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El Cancionero de Cossío

Leopoldo de Luis

En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, Antonio Rodríguez Moñino clasificaba los «Cancioneros» tradicionales en «colectivos», con unidad ya temática, ya estilística o geográfica, y «Volúmenes de poesías varias», cuyo acopio no responde sino a un afán coleccionista. Desde ese segundo aspecto he comentado recientemente, en un seminario de la Universidad Menéndez Pelayo, el que podemos ya denominar «Cancionero de Cossío» o «Cancionero de Tudanca». Tratase de un rico «corpus» poético que contiene casi tres mil poemas de doscientos sesenta autores, en un dilatado panorama temporal que va desde Pío Baroja hasta Jenaro Talens y Jaime Siles.

José María de Cossío lo inició en 1940, a poco menos de un año de la guerra civil, y el hecho de que se abriera a todos -vencedores y vencidos: Pemán y Gerardo Diego, o Aleixandre y Alberti; José del Río Sainz o Gabriel Celaya; Luis Felipe Vivanco o Miguel Hernández; Panero o Blas de Otero, por poner unos ejemplos-, en una época de exclusividades y represiones, no deja de ser un mérito y un timbre de liberalidad.

Y de amistad. Cossío confesaba que no le movía otro propósito que disfrutar con la lectura y la posesión de poemas de sus amigos. La excerta no es antológica ni didascálica. Ni libro de honor ni espicilegio: solo un capricho. Magnífico y elogiable, si se quiere, pero capricho, al fin, de un amante ejemplar de la poesía.

Pero como la poesía implica siempre un testimonio y, aun con los poetas más evasivos, supone un compromiso de época, este «Cancionero» acaba por hablarnos de su tiempo. Y elocuentemente, a veces, de suerte que sus volúmenes -primorosamente encuadernados hoy y conservados por el bibliotecario Rafael Gómez Sánchez Iglesias en la Casona de Tudanca- permiten, además de una interesante lectura poética, una segunda lectura histórica y hasta una tercera social y política. El compilador no era en absoluto proclive a discriminaciones banderizas, al punto de que si -como ejemplo- tomamos el tema de los encarcelamientos por razones ideológicas, nos es dado leer poemas de Jesús Cando en la cárcel franquista de Torrelavega, o del P. Félix García desde una prisión republicana.

No es posible ni siquiera reproducir el índice de autores que han manuscrito aquí sus propios versos; espero que se publique un día. Pero me parece interesante dar a conocer algunas aportaciones, por su riqueza o su rareza.

Excepcional es la presencia de Miguel Hernández porque es el único que no estampa su autógrafo. El poeta estaba en la cárcel desde 1939 y en ella murió, como es sabido. Además, en sus últimos meses, la grave enfermedad le impedía hasta el esfuerzo físico de escribir; las cartas a Josefina tenía que dictarlas. Es el propio Cossío quien transcribe de su puño y letra poemas escritos por Miguel en la cárcel. Así, el famoso soneto alejandrino «Ascensión de la escoba» (Cossío lo titula, por su cuenta: «A la escoba»). A diferencia de lo que dicen todas las ediciones, fecha el soneto en agosto de 1939, y no en septiembre. Ignoro las razones. Es verdad que figura en el cuaderno que Miguel sacó de la cárcel de Torrijos el 17 de septiembre, pero en esos pocos días pudo escribirlo, o bien copiarlo (aunque el manuscrito tenía muchas correcciones que inclinan a pensar en lo primero).

La copia de Cossío muestra una variante en el verso tercero: «para librar del polvo sin vuelo cada cosa», escribió Miguel. «Toda cosa», copia Cossío.

En el poema «Rueda que irás muy lejos» (número 93 de nuestra edición del Cancionero y Romancero de ausencias) Cossío introduce estos dos datos desconocidos en todas las ediciones: «Para su hijo, recuerdo de Pascua» y «Ocaña, 1941». Si ambos datos son exactos, el poema tiene que ser de enero de ese año, con lo que se convierte en uno de los últimos del autor, y coevo de «Con dos años, dos flores» (número 94). El último, según creo, debe de ser la «Casida del sediento», escrito en mayo. En junio fue trasladado al penal de Alicante, donde parece que ya no escribió más.

El segundo poeta que nos ofrece en este «Cancionero» particularidades curiosas es León Felipe. Él mismo confiesa en notas marginales: «Siempre que copio un poema, lo transformo». Así en «El nacimiento o el Belén», poema que no se incluyó en libro hasta que aparece el volumen Israel (México, 1968) se leen dos versos aclaradores de su concepto comprensivo de la Historia: «La Eternidad es un sincrónico momento / clavado en un espejo». La versión impresa (hoy puede verse en el volumen CLX de la Col. Visor, Madrid, 1983) elimina tan definitorios versos. Además de otras variantes (tratándose de León Felipe, ¿cuándo no?), hay en estos pliegos un poema que, si no me equivoco, es inédito, al menos en esta versión: «El borrachito español», se titula. («Si hacia la derecha y hacia la izquierda / fuese sólo una vana y estéril disputa de manos... / Si no hubiese ni rojos ni azules ni blancos, / si no hubiese franquistas ni republicanos»).

Inéditos eran también hasta que nosotros los publicamos en Cuadernos Hispanoamericanos (número 373, julio 1981) cuatro poemas de Vicente Aleixandre. Dos («Mar femenina» y «Flor enferma») datan de 1926 y 1927 y se omitieron en el índice de Ámbito. Los otros dos: «Paraíso sin nadie» y «Agua del mar», corresponden al ciclo paraíso-sombra (se escribieron en 1941) y responden plenamente a su inconfundible mundo poético, tanto por la tesitura cuanto por las imágenes y el vocabulario. Su sorprendente peculiaridad reside en su perfecta estructura clásica: serventesios endecasílabos y décima, respectivamente. En aquel momento de la poesía española, pugnaba la revalorización de la estrofa y la rima; sin duda Aleixandre quiso contrastar su inspiración con los esquemas clásicos, tan frecuentados en el contexto epocal. Y el resultado es óptimo, porque ambos poemas hubieran podido instalarse en Sombra del paraíso perfectamente. Lo más probable es que el poeta los excluyera -y luego los olvidó- por la ostensible diferencia formal.

No deja de ser asimismo interesante constatar que el famoso poema de Dámaso Alonso, «Los insectos», perteneciente a Hijos de la ira, tuvo una primera redacción en prosa. Algunas variantes se dan, pero lo sobresaliente es que el texto en prosa fue cortado en fragmentos, a modo de versículos muy irregulares, para pasar a la versión definitiva. Esto nos lleva a recordar que, recientemente, se ha publicado en México un volumen reuniendo las colaboraciones de León Felipe en la revista que cofundó (Cuadernos Americanos), y en su prólogo, que adopta forma de carta al poeta, la profesora Electa Arenal dice: «Fuiste acaso abuelo de Hijos de la ira. Imagino que esa amistad constante que mantuvisteis no fue ajena del todo a la evolución posterior de su palabra poética». Por lo que se refiere a este poema, la observación es aguda, mas el versículo irregular en León Felipe aparece después. El que emplea en Versos y oraciones de caminante es un verso irregular asonantado. Para encontrar el otro, el desflecado versículo que se confunde con la prosa, es menester esperar a sus poemas de la guerra civil. Y el manuscrito de «Los insectos» está fechado en 1930. En la nota explicativa que precede al poema en la edición de «Austral», el autor parece darlo como producto de una noche de agosto de 1932; es una contradicción no aclarada, pero, en todo caso, Dámaso Alonso lo sitúa ante de la guerra.

Una vez más se nos presenta con este poema la vacilante frontera del verso y la prosa en la poesía que se elabora en versículos. Así como en el caso de los poemas inéditos de Aleixandre comprobábamos cómo no siempre es rigurosamente cierta la rigidez solidaria de fondo y forma (un mundo poético en una forma incanjeable), en el caso de este poema de Dámaso Alonso volvemos a dudar de las supuestas delimitaciones del verso y de la prosa. Querer resolver ambas cosas, dígase lo que se quiera, son batallas perdidas.

Cabe añadir otra curiosidad bibliográfica: en los Poemas del toro, libro que prologó Cossío para inaugurar la colección «Adonais», Rafael Morales cambió los cuartetos del soneto «El buey», sustituyéndolos por serventesios.

Pero, para no alargar más este artículo, limitémonos a obtener dos conclusiones.

Una, que al repasar estos pliegos, al compás del fluir lírico, aparece el reflejo de las situaciones político-sociales de la realidad española, sobre todo en los primeros años de la postguerra. La vinculación de la España de Franco a los países fascistas: poemas de Ridruejo a Italia y de Adriano del Valle a Rumania. La glorificación de José Antonio Primo de Rivera como figura mítica del régimen: poema de Luis Felipe Vivanco. La exaltación laudatoria del dictador: poemas de José del Río Sainz. La nueva versión del «pan y circo», convertida en «pan y fulbol»: endiosamiento de toreros y deportistas: elegías a Manolete, por Federico Muelas y otros autores. La muerte de Miguel Hernández (cantada un poco en voz baja, por razones obvias): y poema de Enrique Azcoaga. Más adelante, el recuerdo de la primera bomba atómica, sobre Hiroshima: poema de José Luis Prado Nogueira. Y también, con la revolución de Cuba, el mito del «Ché» Guevara: poema de Carlos de la Rica.

La otra observación es el posible seguimiento de las corrientes poéticas manifestadas en los años de reunión del «Cancionero». El garcilasismo, con la neoclasicidad de García Nieto, en primer lugar. La voz neorromántica de «Espadaña», con Victoriano Crémer. La tertulia militante del Café Gijón, incorporada con los epigramas de ingeniosa acrimonia debidos a Juan Pérez Creus. La influencia de Rilke, de quien Antonio Tovar traduce unas piezas. El tremendismo, precursor de lo social. El tema del hijo, de tanta presencia en la obra de los poetas de postguerra, desde Miguel Hernández. El intenso cultivo de la poesía religiosa, ya como vía de escape de una sofocada protesta social, ya en concomitancia con el existencialismo o bien con renovada influencia de Unamuno, tal en esos dos grandes poetas desaparecidos, por desdicha, que son Vicente Gaos y Blas de Otero.

Todo esto es una rápida impresión, una fugaz noticia del tesoro bibliográfico que el Cancionero de Tudanca encierra. Quien tuvo la sensibilidad, el gusto, el amor y la paciencia para recopilarlo, era, a su vez, un poeta culto, emocionado ante el paisaje, finamente descriptivo, que gustaba perderse -o encontrarse- en el aire de Lope, en los romances serranos o en los modelos de Virgilio. Apacible, escéptico y suavemente melancólico, algunos bellos poemas suyos se alojan aquí, junto a los de sus amigos, por devoción a los cuales llevó a término tan insólita obra.