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Don Julián, iconoclasta de la literatura patria

Gonzalo Sobejano





En la novela de Juan Goytisolo, Señas de identidad (1966), el protagonista -no un «doble» del autor, sino más bien un «múltiple» del potencial imaginativo de éste- buscaba su identidad mediante un complejo recorrido por el pasado y el presente suyo y de otros. Recuerdos y experiencias de la familia, los compañeros de estudios, la guerra civil, la política subversiva dentro y fuera de España, el amor, el sufrimiento proletario y la revolución cubana (éste último punto, eliminado desde la segunda edición, de 1969) desembocaban en una visión panorámica de la España entonces actual, de la que el sujeto recibía un mandato de ausencia: «márchate fuera».

El protagonista de Reivindicación del Conde Don Julián (1970), transfiguración todavía más «múltiple» de los sueños y voluntades de su creador, ya está «fuera»: «tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti», es lo primero que dice. Polivalente en su unidad y uno en su multiplicidad, este personaje ha abandonado todo anhelo de identificarse. Su empeño es claro: «destrucción de la España sagrada»1 (pág. 52), «hacer almoneda de todo: historia, creencias, lenguaje: infancia, paisajes, familia: rehusar la identidad, comenzar a cero» (135).

De este propósito sarraceno escojo aquí un aspecto particular, no el menos importante, como objeto de algunas puntualizaciones. El objeto elegido podría determinarse así: destrucción de la España literaria, exterminio de las convenciones expresivas y de las creencias literarias que la historia ha formado y ha ido trasmitiendo. ¿Exterminio de toda la literatura española? ¿De todo el lenguaje literario español? ¿De todas las creencias que han ido construyendo la tradición literaria de España? Y también ¿por qué y para qué esta voluntad de destrucción?

El veredicto de Don Julián sobre este aspecto particular, como sobre cualquier otro, parece que debe inferirse de lo dicho o aludido en contra (y, si es el caso, a favor), pero también de lo no dicho ni aludido.

Conformé a estas premisas de curiosidad, me referiré primero a la literatura española mencionada y silenciada, seguidamente a la literatura impugnada y a los motivos de la impugnación, y por último a aquel poeta que en forma eminente queda a salvo del estrago.


Lo aludido y lo omitido

Lo pasado en silencio nunca podrá enjuiciarse con la precisión y consistencia con que se enjuicia lo enunciado, pero no deja de ser significativo, y mientras la crítica no se habitúe a contemplar, alrededor del texto, el ámbito de silencio del cual el texto emerge y en el que se apoya, sus alcances no serán muy delicados.

Don Julián es un discurso monologal fictivo lleno de alusiones y citas literarias, como es obvio al lector nada más abrir el libro y más aún al cerrarlo, pues al final encontrará una abundante lista de colaboradores «póstumos» o «involuntarios» -todos, en uno u otro grado, escritores- de quienes Juan Goytisolo ha tomado palabras sin entrecomillarlas («crípticas» se llaman estas citas, por transparentes que resulten a muchos). Abarca esa lista las más diversas jerarquías cualitativas, desde Cervantes a Joaquín Arrarás; pone en convivencia imaginaria a autores de épocas distantes, desde Virgilio a Blas de Otero; convoca a cultivadores de los géneros más dispares, desde Ibn Hazam a Luis Buñuel.

Leída la novela, es hacedero, y acaso no inútil, repartir los nombres de esa lista en tres sectores: positivo, negativo y neutral, según los textos hayan servido para la afirmación, la repulsa o para una referencia no signada por cruz ni raya.

Sector positivo: Américo Castro, Cervantes, Góngora. Larra, Fray Luis de León, Fernando de Rojas.- Virgilio.- Carlos Fuentes, Cortázar, Cabrera Infante.

Sector negativo: Dámaso Alonso, Azorín, Calderón, Guillén de Castro, Rubén Darío, Ganivet, García Lorca, J. R. Jiménez, Enrique López Alarcón, Bernardo López García, Antonio Machado, Manuel Machado, Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, Ortega, Blas de Otero, Pérez de Ayala, José Antonio Primo de Rivera, Quevedo, Santa Teresa, Tirso de Molina, Unamuno, Lope de Vega.- Monseñor Tihámer Toth, Agustín de Lara.

Sector neutral: Alfonso X el Sabio, Berceo, Rodrigo Caro, Espinel, Espronceda, Pérez del Pulgar, Vélez de Guevara.- Perrault, Lermontov.

No es muy trabajoso identificar la mayoría de las citas. Pertenecen éstas a 55 autores y, por mi parte, sólo de once de ellos (Buñuel, Arrarás, García Morente, Sánchez Albornoz; Pedro de Corral, Ibn Hazam, J. J. de Mora, Mutannabí, Pérez de Guzmán, Ian Fleming y Umberto Eco) no he podido precisarlas todavía, aunque supongo su paradero con bastante probabilidad.

Importa notar que en la lista epilogal no figuran ciertos escritores aludidos (aunque no siempre mencionados) dentro del cuerpo de la obra: negativamente, Balmes, Baroja, Benavente, Castelar, Donoso Cortés, J. Fernández Figueroa, Larreta, Lucano, T. Luca de Tena, Pemán, Séneca, Corín Tellado, Zaragüeta, Zubiri (a los que podrían sumarse San Agustín y Santo Tomás); y de un modo neutral: Freud, Krause, Marx, Nietzsche, y también el fabulista Iriarte, de quien se mencionan unos versos. Esto sin contar algunos lemas y las alusiones, siempre negativas, a instancias literarias no personificadas: romancero, libros de caballerías, auto sacramental, soneto, mística, 98 y modernismo. Real Academia de la Lengua, el estilo falangista, los poetas líricos de 1940, el ensayismo filosófico y patriótico de posguerra, y el estado actual (1970) de la literatura.

No llamaré la atención sobre todo lo omitido porque sería cuento largo, o larga cuenta; indicaré sólo ciertas ausencias que, conocida la obra y la personalidad de Juan Goytisolo, deben estimarse extrañas o reveladoras.

Por ejemplo, de los tiempos medievales: ¿por qué no, entre los salvados, Juan Ruiz? La exaltación vital del buen amor, tan acorde en apariencia con la erótica liberada que inspira al legendario invasor de España, haría esperar que aquel poeta, alegre, venusino, nada senequista, fuese evocado alguna vez con simpatía y, si se acepta el arabismo que para él postuló Américo Castro, con oportunidad e incluso con esa ironía que Goytisolo tan vividamente aplica a otras figuras y aventuras. ¿Qué gozo no hubiese supuesto para Don Julián recordar el arisco rechazo que la mora solicitada propinó al rijoso clérigo, o reproducir la historia «de cómo clérigos e legos e fraires e monjas e dueñas e joglares salieron a recibir a don Amor»?

Otra omisión notable: la literatura picaresca. Hay referencias al doctor Sagredo y al diablo Cojuelo, pero ni Espinel ni Vélez de Guevara pueden representar cumplidamente la picaresca. De Estebanillo, del buscón don Pablos, de Guzmán, de Lazarillo, nada (como no quiera verse una diminuta alusión al escudero del Lazarillo -al figurón por tanto y no al pícaro- en aquel «sentencioso palillo entre los dientes» que, en aguda metonimia, llevaban algunos residuales españoles de Tánger). Este silencio parece más significativo que el antes apuntado. Se diría que, frente a la desvaloración de la picaresca incoada por Unamuno y llevada al grado absoluto del desprecio por Ortega, Castro, Marañón y otros, Goytisolo comprende y estima en mucho el sentido crítico de esa literatura. ¿Por qué no la redime tampoco, expresamente? ¿Mengua de aliento creador en los autores picarescos? ¿Aversión progresiva al tan barajado realismo de este género narrativo?

Ninguna referencia a autores y obras del siglo XVIII, salvo la cita de Iriarte en el marco de un cómico juego de adivinanzas. Teniendo en cuenta la curiosidad experimental, la sensualidad y el eficiente racionalismo de aquella época ¿no hubiesen merecido recuerdo benévolo Feijoo, Cadalso (otro punto de relación para Don Julián y Tariq: las Cartas Marruecas), o bien Jovellanos, Moratín, Azara? Nada.

Y muy poco, a propósito del siglo XIX: silencio sobre Espronceda, sobre Blanco White, sobre Galdós, Bécquer, Clarín.

Silencio también en torno a aquella generación que estaba en su apogeo al comenzar la guerra de 1936: salvo leves alusiones a García Lorca, nada sobre Guillén, o Salinas, o Luís Cernuda, poeta y crítico éste tan admirado por el autor de Don Julián.

No sería cuerdo preguntarse siquiera el porqué de estas últimas omisiones. Quien conozca los ensayos y las novelas de Goytisolo no podrá dudar del juicio positivo que le merecen, por ejemplo, algunos relatos picarescos, la Ilustración, Blanco White, Leopoldo Alas, Luis Cernuda.

Pero Reivindicación del Conde Don Julián, no es, ni quería ser, un balance de los valores españoles del pasado en su totalidad. Quería ser, y es, un discurso condenatorio: violento a menudo, y muchas veces, no se olvide, jocoso-satírico, deformador, caricaturesco. Caricaturesco pero no trivial: excepto en lo que atañe a ciertas figurillas y a ciertos figurones de la actualidad evocada, Goytisolo no pelea contra los modorros, como Quevedo, ni contra los pedantes, como Moratín, ni contra los Tomasitos, como Larra, ni contra los Grilos y Cavestanys, como Clarín; se opone a muchos de los que pasan por mejores, a ídolos o falsos ídolos (todo ídolo es falso); de ahí que sea, con plenos derechos, iconoclasta, «rompeimágenes» (versión de Unamuno). En todo caso, lo que cae bajo la sombra del silencio puede ser objeto de simple olvido, pero debe ser en la mayoría de los ejemplos posibles, como corresponde a la visión unilateral de la sátira, objeto de omisión metódica y consciente, es decir, de esa aprobación tácita que el satírico pone aparte, con el fin de no debilitar la eficacia de su ataque. Por otro lado, cualquier lector habrá de comprender el motivo de un ataque tan excluyente, Sanz Villanueva, por ejemplo, después de ponderar el brío y la capacidad imaginativa de esta «gran novela», advierte que temáticamente le merece un reparo: «no veo la necesidad -dice- de romper total y absolutamente con toda tradición, sino que hubiera sido mucho más útil desenmascarar una tradición anquilosada y muerta y reivindicar otra viva y fecunda en la que pueda estar el porvenir no sólo literario, sino histórico de España. Pero la visión de Goytisolo es aniquiladora y como tal hay que aceptarla» (la cursiva es mía)2.

¿Resulta baldía esta breve memoria de la literatura española silenciada en Don Julián? Espero que no, pues ahora puede sentirse de un modo más claro que lo condenado (con ira unas veces, con saludable fantasía burlesca otras) exceptúa implícitamente obras, autores y aun épocas enteras, quedando reducido a ciertos géneros (romances, libros de caballerías, autos sacramentales, sonetos, mística, comedia de honor del XVII) y a ciertos escritores y obras de los siglos XVII y XIX, pero todo ello -nótese- en cuanto convertido en lugar común por los hombres del 98 y sus sucesores. El verdadero blanco, si bien se mira, es ése: el 98 y sus remedadores, particularmente sus remedadores de posguerra, todos los cuales han llevado a cabo una mitificación de cierta tradición literaria (y no literaria), contra la que se resuelve, por afán de nueva creación, aquel que lúcidamente compara la sagrada arrogancia de esos mitos con su menguado producto.




Al través del 98 y sus ecos

Apuntado queda cuanto es objetó de condenación en la novela de Juan Goytisolo. Quien la conozca, ya sabe en qué modo se desenvuelve. De las cuatro partes del discurso fa primera ofrece la imagen ambulante del exiliado en el laberinto de Tánger, frente a la costa española; desata la segunda, desde el café nocturno donde Tariq tiende la pipa al absorto Don Julián, delirios que vienen a parar principalmente al pasado (nacional y personal) entretejido con el presente, que ostentan un irritado tono de invectiva; la parte tercera, la más extensa, proyecta desde la misma situación hacia un inmediato futuro la invasión y destrucción de España, en la fantasía cumpliéndose ya; y finalmente, la parte cuarta, llevando a consumación esa gesta, compagina el crimen nacional con el moral y físico del protagonista, en una especie de vértigo hacia dentro que tiene su melancólico anticlímax en el retorno del sujeto al cubil dónde empezando la novela le habíamos visto despertar y donde ahora se tenderá a dormir para, al día siguiente, reemprender la invasión.

Reivindicación del Conde Don Julián es uno de los mejores modelos de lo que puede llamarse «novela estructural»: aquella que intenta definir la estructura de la sociedad desde la persona y la estructura de la conciencia personal desde el contexto social, a través de un discurso trazado de tal manera que en todo momento su principio generador resalte y se ostente como estructura, arquitectura, yuxtaposición de unidades, escritura enfática o texto que se teje a la vista del lector. Llámese a esta novela «arquitectónica» (Sharon Spencer), «textual» (Jean Thibaudeau), o «estructural», su resultado semántico más notorio en los ejemplares españoles de estos últimos años (Tiempo de silencio, Señas de identidad, Volverás a Región, Parábola del náufrago, San Camilo, 1936, Una meditación, y, posteriormente, Un viaje de invierno, El gran momento de Mary Tribune, La saga/fuga de J. B., Oficio de tinieblas 5, Recuento) consiste en el esbozo de una imagen personal-social opaca y descompuesta. El omnipresente protagonista subjetivo de estas novelas se agita en el laberinto suyo y de su mundo, tratando de liberarse por objetivación y trasmigración múltiple, y haciéndose así ejecutor equívoco, proteico e incesante de metamorfosis a través de las cuales parece buscar la clave que le defina y le haga comprender la indigesta mole social en que existe.

La intertextualidad de Don Julián, bien señalada por Castellet3, y el infatigable hormigueo de alusiones y repeticiones, tan sintomáticas de la obsesión del protagonista, hacen de este discurso un dédalo monodramático por el que la razón no puede cómodamente transitar. Aquellas alusiones, referencias y variaciones repetitivas; de pregnante efecto poético (la novela se hace aquí poesía, como Butor preconizaba años atrás)4, entorpecen la contemplación del diseño, pero estimulan en cambio la percepción de complicados y sutiles ritmos.

Para mi objeto baste decir que la parte última, la más interiorizada, apenas contiene referencias a la literatura de España como aspecto de ese pasado-presente que el sujeto se afana por demoler. Al contrario, las otras tres partes están cuajadas de tales referencias, las cuales se sienten mejor en su armonía peculiar (entrelazamientos, reiteraciones, reemergencias, variantes) que en su lineal sucesión. No obstante, pueden acotarse ciertos momentos en que la condenación de la tradición literaria se manifiesta con singular intensidad. Esos momentos son: cuando el exiliado, en la biblioteca de Tánger, introduce insectos corruptores entre las páginas de ciertos libros españoles (I, pp. 32-39), teniendo poco después que soportar en un café las amonestaciones de don Álvaro Peranzules (I, 79-82); el historial de Séneca desde su origen a su encumbramiento (II, 109-124); el comienzo de la invasión de España con la guía de los hombres del 98 y sus herederos (III, 138-142); la visión «diablo Cojuelo» del Madrid actual (III, 148-151); el final de don Álvaro (III, 159-166 y 174-182), y la caza de la capra hispánica y expolio lingüístico de los carpetos (III, 186-198). En tales pasajes apenas hay alguna alusión a la literatura española de antes de 1900 que no deba ser contemplada a la luz de los mitos y los tópicos difundidos por los escritores del 98 y por los «hijos, nietos, bisnietos, tataranietos del 98» (149).

«No somos nadie»

El enemigo número uno de Don Julián es Séneca, hidra de muchas cabezas. Séneca es un español ilustre de ayer y de hoy (56), el nietzscheano «toreador de la virtud» (110) redivivo en Lagartijo y en Manolete (112, 162), en don Álvaro Peranzules Senior y Junior (117) y en el Tonelete y Ubicuo a quien rinden homenaje de adhesión con triple apostrofe victorial los votantes (122); el prototipo de ¡os sangradores estoicos o sangrador máximo (150-151), y es finalmente, en potencia o en acto, cualquier carpeto. La hostilidad no puede proceder, creo, ni de la obra misma del pensador hispanorromano ni de la circunstancia de que algunos escritores del pasado, como Quevedo o Gracián, estudiasen con diligencia aquella obra y partiendo de ese estudio admirasen a Séneca como «español», apropiación que en época de consolidación cultural de un pueblo nadie debiera considerar ilegítima5. Procede, sin duda, de la mitificación casticista de Séneca realizada por los hombres del 98, sobre todo por el autor de Idearium español («Séneca... es español por esencia»), Azorín («Esta es la grandeza española: la simplicidad, la fortaleza, el sufrimiento largo y silencioso bajo serenas apariencias». Los pueblos) y Menéndez Pidal («sobriedad», «austeridad ética y estética»), continuada con más o menos evidencia y curiosas variaciones por Ortega, Pérez de Ayala o Marañón, hijos del 98, por nietos como Bergamín («La estatua de don Tancredo» y otras glosas al toreador de la virtud) y por los biznietos y tataranietos que abusaron del mito con fines de propaganda política (estoicismo falangista) o llevando el mito al más bajo nivel de trivialización (la estatuaria Roma andaluza cifrada en Manolete). En suma, Goytisolo reacciona no tanto contra el tópico «Séneca español» como contra el tópico «todo español, senequista», característico del 98 y sus alrededores.

Algo semejante ocurre con el Cid, los romances, libros de caballerías y autos sacramentales: «genio español del romancero, libro de caballería, auto sacramental: obras pletóricas de sustancia inconfundiblemente vuestra: estrellas fijas del impoluto firmamento hispano: del espíritu unido por las raíces a lo eterno de la casta: prosapia de hoy, de ayer y de mañana, asegurada siglo a siglo por solar y ejecutoria de limpios y honrados abuelos: desde Indíbil, Séneca y Lucano hasta la pléyade luminosa de varones descubridores de la ancestral esencia histórica, del escueto, monoteístico paisaje: «¡Castilla!» (34; también 119, 122). Entre esos varones hubo los «exegetas del viejo Romancero» (138), o más bien, el exegeta por excelencia, Menéndez Pidal, a quien se deben los más eruditos estudios sobre el Cid histórico y poemático pero igualmente la glorificación gigantea de esta figura, así como a Unamuno se debe la exaltación de las caballerías quijotescas y a Ortega la admiración hacia las prequijotescas, y a ciertos nietos del 98 (Bergamín y Miguel Hernández entre ellos) aquella primavera litúrgica que ya antes de la guerra civil resucitó los autos eucarísticos.

Léese en un punto: «españolismo de Séneca: quijotismo del Cid: senequismo de Manolete» (162). Cada «ismo» predicado aquí de cada figura es un anacrónico dislate; pero tal era el desbarajuste ideológico de los representantes del triunfo nacionalista. El reclamo de la forzada unidad demandaba estas concatenaciones míticas a despecho de la historia. El filósofo de ¡a impasibilidad, por haber nacido en Córdoba aunque fuese muchos siglos antes de la formación de España, había de ser venerado como español, y ahora no en época de consolidación cultural, sino en época que debiera haber sido de crítica veracidad y de inexorable análisis. El guerrero medieval tenía que ser ya tan «quijotesco» como el hidalgo de la Mancha, aunque hubiese batallado muchas veces por ganar haberes. Y el diestro cordobés, por cordobés y por inmutable ante los toros, ¿qué otra calificación merecía sino la de «senequista»? La cuestión era descubrir la unitaria esencia española en el tiempo (Séneca, Cid, Quijote, Manolete), en el espacio (ancha es Castilla) y en el carácter o destino: desprecio de la muerte, arrojo, fe, patriotismo, misticismo. Porque también la mística subió en el termómetro nacional desde Unamuno hasta los capitanes, capellanes y vates de la Victoria. Todas estas mitificaciones, claro es, para mayor lustre de una causa política.

El caso de Lope de Vega requiere una explicación más matizada. Poeta de tan firmes convicciones católicas, monárquicas y nacionalistas había de ser figura poco atractiva para Goytisolo, y si a esas notas se agregan otras más personales, como la combinación de donjuanía y clerecía, o la alternancia de pecado y comunión, el escaso atractivo puede fácilmente convertirse en repugnancia. Pero la aversión admite otras razones principales. Lope de Vega es el propulsor de la temática del honor en el teatro, y aquí le acompañan colegas y discípulos: Guillén de Castro, Tirso, Calderón (37, 159, 177-180). Además, desde Menéndez Pelayo, pasando por Menéndez Pidal y Azorín, hasta llegar a la España que conmemora en 1935 y 1962 muerte y natalicio del poeta, éste viene siendo lo que en la novela se recuerda: portavoz de la corriente tradicional («del romancero a Lope, de Lope a Federico», 33), el «supremamente ensalzado dramaturgo nacional» (45) o, para decirlo todo, «el Fénix»: «el imponente mascarón crece y sigue creciendo, recita la lista completa de los reyes godos y de las obras dramáticas del Fénix» (176). Lope de Vega, por otra parte, representa en imaginación y lenguaje la tesis ortodoxa frente a la antítesis heterodoxa encarnada por Góngora; no extraña, pues, que los desdenes hacia aquél se formulen mediante las conocidas descalificaciones de éste: «con razón Vega por lo siempre llano» (36), «el gran canard farci de vuestra aguachirle castellana» (45). En relación con esto hay que considerar el desprecio de los «sonetos de Lope de Vega» (119) y del soneto en general: «el Soneto, el Soneto!, suplica don Álvaro, patrimonio nacional, tesoro artístico, joya imperecedera!; pero las moscas chupan unas tras otras las sílabas de los catorce versos; burla burlando van los tres adelante, pasan a la mitad de otro cuarteto, entran con pie derecho en el terceto, están con los pobres versos acabando» (180-181). (De Luis Cernuda es un «Divertimiento» en que el Soneto, después de evocar su sazón con Góngora y Quevedo -no con Lope-, confiesa: «En plagio nazco hoy, muero en remedo. No me escribas, poeta, y calla en prosa»).

Poco importa en efecto que Góngora escribiese también abundantes y esplendentes sonetos: lo aborrecido no parece ser el soneto en sí mismo (en último caso, la responsabilidad sería de Italia), sino la académica y la neogarcilasiana adoración del «soneto inmortal» (33), lo que el soneto pudo llegar a significar en manos de los tradicionalistas pedestres, quizá mejor ecuestres, y de los parnasianos del café de Recoletos: retórico medallón, imitado alarde. Y así se explica que don Álvaro, el figurón que compendia todas las españoladas, recite «con voz pedregosa un soneto crustáceo, de morfología ósea y sintaxis calcárea, extraído de algún florilegio de fósiles»: el soneto de Enrique López Alarcón «Luzco del mundo en la gentil pavana»6.

Que el autor de Don Julián se permita alguna fisga con Balmes, Donoso Cortés y Krause («criterios balmesianos, derechazos donosos, nítidos pases krausistas», 199) no tiene nada de inesperado. Y era inevitable que las bombásticas décimas de Bernardo López García diesen pábulo, como siempre ocurre, a la hilaridad. Menéndez Pelayo, por su parte, es el causante de no pocas antipatías, desde el «martillo de herejes» citado en el texto (143) a otras instancias en que tácitamente opera su autoridad: romances, sonetos, comedias de Lope.

Ya queda indicada la participación de los hombres del 98 y sus epígonos en el proceso de otras aversiones, de casi todas. Parafrasear la sátira o la burla que de esos mitificadores hace Don Julián sería superfluo. A la vista del lector está todo aquello que viene reprobado por el invasor: el senequismo ganivetiano; ciertos lemas de Unamuno como Gredos, el sepulcro de don Quijote, «me duele España», la santa costumbre o el «que inventen ellos»; la castellana metafísica y paisajista y la prosa atomizada de Azorín; las insistentes soledades castellanas de Antonio Machado: álamos y encinas, roquedos, marzo, Soria, el Duero; las andanzas de Menéndez Pidal en pos del Cid y de los romances y sus visiones españolas a toda costa tradicionales. De ese «grupo de taumaturgos y profetas» (159) dependen en último término los hijos (Ortega), nietos (José Antonio), biznietos (Blas de Otero) y tataranietos (¿Torcuato Luca de Tena?), por mencionar sólo un ejemplo orientador para cada oleada. La religiosidad místico-ascética de Ganivet o Unamuno, la ética estoica de esos y de otros, pasan a los militantes azules; la Castilla de Machado retoña en Blas de Otero; con parecido amor a Castilla (¿chopo? ¿Galgo?) había meditado Ortega al modo visigótico y diagnosticado la humillante invertebración de España. En fin, no hay que dar muchas vueltas mentales para comprender que, descontados unos pocos, la visión de la historia española y el lenguaje con que esa Visión se ha venido exponiendo presentan una fatigosa homogeneidad en todos los noventiochistas y sus descendientes o secuaces: acentuación de los elementos ibero, romano y godo, marginación del elemento semita, contemplación entre orgullosa y dolorida de la España áurea forjada por Castilla y de la empresa ecuménica de la Hispanidad, preocupación chorreante por el «problema España», debates y oscilaciones acerca de lo que deba hacerse: si europeizar a España, si españolizar a Europa.

Viñeta

Los hombres del 98 comenzaron, huelga recordarlo, proponiendo la europeización, pero en seguida pasaron a la solución interiorista y autentificante. La reacción contraria de muchos hijos y nietos hizo creer que la europeización, entre 1918 y 1938 aproximadamente, había triunfado. Pero esos mismos y sus sucesores inmediatos llevaron de nuevo el péndulo hacia la banda opuesta. En la «mezquina sociedad de lósanos cuarenta para siempre malditos» (221) la españolización de España, su apartamiento del curso europeo, fue mayor que nunca, y a pesar de que la mayoría de los hombres del 98 y de sus hijos eran mirados con resentimiento y con cautelas por el sistema, los españoles entonces jóvenes teníamos que nutrirnos principalmente de su literatura y pensamiento, pues no había otros de más alto nivel en torno nuestro. Así prosperó ese otro 98 cultural de introspección y clausura, ese vice-98 poblado de ecos de otros ecos, y muchos hubimos de soportar ideas e ideales ya confusos, contaminados y desgastados, hasta que España cambió. Cambió, pero no para ser más ella, ni tampoco para europeizarse mejor, sino para americanizarse. Ante este resultado, que si se compara con los sueños de los noventiochistas y de sus adeptos no puede menos de calificarse de incongruente, la solución que se le ocurre a Juan Goytisolo es explosiva: la africanización de España.

Abatir los ídolos y triturar los lugares comunes inoperantes desarrollados a favor de las fechas 1898 y 1939 es el cometido que parece haberse propuesto Goytisolo en esta su fantasía depuradora, que no debe leerse como un panfleto regeneracionista ni como un ensayo en torno al problema de España (Laín, Palacio Atard, Calvo Serer, Pérez Embid, López Ibor, Marías), sino como un ejercicio poético que si en ciertos momentos, por lo recargado de algunas burlas, corre peligro de caer en la antiespañolada, por lo general se sostiene a ese nivel de altitud intensa que la desesperación garantiza.




El ejemplo de Góngora

Único guía del desesperado en su laberinto: el poeta Góngora, cuyos versos, desgranándose a lo largo del ensimismado discurso, asoman acá y allá como luces parpadeantes en la oscuridad del desvarío.

Es verdad que algunos de esos versos funcionan solo como reminiscencias aleatorias: «no es sordo el mar: la erudición engaña», «árbitro de montañas y ribera», «este pues formidable de la tierra/bostezo», «cándidos lilios y purpúreas rosas». Pero otros anuncian el empeño de esforzada creación y verdad nueva que impulsa al protagonista: «pisando la dudosa luz del día», «extraño todo: el designio, la fábrica y el modo», y en especial el usado como definición del mismo Poeta: «que, despreciando la mentida nube, a luz más cierta sube». Descubrir una verdad más pura, engendrar un diseño y una hechura y un modo nuevos, son metas perseguidas con abnegación por el novelista, que si se refugia en el ejemplo de Góngora lo hace ansiando revivir su radicalidad creadora.

La atracción hacia Góngora sólo es compartida expresamente en el texto por la confesada «frecuente lectura de Virgilio» (78), inspiradora de ese multívoco descenso al infierno (166-174) donde el infierno vale al mismo tiempo por el sexo de la mujer, la gruta de Hércules, la cueva de Altamira, el alcázar de la patria y el sagrario celestial.

Pero Góngora es algo más que poeta preferido: es el Poeta, y es el príncipe de la luz precisamente en tanto que supuesto príncipe de las tinieblas.

Lo que el sujeto pretende, al resplandor de ese dechado, él mismo lo declara en varias circunstancias:

Cuando recuerda un resultado de belleza permanente: «enredados aún en tu memoria, tal implicantes vides, los versos de quien, en habitadas soledades, con sombrío, impenitente ardor creara densa belleza ingrávida: indemne realidad que fúlgidamente perdura y, a través de los siglos, te dispensa sus señas redentoras en medio del caos» (39).

Cuando pide un lenguaje emancipado de vínculos consuetudinarios: «con los versos miríficos del Poeta incitándote sutilmente a la traición: ciñendo la palabra, quebrando la raíz, forzando la sintaxis, violentándolo todo» (85).

Cuando proyecta una nueva semblanza del mundo sustentada en la ilusión y en la alusión: «baño de irrealidad que desbarata planos, desdibuja contornos, rescata sólo imágenes inconexas, furtivas» (85).

Cuando clama por la soberanía de la palabra que se alce más allá de todas las mentiras, la mentira histórica y la realista, la mentira oficial y la burguesa: «altivo, gerifalte Poeta, ayúdame; a luz más cierta, súbeme; la patria no es la tierra, el hombre no es el árbol: ayúdame a vivir sin suelo y sin raíces; móvil, móvil: sin otro alimento y sustancia que tu rica palabra; palabra sin historia, orden verbal autónomo, engañoso delirio; poema: alfanje o rayo; imaginación y razón en ti se aúnan a tu propio servicio: palabra liberada de secular servidumbre; ilusión realista del pájaro que entra en el cuadro y picotea las uvas; palabra-transparente, palabra-reflejo, testimonio ruinoso yerto e inexpresivo; cementerio de coches, oxidada hecatombe en tas orillas de la gran ciudad; guadalajara verbal que ensucia y no abona, deyección maloliente e inútil; discursos, programas, plataformas, sonoras mentiras; palabras simples para sentimientos simples; amores honestos, convicciones fáciles: las tuyas, Julián, ¿en qué lengua forjarlas?; palabra extrema de pasión extrema, orquídea suntuosa que envuelve e hipnotiza; pasión vedada, sentimiento ilícito, fulgurante traición» (124-125).

No se trata de imitar a Góngora. Si de eso se tratase Goytisolo no haría sino incurrir en el mimetismo inerte que su libro a cada instante condena. Por lo demás, Góngora ya tuvo fieles seguidores de cultedades en su tiempo, y en nuestro siglo discípulos muy hábiles. No se trata de imitar a Góngora, sino de aprender su lección, la lección de poesía que su actitud y su obra simbolizan.

El ejemplo de Góngora apenas deja huellas en el léxico y en los moldes sintácticos de más fácil reconocimiento. Donde opera es en los estratos profundos de la constitución de los significados y en el estilo de imaginar, aunque aquí tampoco por calco, sino según una analogía modal, libre de anacronismo, traspuesta a la actualidad, sincronizada con nuestro mundo.

Reivindicación del Conde Don Julián es un discurso que puede perfectamente definirse con algunos de los términos recién transcritos: un discurso inconexo, autónomo, liberado, ilusorio, alusivo, que ciñe la palabra, quiebra la raíz, fuerza la sintaxis y todo lo violenta. Las frases nominales flotantes, las oraciones nucleares sin aditamentos, las series enumerativas caracterizan esta sintaxis, cuyo efecto más impresionante es la fragmentación, reforzado tal efecto por el signo gráfico preferido (los dos puntos) y por la frecuente disolvencia de las líneas prosadas en versículos. Esta yuxtaposición de breves núcleos separados trasmite la sensación de una superficie móvil carente de arraigo en un fondo compacto, y de acuerdo con ello las imágenes danzan sueltas y enigmáticas, en concisas perífrasis de un gongorismo remotamente trasustanciado: «oxidada hecatombe», «guadalajara verbal», «orquídea suntuosa que envuelve e hipnotiza».

Si Góngora respalda este estilo versal del libro de Juan Goytisolo (estilo que me atrevería a definir con las mismas palabras con que Gracián definía la doctrina de Séneca: «granos de oro sin liga»)7 la lección del poeta de las Soledades cala más hondo, penetrando en la actitud misma: oposición a los valores repetidos de la tradición, orgullo creativo. No hay apenas semejanza entre este gongorismo y el suscitado alrededor de 1927: éste era de orden exclusivamente literario, bien fomentase estudios críticos, imitaciones, o aplausos en honor de una sensibilidad tan quintaesenciada para el poeta puro como sugestiva para el superrealista. El nuevo gongorismo de Goytisolo (que en el plano de la crítica tendría alguna parcial correspondencia con lo hecho por Robert Jammes)8 no es esteticista: como el de su admirado Luis Cernuda, se fundamenta sobre todo en la ejemplar fortaleza necesaria a quien, desterrado, sólo tiene por patria la vertical que su propio anhelo sea capaz de describir, ya hacia el lóbrego reino del espanto, ya hacia las altas latitudes del deseo infinito. Dicho con versos de Cernuda («Góngora», Como quien espera el alba):


Pero en la poesía encontró siempre, no tan sólo hermosura, sino ánimo.
La fuerza del vivir más libre y más soberbio.
Como un neblí que deja el puño duro para buscar las nubes
Traslúcidas de oro allá en el cielo alto.









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