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El colorista malagueño Salvador Rueda : «Granada y Sevilla. Bajo-relieves a la pluma» (1890)

Ana Rodríguez Fischer


Universidad de Barcelona

Para Amparo Quiles Faz





Quien haya transitado por las páginas de nuestra literatura de viajes convendrá que, en el último tercio del siglo XIX, el género experimentó un fuerte auge, por motivos a veces extraliterarios como podían ser el desarrollo de «los caminos de hierro», y la adopción de determinadas modas por aquellas clases sociales que las dictan -el «delirio por los viajes elegantes» de que habló Galdós1 o el «snobismo andante» al que también se refirió Clarín2-, o bien gracias a la consolidación de la prensa periódica, que debía satisfacer una demanda lectora originada en la avidez de unas clases medias por conocer la realidad pero también en sus deseos de explorar e imaginar a través del relato un mundo al que no siempre tenían acceso. Asimismo, conviene no olvidar que la abundante proliferación de libros y crónicas de viaje también está relacionada con la constitución interna de un género -la novela- que alcanzaba entonces una primera madurez, y con el que coincidía en fines y objetivos, tanto como en temas y motivos. Además, la literatura de viajes comienza a adquirir entonces una gran versatilidad, tiñéndose de la condición proteica propia del género y relegando progresivamente lo descriptivo-discursivo a favor de lo narrativo.

Cuando en 1890 aparece un breve libro de Salvador Rueda, Granada y Sevilla. Bajo-relieves a la pluma3, es posible que solo se viese en él un fruto tardío de anteriores creaciones románticas y costumbristas4, pero creo que también había algo más en aquellas estampas.

aquellos años estaba de moda en España el «colorismo», inmediatamente anterior ¡ay! al «modernismo». Los maestros «coloristas» eran D. Manuel Reina, de Córdoba, que caía del segundo parnaso francés, y Salvador Rueda, predecesor de Rubén Darío, quien fue partícipe del «colorismo» antes de su gran gloria individual. Salvador Rueda cantaba, en metros movidos de cuya invención se envanecía, temas nacionales, regionales, democráticos; y en todos sus cantos tenía estrofas, versos sueltos de rica belleza intuitiva. Era una cigarra sencilla, un auténtico gorrión, salido, no sé cómo, del falso ruiseñor, tenor cartón hueco, de Zorrilla; y anduvo mucho entre los animalillos que luego habían de tentar al granadino Federico García Lorca. Traía a la poesía española, seca entonces como un corcho, luz, embriaguez, vida; y se emborrachaba verdaderamente de mosto solar y lunar.


Juan Ramón Jiménez tuvo estas palabras de reconocimiento para con la obra de Salvador Rueda, «el colorista nacional», de quien admite cierta influencia y del que señala, como herederos lejanos, los comienzos de Moreno Villa, Lorca, Alberti e Hinojosa5. También Clarín dejó palabras amables para el poeta malagueño y le expresó su gratitud de lector, cuando en 1886 se ocupó de sus Cuadros de costumbres6. Además de éste, el autor de La Regenta le dedicó otros dos artículos, a modo de semblanza vital y poética, publicados en Madrid Cómico, el 23 y el 30 de diciembre de 18937, en los cuales, pese a expresar el estupor y la alarma que le causó -al poco de llegar Rueda al balneario asturiano de Borines adonde había sido invitado con motivo de su inauguración- el verle cantar «la Naturaleza del Norte con el mismo color y el mismo entusiasmo con que suele cantar la de su tierra»8, admite que, aun llevando Rueda tan malos enemigos como lleva consigo -el colorismo y el materialismo plástico-, «muchas veces hay positiva hermosura en sus versos»:

Siempre sería un poeta sensualista, de escasa idea, de superficial psicología, pero no importa; la sensualidad poética, sincera, natural, no de escuela y mote, es legítima, y muchos poetas excelentes ha habido que no han tenido otra musa9.

Este libro en prosa, subtitulado estudios de viaje, consta de dos partes de muy variada factura. La primera de ellas, Granada, se compone de seis capítulos unitarios entre sí y sometidos a un continuum narrativo que arranca con el relato de un viaje en tren durante la noche de San Juan, hecho que origina unas páginas dinámicas y plásticas, pues a la mirada móvil y cambiante del narrador que, acoplada al desplazamiento de la máquina recoge el fulgor de las candeladas (hogueras) encendidas en los pueblos por donde pasa, le agrega el viajero las impresiones y sensaciones de tantas imágenes fantásticas que suscita tal noche:

Desde el vagón, alumbrado débilmente por luz parecida a macilenta pupila de cristal, vemos pasar los negros paisajes, como restos de un sueño, que quedan detrás de nuestro paso y se unen en confusión extraña y grandiosa. La máquina, con mil furiosos torbellinos en la melena que zumban sobre las cordilleras y bajo las montañas, sorbe con ansia devoradora la distancia y nos arrastra como en busca de mundos ignorados. [...] Atrás dejamos las listas de hierro asentadas sobre traviesas, con las casetas de camineros a la margen; las rocas cubiertas de colgantes greñas vegetales como cabezas truncadas por el sueño; los puentes donde retumba la briosa máquina y parece dejar caer tremendos mazos de bronce; la hebra de agua que se cierne en las grietas de las roca y anda con giros de culebra; y esa revuelta confusión de cosas parecidas a negro huracán, entre el cual pasan azules estrellas que siguen su curso maravilloso por los cielos10.


Ya en el primer cuadro la figura del viajero se perfila como la de un soñador-fabulador, pues es alguien que retorna a «los lugares donde vimos la luz primera» (pág. 14) y donde el vuelo de la tradición, nos dice, llena de sueños las cabezas y despierta recuerdos pasados de la vida. De ahí que tras este capítulo itinerante -dedicado a narrar el viaje propiamente dicho, el desplazamiento en sí-, en los otros cinco siguientes que completan Granada hallemos una serie de estampas o cuadros (más en el sentido pictórico) que reviven para el lector un pasado de esplendor artístico y poético, sea a través de la Historia -con la evocación de la opulencia y la magnificencia palaciegas en el tiempo de los reyes moros-, del Paisaje y la Naturaleza -con la pintura de los bellos panoramas que se extienden alrededor y a los pies del viajero- o mediante el Arte -con la descripción arquitectónica de los espacios que recorre o la de la música y el baile que se conjugan en «la lúbrica danza gitana, conocida por el antiguo nombre de zorongo» (pág. 28) y que ocupa todo el capítulo tercero, titulado «Zambra de gitanos»-.

Ahora bien, si en cuanto a la temática estas escenas o cuadros granadinos se centran en espacios, tipos o figuras, y ritos o costumbres característicos y representativos, además de pintorescos -y por ello son frecuentes y comunes en la literatura nómada del periodo-obligado es reconocerle a Salvador Rueda que sus bajo-relieves están elaborados siempre desde una perspectiva original, por lo que esta variedad de encuadres aporta a la descripción un dinamismo, una viveza y un contraste dignos de ser señalados. Por ejemplo, en una ocasión, desde los huecos de los arcos del Mirador de la Reina en la Alhambra la mirada del narrador se extiende por el Albaicín; en el capítulo final, los juegos del agua le sirven para captar de un modo muy peculiar la iluminación del palacio árabe. Ni siquiera cuando el narrador formula el conocido tópico de la dificultad de pintar con palabras lo visto para darle al lector fiel cuenta o trazar una imagen veraz del espectáculo que le describe, acude a las mismas fórmulas11.

Otro signo de esa voluntad de forma es el modo en que comienza cada capítulo, con arranques distintos en cada uno de ellos y mostrando el narrador toda la libertad o independencia que le convenga a sus particulares propósitos artísticos. Así, en «Zambra de gitanos» el inicio es abrupto, excluyéndose los preámbulos que sirven para presentar a los distintos personajes que compondrán el cuadro, a fin de poner de inmediato ante los ojos del lector el «pleno ejercicio del baile, allí donde marca su centro y punto la reunión» (pág. 32). Y en el capítulo quinto, «La Puerta del Vino», el inicio semeja el de la leyenda becqueriana «Creed en Dios», donde la voz del narrador adopta el tono propio del juglar que va a recitar sus trovas pero que antes invoca a un oyente o narratario que en este caso lo constituyen los propios elementos escénicos, testigos mudos de cuanto sucedió:

Imagen

¡Torres bermejas de la Alambra; recinto amoroso de la Cautiva; faldas amenas del Generalife [...] muros legendarios [...] panoramas espléndidos de sierras y llanuras... fuentes bullidoras; quien mudo de admiración os vio por vez primera representar tiempos felices de la historia y cuadros de la Naturaleza, no podrá arrancaros de la mente ni borrar vuestro recuerdo de la memoria; y siempre que su espíritu ansíe recrearse en las sublimes obras del hombre, irá a arrodillarse en vuestras minas y a entonar con religioso misterio la divina oración del arte y la belleza!


(págs. 53-54)                


Esta voluntad de organización formal, el modo en que el narrador somete la materia a un diseño, se puede percibir también en la estructura circular del libro: tras el viaje de ida, que concluye al amanecer, se suceden unos capítulos diurnos e itinerantes, para acabar con una nueva visión nocturna. En medio, el viajero recorre los escenarios presentes y viaja, con la imaginación, al pasado, recurriendo Salvador Rueda a diversas fórmulas (de nuevo la variedad al servicio de la amenidad) que sirven para alertar al lector de esas transiciones o traslaciones de uno a otro tiempo. Pueden ser los verbos condicionales, como en este ejemplo

Desde el elevado sitio contemplaríase, allá en el bello reinado moro, uno de los cuadros más hermosos del mundo. Delante veríase una ilimitada llanura, manchada de fértiles huertas, que daría a los ojos espacio en que vagar; a la derecha subirían las torres del Albaicín, mostrando a su pie los opulentos jardines y las extrañas escenas de moros bajo los árboles...


(pág. 44)                


O bien pueden ser otras marcas explícitas de la recreación fabuladora que lleva a cabo un narrador consciente de -y consecuente con- «los incidentes y detalles que la imaginación tiene que fraguar para que resulte artístico el cuadro que describe» (págs. 39-40). Entiéndase por artístico lo bello, fraguado con ese colorismo o cromatismo destacado por Juan Ramón y Clarín, al que se suman otras notas sensoriales -singularmente las musicales o auditivas- además del exotismo arábigo-oriental propiciado por el escenario y la materia del relato. La dinámica seguida es esa dialéctica entre pasado y presente, expresada simbólicamente en el motivo del agua, elemento cuya variabilidad (amorfía) es justamente, y aun por paradójico que resulte, signo de invariabilidad y permanencia:

Lo único invariable, el agua, cambia, lo mismo que en la remota época, trescientas mil veces de postura en cada minuto, y rueda y se destrenza entre los carcomidos patios, por cuyos cauces rebota y se deshace en moléculas que se ciernen como toldos de luz en el ambiente.


(págs. 45-46)                


La segunda parte, Sevilla, consta de doce capítulos -en el conjunto del libro supone, pues, el doble o dos terceras partes del mismo-, de los cuales, aparte del inicial o de transición, los seis primeros componen un microrrelato unitario que tiene por tema la Semana Santa y su colofón, la Feria de Abril. Los restantes son también capítulos monotemáticos que versan sobre juegos o tradiciones (las carreras de cintas y la fragua como símbolo de la tragedia gitana: un capítulo donde se narra una reyerta a lo Carmen) u objetos emblemáticos (el mantón de Manila como elemento desde el cual abordar la belleza de la mujer andaluza), rematados por una «Despedida», que funciona a modo de cierre, lográndose así de nuevo una estructura circular.

Al igual que en Granada, también ahora apreciamos una notable variedad compositiva. Así, por ejemplo, en el capítulo donde se narra el viaje en tren hasta Sevilla, el narrador procede de un modo distinto y emplea pautas autónomas, sin repetir ningún rasgo de los usados para contar el viaje inicial hasta Granada. En ambos casos comienza, según es preceptivo, aludiendo al medio de transporte, el tren, acentuando ahora la nota mecánica y agresiva que habían destacado todos los románticos, que cuando lo describen (especialmente la locomotora) manejan un léxico cargado de juegos onomatopéyicos con que expresar los ruidos y chirridos, según podemos observar en Dumas12, donde el autor habla de la inmensa máquina y de la respiración acre y jadeante del monstruo, de la chirriante trepidación del hierro al ponerse en movimiento, del surco de fuego que deja en su camino o de su paso rápido y rugiente como el del león de las Escrituras. Incluso un escritor como Dickens, a quien no podemos alinear con los detractores del tren, sucumbe al tópico y habla del «dragón loco que es la locomotora con su séquito de vagones, esparciendo en todas direcciones un surtidor de chispas ardientes surgido de su caldera llena de troncos de madera; chirría, silba, chilla, resuella; hasta que al final el monstruo sediento se detiene a beber a cubierto, la gente se agrupa en torno a él, y uno tiene tiempo de recuperar el aliento»13. Claro que en este punto, la referencia más próxima a Salvador Rueda seguramente está en Bécquer, para quien viajar en tren es sinónimo de líneas rectas, rapidez, ruidos, suciedad, tráfago, trajín, turbas, multitudes, turistas; es decir, de un conjunto de elementos que se opone con violencia a la ensoñación contemplativa, hasta el punto de impedirla casi por completo. Viajando en tren podemos soñar, sí, pero el sueño deviene pesadilla. Por eso, el viajero-poeta preferirá otros medios, dado que no es en el mundo de la actividad donde mejor se encuentra, ni esta manera de viajar le permite después escribir siquiera una simple crónica de circunstancias ni mucho menos una escrupulosa relación del viaje como la que le encargan cuando se desplaza para cubrir la inauguración de un tramo ferroviario de la línea Madrid-Santander, acontecimiento narrado en «Caso de ablativo» (1864)14. Compárese ahora esta visión casi dantesca del tren en Sevilla, con la anteriormente citada:

El tren corría, ya horadando peñascos y atravesando lóbregas cavernas, ya produciendo ruido de ciclópeos martillos sobre el alto puente, ya cruzando llanuras y llanuras con voracidad insaciable y arrojando a los aires su fantástico penacho, que el viento recogía para formar con sus pliegues la ondulante bandera del progreso. Una estación, otra después, luego otra; gritos de los conductores anunciando con borroso pregón pueblos y paradas; chispas surgidas del horno en brillantes explosiones; repeler de fuerzas centrífugas en los recodos; ruidos de cristales y de linternas; paisajes, caseríos, arboledas, todo convertido en furioso torbellino pasaba a los lados del tren y siempre el mismo desfile de fantasmas e igual estrepitosa música resonando en el cerebro y los oídos.


(págs. 83-84)                


A continuación, vemos al viajero entregado a urdir una nueva fantasía y simular una anticipación libresca del viaje mediante una serie de referencias y analogías entre él y otros viajeros ilustres. Salvador Rueda evoca al «arrebatado Amicis acercándose a Constantinopla» y la «pluma deslumbradora» de Gautier para sugerir la intensa emoción «que siente el viajero al aproximarse a Sevilla en vísperas de Semana Santa» (pág. 84), entregándose acto seguido a esbozar los cuadros que de antemano «pinta el deseo en nuestra fantasía» (y que consistirán en breves anticipaciones de los temas y motivos que desarrollará en los capítulos siguientes); cuadros religiosos propios de aquella circunstancia, pero también «los alegres y llenos de gracia» que habían pintado Fernán Caballero y el Solitario de cuyas obras e impresiones se vale para forjar una serie diversa de instantáneas sevillanas o «cuadros de género» (pág. 87), que comprenden los esguinces religiosos de liturgias, fiestas y procesiones, el perfil de algunos tipos populares, el tropel de lentejuelas que cubre el cuerpo de una bailadora, y otras instantáneas de la ciudad:

rayos de luz enredados a las macetas como se enredan los hilos de las arañas en los rosales; calles en escorzo donde ondean las colgaduras de claveles; cancelas que encierran las fuentes de los patios donde el surtidor entona su árabe canción de espumas y de perlas; rejas cubiertas de campanillas; azoteas, huertas, naranjos...


(pág. 88)                


«Todo va dibujándose en el vagón a manera de un loco sueño», es decir, a través de una sucesión semiautomática de imágenes que Salvador Rueda compone, además de con algunas referencias literarias, apoyándose en las imágenes o visiones forjadas por pintores y artistas, en un ejercicio de traslación en el tiempo a través del arte pues es muy frecuente en los viajeros de cualquier época y lugar que recorran y descifren la realidad con una mirada reeducada por los lienzos o las telas recién vistas en un museo o con aquellas imágenes que desde siempre han llevado prendidas a su retina, sabedores de que esas analogías plásticas sobrepuestas a sus descripciones enriquecen la escritura, añadiéndole un variado haz de sugerencias y matices. De manera que una y otra vez el narrador de Granada y Sevilla se nos presenta también como un pintor, y con este gremio se compara, utilizando «su especial dialecto» (pág. 60), amparándose en la luz, «el más divino artista del Universo» (pág. 61), o acudiendo al símil de la paleta cromática: «el cuadro de mantillas, trajes, adornos, flores y bordados, empieza a disolverse como la fuga de colores de una paleta: cada figura adelanta por el lienzo y sale lentamente del marco» (págs. 166-167). Significativo es que el final de Granada se concluya con la frase «Se cierra mi caja de colores» (pág. 67).

Este narrador-pintor tiene unos modelos muy concretos: Fortuny, «el más hábil manejador de los colores» (pág. 63); Claudio de Lorena, cuyos mágicos efectos de luz tiene muy presente, como se percibe en la escena donde unos chiquillos juegan con trozos de espejo roto (pág. 127); Murillo, cuyos ángeles evoca al ver a unos muchachos asomados a un balcón (pág. 127); Neuville, del que destaca los escorzos y «el profuso conjunto de perfiles» de sus lienzos ante un desfile de caballos (pág. 163); Meissonier, «entre los hierros de un balcón lleno de flores» (pág. 88), así como Clemente, García Ramos, Ruiz o Coris.

Junto a los artistas tiene también Salvador Rueda sus mentores literarios, y por eso en ocasiones mira la realidad desde la fabulación. Si a menudo los viajeros modernos, caminando por senderos o paseando por las calles, viajan impulsados por motivos librescos y llevando consigo el espíritu y las obras de otros escritores, es natural que su mirada -y sus relatos- reflejen las lecturas depositadas en la memoria, como si viajaran recorriendo páginas escritas. En el caso de Salvador Rueda, y pese a los autores por él mencionados -Gautier, Fernán Caballero, Estébanez, Amicis, Schiller, Píndaro-, los ecos más presentes en sus páginas son los que nos llegan desde Gustavo Adolfo Bécquer. He mencionado ya una filiación de tipo estructural, pero las resonancias del poeta sevillano afloran una y otra vez, no solo por referencias explícitas a ondinas, rayos de luna, ojos verdes o misereres, sino también cuando leemos «Después que este tropel de imágenes pasa por nuestra mente y el sueño ha cerrado durante largo tiempo nuestros ojos», o, más aún cuando topamos con párrafos como el que cito a continuación:

Podrán en las milagrosas estancias del palacio árabe lucir otros arcos su gallardía... podrán los sutilísimos arcos de ajimeces seducir con sus orlas de encaje... podrán dar a la admiración los demás arcos... podrán las demás curvas mostrar sus trazos gentiles, sus líneas correctas, su aspecto fastuoso, pero la imaginación se decide por el doble arco, ligeramente apuntado, que se admira en la Puerta del Vino...


(págs. 57-58)                


Y es que es en el plano estilístico donde más y mejor se advierte esta filiación poética (sin tener Rueda, eso no, la habilidad y sutileza becqueriana a la hora de darnos la nota musical): en las largas series de enumeraciones, las repeticiones que aproximan a la simultaneidad en la evocación, la concatenación de la palabra inicial de un párrafo con la última del anterior, la acumulación a base de parejas -a veces tríadas- de términos unidos mediante enlaces copulativos, la abundancia y frecuencia de los verbos de movimiento, la adjetivación y la pautada simetría de la sintaxis.

Aun así, hay un extenso pasaje que narra la Procesión del Silencio, la noche del Viernes Santo, donde el lector recuerda algunos tramos de El estudiante de Salamanca, de Espronceda -la huida nocturna, entre fantástica y onírica-, y también el pincel de Goya:

Los pájaros siniestros, esos pájaros que ven con la misma facilidad en las tinieblas que los buzos en el fondo del mar, y que se aprovechan de las horas de la noche para beber el aceite de las lámparas, sacudir con el ala el polvo de los vidrios, rozar el crucero con el lomo pasando una y cien veces bajo los arcos, y asomarse a las ojivas para despeñar su canto de muerte sobre el laberinto de agujas del edificio, paseaban por las negras alturas de la iglesia y dejaban brillar como ascuas errantes sus ojos abiertos en la sombra. Aún vagaba en el espacio algo de lo que queda después de haber desaparecido de un lugar una muchedumbre...


(págs. 111-112)                


A este capítulo onírico (y nocturno) le sigue otro de naturaleza opuesta, ya que lo componen rápidos esbozos de lo que se capta al pasar, repletos de naturalidad y sencillez:

Por las tapias de un viejo corral asoma un fresco penacho de verdura [...] un ciprés oscuro, casi negro, destácase sobre el cielo azul y pone su punta al nivel de la lejana ojiva de una iglesia [...] Un naranjo lleno de flores deja copiar su silueta en los claros espejos del río.


(págs. 121-122)                


Resueltos según uno u otro molde, todos los capítulos o artículos -a los que a veces llama poesías (pág.171) o «apuntes tomados al paso» (pág.121)- responden a ese designio que, también formulado al modo de las fábulas, expresa el narrador en el tono festivo con que inicia las tiradas sobre la Feria de Abril:

Máteme Dios con monedillas de a cinco duros si mi propósito es otro que el de hacer el libro más vivo que yo haya podido escribir, y el de que dejes, ¡oh lector!, enganchadas en sus líneas algunas de tus penas a la manera que en la orilla del río quedan sujetos los despojos que arrastra la corriente.


(pág.143)                






 
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