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Doña Añada y los ponchos de Agapito Robles



Doña Añada, personaje esencial en el ciclo novelesco La guerra silenciosa, queda indefectiblemente asociada a Agapito Robles en la cuarta novela del ciclo, Cantar de Agapito Robles (1977). Doña Añada, ya ciega, es expulsada de la hacienda Huarautambo por el juez Francisco Montenegro una tarde que la encuentra conversando con las plantas del jardín. Precisamente de las palabras que dirige a los vegetales el lector conoce las únicas noticias sobre su pasado:

-¡Oh árboles! ¡Oh plantas! ¡Oh flores! Todo lo que crece se marchita. ¡Es el destino! ¡No se quejen! Por lo menos a ustedes nadie las expulsará en su vejez. Mi madre me advirtió que no bajara a Yanahuanca. «¿Qué buscas allá, Añada? Aquí tienes luz, árboles y agua purísimas. Las estrellas alumbran tu alegría. ¿Qué más quieres?». Yo era joven, yo era insensata, yo era bella [...] Hasta hacendados subían a Yanacocha para cantarme serenatas. Y todo lo dejé para seguir a una sonrisa engañadora [...] ¡Mi carne fue deseada! Por mí, hombres bravos se hartaron de acero.


(Cantar de Agapito Robles, capítulo 15)                


Junto a estas evocaciones del pasado, doña Añada también expresa su consternación por la arribada de la vejez:

-[...] ¿De qué me sirven ahora estas memorias si ya nunca saldré de las tinieblas? Oh vejez, miserable estación. He visto manos que talaban árboles temblar bajo el peso de la cuchara de comida limosneada. He visto pies que igualaban a los potros en la carrera demorarse una tarde para cruzar la enormidad de un patio [...] la impotencia, la caridad, la soledad, el silencio, manjares de los viejos. ¡Yo venteo el silencio! ¡Yo venteo la sombra! ¡Yo venteo la muerte!


(Cantar de Agapito Robles, capítulo 15)                


El lamento de la anciana, por encima del duelo que supone la llegada a la vejez, pone especial énfasis en la obstinada desatención que reciben los ancianos, en el silencio de que son rodeados. Precisamente estos dos maleficios que sobre la ancianidad pesan, desatención y silencio, son los que verá doña Añada desaparecer al llegar a Yanacocha. En efecto, allí

[...] se presentó en casa del personero Robles [...] Agapito abrió la puerta sorprendido.

-¡Amparo para la desgracia, personero! -gritó la vieja.

Agapito le besó la mano.

-La tierra madre te recibe con cariño, doña Añada.

-¡Exprimieron mi edad, chuparon la pulpa y ahora arrojan la cáscara! ¡Asilo para la desdicha!


(Cantar de Agapito Robles, capítulo 15)                


La comunidad de Yanacocha no sólo la acoge sino que le asignan una casa y un terreno para papas. La anciana, agradecida, promete devolver la atención con que es tratada: «Pagaré tejiendo», contestó la ciega (Cantar de Agapito Robles, capítulo 15). A partir de aquí se inicia la factura de los ponchos. En el primero de ellos, la ciega trama un paisaje de furiosas muchedumbres que marchaban sobre planicies, vencían cordilleras, cruzaban páramos y finalmente se ahogaban atravesando un gran río (Cantar de Agapito Robles, capítulo 15). El narrador en tercera persona, sorprendido, afirma: ¡Era el Mantaro! (Cantar de Agapito Robles, capítulo 15). Y asegura:

Años después lo comprobarían. En su ceguera, doña Añada se había extraviado. En lugar de tejer, como quería, los desastres y triunfos del pasado, tejió los desastres y triunfos por venir.


(Cantar de Agapito Robles, capítulo 15)                


Ése es el primer poncho en que se muestra que las manos de la anciana tejen escenas futuras. El segundo poncho que entrega a la comunidad está tramado en verde [...] en su lana constaba ya la traición, la cara del traidor que haría fracasar el cruce del Mantaro que mucho después intentaron los comuneros de Diezmo (Cantar de Agapito Robles, capítulo 15)1. En el tercero se contiene la escena final de Cantar de Agapito Robles:

Sobre un fondo de noche estrellada, un hombre de fuego atravesaba la quebrada chamuscando casas, corrales, árboles, arroyos.

-¿Ésa no es la cara de Agapito? -preguntó Cipriano Guadalupe.

-¿Agapito ardiendo? -se rió un comerciante de Michivilca.


(Cantar de Agapito Robles, capítulo 15)                


Según ha hecho notar Dorita Nouhaud, derribar las barreras del tiempo es una función asumida por la vieja tejedora. Pero sólo en cierta manera, ya que la aportación original de doña Añada es que la función de la memoria la ejerce especularmente, paradójicamente, teje no el pasado, sino el futuro2.

La función de derribar las barreras del tiempo es verdaderamente esencial en Cantar de Agapito Robles ya que pesa sobre las comunidades la paralización temporal. Doña Añada niega, así, el tiempo detenido, ya que proyecta imágenes de cuanto ha de venir. Que estas imágenes contengan desastres o triunfos carece de importancia. Lo esencial es que informan de que llegará un día en que el tiempo dejará de estar enfermo. Sin embargo, las escenas tramadas en los ponchos de doña Añada son un enigma indescifrable para los comuneros, y también para el lector. Éste ha de esperar hasta el exacto inicio de La tumba del relámpago (1979) en que Remigio Villena, un comunero de Santa Ana de Tusi, repara en el prodigio. Esta técnica narrativa en que las imágenes de los tejidos anuncian lo que aún está por venir recuerda, según afirma Roland Forgues, los manuscritos del mago Melquíades en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez3.

Sin embargo, los ponchos de doña Añada no sólo adivinan el futuro, sino que son una revelación del pasado en cuanto que sirven para afianzar la imperiosa necesidad de la lucha en el presente. Este efecto será plenamente detectable en el desarrollo de La tumba del relámpago, la quinta y última novela del ciclo narrativo.

Pero según ya se ha dicho, es en Cantar de Agapito Robles donde se presenta el inicio del prodigio, la presentación de doña Añada y la confección de los ponchos. Y el protagonista, Agapito Robles, apasionado amante de esta prenda andina, se viste a lo largo de la novela con algunos de los ponchos que teje doña Añada. Al poco de iniciarse la novela, Agapito Robles, de vuelta de la cárcel, se dirige a Yanacocha. El lector toma enseguida noticia del encanto que siente Agapito por los colores del poncho que viste:

El atardecer ribeteó su poncho cuajado de soles azules, verdes, rosados, amarillos. Porque el personero de Yanacocha amaba los colores tanto como el juez Montenegro los execraba.


(Cantar de Agapito Robles, capítulo 1)                


No es gratuita la comparación entre Agapito y Francisco Montenegro en cuanto a sus opuestos gusto y odio por los colores. Conviene recordar cómo aparece el juez en la primera novela del ciclo, Redoble por Rancas (1970):

un húmedo setiembre, el atardecer exhaló un traje negro. El traje, de seis botones, lucía un chaleco surcado por la leontina de oro de un Longines auténtico.


(Redoble por Rancas, capítulo 1)                


El primero de los ponchos tejido por doña Añada de que se tiene noticia que viste Agapito se describe cuando el personaje llega a Pumacucho, donde se encuentra con Cecilio Encarnación, el Arcángel. Agapito exhibía un poncho cuya imagen tenía por nombre «El cruce de la cordillera Culebra» (Cantar de Agapito Robles, capítulo 16).

Agapito, exhausto, se durmió al poco de llegar a Pumacucho. Tiene un sueño en que queda asociada doña Añada y que, al igual que cuantos sueños se narran en la novela, no pretende mera evasión de la realidad, sino que significa el camino hacia el conocimiento, y funciona como una transformación del inconsciente. He aquí el sueño:

Soñó que llegaba a un pueblo idéntico a Pumacucho. Una muchedumbre también poblaba la plaza pero ¡una multitud de animales! Pájaros, felinos, culebras, peces, tortugas, cangrejos, bestias conocidas y desconocidas crestaban las laderas. Divisó un charco. Sintió sed. Se acercó. Se inclinó para beber. Sin asombro comprobó que era un puma. Admiró el pavor de sus ojos, la geografía de sus manchas y luego, como todos los animales, obedeció la voz de una doncella que hubiera jurado que era doña Añada moza. La joven, que lucía una pollera cortada en tela de arco iris, gritó:

-¡Animales de Arriba y Animales de Abajo! ¡Animales que caminan, animales que nadan y animales que vuelan!: Nuestro hermano Kurivilca, el pobre, lucha con Rumicachi, el rico. Disputan el amor de la que es mejor que la brisa. Tres veces se han enfrentado: tres veces Kurivilca ha vencido, pero esta vez Rumicachi, el rico, lo desafía a construir un palacio en un día. Sus servidores han erigido en media jornada una pared de una legua de largo. ¿Cómo lo igualará nuestro hermano?

-¿Para qué estamos nosotros? -se alzó un cóndor.

Los cóndores que lo rodeaban lo celebraron.

-¡Así me gusta! -gritó la muchacha resplandeciente-. ¡La casa tiene que estar lista antes de que amanezca! ¡Ea!

Chillando, piafando, himplando, rugiendo, silbando, zureando los animales edificaron un muro de dos leguas de largo, cimiento de un palacio cuyo techo lastimaría la luna. A los pumas les tocó levantar el muro oeste. Agapito Robles hubiera querido conversar con los felinos de su cuadrilla pero el gran puma que dirigía los trabajos no toleró ninguna pausa hasta que concluyeron la tapia. La fulgurante moza examinó el trabajo y sonrió:

-Lo único que nos falta es el techo.

-Es demasiado alto, dijeron las hormigas.

-Es demasiado bajo, dijeron las águilas.

-Entonces lo construirán ustedes -dijo la joven Añada a las águilas y mirando a Agapito Robles añadió dijo algo que el personero no supo porque despertó.


(Cantar de Agapito Robles, capítulo 16)                


El sueño de Agapito Robles encuentra su significado dentro del discurso novelesco. Y lo hace bajo una doble perspectiva. Por un lado, la intervención de doña Añada en su capacidad para hablar a los animales (rasgo del que ya se tomó noticia en el capítulo 15 de la novela) y en su vertiente de personaje capaz de anticipar el futuro. Por otro lado, la reunión de todos los animales que acometen conjuntamente una empresa común evoca el mundo legendario. Este aspecto proyecta una nueva luz porque -según afirma William Rowe- en el universo predominantemente oral [...] el espacio no se subdivide homogéneamente, racionalmente. La idea de un espacio uniforme, conocible desde un punto de vista único, presupone la civilización [...] donde predomina lo visual4. Además la comunicación entre hombres y animales y entre animales de diferentes especies, también la empresa común que acometen conforman un ámbito ideal alejado de ese otro entramado novelesco en que lo lineal y lo sucesivo son notas predominantes y cualidades extremas. Así, el sueño de Agapito convive y, a la vez, no convive con la ficción novelesca. Estos rasgos deducibles del sueño que asalta a Agapito en Pumacucho son equiparables a los que poseen los ponchos de doña Añada, ya que -según afirma Dorita Nouhaud-, los proféticos dibujos que ilustran los ponchos de doña Añada son citas culturales que connotan la iconografía de los tejidos precolombinos como los que se pueden admirar en el Museo de Lima, los espléndidos tejidos de las edades míticas [...] encontrados en las tumbas como sudarios de las momias5. En definitiva, el sueño de Agapito Robles recoge las idílicas comunicación y colaboración entre lo que está arriba y lo que está abajo y se corresponde con la antigua y espléndida cultura de la solidaridad y el respeto religioso por la naturaleza.

Pero la escena soñada también recoge la imposible correspondencia entre el mundo de lo real y el mundo de lo onírico. Parece como si Agapito Robles anticipara mediante este episodio del sueño la perspectiva por la que optará Remigio Villena en la quinta novela del ciclo, La tumba del relámpago. Remigio Villena decidirá destruir La Torre del Futuro, el lugar donde se guardan los ponchos proféticos de doña Añada; esto es, decide destruir la peligrosa imagen de un tiempo teológico [...] en la medida en que, tautológicamente, vuelve sobre él mismo para amontonarse bajo la forma de años [...] teológico puesto que el suceso, iterativo de un modelo [...] adquiere estatuto litúrgico en tanto que rito, que es repetición6.

Un segundo poncho tejido por doña Añada viste Agapito Robles. De él se tiene noticia de una manera indirecta, a través del comentario de un viajero, Calixto Calixto, que informa de la desaparición de Agapito:

visitó Yanacocha don Calixto Calixto, un respetado agente viajero. Era gordo, serio y jamás mentía. Isaac [Carbajal] lo interrogó. «Sí. Con mis ojos que se comerá la tierra vi que se lo llevaba el río Andacacha. Yo recogí su poncho».

-¿Cómo era?

-Era un poncho amarillo lleno de soldaditos.


(Cantar de Agapito Robles, capítulo 20)                


El tercer y último de los ponchos de Agapito Robles aparece al final de la novela:

Y entonces [...] nuestro personero enloqueció. Comenzó a reírse bajito, luego fuerte, más fuerte. Sorpresivamente se echó el poncho sobre la espalda que tembloteaba con sus carcajadas [...] inició su baile.

-¡Wífala, wífala! -gritó.

El humo de la danza lo envolvió. Ya no se le veía. Su poncho era un torbellino de colores vertiginosos. Sin dejar de bailar descendió la loma. Como candela pasó chamuscando los eucaliptus [...] Sin piedad por los maizales que devastaba a su paso, sin atender al terror del caballaje que se revolvía piafando en los corrales, ¡wífala, wífala!, siguió bajando. Se acercó al pueblo. Los López se percataron entonces que el pasto de su chacra ardía. Quemó la estancia de Polidoro Quinto ¡Wífala! Calcinó el gigantesco pisonay del patio de los Requis. ¡Wífala! Evaporó el agua de la acequia que corre por Altomachay. ¡Wífala! Chamuscó la fachada de la Municipalidad. Las llamaradas refilaron la torre de la iglesia [...] ¡Toda la quebrada estaba ardiendo! ¡Un zigzag de colores avanzaba incendiando el mundo!


(Cantar de Agapito Robles, capítulo 34)                


La danza de Agapito Robles adquiere una dimensión sagrada en la devastación que provoca. Si Agapito había repetido una vez y otra que el tiempo volvería a discurrir el día en que los comuneros se curasen del miedo, su danza muestra que ese día ha llegado. Roland Forgues sostiene que el hombre de fuego tejido en el poncho mágico por doña Añada había cumplido con su destino7. En efecto, Agapito Robles, después de incendiar el mundo con su poncho, desaparece entre las llamas. Puede decirse que el ciclo novelesco llega a un momento en que la arribada al estado de conciencia de los indios se significa a través de ese zigzag de colores que avanzaba incendiando el mundo (Cantar de Agapito Robles, capítulo 34).

Pareciera que Manuel Scorza ha conseguido introducir en el ciclo novelesco un nivel de lectura superior: El ciclo narrativo mismo es un cosmos mítico. Y no sólo porque haya en él personajes poseedores de la magia y los sortilegios de sus poderes, sino porque la adecuada interpretación de esa constelación de personajes mítico-novelescos lleva a una conclusión idéntica a la que se obra cuando se pretende analizar un mito verdadero perteneciente a una sociedad dada.

Pero habrá que esperar hasta la aparición de la novela que cierra La guerra silenciosa, La tumba del relámpago (1979), para que una lectura se alce, vívida y eficaz, por encima de todo el ciclo. La expresó Manuel Scorza en conversación con Modesta Suárez: La tumba del relámpago [...] muestra que los libros anteriores son tejidos en el manto maravilloso de doña Añada8. En conversación con Roland Forgues perfiló de manera más decisiva:

Mis cinco libros [las cinco novelas del ciclo La guerra silenciosa] culminan con La tumba del relámpago, cuya lectura es fundamental porque, en esta novela, los personajes comprenden que son criaturas míticas, y dejan de ser míticos para convertirse en hombres del Tercer Mundo [...]. El mito solamente puede terminar cuando se lo pronuncie, cuando se lo ejecute en la revolución. La operación de mis libros es clara; tiende justamente hacia la salida del mito9.






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