esa Constitución, más aún que en sus detalles o su forma; en medio de que creo que el socialismo es hijo legítimo e inevitable del sufragio universal y de la descreencia religiosa, y que el socialismo es ya hoy una grande amenaza, tengo mucha fe aún en la eficacia que, a poco que la ayudéis, encierra una de las instituciones proyectadas: la institución monárquica.

Toda sociedad cuyo elemento político sea el sufragio universal, y en que se llegue a lograrse y alcanzarse la triste victoria del ateísmo, o siquiera de la indiferencia religiosa en general, por lo mismo que tiende más al socialismo, está más lejos de la república y de una verdadera democracia, y necesita como indispensable correctivo la monarquía. Por eso tengo yo una fe tan grande, tan profunda aún en la monarquía para España. De buen grado la tendría en todas, y bien pudiera tenerla en todas, siempre que todas convenientemente se organicen, tomando cada idea su forma propia, que es lo que eterniza las obras de arte y todas las obras humanas. Por lo que hace a la monarquía, aun incompleta como está, aun falta de alguna condición de prestigio, aun tal como queda y todo, no quiero negar, no lo niego, antes al contrario, deseo que se sepa abierta y claramente, que tengo todavía más fe que en nada, para el triunfo de la libertad misma, en la institución monárquica.

Y tengo esa fe en la institución monárquica, en primer lugar, porque estudiando detenidamente, y tal como ha estado a mis alcances, la naturaleza del organismo de la humanidad, encuentro una relación incontestable, segura, evidente, entre la monarquía y sus principios hereditarios, y la continuidad del principio social. Esa continuidad del principio social frente a frente del individuo, aunque pasajera e imperfectamente como siempre se representan las cosas superiores en la naturaleza finita de los hombres, se encuentra mejor representada que por otra institución ninguna, por la monarquía hereditaria.

Creo, por lo mismo, que la forma más perfecta del Estado, ahora y siempre, principalmente atendiendo al desarrollo legítimo de la personalidad humana, y a la consagración histórica de los derechos individuales, será la forma monárquica. No digo que sea la única; podrán organizarse en otra forma las sociedades humanas, no lo niego; pero creo que así como confirma el más preciso de los derechos individuales, que es la propiedad, la herencia; que así como la eficacia civilizadora de aquel principio se multiplica por medio de la herencia, el principio propio de una sociedad continua, que guarda en depósito el caudal de las generaciones pasadas para las venideras, que es la atmósfera moral en que el individuo alienta, que es el instrumento más grande de su progreso, de su desenvolvimiento histórico, no es otro que la monarquía hereditaria.

Cada vez que entre sí cotejo al individuo y al Estado, que examino la naturaleza del individuo, sus fuerzas, sus medios y que al propio tiempo analizo la grande importancia de las fuerzas y de los elementos sociales, me convenzo más y más profundamente por todo lo dicho de que la forma de gobierno que más se acerca a las leyes eternas de la naturaleza es una monarquía que acepte, que ame, que desarrolle constantemente el ejercicio armónico de los derechos individuales del hombre. Esta es mi convicción científica. Pero fuera de esto, como la política no se hace subjetiva, sino objetivamente; como la política, ante todo, realiza el derecho con los elementos que encuentra propios para ello en un país determinado, yo veo y toco palpablemente que en medio de tanta ruina como hay en nuestro país al presente, existe como un punto de apoyo a la palanca del porvenir, como una base indestructible todavía, el principio y el sentimiento monárquico.

Yo busco a esta Constitución, yo busco a los derechos individuales que ella consigna más expresamente que otra ninguna, una fuerte compensación, y a esos derechos individuales y a ese sufragio universal en vano les busco otra compensación hoy en día que el grande instinto monárquico del país. Y, señores, ¿podéis dudar hoy aún de la realidad de la existencia de este instinto y de este principio?

He visto muchas discusiones en este Cuerpo, porque comienzo a ser viejo en la vida parlamentaria, y no he visto nunca una discusión tan importante ni tan trascendental como la que nos ocupa en estos momentos: no he oído tampoco, y lo digo con completa sinceridad, más elocuentes discursos que los que he oído aquí desde hace días.

Y sin embargo, señores, hemos visto ayer y antes de ayer en los principios de esta discusión, hemos visto aquí, dentro de este recinto, una frialdad glacial, inexplicable al parecer, que respondía a un solo hecho externo. No debe esto pasar inadvertido. Es que había fuera de aquí algo que preocupaba más la atención que la discusión de la Constitución; es que había fuera de aquí una preocupación poderosa, no sólo en los pasillos del Congreso, no sólo en la sala de conferencias, sino en toda la superficie de Madrid, y estoy seguro que en toda la superficie de España. Se trataba de la posible realización de la monarquía, y se trataba de si sería posible llegar o no pronto además a restablecer la monarquía. Pues este hecho aislado, desnudo, por sí solo, sin que podamos evitar su evidencia ninguno, sin que estuviera en las fuerzas de nadie impedirlo ni negarlo, este hecho tenía, con solo suscitar ciertas dudas, más importancia que la discusión presente toda entera.

¿Qué quiere decir esto sino que el país lo espera todo de la monarquía? ¿Qué quiere decir esto sino que sabe que con una monarquía bien establecida, bien ocupada, con una monarquía sólida, en fin, puede salvarse, puede reparar sus desgracias, al paso que sin esa monarquía; si no se establece, o se establece mal; si es débil, sino tiene la fuerza que necesita para realizar con eficacia sus intenciones, está inexorablemente condenado a la anarquía?

¡Ah! Es que el país entero tiene, como no puede menos de tener, ese instinto de conservación que mi elocuente amigo el señor Castelar muy injustamente echaba de menos en un partido; es que el instinto de conservación le dice al país que si se realiza la monarquía, con ésta o con la otra Constitución, el país puede ser feliz, y si no se realiza, de todos modos ha de ir a la anarquía con esta como con otra Constitución cualquiera.

Eso es lo que hecho revela: eso es lo que dice la conciencia sinceramente expresada, porque todo el mundo siente entre nosotros una cosa que no se necesita pensarla, desgraciadamente para nosotros, que no se necesita más que abrir los ojos y verla en nuestra presencia.

Porque hay otros países, como la Francia y la Alemania, en que sería preciso acudir a la razón para imaginar qué sería de ellos el día en que se vieran totalmente privados de Gobierno, el día en que fuera imposible establecer allí siquiera la forma de gobierno monárquica. Respecto de Francia, algo se vio en 1848, y no ciertamente muy lisonjero. Nosotros tenemos un privilegio exclusivo; pero que pudiera sernos hasta cierto punto ventajoso si lo aprovecháramos, estudiándolo con atención y con imparcialidad. No tenemos que sacar de la razón, no, el juicio de lo que sería nuestro país si se viera privado de la forma monárquica por largo tiempo.

Allá al otro lado de los mares tenemos hermanos que son nuestros verdaderos hermanos, que tienen nuestro origen, nuestras pasiones, nuestras ideas, que han tenido nuestras instituciones, y muchas de ellas las tienen todavía, y ellos nos enseñan con una triste y dolorosa experiencia de más de medio siglo qué es lo que puede hacer nuestra raza cuando se ve totalmente privada de la monarquía. (El señor Castelar: No hay un solo monárquico.)

Cuando se han tomado ciertos hábitos, cuando no se siente sino el mal y no se ha podido apreciar de cerca el remedio, es posible que no haya nadie que le conozca o le pida. No niego esto, ni tengo para qué negarlo; pero lo que afirmo en cambio es, que si no hay monárquicos (porque a ese estado y aun a otro estado más triste pueden llegar algunas veces los pueblos, es decir, a un estado en que no sea ya posible en ellos que haya monarquía ni deje de haber monarquía), si no hay monárquicos, repito, son por eso mismo radicalmente ingobernables, esencialmente anárquicos, condenados a poseer esa triste institución de los Estados del Sur de América que allí se llama el caudillaje.

¿Qué me importa a mí, pues, que los cómplices y víctimas de los caudillos no conozcan o desprecien la monarquía? Ya la conocerían, ya la estudiarían, ya la amarían, si fueran dignos de mejor suerte. Pero si no hay eso, lo que sí puedo decir, porque lo he visto de la manera que se ven estas cosas, por los impresos y por los libros, es que hay muchos entre los viejos o entre los que han oído contar a los antiguos lo que era la vieja dominación monárquica, que recuerdan con tristeza a las veces, a pesar de todos los defectos de aquella administración, el tiempo en que estaban unidos a la corona de España.

Pero es inútil que me detenga, y es éste un incidente, por otra parte, que no me permite extenderme en el poco tiempo de que ya dispongo para terminar mi discurso. A mí me basta con lo dicho para confirmar mi opinión contraria a la del interruptor que tengo delante, y a quien no veo desde aquí; me dicen que es mi amigo el señor Castelar, y le agradezco el honor que en ello me hace.

Decía, señores, que nosotros tenemos por delante el espejo de lo que puede ser nuestra raza sin monarquía: más dichosos en eso que los americanos, que se me acaba de citar, tenemos el instinto de conservación bastante para desear la monarquía, y que la mayoría de los españoles desea por eso la monarquía.

Por lo mismo, señores Diputados, resumiendo en pocas palabras para concluir todo este largo discurso, yo os pido que pongáis aún límites racionales, límites señalados por la ciencia política, límites determinados por la experiencia, a los derechos naturales. Dotad a la autoridad judicial o gubernativa, o a ambas a la vez, de medios bastantes para encerrar cada derecho individual dentro de sus propios límites y evitar que ataque o usurpe los demás derechos; dad prestigio, dad fuerza propia a cada una de las instituciones que creáis, de suerte que a medida que deis más fuerza al individuo, reforcéis más la organización del Estado.

Tened presente, por último, señores (y ahora me dirijo a los señores de la mayoría monárquica), tened presente que el sentimiento más vivo de fuera de aquí, respetable como lo es siempre la manifestación de la opinión general, que el más inteligente del país, que es el de las que se llaman clases conservadoras, que todos a un tiempo os piden, sobre todas las cosas, que restablezcáis pronto y bien la monarquía, y que sea una monarquía de verdad. A un Congreso delante del cual se olvidaba la libertad, porque no pensaba más que en la religión y en la monarquía, le he pedido yo en vano que conservase la libertad, que salvase la libertad, porque era el único medio de que pudiera salvarse también de inmensos riesgos la religión y la monarquía. A vosotros os digo con mayor esperanza, que si queréis conservar la libertad como yo quiero que se conserve, menester es que salvéis también la religión y la monarquía. La libertad, la religión, la monarquía, preciso es estar ciego para no verlo, son los tres grandes y fundamentales sentimientos de que está poseída la Nación española.

Estamos aún en medio de la catástrofe que ha producido la pretendida supresión de uno de estos tres elementos esenciales de vida en la sociedad española. Para salvar definitivamente aquel principio, vencido entonces, vencedor hoy, y por donde quiera triunfante, cuidad ante todo de no imitar un mal ejemplo. No sigáis tampoco ciegos las inspiraciones del país en los momentos de la lucha y de la ira: lo que no haríais con ningún individuo tomando al pie de la letra sus palabras en la embriaguez sangrienta de la victoria, no lo queráis hacer con todo un pueblo, más ciego, más impresionable todavía. Desconfiad, por el contrario, de las inspiraciones demasiado espontáneas y prematuras; considerad que tratáis de hacer una Constitución, no para ahora, no para que se coteje con los abusos que han dado ocasión a la revolución presente, sino para tiempos normales, para servir de valla también a los abusos de la libertad.

Pensad esto con calma: inspiraos en este espíritu, que es el espíritu del país, y evitaréis vivir con el país en el triste, tristísimo divorcio que hemos presenciado ya varias veces entre las Cámaras deliberantes y la gran masa de electores que más o menos directamente los envía. En tiempos de revolución suele decirse, y es verdad, que el tiempo va de prisa: hace poco que está reunida esta Cámara para una Cámara ordinaria; pero para una Cámara Constituyente, desde la revolución acá ha pasado ya mucho tiempo. Prestad atención y oiréis mal contenidas las palpitaciones de la opinión pública. Si no se lo prestáis, si no aprovecháis todo lo que queda de este debate para reformar algo en el sentido que he dicho, yo no me tengo por infalible por cierto: bien puedo errar, porque estoy cierto de haber errado muchas veces; pero no por eso he de ocultaros ya hoy que tengo el triste presentimiento de que correrán aún muy graves peligros la libertad y la patria. Pues qué, ¿hace tanto tiempo que no se encontraba en España casi nadie que corriera a defender a costa de su vida las ideas mismas que ahora tantos y tantos proclaman?

Pues qué, ¿tantas ofertas de sacrificios en aras de la libertad se ha dado en España en estos tiempos, que no sea lícito desconfiar en estos días de triunfo todavía de los que se guarden para el día en que peligren de veras las instituciones liberales? ¿De dónde nace esta confianza, cuando todos vosotros podéis analizar los hechos concretos que han dado lugar a la revolución presente? Tenéis ahí a los hombres que los han llevado a cabo, sabéis lo que les ha costado, sabéis que si ellos no lo hubieran hecho todo, la revolución no hubiera venido jamás. Y con todo eso, ¿queréis someterla aún a nuevas pruebas? El único medio de preparar una resistencia eficaz a las reacciones futuras es tener hoy moderación en los propósitos; no exigir más de lo que puede razonablemente obtenerse; no desear más siquiera de lo que sea realizable.

La templanza es una de las más grandes virtudes civiles; la energía y el vigor en la lucha cualquiera los tienen; lo que no todo el mundo tiene, sino a muy pocos es dado, y sólo a los verdaderamente fuertes, es la templanza. De suyo es templado el hombre cuando tiene la conciencia de su propio derecho, cuando siente en sí la fuerza bastante para hacerle respetar a todas horas de quien quiera y en todas partes.

Siendo o no doctrinario, que la verdad es que no lo soy realmente; confinando o no con tal o cual partido, que ésa es cuestión de apreciación que aquí no discuto, lo que yo quiero es que os fijéis bien en la sinceridad de estos consejos, porque son de quien, por encima de todo, siempre ha sido y es y no puede dejar de ser liberal.



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