Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El cochecito, o la alegría del tetrapléjico

Antonio Giménez-Rico





  —217→  

Don Anselmo, un viejo jubilado que se aburre y habla solo, vive cómoda y plácidamente acompañado de su hijo, procurador de los tribunales, su nuera, su nieta y el pasante de su hijo y novio de su nieta, Faustino. A don Anselmo, pues, no le falta nada. Y sin embargo está solo. Triste y patéticamente solo, pese a la extensa familia que le rodea por todos los lados. Su único refugio es un grupo de amigos, que disfrutan a lo grande de su alegría y, sobre todo, de su libertad de movimientos, gracias a sus cochecitos de inválido, en los que están postrados y de los que no pueden prescindir. Por lo que estas supuestas víctimas de la enfermedad son más felices que don Anselmo, que, más sano que nadie, no puede compartir con sus amigos tan singular sentido de la libertad, precisamente por eso, por tener dos piernas que le funcionan divinamente. Y cuando pide, suplica su cochecito a motor, choca con la incomprensión más radical, no sólo de su entorno familiar, sino también de sus propios amigos, que no entienden ni podrán entender jamás los motivos por los que un hombre sano necesita un cochecito de inválido.

  —218→  

Con una idea tan sencilla en apariencia, pero tan rica en complejidades, Rafael Azcona, con la ayuda de un director italiano casi debutante, Marco Ferreri, y la de un actor sublime y excepcional, José Isbert, compusieron en 1960 uno de los más terribles alegatos en defensa del hombre frente a la familia y la sociedad. Una película, El cochecito, tremenda, feroz, espeluznante, pero divertida como pocas, que marcó de forma determinante el sentido del mejor cine español que se hizo después.

Si en alguna de sus historias Rafael Azcona presentó al hombre como víctima de una sociedad que le manipula, atosiga y fuerza a hacer lo que no quiere, en El cochecito, a ese mismo hombre, el pobre don Anselmo, se le impide hacer lo que quiere, presionado por la ceguera e incomprensión de cuantos le rodean, empezando por su familia, de la que es su más directa víctima. Sin embargo, y pese a lo que pudiera parecer, El cochecito, como lo fuera antes El pisito, y más tarde Plácido y El verdugo, estas dos ya con Berlanga, son películas sencillas y divertidas, en las que el humor, muchas veces salvaje y siempre sarcástico, prevalece por encima de la ferocidad de las situaciones. Porque aquí lo trágico esta siempre visto desde el prisma del humor, que no sólo no suaviza las atrocidades que cuenta, sino que las hace más terribles y negras, pese a resultar aparentemente más digeribles.

La influencia tan decisiva del tándem Azcona-Ferreri en algunas de las mejores películas españolas de todos los tiempos, no termina en su particular forma de entender la tragicomedia, el sainete trágico o como se le quiera llamar a tan singular invento, sino que afecta incluso a una muy personal forma de entender la puesta en escena, prevista desde la misma escritura del guión, que acota con minuciosidad algunos de los mejores hallazgos de ésta. Desde, por ejemplo, la nada caprichosa utilización del plano-secuencia, cargado siempre de sentido y expresividad, hasta el inteligente uso de la profundidad de campo, con dos, tres o más acciones y diálogos simultáneos dentro del cuadro, valorando de forma sumamente enriquecedora los detalles, objetos y fondos visuales, dentro del más riguroso control del ritmo interno de cada plano.

Y qué decir de los actores. Esa galería de geniales actores, que actúan sin que jamás se note la actuación, ayudados, claro es, por la sabia construcción de unos diálogos prodigiosos en naturalidad, ritmo y armonía. Actores pertenecientes a esa rara estirpe de intérpretes de nuestro mejor cine y teatro, que logran en esta película composiciones inolvidables, como las de los tristemente desaparecidos Lepe, Porcel, Ángel Álvarez, María Luisa Ponte, Riquelme... o los felizmente en activo López Vázquez, Chus Lampreave, José María Gavilán, María Isbert... presididos por el genio de José Isbert, que con su cuerpo, su rostro, su mirada, consigue transmitir como pocos esa triste sensación de soledad, inutilidad, desesperación, angustia y egoísmo, en uno de sus mejores trabajos, lo que no es poco decir si recordamos su brillantísima filmografía.

Sorprende, también, en El cochecito la increíble capacidad de observación de su director, para no sólo retratar este microcosmos social con el rigor de un entomólogo, sino también los ambientes y escenarios de un Madrid intencionadamente despersonalizado y gris, en ocasiones sucio, con hallazgos visuales de matices y detalles, propios de un sabio conocedor de nuestra mejor tradición de pícaros y saineteros, impensable en un italiano casi recién llegado.

Como el tratamiento de la anormalidad y su alegría y ganas de vivir, frente a la mezquindad, tristeza y aburrimiento de la supuesta normalidad. Sin olvidar nunca la ternura que, pese a la crueldad atroz del relato, sale a flote en ocasiones, como cuando aquel joven y enamorado tetrapléjico profundo, sumido en un patético cochecito que ni él mismo puede manejar, le dice inocentemente feliz y encantado a su novia: «En la vida no se puede tener todo, Julita».





Indice