El obsceno pájaro del olvido
Carlos Franz
Busco por las librerías de un Madrid canicular obras de José Donoso. No hay ninguna en inventarios, no está «en existencia», me contestan. Termino en las librerías de segunda mano de la calle de los Libreros, y en la cuesta de Moyano. No hay nada, nada. Le pregunto a un par de amigos académicos. Me dicen que algunos profesores de literatura hispanoamericana citan de vez en cuando a Donoso, que incluso lo dan a leer; pero no ellos, no ellos.
Recuerdo a
José Donoso diciéndome, poco antes de su muerte:
«En diez años, nadie me
leerá»
. Esa aguda intuición acerca de la
vanidad y el capricho de la literatura, que siempre lo
acompañó. La idea -políticamente incorrecta-
de que la literatura también es materia de gustos, y
éstos son por definición volubles y mudables. No han
pasado siquiera diez años y, en España, donde
vivió dos décadas, y triunfó en la estima
supuestamente perdurable de sus críticos, ya nadie lo lee,
está fuera de los inventarios, ha entrado en la
«inexistencia».
El olvido
empezó a prepararse con el cadáver aún
caliente. Cuando Roberto Bolaño volvió a Chile en
1997, unos meses después de la muerte de Donoso, dijo que
ése era un escritor «con un par de
obras buenas y el resto para salir arrancando»
. Si es por
menospreciar, eso se podría decir hasta de Cervantes. No es
de extrañar que no lo comprendiera. Donoso no puede ser un
escritor más diferente. Conforme a la ya clásica
distinción de Isaías Berlín, entre escritores
erizos y escritores zorros, Donoso fue un escritor zorro. Un autor
que cambiaba de estrategias, que huía de los estilos fijos,
de la voz y la estética únicas. Sobre todo, fue
alguien que supo y mostró que éstos son disfraces,
formas momentáneas, cuando no modas del intelecto.
Así como los gustos estéticos cambian, mudan, caducan
y también retornan, el cambio de estilos, la metamorfosis y
el disfraz son la constante de la obra donosiana. En muchos
escritores se da una evolución y una transformación
de sus propias convicciones estéticas. La diferencia con
Donoso es que él hizo de esa mudanza un tema y una
estética, en sí misma. Por ejemplo, la duda radical
acerca del estilo, como meta literaria moderna, es el mecanismo
narrativo de una de sus novelas fundamentales, Casa de
Campo. Allí, imita y desacraliza un siglo, al menos, de
estilos literarios, sin dar a ninguno por mejor, y dejando a todos
por plausibles. Esa novela significó el punto más
alto de la trayectoria de Donoso en España. Con ella
ganó el Premio de la Crítica, en 1978. Uno de los
escasos cuatro libros de autores latinoamericanos que lo han ganado
en los cincuenta años de ese premio (prueba, si se
requiriera alguna, del provincianismo estético de la
crítica española). Y ahora, «no está en
existencia».
Pero lo que yo
realmente buscaba en las librerías madrileñas era
El jardín de al lado. Recién llegado a vivir
en el Madrid desolado del verano, no pude menos que buscar ese
libro acerca de un Madrid sofocante en el que un escritor
latinoamericano sueña con lo que no tendrá, y se
angustia con la emulación de otro escritor ficticio: Marcelo
Chiriboga. Amalgama de García Márquez con Carlos
Fuentes y Vargas Llosa, este Chiriboga -«el más insolentemente célebre de
todos los integrantes del dudoso boom»
- es un revuelto de las
envidias literarias de su época que Donoso conoció, y
controló, con su irónico escepticismo acerca de la
inseguridad de los prestigios literarios. Promediando El
jardín..., el escritor frustrado y cizañero que
lo protagoniza se encuentra en el Rastro de Madrid con la agente
literaria y «capomafia del boom»; Nuria Monclús
(alter ego,
por supuesto, de Carmen Balcells), quien acompaña a su
representado estrella, Marcelo Chiriboga. Los ve a ambos desde la
calle, en el interior de una tienda de antigüedades, mientras
examinan abstraídos un cierto búho de plata. Donoso
pone a Chiriboga y a Monclús (a todo el boom y a su agente) dentro de
esa tienda de antigüedades y los observa como los objetos
transitorios que son -que fueron-. Todo boom, toda fama, toda certeza
estética, está amenazada de vejez, de transitoriedad,
de ir a parar al Rastro de nuestro olvido, nos estaba diciendo
José Donoso. Y al mismo tiempo describe el búho de
plata florentino que estos candidatos a la antigüedad tienen
en sus manos: «Presionando una pluma de su
ala izquierda salta la cabeza, descubriendo adentro una
minúscula redoma de cristal verdoso: -Para el veneno...
-explica el propietario de la tienda. -Tal vez cizaña
-sugiere Chiriboga, sonriéndole a Nuria»
.
Y yo casi puedo ver a Donoso sonriéndonos también, malicioso, desde su «inexistencia» en el inventario de esta transitoria posteridad.