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ArribaAbajo La carta postal

La carta postal es un género en sí mismo. Género pequeño y constreñido. Da idea, rápida y concisa, de un viaje, de un panorama, de una ciudad, de un sentimiento. Limita entre sus cuatro paredes una realidad que exige una lectura, por lo general inmediata, sin profundidad. Ofrece en su exterior una mirada clara, directa; en su interior (¿lo tiene?) algunas líneas en negro, escalones precisos para montar una dirección y para delinear un saludo, son lugares definidos por la necesidad de añadir algunas letras al mensaje exterior para hacerlo personal. También en algún rincón del rectángulo se lee una aclaración, quizá el nombre del autor y la procedencia de la carta y de la fotografía.

A veces, viene sólo el retrato de los enamorados.

Es entonces un mensaje puro, un sobreentendido, va junto a unas flores o acompaña algún regalo, o simplemente ha sido entregado para reiterar la duración y la extensión del amor.

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Las cartas postales son una forma de correspondencia más. Ayuntadas al viejo arte que tanto conociera el taimado Richardson cuando después de redactar los mensajes de las jóvenes a sus novios o a sus pretendientes redactara las tribulaciones de Pamela o de Clarissa. También recuerdan, vagamente, y con terror, las viejas correspondencias peligrosas, las que caligrafiaran perversamente los amigos de Choderlos de Laclos. Y, entre nosotros, los veloces manuales -tipo cancionero o verso calavera- de José Guadalupe Posada impresos en los talleres de Vanegas Arroyo. Luego están, para siempre, pero sin apocalipsis, los evangelistas, los fieles escribientes de los portales de Santo Domingo, con sus viejas máquinas de escribir destartaladas y con sus viejas fórmulas: «Por la presente quiero decirte que estoy bien...».



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