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El disparo de argón [Fragmento, primer capítulo]

Juan Villoro



Un invierno lejano, cuando aún se podían ver los volcanes desde Ciudad Universitaria, el doctor Antonio Suárez interrumpió su lección de oftalmología para contar una historia que no logré olvidar:

Un hombre recorre el desierto y al cabo de días infinitos encuentra un objeto brillante en la arena. Es un espejo. Lo recoge y al verse reflejado, dice: «perdone, no sabía que tenía dueño».





Era de mañana, pero no de día. Un cielo cerrado, artificial. Las cosas aún no ganaban su espesura; intuí a la bailarina en el escaparate, la zapatilla rosácea apuntando hacia el cristal, las pestañas sedosas, los párpados bajos, ajenos a las sombras de la calle. Normalmente, lo primero que veo en San Lorenzo es una explosión de rótulos, cables de luz, ropas encendidas en rojo, verde, anaranjado. Ahora el cielo aplastaba las casas de dos pisos; las azoteas eran miradores a una catástrofe negra y segura.

Y sin embargo la vida seguía como si nada: un voceador se calentaba las manos en la nube de un anafre, un gendarme escupía despacio en una alcantarilla, un afilador ofrecía su piedra giratoria soplando un silbato de aire algodonoso, gastado. El olor de siempre, a basura fresca, como si por aquí hubiera un muelle, una orilla para ver el agua; respiré con ganas: un efluvio de mercado recién puesto que en unas horas olería a mierda, carbón, venenos químicos. ¿Cuánto falta para que nos desplomemos sintiendo una moneda amarga en la boca? Poco, muy poco, según el neumólogo que impartió un curso de terror en la clínica. Aunque el dato más alarmante fue su cara (una dermatitis casi teatral, de pesadilla nuclear), soltó suficiente información para convencernos de que es un agravio médico respirar este aire. Por enésima vez me pregunté qué me retiene en la ciudad. ¿Será la cultura del aguante tan propagada por mi padre, ese gusto por la resistencia inútil? Desde que tengo uso de razón he oído discursos sobre los valientes que le sonríen a la metralla y se desbarrancan gustosos en cañadas. Mi padre enseña Historia en escuelas secundarias con nombres de célebres derrotas (Héroes de Churubusco, Mártires Irlandeses, Defensores de Chapultepec) y vive para enaltecer momentos de resistencia sin visos de triunfo: el pasado es un fantástico desastre, una épica con geniales maneras de morir. Tal vez elegí la medicina como una forma secreta de compensar las heridas, la sangre caliente, deliciosa, que atraviesa sus conversaciones.

De cualquier forma, mi padre no hace sino otorgarle prestigio histórico a una tradición profunda; que yo sepa, no hay otro pueblo más propenso a infligirse molestias, a soportar una golpiza sin pedir perdón, a comer suficiente picante para perforar el duodeno, a beber los seis litros de pulque que duermen la lengua, a tener aguante. En mis noches en la Cruz Verde encontré a más de un acuchillado que me pidió que lo cosiera sin anestesia: «a valor mexicano».

Justo en ese momento pasé junto a un tablón en la acera que ofrecía artesanías. A pesar de la oscuridad distinguí las espirales de barro que imitaban excrementos; en un alarde de realismo, el alfarero había colocado semillas, aquello era el saldo de una indigestión de chile. Pensé en los dibujos de excrementos en los códices aztecas que tanto le interesan al Maestro Antonio Suárez: los pecados de una cosmogonía cuyo infierno es la vida.

Me detuve en esa mañana sin día. ¿Qué me hace respirar el aire minuciosamente inventariado por el neumólogo? Nada. Una inmovilidad mediocre como una intramitable condena burocrática. ¿Adónde puedo irme? ¿A la playa que me obligaría a un lirismo avasallante? Los paraísos reclaman médicos generales: ante tanta salmonelosis, ¿quién piensa en cirugías refractivas? Entonces mi estado de ánimo, que depende de las nubes más de lo que quisiera admitir, cambió por completo: unos papeles flotaron en el aire como manchas cremosas, un trolebús naranja sesgó el tráfico, los tiestos de un balcón palidecieron en un verde lima y al fondo, muy al fondo, un perro gris vibró como un charco vacilante. «Tenemos luz, tenemos», decía Antonio Suárez al extraer una catarata. «Tenemos luz», pensé al recibir el sol y las miradas de los vecinos que veían mi bata como si se impusiera por sí misma, como si algo mejorara con un médico caminando entre las primeras luces y el vapor de los elotes.

Filatelistas es una diagonal llena de tiendas. Número 34: la Clínica Suárez. Un par de cuadras más.

Era jueves de tianguis y una voz ultranasal clamaba:

-¡Cómo vendo y cómo me divierto!

Pasé bajo los toldos bugambilia. Una mujer que parecía llevar en su cabeza el pelo de seis personas me dijo «güerito» para que probara sus plátanos dominicos. Excelentes.

Tal vez el cansancio, el aire envenenado, los muchos pasos aflojaron mis reflejos; el caso es que vi el accidente con la impávida curiosidad de quien observa un truco de barajas: el ciclista fue arrollado frente a la tienda de cristales y tuve la extraña impresión de que moría en la calle y se salvaba en un espejo; el cuerpo saltó en una cabriola descompuesta y su imagen entró sin pérdida a la cristalería.

Un titán de pelo compacto (una especie de casco capilar) que ofrecía el Esto y bolsas con libros color aceituna, se dirigió al lugar del accidente y zafó la bicicleta de la defensa: los rayos giraron con muchas cuentas de plástico. La dueña del coche tenía las manos crispadas sobre el rostro, alguien le abrió la puerta, bajó a ver al atropellado.

De pronto sentí que me abrían paso. «La bata blanca». Me agaché en la sombra improvisada por los curiosos; me sorprendió sentir el pulso en la muñeca, esperaba encontrar a alguien «bastante muerto», como dice uno de nuestros camilleros. El cuerpo no mostraba siquiera un raspón pero debía tener fracturas bajo el jersey azul y oro. Vi el empeine de la mujer, suave, curvo; estuve a punto de tocarlo, pero me incorporé y encontré un rostro escurrido de rimmel.

-Voy por una camilla -dije.

Lupe, el conserje de la clínica, es un hombre reducido a oreja. No hace otra cosa que escuchar su radio de transistores y cerrar el edificio en las noches.

-Hoy vamos contra el Betis -me ofreció una sonrisa café.

En algún momento equivocado le comenté que mi equipo era el Atlante y aquilató la información en tal forma que me mantiene al corriente de los avatares de Hugo Sánchez en España y cada tercer día me explica que tiene los dientes cafés porque el agua de San Felipe Xotepec es canija.

Los camilleros viven para no salir a la calle. Hace unas semanas un atropellado murió antes de que acabaran de discutir sobre la pertinencia de abandonar la clínica. El doctor Ugalde, nuestro subdirector, bajó desde el cuarto piso y les recordó el juramento hipocrático (que no han prestado). Los camilleros le mostraron un ejemplar de la Ley Federal del Trabajo asombrosamente leído donde una maraña jurídica los libra de ocuparse de asuntos de vida o muerte.

Cuando entré a Urgencias lo único vital era impedir que se ahorcara la mula de seis. Los camilleros jugaban contra los sastres de La Distinción (uno de ellos sólo se concentra si tiene alfileres en la boca).

-No hay fijón -el camillero mayor ahuyentó las migajas de galleta que tenía en el pecho y sólo se levantó cuando supo que su compañero estaba firme. El sastre escupió un alfiler sobre las fichas.

La mujer acompañó la camilla hasta la entrada de la clínica. Casi se desmayó al ver la fachada con un mensaje poco confortante: CLÍNICA DE OJOS ANTONIO SUÁREZ. Me miró angustiada: ¡¿no íbamos a salvar a su víctima con un examen de la vista?!

-También operamos -dije, y esto pareció tranquilizarla.

El voceador dejó la bicicleta junto al banquillo de Lupe. Le compré un ejemplar del Esto para el conserje y un clásico en bolsa de hule que resultó ser El camino de la mente hacia Dios.

Ya arriba hojeé el libro y el pulgar me quedó gris. Nuestro director no ha hecho el menor comentario sobre los clásicos semanales, y lo más probable es que ignore su existencia, pero los adquirimos con un furor que no siempre tiene que ver con la lectura; durante años hemos oído al Maestro hablar de los genios que ahora amanecen en manos del voceador. En nuestras repisas crece un segmento de libros verde oliva que al menos visualmente nos acerca a Antonio Suárez.



Salí en camiseta de los vestidores y una mano anónima me amarró la filipina. Tardísimo para la operación. Me incliné, la respiración entrecortada, sobre el cuerpo a mi disposición. El campo había sido preparado en exceso, el yodo llegaba hasta la sien opuesta. Cinco minutos más y alguien se habría hecho cargo de mi paciente. Puse las manos en el visor del microscopio y aguardé un momento, lo necesario para pensar que ese paciente no era el mío. Estuve a punto de revisar la muñequera de tela adhesiva; si no lo hice fue porque ignoraba el nombre correcto. Ajusté el microscopio: un caso idéntico al mío, ¿pero era el mío? Cuando la enfermera (¿Lupita?) me tendió el ocutomo lo tomé con cautela; el metal brillaba bajo la luz neón, un filamento superpulido, tal vez contaminado. Mis veinte minutos de retraso bastaban para colocar en la plancha un cuerpo con severa condición cardíaca, para infectar el instrumental, para ponerme en estado de alerta total. Me separé del visor y vi, en una cercanía deforme, los cinco pares de ojos que me veían sudar, los uniformes frescos, la respiración acompasada de la enfermera (sus pechos oscilaban suavemente). La madre Carmen buscó una ocupación y limpió con minucia innecesaria unas tijeras. Tal vez era el momento de arrancarme el tapabocas y gritar que estaba harto de esos cuidados excesivos, harto de la rebuscada eficiencia de los últimos días, tan parecida a una conspiración.

Alguien con más carácter se habría dejado llevar por un arrebato histérico, pero yo no; me contuve, realicé una operación normal (un caso sin complicaciones, al fin y al cabo) y luego me di un baño que acabó por preocuparme de otro modo. A los treinta y seis años la grasa empieza a cobrar su cuota; enjaboné un vientre desagradable; con ropas, me olvido de la carne cansada, que no llega a la gordura, pero que al recibir el agua o ser frotada por la toalla me recuerda mi vida sin squash, sin riesgos, sin decisiones que me consuman como una llama fría, sin complicadas alternancias eróticas. A fin de cuentas tal vez me convenga la tensión que envenena los quirófanos; cien mañanas como ésta y estaré en forma. Me vestí y a la altura del cinturón (un orificio negociado con esfuerzo) pensé en la situación de la clínica. No hay jefe de Retina y hasta los que no tenemos mayor interés en el puesto hemos caído en una rabiosa competencia. El asunto se debería haber liquidado hace ya varias semanas, pero el Maestro Antonio Suárez ha estado fuera de la clínica. La verdad sea dicha, no sé qué espera, ¿que los escalpelos se encajen con filo renovado hasta que sobreviva un primer espada? En el fondo, una sincera carnicería nos vendría mejor que esta sorda manera de cumplir en contra de los demás: la impecable cauterización del doctor Ferrán es un agravio al doctor Solís, no hay forma de hacer algo bien sin joder al de al lado. Nos observan, nos estudian, los ojos roturados en las paredes vigilan nuestros actos, a tal grado que hasta los menos factibles empezamos a sentirnos candidatos. Hace dos meses era obvio que nombrarían a Ferrán; ahora nada sería más ilógico que una solución «obvia». ¿Cuál es el juego de Suárez? ¿Quiere que nos sintamos incluidos por igual para activar nuestras reservas de entusiasmo, intriga y ambición? Si es así, lo ha logrado. Nunca estuvimos tan comprometidos con la clínica y nunca nos odiamos más. Incluso Ferrán, un hombre de unos sesenta años, vive al borde del colapso. Su capacidad de resentimiento no tiene límites: para él, cada día en la clínica ha sido una vejación, un desconocer su excepcional estatura; sin embargo, compite por el puesto como si creyera en la imparcialidad de la elección. Tal vez lo hace para quejarse con más rencor cuando el elegido sea otro.

La jefatura de Retina comporta pocas satisfacciones, pero Suárez la ha hecho interesante con tantos titubeos. Ugalde, el subdirector, dice que esperemos y nos da oficiosos apretones de manos. Pero la posposición ya alcanza un grado monomaniaco. ¿Le habrá pasado algo a Suárez? Hasta hace poco nadie se ocupaba de su ausencia; a fin de cuentas sus horarios nunca han sido los nuestros; le gusta asumirse como un capitán oculto en su camarote: la tripulación nunca ve al hombre que define la derrota de la nave. Ahora su presencia es necesaria para resolver algo tangible, urgente: ¿quién de nosotros empacará sus cosas para subir al cuarto piso?

Regresé al consultorio y vi el libro recién comprado. Increíble que ya tuviera una película de polvo. Entonces, por un segundo, se atravesaron dos imágenes: Suárez y el puesto de revistas. Me di cuenta de algo que tal vez había notado sin darle importancia: hace semanas, tal vez meses, que Suárez no aparece en la prensa. Esto podría ser irrelevante en otros casos, no en el de él. Durante décadas ha asistido con excesiva prontitud a todas las rondas de la celebridad; es fotografiado en banquetes y celebraciones que nada tienen que ver con la oftalmología, se ha convertido en algo así como el médico por antonomasia, es El Doctor que los grandes desean tener al lado. Sí, algo estaba fuera de foco; que Suárez se mantenga lejos de sus colegas es normal, al fin y al cabo parte de su atractivo se debe a no estar del todo disponible, a convertir su presencia en un raro privilegio, pero su renuncia a la celebridad, a los festejos mundanos que le han dado una notable influencia, introduce un nuevo elemento: en verdad está fuera de alcance, Antonio Suárez se ha borrado, no sólo para nosotros, sino para las cámaras que siempre le parecieron preferibles.

Se comprenderá, entonces, el susto que pasé en El Emanado. Iba por el pasillo hacia la sala de rayos láser cuando llegué a un tramo oscuro; los focos se habían fundido y las paredes de mármol negro creaban una cámara mortuoria. Caminé despacio, aunque no había nadie por ahí; se trata de una de las zonas quietas de la clínica. El Emanado es un pasillo selectivo que admite a pocos pacientes y a unos cuantos médicos. Entonces oí unos pasos, distinguí un cuerpo en la penumbra y me detuve maquinalmente. Me recargué contra la pared helada; contuve la respiración. Lo que vi me hizo sentir una fuerte presión en el abdomen. El otro cuerpo avanzó hasta llegar a una flecha incandescente y pude ver al Maestro que apoyaba un dedo -un dedo larguísimo- sobre una bitácora. Durante unos segundos buscó un dato importante; su silueta alta y nerviosa estaba de espaldas a mí, de modo que me concentré en el pelo blanco, echado hacia atrás a la manera de un director de orquesta. Luego solté la respiración y esto bastó para que el otro se volviera. No pude ver su rostro. Me acerqué, con un andar inseguro, como cuando era practicante en la Planta Baja (las raras visitas del Maestro tenían el peso de la leyenda; lo recibíamos con una admirada estupidez, como si fuera alguien llegado del otro lado del tiempo). Las rodillas me temblaron al acercarme a la cabellera blanca, que bajo la flecha cobraba una iridiscencia eléctrica. Cuando al fin distinguí sus facciones supe que me había acercado lo suficiente para intercambiar el olor de nuestros alientos. Encontré un rostro más asombrado que el mío. Hay caras verdaderamente infelices y ésta era una de ellas; las facciones eran desagradables pero hubiera sido un elogio encontrarles un sesgo maligno; no, aquella nariz insulsa era incapaz de cualquier decisión propia, así fuera negativa. Sólo la oscuridad y mi ardiente paranoia pudieron confundirme de tal modo. Era un proveedor que por alguna razón se había puesto una bata.

-Perdón -dije, después de escrutarlo en forma insultante.

-No hay cuidado -contestó, con alivio de no estar ante un demente.

No sé qué le hubiera dicho al Maestro. Lo cierto es que ese rostro anodino, intercambiable, renovó mi ímpetu: volví sobre mis pasos, llegué al cruce con El Inactivo, caminé deprisa, dispuesto a no parar hasta el consultorio de Antonio Suárez.



Al fondo, una puerta negra. Quizá mi imaginación le agrega una solidez de bóveda bancaria; siempre me ha parecido inexpugnable, y ahora, al dar los últimos pasos, me di cuenta de lo reconfortante que hubiera sido encontrarla cerrada. Nada más cómodo que volver a mi consultorio. Pero la puerta estaba entreabierta. Lo que al principio del pasillo me hubiese parecido un milagro al final me pareció un espanto. ¿Tenía las agallas de irrumpir en el consultorio de Suárez? Estaba a un portazo de lograr dos cosas: cancelarme para el puesto y terminar con la incertidumbre. Nunca antes había tenido una oportunidad tan clara de violar nuestro severo código de privacía. En el fondo, más que de mi entereza, había que asombrarse de mi falta de opciones para complicarme la vida. Un empujón, un impulso y estaría del otro lado, en el arriesgue que me pareció tan deseable bajo la regadera. Me acerqué otro poco, un cable salía por la puerta; al fondo se oía una aspiradora, alguien hacía la limpieza. Decidí que el Maestro no estaba ahí.

Permanecí unos segundos junto al entrevero. El ruido cesó, escuché una voz. ¿Suárez? Supongo que actué de un modo inexplicable, pues al recordar ese momento son otras las circunstancias que me vienen a la mente, otras imágenes, como si hubiera estado en un quicio, protegiéndome de la lluvia, y después de dos horas decidiera mojarme.

Salí de mi escondite y no empujé la puerta; regresé con la cabeza gacha del que se mete bajo la lluvia cuando ya se había salvado.



Cuando la clínica se instaló en San Lorenzo los vecinos pensamos que el barrio cambiaría como una expansión eficiente del hospital. Ha ocurrido lo contrario. En el vestíbulo de los gases nobles no es raro encontrar vendedores ambulantes. Ayer, uno de ellos estuvo a punto de subir conmigo al tercer piso.

Salí del elevador decidido a no pensar en nada que no fueran mis pacientes. No pude. Esta vez algo agradable llamó mi atención.

Entre las puertas de los elevadores hay una silla que siempre me ha parecido perfectamente inútil. ¿Quién puede escoger ese sitio para descansar? Ella, por lo visto. La muchacha recibía el dorado resplandor de un arbotante en el techo; aunque tenía los ojos cerrados, algo me hizo suponer que no dormía. Un rostro esbelto, con suaves ojeras azules que no supe si atribuir al efecto de la luz. Sus manos pálidas, con las uñas mordidas, me hicieron atribuirle un temperamento inestable. Le calculé veintitrés años, un número impar, caprichoso.

Por primera vez encontraba a alguien en esa silla, pero no sé si esto baste para explicar los minutos que pasé a su lado. Me costó trabajo dejarla ahí, dichosamente dormida junto al tráfico de los elevadores.



El ciclista evoluciona satisfactoriamente. Ugalde, por supuesto, está furioso. El teléfono sonó con un timbrazo seco: «Bien hecho, doctor Balmes». La voz del subdirector viaja con un énfasis punzante, como si tuviera un avión secuestrado al otro extremo de la línea. Por lo demás, sus frases no siempre significan lo mismo que sus palabras. La máquina de rayos X mandó malas noticias al cuarto piso y el ciclista tendrá que quedarse una temporada con nosotros. Ugalde me felicitó por el acto humanitario que le causará grandes estorbos:

-No creo que la familia pueda cubrir los gastos, pero los centavos no importan en casos como éste.

De nuevo: «centavos» significa «millones».

Ugalde lleva la parte administrativa de la clínica. No opera desde que le fraccionó el nervio óptico a un paciente (hay quienes agregan el dato de que se trataba de la hija del secretario de Industria). El caso es que lleva treinta años dedicado a detallar trámites con tal pericia que la actividad médica parece impensable sin ellos.

Curiosamente, este trabajador tenaz es un hombre vencido por los años; tiene un marcapasos en el corazón, la calva llena de pecas y verrugas, lentes bifocales que no siempre lo auxilian. Me ha invitado a cenar un par de veces: al ver sus esfuerzos para rebanar el filete uno casi olvida su reputación, las alarmas que sus oficios suscitan en la colmena de consultorios, las secretarias que despide cada seis meses, pues ninguna le aguanta el ritmo. En una ocasión me tocó sentarme junto a su mujer. Es mucho más joven que él, no llega a los cuarenta y cinco, pero se maquilla como si tuviera que rejuvenecer un rostro de sesenta. El perfume que despedía su cabello me arruinó el gusto de probar por primera vez espárragos crudos. Ante terceros, se refiere a su marido como «el doctor»:

-El doctor trabaja tanto que se queda dormido en el dentista -comentó por lo bajo.

Esta imagen del hombre hiperactivo que se relaja mientras lo barrenan es uno de los mitos de la clínica. La verdad sea dicha, Ugalde sólo revive en el teléfono o por escrito.

-Bien hecho, doctor Balmes -repitió, en tono de condena absoluta. Le di las gracias, colgué la bocina.

Me dispuse a auscultar a los pacientes semidormidos en la sala de espera, bajo el cuadro que no acaba de gustarme: tres caballos azules, de cuellos largos, afelpados, beben agua. En eso Conchita llamó a la puerta:

-¿No vio mi recado, doctor? -entresacó una papeleta de un altero de historias clínicas-. Se metió al Privado sin decir «agua va».

Los médicos del tercer piso tenemos un saloncito inútil que sólo sirve para estimular la envidia de los pisos inferiores. Ferrán y Briones juegan baraja o encierran ahí a un nieto ruidoso; Lánder de plano instaló un aparato de ejercicios, una especie de barca para remar en seco.

No pude descifrar la caligrafía de Conchita. Le parece de gran clase escribir como farmacéutica.

Abrí la puerta del Privado y sentí un olor a fósforos fríos. Al fondo, una mujer entreabría las persianas (un rayo oblicuo golpeaba una estatuilla). Parecía absorta en algo allá afuera. Cerré la puerta con fuerza. Ella soltó las persianas: la estatuilla se apagó en la mesa. Un crujido tenue, sedoso, indicó que se aproximaba. Encendí la lámpara del escritorio y vi un plato lleno de cerillos apagados.

Al levantar la mirada encontré a la muchacha que había ocupado la absurda silla entre los elevadores; tenía ojos soñolientos, como si el reposo la hubiera cansado. Me pareció más pálida. Un mechón castaño le tapaba un ojo, la ceja izquierda se alzaba definida, firme. De golpe me sentí incómodo: la estaba viendo con una curiosidad que me ponía en evidencia.

Se sentó en una silla antes de que yo se la ofreciera y por toda presentación dijo que se llamaba Mónica y venía recomendada por el Maestro:

-Estoy haciendo mi servicio social.

-¿Es oftalmóloga?

Mencionó una de esas carreras difusas que anuncian en la radio: licenciatura en desarrollo humano, algo por el estilo. Por lo demás, su campo de estudio le da un tedio infinito: me aplicó un cuestionario y no mostró el menor interés en mis respuestas (podría haberle dicho que operábamos con picahielo y lo habría anotado, amagando un bostezo con el dorso de la mano).

La atendí lo mejor que pude para que no subiera una queja al cuarto piso. Por sí misma no inspiraba muchas atenciones: lucía ausente, como si padeciera un cambio de horas y debiera estar profundamente dormida en otro país. No descorrí las persianas; supuse que prefería la penumbra. Aunque la luz era débil conté cuatro, cinco uñas maltratadas por sus dientes. Esto ya era distinguir demasiado en alguien que me veía con aire de calamidad. Le pregunté por los cerillos.

-Dejé de fumar y enciendo cerillos para calmarme. El olor me gusta.

Ni siquiera pude reclamar el mérito de ponerla nerviosa: no encendió ningún cerillo.

Me costó trabajo seguir viéndola, algo insólito, dado lo mucho que me gustó el cuello frágil, los ojos que tal vez la oscuridad volvía grisáceos, las piernas que habían hecho crujir la falda con un susurro que prometía un material muy superior al rayón que llevaba puesto. Ahora que escribo me siento capaz de hacerla desmerecer: una muchacha prepotente y aburrida, delgada en exceso, con movimientos abruptos (debía ser pésima bailarina). Sin embargo, recuperar la franqueza del momento es ver las piernas cruzadas, el zapato que se zafa en el talón y la mano que juega distraídamente a calzarlo y descalzarlo. ¿Por qué esos gestos mínimos hacen pasar saliva y borran los otros, que deberían ser más significativos: sus frases descompuestas, su mirada indiferente, como si el cuestionario fuera una solicitud de mi parte?

Al despedirse sonrió sin despegar los labios y me tendió una mano bastante tibia. En San Lorenzo las manos tibias pasan por afectuosas. La gente con sangre de pescado se sopla mucho vaho antes de saludar a alguien. En otros tiempos, cuando aún podía tocar una mano sin auscultarla, los dedos de Mónica me habrían parecido amables. Ahora, su temperatura me hizo pensar que estaba ovulando.



Los fósforos quemados por Mónica y el hecho de ingresar a un ciclista a la clínica me trajeron una época dura y enganchadiza de la que ya no trato de librarme. Los cerillos me recuerdan a Lucía. Es difícil perderle la pista a alguien de San Lorenzo; sin embargo, ella logró el milagro de no tener familiares ni conocidos que le inventaran una desaparición interesante.

No recuerdo a nadie tan fugado. La conocí, o mejor dicho la vi, en los tiempos en que la necesidad y una condición física que ahora me resulta inexplicable me hacían pedalear en bicicleta para entregar los recados de la Estética Masculina Max.

La vida de Maximiano Luengas se repartía en las tres secciones de su establecimiento: la peluquería propiamente dicha (un sillón de cuero guinda y un tablón lleno de revistas despellejadas), la vitrina con sus trofeos de ciclista y, ya al fondo, el refrigerador donde enfriaba pollos y trozos de cerdo para los puestos de tacos de calzada Anáhuac. Más o menos del 67 al 74, los años terribles en que el pelo largo estuvo de gran moda en San Lorenzo, Maximiano mantuvo abierto el negocio gracias al refrigerador y a que le puso nueva cadena a su bicicleta y me contrató de recadero.

Mis primeros servicios al gremio de Hipócrates ocurrieron en bicicleta. El doctor Felipe tenía pies planos y me llamaba como quien llama un taxi. Si se trataba del doctor, Maximiano no me reprochaba que regresara con retraso. Alguien le había hablado de la época en que los barberos también hacían de cirujanos.

El doctor Felipe sabía escuchar con infinita atención todo lo que no le interesaba. Aunque su título debía ser tan inencontrable como su apellido, la colonia se acostumbró a confiarle sus enfermos intermedios, los que no se aliviaban con tés de poleo, ajo o boldo ni ameritaban cirugía. Era soltero y vivía con su madre, una vieja jorobada como una alcayata. Tenía un cuerpo delgadísimo que apenas pesaba en la llanta trasera de mi bicicleta; siempre llevaba el mismo traje, luido y negro, de escribano de principios de siglo. Los médicos «de bata» le merecían el mismo desprecio que otros uniformados.

Los domingos no salía a la calle y se emborrachaba a solas. Entre semana bebía en la cantina, con método: sorbía su tequila muy despacio y se daba tiempo en pedir el siguiente. Nunca había sido levantado de una zanja, pero los lunes tenía un aire huidizo, los gestos inseguros de quien se ha salvado de milagro.

Su dispensario estaba en los altos de una tortillería, según demostraba su saco lleno de lamparones harinosos. Sus mejores cualidades eran la paciencia para oír conversaciones hasta que un síntoma asomara la oreja y la resignación para aceptar un manojo de perejil, una canasta con un guiso, un corte de pelo, los dispares pagos de sus pacientes. Sin embargo, su reputación local se debía a algunos casos de mediano asombro.

Uno de ellos llevaba el sonoro nombre de Abigaíl Ramos. Abigaíl era una muchacha horrible y perfeccionista que hacía flores y barcos de migajón. Por lo menos dos veces a la semana yo transportaba sus fragatas minuciosas a Los Apeninos, la tienda de regalos que lleva veinte años ofreciendo el oso gris que Olaf Pruneda cazó en la Sierra del Nido. En ocasiones, me pedía que le regresara un barco: había olvidado ponerle una insignia.

Aunque el mundo no parecía muy ávido de flores ni barcos de migajón, Abigail trabajó a un ritmo febril hasta que el calvo empezó a rondarla. Era un tipo de mirada sombría, sin contactos en la colonia. Nadie sabía qué se le había perdido por aquí.

Una tarde Abigaíl me recibió con una cuchara humeante:

-¿Le falta epazote? -me preguntó.

A partir de entonces me usó de catador de sus platillos. Todos eran estupendos pero a ella le preocupaba el epazote:

-¿De veras, de veras te gustó?, ¿de veritas? -y me veía con aire equívoco.

Fue este nuevo afán de perfección lo que anunció la boda con el calvo. La noticia se propagó con sus recetas. Sin embargo, cuando le llevé la factura de la sastrería, no quiso abrir la puerta.

El calvo desapareció como había llegado. Todo mundo fue a ver el ajuar en la vitrina de la sastrería y Abigaíl Ramos decidió ponerse a salvo de las calamidades de este mundo. Curiosamente olvidó su gusto por las cosas bien hechas: se comió un barquito que le dejó espantosas marcas de color en las encías y el fósforo de un sinfín de cerillos (alguien le dijo que era un veneno segurísimo). El doctor Felipe le lavó el estómago y al poco tiempo las fragatas volvieron a circular en el aire polvoso de San Lorenzo. Después de unas semanas creí prudente preguntarle quién le recomendó lo de los cerillos.

-Lucía -contestó una Abigaíl a la que ya no le importaban los mástiles sin insignia.

Lucía era una muchacha desgreñada, de hombros fuertes, que según mi padre estaba medio loca porque le había sucedido algo horrendo. Se pasaba el día descalza, cultivando flores de pétalos carnosos en la macetera de su ventana; el vestido se le untaba al cuerpo, lleno de manchas de agua, y las flores despedían un olor raro, a toalla húmeda. Su mirada tenía un brillo de asombro. En una ocasión me pareció verla chupar un cerillo.

-El fósforo alumbra el cerebro -me explicó el doctor Felipe; por lo demás, sus «explicaciones» eran bastante vagas: sabía mucho y no aclaraba nada, como si el conocimiento fuera algo intransferible. Quizá por eso me entusiasmaron las clases de Antonio Suárez, para quien la sabiduría consistía en descubrir, cada vez con mayor precisión, la medida de la ignorancia; su forma de hablar a través de historias, de proteger la verdad al no hacerla aparente, se emparentaba con los rodeos del doctor Felipe, que desaconsejaba ciertas píldoras porque hacían «soñar con pollos». Una intuición lenta y fuerte lo llevaba a curar un mareo crónico prohibiendo la ingestión de plátanos. El diagnóstico preciso salía sobrando. Mi vocación se decidió al compartir los misterios del nitrato de plata que sanaba los sarpullidos y las ventosas ardientes aplicadas en casos de incertidumbre. Me bastaba asomarme al dispensario y ver el caduceo de yeso junto al retrato de Juan XXIII con el que alguien pagó sus consultas, para sentir la imantación de los secretos médicos.

La vida de Felipe no era del todo solitaria, pero tenía los manierismos de los hombres solos. Cada vez que necesitaba algo rebuscaba en todos los rincones y se quejaba de no tener ayuda. Se cosía sus botones con destreza y le preparaba a su madre unas papillas espantosas que él llamaba «nutricias».

Cuando le quitaba algún cliente al destino festejaba con un cuarto de gomitas de anís. Eran gomas durísimas, dignas de su paciencia. De sus derrotas no se quejaba mucho. Por lo demás, los familiares del enfermo se limitaban a decir «ya estaba de Dios que se mudara al otro barrio», es decir, a una colonia con hospital o al más allá. La expresión fue acuñada antes de que Suárez abriera su clínica y muchos juzgaron agraviante que el primer hospital llegara tan especializado y trajera a ciegos de tantas colonias, una seña de mal agüero, sin duda.

Conocí cada rincón de San Lorenzo en mis años de recadero; casi siempre con el doctor a bordo. El primer acceso de tos le dio en mi bicicleta; era tan raro que hablara que creí que en esa carraspera había palabras; me detuve para oírlo mejor pero sólo escuché un vahído metálico, un anuncio del enfisema que finalmente lo vencería.

Todavía alcanzó a padecer la ola de modernización que hizo que la tortillería se llamara «tortilladora» y la panadería «panificadora», como si hubiera mayor virtud tecnológica en las palabras forzadas. Se quejó de ese nombre absurdo en la planta baja de su casa, una intromisión tan vulgar como la del médico «de bata» que llegó a verlo. En medio de su delirio me entregó una moneda y dijo «tortillería», como si quisiera comprar la palabra.

Después del sepelio, la madre juntó las pertenencias del doctor en una caja de detergente. Le pedí que me vendiera el caduceo.

-¿Cuánto te costó esto? -señaló el asiento de mi bicicleta, imitación leopardo-. Dame lo mismo - así fue como tasó su valor. Tal vez valían igual; lo cierto es que los dos adornos me causaron problemas.

Según Maximiano, sólo alguien con un vedetismo francamente homosexual podía sentarse en un trozo de leopardo.

-Es peluche -expliqué.

-Peor tantito.

Sólo soportó aquel asiento que nos daba mala imagen al saber lo mucho que me había costado. Mis familiares no fueron tan benignos con el caduceo. Como no tenía recámara, lo puse en la sala, junto al sofá donde dormía. Mi madre me acusó de llevar símbolos del averno y mis hermanas, que sólo se unifican en cuestiones de zoología (para gritar ante una rata o gimotear ante un conejito), me insultaron en plan psicológico; después de repasar mis complejos, gritaron una sentencia que parecía sacada de la tortilladora:

-¡Estás conflictuado!

Ahora, el caduceo adorna la repisa superior de mi consultorio.



Desde que entré a la clínica, la gente de la colonia viene a consulta para librarse de malestares que casi nunca tienen que ver con la vista. Me pagan con los productos de su profesión, y mi madre se queja de todas las cestas de paja que le regalo. Muchas veces sólo vienen a hablar un rato, a contar chismes que también dejan en los pasillos: las enfermeras y los médicos están asombrosamente enterados de lo que pasa en el barrio. Abigaíl sigue haciendo prodigios de migajón: me trajo un ojo de horrorosa exactitud que no me he atrevido a exponer en mis repisas. Recibo a los vecinos sobre todo para ver si entre ellos llega Lucía.

Las flores carnosas se marchitaron en su ventana al poco tiempo del incidente de Abigaíl y nadie volvió a saber de ella. Hasta los más insidiosos perdieron la oportunidad de ofrecer los detalles de su fuga con el calvo. No, aquellas dos figuras no checaban. Tampoco supe cuál fue el asunto que la «enrareció» para siempre, pues mi padre jura haberlo olvidado. Sin embargo, el vestido untado por el agua y el pelo revuelto se me grabaron como sólo pueden hacerlo las imágenes que estimulan las primeras masturbaciones. Tal vez no la reconocería si regresara a San Lorenzo. De cualquier forma, no pierdo nada con imaginar que regresa y me paga con esas flores que no he vuelto a ver. Daría lo que fuera por tenerla ante la lámpara de hendidura, por ver sus ojos brillantes y sentir su tibio aliento a fósforo.



La callada dignidad con que el doctor Felipe fingía entender todo lo que ignoraba me confundió hasta la admiración. Una tarde, a la altura del arroz con leche, expresé mi deseo de estudiar medicina. Esto dio oportunidad a que mi padre soltara palabras de fantasía; habló de «galenos», «nosocomios», médicos «de verdad», y me ordenó que dejara el empleo que estaba arruinando mi vida.

Por aquella época Felipe había empezado a silbar sobre mi oreja. «¡Ah que neumotórax!», decía. Me pareció atroz dejarlo sin bicicleta. Mi padre habló de mi futuro y señaló el piso con su tenedor, como si las losetas salpicadas de arroz cubrieran la cloaca por la que se fugaba mi destino.

Al poco tiempo empezó a llegar con folletos que anunciaban carreras al vapor para reparar motores de aire acondicionado.

-De técnico no pasas -vaticinó-, igual que Amirita.

Amira, mi hermana mayor, estudiaba para cosmetóloga y olvidaba en la mesa y los sillones una mano de yeso con las uñas pintadas en distintos colores. Aunque la escuela de cosmetólogas diera anillo de graduación, él quería expertos, títulos que respaldaran nociones cuánticas, nucleares. Nuestro futuro sin licenciatura le parecía una ofensa personal; para jodernos, llamaba «licenciados» a los perros callejeros:

-¡Denle de comer al licenciado! -me mandaba con una escudilla de arroz a alimentar licenciados de lengua morada.

Pese a todo, me aferré al manubrio de la bicicleta, el asiento de leopardo se despintó en mis pantalones y luego despintó mis pantalones. La decisión crucial vino con la muerte de Felipe, ya no tenía adonde llevar al doctor, y sin embargo seguí pedaleando. La perspectiva de ponerme al corriente con los elementos de la tabla periódica era tan pesada que mi vocación médica se redujo a pensar en enfermos y sentir el viento en la cara.

Tengo un primo que ganó un decatlón en la Magdalena Mixuca. Lo conocemos como el Plusmarquista y hasta la fecha corre en nuestras calles con una rapidez inhumana.

-El ignoramus veloz -le decía mi padre, para burlarse de mí.

Y tal vez en verdad seguiría repartiendo recados para Maximiano de no haber ocurrido lo del menonita.

Aquel episodio llegó en camioneta. Un modelo amarillo abrió sus portezuelas junto a la Estética Masculina Max y un poderoso olor se impuso a los perfumes del negocio. En las ventanillas, varias cartulinas proclamaban la causa de tal supremacía: Queso menonita de Chihuahua.

Maximiano salió a la calle armado de una tijera que soltaba hebras de pelo. El conductor de la camioneta resultó ser un tipo de mejillas color ladrillo en busca de un refrigerador para sus quesos. Se quitó el sombrero y habló de rentar «el freezer». Desde su última vuelta ciclista, Maximiano no sale de San Lorenzo y habla de la colonia Aviación Civil como de un territorio extranjero. El vendedor de Chihuahua le tocó alguna fibra localista porque se enfrascó en una disputa en la que insultó a foráneos, masones y herejes (en ese orden), y terminó hundiendo su tijera en un queso asadero.

El hombre de los quesos no se dio por vencido y trató de sobornarnos con botanas menonitas. Alguien le dijo que Maximiano desconfiaba de su hombría por pronunciar «mushasho» y quiso reparar el entuerto contando sus amoríos con mujeres de trenzas amarillas. El peluquero es tan supersticioso que en sus épocas ciclistas llenaba sus calcetas de mejorana y otras plantas aliadas de la velocidad. Su devoción católica también está teñida de superchería: se persigna después de cada casquete corto y se sienta en la tercera banca de la derecha para escuchar los sermones del padre Vigil Gándara (si no hay lugar espera a la siguiente misa). El «menonismo» le pareció sospechoso: una secta que profesaba su fe con quesos y trenzas de mujeres no podía llevar a nada bueno.

La camioneta amarilla amaneció en distintas esquinas del barrio hasta que Zoraida, mi hermana de en medio, decidió hacer el primer negocio de su vida: rentó la mitad de nuestro refrigerador.

-¡Les salió lo árabe! -gritó Maximiano, quien sabía perfectamente que lo único árabe en la casa eran los nombres con qué mi padre bautizó a sus hijas (mi madre, por supuesto, sospecha que Amira, Zoraida y Sureya son los diamantinos seudónimos de sus vedetes favoritas).

Maximiano me despidió y prometió no volver a cortarle el pelo a nadie de nuestra ralea:

-¡Aunque viva 2000 años!

Una tarde, ya en la Facultad de Medicina y movido por sabe Dios qué sentimiento de culpa, regresé a la Estética Masculina Max. El peluquero ya parecía haber vivido sus 2000 años. Encontré a un hombre enjuto, amarillento, jorobado por la bicicleta de su juventud y las nucas podadas en cuatro décadas. Olvidó su promesa y se vengó de otro modo: me trasquiló con enjundia; salí con el cuello ardiente y oloroso a agua de colonia.

Mi primera actividad de desempleado no había sido muy positiva. En la maderería del carpintero López compré un galón del destilado que él llama «vino de ciruela» y sabe a mercurocromo. Amanecí en un lote baldío, junto a un tipo que tenía una vistosa cicatriz en la cabeza rapada; le habían practicado un corte en forma de herradura, como para abrir una compuerta. Regresé a casa deteniéndome en las alcantarillas para ver dónde se fugaba mi futuro; ya sólo parecía capaz de emular al doctor Felipe en su borrasca alcohólica.

Lo único bueno que recuerdo de aquel periodo fue la fantástica destrucción de la Afianzadora Morelos. Unos técnicos subieron con sogas a la azotea. Después de muchas horas de colocar cargas de dinamita y de compartir tacos y refrescos con el cinturón de curiosos, lograron que el edificio se desplomara en una inmensa nube de polvo. El estruendo rompió algunos cristales aledaños y el espejito circular en el que se miraba Sureya. Este acto de fuerza fue la primera noticia que tuvimos de la Clínica Suárez.

Según mi padre, sólo un milagro me haría aprobar el examen para la universidad. Obviamente él pensaba en una selección en pequeña escala; no sabía que el examen se presentaba en el estadio de futbol. No recuerdo situación más absurda que la de estar en las gradas, con estupenda vista de la portería norte, tratando de recordar la valencia química del uranio. Vi el lema de la universidad, «Por mi raza hablará el espíritu», y me pareció indescifrable, fuera de cualquier cálculo. En verdad merecía reprobar. Sin embargo, fueron tantos los que olvidaron tantas cosas ese día que mis magros conocimientos bastaron para calificarme.

En la Facultad supe que un aura de misteriosa admiración rodeaba al doctor Antonio Suárez. Digo «misteriosa» porque los alumnos de los cursos superiores, los mismos sátrapas que introdujeron un páncreas en mi portafolios, salían pálidos de las clases de Suárez y se referían a ellas con el respetuoso temor que infunde lo que no se entiende. Todo indicaba que el astro de la oftalmología impartía su curso en latín. En mis primeros años en la Facultad, Suárez fue dos cosas: el vengador que humillaba a nuestros enemigos y el responsable de la construcción más grande que habíamos visto en San Lorenzo. De día, una cadena de hombres polvosos arrojaba ladrillos con precisión inverosímil. De noche, los andamios se alzaban como una confusa osamenta. La hoguera de los veladores producía sombras vacilantes, un batir de alas, como si un pájaro monstruoso quisiera escapar del edificio.



Aunque no abarca más de dos cuadras, Filatelistas es conflictiva: es nuestra única diagonal y su nombre indica que debería pertenecer al siguiente barrio, donde las calles celebran profesiones.

San Lorenzo tiene un trazo de retícula, de acuerdo con la parrilla donde ardió el mártir. ¿Qué necesidad había de esa cuchilla de dos cuadras? Alguna vez Suárez me dijo que los palacios de la India tenían defectos intencionales para no suscitar la envidia de los dioses:

-Sus topógrafos arruinaron adrede la cuadrícula, por si las moscas -Suárez me atribuye la propiedad de todo lo que tenga que ver con mi barrio.

Aun sin Filatelistas, la colonia tendría defectos suficientes para sobrevivir a la envidia de los dioses; uno de ellos es justamente su falta de espacios abiertos, ni siquiera la iglesia tiene una plaza que la realce; para ver la fachada hay que pararse en la vulcanizadora de enfrente. Es un edificio menudo, de una sola torre. La puerta está protegida por dos angelotes de cemento, siempre a punto de aporrear los tambores que tienen al lado; sus labios gruesos parecen contar un compás: ¡¡seis... siete... ocho...!! Acaso para contrarrestar a los ángeles guapachosos, el padre Vigil Gándara narra el martirio de nuestro patrono con una truculencia llena de citas clásicas:

-Escribe San Agustín: «después de haber desgarrado sus carnes con garfios, y de haber lacerado sus miembros a fuerza de azotes y flagelaciones, decidieron asarlo, y lo asaron tendiéndolo sobre una enorme parrilla puesta al fuego; después, para que sus sufrimientos fueran más horrorosos, cuando su cuerpo, colocado sobre la trama de rejas incandescentes y al rojo vivo estaba asado, dábanle la vuelta a fin de que se asase y requemase por el otro, procurando de ese modo que el suplicio fuese lento y cada vez más espantoso».

Los sermones son tan eficaces que la gente sale de misa para ir al cine Edén, que todas las noches contradice su nombre con películas de terror.

En los tiempos de la Afianzadora nadie se ocupó gran cosa de la excéntrica cuchilla. Cuando Suárez se dio el lujo de estallar el único edificio alto, la calle cobró otro interés. Félix Arciniegas, siempre en busca de una querella, inició una lucha para cambiarle de nombre. Félix ha organizado múltiples campañas, la mitad de ellas contra Olaf Pruneda, que le debe 3.45 dólares desde 1958. Cada vez que le va muy mal o muy bien su rostro se perjudica: una riña sindical le dejó una cicatriz en la frente y en una época de bonanza fue con un dentista que lo estafó con unos dientes muy semejantes al maíz mejorado.

El caso es que trató de cambiar el nombre de la calle para garantizar que esa avanzada del progreso quedara dentro de la colonia. Nadie sabía los beneficios directos que traería la clínica pero Félix se sentía capaz de enumerar los magníficos comercios en los que se embaucaría sin tregua a médicos y enfermos de la vista.

Las paralelas a calzada Anáhuac llevan nombres de frutas y las perpendiculares de héroes difusos que cambiaron cinco veces de bando y murieron del lado incorrecto de la Revolución. La solución de compromiso era encontrar un prócer no muy acreditado y con apellido de fruta. Nadie sabe tanto de héroes como mi padre, de modo que Félix empezó a frecuentar la casa. En las tardes revisaban candidatos y comían pepitas (recuerdo la habilidad de Félix para cascarlas con sus dientes gigantes). Para mi padre el caso cobró visos de una disputa de soberanía, como si Filatelistas llevara a otro país. Lo más próximo a una solución fue el descubrimiento de Esteban Jufresa, coronel acribillado en un sembradío de Puebla.

Después de recabar firmas que todos otorgaron por temor a que Félix se quedara a convencerlos hasta la hora de la merienda, hubo una sesión («solemne», según mi padre) donde el Regente recibió la propuesta de que Filatelistas se llamara Esteban J. Fresa. El único resultado concreto fue el siguiente: dos motociclistas de lentes oscuros recorrieron la calle con gran alboroto de sus Harley Davidson. Lo que vieron no debió interesarles gran cosa; se apearon en una esquina, pidieron dos elotes «con todo» y se fueron sin pagar, ratificando la tesis de mi padre de que las motocicletas corrompen a los hombres, aunque no sean policías.

El dudoso Esteban J. Fresa no entró a los mapas de la colonia, la diagonal siguió llamándose Filatelistas y la clínica siguió creciendo en la punta norte de San Lorenzo.

El extremo sur es demarcado por la calzada Anáhuac, donde el metro corre al aire libre. Del otro lado está la fábrica de raquetas. Las noches de San Lorenzo son iluminadas por el neón de una raqueta que lanza pelotas a la oscuridad. Según un rumor persistente, los gatos callejeros son ultimados por cazadores que venden tripas a la fábrica. Lo cierto es que gatos no hay por ninguna parte. En cambio, abundan los conejos, las gallinas y aun las cabras. Todo mundo tiene animales para el guiso o la ordeña de ocasión; como casi no hay jardines, la ganadería es una actividad de azotea. Cuando hay norte en Veracruz, un viento fuerte despluma los techos.

Hace mucho que estas prácticas rompieron la cadena ecológica. Los puestos de fritangas en calzada Anáhuac, el maíz siempre disponible en las azoteas y la ausencia de gatos explica que Olaf Pruneda se haya enriquecido vendiendo un veneno para ratas que no sirve de nada.



Sobre San Lorenzo se alza una nube espesa; un ciclón (las noticias hablan de una turbonada en el Caribe) y los gases industriales han acabado de cerrar el cielo. No dan ganas de salir a la calle; he prolongado mis horarios de consulta al sábado y al domingo, aunque de por sí no me gustan los días libres, soy gente de entre semana; desconfío de los que tienen muchos pasatiempos, se distraen con los primeros naipes, olvidan las otras zonas de su vida.

El domingo se respira un ambiente distinto en la clínica, las enfermedades parecen apaciguadas, como si una orden secreta impidiera las situaciones de emergencia. Sin embargo, justo cuando me convencía de que las sorpresas estaban prohibidas en fin de semana, encontré al doctor Iniestra; de todos los colegas es el menos proclive a trabajar en domingo.

Estaba en uno de los teléfonos públicos que hay en El Extranjero. Me sorprendió que no usara el teléfono de su consultorio y que hablara en inglés. Gritaba frases urgentes, desesperadas. Aquello no era un diálogo ocasional. No entendí lo que decía pero no dudé que se trataba de un reclamo. De inmediato me puse de parte de la persona al otro lado de la línea.

Suárez bautizó a Iniestra como el Doctor Subtilis por la claridad de sus historias clínicas; en el inciso XIX-j suele recomendar la opinión de otro médico. Sus diagnósticos me recuerdan al padre Vigil Gándara, capaz de distinguir las seis circunstancias y los cinco géneros de fuegos que concurrieron en el martirio de San Lorenzo y las tres clases de refrigerios que lo ayudaron a soportarlo.

Iniestra ha solventado numerosas conjuntivitis, pero es incapaz de abrir un ojo sin ocasionar la pérdida de vítreo. Jamás pasará de la Planta Baja. Sin embargo, lo que para cualquier colega con orgullo profesional sería una ignominia, para él es una ventaja; estar en la Planta Baja le permite establecer complicidades con secretarias, camilleros, afanadores y otras personas decisivas para sus negocios de compraventa. Conoce todos los negocios de la zona y todas las necesidades del personal. Si alguien de Urgencias necesita medias suelas, él se encarga de que un zapatero pase por la clínica. La profecía de Félix Arciniegas de que la clínica traería negocios al menos se ha cumplido en la persona de Iniestra.

El Doctor Subtilis rezuma vulgaridad en cada poro de sus sacos de terlenka, habla de amantes de locura, generalmente inconcretas, usa un honesto bisoñé y, en los mejores días, una corbata con la torre Eiffel.

A la una de la tarde su secretaria teclea con dedos tapizados de perejil; aunque el consultorio básicamente huele a tacos de canasta, también venden empanadas de pina, jericalla y gorditas de abulón (en cuaresma). A las tres de la tarde, hasta las monjas teresianas se forman a comprar sus empanadas.

Las monjas colaboran con Suárez desde la fundación de la clínica. En la capilla consagrada a Santa Lucía nunca faltan cirios encendidos ni agapandos bajo la inscripción de Lucis via. Todo mundo sabe que malgastan su dinero en el consultorio-fonda de Iniestra, pero Suárez no permitió que pusieran un refectorio por temor a que proliferaran los insectos. Lo que ocurra en la Planta Baja parece tenerlo sin cuidado.

Me divirtió que el responsable de las empanadas estuviera en apuros. Lo escuché gritar sus frases descompuestas. Cuando colgó la bocina, se sorprendió de verme en el pasillo; consultó su reloj, como si buscara en la carátula algo que decir.

-Mi teléfono no sirve -señaló la cabina recién desocupada-. ¿El suyo tampoco?

-Tampoco -mentí y me dirigí al teléfono.

El auricular se había impregnado de un olor dulzón, a desodorante de canela. De reojo, vi que mi colega sacaba un frasco de su bata, una suspensión de hidróxido de aluminio. Como cuerpo nunca hemos estado en peor situación; somos una red de fermentaciones y secreciones a destiempo, los que fuman encienden cada cigarro con la colilla del anterior, la madre Carmen ofrece tés de cuachalalate, masticamos aspirinas, corre el rumor de que el banco de ojos se ha quedado sin córneas (en Retina esto nos afecta poco y tal vez por eso lo propagamos con especial insistencia). No sé si el trabajo extra del Doctor Subtilis tenga que ver con la ausencia de Suárez, lo cierto es que todo parece deberse a su ausencia.

En un rato libre subí a la terraza y me asomé a ver el cielo, los nubarrones que con el sol de la tarde cobraban un resplandor cárdeno, molesto.



El plomo que respiramos debe estar alcanzando nuestros bulbos raquídeos. A Ugalde, al menos, cada vez se le ocurren ideas más informes: nos pidió un reporte que llama «relación de partes» y nadie sabe en qué consiste. Decidí subir a verlo.

Es curioso cómo cambian las sensaciones de un piso a otro. En el tercer piso, un activo chirriar de suelas de goma, la voz tipluda que sale del micrófono: «doctor Del Río, tiene llamada telefónica», el olor médico que abre las fosas nasales. En el cuarto piso, un perfume de pinos artificiales, pasillos vacíos, un letargo sospechoso.

Ugalde me hizo esperar media hora, un tiempo razonable si uno no está ante una secretaria que percute en el escritorio con sus uñas rojo índigo. Traté de distraerme con las revistas que colorean la mesa de centro, pero todas tienen al Maestro en la portada. Vi las fechas de publicación: la más reciente era de tres meses atrás. Suárez es tan famoso que los periodistas simulan que verlo es una exclusiva: «aunque el doctor Suárez rara vez concede entrevistas...». Hasta hace poco esas «raras veces» sucedían a diario. Es difícil concebir a nuestro director sin un entorno de propaganda (ante la prensa extranjera sus mejores años son los de su estancia en Barcelona, en la clínica del célebre Barraquer; ante la prensa nacional exagera la importancia de su servicio social en Chiapas, donde estudió la oncosercosis causada por piquetes de mosco). Cuando tenía unos treinta y cinco años, era conocido por sus inflamadas clases en la Universidad Nacional y las corbatas de moño que ataba y desataba con la precisión con que extraía cataratas. Ahora sus caprichos son ensalzados por la prensa como atributos de su genio. Es un gastrónomo severo (ha hecho escenas en restoranes que a la distancia parecen operísticas y en su momento deben haber sido de una altanería insufrible), colecciona animales salvajes, practica la cerrajería para mantener ágiles los dedos. Sin duda la celebridad disminuye una vida. No hay vacilaciones, no hay crisis. La fama presenta a Suárez como el hombre que encajó el bisturí preciso y tomó a la mujer correcta. Las revistas en la mesa de centro eran una simplificación insultante. ¿Podíamos admirar esa mirada de suficiencia, los triunfos que casi parecían una bravata, un desafío a nuestra mediana condición? Suárez, hay que aceptarlo, ha vivido con gusto la tragedia del héroe reducido a ficha: «1963 fue el anno mirabilis en que pasó, de ser un médico respetado y algo excéntrico, a ser una celebridad: le devolvió la vista a un duque de Suabia de paso en Acapulco y al actor Celio Batanero; además operó gratis a varios niños chiapanecos, a un asesino múltiple que purgaba sentencia en Lecumberri y a los albañiles accidentados en un derrumbe en Iztapalapa (recibió el nombramiento de Albañil Honorario, una cuchara de oro para mezclar cemento y el derecho a ser huésped de cabecera en los convites de la Santa Cruz)». Ni una palabra sobre las miles de páginas que ha publicado en M. E. T. y otras revistas especializadas, nada sobre las horas de férrea disciplina, el sinnúmero de trabajos universitarios corregidos con comentarios en tres colores.

-En México hay que ser trabajador a escondidas -me dijo en una ocasión-; nadie respeta a quien sólo se dedica a trabajar.

La privacía es asunto de sospecha; quienes no reciben visitas a todas horas tienen algo que esconder: el pájaro atrozmente disecado, la delicada osamenta en el cajón, el almanaque con alfileres. Lo «importante» de Suárez es que le brindan un toro en la Plaza México, que se fotografía con leopardos y mujeres hermosas, que preside un palco en el Azteca cuando juega la selección nacional. El prestigio depende de cierto exceso público y él lleva una vida lo suficientemente tumultuosa como para que nadie piense que también trabaja en privado. Más que un hombre convencional, es un extravagante atrapado en las convenciones; de seguir como investigador universitario, jamás habría obtenido dinero para la clínica. ¿Por qué se lanzó a esa empresa? En la sala de espera recordé la historia. Una noche en que acampaba en las ruinas mayas de Yaxchilán, experimentó una viva iluminación interior: vio las pirámides comidas por la maleza, la escritura indescifrable en las estelas de los reyes y quiso dejar un testimonio más perdurable que los ojos operados que de cualquier forma se pudrirían en unos años. ¿Por qué escogió San Lorenzo? Supongo que por la misma razón por la que el Hospital Inglés está en Bondojito; también la modernidad prefiere los terrenos baratos.

La clínica es una réplica del edificio de Barraquer en la esquina de Muntaner y Laforja. En el salón de actos están las fotos de la inauguración, los ojos asombrados del obispo que bendijo nuestras paredes, el presidente en turno, el rector de la universidad, mujeres que podían o no ser actrices, médicos que por una vez trataron de vestirse como arquitectos, charros y chinas poblanas, militares extranjeros con pintas de ultraizquierda o ultraderecha.

Suárez se empeñó en que su edificio, como el del eminente Barraquer, tuviera una atmósfera secreta, reverencial, lograda con pisos ajedrezados, columnas revestidas de uralita, luces indirectas, ojos de agua en los patios interiores y muros de gres; también en que fuera una casa de los signos, aunque se permitió algunos cambios respecto al modelo original: en la entrada, en vez del ojo de Osiris, colocó el ojo de Tezcatlipoca; en el vestíbulo de espera, no rindió homenaje a los signos del zodiaco, sino a los gases esquivos que permitieron el rayo láser.

El vestíbulo es un círculo rodeado por los balcones de los distintos pisos; a lo alto, un tragaluz filtra el cielo en un falso invierno. En el frontispicio del primer nivel están los nombres en español de los gases nobles: El Inactivo, El Oculto, El Nuevo, El Solar, El Extranjero y El Emanado. Bajo cada nombre sale un pasillo. El Oculto lleva a los quirófanos y los cuartos de los pacientes, El Extranjero a consulta externa, El Solar a la alberca en la azotea, El Nuevo a los laboratorios y el banco de ojos, El Emanado a las salas de rayos láser y El Inactivo a la oficina de Suárez.

Nada más típico del Maestro que reservarse ese elemento. «El que no trabaja», insinúa la inscripción, y sin embargo se trata del argón, que activa nuestros rayos láser y llena las bombillas luminosas de la clínica. Suárez decidió que su camino tuviera un nombre inerte para los legos y lleno de asociaciones para los iniciados. El logotipo de la clínica, cosido en todas las batas, es, a un tiempo, la más simple representación de un ojo y la valencia química del argón: O.

Sara Martínez Gluck, la condiscípula del salón C-104 que vine a reencontrar en la clínica, dice que las ideas de Suárez más que esotéricas son herméticas: sus verdades se sustentan en un secreto profundo, central, al que sólo se penetra por vía indirecta. ¡Cuántas veces nos repitió la frase de Barraquer de que Las meninas se pintan con intuición y no con dosis exactas de colores! En sus clases, ante cien alumnos atemorizados de respeto e incomprensión, hablaba por igual de El Oculto o El Extranjero (nunca del criptón o el xenón) que del lente de vidrio soplado de Eugen Fick o la operación de catarata registrada en el código Hammurabi; luego contaba alguna historia que podía o no ser ejemplar y en la que el abrumado auditorio trataba de extraer algo que sirviera para pasar el examen.

La primera vez que recorrí la clínica sentí lo mismo que en sus clases, el atractivo de los misterios nunca revelados. En un país donde los hospitales pecan de exceso de luz, Suárez edificó un palacio de la noche. Un par de flechas en El Solar contribuyen a enrarecerlo con destinos luminosos: Solarium, Alhena.

Por fuera, la clínica es un bloque oscurecido por la contaminación. La fachada es lisa, salvo por las curvaturas que semejan párpados sobre la hilera de ventanas. Es la parte del edificio que recibe la lluvia de manera directa; sólo los párpados están libres de hollín.

Sara Martínez Gluck no opera y tiene todo el tiempo del mundo para pensar en los misterios de Suárez. Según ella, los signos de la clínica trazan un discurso racional, organizado.

La intuición es sólo uno de los componentes del trabajo denso, arduo, que llevan a las claves de Suárez. El Maestro no se opone a la lógica; al contrario, la cuida, aplaza sus conclusiones, coloca suficientes escollos para que el conocimiento tenazmente adquirido sea un equivalente de la virtud.

Sé que Ugalde se opuso a algunos detalles. No hay hospital mexicano sin un recinto donde ardan flamas votivas y la capilla de Santa Lucía, patrona de la vista, le pareció inobjetable, pero criticó los bajorrelieves aztecas, las efigies de Xipe-Totec afuera del banco de ojos, los globos oculares acuchillados por pedernales: «No parece que vamos a curar sino a sacrificar». Sin embargo, ya Barraquer había puesto el ojo de Osiris en su edificio y no hubo vuelta de hoja: Tezcatlipoca nos miraría entrar a la clínica. ¿Por qué escogió Suárez al más intranquilo del panteón azteca? El gusto por este dios de espanto dice más sobre el Maestro que toda la marea de elogios periodísticos. Tezcatlipoca no tiene paz, vive para complicar la vida. No es la deidad del mal, sino de la fatalidad, permanente recordatorio de nuestro frágil destino.

El ojo de piedra en la entrada de la clínica tiene una textura rugosa, es el Espejo Humeante que Tezcatlipoca lleva consigo y donde el hombre escruta su condición inescapable; es la pesadilla, el diagnóstico, la riqueza, el sufrimiento deificado.

Tal vez por eso a Suárez le gusta tanto la leyenda del hombre que recorre el desierto y encuentra un espejo en la arena. La clínica empieza con ese ojo sin párpado, el espejo habitado; al fondo de la piedra vibra, certero e intolerable, el destino de quien se mira.



Como maestro, Suárez ha buscado preservar el saber en su mayor pureza. Sin embargo, al construir la clínica comprometió su ideal; nada más espurio que esta zona atravesada por ductos, trámites, habitaciones numeradas. La «visión» de Suárez ha sido inventariada hasta el agravio por la realidad, a tal grado que su autor se replegó tras la última puerta de El Inerte. La administración tenía que recaer en un experto en calamidades pequeñas, y nadie mejor que Ugalde para moderar los términos de la clínica. Es cinco años menor que Suárez, fue uno de sus primeros alumnos en el desaparecido hospital 6 de Abril y antes de llegar aquí ya había complicado satisfactoriamente la vida de cuatro hospitales.

Si Suárez entretiene su imaginación con símbolos oscuros, Ugalde es uno de los muchos médicos adictos a Napoleón. En la sala de espera tiene un óleo de la batalla de Borodino. Otra vez contemplé el sol crepuscular que sacaba destellos a la nieve ensangrentada. Las uñas de la secretaria abrían otras heridas.

Cuando finalmente entré al despacho, lo primero que vi fue el busto de Napoleón en el escritorio. Es un Napoleón joven, de su época de Cónsul (nuestro subdirector lo admira tanto que aún no le perdona que se haya proclamado emperador).





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