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El cuento popular español

Mariano Baquero Goyanes





El acercamiento a lo popular fue un fenómeno de claro signo romántico, que surgió en el pasado siglo como reacción contra un arte minoritario y aristocrático, y también como consecuencia de los sentimientos nacionales enarbolados contra el imperialismo napoleónico.

Fue entonces cuando los hermanos Grimm, en Alemania, coleccionaron por primera vez una serie de cuentos populares, recogidos de la tradición oral y transcritos sin apenas aderezo literario. Perrault, madame D'Aulnoys, Andersen, etc., realizaron la misma tarea en sus respectivos países.

La aparición de tales colecciones, precedente claro de la que aquí se comenta1, (tuvo entonces más trascendencia de la que cabría suponer ahora, cuando han quedado casi relegadas a lecturas para niños. Se trataba del primer intento serio de recoger la creación popular, olvidada o despreciada en el siglo anterior.

Entre las inmediatas consecuencias que la publicación de tales narraciones ocasionó, hay que reseñar el movimiento como de sorpresa de las clases cultas europeas al comprobar que tradiciones que creían suyas se hallaban en pueblos distantes con los que nada creían tener de común.

El cuento popular, bien mostrenco de todos los países, apareció en la hora oportuna, cuando se creía enfáticamente en una Humanidad que no excluía los individualismos nacionales, pero que trataba de cohesionarlos, utilizando precisamente estos grandes aglutinantes de la sentimentalidad y poesía populares.

Desde aquella época vienen interesando a los europeos las costumbres de los pueblos vecinos, siendo el turismo creación eminentemente romántica. Y los cuentos tradicionales contenían la nota distintiva, nacional y aun local, sirviendo a argumentos que se encontraban casi idénticos en todos los países.

De ello dan prueba comentarios como el que sigue, típicamente romántico en intención y lenguaje, que transcribimos de un semanario español de 1848:

«En todas las épocas y naciones han sido los cuentos acogidos con placer y los ha habido de todas clases, mitológicos o religiosos, profanos, morales, históricos, políticos, fantásticos y de otras varias especies. Son los mejores sin contradicción aquellos cuyo origen es desconocido; los que de tiempo inmemorial giran por el mundo desde el Norte al Mediodía y desde Levante a Poniente, produciendo en todas partes emociones de horror, de compasión, de curiosidad y de placer. Los de este género agradan a todos, porque son obra de todos, porque son el producto de la imaginación de todas las edades y de todas las condiciones»2.



Las garantías de perdurabilidad y universalidad, contenidas en estos cuentos tradicionales, justifican el que poetas y novelistas se inspirasen en ellos, ya que así, al tiempo que se aseguraban el éxito en su patria, dotaban a sus obras del poder, casi mágico, de hablar a todas las sensibilidades, saltando fronteras y nacionalismos. Walter Scott decía a Washington Irving, en una carta, que de niño iba a una granja dirigida por su abuelo, donde su abuela y tías, y aun los pastores, le contaban baladas e historias portentosas. Y Goethe confesaba que los cuentos de brujas fueron los preferidos en su niñez.

El conjunto de todas las circunstancias que venimos reseñando permitió que un género tenido por ínfimo ingresara en la historia de la cultura como un valor decisivo del que, en adelante, no cabría prescindir.

En España no se hizo nada parecido, excepto tímidas tentativas que no trascendieron de meros pasatiempos de aficionados. Y esto resultaba tanto más doloroso, recordando la rica tradición cuentística de nuestro país, que en la Edad Media logró crear una literatura menor -extensiva, que no cualitativamente- en la que se fundieron cuentos orientales, clásicos, franceses y nacionales, todos con color de cosa propia.

Efectivamente, si algún género se adapta perfectamente al carácter nacional -imaginativo y rico en expresividad- este es el cuento. Basta pensar en el sentido maliciosamente peyorativo que el término -y su derivado, cuentista- han tomado entre nosotros, para comprender esa entre alabanza y censura, que viene haciéndose de nuestra inclinación a urdir mentiras y ficciones.

El gusto por las narraciones breves, transmitidas de generación en generación, continuaba en España en el siglo XIX -que, por otra parte, fue el gran siglo de los cuentos literarios-, y de ahí que la falta de colectores de relatos populares se sintiera más vivamente.

Fernán Caballero se lamentaba en cierta ocasión de que en todos los países cultos se conservaran cuidadosamente «los cantos, consejas, leyendas y tradiciones populares e infantiles; en todos, menos en el nuestro»3.

Idéntica lamentación hacía D. Juan Valera, considerando la riqueza de España en relatos populares y doliéndose de que «mientras que en casi todos los países se recogen todos los cuentos con el más cuidadoso esmero y hasta con veneración religiosa, aquí por desidia dejamos que se pierdan o se olviden»4. Y fueron precisamente Fernán y Valera -junto con Trueba, Coloma y algunos más, éstos excesivamente literarios- los que intentaron recoger parte de esos cuentos, claro es que sin la precisión científica y el rigor crítico con que hoy trabajan los modernos folkloristas, sino más bien con una óptica romántica y pintoresca.

Todos estos colectores se acercaron al cuento popular con un interés que podríamos llamar de tipo moralizador. Fernán, Trueba y Coloma -exceptuase Valera, que sólo busca la fruición estética- recogen relatos tradicionales, cargados de valores éticos, y los transcriben -incluso pulimentan- para combatir la inmoralidad ambiental, el materialismo positivista, esforzándose en presentar al campesino español como hombre ingenuo, puro, de cuya limpia conciencia son trasunto los cuentos seleccionados.

Rodríguez Marín, Antonio Machado (Demófilo), Torner, entre otros, continuaron modernamente el esfuerzo de Valera y de Cecilia Böhl de Faber, por superar la anterior desidia nacional.

Pero nunca, hasta ahora, se había recogido un tan gran número de cuentos de distintas provincias españolas, como el que ofrece la obra de A. M. Espinosa, superadora de regionalismos restrictivos y capaz de proporcionar, por tanto, un bien logrado panorama de la riqueza tradicional española a través de sus 280 versiones de cuentos.

La actual edición consta de tres volúmenes, el primero de los cuales contiene la transcripción fiel de los cuentos, clasificados de acuerdo con la moderna técnica folklorística. Los dos tomos restantes comprenden las notas comparativas, en las que se estudian todos y cada uno de los 280 cuentos.

Estas notas representan un gran esfuerzo erudito y bibliográfico, sólo dable en un especialista de la capacidad y formación del Sr. Espinosa, capaz de analizar rigura y casi exhaustivamente el origen y difusión de los relatos seleccionados. Aun al lector no especializado han de asombrarle la extensión geográfica y la permanencia histórica de algunos de los cuentos estudiados -caso de El muñeco de brea-, cuya bibliografía, semejanzas y cruces estudia el señor Espinosa con precisión y detallismo ejemplares. Algunos olvidos en las fuentes citadas sólo sirven para probar la complejidad de la materia, tan menudamente dilatada, que justifica sobradamente tan leves fallos5.

La técnica seguida por el Sr. Espinosa en la recogida, transcripción y estudio de los cuentos es modélica y contrasta poderosamente con la que observamos en los colectores románticos o neorrománticos.

Cualquier trabajo que, desde ahora, se haga sobre cuentos populares españoles tendrá que basarse irremediablemente en la obra que venimos comentando y que no vacilamos en calificar de fundamental para la investigación española.

Y es interesante anotar que el tono científico, mantenido eficaz y sobriamente a lo largo del libro, no estorba en modo alguno su interés hondamente humano, conseguido no sólo por la transcripción exacta -sin interferencia de ningún tipo- de los cuentos, sino ampliado por las notas que los acompañan. En ellas encontramos su penetración espacio-temporal, que es tanto como decir su medida humana, su nivel poético, su vitalidad.

Los Cuentos populares, recogidos en las aldeas, transcritos tal como han sido narrados por los viejos campesinos, interesan no sólo al folklorista y al dialectólogo, sino que, rebasando especialismos, poseen unos valores que a todos afectan.

La belleza, la gracia -entre ingenua y desvergonzada-, la tierna poesía de las narraciones recogidas por A. M. Espinosa, ofrecen el encanto de las viejas, eternas cosas españolas.

En un tiempo de artificiosidad literaria, de inquietudes estilísticas, de mal encubiertos decadentismos, estas sencillas y primitivas narraciones tienen el calor de lo recién hecho -como si aun vibrara la voz del narrador- y tienen, a la vez, el aroma de lo antiguo y de lo familiar.





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