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«Dogma socialista»: juicio de este libelo

Pedro de Angelis





Bajo este título retumbante, un espíritu preocupado, con aquella presunción que caracteriza a los genios díscolos, ha trazado el programa de la regeneración política de la nación Argentina, a quien supone fuera del camino que le demarcaron los fundadores de su independencia. Descontento de todo cuanto se ha hecho hasta ahora para conservarla, apela a otros arbitrios y a nuevos colaboradores que, por una coincidencia singular, son precisamente los que más la han comprometido.

Basta leer los nombres inscriptos en las primeras páginas de esta rapsodia, para descubrir su tendencia. No son los de las columnas del orden, de los defensores de las leyes, de los protectores de los derechos del pueblo: a ninguno de estos beneméritos hijos de la Patria menciona el autor del pretendido Dogma socialista entre sus Mecenas. Echa de menos en ellos una calidad que exigen los salvajes unitarios para tomar parte en su figurado «movimiento intelectual en el Plata», la de someterse a las influencias extranjeras que es lo que estriba el Dogma de aquellos degradados traidores. Los que sirven a las órdenes de Thiebaud, los que combaten al lado de Garibaldi, los que desean el triunfo de los invasores y que se afligen por las glorias nacionales, son los «hombres honorables», cuyo destino envidia el Socialista.

La historia argentina ha registrado en su martirologio los nombres esclarecidos de Dorrego, Quiroga, Latorre, Villafañe, Heredia, y de tantas otras víctimas lamentables de la traición y de la perfidia de los salvajes unitarios: pero el autor del Dogma escoge sus héroes entre los verdugos, y ¡nadie le parece más digno del título de «Mártir de la Patria», que los que la han ensangrentado! Uno de ellos es el feroz asesino Lavalle, que sublevó el ejército, derrocó las leyes y derramó la sangre inocente del primer magistrado de la República. Otro es Acha, que entregó vilmente al puñal de un amotinado a su bienhechor y a su jefe; y mártires son también Avellaneda, que atentó a la vida del general Heredia, y Maza, que quiso hacer otro tanto con el general Rosas, que lo había colmado de favores. Por este estilo son mártires los Marat, los Robespierre, los Danton y los hombres más espantosos de la última revolución francesa.

Los que el Socialista llama «Mártires sublimes», han sido los mayores azotes de las provincias argentinas, y algunos de ellos han tenido una parte principal en las desgracias de los estados limítrofes, sobre todo en la República Oriental que los había hospedado. Difícil sería citar un alboroto, una sublevación, una catástrofe en que no haya medrado, cuando no la ha promovido, alguno de estos furiosos demagogos, que por último se han prostituido al extranjero brindándole con la independencia de su país. Todos ellos han combatido contra sus propios hermanos, atentado al honor de las esposas, destrozado el patrimonio de las familias, arrancándoles la vida cuando han podido disponer de ella. ¿Y serán éstos los modelos de los predestinados a trabajar al «movimiento intelectual y al dogma socialista de Mayo»? Ninguna relación hallamos entre el sentido de estas palabras y los crímenes de tantos facinerosos, y por infinita que sea la misericordia del Ser Supremo, nos parece imposible que los haya recompensado «con una vida toda de espíritu y de amor inefable». Hasta creemos que en estos conceptos hay algo de sacrílego que choca con las ideas más comunes de la religión y justicia. Halle enhorabuena el malhechor en la clemencia divina el perdón de sus culpas; pero no se le invoque para disponer «nuestros corazones a la fraternidad y a la concordia», ni se les niegue a que, «desde la esfera de beatitud divina donde habitan como hermanos unidos en espíritu y amor eternal, echen sobre nosotros una mirada simpática». Todo esto es impío, y produce un efecto contrario al que se ha propuesto el Socialista, porque nadie ignora que ninguno de sus héroes ha combatido por el triunfo del Dogma de Mayo, y que no puede inspirar sentimientos de fraternidad y concordia el que nunca los ha abrigado.

En medio de estos desvaríos reconoce el autor del Dogma (a la verdad no era posible negarlo), «que de los partidos en que se divide la sociedad argentina, el federal, que representa la mayoría es el vencedor, y el unitario, que representa la minoría, es el vencido. Que el primero se apoya en las masas populares y es la expresión genuina de sus instintos, mientras que el segundo no tiene bases locales de criterio socialista, y es algo (debía haber dicho mucho) antipático por sus arranques soberbios de exclusivismo y supremacía». Suponemos que lo que quiere decir es que los salvajes unitarios, a quienes impropiamente califica de partido, son egoístas y orgullosos, en lo que estamos conformes. Pero lo que no podemos entender es aquel criterio socialista, que merece ser explicado por ser uno de los rasgos principales de la fisonomía política de estos demagogos.

«En el seno de esta sociedad, (prosigue el autor); en medio de estos partidos, se criaba una generación nueva, que no pertenecía ni al uno ni al otro. Los federales la miraban con desconfianza, los unitarios con menosprecio, y por consiguiente era rechazada a un tiempo por unos y otros, ni podía pertenecerles... Esta juventud aislada, desconocida en su país, débil, sin vínculo alguno que la uniese y le diese fuerza, y que nada podía para sí, ni para la patria», era la que debía sobreponerse a los partidos, y regenerar el país.

Lo más singular es que el que se proponía acometer esta empresa no conocía a los que debían ayudarle. ¡Qué hacer! Comunicó su pensamiento a dos jóvenes para que convocaran a lo que el salvaje unitario Echeverría tituló lo más selecto y mejor dispuesto de la juventud argentina; y con este auxilio de los débiles, el 23 de junio de 1837 por la noche se juntaron en un local 30 a 35 adeptos manifestando en su rostro curiosidad inquieta, y regocijo entrañable.

En esta primera reunión, el autor del Dogma bosquejó la situación moral de la juventud argentina, manifestó la necesidad de ser fuerte (como si bastase desearlo para conseguirlo), y leyó las «palabras simbólicas que encabezaban su credo. A esto se siguió una explosión eléctrica, y un abrazo de fraternidad indisoluble».

El 8 de junio se aprobó una fórmula de juramento, parecido al de la Joven Italia, y el 9 hubo un banquete. Allí, inter pocula, se trató del gran objeto de la asociación, y se convino en que «el país no estaba maduro para una revolución material; pero que era útil una revolución material que marcase un progreso en la regeneración de la patria». Dejamos a la perspicacia de nuestros lectores la tarea, nada fácil, de conciliar la primera con la segunda parte de este párrafo, y proseguiremos la historia de tan descabellada asociación.

Se acordó también que debía trabajarse en difundir, por medio de una propaganda lenta, las creencias fraternizadoras: pero tropezaron, con la gran dificultad que nadie entendía su jerigonza. Se resolvió, pues, nombrar una comisión que se hiciese cargo de explicar, de un modo claro y sucinto las palabras simbólicas.

Este trabajo, que se eslabonaba a la tradición, fue redactado en forma de programa por el autor del Dogma, y entre otras cuestiones fundamentales se trató de la necesidad de «desentrañar el espíritu de la prensa revolucionaria, y determinar los caracteres de la verdadera gloria, y de lo que constituye al grande hombre». Todo esto no nos parece muy eslabonado, pero no debe olvidarse que eran discursos de sobremesa. Lo que prueba que eran hombres sesudos es que, en la solución de estos problemas, inculcaban de tener siempre clavado el ojo de la inteligencia en las entrañas de la sociedad!

Es natural que se pregunte ¿quiénes eran estos sabios que debían encabezar «el movimiento intelectual en el Plata»? Vamos a satisfacer esta pregunta con los datos que nos suministra su gerofante.

El plantel de este club de revoltosos se componía de unos cuantos estudiantes de derecho, inquietos, presumidos, holgazanes, y muy aficionados a la literatura romántica. Sin más nociones que las que adquieren en una aula, y solamente por haber leído las novelas de Hugo y los dramas de Dumas, se consideraban capaces de dar una nueva dirección a las ideas, a las costumbres, y hasta a los destinos de la patria. Con aquel tono dogmático, tan propio de la ignorancia, abordaban las cuestiones más arduas de la organización social, y las resolvían en el sentido más opuesto a la razón, porque lo que más anhelaban era apartarse de las sendas conocidas. Ésta era su mayor ambición y su deseo. Así, por ejemplo, para ser lógicos (según se expresaban) ¡rechazaban el pleonasmo político de la religión del Estado! Como si Francia e Inglaterra no tuviesen una religión propia, y sin comprender que sin esto, la tolerancia de los cultos que es una virtud, degeneraría en politeísmo, que es un vicio.

Sobre estas bases se puso mano a la obra de conflagrar al país, contando con el apoyo del tirano Santa Cruz y de la intervención francesa. La guerra debía ser de propaganda, y sostenida por la prensa. Montevideo fue el primer punto de reunión de los reformadores que, al amparo del poder usurpado por un rebelde, debían fomentar la insurrección en las provincias argentinas, donde tenían sus colaboradores y sucursales. Alberdi, Cañé, Mitre, Lamas, Bermúdez, Somellera, todos partidarios acérrimos de la intervención extranjera, propagaban sus doctrinas antipatrióticas por el Iniciador, la Revista del Plata y el Porvenir. Una segunda asociación se formó en la provincia de San Juan, por obra de los salvajes unitarios Sarmiento, Quiroga Rosas, Villafañe (Benjamín), Rodríguez, Aberastain y Cortínez; y una tercera en Tucumán bajo los auspicios del salvaje unitario Avellaneda, a quien los beneficios del general Heredia no habían inspirado más sentimiento que el de la venganza.

Entre todos estos clubes secundarios, descollaba por su actividad el de Córdoba, presidido por el salvaje unitario Francisco Álvarez, juez de comercio de la provincia, a quien secundaban Paz (Paulino), Rodríguez (Enrique) y Ferreira (Avelino y Ramón), y que prepararon los elementos del motín que estalló el 10 de octubre de 1840.

La monstruosa alianza de los agentes franceses con los refugiados argentinos en Montevideo y la presencia del salvaje unitario Lavalle en Entre Ríos, eran los móviles principales de estas maquinaciones sostenidas en Corrientes por Thompson en su desatinado papel de Libertador. Pero los repetidos y brillantes triunfos de las armas federales en todos los puntos de la República, dispersaron a esos miserables elementos de anarquía, y los que los habían reunido, más afortunados o más cobardes, lograron asilarse en los estados vecinos, donde continuaron su infame apostolado a la sombra de las leyes locales, o más bien abusando de ellas.

Félix Frías, antiguo confidente y secretario de Lavalle, redactó el Fénix Boliviano en Sucre, de donde pasó a Chile a tomar parte en la publicación del Mercurio, de Valparaíso. El salvaje unitario Sarmiento, otro colaborador del mismo diario, fundó el Progreso en Santiago, y no contento con el veneno que derramaba por la prensa periódica, emprendió algunos trabajos biográficos para calumniar a sus anchas a los ilustres defensores de la causa de los pueblos. Éste fue el objeto que se propuso al escribir la vida del general Aldao y la del general Quiroga.

Otro joven, hijo de un digno representante del pueblo y actual presidente de nuestra Suprema Cámara de Justicia, después de haber cooperado a la rebelión de Córdoba, se trasladó a Chile a participar en la redacción de La Gaceta, y de la Revista Mensual, de Valparaíso, y ayudó también a Sarmiento en la publicación del Heraldo Argentino y del Progreso. Uno y otro fueron reemplazados por Tejedor y Peña, imbuidos del mismo espíritu de ferocidad y de traición contra la patria.

Algunos de estos salvajes unitarios, aspirando ridículamente a un lugar eminente en literatura, exhalan su rabia en folletos, disfrazados en escritores sentimentales y filósofos, pero con las mismas tendencias a favor de la dominación extranjera, y aplaudiendo el celo que despliegan no los que defienden la independencia del país, sino los Varelas, los Wright, los Domínguez, los Mármol, y otros hombres prostituidos u obcecados que se esfuerzan por persuadir a los pueblos que están en sus intereses el prosternarse ante la voluntad inexorable de los plenipotenciarios y almirantes anglofranceses. En esto siguen las huellas de su prototipo Rivera Indarte, ladrón sacrílego, calumniador impudente, y que sobrepujó en cinismo a los hombres más inmorales. Basta decir que fue el autor de las Tablas de sangre, y de otra producción a la que tituló ¡Es obra santa matar a Rosas!

Un ejemplo mucho más lamentable de la facilidad con que los enemigos de la independencia americana han hecho circular sus producciones, es la impunidad de que han disfrutado y disfrutan en Bolivia, donde un Villafañe, antiguo secretario de Lamadrid y profesor de historia en la universidad de Sucre, un Avelino Ferreira, profesor de matemáticas en la misma universidad; un Paulino Paz, que ejerce la abogacía en Tupiza, y el salvaje unitario Domingo Oro, que escribe en el mismo diario ministerial del gobierno, han sostenido y sostienen desfachatadamente la justicia de la intervención extranjera en los asuntos interiores de las dos repúblicas del Río de la Plata, entregados a la dirección de Paunero, que tan triste celebridad adquirió en las disensiones de nuestras provincias durante el titulado «protectorado de Paz», y que nunca ha dejado de excitarlas a la insurrección para favorecer las miras del gobierno revolucionario de Montevideo, a quien representa cerca del gobierno de Bolivia.

El general Ballivián, que se mostró tan celoso del equilibrio de los estados y de los derechos de los pueblos en América cuando los vio amagados, no debía tolerar que los partidarios del tirano del Perú erigiesen cátedra en el asiento mismo de su autoridad, para justificar a los que venían del otro lado del océano a atentar a la independencia de un pueblo hermano. Al deber que tienen los gobiernos americanos de cooperar a la conservación de este principio común de su existencia, se agrega el recuerdo de los servicios generosamente prestados por el general Rosas a los habitantes de Bolivia para sustraerlos de la ominosa dictadura de Santa Cruz, y la simpatía que debía inspirarle la heroica resistencia de los argentinos a las pretensiones infundadas de dos grandes poderes europeos. Debió también haber comprendido cuan inoportuno era promover cuestiones locales y presentarse en disidencia de opiniones en un momento solemne, en que la unanimidad y la concordia hubieran añadido un gran peso en la balanza de los destinos de América.

En la misma falta ha incurrido el gobierno de la provincia del Paraguay que, desconociendo el carácter de los que por tantos años han dilacerado el seno de la patria, se ha dejado alucinar por sus promesas engañosas, sin apercibirse que conspiran contra su propia tranquilidad y decoro. ¡Espera paz y ventura de estos viles traidores, y a ellos se inclinan para alcanzarlas! Pero lea el señor López lo que escriben estos facinerosos, si es que ignora lo que han hecho, y calcule cuán triste sería la suerte del Paraguay si las demás provincias argentinas tuviesen la desgracia de caer en las garras de los que trabajan para esclavizarlas después de haberlas ensangrentado.

Pero volviendo al Dogma socialista, preguntaremos a su autor ¿quiénes son los que lo han profanado? ¿Si los que han sostenido y sostienen el principio vital de la independencia, o los que se han afanado, en distintas épocas en restablecer tronos y solicitar infantes de España para coronarlos? ¿Si son mejores patriotas los que derivan y matan a las autoridades constituidas o los que las defienden y vengan? ¿Si honran más el nombre argentino los que, como el general Rosas, mantienen el orden, persiguen a los traidores, castigan a los criminales, respetan la independencia de los jueces, administran con pureza las rentas públicas, ensanchan los límites de la provincia, cumplen con fidelidad todos sus juramentos? ¿o los que entregan sus magistrados a los verdugos, como lo hizo Acha; que los fusilan por mi orden, como lo practicó Lavalle; que los acechan y los asesinan como lo efectuó Avellaneda? ¡Éstos son los hombres del «movimiento intelectual», y éstos los medios que se proponen para hallar la luz de criterio socialista!

Para creer en la sinceridad de estos votos, sería menester que el autor del Dogma hubiese empezado por reprobar las doctrinas y los actos de la facción inicua que tantos males ha causado a la patria; que hubiese retractado los juicios absurdos y calumniosos que han sido emitidos sobre los caracteres más eminentes de la Confederación Argentina así como los elogios tributados con inigual indiscreción e injusticia a los instrumentos principales de nuestra desgracia, en cuyo número se hallan comprendidos todos los que él apellida Mártires sublimes, y que no son otra cosa que «criminales famosos». Con estos preludios, y con la promesa de no volver a tratar de asuntos políticos mientras dure su estado de alucinación en que suelen caer los poetas, podría el autor del Dogma seguir buscando por mera diversión «la luz del criterio socialista», aunque sin probabilidad de encontrarla.

Si le fuese posible salir de su paroxismo revolucionario, conocería entonces cuan extravagante era la idea de regenerar un pueblo con unos pocos jóvenes sin crédito, sin relaciones, sin recursos, a quienes «unos miraban con desconfianza y otros con menosprecio» comprendería todo cuanto había de ridículo en querer convertir a los argentinos en una sociedad de sansimonianos, en someter una república fundada en dos principios generales de la organización moderna de los estados, a los delirios de Fourier y de Considerant. En esto solo nos ha dado la prueba de la completa aberración de su espíritu, y de la ninguna esperanza de su conversión y arrepentimiento; y esto explica también el carácter contradictorio de sus opiniones, que dejan al lector indeciso sobre la verdadera profesión de fe política del que las expresa. Reconoce, por ejemplo, que la «piedra de toque de las doctrinas sociales es la aplicación práctica»; ¡y se entrega al racionalismo de los falansterianos! Conviene en que «el partido unitario, aferrado en las teorías sociales de la restauración de Francia, desconoció completamente el elemento democrático, y que el general Rosas ha tenido el tino de explotarlo», que el uno es antipático a las masas y que el otro las arrastra; que aquel despreciaba al pueblo y éste ha buscado su apoyo; que el primero ni supo organizarlo ni pudo dirigirlo, mientras que el segundo ha conseguido una y otra cosa; y después de todo esto, penetrado como está de la necesidad de descentralizarlo todo, ¡vuelve al sistema de unidad que él mismo había condenado! ¡Escribe para afianzar las conquistas de la revolución de Mayo, y aplaude a los que amagan la independencia del país en que se fundan! Cuenta con los principios civilizadores de las naciones más adelantadas, y se manifiesta descontento de Europa, «que fomenta y extravía a menudo las disposiciones naturales del pueblo». Busca en las producciones más desatinadas de los colaboradores del P. Enfantin las bases de una nueva organización política, y sostiene que «nuestros problemas sociales son de suyo tan sencillos que es excusado ocurrir a la filosofía europea para resolverlos».

Éstos y otros antilogismos nos hacen mirar al Dogma socialista como el parto de un cerebro trastornado, a quien sólo la fuerza de la verdad y la evidencia de los hechos han podido arrancar estas palabras, que es muy extraño hallar en una obra inspirada por el deseo de hacer dudar del poder y patriotismo del general Rosas. «Los imparciales que juzguen en el mundo sobre vuestra contienda (así habla a sus compañeros), dirán: con Rosas está la mayoría y allí debe estar el derecho, la justicia y los verdaderos defensores de la patria; y la deducción es lógica».





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