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El discurso sobre la mujer indígena en «La Florida» del Inca Garcilaso

Carmen de Mora





Es sabido que el cuestionamiento de la crítica sobre la veracidad histórica del Inca Garcilaso no afecta exclusivamente a los Comentarios Reales, y que el prejuicio sobre la naturaleza más novelesca que histórica de sus escritos, sostenido por Menéndez Pelayo, ha sido suscrito por un nutrido número de autores. De este modo, un texto como La Florida del Inca, a pesar de la preocupación verista planteada por el autor en el Proemio y en distintos capítulos del libro, ha visto invalidada su autoridad histórica por la concurrencia de dos factores. Uno de ellos, el no haber sido testigo de vista de los hechos historiados, otro, la preocupación por la construcción retórica de su discurso. En este punto, los elocuentes parlamentos que el autor pone en boca de los indios, así como el comportamiento caballeresco y el sentido del honor que el Inca atribuye a los naturales han sido blanco frecuente para las imputaciones de inverosimilitud a este texto.

Ahora bien, todas estas condiciones aparentemente negativas cobran una significación distinta cuando reparamos en que, tanto al citar las fuentes que utilizó1 como al rellenar por su cuenta las lagunas de lo no vivido, el Inca Garcilaso está proyectando en el texto su posición personal ante la práctica histórica y, por tanto, ante la realidad representada. Actualmente buscar en un texto histórico la reconstrucción de la «verdad» de los hechos puede no ser tan relevante como indagar sobre el aparato explicativo. Dicho de otro modo, interesa más el hacer historiográfico que el dato histórico o, también, la producción y recepción textual.

Para construir su discurso histórico el Inca se apoya en una serie de presupuestos conceptuales que dan forma a la materia (los hechos). Me refiero a los propósitos de fama, veracidad y evangelización, a la visión teocrática y de uniformismo psicológico y a la conciencia retórica2. Pues bien, para que estos elementos tengan un sentido es necesario considerar la significación contextual del texto. En el caso de La Florida es preciso recordar que tanto en los primeros cronistas de Indias como en los que escribieron a lo largo de los siglos XVI y XVII dominaba una actitud ideológica llena de prejuicios sobre el «otro», sobre el hombre natural que vivía marginado de la comunidad humana. En el mejor de los casos, las facultades intelectuales del amerindio se comparaban con las de las mujeres y los niños, quienes, de acuerdo con la escala jerárquica postulada por Aristóteles, quedaban en una posición de inferioridad con respecto al hombre3. Al no entender las formas culturales de los amerindios, se asimilaban a lo que el perceptor europeo estimaba como «lo más parecido», pues -como analizan, entre otros, Foucault y Pagden- no existía entonces el reconocimiento de la «singularidad» del «otro» (Pagden) sino que se creía en la unidad cultural y la homogeneidad de las distintas razas por encima de sus diferencias. Y el método de aproximación antropológica era la identificación por las semejanzas4.

No escapa al Inca semejante esquema epistemológico. Prueba de ello es su aplicación de la teoría providencialista de la historia asentada en la tradición filosófica medieval, más concretamente en el concepto teológico y providencialista formulado por San Agustín y mantenido por Osorio y San Isidoro, y del principio de uniformismo religioso y racial en la línea de Jean Bodin. Lo interesante es verificar que el escritor cuzqueño adopta en sus escritos tales ideas como una estrategia para producir un discurso dignificador del indígena. Dicho en otros términos, si un buen número de cronistas e historiadores españoles difundían una imagen degradada del amerindio al tomar como referencia la civilización y la cultura europeas, el Inca Garcilaso, haciendo uso del mismo prisma occidental, lo dignificaba. Es notable, ciertamente, su esfuerzo, a lo largo de La Florida, por restituirle la capacidad de raciocinio y las cualidades morales que se le negaban, y nada más convincente que hacerlo con una obra -firmada por un Inca- que probaba su capacidad intelectual y su cultura.

En función del citado propósito vindicativo, la cualidad que vertebra la verosimilitud del discurso es la ecuanimidad (aequitas) con las dos naciones, españoles e indios, su identificación, pues, con dos mundos históricamente confrontados. Pero es sobre todo la descriptio o ekfrasis el mecanismo discursivo por excelencia al que recurre el Inca para cimentar su estrategia. De tal modo que este elemento retórico que muchos críticos han subestimado desde el punto de vista histórico, aunque valorado literariamente, queda investido de una función ideológica a través de la cual canaliza el autor su discurso sobre el amerindio. Y ello en el contexto de aquel debate que puso en tela de juicio el derecho de España a la conquista para el que fue imprescindible llegar a una conclusión sobre la naturaleza del hombre americano5.

Cuando describe las costumbres de los floridanos, que eran comunes para todas las provincias, pone el énfasis en marcar la diferencia de aquéllas con las de otros gentiles. Explica las creencias religiosas, la veneración que tenían por los templos que les servían de entierro, las leyes matrimoniales y las que existían para castigar el adulterio. Se detiene en el comentario de los hábitos alimenticios y desmiente la existencia de canibalismo entre ellos. Describe los vestidos y tocados así como las armas, hechas con extraordinaria destreza, los pueblos y viviendas y la fertilidad de las tierras. Insiste en destacar las excelencias de las mismas para el cultivo y asiento de los pueblos en ellas con el objeto de atraer a los españoles para que llevaran a cabo la deseada evangelización. Esto último es obvio. Pero no puede soslayarse su intención de demostrar, además, que aquellas regiones eran idóneas para la organización civil, hecho que se negaba en Europa.

En cuanto a las descripciones de personas, cuando se trata de indígenas es natural que sean los curacas o caciques los que aparezcan más caracterizados, pues ello permite a Garcilaso tratar de las fórmulas de gobierno y la organización jerárquica de aquellos pueblos para demostrar que eran capaces de gobernarse y de tener una organización política.

Hasta aquí he planteado una cuestión que me parece fundamental en la escritura de La Florida. Que lo que un sector de la crítica había considerado una deficiencia y un irse por las ramas de lo literario y lo retórico a expensas de la veracidad y la exactitud histórica no se debe solamente a criterios esteticistas, fruto de la formación humanista del Inca, sino a una estrategia con proyecciones ideológicas: presentar su visión del amerindio, en muchos casos diferente y antitética con respecto a las imágenes que circulaban en el ámbito europeo, según acabo de demostrar.

Pues bien, conviene tener presentes todos estos elementos para determinar la imagen de la mujer en La Florida, una imagen que, excepto en el caso de doña Isabel de Bobadilla, se refiere a la mujer indígena.

En términos generales, la mujer española tiene escaso protagonismo en la historiografía de Indias, pues fue notoria su ausencia en los primeros años de la Conquista. Y ello es comprensible, a poco que pensemos en el rol de la mujer en la sociedad española de la época, replegado a las obligaciones domésticas, casa y familia. Haciendo referencia a los tratados de la literatura humanista en el siglo XV, que versan sobre el rol de la mujer y la familia, Silvana Vecchio señala que: «(...) la figura del marido es la figura central; la obligación de la esposa de rendirle reverencia, profesarle afecto y, sobre todo, prestarle obediencia, no se discute, ni tan siquiera se ve mitigada, ni en los escritores religiosos, ni en los laicos. Antes bien, los humanistas, al volver a proponer fielmente el modelo aristotélico del patrón-amo de la casa como centro de todas las relaciones familiares, acentúan más aún su peso en el seno de la familia e insisten en la exigencia de una subordinación absoluta de la mujer»6. Una visión que ha quedado formulada en la obra de Luis Vives. En síntesis, durante toda la Edad Media, la dependencia de la mujer, primero del padre y después del marido, es absoluta. Claro que tal situación no impedía que en determinados casos las mujeres desempeñaran roles encomendados habitualmente a los hombres en el mundo de la política o de las artes y las letras, no sin ser perseguidas y humilladas.

Esta situación de la mujer medieval persiste en la época de la conquista, dado que la imagen del conquistador como hombre de frontera en lucha contra el infiel no es ajena a la aventura americana: «Estos hombres, en la nueva frontera, van a conquistar reinos como conquistaron reinos musulmanes en la península y, por supuesto y desde muy pronto, van a evangelizar a los paganos. Es una nueva versión de la Cruzada, es la evangelización. En definitiva, no hacen en América nada que no hayan hecho durante siglos en la península y lo que hacen ante todo y sobre todo es poblar»7. Siguiendo esta línea de ideas resulta perfectamente natural -como ocurría en las Cruzadas- que la mujer permaneciera en casa. Los historiadores han reconocido en esta ausencia de la mujer española en América una relación directa con la rápida mestización del continente: «Mientras no se dieron condiciones mínimas de seguridad personal, la integración social de mujeres españolas no se producía en gran número, y por lo mismo sólo muy pocas de ellas podían estar presentes en las regiones de Frontera. Desde esta perspectiva, sólo en las Antillas, y pronto en las que serían Nueva España y el Virreinato del Perú en su sección propiamente incaica, ofrecían la oportunidad de asentar poblamientos con participación de mujeres, incorporadas paulatinamente con cierta lentitud»8.

En el caso de la mujer indígena la situación era muy similar. Ferdinand Anton, en su libro Woman in precolumbian America9 llega a la conclusión de que, a pesar de las diferencias que existían entre las tribus y los distintos países, aquélla vivía sometida al hombre. El primero en hacer referencia en la escritura a dicha sumisión y fidelidad de la mujer a su amo y señor, fue Bernal Díaz del Castillo. Siendo doña Marina una mujer excepcional, «gran señora y cacica de pueblos y vasallos», cuando en la villa de Guazacualco, su madre y hermano de madre temían que los matara por haberle arrebatado el cacicazo que le correspondía ella respondió: «que Dios la había hecho mucha merced en quitarla de adorar ídolos ahora y ser cristiana, y tener un hijo de su amo y señor Cortés, y ser casada con un caballero como era su marido Juan Jaramillo; que aunque la hicieran cacica de todas cuantas provincias había en la Nueva España, no lo sería, que en más tenía servir a su marido y a Cortés que cuanto en el mundo hay»10.

Entre los escritos que de manera más sistemática empezaron a difundir información sobre el mundo indígena están las Cartas de Cortés al emperador Carlos V. También el Códice Florentino de Fray Bernardino de Sahagún, el Códice Mendoza, escrito por nativos y comisionado para el Emperador Carlos V por el virrey Mendoza, en 1535, y la crónica de Huaman Poma de Ayala. Gracias a ellos y, sobre todo, al progreso alcanzado por el conocimiento arqueológico, ha sido posible reconstruir la vida cotidiana de las mujeres indígenas, pues, sostiene Ferdinand Anton, que por razones obvias, ni las crónicas españolas ni los Comentarios del Inca Garcilaso son fiables. Las primeras por proyectar una imagen negativa de modo arbitrario, el segundo, por ofrecer una reconstrucción idealizada del pasado incaico11.

En cualquier caso, sin entrar en más detalle, sírvanos por el momento la idea general de que en las sociedades precolombinas el hombre representaba el papel dominante en la religión y en la vida social, mientras que la mujer quedaba relegada al hogar y a las tareas domésticas. Bien es verdad que existieron mujeres cacicas que generalmente obtuvieron el cargo por herencia. Las crónicas abundan en estos ejemplos y en La Florida tenemos el caso de la cacica Cofachiqui.

Pasando al objeto específico de mi estudio -la mujer en La Florida- es importante consignar que de todos los textos que se escribieron sobre la expedición de Hernando de Soto es La Florida del Inca12 el que dedica más atención y desarrollo a la mujer, como se verá a través del análisis de cada personaje.


Doña Isabel de Bobadilla

Poca atención le prestan el Fidalgo de Elvas y Hernández de Biedma a la esposa de Hernando de Soto, doña Isabel de Bobadilla, quien junto con doña Leonor de Bobadilla13 -que se sumó en la Gomera- fueron las únicas mujeres que iban en la expedición. Doña Isabel no participó en ella y quedó en la Habana como gobernadora. El Fidalgo de Elvas atestigua el hecho sin hacer ninguna caracterización del personaje: «Dejó el gobernador a doña Isabel en La Habana. Y con ella quedaron don Carlos y Baltasar de Gallegos y Muño de Tovar» (p. 47). En cambio, Ranjel hace un retrato muy similar al del Inca: «E estando allá en Castilla, se casó con una de las hijas del gobernador Pedrarias Dávila, llamada doña Isabel de Bobadilla, como su madre, mujer de gran ser e bondad, e de muy gentil juicio e persona, e con ella fue a la isla Fernandina...» (p. 153). Compárese con el que escribe Garcilaso: «(el Adelantado) nombró a doña Isabel de Bovadilla, su muger e hija del governador Pedo Arias de Ávila, muger de toda bondad y discreción, por governadora de aquella gran isla» (p. 138).

Pero en el caso del Inca no sólo encontramos éstas que podrían llamarse «descripciones directas» y que son retratos físicos y morales desgajados del hilo central de la historia, a modo de digresión. Otra de las técnicas de caracterización empleadas por él consiste en forjar una imagen a través de dos o tres episodios claves14. En otras palabras, a través de medios descriptivos indirectos, esto es, dichos y acciones que aparecen íntimamente trabados con la historia. Así, en el cap. XV, ocurre un caso que demuestra la discreción y sagacidad de doña Isabel. Hernán Ponce quiso aprovecharse de que Hernando de Soto se había marchado y recuperar así los diez mil pesos en oro y plata que le había entregado a doña Isabel con el fin de ganarse la amistad y confianza de Hernando de Soto. Pero ella supo defenderse y lo entregó a la justicia. Este episodio, insisto, sólo lo comenta el Inca Garcilaso. Aún se nombra a esta mujer en otras dos ocasiones (cap. XVII, 2.ª parte, lib. II y cap. XXIII, 2.ª parte, lib. II), antes de comentar cómo ocurrió su muerte al enterarse de la de su esposo -tras haber pasado tres años sin noticias de él- y de la pérdida de su hacienda.

Este último dato es bastante indicativo de que la vida de la mujer dependía del esposo y del poder económico que éste representaba, por tanto, cuando éste fallecía ella quedaba sumida en el desamparo. El paralelismo con la situación de la mujer indígena es evidente, como veremos.




La esposa e hijas del cacique Hirrihigua

Estos personajes, a los que el Inca dedica bastante atención, aparecen también en la Relación del Fidalgo de Elvas. Están relacionados con uno de los episodios más importantes de La Florida del Inca y el más novelesco a la vez, que llega a constituir casi una historia independiente. Me refiero a la aventura del sevillano Juan Ortiz, víctima del odio del cacique Hirrihigua contra los españoles. La historia es ejemplar en cuanto a los tormentos y pruebas que Ortiz debió superar para sobrevivir hasta que fue rescatado por los españoles (libro II, caps. II-VIII). Gracias a la intervención de las mujeres consiguió salvar la vida.

El Fidalgo de Elvas sólo hace referencia a una de las hijas de Hirrihigua sin aludir a sus virtudes ni a ningún rasgo personal: «El Ucita mandó atar a Juan Ortiz de pies y manos sobre cuatro estacas, encima de una barra, y debajo le mandó encender fuego, para que allí se quemase, y una hija suya le rogó que no lo matase, que un solo cristiano no le podía hacer mal ni bien, diciéndole que más honra era para él el tenerlo cautivo. Y Ucita le concedió y lo mandó curar hasta que estuvo sano» (p. 51).

En cambio el escritor cuzqueño adopta una estructura novelesca donde el héroe supera con éxito una sucesión de pruebas con ayuda de las mujeres quienes rogaban al cacique y le reñían por su crueldad. En el capítulo III estos personajes que habían sido tratados como sujeto colectivo experimentan un cambio. Cuando ya la situación se hace insostenible y el cacique no puede soportar que Juan Ortiz siguiera vivo ordenó a su familia que no intercediera más por él. Ellas aparentaron obedecerle pero, a escondidas, la hija mayor -«moça hermosa, discreta y generosa»-, desobedeciendo a su padre, decide ayudar a Juan Ortiz y lo envía a la custodia de otro cacique, Mucoço, al que ella estaba prometida.

Dejando a un lado la singularidad de la aventura vivida por Ortiz, cabe preguntarse qué otras razones movieron al Inca -a diferencia de los demás cronistas- a concederle tanto espacio a estas mujeres intercesoras.

Por lo pronto no resulta difícil reconocer en ellas un arquetipo a la vez cristiano e indígena: el de la virgen, el de la mujer pura y buena. Precisamente Luis Leal, refiriéndose al personaje de Teutila en la novela Jicotencal, escribe: «Dedicated to help the infortunate, she becomes, like the Virgen of Guadalupe, the refuge of the helpless. The Virgin, in her role as mother, also symbolises, the earth. Here again, we detect the survival of pre-Hispanic mythes»15. Y Joseph Campbell hace referencia a un personaje benefactor por excelencia, entre los indios del Suroeste, la «mujer Araña», que representa la fuerza protectora y benigna del destino16. Así también estos personajes -especialmente la hija mayor de Hirrihigua-, en su encarnación del mito, cumplen una función dignificadora de la mujer indígena reconocible en las dos culturas.

Relacionada con la historia de Ortiz, aunque más tangencialmente, está el personaje de la madre de Mucoço (cap. VIII de la 1.ª parte). Protagoniza ella un episodio jocoso -no registrado por ningún cronista- que pone de manifiesto el desvelo de la madre indígena por su hijo. El humor resulta de la actitud «maliciosa y recatada» de la vieja al desconfiar absolutamente de los españoles, hasta el punto de no atreverse a probar la comida si antes no lo hacía Juan Ortiz. Y el amor a su hijo la impulsa -sin que fuera en absoluto necesario- a ofrecer su vida a cambio de la de su hijo: «Respondió que no aborrescía ella el vivir, sino que lo amava como los demás hombres, mas que por su hijo daría la vida todas las vezes que fuesse menester, porque lo quería más que al vivir, por tanto, suplicava al governador se lo diesse, que quería irse y llevarlo consigo, que no osaría fiarlo de los christianos» (p. 166). Es obvio que no por casualidad, ni meramente por amenizar la narración se detiene el Inca en este episodio que demuestra la sensibilidad y capacidad amorosa de la madre indígena así como la fuerza del lazo sanguíneo en estos pueblos.




La señora Cofachiqui

El paralelismo con los arquetipos históricos y míticos de la civilización occidental alcanza su máxima expresión en la Señora de Cofachiqui. El episodio, narrado en los capítulos X y XI del libro tercero, está recogido, con distinta extensión, por todos los cronistas de la expedición de Soto.

Con brevedad y sin aludir a los atributos y cualidades de esta mujer, el Fidalgo de Elvas cuenta el episodio en términos muy similares a los del Inca y, como él, contempla el comportamiento cortés de la señora y sus finas maneras (pp. 73-74). Más adelante comenta el poder de esta mujer en aquella tierra, el cual le había sido delegado por su tía, que en el Inca es la madre. También la narración de Ranjel capta los hechos fundamentales: «E otro día llegó el gobernador al paso enfrente del pueblo, e vinieron principales indios con dones, e vino la cacica señora de aquella tierra, la cual trujeron principales con mucha autoridad en unas andas cubiertas de blanco (de lienzo delgado) y en hombros, e pasó en las canoas, e habló al gobernador con mucha gracia e desenvoltura. Era moza y de buen gesto, e quitóse una sarta de perlas que traía al cuello e echósela al gobernador por collar o manera de se congraciar e ganarle la voluntad...» (p. 167). Por su parte, Biedma es más escueto. Destaca el buen recibimiento que la señora hizo a los españoles, el regalo de las perlas y la autoridad que mostraba tener entre los indios.

En La Florida del Inca no por casualidad es el personaje femenino más importante (caps. X y XI, lib. III). El encuentro con el gobernador, su llegada en canoa acompañada de ocho mujeres nobles, escoltada por otra con seis indios principales y los remeros que gobernaban la canoa, se compara con el viaje de Cleopatra por el río Cindo cuando salió a recibir a Marco Antonio. Este personaje le sirve al autor para mostrar la discreción y bondad de una mujer indígena de alto rango y su predisposición para ayudar a los españoles. Por el detalle del collar se aprecia la cortesía y la honestidad de aquella mujer, valores que se reconocían por igual en la sociedad cristiana y en la indígena.

Las estrategias del Inca Garcilaso al caracterizar a la mujer indígena no difieren en lo sustancial de las utilizadas con los personajes masculinos. Su preocupación radica en demostrar que a pesar de no existir allí la religión cristiana, ello no implicaba que carecieran de las virtudes, cualidades y buenas disposiciones naturales de los cristianos. Por esta razón escribe: «... los españoles se admiravan de oír tan buenas palabras, tan bien concertadas que mostravan la discreción de una bárbara nascida y criada lexos de toda buena enseñança y pulicía. Mas el buen natural, do quiera que lo ay, de suyo y sin doctrina floresce en discreciones y gentilezas y, al contrario, el necio cuanto más le enseñan tanto más torpe se muestra» (p. 329).

En el capítulo XII se hace referencia a la madre de la señora, quien, al contrario de ella, se negaba a ver a los españoles y le parecía mal la actuación de su hija (p. 331). El Inca la tacha de «biuda melindrosa». El episodio interesa porque refleja una actitud muy extendida entre los amerindios que era el retiro de las viudas, su soledad y apartamiento de la vida comunitaria: «[el governador] mandó al contador Juan de Añasco que, pues tenía buena mano en semejantes cosas, fuesse con treinta compañeros infantes el río abaxo por tierra a un sitio retirado de la comunidad de los otros pueblos, donde le avían dicho que estava la señora viuda». Sin embargo, por más que la buscaron, no lograron hallarla ya que se había escondido en unas grandes montañas. También en los Comentarios reales se refiere a la aludida costumbre: «No es de dejar en olvido la honestidad de las viudas en común, que guardaban gran clausura por todo el primer año de su viudez, y muy pocas de las que no tenían hijos se volvían a casar, y las que los tenían no habían de casarse jamás, sino que vivían en continencia»17.

Al comentar la situación de la mujer viuda en estos pueblos, tácitamente, el autor está llamando la atención sobre unas costumbres morales muy parecidas a las cristianas. Así en la literatura didáctica y pastoral de los siglos XIV y XV, donde las mujeres son cuerpos destinados a la Iglesia o a la familia, las viudas son seres «capaces de olvidar las exigencias de la carne para vivir la vida del espíritu», como apunta Carla Casagrande. Asimismo, constata la autora que «indudablemente, la mujer más expuesta a los peligros de la libertad es la viuda, sobre todo si es joven, pues ya no está bajo la potestad de los padres -abandonados hace tiempo-, ni a la del marido, ya muerto». Además de la hostilidad respecto de las segundas nupcias, un topos de la literatura didáctica y jurídica, fundado en la superioridad espiritual de la condición de viudedad sobre la del matrimonio y cuya causa es el temor de que la nueva familia pueda poner en peligro los intereses patrimoniales de los hijos del matrimonio anterior, se limita a subrayar la libertad de la viuda y, por tanto, su situación de peligro. Donde falta la custodia de los padres y de los maridos, se despliega con toda su fuerza la custodia de los directores espirituales y del mismo Cristo, que reclama para sí el cuerpo y el alma de una mujer ya libre de la sumisión al hombre18.




Las leyes contra las adúlteras

Uno de los aspectos más interesantes de La Florida en cuanto a la posición del Inca ante la situación social de la mujer indígena es su crítica de las rígidas e injustas leyes que existían contra las adúlteras en las provincias de Coça y Tascaluça y la defensa que hace de la mujer. En este último punto no sería exagerado hablar de una actitud progresista y aun avanzada para su tiempo, pues su denuncia alcanzaba no sólo a estas provincias indígenas sino a todas las naciones. Después de haber explicado en qué consistían los castigos, concluye: «Estas dos leyes se guardavan, en particular, en las provincias de Coça y Tascaluça, y, en general, se castigava en todo el reino con mucho rigor el adulterio. La pena que davan al cómplice ni al casado adúltero, aunque la procuré saber, no supo dezírmela el que me dava la relación, más de que no oyó tratar de los adúlteros sino dellas. Devió ser porque siempre en todas naciones estas leyes son rigurosas contra las mugeres y en favor de los hombres, porque, como dezía una dueña deste obispado, que yo conocí, las hazían ellos como temerosos de la ofensa y no ellas, que, si las mugeres [las uvieran] de hazer que de otra manera fueran ordenadas» (p. 400).

En las sociedades europeas también las leyes favorecían al hombre, pues, aunque la fidelidad era requisito indispensable del matrimonio y obligación recíproca de los cónyuges, «la sensación de que la fidelidad, impuesta a ambos cónyuges, sea en realidad más obligatoria para la mujer, resulta evidente en los textos de inspiración aristotélica y en la literatura teológico-moral que enfrenta el tema del adulterio»19.

Existe otro episodio en relación con el adulterio que sirve para contrastar las diferentes maneras de conceptualizar los hechos entre el Inca Garcilaso y Ranjel. El primero, en el capítulo X del libro cuarto, donde el gobernador reconcilió a los dos caciques enfrentados, Casquín y Capaha, comenta cómo se presentaron a Capaha dos mujeres que los casquines habían tomado presas cuando entraron en el pueblo. Y que Capaha, después de alegrarse de que se las devolvieran «dixo al governador suplicava a Su Señoría se sirviesse dellas, que él se las ofrescía y presentava de muy buena voluntad. El governador le dixo que no las avía menester, porque traía mucha gente de servicio. El curaca replicó diziendo que, si no las quería para su servicio, las diesse de su mano al capitán o soldado a quien dellas quisiese hazer merced, porque no avían de bolver a su casa ni quedar en su tierra. Entendióse que Capaha las aborreciesse y echasse de sí por sospecha que tuviesse de que, aviendo estado pressas en poder de sus enemigos, sería imposible que dexassen de estar contaminadas» (pp. 441-442).

En cambio Ranjel cuenta los hechos focalizando la cuestión hacia los españoles: «Pero quisiera yo que, juntamente con las excelencias de la cruz y de la fe que este gobernador les dijo a esos caciques, les dijera que él era casado e que los cristianos no han de tener más de una mujer ni haber exceso a otra, ni adulterar, ni tomara la hija muchacha que le dio Casqui, ni la mujer propia y hermana otra, y otra principal que le dio Pacaha, ni que les quedara concepto que los cristianos, como los indios, pueden tener cuantas mujeres concubinas quisieren; e así como esos adúlteros viven así acaban» (p. 180).

Estos pasajes hacen referencia a una práctica muy común en el continente que era la entrega por alianza: «La entrega de mujeres indias por acuerdos y alianzas con los caciques y jefes indios estaba generalizada, ya desde el mismo momento del Descubrimiento colombino -explica Esteva Fábregat-, y se confirmó y extendió a lo largo del continente. En las Antillas y en Tierra Firme las hijas de los principales eran entregadas a los mandos y capitanes españoles, mientras que las de menor alcurnia se ofrecían a los soldados»20.

Lo curioso es cómo Garcilaso, en su versión de los hechos, rescata una justificación moral para el repudio de esas mujeres por parte de Capaha, de modo que su facilidad para entregarlas a los españoles se debía a que estaban contaminadas por el enemigo. A diferencia de Ranjel que condena a los indígenas y españoles por adúlteros, el Inca llama la atención sobre la existencia en ellos de unos escrúpulos morales que, desde la óptica europea, parecerían impropios de unos bárbaros.




Conclusión

A través de los ejemplos comentados se extrae una imagen dignificadora de la mujer indígena muy distinta de la que presentan la mayoría de los cronistas españoles. Entre estos son abundantes los testimonios sobre la hermosura y el ardor sexual de las indias, tan apreciados por los conquistadores, origen de la práctica de la captura: «Los datos sobre indias capturadas son ciertamente innumerables, y alcanzan a la totalidad de las campañas de conquista» -escribe Esteva Fábregat-. «En este sentido, ocurría que las indias eran retenidas para el servicio doméstico de los españoles, sobre todo para preparar comidas, cargar bagaje, atenderles en lavado de ropa y atenciones particulares y finalmente eran compañeras de lecho o simplemente habían sido convertidas en objetos sexuales a discreción de los soldados»21. Y, precisamente, Fernández de Oviedo hace referencia a esta doble utilización de la mujer -como servidora y como objeto sexual- en relación con la conquista de la Florida.

No extraña en ese contexto que el Inca sintiera la responsabilidad de reivindicar las cualidades morales de la mujer indígena y de profundizar en las posibles razones morales de algunas prácticas consideradas degradantes por los españoles. Lo decisivo es que el escritor cuzqueño no se propone inventar ni falsear la historia ni las situaciones, sino que sabe aprovechar toda la información que conviene a su proyecto «indigenista» para insertarla en el discurso. Por esta razón, y no por preciosismo literario, se detiene en aquellas situaciones o episodios que para Elvas, Biedma y Ranjel pasan inadvertidos porque su historia no es simplemente informativa o mimética, su escritura es una producción ideológica frente a una realidad dada.

Pero, a las razones objetivas presentadas por el Inca para defender los atributos morales de la mujer indígena, es preciso añadir otra de índole subjetiva: su condición de hijo ilegítimo y mestizo. Se sabe que el escritor cuzqueño quedó marcado por el hecho de que su padre (capitán español) abandonara a su madre (princesa indígena) y se casara con una dama de la aristocracia española en el Perú. Así lo demuestra indirectamente en la segunda parte de los Comentarios Reales cuando elogia la actitud de un conquistador que se casó con una india para legitimar a sus hijos. Con estos precedentes se comprende mejor su esfuerzo por adecuar las costumbres de las mujeres indígenas codificadas como normas, a los principios éticos que se reconocían en España, pues en el empeño quedaba involucrado él mismo como hijo de la palla Isabel Chimpu Ocllo.







 
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