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El anonimato del colaborador: Eduardo Ugarte


Juan Antonio Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



Resulta difícil rescatar a alguien del anonimato. A veces el mismo es fruto de unas circunstancias fortuitas que con pericia investigadora y algo de suerte pueden ser superadas. Pero a menudo nos encontramos con trayectorias que conllevan el anonimato, aceptado como destino y también como presente por sujetos alejados de cualquier protagonismo. En este segundo caso el citado rescate se suele convertir en un objetivo inalcanzable. No se trata de localizar y recuperar algunos documentos, sino de construir hipótesis a partir de unas huellas dispersas conservadas aleatoriamente. Se dice que el tiempo lo borra todo, pero también es cierto que algunos rastros se aferran a su existencia mínima, desprovista de significado. Son como partículas que, observadas con atención, tienen algún elemento sugerente, una especie de señuelo para que alguien intente relacionarlas con otras hasta integrarlas en una unidad significante. Pero siempre nos faltan demasiadas partículas y al final tenemos que recurrir a la imaginación, a una ficción amparada en datos comprobables y sujeta a la verosimilitud. En definitiva, no rescatamos a nadie del anonimato, sino que le imponemos nuestra luz tan necesitada de protagonistas a los que enfocar, aunque sean sujetos que más o menos voluntariamente optaron por quedar en un segundo plano.

Poco antes de redactar estas líneas, he leído una novela de Andrés Trapiello, Días y noches (Madrid, Espasa, 2000), en la que se da cuenta del testimonio ficticio de un joven soldado republicano que parte hacia el exilio en el buque Sinaia, tras perder la guerra y permanecer durante unas semanas en Francia. Se utiliza de nuevo el recurso del manuscrito encontrado, en este caso un detallado diario, para justificar la supuesta desaparición de un autor que da paso a quien observa aquellas trágicas circunstancias desde el anonimato, mezclado con otros miles de sujetos que comparten un destino tan marcado por la lucha entre la memoria y el olvido. Conviene no ser ingenuos y situar esta estrategia del novelista en sus justos límites. Andrés Trapiello crea la voz del protagonista dentro de unos parámetros tan sujetos a la verosimilitud, en su sentido estrictamente literario, como propios de una ficción que utiliza con acierto todos los recursos para mantener la atención del lector. No sólo es una estrategia lícita, sino que en este caso resulta adecuada para escribir una novela tensa, que interesa desde el principio hasta el final y que, además, nos proporciona una interesante reflexión, la de Andrés Trapiello, acerca de aquellas trágicas circunstancias. Pero seguimos sin conocer la verdadera voz del joven Justo García, soldado y tipógrafo socialista que consumió sus días en México sin salir del anonimato compartido con tantos otros exiliados.

Andrés Trapiello declara en el Prólogo de su novela que su primera intención era escribir una biografía de Ramón Gaya, afamado pintor que también acabó en el exilio de México. Pero al encontrarse este diario manuscrito en la Fundación Pablo Iglesias, dato que junto con otros verdaderos nos puede hacer dudar sobre los límites entre la ficción y la realidad, decidió dedicar sus esfuerzos a un sujeto anónimo. No porque se conozca la verdadera voz del mismo, sino porque su supuesta identidad nos facilita una perspectiva desde la cual el autor puede aportar una ficción, bien anclada en la realidad documentada, capaz de sortear los inconvenientes de una personalidad reconocible como la del citado pintor. El anonimato del protagonista da libertad al autor para reflexionar sobre aquellas circunstancias históricas, incluso saltándose los límites de unas no siempre necesarias homogeneidad y coherencia de la voz del protagonista. El proceso tal vez haya sido gratificante para un novelista que nos ha dado en Días y noches una prueba de su indudable calidad, en mi opinión más ajustada a los límites de la ficción que a los de unos ensayos literarios donde el rigor académico no siempre ha sido escrupulosamente respetado. El resultado es, por otra parte, muy satisfactorio desde el punto de vista novelístico. Pero Justo García, los que verdaderamente compartieron tan simbólico y común nombre, siguen en el anonimato, a la sombra tal vez para siempre, incluso para quienes les hemos intentado dar vida a través de nuestras investigaciones o creaciones.

Esta digresión inicial se relaciona con una reflexión que he venido planteándome desde que publiqué mi libro sobre Eduardo Ugarte (1900-1955)1, un casi anónimo colaborador de Federico García Lorca y Luis Buñuel que también acabó su vida en el exilio mexicano. Mi objetivo fue hilvanar, a partir de los pocos y dispersos datos disponibles, la trayectoria de este sujeto que tantas veces aparecía en las fotos de los años treinta junto a los citados y otras personalidades (José Bergamín, Rafael Alberti, Pablo Neruda...) no menos destacadas del mundo cultural y político de la época. Cuando inicié mi investigación era poco más que un rostro con una media sonrisa, una figura siempre situada a la sombra que revelaba su timidez y tal vez la conciencia de su papel secundario. Al finalizarla sabía algo más; lo suficiente para reconstruir una trayectoria jalonada por unos primeros estrenos teatrales en Madrid de obras escritas en colaboración con José López Rubio, una estancia en Hollywood para participar como dialoguista en los rodajes en español de películas norteamericanas durante los inicios del sonoro, su presencia en la productora Filmófono (1934-1936) junto a su amigo Luis Buñuel y la dirección del grupo La Barraca compartida con un arrollador Federico García Lorca. Así de sugerente era su trayectoria hasta que llega la guerra civil con su adscripción a la Alianza de Intelectuales Antifascistas, una estancia en París como Agregado a la Embajada junto a su cuñado José Bergamín y el exilio en México desde 1939. Allí colaboró en algunas iniciativas culturales de los exiliados y reanudó sus trabajos como guionista y director, aunque de unas cuantas películas mejicanas perdidas en el olvido. En 1955 tuvo un triste y prematuro final, salpicado por circunstancias familiares del mismo tono, que fue compartido por tantos otros jóvenes a los que la guerra negó cualquier futuro acorde con lo hecho hasta 1936.

Esta trayectoria pudo ser reconstruida gracias a los datos espigados en numerosas publicaciones dedicadas a otros autores y empresas culturales donde Eduardo Ugarte siempre tenía una nota a pie de página. También me ayudó mediante una breve correspondencia epistolar una de sus hijas residente todavía en México. Espero que la labor pueda ser completada cuando se haga pública toda la documentación conservada en el archivo familiar de Ricardo Mª Urgoiti, impulsor de Filmófono y de otras iniciativas en las que participaron Luis Buñuel y Eduardo Ugarte2. Pero, aun dándose esta circunstancia anunciada en una ya lejana reunión de la Asociación Española de Historiadores del Cine (diciembre, 1996), dudo que consigamos sacar del anonimato la voz del propio protagonista. El investigador a veces se convierte en autor de una ficción más o menos documentada. Es lícito imaginar a partir de lo conocido, pero tiene sus riesgos y no deja de ser una suplantación. ¿Queda otra posibilidad? Siempre podemos encontrar más datos y testimonios, pero es difícil que permitan un conocimiento más profundo de quienes por personalidad y trayectoria parecen haber preferido el silencio, aun a sabiendas de saberse condenados al anonimato, a esa sombra tan desatendida por unos investigadores a menudo deslumbrados por el brillo de los grandes protagonistas.

La carencia de una voz propia en el caso de Eduardo Ugarte me lleva a plantearme algunas preguntas cuyas respuestas sólo pueden ser meras hipótesis. La fundamental es qué pensaría de aquellos sujetos destacados a los que ayudó en tareas que tanto relieve tuvieron. Federico García Lorca reconoció en varias ocasiones el destacado papel desempeñado por su amigo en La Barraca. La compañía siguió funcionando durante las largas ausencias del poeta gracias a la labor de Eduardo Ugarte, siempre presente en las diversas giras con la responsabilidad de coordinar las actividades de los jóvenes universitarios, tal y como han explicado algunos de ellos en memorias y entrevistas. Luis Buñuel, tan parco y peculiar a veces en sus opiniones acerca de sus amigos, nunca pareció demasiado interesado en hablar de sus etapas en Hollywood o en Filmófono. Sus memorias3 o el libro de conversaciones con Max Aub4 son parciales, decididamente subjetivas y rehuyen algunas etapas tal vez poco interesantes para el aragonés o al margen de la personalidad pública que deseaba proyectar mediante sus escritos. En dichas etapas es donde se da su relación con Eduardo Ugarte, a quien conocería probablemente desde mucho antes por razones familiares. Según cuenta a Max Aub, fue él quien le llevó a Hollywood, donde compartieron poco trabajo, juegos sobre el convencionalismo de la cinematografía realizada en aquellos estudios y algunas veladas americanas un tanto gamberras, con bromas propias del peculiar sentido del humor que tenían. Mientras Luis Buñuel conseguía cobrar sin trabajar en unos rodajes que no le interesaban, Eduardo Ugarte colaboró en los diálogos de las versiones españolas, experiencia que le sería útil para posteriores trabajos cinematográficos. Ambos conocieron aquel mundo tan irónicamente despreciado por Enrique Jardiel Poncela, desde una perspectiva bastante común entre los españoles que acudieron a la llamada de Hollywood, observaron la organización de sus estudios y, sobre todo, se lo pasaron bien en compañía de algunas estrellas cinematográficas, conduciendo lujosos coches o visitando las mansiones de los millonarios gracias al cine. Al menos así se deduce de las fotos conservadas y de algunos testimonios.

Juntos y con el amparo empresarial de Ricardo Mª Urgoiti, los dos amigos se pusieron al frente de Filmófono, una productora cuyas cuatro películas rodadas poco antes de la guerra nada tienen que ver con la anterior etapa vanguardista de Luis Buñuel. Con un sentido empresarial inequívoco -el cineasta aragonés invirtió dinero en la productora- y la voluntad de crear un cine que gozara de un amplio respaldo popular, ambos colaboraron en distintas tareas de unas películas que obtuvieron una excelente respuesta por parte del público. La productora llegó a formar un equipo estable de técnicos y artistas, de acuerdo con un modelo innovador en el panorama cinematográfico español. Se trataba de aprovechar al máximo los medios humanos y técnicos ajustándolos a una programación rigurosa, según lo observado en otras cinematografías más desarrolladas. Luis Buñuel actuó a veces como productor ejecutivo, pero nunca tuvo una responsabilidad concreta en el organigrama de una empresa que, por culpa de la guerra, apenas pudo desarrollar un plan de trabajo que era ambicioso a tenor de los testimonios conservados. No obstante, colaboró con otros directores como su buen amigo José Luis Sáenz de Heredia, dio una oportunidad decisiva a Luis Marquina, y hasta dirigió él mismo algunas escenas en rodajes que a veces resultaron conflictivos. Todo ello desde un relativo anonimato. Luis Buñuel nunca quiso aparecer de manera explícita en unas producciones alejadas de su concepción del cine, al menos desde el punto de vista de la creación, en las que su labor era más empresarial que creativa. Había mucha distancia entre sus obras vanguardistas y unos films honestos, pero puestos al servicio de cantantes como Angelillo y la niña Mari Tere, por ejemplo. No obstante, una de aquellas películas, Don Quintín el amargao (1935), sería recuperada durante su etapa en México por sus posibilidades comerciales. El argumento original de Carlos Arniches y Antonio Estremera fue respetado en lo fundamental como ya sucediera en la versión dirigida por Luis Marquina, aunque con los necesarios retoques por parte de Luis y Janet Alcoriza para ambientarlo en una cinematografía tan propicia a esta mezcla de melodrama -su nuevo título fue La hija del engaño- y humor.

Eduardo Ugarte no tuvo ningún problema para figurar en los títulos de crédito de estas películas. Consiguió la colaboración en Filmófono de su suegro, Carlos Arniches, un aval comercial por aquel entonces, tal y como demostraría la trayectoria del popular dramaturgo en Argentina poco después, promocionando incluso las películas de la productora. También colaboró en los guiones y los diálogos, así como en otras actividades relacionadas con tan prometedora productora capaz de competir con CIFESA.

Luis Buñuel y Eduardo Ugarte debieron tener las ideas muy claras acerca de los objetivos de Filmófono. Un episodio significativo es el guión de La hija de Juan Simón (1935), adaptación de ambos a partir de una obra original de Nemesio M. Soldevila y José Mª Granada estrenada en 1930. La dirección de esta película concebida para el lucimiento del popular cantante Angelillo fue encomendada al primero de los citados autores, un vanguardista cineasta vasco -«el primer autor maldito del cine español», según José Mª Unsain5-, que poco después abandonaría en medio de agrias polémicas. La historia es algo compleja. Nemesio M. Soldevila había elaborado un guión que modificaba el desaforado melodrama escrito en colaboración con José Mª Martín López, verdadero nombre de José Mª Granada, un peculiar clérigo-bohemio que se dedicó al teatro y al cine. Pero no sería suficiente para los responsables de Filmófono. Todo parece indicar el desacuerdo del vasco con el rígido ritmo de trabajo impuesto por la productora y los profundos cambios con respecto a la obra original y su guión introducidos por Luis Buñuel y Eduardo Ugarte, quienes optaron por un guión definitivo caracterizado por su agilidad, tono optimista y su adecuación a los objetivos comerciales propuestos. Un ejemplo lo tenemos en el final feliz de la película, con boda andaluza a lomos de caballo y paseo por un cortijo recién comprado, en abierta contradicción con el patético suicidio que ponía broche a un amor imposible en la obra de Nemesio Sobrevila y José Mª Granada. Frente a la excesiva herencia teatral de otras películas españolas contemporáneas, consiguieron dar una mayor fluidez narrativa a una historia simplificada al máximo que integra las partes musicales y evita no pocos escollos habituales en aquella cinematografía. Ambos se impusieron, como harían años después en Méjico al colaborar en el guión de Ensayo de un crimen (1955), basado en una novela de Rodolfo Usigli. El reconocido autor mejicano protestó por la supuesta falta de respeto a su obra, pero la crítica ha reconocido la valía cinematográfica de un guión que fue la última colaboración entre ambos amigos, puesto que meses después fallecería Eduardo Ugarte.

Nos encontramos ante ejemplos de algo que es una obviedad si nos referimos a la trayectoria de Luis Buñuel: la adaptación cinematográfica de unas obras literarias que se alteran en todo lo que sea preciso para convertirse en unos guiones ajenos a cualquier rémora literaria, para ser el soporte textual de una obra nueva que ha de funcionar en la pantalla. Pero en esa labor contó con la colaboración de un Eduardo Ugarte que, siendo autor teatral, también comprendió pronto los límites de una adaptación cinematográfica, las técnicas del guión que para él, y a diferencia de lo que todavía era usual por entonces en España, no consistía en una mera adaptación técnica para llevar a la pantalla lo que había sido estrenado en los escenarios o editado como novela.

La guerra fue un punto y aparte que, en algunas facetas, se convirtió en un punto final. La Barraca acabó disuelta pocas semanas después del fusilamiento de Federico García Lorca. Filmófono intentó continuar su trayectoria en Hispanoamérica, adonde se trasladó un incansable Ricardo Mª Urgoiti. No desapareció como empresa, pero jamás recuperó el sentido que había tenido antes de 1936 y se convirtió en una firma dedicada a diversas actividades tras la vuelta a España del citado empresario, un personaje que merecería nuevas monografías. Eduardo Ugarte rehizo su vida, dentro de lo posible, en México, donde acabó filmando unas películas de las consideradas alimenticias. Al igual que algunas de las rodadas allí por Luis Buñuel. Volvieron a coincidir dentro del significativo grupo de cineastas españoles exiliados en aquel país. Pero ya era imposible emprender tareas como las anteriores al exilio. No eran jóvenes emprendedores e inquietos en una España cuya cultura atravesaba un momento de ebullición y entusiasmo. Habían perdido la guerra y trataban de encontrar un acomodo en el único país que les había acogido. Luis Buñuel lo conseguiría, pero Eduardo Ugarte ya no tenía con quien colaborar y se convirtió en un personaje triste, algo amargado también por circunstancias personales y familiares, hasta su temprana muerte.

En definitiva, la relación de amistad y colaboración entre los dos cineastas no se dio en las facetas más sugestivas de la trayectoria del aragonés. Eduardo Ugarte no tuvo la fortuna de estudiar en la Residencia, aunque por edad y aficiones compartió los ambientes en los cuales se movían aquellos jóvenes señoritos, término que utilizo sin sentido peyorativo y que considero adecuado para definir el comportamiento social de casi todos los que integraron la Generación del 27 y, sobre todo, «la otra Generación del 27», la de los humoristas con los que tan estrecha relación mantuvo Eduardo Ugarte. Como tales se comportaron en algunos episodios durante su estancia en Hollywood y gracias a esa condición pudieron emprender sin agobios algunas de las empresas culturales más destacadas del período republicano. Reconocer la condición de señoritos no es, por lo tanto, algo que influya negativamente en nuestra consideración de estos sujetos, máxime cuando en 1936 no fue un obstáculo para que algunos, como Eduardo Ugarte, se decantaran por el bando que socialmente les era ajeno, aunque no ideológica ni culturalmente.

La trayectoria personal de Eduardo Ugarte durante la República fue menos llamativa que la de sus célebres amigos. Casado con una hija de Carlos Arniches, lo cual le daba una posición acomodada sumada a la de su propia familia, licenciado en Derecho sin ninguna vocación profesional... no parece haber participado en las facetas más «heterodoxas» de sus amigos, con quienes compartía largas jornadas donde abundaba el tiempo libre y una voluntad de disfrutar de la amistad y la camaradería. En la órbita comunista desde su juventud, fue un hombre comprometido aunque sin ocupar jamás un protagonismo poco compatible con su carácter y cualidades personales. Ya en el exilio, lejos de encontrar motivos para reemprender una obra truncada junto con los amigos de la anterior etapa, acabó enfermo del corazón, sin aliento, «raro» para algunos de quienes le rodeaban, con graves problemas familiares y sin apoyos para salir de la mediocridad de un cine mexicano al que sirvió con unas modestas aportaciones.

Los motivos de la amistad pueden ser casi infinitos y desconocemos las circunstancias concretas que propiciaron el encuentro entre Eduardo Ugarte y Luis Buñuel. Tenían la misma edad -estamos celebrando el centenario de ambos, aunque uno sea en silencio y otro entre el abrumador reconocimiento de su obra-, compartían aficiones e intereses y vivían en un mismo ambiente social y cultural, cuya brillantez a veces nos hace olvidar sus reducidas dimensiones. En Madrid y a finales de los años veinte, un joven acomodado y con inquietudes culturales tenía bastantes posibilidades de acabar conociendo a Federico García Lorca y Luis Buñuel, tan ajenos por entonces al pedestal que ocupan gracias a su obra y a la atención tan singular que les hemos prestado. Eduardo Ugarte era amigo de estos sujetos del 27 y de quienes encarnan «la otra generación del 27», según la definición de José López Rubio. Es lógico porque ambos grupos forman parte de un mismo ambiente que no se decantaría -por imperativo de las circunstancias, a menudo- hasta el final de la etapa republicana. Mientras tanto, le vemos en los primeros cine-clubs donde confluyó el reducido grupo de cinéfilos de la época, dejando olvidados los estudios universitarios como todos ellos, intentando estrenar obras teatrales teñidas de vanguardismo moderado, disfrutando de las cotidianas tertulias en diversos cafés... y, sin oficio reconocido ni necesidad de tenerlo, en Hollywood durante una breve etapa ya perfectamente conocida o en el Madrid republicano intentando crear una productora como Filmófono mientras recorría España junto con los estudiantes de La Barraca. Fue mucho para tan poco tiempo, pero era el ritmo de unos años donde algunos jóvenes soñaron con la utopía, al menos la relacionada con una cultura vivida con intensidad e ilusión.

Todos estos episodios son de sobra conocidos, al menos en sus aspectos fundamentales y no considero oportuno repetir lo ya publicado en mi citado libro. Pero tal vez hayamos cometido un error al identificarlos demasiado con una serie de autores a los que hemos otorgado un protagonismo un tanto desproporcionado. A menudo nos molesta hablar de grupos y preferimos centrarnos en unas pocas personalidades brillantes, arrolladoras, capaces de arrastrar a todos los demás. Es lógico y hasta inevitable, Pero también injusto, ya que dejamos a la sombra a quienes aportaron una colaboración tan necesaria como anónima. No olvidemos que en el caso de Luis Buñuel nos movemos en un medio como el cinematográfico donde la autoría siempre es colectiva. Algo semejante sucede en compañías teatrales como La Barraca, según recordara un Federico García Lorca más dispuesto a reconocer a sus colaboradores que algunos de los investigadores de su obra. Su concepción de la célebre compañía teatral fue genial, pero era necesario mantenerla viva día a día, solucionar una multitud de pequeños problemas que no podía afrontar quien por entonces estaba creando sus más geniales obras. El sentido de Filmófono jamás puede ser entendido al margen de las ideas tan claras que tenía Luis Buñuel acerca de lo que debía ser una productora en la España de aquella época. Tampoco debe olvidarse su reconocido rigor en los aspectos económicos de la producción cinematográfica. Pero también era necesario alguien capaz de aguantar a los directores y los actores, mantener relaciones con unos autores teatrales y guionistas alejados de los gustos del joven aragonés... Ahí es donde radica la importancia de un sujeto gris como Eduardo Ugarte, dispuesto a estar en medio de los contrarios, resignado a desempeñar tareas sin relieve personal y sin reclamar un protagonismo que, según los criterios más comunes, no le correspondía.

¿Debemos asumir nosotros, como investigadores, esos criterios? Creo que no, aunque nos resulten más cómodos. Gracias a las numerosas investigaciones publicadas sobre Luis Buñuel y a la fructífera avalancha de este centenario, podemos conocer casi todos los detalles de su trayectoria. Pero un cineasta siempre está rodeado de un equipo de colaboradores. Muchos de ellos siguen siendo meros nombres repetidos en las fichas, sin una pequeña biografía que nos permita comprender su relación con el maestro aragonés. Tal vez si las tuviéramos nuestra interpretación de la filmografía de Luis Buñuel no variaría en lo sustancial. Su obra está en las pantallas y nos habla con suficiente elocuencia. Pero como investigadores que intentamos reconstruir un proceso de creación siempre complejo y múltiple, si dispusiéramos de esos datos acerca de los colaboradores reconoceríamos una labor que merece ser sacada del anonimato.

Las consecuencias de esta circunstancia se agravan en el caso de los españoles que acabaron en el exilio. Unos pocos tuvieron, con numerosos problemas, la oportunidad de completar sus carreras con obras a veces más brillantes que las de su juventud. Amigos de Eduardo Ugarte como Max Aub, Luis Buñuel y Manuel Altolaguirre continuaron siendo creadores reconocidos, pero ¿qué porvenir había para un «colaborador»? En el exilio mexicano surgieron destacadas empresas culturales, pero me temo que ninguna de ellas entusiasmara a quien había colaborado en las más sugestivas de la etapa republicana. Su fugaz paso por la Editorial Séneca (1940-1941) hasta su sustitución como secretario por Paulino Massip puede ser significativo en este sentido. Lo mismo podemos pensar acerca de su presencia nominal entre los redactores de la revista Romance (1940-1941). Es posible que a su llegada todavía conservara algo del entusiasmo de la etapa anterior. Muy pronto empezó a trabajar en el cine mejicano y su nombre figura en las primeras actividades organizadas por el activo grupo de exiliados republicanos. Pero esta fase de aparente entusiasmo le duraría poco. Tal vez los problemas de salud, económicos y familiares favorecerían decisivamente esta retirada a un anonimato más radical. La propia personalidad de Eduardo Ugarte, tímido y algo melancólico según quienes le conocieron, contribuiría en esa misma dirección. Pero supongo que lo fundamental sería la ausencia de un contexto adecuado para que un sujeto con voluntad de ser «colaborador» encontrara iniciativas en las que, incluso desde un segundo plano, se pudiera brillar. A diferencia de Luis Buñuel, no parece que se adaptara a su condición de exiliado y su temprana muerte en 1955 no es más que el punto final de quien realmente lo había perdido todo en 1939.

Empezábamos nuestro trabajo hablando de la novela de Andrés Trapiello dedicada a Justo García, el soldado republicano que parte en el Sinaia rumbo a México. Su peripecia vital durante aquellos meses finales de la guerra y su estancia en los campos de refugiados en el sur de Francia merece un relato, pero el novelista desconfía de que la misma sea motivo de interés suficiente para la mayoría de los lectores. Justo García es un personaje derrotado que ha perdido gran parte de sus energías y voluntad; sólo conserva las imprescindibles para sobrevivir en silencio y algo apartado, en busca de una paz personal que no por triste le resulta menos necesaria. Andrés Trapiello sabe que con esos mimbres es difícil mantener la atención de un lector medio a lo largo de toda una novela. Se puede intentar, pero no es imprescindible afrontar un riesgo que limitaría la acogida popular de la obra. Tal vez esa razón le haya impulsado a crear otro personaje radicalmente distinto: Thomas Lechner. Héroe enigmático y aventurero al modo de la narrativa popular, es el contrapunto de su amigo y el elemento utilizado por el novelista para envolver y hacer más sugestiva la historia de su protagonista. Nadie duda de la licitud de este procedimiento narrativo. Lo significativo es que en un trabajo de investigación también se da un planteamiento semejante. ¿Quién leería una monografía sobre Eduardo Ugarte, nuestro Justo García, si no hubiera estado junto a Luis Buñuel, nuestro Thomas Lechner? Tal vez su trayectoria personal y profesional tenga interés, pero necesita de ese contrapunto brillante, de fuerte personalidad y sugestiva obra del cineasta aragonés. Es el inevitable destino de los colaboradores situados a la sombra que, si alguna vez salen a la luz pública, es gracias a quienes siempre han estado en un primer plano. Tampoco cabe lamentarse de una circunstancia derivada de nuestras pautas de comportamiento como investigadores y lectores. Simplemente es así y, en cualquier caso, esperemos que la celebración del centenario de Luis Buñuel haya permitido que la peripecia de algún otro colaborador como Eduardo Ugarte haya podido ser conocida, que la inmensa bibliografía crítica sobre el cineasta haya abarcado a quienes estuvieron junto a él en ese segundo plano, en esas fotos donde siempre parecen estar de más. Para nosotros no lo están. Merecen ser recordados.





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