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Doña Luz (Valera)

Leopoldo Alas





No hay peor concupiscencia que la del espíritu, dice el padre Manrique, personaje de los principales de esta novela, y así es la verdad; por eso los que buscan en los libros de entretenimiento la moralidad, que por otra parte no les acude, deben mirar con malos ojos estas novelitas del Sr. Valera, en que los caracteres, casi siempre, son de los contaminados con ese vicio espiritual. En casa de doña Luz se reúnen para disertar y discutir, un fraile, misionero de Filipinas, un médico, que debió de haber leído a Haecket, traducido al francés, y la misma doña Luz, solterona de veintiocho años, mística de afición y un tanto por recurso. De aquellas conversaciones acerca de la gracia santificante y otros temas no menos sublimes, resulta un fraile, enamorado perdido de la solterona, la cual, sin darse cuenta, estima aquel amor, aunque no piense que de él pueda venir daño alguno para la salud espiritual de ninguno de ellos. Aunque doña Luz desdeñó a muchos amantes que la ofrecieron su corazón y tierras de pan llevar, no puede resistir a un guapo mozo, brigadier de caballería, que viene de Madrid exprofeso a enamorarse de ella. Ríndese a discreción la pobre doña Luz, casa con D. Jaime, y el fraile muere de celos, aunque al parecer de apoplejía.

Por unos papeles que dejó el fraile averigua doña Luz de seguro lo que ya sospechaba: que el fraile la quería, y a la sazón de estar agradeciéndoselo, recibe el mayor desengaño, cual es   —274→   el saber que su esposo no la amaba de amor, como dice el señor Valera, sino por una pingüe herencia que, ignorándolo ella, pero no él, estaba destinada a la que fue ídolo del fraile. Manrique se llamaba este, y Manrique se llama el hijo que de los desengañados amores tiene doña Luz, para siempre separada de su esposo, y por siempre, o poco menos, unida en espiritual recuerdo del tonsurado Macías.

Otro autor de menos recursos no hubiera podido interesar con semejante argumento a los lectores, y no es seguro que el mismo Sr. Valera llegue a interesar a todos, porque los hay de muy diversos gustos.

En un artículo muy notable publicado ha pocos días, habla el Sr. Giner de los gustos vulgares que manifiestan las almas poco delicadas, gozando, como gozan, con espectáculos intranquilos, con literatura violenta, con pasiones extremadas, movimientos y azares: hablando precisamente de las novelas, dice el Sr. Giner que al de gusto poco cultivado no le placen las que no tienen otro movimiento que el de la vida, quizá latente en sus páginas, pero no por eso menos real y menos bello. Al lector que no guste de contemplar, no puede agradarle esta novela del Sr. Valera, y al que Dios llame por ese camino, aún le gustarán más otras del mismo autor, que se prestaban, como ella, a muchas meditaciones y, al propio tiempo, tenían más belleza, revelaban más habilidad y momentos más felices y más fecundos de inspiración. Lo que ha de gustar a todos, de fijo, es el estilo sin par del Sr. Valera, quizá mejorado en esta obrita, porque es más natural y parece más espontáneo que en algunas otras ocasiones. Ya se sabe que el Sr. Varela es un académico ideal, quiero decir, como deben ser; comprende cuánto bueno se puede extraer del tesoro de las letras sabias, a que puede llegar una erudición vasta, profunda y bien dirigida por el raciocinio y el gusto; sabe asimismo cuáles son las exigencias de los modernos tiempos, y con arte exquisito emplea en obras de gusto moderno la riqueza de erudición, la experiencia artística, ganadas en estudios clásicos, clásicos de veras. Como en todo, en el estilo y en el lenguaje revela tales ventajas el autor de Asclepigenia; escribe como nadie, porque es castizo y sabe mucho diccionario, y algo que no está en el Diccionario, sin degenerar en arcaico, ni en voces, ni en giros; de las nuevas maneras aprovecha lo que no desdice   —275→   de la elegancia antigua, lo que no choca con el gusto delicado y es útil para expresar mejor lo que mejor se piensa ahora: por todo lo cual, el estilo de Valera, ni pueden rechazarlo los académicos, ni los profanos pueden menos de admirarlo.

No hay arte que no consista en un punto de caramelo; dar en el clavo, eso es ser artista: el Sr. Valera es el mejor artista del idioma castellano...

¿Y Doña Luz? Si Pepita Jiménez no anduviese por esos mundos, Doña Luz sería más encomiada; pero esta Luz se eclipsa ante la perla de las novelas españolas contemporáneas. No es que sea igual el argumento, ni los recursos del arte idénticos; pero hay grandes analogías, y sobre que estas sutilezas psicológicas no son para muy traídas y llevadas, el desempeño es inferior con mucho en esta ocasión.

El Sr. Valera ha reincidido en el defecto de decírselo él todo o casi todo, y hasta cuando son los personajes los que hablan, se oye la voz del consueta. Sucede, con efecto, en esta novela, lo que en las comedias de aficionados (llamo yo así también a los que cobran sus aficiones): el apuntador, como está oculto, no tiene miedo, y suele declamar más alto, con más brío y de corrido lo que el actor dice mal, sin gracia y a trompicones; resultado: que a quien se le oye el drama es al apuntador. En Doña Luz, a quien se oye es a D. Juan Valera.

Yo declaro que no me pesa; pero si al Sr. Vidart o cualquier otro se le ocurre quejarse, D. Juan se defienda, que a mí me faltan argumentos.

En cuanto al reclamo con que atrae Valera a los críticos sutiles para que de su libro deduzcan mil y quinientas enseñanzas, nada diré, porque no va conmigo.

Y me alegro, porque si hay algo que gaste el alma y empobrezca la voluntad especialmente, es el perpetuo alambicar razones y sentimientos. En nuestros días, la ociosidad ha abusado de la psicología recreativa, y los inocentes que de buena fe se han dejado llevar de esta afición, han concluido por tener tedio, padecer náuseas y jaqueca... Así, que no nos quebremos de sutiles.

Mi opinión, que no vale porque no soy de los aludidos, es que Doña Luz enseña a no mezclar lo divino con lo humano, como ya Cervantes quería. Una frase vulgar resume la enseñanza de Doña Luz: a esta señora se le fue el santo al cielo.





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