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Dostoiewsky otra vez

Ricardo Gullón





El estudio de Renato Poggioli sobre Dostoiewsky y el realismo occidental (Kenyon Review, invierno 1952) cuenta entre los mejores trabajos últimamente dedicados al novelista. Parte Poggioli de la contradicción latente en el escritor ruso, que ligado a una rica cultura literaria, fue al mismo tiempo un practicón del folletín popular, semejante en ciertos aspectos a Eugenio Sué. La publicación de sus novelas en forma de folletón en revistas o periódicos tuvo que aceptarla para poder hacer frente a compromisos de orden económico y le obligó a trabajar a marchas forzadas, escribiendo un capítulo cuando el anterior ya estaba en la imprenta, sin tiempo para revisar y pulir sus páginas en la medida deseada.

Entre Tolstoy y Dostoiewsky señala Poggioli esta diferencia -entre otras-: el primero «identificaba la realidad con lo estático y permanente, con lo repetido y habitual: en La guerra y la paz, aun lo histórico, esto es, lo peculiar y lo excepcional por excelencia, está sometido a las inalterables leyes de la historia natural. Dostoiewsky, en cambio, se interesaba por lo extraño, dramático y dinámico; en otras palabras: por lo que es real e improbable al mismo tiempo».

Dostoiewsky describía la condición humana «en aquellas circunstancias que sólo pueden ser expresadas en tensas y extremas manifestaciones», quizá porque su horizonte social estuviera poblado por una fauna especialísima, muy distinta de los aristócratas y campesinos pululantes en las novelas de los otros grandes escritores rusos de entonces: Gogol, Tolstoy, Turguenef. Los personajes de Dostoiewsky, casi en su totalidad, o son parias o intelectuales desarraigados.

Si alguna vez tomó un hecho real como punto de partida de las novelas (por ejemplo, el asunto Nechuef para escribir Demonios), su fantasía le alejó por completo de los hechos según fueron, y Verjovensky fue engendrado por él sin pensar en el presunto modelo, inventando así «un asesino novelesco más auténtico que el real».

Poggioli advierte sagazmente que «a despecho del personalismo de su inspiración, Dostoiewsky nunca se complació en la autocontemplación y el narcisismo». El novelista no se ingiere en sus obras, deja libres y vivos a los personajes, y en este a punto sigue las normas de impersonalidad observadas por el realismo occidental. Quiso reconstruir lo excepcional y lo extraordinario -dice el crítico- «partiendo de los materiales vulgares de la realidad cotidiana». Es cierto que manejó ideas, ideas propias, pero tuvo buen cuidado de no imponerlas a sus héroes, sino de trasmutarlas en sangre de sus sueños, «conectándolas íntimamente con la viviente sustancia de sus planes».

Y aún hallamos en este trabajo ideas muy agudas en torno al problema de la ambivalencia dostoiewskiana entre lo real y lo simbólico, entre lo naturalístico y lo mítico; en torno, también, a «la singular ambigüedad», que hacía presentar el crimen a la vez como producto y como protesta del orden social.





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