Don Julián, iconoclasta de la literatura patria
Gonzalo Sobejano
En la novela de Juan Goytisolo, Señas de identidad (1966), el protagonista -no un «doble» del autor, sino más bien un «múltiple» del potencial imaginativo de éste- buscaba su identidad mediante un complejo recorrido por el pasado y el presente suyo y de otros. Recuerdos y experiencias de la familia, los compañeros de estudios, la guerra civil, la política subversiva dentro y fuera de España, el amor, el sufrimiento proletario y la revolución cubana (éste último punto, eliminado desde la segunda edición, de 1969) desembocaban en una visión panorámica de la España entonces actual, de la que el sujeto recibía un mandato de ausencia: «márchate fuera».
El protagonista de
Reivindicación del Conde Don Julián (1970),
transfiguración todavía más
«múltiple» de los sueños y voluntades de
su creador, ya está «fuera»: «tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina,
jamás volveré a ti»
, es lo primero que
dice. Polivalente en su unidad y uno en su multiplicidad, este
personaje ha abandonado todo anhelo de identificarse. Su
empeño es claro: «destrucción de la España
sagrada»
1
(pág. 52), «hacer almoneda de todo: historia, creencias,
lenguaje: infancia, paisajes, familia: rehusar la identidad,
comenzar a cero»
(135).
De este propósito sarraceno escojo aquí un aspecto particular, no el menos importante, como objeto de algunas puntualizaciones. El objeto elegido podría determinarse así: destrucción de la España literaria, exterminio de las convenciones expresivas y de las creencias literarias que la historia ha formado y ha ido trasmitiendo. ¿Exterminio de toda la literatura española? ¿De todo el lenguaje literario español? ¿De todas las creencias que han ido construyendo la tradición literaria de España? Y también ¿por qué y para qué esta voluntad de destrucción?
El veredicto de Don Julián sobre este aspecto particular, como sobre cualquier otro, parece que debe inferirse de lo dicho o aludido en contra (y, si es el caso, a favor), pero también de lo no dicho ni aludido.
Conformé a estas premisas de curiosidad, me referiré primero a la literatura española mencionada y silenciada, seguidamente a la literatura impugnada y a los motivos de la impugnación, y por último a aquel poeta que en forma eminente queda a salvo del estrago.
Lo pasado en silencio nunca podrá enjuiciarse con la precisión y consistencia con que se enjuicia lo enunciado, pero no deja de ser significativo, y mientras la crítica no se habitúe a contemplar, alrededor del texto, el ámbito de silencio del cual el texto emerge y en el que se apoya, sus alcances no serán muy delicados.
Don Julián es un discurso monologal fictivo lleno de alusiones y citas literarias, como es obvio al lector nada más abrir el libro y más aún al cerrarlo, pues al final encontrará una abundante lista de colaboradores «póstumos» o «involuntarios» -todos, en uno u otro grado, escritores- de quienes Juan Goytisolo ha tomado palabras sin entrecomillarlas («crípticas» se llaman estas citas, por transparentes que resulten a muchos). Abarca esa lista las más diversas jerarquías cualitativas, desde Cervantes a Joaquín Arrarás; pone en convivencia imaginaria a autores de épocas distantes, desde Virgilio a Blas de Otero; convoca a cultivadores de los géneros más dispares, desde Ibn Hazam a Luis Buñuel.
Leída la novela, es hacedero, y acaso no inútil, repartir los nombres de esa lista en tres sectores: positivo, negativo y neutral, según los textos hayan servido para la afirmación, la repulsa o para una referencia no signada por cruz ni raya.
Sector positivo: Américo Castro, Cervantes, Góngora. Larra, Fray Luis de León, Fernando de Rojas.- Virgilio.- Carlos Fuentes, Cortázar, Cabrera Infante.
Sector negativo: Dámaso Alonso, Azorín, Calderón, Guillén de Castro, Rubén Darío, Ganivet, García Lorca, J. R. Jiménez, Enrique López Alarcón, Bernardo López García, Antonio Machado, Manuel Machado, Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, Ortega, Blas de Otero, Pérez de Ayala, José Antonio Primo de Rivera, Quevedo, Santa Teresa, Tirso de Molina, Unamuno, Lope de Vega.- Monseñor Tihámer Toth, Agustín de Lara.
Sector neutral: Alfonso X el Sabio, Berceo, Rodrigo Caro, Espinel, Espronceda, Pérez del Pulgar, Vélez de Guevara.- Perrault, Lermontov.
No es muy trabajoso identificar la mayoría de las citas. Pertenecen éstas a 55 autores y, por mi parte, sólo de once de ellos (Buñuel, Arrarás, García Morente, Sánchez Albornoz; Pedro de Corral, Ibn Hazam, J. J. de Mora, Mutannabí, Pérez de Guzmán, Ian Fleming y Umberto Eco) no he podido precisarlas todavía, aunque supongo su paradero con bastante probabilidad.
Importa notar que en la lista epilogal no figuran ciertos escritores aludidos (aunque no siempre mencionados) dentro del cuerpo de la obra: negativamente, Balmes, Baroja, Benavente, Castelar, Donoso Cortés, J. Fernández Figueroa, Larreta, Lucano, T. Luca de Tena, Pemán, Séneca, Corín Tellado, Zaragüeta, Zubiri (a los que podrían sumarse San Agustín y Santo Tomás); y de un modo neutral: Freud, Krause, Marx, Nietzsche, y también el fabulista Iriarte, de quien se mencionan unos versos. Esto sin contar algunos lemas y las alusiones, siempre negativas, a instancias literarias no personificadas: romancero, libros de caballerías, auto sacramental, soneto, mística, 98 y modernismo. Real Academia de la Lengua, el estilo falangista, los poetas líricos de 1940, el ensayismo filosófico y patriótico de posguerra, y el estado actual (1970) de la literatura.
No llamaré la atención sobre todo lo omitido porque sería cuento largo, o larga cuenta; indicaré sólo ciertas ausencias que, conocida la obra y la personalidad de Juan Goytisolo, deben estimarse extrañas o reveladoras.
Por ejemplo, de
los tiempos medievales: ¿por qué no, entre los
salvados, Juan Ruiz? La exaltación vital del buen amor, tan
acorde en apariencia con la erótica liberada que inspira al
legendario invasor de España, haría esperar que aquel
poeta, alegre, venusino, nada senequista, fuese evocado alguna vez
con simpatía y, si se acepta el arabismo que para él
postuló Américo Castro, con oportunidad e incluso con
esa ironía que Goytisolo tan vividamente aplica a otras
figuras y aventuras. ¿Qué gozo no hubiese supuesto
para Don Julián recordar el arisco rechazo que la mora
solicitada propinó al rijoso clérigo, o reproducir la
historia «de cómo clérigos
e legos e fraires e monjas e dueñas e joglares salieron a
recibir a don Amor»
?
Otra
omisión notable: la literatura picaresca. Hay referencias al
doctor Sagredo y al diablo Cojuelo, pero ni Espinel ni Vélez
de Guevara pueden representar cumplidamente la picaresca. De
Estebanillo, del buscón don Pablos, de Guzmán, de
Lazarillo, nada (como no quiera verse una diminuta alusión
al escudero del Lazarillo -al figurón por tanto y
no al pícaro- en aquel «sentencioso palillo entre los dientes»
que, en aguda metonimia, llevaban algunos residuales
españoles de Tánger). Este silencio parece más
significativo que el antes apuntado. Se diría que, frente a
la desvaloración de la picaresca incoada por Unamuno y
llevada al grado absoluto del desprecio por Ortega, Castro,
Marañón y otros, Goytisolo comprende y estima en
mucho el sentido crítico de esa literatura. ¿Por
qué no la redime tampoco, expresamente? ¿Mengua de
aliento creador en los autores picarescos? ¿Aversión
progresiva al tan barajado realismo de este género
narrativo?
Ninguna referencia a autores y obras del siglo XVIII, salvo la cita de Iriarte en el marco de un cómico juego de adivinanzas. Teniendo en cuenta la curiosidad experimental, la sensualidad y el eficiente racionalismo de aquella época ¿no hubiesen merecido recuerdo benévolo Feijoo, Cadalso (otro punto de relación para Don Julián y Tariq: las Cartas Marruecas), o bien Jovellanos, Moratín, Azara? Nada.
Y muy poco, a propósito del siglo XIX: silencio sobre Espronceda, sobre Blanco White, sobre Galdós, Bécquer, Clarín.
Silencio también en torno a aquella generación que estaba en su apogeo al comenzar la guerra de 1936: salvo leves alusiones a García Lorca, nada sobre Guillén, o Salinas, o Luís Cernuda, poeta y crítico éste tan admirado por el autor de Don Julián.
No sería cuerdo preguntarse siquiera el porqué de estas últimas omisiones. Quien conozca los ensayos y las novelas de Goytisolo no podrá dudar del juicio positivo que le merecen, por ejemplo, algunos relatos picarescos, la Ilustración, Blanco White, Leopoldo Alas, Luis Cernuda.
Pero
Reivindicación del Conde Don Julián, no es,
ni quería ser, un balance de los valores españoles
del pasado en su totalidad. Quería ser, y es, un discurso
condenatorio: violento a menudo, y muchas veces, no se olvide,
jocoso-satírico, deformador, caricaturesco. Caricaturesco
pero no trivial: excepto en lo que atañe a ciertas
figurillas y a ciertos figurones de la actualidad evocada,
Goytisolo no pelea contra los modorros, como Quevedo, ni contra los
pedantes, como Moratín, ni contra los Tomasitos, como Larra,
ni contra los Grilos y Cavestanys, como Clarín; se opone a
muchos de los que pasan por mejores, a ídolos o falsos
ídolos (todo ídolo es falso); de ahí que sea,
con plenos derechos, iconoclasta,
«rompeimágenes» (versión de Unamuno). En
todo caso, lo que cae bajo la sombra del silencio puede ser objeto
de simple olvido, pero debe ser en la mayoría de los
ejemplos posibles, como corresponde a la visión unilateral
de la sátira, objeto de omisión metódica y
consciente, es decir, de esa aprobación tácita que el
satírico pone aparte, con el fin de no debilitar la eficacia
de su ataque. Por otro lado, cualquier lector habrá de
comprender el motivo de un ataque tan excluyente, Sanz Villanueva,
por ejemplo, después de ponderar el brío y la
capacidad imaginativa de esta «gran novela», advierte
que temáticamente le merece un reparo: «no veo la necesidad -dice- de romper total y
absolutamente con toda tradición, sino que hubiera sido
mucho más útil desenmascarar una tradición
anquilosada y muerta y reivindicar otra viva y fecunda en la que
pueda estar el porvenir no sólo literario, sino
histórico de España. Pero la visión de
Goytisolo es aniquiladora y como tal hay que
aceptarla»
(la cursiva es mía)2.
¿Resulta baldía esta breve memoria de la literatura española silenciada en Don Julián? Espero que no, pues ahora puede sentirse de un modo más claro que lo condenado (con ira unas veces, con saludable fantasía burlesca otras) exceptúa implícitamente obras, autores y aun épocas enteras, quedando reducido a ciertos géneros (romances, libros de caballerías, autos sacramentales, sonetos, mística, comedia de honor del XVII) y a ciertos escritores y obras de los siglos XVII y XIX, pero todo ello -nótese- en cuanto convertido en lugar común por los hombres del 98 y sus sucesores. El verdadero blanco, si bien se mira, es ése: el 98 y sus remedadores, particularmente sus remedadores de posguerra, todos los cuales han llevado a cabo una mitificación de cierta tradición literaria (y no literaria), contra la que se resuelve, por afán de nueva creación, aquel que lúcidamente compara la sagrada arrogancia de esos mitos con su menguado producto.
Apuntado queda cuanto es objetó de condenación en la novela de Juan Goytisolo. Quien la conozca, ya sabe en qué modo se desenvuelve. De las cuatro partes del discurso fa primera ofrece la imagen ambulante del exiliado en el laberinto de Tánger, frente a la costa española; desata la segunda, desde el café nocturno donde Tariq tiende la pipa al absorto Don Julián, delirios que vienen a parar principalmente al pasado (nacional y personal) entretejido con el presente, que ostentan un irritado tono de invectiva; la parte tercera, la más extensa, proyecta desde la misma situación hacia un inmediato futuro la invasión y destrucción de España, en la fantasía cumpliéndose ya; y finalmente, la parte cuarta, llevando a consumación esa gesta, compagina el crimen nacional con el moral y físico del protagonista, en una especie de vértigo hacia dentro que tiene su melancólico anticlímax en el retorno del sujeto al cubil dónde empezando la novela le habíamos visto despertar y donde ahora se tenderá a dormir para, al día siguiente, reemprender la invasión.
Reivindicación del Conde Don Julián es uno de los mejores modelos de lo que puede llamarse «novela estructural»: aquella que intenta definir la estructura de la sociedad desde la persona y la estructura de la conciencia personal desde el contexto social, a través de un discurso trazado de tal manera que en todo momento su principio generador resalte y se ostente como estructura, arquitectura, yuxtaposición de unidades, escritura enfática o texto que se teje a la vista del lector. Llámese a esta novela «arquitectónica» (Sharon Spencer), «textual» (Jean Thibaudeau), o «estructural», su resultado semántico más notorio en los ejemplares españoles de estos últimos años (Tiempo de silencio, Señas de identidad, Volverás a Región, Parábola del náufrago, San Camilo, 1936, Una meditación, y, posteriormente, Un viaje de invierno, El gran momento de Mary Tribune, La saga/fuga de J. B., Oficio de tinieblas 5, Recuento) consiste en el esbozo de una imagen personal-social opaca y descompuesta. El omnipresente protagonista subjetivo de estas novelas se agita en el laberinto suyo y de su mundo, tratando de liberarse por objetivación y trasmigración múltiple, y haciéndose así ejecutor equívoco, proteico e incesante de metamorfosis a través de las cuales parece buscar la clave que le defina y le haga comprender la indigesta mole social en que existe.
La intertextualidad de Don Julián, bien señalada por Castellet3, y el infatigable hormigueo de alusiones y repeticiones, tan sintomáticas de la obsesión del protagonista, hacen de este discurso un dédalo monodramático por el que la razón no puede cómodamente transitar. Aquellas alusiones, referencias y variaciones repetitivas; de pregnante efecto poético (la novela se hace aquí poesía, como Butor preconizaba años atrás)4, entorpecen la contemplación del diseño, pero estimulan en cambio la percepción de complicados y sutiles ritmos.
Para mi objeto
baste decir que la parte última, la más
interiorizada, apenas contiene referencias a la literatura de
España como aspecto de ese pasado-presente que el sujeto se
afana por demoler. Al contrario, las otras tres partes están
cuajadas de tales referencias, las cuales se sienten mejor en su
armonía peculiar (entrelazamientos, reiteraciones,
reemergencias, variantes) que en su lineal sucesión. No
obstante, pueden acotarse ciertos momentos en que la
condenación de la tradición literaria se manifiesta
con singular intensidad. Esos momentos son: cuando el exiliado, en
la biblioteca de Tánger, introduce insectos corruptores
entre las páginas de ciertos libros españoles (I,
pp. 32-39), teniendo poco
después que soportar en un café las amonestaciones de
don Álvaro Peranzules (I, 79-82); el historial de
Séneca desde su origen a su encumbramiento (II, 109-124); el
comienzo de la invasión de España con la guía
de los hombres del 98 y sus herederos (III, 138-142); la
visión «diablo Cojuelo» del Madrid actual (III,
148-151); el final de don Álvaro (III, 159-166 y 174-182), y
la caza de la capra hispánica y expolio
lingüístico de los carpetos (III, 186-198). En tales
pasajes apenas hay alguna alusión a la literatura
española de antes de 1900 que no deba ser contemplada a la
luz de los mitos y los tópicos difundidos por los escritores
del 98 y por los «hijos, nietos,
bisnietos, tataranietos del 98»
(149).
El enemigo
número uno de Don Julián es Séneca, hidra de
muchas cabezas. Séneca es un español ilustre de ayer
y de hoy (56), el nietzscheano «toreador
de la virtud»
(110) redivivo en Lagartijo y en Manolete
(112, 162), en don Álvaro Peranzules Senior y Junior (117) y
en el Tonelete y Ubicuo a quien rinden homenaje de adhesión
con triple apostrofe victorial los votantes (122); el prototipo de
¡os sangradores estoicos o sangrador máximo (150-151),
y es finalmente, en potencia o en acto, cualquier carpeto. La
hostilidad no puede proceder, creo, ni de la obra misma del
pensador hispanorromano ni de la circunstancia de que algunos
escritores del pasado, como Quevedo o Gracián, estudiasen
con diligencia aquella obra y partiendo de ese estudio admirasen a
Séneca como «español», apropiación
que en época de consolidación cultural de un pueblo
nadie debiera considerar ilegítima5.
Procede, sin duda, de la mitificación casticista de
Séneca realizada por los hombres del 98, sobre todo por el
autor de Idearium español («Séneca... es español por
esencia»
), Azorín («Esta
es la grandeza española: la simplicidad, la fortaleza, el
sufrimiento largo y silencioso bajo serenas apariencias»
.
Los pueblos) y Menéndez Pidal («sobriedad»
, «austeridad ética y
estética»
), continuada con más o menos
evidencia y curiosas variaciones por Ortega, Pérez de Ayala
o Marañón, hijos del 98, por nietos como
Bergamín («La estatua de don Tancredo» y otras
glosas al toreador de la virtud) y por los biznietos y tataranietos
que abusaron del mito con fines de propaganda política
(estoicismo falangista) o llevando el mito al más bajo nivel
de trivialización (la estatuaria Roma andaluza cifrada en
Manolete). En suma, Goytisolo reacciona no tanto contra el
tópico «Séneca
español»
como contra el tópico «todo español, senequista»
,
característico del 98 y sus alrededores.
Algo semejante
ocurre con el Cid, los romances, libros de caballerías y
autos sacramentales: «genio español del romancero,
libro de caballería, auto sacramental: obras
pletóricas de sustancia inconfundiblemente vuestra:
estrellas fijas del impoluto firmamento hispano: del
espíritu unido por las raíces a lo eterno de la
casta: prosapia de hoy, de ayer y de mañana, asegurada siglo
a siglo por solar y ejecutoria de limpios y honrados abuelos: desde
Indíbil, Séneca y Lucano hasta la pléyade
luminosa de varones descubridores de la ancestral esencia
histórica, del escueto, monoteístico paisaje:
«¡Castilla!» (34; también 119, 122). Entre
esos varones hubo los «exegetas del viejo
Romancero»
(138), o más bien, el exegeta por
excelencia, Menéndez Pidal, a quien se deben los más
eruditos estudios sobre el Cid histórico y poemático
pero igualmente la glorificación gigantea de esta figura,
así como a Unamuno se debe la exaltación de las
caballerías quijotescas y a Ortega la admiración
hacia las prequijotescas, y a ciertos nietos del 98
(Bergamín y Miguel Hernández entre ellos) aquella
primavera litúrgica que ya antes de la guerra civil
resucitó los autos eucarísticos.
Léese en un
punto: «españolismo de
Séneca: quijotismo del Cid: senequismo de
Manolete»
(162). Cada «ismo» predicado
aquí de cada figura es un anacrónico dislate; pero
tal era el desbarajuste ideológico de los representantes del
triunfo nacionalista. El reclamo de la forzada unidad demandaba
estas concatenaciones míticas a despecho de la historia. El
filósofo de ¡a impasibilidad, por haber nacido en
Córdoba aunque fuese muchos siglos antes de la
formación de España, había de ser venerado
como español, y ahora no en época de
consolidación cultural, sino en época que debiera
haber sido de crítica veracidad y de inexorable
análisis. El guerrero medieval tenía que ser ya tan
«quijotesco» como el hidalgo de la Mancha, aunque
hubiese batallado muchas veces por ganar haberes. Y el diestro
cordobés, por cordobés y por inmutable ante los
toros, ¿qué otra calificación merecía
sino la de «senequista»? La cuestión era
descubrir la unitaria esencia española en el tiempo
(Séneca, Cid, Quijote, Manolete), en el espacio (ancha es
Castilla) y en el carácter o destino: desprecio de la
muerte, arrojo, fe, patriotismo, misticismo. Porque también
la mística subió en el termómetro nacional
desde Unamuno hasta los capitanes, capellanes y vates de la
Victoria. Todas estas mitificaciones, claro es, para mayor lustre
de una causa política.
El caso de Lope de
Vega requiere una explicación más matizada. Poeta de
tan firmes convicciones católicas, monárquicas y
nacionalistas había de ser figura poco atractiva para
Goytisolo, y si a esas notas se agregan otras más
personales, como la combinación de donjuanía y
clerecía, o la alternancia de pecado y comunión, el
escaso atractivo puede fácilmente convertirse en
repugnancia. Pero la aversión admite otras razones
principales. Lope de Vega es el propulsor de la temática del
honor en el teatro, y aquí le acompañan colegas y
discípulos: Guillén de Castro, Tirso, Calderón
(37, 159, 177-180). Además, desde Menéndez Pelayo,
pasando por Menéndez Pidal y Azorín, hasta llegar a
la España que conmemora en 1935 y 1962 muerte y natalicio
del poeta, éste viene siendo lo que en la novela se
recuerda: portavoz de la corriente tradicional («del romancero a Lope, de Lope a
Federico»
, 33), el «supremamente ensalzado dramaturgo
nacional»
(45) o, para decirlo todo, «el Fénix»
: «el imponente mascarón crece y sigue
creciendo, recita la lista completa de los reyes godos y de las
obras dramáticas del Fénix»
(176). Lope de
Vega, por otra parte, representa en imaginación y lenguaje
la tesis ortodoxa frente a la antítesis heterodoxa encarnada
por Góngora; no extraña, pues, que los desdenes hacia
aquél se formulen mediante las conocidas descalificaciones
de éste: «con razón Vega
por lo siempre llano»
(36), «el
gran canard farci de vuestra
aguachirle castellana»
(45). En relación con esto
hay que considerar el desprecio de los «sonetos de Lope de Vega»
(119) y del
soneto en general: «el Soneto, el
Soneto!, suplica don Álvaro, patrimonio nacional, tesoro
artístico, joya imperecedera!; pero las moscas chupan unas
tras otras las sílabas de los catorce versos; burla burlando
van los tres adelante, pasan a la mitad de otro cuarteto, entran
con pie derecho en el terceto, están con los pobres versos
acabando»
(180-181). (De Luis Cernuda es un
«Divertimiento» en que el Soneto, después de
evocar su sazón con Góngora y Quevedo -no con Lope-,
confiesa: «En plagio nazco hoy, muero en
remedo. No me escribas, poeta, y calla en prosa»
).
Poco importa en
efecto que Góngora escribiese también abundantes y
esplendentes sonetos: lo aborrecido no parece ser el soneto en
sí mismo (en último caso, la responsabilidad
sería de Italia), sino la académica y la
neogarcilasiana adoración del «soneto inmortal»
(33), lo que el
soneto pudo llegar a significar en manos de los tradicionalistas
pedestres, quizá mejor ecuestres, y de los parnasianos del
café de Recoletos: retórico medallón, imitado
alarde. Y así se explica que don Álvaro, el
figurón que compendia todas las españoladas, recite
«con voz pedregosa un soneto
crustáceo, de morfología ósea y sintaxis
calcárea, extraído de algún florilegio de
fósiles»
: el soneto de Enrique López
Alarcón «Luzco del mundo en la gentil
pavana»6.
Que el autor de
Don Julián se permita alguna fisga con Balmes,
Donoso Cortés y Krause («criterios
balmesianos, derechazos donosos, nítidos pases
krausistas»
, 199) no tiene nada de inesperado. Y era
inevitable que las bombásticas décimas de Bernardo
López García diesen pábulo, como siempre
ocurre, a la hilaridad. Menéndez Pelayo, por su parte, es el
causante de no pocas antipatías, desde el «martillo de herejes»
citado en el
texto (143) a otras instancias en que tácitamente opera su
autoridad: romances, sonetos, comedias de Lope.
Ya queda indicada
la participación de los hombres del 98 y sus epígonos
en el proceso de otras aversiones, de casi todas. Parafrasear la
sátira o la burla que de esos mitificadores hace Don
Julián sería superfluo. A la vista del lector
está todo aquello que viene reprobado por el invasor: el
senequismo ganivetiano; ciertos lemas de Unamuno como Gredos, el
sepulcro de don Quijote, «me duele
España»
, la santa costumbre o el «que inventen ellos»
; la castellana
metafísica y paisajista y la prosa atomizada de
Azorín; las insistentes soledades castellanas de Antonio
Machado: álamos y encinas, roquedos, marzo, Soria, el Duero;
las andanzas de Menéndez Pidal en pos del Cid y de los
romances y sus visiones españolas a toda costa
tradicionales. De ese «grupo de
taumaturgos y profetas»
(159) dependen en último
término los hijos (Ortega), nietos (José Antonio),
biznietos (Blas de Otero) y tataranietos (¿Torcuato Luca de
Tena?), por mencionar sólo un ejemplo orientador para cada
oleada. La religiosidad místico-ascética de Ganivet o
Unamuno, la ética estoica de esos y de otros, pasan a los
militantes azules; la Castilla de Machado retoña en Blas de
Otero; con parecido amor a Castilla (¿chopo? ¿Galgo?)
había meditado Ortega al modo visigótico y
diagnosticado la humillante invertebración de España.
En fin, no hay que dar muchas vueltas mentales para comprender que,
descontados unos pocos, la visión de la historia
española y el lenguaje con que esa Visión se ha
venido exponiendo presentan una fatigosa homogeneidad en todos los
noventiochistas y sus descendientes o secuaces: acentuación
de los elementos ibero, romano y godo, marginación del
elemento semita, contemplación entre orgullosa y dolorida de
la España áurea forjada por Castilla y de la empresa
ecuménica de la Hispanidad, preocupación chorreante
por el «problema España», debates y oscilaciones
acerca de lo que deba hacerse: si europeizar a España, si
españolizar a Europa.
Los hombres del 98
comenzaron, huelga recordarlo, proponiendo la europeización,
pero en seguida pasaron a la solución interiorista y
autentificante. La reacción contraria de muchos hijos y
nietos hizo creer que la europeización, entre 1918 y 1938
aproximadamente, había triunfado. Pero esos mismos y sus
sucesores inmediatos llevaron de nuevo el péndulo hacia la
banda opuesta. En la «mezquina sociedad
de lósanos cuarenta para siempre malditos»
(221)
la españolización de España, su apartamiento
del curso europeo, fue mayor que nunca, y a pesar de que la
mayoría de los hombres del 98 y de sus hijos eran mirados
con resentimiento y con cautelas por el sistema, los
españoles entonces jóvenes teníamos que
nutrirnos principalmente de su literatura y pensamiento, pues no
había otros de más alto nivel en torno nuestro.
Así prosperó ese otro 98 cultural de
introspección y clausura, ese vice-98 poblado de ecos de
otros ecos, y muchos hubimos de soportar ideas e ideales ya
confusos, contaminados y desgastados, hasta que España
cambió. Cambió, pero no para ser más ella, ni
tampoco para europeizarse mejor, sino para americanizarse. Ante
este resultado, que si se compara con los sueños de los
noventiochistas y de sus adeptos no puede menos de calificarse de
incongruente, la solución que se le ocurre a Juan Goytisolo
es explosiva: la africanización de España.
Abatir los ídolos y triturar los lugares comunes inoperantes desarrollados a favor de las fechas 1898 y 1939 es el cometido que parece haberse propuesto Goytisolo en esta su fantasía depuradora, que no debe leerse como un panfleto regeneracionista ni como un ensayo en torno al problema de España (Laín, Palacio Atard, Calvo Serer, Pérez Embid, López Ibor, Marías), sino como un ejercicio poético que si en ciertos momentos, por lo recargado de algunas burlas, corre peligro de caer en la antiespañolada, por lo general se sostiene a ese nivel de altitud intensa que la desesperación garantiza.
Único guía del desesperado en su laberinto: el poeta Góngora, cuyos versos, desgranándose a lo largo del ensimismado discurso, asoman acá y allá como luces parpadeantes en la oscuridad del desvarío.
Es verdad que
algunos de esos versos funcionan solo como reminiscencias
aleatorias: «no es sordo el mar: la
erudición engaña»
, «árbitro de montañas y
ribera»
, «este pues formidable
de la tierra/bostezo»
, «cándidos lilios y purpúreas
rosas»
. Pero otros anuncian el empeño de esforzada
creación y verdad nueva que impulsa al protagonista:
«pisando la dudosa luz del
día»
, «extraño
todo: el designio, la fábrica y el modo»
, y en
especial el usado como definición del mismo Poeta: «que, despreciando la mentida nube, a luz
más cierta sube»
. Descubrir una verdad más
pura, engendrar un diseño y una hechura y un modo nuevos,
son metas perseguidas con abnegación por el novelista, que
si se refugia en el ejemplo de Góngora lo hace ansiando
revivir su radicalidad creadora.
La
atracción hacia Góngora sólo es compartida
expresamente en el texto por la confesada «frecuente lectura de Virgilio»
(78),
inspiradora de ese multívoco descenso al infierno (166-174)
donde el infierno vale al mismo tiempo por el sexo de la mujer, la
gruta de Hércules, la cueva de Altamira, el alcázar
de la patria y el sagrario celestial.
Pero Góngora es algo más que poeta preferido: es el Poeta, y es el príncipe de la luz precisamente en tanto que supuesto príncipe de las tinieblas.
Lo que el sujeto pretende, al resplandor de ese dechado, él mismo lo declara en varias circunstancias:
Cuando recuerda un
resultado de belleza permanente: «enredados aún en tu memoria, tal
implicantes vides, los versos de quien, en habitadas soledades, con
sombrío, impenitente ardor creara densa belleza
ingrávida: indemne realidad que fúlgidamente perdura
y, a través de los siglos, te dispensa sus señas
redentoras en medio del caos»
(39).
Cuando pide un
lenguaje emancipado de vínculos consuetudinarios: «con los versos miríficos del Poeta
incitándote sutilmente a la traición: ciñendo
la palabra, quebrando la raíz, forzando la sintaxis,
violentándolo todo»
(85).
Cuando proyecta
una nueva semblanza del mundo sustentada en la ilusión y en
la alusión: «baño de
irrealidad que desbarata planos, desdibuja contornos, rescata
sólo imágenes inconexas, furtivas»
(85).
Cuando clama por
la soberanía de la palabra que se alce más
allá de todas las mentiras, la mentira histórica y la
realista, la mentira oficial y la burguesa: «altivo, gerifalte Poeta, ayúdame; a luz
más cierta, súbeme; la patria no es la tierra, el
hombre no es el árbol: ayúdame a vivir sin suelo y
sin raíces; móvil, móvil: sin otro alimento y
sustancia que tu rica palabra; palabra sin historia, orden verbal
autónomo, engañoso delirio; poema: alfanje o rayo;
imaginación y razón en ti se aúnan a tu propio
servicio: palabra liberada de secular servidumbre; ilusión
realista del pájaro que entra en el cuadro y picotea las
uvas; palabra-transparente, palabra-reflejo, testimonio ruinoso
yerto e inexpresivo; cementerio de coches, oxidada hecatombe en tas
orillas de la gran ciudad; guadalajara verbal que ensucia y no
abona, deyección maloliente e inútil; discursos,
programas, plataformas, sonoras mentiras; palabras simples para
sentimientos simples; amores honestos, convicciones fáciles:
las tuyas, Julián, ¿en qué lengua forjarlas?;
palabra extrema de pasión extrema, orquídea suntuosa
que envuelve e hipnotiza; pasión vedada, sentimiento
ilícito, fulgurante traición»
(124-125).
No se trata de imitar a Góngora. Si de eso se tratase Goytisolo no haría sino incurrir en el mimetismo inerte que su libro a cada instante condena. Por lo demás, Góngora ya tuvo fieles seguidores de cultedades en su tiempo, y en nuestro siglo discípulos muy hábiles. No se trata de imitar a Góngora, sino de aprender su lección, la lección de poesía que su actitud y su obra simbolizan.
El ejemplo de Góngora apenas deja huellas en el léxico y en los moldes sintácticos de más fácil reconocimiento. Donde opera es en los estratos profundos de la constitución de los significados y en el estilo de imaginar, aunque aquí tampoco por calco, sino según una analogía modal, libre de anacronismo, traspuesta a la actualidad, sincronizada con nuestro mundo.
Reivindicación del Conde Don Julián es un
discurso que puede perfectamente definirse con algunos de los
términos recién transcritos: un discurso inconexo,
autónomo, liberado, ilusorio, alusivo, que ciñe la
palabra, quiebra la raíz, fuerza la sintaxis y todo lo
violenta. Las frases nominales flotantes, las oraciones nucleares
sin aditamentos, las series enumerativas caracterizan esta
sintaxis, cuyo efecto más impresionante es la
fragmentación, reforzado tal efecto por el signo
gráfico preferido (los dos puntos) y por la frecuente
disolvencia de las líneas prosadas en versículos.
Esta yuxtaposición de breves núcleos separados
trasmite la sensación de una superficie móvil carente
de arraigo en un fondo compacto, y de acuerdo con ello las
imágenes danzan sueltas y enigmáticas, en concisas
perífrasis de un gongorismo remotamente trasustanciado:
«oxidada hecatombe»
, «guadalajara verbal»
, «orquídea suntuosa que envuelve e
hipnotiza»
.
Si Góngora
respalda este estilo versal del libro de Juan Goytisolo
(estilo que me atrevería a definir con las mismas palabras
con que Gracián definía la doctrina de Séneca:
«granos de oro sin
liga»
)7
la lección del poeta de las Soledades cala
más hondo, penetrando en la actitud misma: oposición
a los valores repetidos de la tradición, orgullo creativo.
No hay apenas semejanza entre este gongorismo y el suscitado
alrededor de 1927: éste era de orden exclusivamente
literario, bien fomentase estudios críticos, imitaciones, o
aplausos en honor de una sensibilidad tan quintaesenciada para el
poeta puro como sugestiva para el superrealista. El nuevo
gongorismo de Goytisolo (que en el plano de la crítica
tendría alguna parcial correspondencia con lo hecho por
Robert Jammes)8
no es esteticista: como el de su admirado Luis Cernuda, se
fundamenta sobre todo en la ejemplar fortaleza necesaria a quien,
desterrado, sólo tiene por patria la vertical que su propio
anhelo sea capaz de describir, ya hacia el lóbrego reino del
espanto, ya hacia las altas latitudes del deseo infinito. Dicho con
versos de Cernuda («Góngora», Como quien
espera el alba):