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El artificio epistolar en la narrativa galdosiana

Ana L. Baquero Escudero





Asociado el relato epistolar decimonónico a la figura de Juan Valera, por las razones ya señaladas, sin embargo es curioso advertir una mayor presencia del mismo en la producción narrativa del primero de los novelistas españoles de este siglo: Benito Pérez Galdós. Prolífico creador y continuo experimentador, no resulta demasiado extraño encontrar dicho formato narrativo, junto a otros intentos de renovación del género. Y hay que hablar de renovación, pues sin duda su postura ante esta vieja especie literaria resulta innovadora. No en balde la obra que marca un nuevo rumbo en su trayectoria novelesca, La incógnita (1888-89), es precisamente una novela epistolar1. Sin embargo no hay que esperar a la década prácticamente de los 90 para encontrar la presencia del artificio epistolar en sus novelas. Desde esa temprana época marcada por la novelística de tesis lo hallamos. Recuérdese a tal respecto el final de Doña Perfecta, construido precisamente por las cartas que escribe don Cayetano Polentinos y que sirven en esta ocasión al autor para atar todos los cabos del relato. En las mismas puede advertirse ese perspectivismo irónico señalado por Baquero Goyanes2, si bien es verdad, la figura del emisor de tales cartas dista mucho en su configuración del personaje hipócrita y cínico utilizado con anterioridad por otros escritores.

Será no obstante a partir de los años 90 cuando la presencia de lo epistolar se intensifique en la producción galdosiana, hasta el punto de encontrar novelas completamente epistolares. Este es el caso de la mencionada La incógnita3 y de La estafeta romántica, incluida en la tercera serie de sus Episodios Nacionales. Ana Rueda las ha estudiado conjuntamente y ha destacado la reformulación de la especie epistolar en ambas4. En las dos se produce, según Rueda, la inversión del viejo tropo epistolar que fijara Ovidio de la mujer abandonada y en su comparación se advierte a simple vista el manejo muy distinto del escritor en cuanto a la cantidad de corresponsales. Prácticamente monódica la primera, construida sobre las cartas que Manolo Infante dirige a Equis, la segunda ofrece una gran variedad polifónica en la que sin duda destacan con luz propia las voces femeninas. Recordemos cómo, frente a las dos series anteriores, Galdós varía aquí la técnica del personaje central en torno al cual se van ensartando las distintas situaciones, hilo conductor, pues, que se erige como principio constructor del relato. Con todo en esta serie hay un personaje que reaparece en distintas novelas y ocupa un destacado lugar: Fernando Calpena. En realidad para poder analizar bien La estafeta romántica es preciso no solamente tener en cuenta esa técnica, que Galdós tomara de Balzac, de la reiteración de personajes de distintas obras, sino también considerar su condición de episodio, integrado dentro de una serie. En tal sentido, y en ello se avenía muy bien la obra con la naturaleza propia del relato epistolar, la trama argumental desarrollada en La estafeta romántica no tiene principio ni fin, y en la misma se continúan hechos desarrollados con anterioridad, así como aparecen personajes conocidos también del lector. Si a ello se une el fragmentarismo propio de esta especie narrativa, el resultado es el del reflejo conjunto y a veces incluso simultáneo de vivencias compartidas por varios personajes, todos ellos relacionados entre sí de alguna manera.

Al presentar la visión sobre unos mismos hechos de distintos personajes, Galdós consigue sin duda ese pluriperspectivismo que es una de las marcas más características del género, en muchas de sus variantes históricas. Especial relieve obtienen las voces femeninas, como Valvanera, Pilar o Juana Teresa, unidas de nuevo las primeras por lazos de amistad y de hostilidad respecto a la tercera, al confrontarse sus respectivos intereses con relación al destino de Demetria; una figura esta que, siendo una de las principales en la consecución de la trama, permanece bastante ausente.

En la obra galdosiana seguimos encontrando la presencia de la carta dentro de la carta -con la ampliación, pues, de los primeros destinatarios- así como también puede percibirse dentro de ella la relación carta-diario. Por otro lado, como Rueda y Serrano Puente indicaron, en la novela la trayectoria de los personajes va unida a la de la nación española, con lo que resultan significativas las fechas elegidas, y en general, el despliegue cronológico del relato5. En la ordenación de las cartas, así como en los epígrafes, se advierte por lo demás, y como ocurre siempre en este género, la presencia del autor que domina y organiza su material. Una voz que surge de forma explícita en la novela siguiente, Vergara, que en principio mantiene el artificio epistolar. Interrumpido el mismo en un momento determinado, reaparece el tradicional narrador para exponer lo siguiente:

Agotada la preciosa colección de cartas que un hado feliz puso en manos del narrador de estas historias [...], su afán de proseguirlas revistiendo de verdad la invención y engalanando lo verdadero, oblígale a lanzarse otra vez por valles y montes, ojeando los acontecimientos y las personas, que de unas y otros da pingüe cosecha la España de aquellos días6.



Los intentos, bastante frecuentes en la tradición literaria anterior, por crear esa ilusión de realidad en torno a la colección epistolar presentada, se diluyen como vemos también en este escritor, quien si en el caso de La incógnita aparecía singularmente incorporado y transformado en ese Equis, destinatario de las cartas de Infante, quien viola el pacto epistolar de confidencialidad al hacer pública una correspondencia íntima7, en relación con las cartas de La estafeta señala ya en la novela siguiente cómo un hado indeterminado las puso en sus manos. La interrupción de las mismas no supone, no obstante, la conclusión de la novela -como ocurriera en el antiguo Proceso o más próximo en el tiempo en Lady Susan de Austen-, dado que, sin ningún tipo de justificación o coartada, el narrador se contenta, casi a la manera valeresca, con decir que continuará él la narración.

Si el manejo de lo epistolar aparece en otros episodios como Luchana y Los ayacuchos, quizá de todas las novelas galdosianas la que mejor se avenga al objetivo del presente estudio sea Tristana, uno de esos relatos del autor canario en que el protagonismo del libro cae innegablemente del lado femenino8. Dividida la novela en 29 capítulos, del 16 hasta el 22 prácticamente están casi totalmente construidos sobre el artificio epistolar, si bien también hallamos cartas o fragmentos de ellas antes y después.

En esta obra de 1892 volvemos a encontrar la situación tradicional de amores obstaculizados, aunque en esta ocasión las dificultades presentan un cariz distinto al de la literatura tradicional, por ser Tristana no hija o mujer de don Lope sino su amancebada, víctima desvalida del tutor que la recogiera en su orfandad. Pese a tales impedimentos la pareja de Horacio y Tristana conseguirá verse en numerosas ocasiones, por lo que los encuentros se desarrollan simultáneamente a su correspondencia epistolar. Separado el joven de su amada por su tía, a partir del capítulo 16 el narrador comienza a reproducir sus cartas, ya desde la situación de distancia, aunque el lector pronto advierte la atención y primacía que éste concede, en su proceso de selección y manipulación, a las cartas de ella. De hecho será la escritura epistolar de Tristana la que verdaderamente atraiga el interés del narrador, quien llegará a silenciar la correspondencia de Horacio, de la que el lector únicamente tiene información por las cartas de ella.

A través de lo que día a día escribe Tristana a su amante en la distancia, puede percibirse ese fenómeno que señalaba desde un principio de la ficcionalidad propia de la epístola. Una ficcionalización que afecta en este caso a la imagen del destinatario de la misma, que va despegándose en la mente de Tristana cada vez más de la realidad, para adquirir unos nuevos perfiles creados por ella. Con el avance progresivo de la enfermedad origen de la amputación final de la pierna del personaje, vemos cómo la imaginación de por sí libre y sin trabas de Tristana, adquiere un despliegue verdaderamente incontenible. En esta ocasión podemos nuevamente hablar del solipsismo propio de esa carta escrita desde la intimidad y soledad del yo femenino, quien descarga de forma desordenada y sin freno sus sentimientos y pasión amorosa. Unas cartas en definitiva que se escriben más por esta misma, que por el amante progresivamente desdibujado e inventado. Si la crítica tradicional se ha venido refiriendo a la ambigüedad consustancial en el inicio de las Lettres portugaises, por esa doble acepción del término «mon amour», identificado bien con el amado, bien con la personificación de la propia pasión de quien escribe, me atrevería a afirmar que en la obra galdosiana esta última acepción sería más precisa en ese singular proceso evolutivo reflejado en la escritura del personaje.

Que es la atormentada interioridad de la protagonista lo que verdaderamente interesa al narrador en esta obra se percibe por lo demás en la misma ausencia de datación cronológica y en esa ahistoricidad de signo tan diferente al manejo de lo epistolar en las otras obras comentadas9. No es desde luego el reflejo de las circunstancias históricas españolas lo que Galdós desea recoger en esta novela, asociándolas a las vidas de sus personajes. Es únicamente la vida de uno de éstos, de Tristana, lo que al autor le sedujo y para ello se sirvió en esta ocasión del viejo artificio epistolar, que funciona aquí sin duda al servicio de la creación de un complejo personaje novelesco. Si bien éste no constituye el soporte único del relato, por lo que a diferencia de las otras obras no es Tristana una novela epistolar, sin embargo desempeña una función fundamental en el mismo y contribuye, sin duda, a crear esa ambigüedad final en torno a dicha figura, que en esta ocasión el tradicional narrador omnisciente no quiere despejar10.





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