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ArribaAbajo- III -

Quiromancia



- I -

Federico Ruiz... ¡Singular hombre, dado a la ciencia, al arte; el astrónomo que más entendía de versos, el poeta más sabedor de cosas del cielo! Diez años hacía que su espíritu navegaba jadeante por los espacios del saber buscando una vocación, y de ensayo en ensayo, de una en otra tentativa se le enfriaba el entusiasmo y su voluntad padecía desmayos. Era español puro en la inconstancia, en los afectos repentinos y en el deseo de aplausos. Primero fue músico, después cursó la Facultad de Ciencias y obtuvo la plaza del Observatorio, en la cual no estaba contento, porque su espíritu tenía un desasosiego, un como escozor, semejantes a la inquietud del enfermo que busca su alivio en los cambios de postura.

Era de costumbres apacibles, un tanto egoísta y un tantico avaro. Carecía del entusiasmo de su profesión, pero desempeñaba a conciencia, si   —162→   no de buena gana, los servicios del Observatorio. Soñaba con triunfos en el teatro, ¡demencia española!, y se creía, como tantos otros, un ingenio no comprendido y sacado de su natural asiento, víctima de la fatalidad y de las perversas contingencias locales. Todo ecléctico es triste: la perplejidad del espíritu hace displicentes humores. Y el bueno de Ruiz, en las melancolías que le ocasionaba una profesión considerada como interina, decía: «¡Qué país este!... ¡Desgracia grande vivir aquí! ¡Si yo hubiera nacido en Inglaterra o en Francia!...». Muchos ¡ay!, que dicen esto, revelan grande ingratitud hacia el suelo en que viven, pues si en realidad hubieran nacido en aquellos otros países, estarían quizás tan campantes haciendo zapatos o barriendo las calles. De todo esto se desprende que Federico Ruiz, astrónomo sin sustancia, debía de ser adocenado poeta. Incapaz de dar direcciones nuevas al arte, no sabía más que trillar los viejos caminos donde ya ni flor había ni yerba que no estuviesen cien veces holladas y aun pisoteadas.

Era el eternamente descontento, el plañidor de su suerte, el incansable arbitrista de su propio destino. Seguramente, desde que una obra suya pasara de las musas al teatro, le habían de entrar ganas de dar nueva ocupación a su espíritu. Un hombre tan sin centro y de pensamientos tan variables no podía ser gordo. En efecto   —163→   Federico Ruiz era flaco, tan flaco, que los carrillos se le besaban por dentro, y cuando se sentaba, tomando aquellas extrañas posturas, sin las cuales no demostraba comodidad, todo él se volvía ángulos. Era un zig-zag... Por extraña armonía, su pensamiento era lo mismo, y hablando variaba de dirección rápidamente describiendo con la palabra un vaivén mareante. Nada había derecho en él, ni el cuerpo ni el juicio. Andaba con cierta vacilación, semejante a la de los que han bebido más de la cuenta, y su voz era desentonada.

Último toque. Era ferviente católico, o al menos así lo decía él. Con su mejor amigo era capaz de pegarse si le hurgaban tantico, sacando a relucir divergencias entre la Fe y la Ciencia. Casamentero de las ideas, hacía felicísimos himeneos, y para ello tenía caudal copioso de oportunas y originales razones. Con su verbosidad errática y un si es no es elocuente, defendía todo lo defendible, logrando encontrar tales armonías entre el Génesis y el telescopio, que al fin sus amigos no tenían más remedio que callarse.

En el Observatorio su trabajo era más bien meteorológico que astronómico. Desempeñaba una plaza de auxiliar. Por ausencia o enfermedad de algún astrónomo, hacía las observaciones corrientes y algunos estudios matemáticos. Aunque no lo hacía mal, sus jefes no le confiaban   —164→   ningún trabajo delicado. Tardaba mucho, se fatigaba y además... Entre fórmula y fórmula, ¿cómo no dar descanso y consuelo al ánimo con un par de versitos?

En los tiempos aquellos en que le conocimos estaba el hombre muy encariñado con una idea católico-astronómica, que confiaba a sus amigos. Hay motivos para creer que la tenía formulada en difusos papelotes. La cosa era muy original, y hasta útil, filosófica, y como simbólica de la deseada concordia entre la Ciencia y la Religión. He aquí la idea de Federico Ruiz.

¿Por qué los planetas y las constelaciones y todas las unidades, familias o grupos sidéreos han de tener nombres mitológicos? ¿Qué significación ni sentido podemos dar en nuestra edad cristiana a los nombres y a las aventuras amorosas o criminales de tanto Dios adúltero y brutal, de tanto semidios canalla, de tanta ninfa sin vergüenza, de tanto animal absurdo? ¿Por ventura no tenemos, en lo espiritual, nuestro magnífico Cielo cristiano poblado de santos patriarcas, ángeles, profetas, vírgenes, mártires y serafines? Y si lo tenemos, ¿por qué no hemos de concordarlo y emparejarlo con el Cielo visible, dando a los astros los excelsos nombres del Cristianismo? Así tendríamos el Almanaque práctico, religioso y una como cifra exacta de la presencia de los bienaventurados en el Cielo lo   —165→   mismo que están esas hermosas luces en el vacío infinito. ¿Qué inconveniente hay en que ese grandioso planeta, llamado hasta aquí Júpiter, Dios de una falsa doctrina, se llame ahora San José? Y los demás planetas de nuestro sistema, ¿por qué no habían de tener el nombre de otros patriarcas, Adán, Noé, Abraham...? Esto se cae de su peso. Pues siguiendo este trabajo de bautizar el firmamento, las doce partes del Zodiaco vienen que ni de molde para los doce Apóstoles. Todas las constelaciones boreales y australes tendrían su santo correspondiente y las grandes estrellas representarían los santos más famosos. Arcturus, por ejemplo, sería San Francisco de Asís; Aldebarán, San Ignacio de Loyola; el Alpha del Centauro, Santiago; laCabra, San Gregorio Magno; Vega, San Agustín; Rigel, San Luis Gonzaga... La Cabellera de Berenice tomaría el nombre de la Magdalena; las Pléyades serían las once mil Vírgenes; la Espiga o Alpha de la Virgen, Santa Teresa de Jesús, y Antarés, la Verónica...Sirius, la mayor maravilla del cielo, tendría la representación de la Madre de Dios más propiamente que la Polar. Al hacer las denominaciones, se tendrían además presentes los días en que la Iglesia celebra las festividades de los santos, de modo que el paso del sol por cada región zodiacal determinara las fiestas de los Apóstoles, y así no se diría sol en Piscis, sino   —166→   sol en San Pedro... En cuanto a los cometas...

«¡Ja, ja, ja!».

Estas carcajadas eran de Alejandro Miquis, a quien Ruiz explicaba sus nomenclaturas una mañana, que debió de ser la del domingo 19 de Setiembre de aquel año.

-No te rías... Esto es muy serio. Tengo todo preparado para escribir una Memoria. Sin ir más lejos, el Almanaque sería entonces una verdad, y apurando la cosa, no se necesitarían ya altares ni iglesias. ¿Qué mejor imagen de un bienaventurado que esas magníficas luces nocturnas que nos embelesan y anonadan? ¿Qué mejor catedral que la aparente bóveda del cielo? Los hombres adorarían a la entidad San José, San Juan en la imagen luminosa de este o del otro astro, y como la celebración de la festividad por la Iglesia coincidiría con un fenómeno astronómico, he aquí establecida simbólicamente una armonía hermosísima entre la religión y las matemáticas...

«¡Ja, ja, ja!» -Miquis mordía el ala de su sombrero: tan dichoso era con lo que oía.

Cienfuegos dijo así:

«Querido Ruiz, no te metas en poner motes... Deja que conserven por allá arriba los bonitos nombres paganos de Casiopea, Ofiucus, Júpiter... Como las beatas sepan la jugada que les preparas poniendo el nombre de cualquier santo a una señora que se ha llamado Venus, te van a sacar los ojos...».

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Esto lo hablaban en la sala aquella cuyo techo y muros están hendidos, formando una línea en la dirección ideal del meridiano. Esta hendidura tiene puertas que se abren con cuerdas semejantes a las que mueven las velas de un buque, y se descubre así la parte del cielo que se desea observar. El telescopio, montado en una especie de cureña aérea, tiene aspecto de cañón. Le sostienen postes de granito; sólo gira en un plano vertical, y hay un sin fin de ruedas y palancas de dorado bronce para mover el gran tubo y colocarle en el ángulo que exige la observación. Montado sobre carriles, un gran sillón sirve para que el astrónomo se tienda en posición cómoda, y pueda, aplicando el ojo al catalejo, escudriñar cómodamente el espacio y ver todo transeúntes del meridiano, sea chico, sea grande; de día el padre sol, de noche esta o la otra res del inmenso rebaño de estrellas, ora una clarísima, fulmínea, ora las que vacilantes hormiguean entre la muchedumbre infinita. Se las ve atravesar, impacientes y como perseguidas, el campo del objetivo, dándonos a entender con su aparente carrera la marcha que llevamos nosotros por los insondables derroteros del vacío. El cristal está dividido en cuarteles por hilos de araña cogidos en los árboles para este fin, y que tienen, ¡quién lo diría!, aplicación tan sabia y útil. ¡Venturosos animalejos   —168→   las arañas que, sin saberlo, son tejedoras de las cuerdas, casi invisibles de puro tenues, con que se toma la medida a las porciones billonarias del firmamento!

El péndulo sidéreo, colocado a la derecha, parece la imagen de la discreción y de la mesura. Su pulsación suave, el juego de sus manecillas, que tan calladas van marcando los segundos y minutos, embelesan al que lo mira. Se le ve como si fuera una persona, un ser vivo y de madre nacido, con facciones de números y entrañas de animado metal, palpitantes y en ejercicio como nuestras entrañas. Por el mismo estilo que el péndulo, el barómetro registrador parece también un personaje, sólo que el primero es de lo más serio y reposado que se puede imaginar, mientras el segundo, organismo admirable que sabe redactar sus impresiones sobre la pesadez atmosférica, tiene no sé qué de festivo y pueril. Es un geniezuelo, un antropoide, cuyo origen no sabe el profano si atribuir a la invención de la leyenda o a los cálculos del mecánico; es prodigioso cuerpecillo, juguete que parece que tiene alma, y hace ruidos graciosos y extraños cual si cantara a media voz misteriosas endechas. Hace toda la gracia un escape que juega con la palanca; siguen a esto ruedas silenciosas y graves, y en el término del mecanismo tiene el endiablado instrumento su pedacito de lápiz,   —169→   con el cual escribe sobre un cilindro de papel... Cuando hay tempestad es cuando tiene que ver. Entonces, agitado el mercurio, que es su sangre, actúa sobre todos sus miembros, y se le ve febril, echando sobre el papel unas rúbricas que son fehaciente expresión del variable peso de la atmósfera.




- II -

Ruiz, taciturno y atento sólo a su deber, hizo la observación del paso del sol por el meridiano. No se verificó este acto sin cierta solemnidad como religiosa, con silencio, sosiego y aun algo de poesía, por cuya circunstancia y por ser operación diaria, decía Miquis que aquello era la misa astronómica. Cinco minutos antes del momento en que el péndulo sidéreo marcara el paso de Su Majestad, manipuló Ruiz en el telégrafo para subir la bola de la Puerta del Sol. Estuvo luego atento, callado, observando el mesurado latir del péndulo; preparó el anteojo con cristal opaco, se puso en el sillón, abrió las compuertas, miró. Una sección del globo inmenso entraba en el campo del objetivo, y su tangencia en los hilos de araña permitía determinar, por cálculo, el mediodía medio, por donde regulamos y medimos estas divisiones convencionales del tiempo,   —170→   a las cuales acomodamos nuestro vivir. Luego manipuló otra vez para hacer caer la bola de la Puerta del Sol, y cerradas las compuertas y tapado el anteojo, registró los cronómetros y apuntó su observación en un cuaderno. Cienfuegos y Miquis, que habían visto esto muchas veces, permanecieron indiferentes, como los sacristanes ante los sagrados ritos. El uno leía un periódico, el otro se paseaba inquieto a lo largo de la sala.

Pensar que tres españoles, dos de ellos de poca edad, pueden estar en el lugar más solemne sin sacar de este lugar motivo de alguna broma, es pensar lo imposible. A la iglesia van muchos a pasar ratos divertidos, cuanto más a una sala meridiana donde no hay más respeto que el de la ciencia, donde se entra con el sombrero puesto y aun se fumaría, si la susceptibilidad de los instrumentos lo permitiera. No había concluido Ruiz sus apuntes, cuando Miquis se echó atrás él sombrero y poniéndole la mano sobre el hombro, le dijo:

-A ver tú... ¿por qué no me sacas mi horóscopo?

Era el mismo demonio aquel Miquis; ¡y qué cosas se le ocurrían! Si Ruiz no fuera un si es no es guasón y maleante, se habría escandalizado de aquella proposición sacrílega. Pero como no tenía entusiasmo por la ciencia, no tenía tampoco ese respeto fanático que impone deberes de   —171→   compostura en ciertos sitios. ¡Oh! Sin ir más lejos... si él hubiera nacido en Inglaterra o en Francia, habría tenido aquel y otros respetos, sí señor; porque seguramente ganaría mucho dinero con la ciencia, ¡pero aquí, en este perro país!... Como español (y gato de Madrid, por más señas), podía hacer mofa de todo. Manos a la obra. ¿Horóscopo dijiste? Bien, ¿y de qué se trataba?

Cienfuegos, que sentado en una silla leíaLa Iberia, alzó los ojos del papel para decir:

-Ya los astros no dicen nada del destino humano. No quieren meterse en vidas ajenas... Desde que se ha empezado a decir de ellos que tienen miseria en sus cabelleras luminosas, es a saber, que están habitados, se han amoscado y no quieren cuentas con nosotros... ¡Oh!, si hablaran, Miquis lo agradecería... Está el pobre, que no le llega la camisa al cuerpo, pendiente de una resolución, de una sentencia...

Ambos le miraron. Miquis se paseaba a lo largo de la sala, con las manos en los bolsillos, arrastrando sus miradas por el suelo.

-¿Qué es eso, Alejandrito?... ¿Amores?

-No, no, ¡valiente tontería! Mejor dicho, vida o muerte para mí -dijo el estudiante de Derecho parándose ante el astrónomo-. Figúrate que con esta vida, jamás está uno en fondos, y la verdad... mejor sería no carecer de nada.

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-Eso, aunque no lo digan los astros, es matemático.

-Yo te diré lo que hay -manifestó Cienfuegos-. Alejandro tiene una tía, que le ha prometido darle trigo... pero trigo... en gordo... Pasan días y días, y el recadito de la tía no parece.

-Me dijo que a mitad de la semana, y la semana ha concluido.

-Un día más o menos...

-Es que tengo un desasosiego... -suspiró el manchego, mostrando bien en su voz y en su gesto lo que decía-. Temo que si pasa tiempo, recobre mi tía el juicio.

-Que lo pierda, querrás decir.

-No, hombre, no, porque mi tía está loca, y al darme lo que ha prometido, si es que me lo da, se acreditará de rematada... Estoy agonizando... ¿Se habrá arrepentido? ¿Habrá entrado en aquel cerebro un rayo de esa luz del sentido común que anda esparcida por el mundo, sin que la vean muchos de los que tienen ojos? Porque se dan casos de que la vean, antes que nadie, los topos.

-Pues vete a su casa, tonto, y pregúntale, y dile: «¿Señora tía, ¿me da usted o no lo que me ha prometido?».

-Es tan nervioso y tan pusilánime -observó Cienfuegos-, que no se atreve a ir, porque si la señora le dice que no hay nada, le dará un desmayo.

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-¡Yo no voy, yo no voy! -declaró Miquis volviendo a pasearse-. Si después de haberme consentido, dice nones, creo que cojo una enfermedad.

Ruiz se frotaba las manos, riendo con aquella expresión burlona que tenía para todo, para lo grave y lo cómico.

-Te voy a sacar el horóscopo, Alejandrito. Vamos a ver. Hay que principiar por saber la fecha del nacimiento de tu querida tía.

-¡La fecha del nacimiento! -exclamó Cienfuegos-. Debió ser el año de la Nenita.

-Eso lo sabrá la Diosa Isis. Creo que mi tía no tiene fecha. Debe proceder del antiguo Egipto. ¡La pobre es tan buena!... es lo mismo que los chiquillos, ¡y me quiere tanto...! No nos burlemos... Señores.

-¡No, no nos burlemos! -declamó Ruiz, remedando la tiesura de un sacerdote de ópera. Siento no tener aquí una sotana de ala de mosca y un cucurucho lleno de sapos y culebras. Cuando te digo que te voy a sacar el gran horóscopo, y a adivinarte lo que deseas... Sin ir más lejos: en este momento, ¿qué hora es?, las doce y veintidós minutos y tres segundos. Al pelo, chico. Mira: el Sol está saliendo de la constelación del León, a quien yo llamaría San Marcos, y entra en Virgo... ¡La virgen!, tu tía... Luego viene la Balanza... ¡dinero...! Esto es más claro   —174→   el agua. Tenemos también a Mercurio sobre nuestras cabezas. Este caballero representa el comercio, las jugadas de Bolsa, el papel moneda. Lo dicho dicho: el encuentro de Mercurio y la Virgen, puede considerarse como felicísimo augurio. Y si añadimos que al entrar en la Balanza pasa junto al Centauro, que yo llamaría San Ignacio de Loyola, resulta lo siguiente: ¿Qué representa Mercurio? El comercio, las transacciones, el correo. Por algo le representaban aquellos brutos con aladas alpargatas. El correo, fíjate bien. De todo se desprende que debes escribir una carta a tu tía prehistórica, preguntándole qué vuelta llevan esos dinerillos que te prometió, y que no has visto todavía.

-Pues eso no me parece mal -dijo Miquis meditabundo-. ¿Y si me contesta que no?

-Pues si te contesta que no, te metes las manos en los bolsillos vacíos, y te quedas fresquecito, de verano...

Alejandro volvió a pasearse, y Cienfuegos a leer su periódico. De repente, el manchego, con la súbita vehemencia del que tras vacilaciones dolorosas se decide a tomar un partido, gritó.

-¡Pluma, papel, tinta!... Voy a escribir la carta a la Diosa Isis...

-Calma, calma, iremos a la biblioteca. No hay que alborotar esta santa casa.

-¿Y quién llevará la carta? ¡Es tan lejos!...

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-No faltará quien la lleve. No te apures. Irá el Centauro, o mandaremos al mismo Mercurio. Vamos a la biblioteca.

Pasaron a donde decía Ruiz, y Miquis se puso a escribir. ¡Dios mío, qué premioso estaba aquel día! No sabía cómo empezar, ni en qué forma y con qué materiales construir la deseada epístola. Tres o cuatro empezó y las tuvo que romper, porque ninguna de ellas respondía bien a su pensamiento. La una decía:

«Querida tiíta Isabel: tengo que ir esta noche al baile de la Embajada austríaca, de frac, y como usted comprenderá...».

Esta no servía. Ras... Empezó otra así: «Estoy enfermo en cama. Me visitan siete médicos, y con tanta visita y gastos de botica, se me acabó el dinero que tenía. Como usted me prometió...». Ras, ras... tampoco valía...

Otra: «Estoy en casa de los catedráticos haciendo un trabajo...». Fuera.

Por último encontró la fórmula y la carta quedó hecha. Dio un suspiro al cerrarla y repitió su queja:

-No vamos a tener quien la lleve.

-¡Qué pesadez! -dijo Cienfuegos, suspendiendo otra vez su lectura-. Cuando este coge un tema... La llevaré yo, si es preciso.

-Si es en los quintos infiernos... allá, donde Cristo dio las tres voces.

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-Sea donde fuere... Este es atroz cuando da en encontrar dificultades y en echar lamentos.

-Vamos a casa -dijo Ruiz-. Veremos si hay algún ordenanza. D. Florencio nos sacará del paso...

Salieron, y lo primero que vio Miquis fue el famoso héroe de aquel otro domingo, que gozoso y algo conmovido se acercaba a saludarle, gorra en mano.

-Hola, mequetrefe, ¿tú por aquí otra vez? ¿Qué es de tu vida?

Felipe, confuso, no sabía qué contestar, pues érale muy difícil exponer en breves palabras los motivos de su salida de la paternal casa de D. Pedro. Temía que su protector, por falta de explicaciones circunstanciadas, atribuyera la expulsión a cualquier denigrante y odiosa falta.

-Te has civilizado... ¡Pero qué bonita has puesto mi ropa! Es verdad que lleva tiempo... Y hablas ya como la gente. Lo que menos creías tú era verme aquí.

-Señor, estoy viniendo todos los días a ver si le veo...

-Pues mira, hoy caes aquí como agua de mayo. Nunca podrías ser más oportuno. Me vas a hacer un recado.

-¡Un recado!... -exclamó el Doctor con alegría-. Si los señoritos me buscaran una colocación...

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-Sí, para colocaciones estamos -dijo Cienfuegos.

-Como me traigas buenas noticias -indicó Miquis-, te prometo...

-¡Adiós!, ya está este tocando el violón... No prometas nada, Alejandro, no prometas.

-Vas a llevarme esta carta.

-Sí señor.

-A la calle del Almendro. Entérate bien o te pego. ¿Sabes dónde está?

Felipe vacilaba.

-Entras por Puerta Cerrada...

-Sí, sí... démela, démela.

-Bien claritas le he puesto las señas. Número 11, cuarto segundo. ¿Sabes leer?

-Pues ya...

-Preguntas por doña Isabel... esperas contestación y me la traes aquí.

Llegó cuando menos se le esperaba D. Florencio, muy peripuesto, vestido de negro, con el rostro enmascarado de cierta tristeza fúnebre, y saludó a los tres amigos.

-Ya sabemos a dónde va usted, señor Morales y Tempra...do, D. Florencio.

Con solemnidad luctuosa, haciendo con ambas manos una elocuente mímica de ese dolor mesurado y correcto, que es propio de las tragedias clásicas, el señor D. Florencio dejó caer de su boca esta frase:

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-Voy al entierro del grande hombre

-¡Pobre Calvo Asensio!

En tal día enterraban con gran aparato de gente y público luto a aquel atleta de las rudas polémicas, a aquel luchador que había caído en lo más recio del combate, herido de mortal cansancio y de fiebre; hombre tosco y valiente, inteligencia ruda, que no servía para esclarecer, sino para empujar; voluntad de acero, sin temple de espada, pero con fortaleza de palanca; palabra áspera y macerante; temperamento organizador de la demolición. Reventó como culebrina atacada con excesiva carga, y su muerte fue una prórroga de las catástrofes que la Historia preparaba. D. Florencio, que era su amigo, hacía aspavientos de dolor comedido y decía:

-Entre paréntesis, si no hubiera cambiado su farmacia por esta condenada política, todavía viviría. Era un mocetón... Vamos a echarle un puñado de tierra:

Después, como viera a Felipe, que oía con el mayor respeto aquellas elegiacas razones, le consagró también a él, pequeñito, una frase llena de socrático sentido:

-Doctor Centeno, ¿qué haces por aquí? ¿Sirves a estos señores? Como te portes bien, medrarás. Si no... Ya me contó Pedro que tienes mañas sacrílegas y dices muchas mentiras... Ojo, señores, ojo...

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Ofendido y mal humorado oyó Felipe estos conceptos, mas no quiso contestar nada. Apremiado por Miquis para que fuera pronto al recado de la cartita, echó a correr por la rampa abajo, dejando muy pronto atrás a Morales, que iba con su metódico paso de procesión cívica.




- III -

Quince días habían pasado desde que el buen Doctor dejó con tan mala ventura la casa de D. Pedro Polo... Cayó, como el cabello que cortado se arroja, a los rincones y vertederos urbanos, allá, donde las escobas parece que arrastran, con los restos de todo lo útil, algo que es como desperdicio vivo, lo que sobra, lo que está demás, lo que no tiene otra aplicación que descomponerse moralmente y volver a la barbarie y al vicio. ¿Quién le seguirá por esta zona, a donde llegan arrastrados todos los despojos de la eliminación social en uno y otro orden? ¿Quién le seguirá a las casas de dormir, a las compañías del Rastro, a los bodegones, a las tabernas, a los tejares y chozas de la Arganzuela y las Yeserías, a la vagancia, a las rondas del Sur, inundadas de estiércol, miseria y malicia? La historia del héroe ofrece aquí un gran vacío que es como reticencia hecha en lo mejor de una confesión.   —180→   Sólo se sabe que a los dos días de su salida de la casa, de Polo, se extinguió el último ochavo de las seis pesetas que le diera aquella cristiana y al mismo tiempo pagana Emperadora, figura hermosísima que él había visto en alguna parte, sí, en esta o la otra página de sus estudios; en la Doctrina Cristiana y en la Mitología. ¡Misterios de la óptica moral! Fuera lo que Dios quisiere, él se había prometido no olvidar a aquella señora en todo el tiempo que durase su vida...

Se sabe también que algunas noches durmió en lo que vulgarmente se llama la posada de la estrella, o sea, al aire libre; que pasó grandes y tormentosas escaseces; que iba todos los días a la subida del Observatorio con esperanza de encontrar al que le protegió, le amparó y le dio ánimos en aquella feliz ocasión; que al fin su puntual fidelidad obtuvo recompensa, como se ha visto, deparándole Dios el encuentro de Alejandro Miquis, prólogo de las importantes cosas que vienen ahora, y paso primero en el nuevo rumbo que toma, la vida del héroe, como verán los que no se hayan aburrido todavía y quieran seguir adelante.

Emprendió, pues, la marcha el Doctor para desempeñar su recado, y en la Puerta del Sol, ¡inesperado estorbo!, se encontró con que no podía pasar, porque todo estaba lleno y apelmazado de gente, Él, no obstante, había de penetrar   —181→   entre la multitud para ver qué era aquello y por qué motivo se reunían tantas personas. Metiose por las grietas que en la humana masa se abrían; navegó con trabajo por entre codos, piernas, espaldas, y pudo ganar al fin la esquina de la calle de Carretas. Felizmente había allí un farol que no estaba ocupado, y se subió a él, después de guardar cuidadosamente la carta en el pecho. ¡Qué bien se veía todo, desde aquella altura! «¡Ya!... entierrito tenemos...». Y que el muerto era persona grande lo manifestaba la muchedumbre de acompañantes y de curiosos. Felipe vio el carro mortuorio, tirado por caballos negros y flacos, con penachos que parecían haber servido para limpiar el polvo de los cementerios; vio el armatoste donde el difunto venía, balanceándose como una lancha negra en medio de las olas de un mar de sombreros de copa; vio los asilados, los lacayos fúnebres, de malísima catadura, y el lucido acompañamiento, ejército sin fin de personas diversas, elevadas y humildes, todo oscuro, triste y hosco. Iba detrás, en primer término, un señor alto y gordo, de presencia majestuosa; a su lado otros muchos, gruesos o flacos, y detrás un río de levitas y chaquetas. ¡Cómo serpenteaba la fatídica procesión, cómo se detenía a veces, cómo empujaba! Era cuña que en las plazas abría la masa de curiosos y en las calles se dejaba oprimir a su vez por aquella... Felipe se   —182→   unió a la comitiva. Tan pronto iba delante con los incluseros, tan pronto atrás, cerca de aquellos señores tan guapotes. Pero él se mantenía siempre a respetuosa distancia: miraba y nada más. No era, como aquel intruso y farsante Juanito del Socorro, a quien Felipe vio delante de los caballos, apartando la gente con ridículos y oficiosos aspavientos. «¡Fantasioso!», pensó el Doctor, y poco después, allá cuando iban por la calle de la Concepción Jerónima, viole atrás, pegado a los faldones del respetabilísimo caballero obeso y de blancas patillas que presidía... «Otro más entrometido que Juanito...!».

Por la calle de Toledo, Redator distinguió a su amigo entre el gentío y se fue derecho a él. ¡Qué facha la de Juanito! Llevaba las mismas alpargatas o babuchas de orillo que usaba siempre, una chaqueta de papá y una corbata negra que su mamá le había hecho para aquella lúgubre ocasión. Se saludaron con un par de estrujones, y Juanito dijo al otro:

-Estoy rendido... Yo fui a avisar a la parroquia para que llevaran los Oles... Después recado por arriba y por abajo... llevar mucha papeleta, y ahora traer coches... Voy aquí con D. Salustiano. Hijí... este sí que es peje.

Al decir esto, señalaba al señor grueso, personaje de tan admirable presencia que a Felipe le parecía, si no rey, un dedito menos. En efecto,   —183→   el Doctor vio a su amigo meterse entre los señores que iban en la delantera del acompañamiento, estrujándoles la ropa y estorbándoles el paso. Alguien le daba empellones para echarle fuera; pero él se volvía a meter. Al, fin de la calle de Toledo, muchos empezaron a ocupar los coches... Felipe, entonces, satisfecho de haber visto bastante, acordose de su deber, y retrocedió para buscar la calle del Almendro.

La cola del inmenso cortejo estaba aún por San Isidro. Allí se apartó Felipe de él, dio varias vueltas por Puerta Cerrada, mirando letreros, y por fin se internó en la calle del Nuncio. Estaba en camino. Los lacayos de la Nunciatura excitaron su curiosidad y perdió un ratito admirando tanto galón y tan buenas aposturas. Algunos pasos más, y ya estaba mi hombre en el fin de su viaje. ¡Qué silencio, qué sepulcral quietud la de aquellos lugares! Eran más fúnebres que el entierro y más solitarios que la soledad. Después del bullicio, de la confusión y gentío que había presenciado, verse allí era como caer en un pozo. Y la tal calle se enroscaba haciendo una vuelta tan brusca que no se veía ni el principio ni el fin de ella. Parecía una trampa armada al descuidado transeúntes; y todo el que entrase en ella, no como Felipe, aturdido y sin ver, por ser niño, el sentido de las cosas, creeríase más en Toledo que en Madrid, o bajo la dominación de los reyes   —184→   austriacos, amenazado de las uñas de Rinconete. Hoy es la calle del Almendro recogida y silenciosa; júzguese cómo sería hace veinte años cuando aún la ley de las trasformaciones municipales no la había comunicado, derribando casas, con la Cava Baja. Entonces nadie por allí pasaba, que no fuera habitante de la misma calle. Componían gran parte de su caserío las cocheras de la casa de Aransis, la casa de Vargas, sola, misteriosa, abandonada, pues es de creer que sólo mora en ella el espíritu de San Isidro. No se conocía en ella ninguna industria, como no fuera la de un colchonero que tenía por muestra un colchoncito de media vara. Había escudos sobre puertas que jamás se abrían, y balcones de hierro que a pedazos, corroídos por el orín, se desbarataban. Dos o tres casas de alquiler, relativamente modernas, había en la tortuosa longitud de la calle. Una de ellas, la del número 11, que era la que buscaba Felipe, estaba en la rinconada que ha desaparecido para establecer la comunicación de aquel embudo con la Cava Baja. De modo que la casa de la tía de Miquis no existe ya. Hay que figurarla; pero como no faltan memoria y datos, puede decirse que era un edificio del siglo XVII, ordinario, vulgarísimo, feo, con dos pisos altos, puerta de piedra, en cuyo clave se veía grabada la común inscripciónJesús María y José, y lo demás de revoco.

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Nos hallamos en el rincón más interesante quizás de este Madrid que tantas curiosidades encierra, y que hoy presenta revueltas, en algunas zonas, las primicias de la civilización y los restos agonizantes del mando antiguo. Dos huecos tenía cada piso de la casa aquella, que Felipe comparó, in mente, con un seis de copas. En la ventana baja, inmediata a la puerta, no había señal de vivienda humana. Rotos los vidrios y cerradas las maderas, parecía aquello almacén. Era, en efecto, depósito de una cofradía caducada, y ya se ignoraba quién tenía las llaves. En los dos balcones del principal había muchos tiestos, descollando entre ellos una grande y bien florecida adelfa que daba alegría a la casa y aun a la calle toda. No tengamos reparo en decir, aunque sea prematuro o indiscreto, que allí vivía una mujer o señora que echaba las cartas y tenía gran parroquia, muy tapadamente, en todo Madrid.

Si los balcones del principal eran alegritos con tanta hierba y verdura, los del segundo éranlo mucho más, porque en ellos el follaje se desbordaba por los hierros, subía y aun daba grata sombra. Era ya una vegetación arborescente, impropia de balcones y que traía a la memoria lo que cuentan de Babilonia. Los tiestos de diversa forma estaban unos sobre otros; había pucheros, cajones, tibores, medias tinajas y barriletes,   —186→   todo admirablemente cultivado y lleno de variedad gratísima de plantas. Descollaban una higuera con higos, un manzano con manzanas, un níspero también con fruto, un albaricoque y hasta una parra que ofrecía en sus ya pintados racimos abundante esquilmo de Octubre. Y entre estas familias mayores, las capuchinas de doradas florecillas subían por la jamba, agarrándose a unas cuerdas muy bien puestas; lo mismo hacían las campánulas, el guisante de olor y otras trepadoras. Achaparrados y asomando por entre los hierros, estaban los claveles, el sándalo, la hierbabuena, la medicinal ruda, la balsamina, el perejil de la reina, el geranio de pluma y otras especies domésticas. Colgadas a un lado y otro de los balcones había hasta media docena de jaulas chiquitas con verderones y jilgueros presos, pero tan cantantes que no cesaban ni un momento de echar sobre la calle sus deliciosos trinos.

Felipe, al reconocer el número, avanzó hasta el centro del arroyo y se quedó como lelo, mirando la casa. Era para él tan misteriosa, emblemática o incomprensible como una de aquellas páginas de la Gramática o de la Aritmética, llenas de definiciones y guarismos que no había entendido nunca. Miraba y miraba, descifrando con aquel incipiente prurito de su mente investigadora... Hacía lo menos quince minutos que   —187→   duraba este contemplativo examen, cuando observó que se abrían los cristales de uno de los balcones del segundo. Por entre el follaje distinguió una mano delgadísima que apretaba los higos de la higuera como para ver si estaban maduros. Luego acariciaba los racimitos de la frondosa parra... Mirando más, y cambiando de sitio, pudo distinguir una cara... Era blanca, fina y lustrosa, como las caras de las muñecas de barniz que se ven en las tiendas de juguetes, con ojos negros y vivos. En la cabeza tenía un lío amarillo, al modo de turbante... Felipe se vio mirado y examinado por los ojos de la muñeca, pero con tal fijeza, que él hubo de turbarse y no supo qué hacer. Aquella era la tía, del señor de Miquis. ¿Por qué le tenía miedo?, ¿por qué se quedaba absorto y como fascinado delante de la casa...? Es preciso entrar. Atrévete, hombre.




- IV -

Cuando la criada de la tiíta Isabel abría la puerta, lo primero que se veía... Hablemos con claridad: allí no se veía nada hasta que el visitante se iba acostumbrando a la oscuridad, hasta que sus ojos, ávidos de ver, no pescaban, digámoslo de este modo, en el fondo de las tinieblas este o el otro objeto para sacarlo al espacio visible.   —188→   Antes que tal fenómeno ocurriera, y no ocurría jamás sin gran trabajo y paciencia de la retina, el visitante percibía gratísimos olores de plantas aromáticas, tomillo, mejorana y orégano, de tal manera fuertes, que se creía en la puerta de un establecimiento de herbolario... Después que había olido bien, empezaba a ver, y lo primerito era una pareja de gatos, grandes, gordos, manchados, saltones. Se daban a conocer primeramente por sus dorados ojos, algunas veces con reflejos verdosos como los del fondo del mar, y luego se distinguían sus blandas piruetas y sus escurridizos rabos. En la sala, repentino contraste; mucha luz esparcida y un no sé qué de regocijo. Allí aparecía otra vez la familia gatesca, aumentada con dos o tres chiquitos y muy monos, y reforzada con vivaracho perrillo, el cual no cesaba de ladrar o de rezongar enfadadísimo, debajo de un mueble, todo el tiempo que duraba la visita.

La sala tiene que ver. El que no sepa guardar las formas respetuosas que exigen ciertos lugares consagrados por el tiempo y la virtud, que se vaya a la calle, y me deje solo. Solo y extático contemplaré el nogal de aquellos sillones y mesas, bruñido por la edad y el aseo, nogal que salió de los primeros árboles que dieron cosecha de nueces en el mundo. Admirar aquella madera tan fregoteada, que algunas cosas de mérito   —189→   se hallan deslucidas y feas de puro limpias.

¿Quién no hace una reverencia a aquel paleográfico sofá, interesantísimo, pintado que fue de rojo y oro, con patas curvas y dos respaldos tiesos con cojincillos de tela encarnada, pieza de tal forma, que el que se apoyara sin estudio en cualquiera de sus costados, corría peligro de romperse un codo? Bargueño y tablas que en esta pared estáis, ¿quién os lavó tanto que os quitó la mitad de la pintura y casi todo el dorado, dejándoos en los huesos? Los candeleros de oro echan chispas de sus repulidas facetas, y hasta la estera de junco, amarillosa con golpes rojos, parece que se compone de varillas metálicas, según lo lustrosa que está... Veamos esas láminas. Sus rótulos nos dirán lo que representan. Diana, hallándose con sus ninfas en el baño, sorprende y descubre el estado interesante de la ninfa Calisto... Juno convierte a Calisto en osa... Matilde, hermana de Ricardo Corazón de León, desembarca vestida de monja en la Tierra Santa... Matilde ve a Malek-Adhel... Malek-Adhel roba a Matilde y echa a correr con ella por aquellos campos... A esta otra parte hallamos algo más que admirar: Vista de Mahón y sus fortalezas... Muy bien. Pero lo que más nos cautiva es una miniatura sobre marfil, monísima, graciosa de contornos y trasparente y fina de color. Es retrato de esbelta y delicada joven, como de   —190→   quince años, de negros ojos y ensortijado cabello. Su talle es alto, muy alto; su cuerpo enjuto, enjutísimo. Con su mano derecha nos muestra una rosa, tamaña como un cañamón, y en la izquierda tiene un abanico semiabierto, en el cual se lee su bonito nombre: «Isabel Godoy de la Hinojosa». La fecha está borrada.

El gabinete que con la sala se comunica podría llamarse bien el museo de las cómodas, porque hay tres... ¿qué tres?, al entrar vemos que son cuatro, y de diferente forma y edad, siendo la más notable una panzuda, estilo Luis XV, pintada de rojo y oro. Su vecina es de taracea y ambas ostentan encima cofrecillos y algún santo vestido con ropita limpia, búcaros con flores y un tocador de aquellos que tienen el espejo montado a pivote sobre dos columnas. Almohadilla con muchos alfileres y agujas no faltaba en otra de las cómodas, la cual sostenía también un camello de porcelana cargado de un montón de botellitas y copas de limpio cristal.

Brasero de cobre sobre claveteada tarima ocupaba el centro del gabinete; pero no le veríais lleno de frías cenizas ni de brasas ardientes, pues jamás, ni en invierno ni en verano, sirvió para calentar la habitación, sino que hacía diariamente el papel de búcaro, ostentando un gran ramo de hierbas olorosas y algunas flores. Era pebetero más que estufa. En vez de calentarse   —191→   con fuego, sin duda la habitadora de aquel recinto se confortaba con aromas y se templaba con poesía.

Ya llega; vedla salir por la puerta de su alcoba, y venir afable y obsequiosa a nuestro lado... ¡Admirable figura la suya! Sólo el que en absoluto esté privado de memoria, podría dejar de recordarla. Tenía el cabello enteramente blanco y rizado, los ojos oscuros, alegres y amorosos; era delgada, derecha como un huso, ágil, dispuesta, y más que dispuesta, inquieta y con hormiguilla. Su edad era mucha. Decía Alejandro que su tiíta era contemporánea del protoplasma, para expresar así la más larga fecha que cabe imaginar. Lo que puede decirse en corroboración de esto, es que la señora era una de esas naturalezas escogidas que han celebrado tregua o armisticio con el tiempo, y que tienen el D. de prolongarse y conservarse momificadas en vida para dar qué decir y qué envidiar a dos o tres generaciones. Quién le echaba noventa años, quién sólo le contaba setenta y seis, y no faltaba algún computador que ponía ciento y un pico. Cualquiera que fuese su edad, era gran maravilla cómo sabía conservar su salud y sus bríos. Hay jóvenes de veinte años que si se sentaran y se levantaran y dieran las vueltas por la casa que daba esta señora al cabo del día, caerían rendidas de cansancio.   —192→   No le hablaran a ella de estarse quieta. Sin movimiento y vaivén constante no podía aquella señora vivir. Tenía la ligereza de la ardilla y algo de lo impalpable y escurridizo de la salamanquesa. Entraba y salía por aquellas puertas sin hacer ruido alguno, y sus pasos no se sentían. Calzaba zapatillas con suela de fieltro, y su cuerpo, más que compuesto de huesos y músculos, parecía un apretado y enjuto lío de algodón en rama. Su cara, como observó muy bien Felipe, era cual las de las muñecas de barniz, con un rosicler que la cogía toda, y extraordinario lustre. Por D. especial de su naturaleza, aquel lustre purísimo le disimulaba las arrugas, y su estirada piel se había endurecido tomando aspecto de porcelana. Atribuía ella esta virtud a la costumbre de lavarse y fregotearse bien con agua fría y jabón de Castilla todas las mañanas, y darse luego unos restregones que la ponían como un tomate. Se envolvía la cabeza con un pañuelo de yerbas, cruzándolo y anudándolo con cierto arte a estilo vizcaíno, dejando ver parte de sus cabellos blancos y ensortijados como el vellón del Cordero Pascual.

Tenía un fanatismo que la avasallaba, el de la limpieza. Su vida se distribuía en dos clases de ocupaciones, correspondiendo a una división metódica del día en dos partes. Por la mañana consagraba tres lloras en la parroquia de San   —193→   Pedro, donde se oía cuatro o cinco misas. Desde que tornaba a su casa hasta la noche, pasaba invariablemente el tiempo limpiando todo, frotando el nogal de los muebles, lavando con un trapito las imágenes de madera y los cristales de los cuadros, persiguiendo el polvo hasta en los más recónditos huequecillos, dando sustento a los pájaros y limpiándoles los comederos, las jaulas y los palitos en que se posan, regando las flores de sus amenos balcones. Esto no había tenido variación en muchísimos años, ni lo tendría hasta el acabamiento de doña Isabel Godoy de la Hinojosa. La limpieza general se hacía diariamente. Ya no era costumbre, era una dogma. Tenía doña Isabel una criada, de edad madura, de toda confianza, y entre ambas se repartían el trabajo por igual. Doña Isabel barría también, sacudía, estropajeaba, llevaba muebles de aquí para allí, y metía sus activas manos en todo.

¡Comer!... Aquí viene uno de los aspectos (para hablar el lenguaje de la Historia), más notables del carácter de la Godoy. El aseo, llevado al frenesí, se manifestaba en ella paralelamente a los escrúpulos en materia de alimento, de tal modo, que no entraba por la boca de aquella dama cosa alguna que no aderezara ella misma; pues ni de su criada, más que criada amiga, se fiaba para esto. No comía carne de vaca porque, siendo este artículo de muy poco o ningún   —194→   uso en la Mancha, su patria, siempre lo miró con repugnancia. Cuando se dignaba admitir en su cocina medio cabrito, o recental, o bien gorda gallina, lo lavaba tanto y en tantas aguas, que le hacía perder toda sustancia. El vino no lo probaba por ser de las cosas más sucias que existen. El pan de las tahonas... vade retro. El ordinario de Quintanar le traía mensualmente hogazas duras y bollos y tortas, con otras cosas de que se hablará más adelante. En el chocolate ponía ella todo su esmero, porque era lo que le gustaba más y lo único que tomaba con deleite. No compraba nunca el de los molinos y fábricas porque se compone de mil ingredientes nocivos o asquerosos; lo que hacía era llevar un mozo a la casa para que le librara la tarea de cuatro meses, y ella le inspeccionaba, sin quitarle la vista de encima, por si se atravesaba una mosca o se le caía al buen hombre de la trabajadora frente alguna gota de sudor... Luego hacía ella misma la onza de cada mañana en una cocinilla de espíritu, y ponía en esta operación un cuidado, un esmero, que ni el del sacerdote, al manejar el pan eucarístico, se le igualara. Acompañaba el chocolate, no de mojicones, no de bizcochos traídos de las tiendas, sino de unos como piruétanos o cachirulos que le mandaban las monjas Franciscas del Toboso.

Delicadísima y llena de ascos en materias de   —195→   comer, doña Isabel no podía pasarse sin los manjares y golosinas de su tierra. Era de esas personas refractarias a la adaptación alimenticia, y que por do quiera que van han de llevar el bocado con que las criaron. Su olla era enteramente castellana por los cuatro costados, y en vez de Popa, comía todos los días gachas, preparadas según el más puro rito manchego. No las hacía de harina de trigo, sino de titos, que es un guisante pequeño, y en los días grandes añadíale el tocino, el hígado de cerdo bien machacado y siempre bastante pimienta y orégano. Esta olorosa especia sazonaba y aromatizaba todos los guisos de la cocina de doña Isabel. Su aroma, juntamente con el de otras hierbas, llenaba la atmósfera de la casa. Es preciso añadir, para que no pierdan las gachas su carácter, que doña Isabel, fiel a los manchegos usos, no las comía con cuchara, sino con rebanadas de pan y en la misma sartén.

El ordinario de Quintanar, que paraba en la posada de Ocaña, surtía mensualmente a la Godoy de diferentes artículos del país, sin los cuales infaliblemente la señora se habría dejado morir de inanición. ¡Ella comer cosas de este Madrid puerquísimo...! Además de la harina de titos, el ordinario le traía las indígenas tortas de manteca, hojaldradas, con sabrosos chicharros dentro; traíale también grandes cántaros de   —196→   mostillo y arrope del mejor que se hace en Miguel Esteban, queso del campo de Criptana, bizcochos de Villanueva del Gardete, bañados y tiernísimos, que tienen fama en toda España. Pero lo más importante que recibía la Godoy era el lomo, frito y en manteca, de modo que con él se improvisaba un principio en un decir Jesús. También se lo mandaban en la forma que llaman rollos, envuelto en masa de harina y aceite, y acompañado interiormente de huevos, chorizos y jamón.

Con estos elementos aderezaba diariamente la señora su comida. En Cuaresma hacía lo que llaman por allá un ajillo de patatas, y el día del Corpus, por ser costumbre inmemorial e infalible en la tierra, no podía faltar en su mesa arroz con cordero. Hasta los postres venían del Toboso o del Quintanar por mano de aquel bendito ordinario. Consistía en el manjar más inocente del mundo, que de ordinario sirve para sustento de los pajarillos: cañamones tostados. A la señora le gustaban mucho, y ningún día, a no ser los de gran ayuno, dejaba de comerse una docena. Las Trinitarias del Toboso solían mandarle almendras garrapiñadas, que era su especialidad. Con ser manchega de pura raza y tener sus propiedades arrendadas para el cultivo del azafrán, doña Isabel no usaba nunca esta droga tintórea, Por las infusiones teínas de diferentes   —197→   hierbas tenía verdadera pasión, y un surtido y acopio tan abundantes que le faltaba poco a la casa para ser la más completa herbolería. No se acostaba sin tomarse un tazón de salvia o de manzanilla, según los casos, a veces de hierba-luisa. Jamás probó el té chinesco, y el café no lo conocía más que de nombre.

La criada, que desde luengos años la servía, era una mujer de bastante edad, toda cargada de refajos verdes y amarillos, y con gran moño de trenza, atado con cordón que terminaba en el huesecillo que llaman higa, para librarse del mal de ojo. La comunidad de vida con doña Isabel habíala asimilado pasmosamente con esta. Pegáronsele primero los escrúpulos, luego los gustos, las costumbres, y por último, el modo de hablar y hasta la fisonomía... Últimamente, eran como amigas, y todo era en ellas común, el trabajo, la comida, los rezos y hasta los pensamientos.

Sólo el que frecuentara la casa habría podido separar bien aquellos dos rostros y caracteres, destruyendo la aparente combinación o cambio molecular que entre ellas había, y dar a cada una lo suyo, presentando a Teresa cual mujer sesuda, grave y de bien sentados razonamientos; haciendo ver, por el contrario, en doña Isabel un cerebro soliviantado y dentro del cual parecía que trinaban con más gusto   —198→   que en sus jaulas todos los verderones y jilgueros que en la casa había.




- V -

Historia. Doña Isabel Godoy de la Hinojosa era tía de la madre de nuestros amigos Augusto y Alejandro Miquis.

No se atienda al olor de privanza que aquel apellido tiene, para suponer parentesco entre esta familia y el Príncipe de la Paz. Aunque de procedencia extremeña, estos Godoyes nada tenían que ver con aquel por tantas razones famosísimo y más desgraciado que perverso. Desde el siglo pasado aparece prepotente en Almagro, y poco después en el Toboso y en el Quintanar, la estirpe de doña Isabel, consagrada a la propiedad territorial y a la caza. Y fue tan fecunda en segundones, que dio al Estado más de un consejero de Indias, muchos guardias de Corps al ejército, y a la Iglesia regular y secular doctos definidores y capellanes de Reyes Nuevos.

Doña Isabel y su hermana, llamada doña Piedad, eran la única sucesión del D. Gaspar Godoy, uno de los más frondosos y enhiestos ramos de aquel tronco de los Godoyes manchegos

Eran ambas hermanas discretas, bonitas, instruiditas, bien educadas y tirando a lo sentimental,   —199→   conforme a las costumbres y a la literatura de aquellos tiempos. Porque también hay que decir que eran las personas más leídas de toda la Mancha. Se sabían casi de memoria la Casandra, novela de tanto sentimiento, que el que la leía se estaba llorando a moco y baba tres meses. Conocían también otras obras, muy en boga entonces, como el Ipsiboe y el Solitario del vizconde D'Arlincourt, llenas de desmayos, lloros, pucheros y ternezas. Pero la lectura que más particularmente había afectado a Isabel Godoy era la de aquella dramática y espasmódica novela de Madame Cottin, Matilde o Las Cruzadas, que fue la comidilla de aquella generación archi-sensible. Por mucho tiempo duró en el espíritu de la joven la influencia de aquellas lecturas, suministrándole, casi hasta nuestros días motivos de comparaciones. Así, decía: «es un moreno atrevidísimo como Malek-Adhel», o bien «celoso y fiero como un Guido de Lusignan». Las anticuadas láminas de Epinal que en su sala estaban, habían tenido ya su período de éxito en la casa paterna.

No faltaba, veinte o treinta años ha, entre los desocupados del Toboso, algún viejo que contase algo de remotos sucesos acaecidos cuando le hicieron a doña Isabel la preciosa miniatura que hemos visto en su sala. Según rezaba la tal crónica viva, hubo por aquellas calendas   —200→   en el Quintanar un galán de hermosa y escogida presencia, tan notable por su gallardía como por sus modales y educación, hombre peregrino en aquellas tierras, a las que fue con hastío de la Corte, buscando un descanso a sus viajes y a las fatigas de la moda y el mundo. Doña Isabel se apasionó locamente del tal, que era de gran familia, los Herreras de Almagro, y tenía tíos y primos en el Toboso. Él le correspondía; eran públicos y honestos sus amores; parecía natural que la solución y término de esto fuera el matrimonio... mas no sucedió así. De la noche a la mañana, con pasmo y hablilla de todo el pueblo, Herrera se casó, no con doña Isabel, sino con su hermana.

Guardó la ofendida las apariencias de la conformidad, y ni en su rostro ni en su lenguaje revelaba el dolor de la tremenda herida, que sólo cicatrizaron los años, muchos años, y un sosiego y régimen de vida muy reparadores. Las dos hermanas se querían entrañablemente lo mismo antes que después del repentino e inexplicable cambalache. Piedad tuvo una niña, y murió al año de casada; murió, ¡ay!, según se dice, de ignorada y misteriosa pesadumbre; de una tristeza que le entró de súbito y la fue secando, secando, hasta que, no teniendo más que los huesos y el alma, esta se partió sin dolor, porque nada había ya en aquel cuerpo que pudiera doler.   —201→   Poco tiempo después del fallecimiento de su mujer, Herrera se fue para América, en donde hizo dos cosas igualmente desatinadas: se volvió a casar y se murió de la fiebre.

A la niña que nació de Herrera y de Piedad Godoy, pusiéronla también Piedad, por ser este nombre el de la patrona de aquellas tierras, y tan común allí, que no hay familia donde no haya un par de Piedades. Criola con extremado mimo doña Isabel, que se consagró a ella, haciendo voto de soltería eterna. No se consideraba tía sino madre verdadera, por exaltación de su espíritu y maniobra sutilísima de su entendimiento. Consumada idealista, y empapando sin cesar su espíritu en la memoria de su hermana, había logrado realizar el fenómeno psicológico de la transubstanciación. En sus soledades y abstracciones había llegado a decir casi sin pensarlo:

-Yo soy Piedad... yo soy mi hermana...

Y otra vez se le escaparon estas palabras:

-La que se murió fue Isabelita.

La Piedad pequeña creció al lado de su tía y otros parientes. La mimaron mucho y la querían con delirio. Todo iba bien, todo fue regocijo y paces hasta que llegó a ser mujer. Aquí viene el punto capital de esta historia retrospectiva y el motivo del singularísimo aspecto con que se nos presenta doña Isabel. La adorada, la mimada, la enaltecida sobrina-hija de esta señora,   —202→   la heredera de los claros nombres de Herrera y Godoy se enamoriscó de un tal Pedro Miquis; resistió tenaz y heroicamente la oposición de su familia; se dejó depositar y se casó con él... ¡Abominación! Los Miquis habían sido criados de los Godoyes.

¡Pobrecita doña Isabel! El espanto y dolor que esto produjo en ella no son para referidos. Parecía increíble que este nuevo traspaso de su corazón, añadido a las llagas pasadas, no le quitara la vida. Decía con toda su alma:

-Mi niña ha muerto.

Porque pensar que ella había de transigir con tal ignominia era pensar en las nubes de antaño... Llena de tesón, hizo la cruz al Toboso, al Quintanar, a toda la Mancha; escribió en su corazón un segundo epitafio, y se vino a Madrid. Su odio a los Miquis era tan profundo, estaba tan entretejido con sus convicciones, que desde que se tocaba este punto, rompía a hablar como una tarabilla, y su interlocutor, aburrido, tenía que marcharse y dejarla hablando sola. Nombrar a los Miquis era nombrar lo más bajo de la humanidad. Los Miquis del Toboso eran escoria, desperdicios de nuestro linaje. En semejante muladar había caído aquella temprana rosa. No era posible sacarla, y aunque se la sacara con pinzas, ¿de qué serviría ya?

Los años suavizaron un tanto estas asperezas. Después de escribir muchas cartas cariñosísimas   —203→   y humildes a su tía-madre, la Miquis consiguió obtener una contestación, aunque muy desabrida. De allá le enviaban regalitos de arrope, lomo en manteca, bollos y cañamones tostados, sin conseguir que aceptara. Por fin aceptó algo, y las relaciones se restablecieron, aunque frías, por escrito. Pasados quince años, el lenguaje epistolar de la tiíta Isabel tenía cierto calor. El tiempo, que tantas maravillas había obrado en ella, hacía una nueva conquista de paz en su indomable espíritu. La reconciliación con Piedad llegó a ser un hecho; pero en ninguna de sus cartas dejaba de poner la Godoy una frase desdeñosa para su yerno y toda su aborrecida parentela.

Cuando el primogénito de Piedad, Alejandrito, hecho ya un hombre y con lisonjeras esperanzas de serlo de provecho, fue a estudiar a Madrid, llevó encargo de visitar a la tiíta. ¡Cuánto le aleccionó su madre sobre esto, y qué de advertencias le hizo, previniéndole lo que le había de decir, lo que debía callar!... En la primera visita, doña Isabel hubo de recibir al muchacho con circunspección y recelo. Le miró mucho, y de pronto lanzó una exclamación de lástima y amor, diciendo:

-¡Eres el vivo retrato de mi niña!

Después se descompuso toda, echose a llorar, y le estuvo besando sin tregua más de una hora   —204→   en los cabellos, en las sienes, en las mejillas.

-Vente por aquí todas las semanas -le dijo-; creo que no podré estar muchos días sin verte. Siempre que quieras comerás conmigo.

Pero Alejandro, no bien probó una vez la extraña comida de su tiíta, hizo firme propósito de no volver más. Porque verdaderamente los piruétanos, las gachas, el ajillo, y sobre todo aquel postre ornitológico de cañamones no eran, no, para estómagos de cristianos. Luego, la señora le hacía tomar al concluir un tazón de salvia que le ponía enfermo. En dos días no se apartaba de su olfato aquel maldito olor de orégano y anís, que eran inseparables de la imagen de su tía, del recuerdo de la casa, de los pájaros y del camello que estaba sobre la cómoda.

Otro motivo de disgusto para Alejandro era que su tiíta no se recataba de manifestar descaradamente ante él su desprecio de los Miquis, de su padre y tíos, tan queridos y respetados en toda la Mancha, y les daba nombres chabacanos, como los Micifuces, los Mengues, los Micomicones.

-Tu abuelo -le decía- fue mozo de mulas en mi casa, cuando yo era pequeñita. Era un bruto. Me parece que le veo con su gorro de polo y su manta al hombro. Sus hijos se engrandecieron, como se engrandecen todos los brutos en estos tiempos de faramalla y de equivocaciones.   —205→   Uno compró bienes del clero por un pedazo de pan, y se hizo rico negociando con la fortuna de la Iglesia, con lo que es de Dios y de sus ministros. Gumersindo Miquis y tu padre también han hecho mil picardías para enriquecerse.¡Qué manera de juntar dinero! Con la contrata del fielato, vejando y martirizando a los pobres paletos que entraban dos docenas de huevos... Una vez desnudaron a una pobre mujer que entraba media sarta de chorizos en el refajo. Eran odiados en toda la Mancha... Gaspar Miquis ya sabemos que contratando carreteras ha hecho un capital. Así están aquellos caminos. Donde debía ser piedra ponía barro, y el puente sobre el Jigüela creo que lo hicieron de papel... En las Casas Consistoriales de Quintanar hay cada expediente... Pero ellos, ya se sabe, sacando votos para los diputados han hecho lo que han querido y se han burlado de la justicia... En mi tiempo, hijo, había, sí, ladrones de caminos, gentuza mala, es verdad; pero no había caciques, no había estos salteadores públicos que hacen lo que les da la gana, oprimen al pobre, roban al rico, amparados de la política. ¿No es un horror ver a Gaspar Miquis repartiendo las contribuciones y echando a algunos tantísima cuota, mientras él, que es el primer propietario de Criptana, no paga nada? Tu papaíto también es buena pieza. Compra el azafrán a seis duros, valiéndose de la miseria de   —206→   los pobres labradores, y luego lo vende a catorce... Así se han hecho poderosos. Yo me acuerdo de haber visto al padre de tu abuelo, a tu bisabuelito, sí, venir a casa todos los sábados a recoger las limosnas que daba papá. Aquel viejo, con ser mendigo, era más decente que todos sus hijos y nietos. Últimamente se entregó a la bebida; pero cuando estaba bueno, tenía mucho arte para coger cangrejos del Jigüela, por Cuaresma, y le traía espuertas llenas a papá, que gustaba mucho de ellos...

D. Pedro Miquis no participaba de esta inquina, y en las cartas que escribía a su hijo solía poner un párrafo como este: «No dejes de visitar con frecuencia a la tiíta Isabel, y aguántale sus rarezas». Otras veces le decía: «Cuidado con la tiíta. No te incomodes si la oyes decir algún disparate. Esta buena señora tiene la cabeza como Dios quiere. Siempre fue lo mismo. No hay que llevarle la contraria, sino decirle a todo amén, aunque luego no se haga lo que mande». Ya hacía tres años que Alejandro estudiaba, cuando en una carta de su padre halló esto: «Ha llegado D. Santiago Quijano y me ha dicho que la pobre está rematadamente loca. ¡Pobre señora! Visítala; sírvele en lo que puedas y trátala con tacto y estudio para no ofenderla».

Casi en los mismos días en que Alejandro recibía esta carta, su tía hablando con él de cosas   —207→   de la Mancha y de antepasados, que era la conversación más de su gusto, le dijo así:

-¡Ay, que trastada le voy a jugar a los Micifuces!

Y el regocijo ponía extrañas claridades en sus ojos; se reía y daba palmadas, aplaudiéndose a sí misma, como los niños cuando están contentos o proyectando alguna travesura. Alejandro no se atrevía a pedirle explicaciones, porque siempre que la Godoy ponía de oro y azul a sus enemigos, él, entre avergonzado y colérico, no se atrevía a chistar. Otra vez, dijo la señora:

-¡Cómo me voy a reír! Me parece que estoy viendo a tu padre, furioso, echando espumarajos por aquella boca... ¡Que reviente... mejor! Digan lo que quieran, todos los Mengues, uno tras otro, han de tener su castigo en este mundo.

Alejandro no daba gran importancia a estas razones, porque tenía en muy poco el juicio de doña Isabel, y las juzgaba rarezas y tonterías. Por otra parte, si la tiíta arrojaba diariamente a los caciques del Toboso toda clase de invectivas, con Alejandro (ella le decía siempre Alejandro Herrera), estaba siempre a partir un piñón. Le recibía gozosa, y alguna vez, después de hacerle mil preguntas sobre sus estudios, sus relaciones y pasatiempos, abría un cajón de la cómoda panzuda, y de un bolsillico muy mono sacaba una moneda de dos duros.

  —208→  

-¿Ves?, ¡qué rica! -le decía, mostrándosela entre dos dedos-. ¿Te gusta esta golosina? Es para que vayas al teatro a ver una función honesta y entretenida.

Más de un sermón le echó sobre la bajeza y grosería de la juventud de estos tiempos.

-Los chicos de hoy -le decía- sabrán más que los de aquellos tiempos; en eso no me meto. Y no sé, no sé, si de lo que aprenden hoy se quitan las herejías y maldades, poco ha de quedar. Pero sea lo que quiera, si en ciencia valen más, lo que es en urbanidad y en modales están muy por debajo. Y si no, dime tú, ¿conoces entre tus amigos alguno que sepa trinchar un ave en una mesa de cumplimiento? ¿Cuál habrá que sepa sentarse derecho en una silla, decir finuras a una dama, y sostener con ella conversación. amena, cortés y escogida? Ninguno. Todos son unos ordinarios, que sólo saben decir palabrotas, recostarse en los asientos de los cafés, disputar a gritos, escupir en el suelo y ponerlo como una estercolera, fumar y expresarse como los jayanes y matachines. Poco del mundo actual conozco, porque no salgo de mi casa; pero lo poco que he visto me da un asco... Es menester que tú no te parezcas a esos gandules de los cafés; es preciso que adquieras buenos modales, que seas fino, que frecuentes la sociedad, que te hagas presentar en alguna honesta reunión, y que   —209→   huyas de las tertulias hombrunas, donde no se aprenden más que groserías.

Para tenerla contenta, y siguiendo el consejo de su padre que le ordenaba llevar en todo el genio a la tiíta, Alejandro le llenaba la cabeza con estos y otros inocentes embustes:

-Pues, tiíta, yo voy todas las noches a una tertulia de señoras finas, donde se habla de cosas honradas... Me van a llevar a los bailes de la embajada de Austria, para lo cual me he encargado ya el frac... Tengo pensado ir a Palacio. Un amigo quiere presentarme a Su Majestad...

Entusiasmábase con esto doña Isabel, y decía:

-¡Así, así te quiero!... Lo de ir a Palacio a besar la mano de esa perla de las reinas me enamora. Yo, si no estuviera tan vieja, iría también... Tengo prometida una visita a Su Majestad; pero ¿para qué quiere la señora ver vejestorios en su real casa? Yo rezo por ella, y por la felicidad de su reinado, así como por todos los príncipes cristianos... ¡Viva Isabel, y muera la cobarde facción!




- VI -

Para concluir. Doña Isabel Godoy era supersticiosa en grado extremo, fenómeno que, si se   —210→   examina bien, no es incompatible con la devoción maniática, ni con los rezos de papagayo. Con ser una de las principales ostras de los bancos parroquiales de San Pedro y San Andrés, más raíces tenían en el espíritu de esta señora ciertas creencias y temores vulgares que la pura idea religiosa. Cierto que ella defendía con rutinario tesón los dogmas de la Fe; pero les añadía innúmeros suplementos, fundados en todo lo vano, pueril y necio que ha imaginado el miedo y la ignorancia del pueblo. Creía en las fatalidades del número 13, de la sal vertida y de los espejos rotos; sentía horror del murciélago, por suponerle emisario del Demonio; atribuía mil ridiculeces al erizo o puerco-espín; creía, como el Evangelio, que las culebras maman y que las cigüeñas pronuncian algunas palabras; que hay gallos que ponen huevos, y que el pelícano se hiere a sí propio para alimentar con su sangre a sus polluelos; sostenía la existencia de los dragones, salamandras y basiliscos con sus propiedades mitológicas; creía también en el ave fénix y en las influencias de los astros benignos o adversos y de los cabelludos cometas, precursores de calamidades; daba fe a la influencia de la imaginación materna sobre el crío y a los antojos; prestaba crédito a las buenaventuras de los gitanos, y era para ella artículo dogmático la existencia de los zahorís, personas que, por   —211→   haber nacido en Jueves Santo, tienen la virtud de ver lo que hay bajo tierra. Como la propia doña Isabel había nacido en Jueves Santo, se tenía por zahorí de lo más sutil y agudo que pudiera existir. Igualmente daba oídos a los saludadores, que todo lo curan con saliva, y a los embrujados. No había quien le quitara de la cabeza que hay personas que aojan, es decir, que hacen mal de ojo, y matan o resecan a los niños sólo con mirarles. Los sueños eran para ella revelaciones de incontrovertibles verdades. Si oía por la noche el aullido de un perro, ya tenía por seguro un mal caso; si entraba en la sala una mariposa negra o moscardón, señal era de inevitable desdicha; si alguno hacía girar una silla sobre una pata, indicio era de contiendas. Al salir a la calle, cuidaba de sacar primero el pie derecho que el izquierdo, porque si no, no volvería a casa sin dar un mal paso.

Quiso su mala suerte, para acabarla de rematar, que tuviera por vecina en Madrid a una de estas sacerdotisas de la magia, que, contra todo el fuero de la verdad y la civilización, existen aún para explotar la inocencia y barbarie de la gente. Y no son las más humildes, que jamás vieron el abecedario, las que estos tugurios de la magia frecuentan, sino que allá van alguna vez damas principales a que les echen las cartas. Esto parece mentira; ¡pero qué verdad es!

  —212→  

Doña Isabel trabó amistad con su vecina; hizo la prueba de un oráculo y quedó tan complacida, que le entró descomunal afición a aquellas patrañas. No había semana que no bajase un par de veces a consultar la filosofía hermética en el libro de las cuarenta y ocho hojas, y de cada consulta le salían admirables predicciones y avisos que escrupulosamente seguía. La vecina de doña Isabel gozó en aquellos años de mucho auge y prosperidad. Tenía para hacer sus trabajos de cartomancia un aposento con muchas imágenes de santos, alumbrados con velas verdes, y sobre una mesa bonitísima hacía sus juegos y arrumacos. Según lo que se le pagaba, así eran más o menos los aspavientos y el quita y pon de naipes, todo acompañado de palabras oscuras.

Doña Isabel se iba siempre a lo más gordo, y se hacía aplicar la tarifa máxima, porque siempre encontraba misterios muy hondos y desconocidos. ¡Eterno anhelo de ciertas almas, ver lo distante, conocer lo que no ha pasado aún, robar al tiempo sus secretos planes, plagiar a Dios, y hacer una escapada y meterse en lo infinito! Doña Isabel había consultado últimamente un negocio de la mayor importancia. Cortada la baraja con la mano izquierda, y divididos los naipes de cinco en cinco, la pitonisa había contado de derecha a izquierda (uso oriental) explicando   —213→   la significación de los que aparecían en la sétima y sus múltiplos. Veamos: el tres de copas anunciaba un negocio próspero; el rey de espadas, que un letrado se mezclaría en el asunto; el caballo de copas, o sea el Diablo, procuraría echarlo a perder; finalmente, el as de oros decía clarito, como tres y dos son cinco, que todo saldría a maravilla y que el maldito y renegado caballo de copas (léase D. Pedro Miquis) quedaría confundido, maltrecho y hecho pedazos.

Doña Isabel vivía, de las rentas de sus tierras, que no eran valiosas. Casi toda su fortuna estaba en fragmentos o piezas muy pequeñas, diseminadas por los términos de Miguel Esteban, el Toboso y Villanueva del Gardete. Junto a las lagunas de Ruidera poseía unas estepas salitrosas de más de dos leguas que no le daban veinte duros al año. Las piezas de valor teníalas arrendadas a los labradores pobres de la comarca, que son los que cultivan el azafrán, esa droga que debiera llamarse oro vegetal, porque vale tanto como el más fino de la Arabia o el de los peruanos montes. No obstante, los que crían y peinan las doradas hebras de esta rica florecilla son los más pobres de la Mancha, porque el cultivo del azafrán es muy costoso y el mucho esmero que exige embebe todas las ganancias. Doña Isabel vivía, pues, de esa pintura de las comidas españolas, droga, además, de valor en   —214→   la farmacia y en la industria tintórea. Sus tierras daban los menudos hilillos de oro, que el mercader coge con respeto en las puntas de los dedos para pesarlo. Se cotizaba antes a onza la onza, es decir, oro por oro. Hoy vale doce duros y aun menos.

El administrador de la señora en el Toboso se entendía con Muñoz y Nones, notario en Madrid, manchego, y este entregaba mensualmente a doña Isabel una cantidad no grande, pero sobrada para sus necesidades. Todos los años, al dar cuentas, recogía los ahorros de la señora para ponerlos a interés.

Vamos al negocio. En la Dirección de la Deuda tenía doña Isabel un expediente de liquidación y conversión de juros. El origen de este papel era un préstamo hecho por Godoy a la Real Hacienda, allá en tiempos remotísimos, con la garantía de las alcabalas de Almagro. Solicitó la señora la conversión con arreglo a la ley del 55; pero lo que pasa... el expediente se eternizaba en el encantado laberinto de las oficinas. Por dicha, desde que lo tomó por su cuenta el activo y entendido Muñoz y Nones, el expediente empezó a despertar de su letargo, dio señales de vida, fue de aquí para allá, de mesa en mesa, de departamento en departamento, y ahora me le echan una firma, después dos, ya le añadían papelotes, ya le agregaban números,   —215→   hasta que por fin se le señaló día para salir de aquel purgatorio, y fue un hecho la conversión de la antigua deuda por renta perpetua del 3 por 100.

Es incalculable lo que pierde el dinero en estos traspasos y caídas al través de la tortuosa Historia nacional. Los 900.000 reales que los Godoyes, con patriótica candidez, prestaron al Rey, quedaban reducidos, a causa de los rozamientos financieros, a 48.636 reales. La tercera parte era, según convenio, para Muñoz y Nones. Doña Isabel percibió 32.424 reales. ¿A quién pertenecía este capital? A doña Isabel y a su hermana Piedad. No existiendo esta jurídicamente, si bien su espíritu existía compenetrado en la propia alma de doña Isabel, la mitad de los dinerillos correspondían en rigor de derecho (porque el jus no entiende de transubstanciaciones), correspondía, decimos, a los herederos de Piedad, a su hija única, Piedad también, esposa deMicomicón... ¡Dar a Miquis los 16.212 reales que a su mujer pertenecían! ¡Jesús, qué absurdo! Antes se partiría el mundo en dos pedazos... Porque si el dinero se le entregaba a Piedad, lo cogería Miquis, administrador de los bienes matrimoniales. No, y mil veces no.

El encono profundísimo que la Godoy sentía contra aquella nefanda estirpe de plebeyos groserísimos, avarientos y sin ley, sugiriole los razonamientos   —216→   que puntualmente se copian aquí:

«Si doy el dinero a mi sobrina, se lo doy al cafre de los cafres, que bastante ha tragado ya, prestando dinero a mi familia al 18 por 100. No, no, Dios de justicia, con tu santo permiso, voy a jugarle una trastada... ¡Pero qué linda y pesada jugarreta! Me la aconseja San Antonio bendito, y la he visto clara en el frío lenguaje de las cartas, movidas y barajadas por los mismos ángeles... Pero si me guardo ese dinero es pecado. ¿Lo daré a mi hija, encargándole...? No, no puede ser... El salvaje metería sus uñas al instante... No, no, digo que no. Veamos: ¿cuál es el pecado de aquel bárbaro entre los bárbaros? La avaricia. ¿Cuál es el castigo del avaro? La forzada liberalidad. Pues yo hago forzosamente generoso a aquel gandul, y le doy grandísima desazón entregando el dinero a su hijo y mi nieto, no para que lo gaste en golosinas, no para que lo tire con amigotes soeces, sino para que lo emplee en buenos libros, para que emprenda algún instructivo viaje, para que se haga ropas muy majas con que ir a las embajadas y al Real Palacio, para que se afine y decore y viva como un caballero y sepa ilustrar el hermosísimo nombre de Herrera».

Esto pensó, esto dijo, y se estuvo riendo tres horas seguidas. Aquella noche soñó con la venganza que de los aborrecidos Micifuces tomaba,   —217→   y vio a D. Pedro zumbar en torno a su cabeza en forma de caballito del diablo. Pero ella, valerosa, le decía:

-Rabia, rabia, que el dinero no es para ti. Revienta, Judas; muérete, Holofernes.




- VII -

Desde que Muñoz y Nones le dijo: «La cosa es hecha; esto es claro como la luz del mediodía; la semana que entra le traigo a usted su dinero», doña Isabel creyó oportuno comunicar su vengativo pensamiento al bueno de Alejandro, el cual lo tuvo, justo es decirlo, por el más disparatado que podía nacer en humano cerebro. Ya tenía él vislumbres de que, en el de su tiíta, la cantidad de seso iba mermando rápidamente; pero al llegar a aquel caso, lo juzgó completamente vacío. Cosa más inverosímil y absurda no había él oído jamás. Se avenía bien aquello con la casa de su tía, y con la persona de esta, persona, casa, trato y aliños en que todo semejaba embrujamientos y hechicerías. Mas como era tan en provecho suyo la locura que la dama iba a cometer; como en tal ocasión estaba escasísimo de dinero y sólo abundante de compromisos, deudas y necesidades, no tuvo nada que decir contra la generosa oferta. Eso sí, cuando la Godoy le puso por condición el honrado y juicioso   —218→   empleo del dinero, hizo él votos solemnes de consagrarlo a su mejoramiento social y educativo... ¡Pues a fe que era poco formal! En la vida más se le vería en los cafés, y todo el que lo quisiera ver que le buscara en las bibliotecas, en las cátedras y por las noches en algún salón de embajada o en cualquiera palaciega tertulia, donde el trato de finísimas damas perfilara sus modales.

-Eso, eso, eso -dijo la tiíta con crédulo alborozo-. Si no lo haces así, perdemos las amistades. Ya ves, sería un cargo de conciencia... Bueno, pues la semana que entra... ¡Caballito del diablo, arre... arre!

Al decir esto, la aristocrática manchega no se estaba quieta, sino que iba de un paraje a otro de la sala, sin dirección ni tino, trémula y como picada de la tarántula. Sus brazos hacían la mímica de apartar algo que revolaba en su alrededor, y sus ojos echaban unos reflejos plateados y verdosos que habrían dado a Miquis mucho miedo si este no hubiese visto repetidas veces a su tiíta en aquel lastimoso estado.

Ahora se comprende el desasosiego que tenía Alejandro en los días que mediaron desde la promesa de su tía hasta la realización del donativo. Estaba el infeliz muchacho como el que padece obsesión, pensando siempre en aquella fortuna que se le ofrecía, lleno de dudas y congojas. Porque   —219→   el dinero le venía como aguas de Abril, y si después de prometérselo resultaba que todo era un estrafalario juego de los derretidos sesos de su tía... Si el metal venía a su poder, creeríase el más venturoso de los nacidos; si todo era una burla, ¡qué horrendo desengaño! Por esto en la noche del sábado no se le podía sufrir: tan caviloso y pesado estaba. Sin explicar el motivo de su pena, a todos los que cogía a su lado nos decía que le tomáramos el pulso, porque tenía fiebre.

-Y quién sabe -decía-. Puede ser que la semana que entra no me cambie por el duque de Osuna.

Vino el domingo, memorable por el entierro de Calvo Asensio, y en la mañana de aquel día fue con Cienfuegos al Observatorio, y ocurrió aquello del horóscopo y el encuentro de Centeno y el recado que este llevó... Volviendo a la casa de la calle del Almendro, se dirá que el sábado recibió doña Isabel, de Muñoz y Nones, la suma producida por la venta del papel que la Hacienda reintegraba en pago de la secular deuda. Llevose el notario su parte, y de lo restante hizo doña Isabel dos, que, bien separaditas, guardó en el lugar de los secretos, tabernáculo de dulces memorias, que era un cajoncillo situado en la tercera gaveta de la cómoda panzada. El domingo por la tarde, cuando abrió su balcón para   —220→   ver qué tal iba la cosecha de higos, vio un desalmado chico que desde media calle la miraba. ¡Insolente! A poco rato llamaron. La señora leyó la carta de su sobrino, en la cual, con expresivas y francas razones, inspiradas en la verdad, le hacía ver que la pingüe oferta nunca como en aquella ocasión sería tan feliz y oportuna si se realizaba. La misma doña Isabel salió al recibimiento a decir a Felipe:

-Di a mi sobrino que sí, ¿entiendes?, que sí, y que puede venir cuando quiera.

Como exhalación corrió Centeno al Observatorio, donde estaba Alejandro, más muerto que vivo, cual en día de examen, lleno de sobresaltos y ansias. Sus dos amigos se hablan ido al entierro, y él se había quedado solo, paseando de una casa a otra. Diole Felipe el recado, y el estudiante, que con las nuevas verbales sentía en el alma los turbulentos halagos de la esperanza sin perder sus dudas, hizo propósito de salir de ellas al momento, corriendo a casa de su tía.

-No puedo pasar la noche en esta incertidumbre -afirmó resueltamente-. Vamos allá.

Al decir «vamos», Felipe se cosió a los faldones del manchego, y este en un rapto de amistad, de generosidad, de benevolencia, que eran el destellar más común de su alma, le dijo así cuando iban por la rampa abajo:

  —221→  

-Te tomo de criado... Si esto me sale bien, serás mi criado... mi escudero, porque verdaderamente, necesito... ¡qué lejos está, esa calle del Almendro! El otro, de puro asombrado y agradecido, no decía nada. Su alma estaba también llena de una desusada grandeza, de una esperanza embargante, de un pedazo del cielo que entraba en su cuerpo con el aliento y se le atravesaba al respirar. Ambos tenían una suerte de inspiración, de Dios interior que les agitaba y les hacía pensar, si no decir, cosas admirables... ¡Y cómo corrían! La noche estaba próxima, y Alejandro anhelaba llegar de día, porque la Godoy tenía la costumbre de echar todos los cerrojos de su casa a la hora en que se acuestan las gallinas. ¡Ay!, a todo término, por lejano que sea, se llega al fin, y ambos muchachos entraron en la calle del Almendro. ¡Qué soledad, qué paz!, y en ellos dos ¡qué palpitación de corazones, qué latido de arterias! Llevaban en sí toda la vida que faltaba al dormido barrio y podrían derramarla a raudales sobre aquel vacío escenario de las aventuras matritenses de otros siglos.




- VIII -

La casa del seis de copas estaba aún abierta. Adentro. Llamaron a la puerta de aquel templo   —222→   de los misterios. La mente de Alejandro ardía con vagorosa luz, desparramada y flotante como la llama que baila sobre el alcohol. Sorprendida estaba doña Isabel de verse visitada por su sobrino a tan intempestiva hora, pues nunca la había visto en su casa de noche. También mostró la señora alguna extrañeza al ver a Felipe.

-Es un chico que me acompaña y me hace recados -dijo Alejandro con voz trémula.

Felipe se quedó en el recibimiento, sentado sobre un cajón, y al punto rodeáronle los gatos y el perrillo, con tantas pruebas de amistad que él les estaba muy agradecido. Doña Isabel entró con Alejandro en el gabinete de las cuatro cómodas, que estaba alumbrado por un candil de cuatro mecheros, de aquellos bien labrados y pesadísimos que van desapareciendo con la industria española. Lo primero que hizo la señora fue tomar una mano de su sobrino y acercarla a la luz para mirarla bien, diciendo:

-¡Qué uñas!... Pero hombre...

Alejandro sintió vivamente haber olvidado aquel detalle, pues la primera condición para agradar a su tía era el aseo.

-Es que... he estado toda la tarde revolviendo libros muy empolvados...

-Pero di -prosiguió ella, observándole la ropa-. ¿No tienes cepillo en casa? ¿Pues y esa cabeza? Parece que te has peinado con una escoba...   —223→   ¡Qué niños estos del día!... Luego queréis agradar a las damas. No sé cómo hay mujer que os mire... Verdad que ellas están buenas también. Muy emperejiladas por fuera, y luego, si se va a mirar... Veremos si te modificas, ahora que no te faltará dinero...

Al oír esta última palabra, Alejandro se estremeció de intimo placer. Los dedos de una divinidad escondida y misteriosa le acariciaban las entrañas.

-¿Pero qué?... -dijo la tiíta con vacilación, acercando sus manos de torneado marfil a la cómoda-. ¿Te vas a llevar eso esta noche?... ¿No tienes miedo a los ladrones?

No queriendo mostrar Alejandro, por delicadeza, los abrasadores deseos que tenía de poseer aquel tesoro, murmuró estas palabras:

-Como usted quiera, tiíta...

-Mañana...

Aquel mañana le parecía a Alejandro inesperado alejamiento de un día grande, la inmixtión antipática de lo infinito entre el hoy y su felicidad. ¡Mañana!... ¡el siglo que viene!

-Por los ladrones no sea... ¿Cree usted que me voy a dejar robar?... Pero si usted no quiere...

-Pues de una vez, -dijo la Godoy tirando del tercer cajón de la cómoda, que hizo un ruido músico y dulce como de puerta celestial de áureos goznes.

  —224→  

Y tornando a vacilar:

-La cosa es que...

En lo íntimo de su ser, Miquis se sublevaba contra la prórroga de su dicha. Tenía los labios secos... le ocurrió una idea...

La cosa es, -observó-, que mañana quizás no pueda venir.

-Ya que estás aquí... -indicó la señora, sacando al fin el pesado cajón.

Alejandro echó sus ansiosas miradas dentro de aquella cavidad, de la cual salía fortísimo aroma de flores secas, de rosas seculares y como embalsamadas. Los dedos de la señora abrieron la tapa de una caja, que tenía encima una bonita pintura de Adonis herido, y espirando en brazos de Venus. Dentro vio Alejandro las que fueron rosas, y eran ya una masa seca, pero aún olorosa, cual momia que conservara también momificada el alma... Después apareció un retrato, preciosa miniatura. Era un joven muy guapo, pálido, con los cabellos encrespados y revueltos... Alejandro se inclinó, movido de curiosidad, para ver aquella imagen que al punto creyó la de su abuelo, más doña Isabel, con rapidísimo y airado movimiento de su mano le apartó, diciendo:

-Quita de aquí tus ojos puercos...

Él se apartó con discreción, no sin alcanzar a ver algún paquete de cartas de color amarillo,   —225→   atadas con cintita roja, de las que sirven de marca en los devocionarios. De debajo del paquete sacó al fin la tiíta una cartera de terciopelo, y de la cartera...

-Aquí tienes tu parte...

Al decir esto despedían sus ojos los mismos fulgores plateados y verdosos que Alejandro había observado otras veces en el extraño mirar de su tía. Y otra vez hacía la Godoy el consabido gesto en el aire con la nerviosa mano, diciendo:

-Arre, arre, caballito del diablo... ¡Esto no es tuyo, no es tuyo!

Miquis sintió como un gran temor, y alargando la mano para tomar lo que se le daba, apenas se atrevía a tocarlo. Pero ella, cerrada de un golpe la cómoda, se sentó, y extendiendo sobre su regazo los billetes de Banco, puso las cosas en la realidad con esta salmodia aritmética:

-Entérate... Quinientos y quinientos, mil... Dos mil, cuatro, ocho... doce, diez y seis... El pico aquí está: diez duros y tres pesetas...

¿Qué pensaba y qué sentía el estudiante al ver aquel sueño hecho vida, aquella mentira verdad, aquella fiebre de su alma resuelta en oro, ni más ni menos que todo el movimiento del Universo, según dicen, se resuelve en calor? Pues su mente poderosa, aunque infantil, no sabía descender a la realidad desde el firmamento de   —226→   las leyendas; estaba arriba, en las preñadas nubes de donde llueven la magia, la quiromancia y los sortilegios. No podía bajar a la verdad terrestre; y como por la mañana había entretenido su afán con aquellas quimeras de los astros que hablan y del horóscopo, creíase en lo más tenebroso y poético de la Edad Media, entre magos y nigromantes. Conociendo la afición de su tía a echar las cartas, todos los pormenores de aquel suceso estaban muy en su lugar, así como la casa era laboratorio de alquimista, al cual sólo faltaban las telarañas para estar en perfecto carácter. Sí; aquel dinero había venido a sus manos por arte de alquimia o por dictamen de estrellas, coluros o melenudos cometas. Quizás aquellos billetes eran figurados y en realidad engañosos naipes egipcios, que se iban a deshacer en sus manos tan pronto como los tocara.

-Cuéntalos tú ahora...

-No, si está bien... No faltaba más.

-Hazme el favor de contarlo... No quiero que...

-Por Dios, tiíta... -balbució Miquis con gran torpeza de lengua y de manos.

Los billetes eran billetes... Al tomarlos, sensación dulce y placentera se extendió por su cuerpo, partiendo de las yemas de los dedos. Contarlos no le parecía bien. Además, en su febril dicha, no le importaba recibir un billete de menos.

  —227→  

-Como quieras...

Y él los recogía, los doblaba... ¡Ay, qué momento! Si se hubiera puesto a contar el dinero, de seguro lo habría contado mal. Su espíritu, súbitamente atacado de una exaltación loca, no estaba para cuentas; era insensible al orden y a la fría disciplina de los números... Perdió la noción de la cantidad que representaban aquellos sobados papeles verdes y azules, y no veía más que un caudal abrupto, una suma tan grande como sus sueños, suficiente a todas las necesidades del momento y de mucha parte de su juventud, una suma que duraría eternidades... Se lo metió todo en el bolsillo del pecho, y a cada instante, con disimulo, tocaba a la parte donde su corazón y su ventura estaban, juntitos, como amantes en la luna de miel...

Y en tanto, doña Isabel, atacada de aquella verbosidad, que era uno de los caracteres de su mental dolencia, hablaba, hablaba... ¿De qué? Alejandro la oía sin entender nada. Hacía que escuchaba, moviendo afirmativamente la cabeza, cual muñeco que tiene por pescuezo un resorte; pero estaba su espíritu en otras regiones, y sólo llegaban hasta él palabras sueltas, una cantinela monstruosa, los Herreras, los Miquis, el fielato, la subasta de bienes del clero, la juventud ordinaria del día, las tierras plantadas de anís, el precio del azafrán, la Virgen de la Piedad...

  —228→  

Como se oye una campanada lúgubre, oyó Alejandro al fin de la cancamurria esta horripilante cláusula:

-Te quedarás a cenar conmigo.

¡Alquimia y cartomancia! Cenar con la tía era permanecer allí dos horas más, oyendo la cansada cantinela; era igualmente el mal paso de tener que comer gachas, piruétanos, cañamones y beberse a la postre un jarro de aguas cocidas; era oír una salmodia antiestomacal, impregnada de orégano; estar bajo la presión y entre las garras de un desordenado y misterioso genio de ojos plateados y verdes; caer bajo el oscuro poder de la magia; era beber, con la salvia, el jugo de la locura y comer, con los cañamones, el tuétano y sustancia de todos los desvaríos posibles.

-¡Cenar con usted! -murmuró, vacilante entre el horror y la cortesía-. Qué más quisiera yo que cenar con usted, tiíta... qué más quisiera yo... Pero es el caso que en mi casa me esperan, y los demás compañeros se estarán sin comer hasta que yo vaya. Se gastan en mi casa unos cumplidos...

Al decir esto, Miquis sentía que en su cuerpo le habían nacido alas. Su impaciencia por echar a correr era, no ya febril, sino como desazón epiléptica. Le quemaba el asiento, y en pies y manos tenía abrasador hormigueo.

  —229→  

-Entonces -indicó doña Isabel con el más dulce tono de su bondad tolerante-, más vale que te vayas.

Por poco da Miquis un salto al oír el vayas; pero tuvo fuerza de voluntad para reportarse, y levantándose con estudiada lentitud, dijo en un tono que parecía el de la mayor naturalidad:

-¡Qué tarde se ha hecho!

-Sí; ya los días son nada.

-¡Cosa tan rara!... a las seis de la tarde, noche.

-El tiempo vuela.

Alejandro le alargaba su mano, cuando la señora, resistiéndose a estrecharla con la suya, le dijo:

-No, grandísimo gorrino, no juntarás tu mano asquerosa con la de una dama... Es preciso que te civilices. Ven acá y lávate.

Llevole a su cuarto, y echando agua en la jofaina, le obligó a darse una buena fregadura en las manos. Ella misma le ayudaba con tanta fuerza que por poco lo despelleja. Esto lo hacía casi siempre que el estudiante iba a su casa. Mientras se lavaba, la Godoy decía:

-Así, así. ¡Oh!, ¡qué niños estos! ¡Cuándo se había de ver en mi tiempo un joven con esas manazas de cavador!.. Otra cosa hay que me estomaca, y es esas barbas que han dado en usar ahora todos los hombres.

Alejandro tenía en su cara un vello, ya muy   —230→   crecido para bozo, si bien corto aún para ser barba, en el cual nunca había entrado la navaja, por tener su dueño el propósito de ser con el tiempo un sujeto barbado, conforme a la moda corriente. Doña Isabel, mientras él purificaba sus manos, tirábale de aquellos miserables pelos, diciéndole:

-¡Qué bonito! Pero ¿qué hermosura encontráis en esta suciedad? Por fuerza los espejos de hoy no son como los de mi tiempo, y hacen ver las cosas de otro modo. Pareces un chivo. Si quieres que te quiera, échate abajo ese perejil mal sembrado.

A todo se mostraba él conforme, y más cuando ella pronunció, con tono de familiar amenaza, estas palabras:

-Cuidadito con el comportamiento... Cuidadito con la manera de gastar el dinero... Mira que yo lo sé todo; mira, Alejandro, que nada se me oculta, y que sin salir nunca de este rincón, puedo enterarme de todo lo que haces. ¡Mira, Alejandro, que yo he nacido en Jueves Santo!.. Tú no seas malo... Mira que te estoy mirando siempre...

Él prometió ser todo lo bueno, juicioso y arreglado que en lo humano cabe. Pues no faltaba más... Al prometerlo así, hablaba como una máquina, porque su entendimiento seguía en rebelión, arrastrado en el velocísimo giro de   —231→   un vórtice de disparates. Su tía, cuando concluyó de amonestarle, se sintió tocada otra vez de aquel prurito de recorrer la habitación y apartar un insecto... Vestía la Godoy traje blanco, y el pañuelo se le había desatado Y le caía como flotante toca. Alejandro no pudo menos de representársela semejante a la imagen de la novelesca Matilde, vestida de blanquísimo hábito monjil, y los aspavientos de la buena señora eran lo más adecuado a los ademanes de la heroína cuando Malek-Adhel la roba y se la lleva en brazos, a caballo, por aquellos polvorosos desiertos.

-Adiós, tía.

Arrojose la señora en brazos de su sobrino y le dio un cariñoso beso... ¡Plata y verde en aquella mirada! A los ojos de Miquis, todo se trasformaba. Su tiíta parecía, por momentos, volver al prístino estado que representaba su retrato en galana y fresca miniatura; la estera amarilla y roja tomaba las sucias tintas azuladas y los garabatos de los billetes de Banco; el camello echaba bendiciones; al santo le salía una joroba, y él mismo, Alejandro...

¡A la calle!



  —232→  

- IX -

Entre tanto, a Felipe le pasaban en el recibimiento cosas muy desusadas. Allí no había más luz que las extrañas claridades de los gatudos ojos, y alumbrado por ellos, aguardaba el escudero a su señor pidiendo a Dios que saliese pronto, porque se aburría, acompañado tan sólo de aquellos mansos animales que se le subían por brazos y piernas y se le sentaban en los hombros, produciéndole estremecimiento el roce de sus blandas patas frías. De pronto, al pasar la mano por el lomo de uno de ellos, vio con asombro que el animal echaba chispas... chispas azuladas, lívidas... ¿Qué era aquello? Pasaba, pasaba la mano y las gotas de luz salían de entre los pelos. ¡Pavoroso, inexplicable suceso! Probó en otros gatos, y en todos ocurría lo mismo. Esto y la oscuridad de la casa infundíanle mucho miedo... Se estuvo quieto en el durísimo asiento, hasta que se le ocurrió, para distraerse, asomar el hocico por una ventanilla que al patio daba. Nunca tal hiciera. Desde aquella ventana veíase otra, situada más abajo y correspondiente al piso principal. En este segundo hueco había claridad; pero ¡qué cosa tan horrible! Aquella claridad dábanla unas velas verdes encendidas delante   —233→   de un como altarejo lleno de santicos y otras figurillas, las cuales eran sin duda imágenes de diablos y criaturas infernales. También vio Felipe una mesa llena de naipes y junto a ella una figura siniestra y horripilante, una mujer con mantón negro por la cabeza, haciendo arrumacos y demostraciones con las manos.

Retirose el muchacho asustadísimo de la ventana, diciendo para sí: «Ésta ha de ser la casa del Demonio... Yo también, como los gatos, debo de echar chispas». Se pasaba las manos por sus propios hombros a ver si él también chispeaba; pero nada, frota que frotarás, no podía sacar de sí ni una sola centella. Por fortuna suya, salió Miquis de la sala, y ambos se fueron a la calle. Doña Isabel dio a Felipe, al despedirle, un puñado de cañamones tostados, que él tomó con ánimo de tirarlos en cuanto salieran, como lo hizo, murmurando:

-Aquí todo es brujería... por fuerza... Quieren que yo me coma esto para que me vuelva pájaro...

Y le faltó tiempo para contar a su amo lo de las chispas gatunas y lo de las velas verdes. Miquis, al poner el pie en la calle, como que descendió a la atmósfera real de la vida, dejando atrás y arriba la quiromancia con sus mentirosos embolismos. Reíase a carcajadas de los terrores de Felipe, al cual desde aquel momento   —234→   designó y consagró por sirviente, espolique o secretario, diciéndole:

-Pues no hay más que hablar, chiquillín. La cosa salió bien. Eres mi criado. Yo necesito ahora de un ayuda de cámara, porque...

Sus ideas no estaban claras, y el correr de su mente era tan veloz, que las ideas no tenían tiempo de esperar la expresión de los labios. Se desvanecían al nacer, dejando tras sí otras y otras.

-¿Te parece que tomemos un coche? -preguntó a Felipe.

La imaginación de este se encendió en pintorescas ilusiones al pensar que iba a andar sobre ruedas. Tomaron el vehículo en la calle de Tintoreros. Alejandro le dijo al cochero:

-Por horas; las nueve están dando.

Y ambos se metieron dentro. El cochero preguntó:

-¿A dónde vamos?

-¡Ah! -exclamó el estudiante- es verdad... A donde quieras... No, no, a la calle del Rubio.

Al sentirse rodado, Felipe, que jamás se había visto en semejantes trotes, se reía como un bobo. Alejandro le miraba a él, y se reía también. Felipe iba en la bigotera, asomado a la ventanilla. Cuando pasaban junto a un farol, ambos se miraban y como que se regocijaban más, contemplando respectivamente su dicha propia, reflejada en el semblante del otro.

  —235→  

-¡Cuánta tienda! -observó Miquis, y empezó a cantar a gritos.

Alentado por el ejemplo soltó también Felipe la voz infantil. Cantaba lo único que sabía, el himno de Garibaldi, que dice: Si somos chiquititos... La gente, al pasar el coche, se detenía a mirarles, pasmada de aquel extraño júbilo.

Los cantos de Alejandro eran en retumbante italiano de ópera: in mia mano al fin tu sei... o cosa por el estilo.

Pasaron por una casa de cambio. Miquis gritó al cochero que parase, porque se le ocurrió cambiar al punto un billete. En su delirio de acción, en su afán de realizar en breve término añejos deseos y propósitos, no quería esperar al día siguiente para pagar ciertas deudas enojosas. Cambió su billete en un momento, y Felipe, que le aguardaba en el coche, viole entrar con los bolsillos repletos de duros y pesetas. Los billetes pequeños agregábalos al paquete de los grandes.

-Sigue, cochero.

Eran las nueve y cuarto.

Aunque era domingo, muchas tiendas estaban abiertas. Pasaron por una zapatería, cuyo iluminado escaparate contenía variedad de calzado para ambos sexos.

-Para, cochero -gritó Alejandro-. Y tú, Felipe, baja. Te voy a comprar unas botas, porque me da vergüenza de que te vea la gente con esas lanchas que tienes, que parece fueron de tu señor tatarabuelo.

  —236→  

Felipe bajó gozoso; entró en la tienda. Al poco rato volvió a decir a su amo:

-Me he puesto unas... Pide cincuenta y seis reales.

-Toma el dinero, paga y ven al momento.

Al poco rato volvió a aparecer el gran Felipe muy bien calzado y con las botas viejas en la mano.

-¿Qué hago con éstas?

-Tira eso, tíralas...

Felipe las tiró en medio de la calle, no sin cierto desconsuelo porque las botas, aunque feas, todavía servían, y era él sujeto arreglado y aprovechador, que no gustaba de tirar cosa alguna.

-Adelante, cochero.

Felipe levantaba los pies del suelo, y se reía de verse tan majas las extremidades inferiores. Eran las nueve y media.

-¡Cochero, cochero! -volvió a gritar Miquis.

Detúvose el vehículo a la entrada de la calle de la Montera, y Alejandro, desde el ventanillo, llamó a un amigo a quien había visto pasar.

-¡Arias, Arias!

El llamado Arias acudió, y ambos amigos dialogaron un instante con entrecortado estilo, en la ventanilla.

MIQUIS.-   ¿Vas al café?

ARIAS.-   Sí: ¿por qué no has ido a comer?

  —237→  

MIQUIS.-   He tenido que hacer. Ya contaré.

ARIAS.-    (Con intuición.)  Tienes cara de contento... ¡Tú tienes vil metal!... ¿A dónde vas ahora?

MIQUIS.-   A casa del famoso Gobseck. Quiero pagarle un pico esta misma noche.

ARIAS.-    (Lleno de júbilo.)  Estás en fondos. Ni llovido, chico, ni llovido me vendrías mejor. Si hicieras el favor de prestarme cuatro duros... Tengo un compromiso.

MIQUIS.-    (Con efusión.)  Toma ocho... ¡Cochero, arre!

Eran las nueve y cuarenta.

Pasaron por una tienda de tabacos habanos...

-Cochero...

Miquis había pensado que no tenía tabaco, y que el habano es muchísimo mejor que el llamado vulgarmenteestanquífero. Aunque no se había acostumbrado a fumar puros sino rara vez, quiso proveerse de todo, y además adquirir tres o cuatro boquillas, porque en verdad la absorción de la nicotina por los labios y lengua es una cosa muy mala. Adelante. Eran las nueve y cincuenta.

-Calle del Rubio, 41.

Subió Alejandro como una exhalación al piso tercero, y bajó al poco rato un tanto desconsolado. El prestamista no estaba. La ilusión del pagar tiene también sus desengaños, como la del recibir, y Miquis se entristeció de no poder abrumar al usurero aquella noche con el bello espectáculo de su solvencia.

  —238→  

MIQUIS.-   Cocherito, a mi casa.

COCHERO.-   ¿Y dónde es su casa de usted?

MIQUIS.-   Es verdad... ¡qué tonto! No vaya usted a mi casa; aún es temprano. ¿A dónde vamos, ilustrísimo Centeno?

Felipe, que se había vuelto un tanto taciturno a causa de la grandísima necesidad que tenía, respondió con desenvoltura:

-A donde se coma.

-¿Pero tú tienes gana de comer? Yo no. Quisiera ir antes a comprar unos libros.

-Si están las tiendas cerradas... ¡qué hombre este!...

-Vamos a casa de Alonso Gómez... Auriga, Greda, 14.

Alonso Gómez era un acreedor de Miquis, estudiante y buen amigo. Tuvo la suerte de encontrarle aquel excelente pagador, y después de darle veinte duros que le debía, le prestó encima otro tanto, viniendo a ser inglés el que antes estaba bajo el nefando peso de una deuda. Eran las diez y diez.

«Quiero desempeñar esta noche misma mi reloj -pensó Alejandro-. No puedo estar sin saber la hora. Automedonte, Montera, 18... ¡Ah!, no... tengo que ir antes a casa por la papeleta».

Y el coche siguió su laberíntico viaje por calles y callejuelas. El bienaventurado manchego subió a su casa. De sus compañeros de hospedaje,   —239→   algunos estaban en el café, otros estudiaban. Cienfuegos le salió al encuentro. Viole exaltado y como delirante.

CIENFUEGOS.-   Chico, acuéstate; tú no estás bueno.

MIQUIS.-    (Delirando.)  Tiíta... cañamones... horóscopo... papeleta... juros... coche abajo... reloj... buenas noches.

CIENFUEGOS.-   Que no estás bueno, hombre... ¿Pero qué hay? ¿Y aquello?

MIQUIS.-    (Más dueño de sus ideas.)  Todo a maravilla. ¿Y tú?

CIENFUEGOS.-   (Estrujando un libro.)  Yo desolado... Pensaba vender mi esqueleto... calavera, ¡doce duros!.. Quiero decir el esqueleto que compré para estudiar... ¡Horror de los horrores!

Doña Virginia esta noche...

MIQUIS.-    (Impaciente, sin sosiego.)  ¿Qué?... ¿Se habrá atrevido...?

CIENFUEGOS.-    (Casi llorando.)  Me ha armado un escándalo... delante de todos... Que si no le pago...

MIQUIS.-    (Echando fuego por los ojos.)  No te apures.

CIENFUEGOS.-    (Con el alma en un hilo.)  ¿Y tú podrás...?

MIQUIS.-    (Sacando con gallardía un puñado de rayos de oro y otro puñado de hojas sobadas y mugrientas, que son las plumas de los ángeles.)    —240→   Mira... cuatrocientos, quinientos, seiscientos... ¿Es bastante?

CIENFUEGOS.-    (A punto de desfallecer de emoción.)  Sí... ¡oh!  (Canturriando.)   Dell commendatore non é quella l'statua?

MIQUIS.-    (Echando música y luz y espíritu por todos los poros.)  Abur, abur... Bel raggio lusinghier...

Recogida la papeleta, volvió al coche, y sin pérdida de tiempo redimió su reloj cautivo. Cuando bajó con él al coche, eran las diez y treinta y cinco. Encontró a Felipe desfallecido. El pobre muchacho le dijo con desmayado acento y mucha cortedad que él no podía aguantar más, que si tenía su amo la bondad de darle real y medio, se iría a cualquier taberna y se tomaría unas judías o media ración de cocido.

-Ya verás, ya verás qué bien vas a comer hoy -le dijo su amo-. Mayoral, a una fonda.

-¿A cuál?

-A la primera que encuentres... Ahí, en la calle del Carmen.



- X -

Llegaron, salieron del coche, pagaron, y viéraisles a los dos en el cuartito estrecho, pero cómodo, de una fonda o restaurant. Miquis   —241→   exaltado y como demente, Centeno, muerto de hambre y al mismo tiempo encogidísimo de verse allí frente a aquel espejo, bajo los mecheros de gas y en mesa para él tan rica y ele gante. Pidió Alejandro dos cubiertos de los más caros, y mientras preparaban el servicio, Felipe parecía que se iba hartando con la vista. Algo había ya en la mesa a que hubiera echado mano, como las ruedas de salchichón, los rabanitos, el pan y la mantequilla; pero su respeto puso frenos al salvaje apetito que tenía, y no tocó nada hasta que trajeron la sopa. Al pobre Doctor le parecía mentira que había de venir la tal sopa, y cuando la vio llegar y tomó la primera cucharada, pasole lo que al héroe de Quevedo, esto es, que hubo de poner luminarias el estómago para celebrar la entrada del primer alimento que tras tan larga dieta apareciera. Y razón había para ello, porque estaba con un triste pedazo de pan duro que había tomado por la mañana.

Miquis no acertaba a comer; estaba impaciente, inquietísimo, hablaba solo... A ratos miraba a su protegido, y se reía paternalmente de verle tan aplicado a la obra de reparar sus fuerzas.

-Come, hombre, come sin reparo. No te dé vergüenza de comer todo lo que tengas gana, que harto has ayunado.

Felipe seguía estos saludables consejos al pie de la letra, y la emprendió con todos los manjares   —242→   que el mozo iba trayendo, sin perdonar ninguno. Aplacada su necesidad, quedole tiempo a su espíritu para maravillarse de todo, así de los gustosos platos como del servicio. Nunca había visto él mesa tan bien puesta y servida. Después de observar la elegancia de todo, la transparencia de las copas, la limpieza de las servilletas y manteles, la abundancia de golosinas, la esplendidez de tanto y tanto plato de carne, sustanciosos y exquisitos, la claridad del gas que tales maravillas iluminaba; después de observar esto, digo, y el primor de la habitación con su mullida alfombra y su gran espejo, se echaba recelosas miradas a sí mismo, y comparaba la riqueza del local y de la comida con su estampa miserable. Su ropa... ¡vaya, que estaba a propósito para aquel lugar! Sin ser andrajosa, más era de mendigo que de caballero... Su facha, sus manos... ¡Qué vergüenza! Por eso el mozo le miraba y como que se burlaba de él... Otros mozos cuchicheaban en la puerta, como pasmados de ver allí semejante tipo. ¡Gracias que tenía las grandes botas del siglo!... ¡Ay!, si D. Pedro y D. José Ido lo vieran en aquellas opulencias... delante de tanto plato fino, y bebiendo en aquellas copas, y comiendo todo lo que quería...! Cosas había allí, no obstante, que no sabía cómo se habían de comer ni para qué servían, por lo cual creyó prudente no tocarlas y afectar que no   —243→   tenía más gana. Lo que no perdonó fue el sorbete, golosina que él ya conocía, aunque no había probado de ella más que porción muy mínima, cuando una señora, en el café de Zaragoza, le dio a lamer la copa en que lo había tomado.

¡Y ya, Jesús divino, no era sólo lamer la dulzura pegada a un frío cristal, sino que se lo envasaba todo entero, desde el pico hasta el fondo!; y no sólo devoraba el suyo, sino también el de su amo, que, gozoso de ver tan hermoso apetito, le dijo:

-Tómate también el mío...

Luego pastas, dulces, frutas...

O aquello era sueño o ya no hay sueños en el mundo. Pero él, sin entender de Calderón ni haberle oído mentar en su vida, decía rústicamente y a su modo lo que significan las famosas palabras: soñemos, alma, soñemos. Interesante grupo formaban los dos, el uno come que come, y el otro piensa que piensa, soñando de otra manera que Felipe y viviendo anticipadamente la vida de los días sucesivos; lanzando su espíritu al porvenir, sus sentidos a las emociones esperadas, empeñando su voluntad en grandes lides y altísimos propósitos. Ideales de arte y gloria, pruritos de goces, ahora sublimes, ahora sensuales, caldeaban su mente. Parecíale pesado y cojo el tiempo, que no traía pronto aquellos mañanasque él, por poder de su fantasía, estaba ya gozando y viviendo antes de que   —244→   llegaran. Para no esperar más, aquella misma noche había de procurarse emociones y dulzuras, de las que tan hambrienta estaba su alma.

Felipe, regocijado al ver su inexplicable suerte, decía: «Ya me vino Dios a ver», pero no acertaba a figurarse lo que detrás de aquel espléndido cambio vendría. Como que apenas conocía a su amo, y aún no las tenía todas consigo respecto al acomodo que le ofreciera. Alejandro, soñador de empuje y que en todas las ocasiones iba más allá de la realidad presente, no veía con vaguedad el porvenir; veíalo claro y distinto, cual hermosísimo paisaje alumbrado por el más puro sol. Todo se presentaba a sus despabilados ojos con fortísimas tintas y limpios contornos: la gloria artística, el triunfo del más atrevido de los dramas, dichosos lances de amor y fortuna, degustación de placeres desconocidos, poesía y realidad, todo lo veía vivo, corpóreo, de carne, de sangre y de hueso, encarnado en seres humanos, con voz y figura que él plasmaba en su imaginación creadora.

En los capítulos siguientes veremos las hazañas de estos dos niños. En vez de un héroe ya tenemos dos.






 
 
FIN DEL TOMO PRIMERO
 
 



ArribaAbajoTomo II

portada



  —5→  

ArribaAbajo- IV -

En aquella casa



- I -

Acuérdate, lectorcillo, de cuando tú y yo y otras personas de cuenta vivíamos en casa de Doña Virginia, y considera cómo el rodar de los tiempos, dando la vuelta de veinte años, ha cambiado cosas y personas. La casa ya no existe; Doña Virginia y su marido, o lo que fuera, Dios sabe dónde andan. Ni les he vuelto a ver ni tengo ganas de encontrármeles por ahí. Aquellos guapos chicos, aquellos otros señores de diversa condición, que allí vimos entrar, permanecer y salir, en un período de dos años, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto bullicioso estudiante, qué de tan variada gente?

En la marejada de estos veinte años, muchos   —6→   se han ido al fondo, ahogados en el olvido o muertos de veras. Los pocos que sobrenadan son: Zalamero, que ha llegado a ser ministro, cosa que entonces nos habría parecido inconcebible; Poleró, que estudiaba para Caminos y después pasó a la Armada, en la que ocupa excelente puesto; Arias Ortiz, que es hoy Ingeniero jefe de una gran empresa minera, y tiene canas y cuatro hijos, de los cuales uno es nada menos que bachiller; Cienfuegos, que es médico de un pueblo... En cambio, el pobre Sánchez de Guevara, que estudiaba Estado Mayor, pereció, siendo comandante del cuerpo, en las calles de Valencia, combatiendo una sublevación. Pues y el bendito Miquis, ¿qué se hizo?... ¿y el Señor de los prismas, de misteriosa condición y oficio no comprendido?... ¿y el infelicísimo eautepistológrafos?... ¿y el sesudo D. Basilio Andrés de la Caña a quien nunca humanos ojos vieron en otro estado que en el de la formalidad y seriedad más imponentes?... Estos y otros que no nombro, ¿do están?, ¿viven?, ¿se salvaron o se sumergieron para siempre?

Detente, memoria, deja a un lado las tristezas y prueba a referir lo pasado y pintar el teatro de tan grandes sucesos y notables personas, sin interrumpir tu narración con ayes lastimeros. Procura reproducir, si para ello tienes poder bastante, aquel largo pasillo, con tres vueltas, parecido a una conciencia llena de malicias y traiciones,   —7→   aquella estera rota, tan peligrosa para el que andaba un poco de prisa, aquellos cuartos que al angosto pasillo se abrían, aquella sala y gabinete donde se aposentaban los huéspedes de campanillas, aquel olor de fritanga que desde la cocina se esparcía por toda la casa saliendo hasta la escalera para dar el quién vive a todo el que entraba.

Repite, memoria, la persona y hermosura de la gallarda Virginia, ama de tal cotarro; ayúdate, si es posible, de algún histórico papel para que puedas decir ahora qué casta de pájaro era la tal, de dónde había venido, por qué andaba en aquellos trotes hospederiles, y en fin, cuál era su verdadero estado... No olvides a aquel señor, marido suyo, o cosa así, pintor de heráldica, holgazán de profesión todos los días, y los más de ellos consumado borracho, a quien llamábamos Alberique, sin más nombre de pila; ten presente aquel perro humilde que no ladraba nunca y que, a la hora de comer, iba de cuarto en cuarto avisando a los huéspedes, animal comedido, modesto y meditabundo, a quien llamaban, no sé por qué, Julián de Capadocia.

De los antecedentes de Virginia, nada debemos decir. Todo es oscuridad en esta parte de la historia patria, y las distintas versiones que corrían en lenguas de los estudiantes no tienen la suficiente autoridad para ser estampadas como   —8→   verdades inconcusas. Algún atrevido sostenía haberla visto, años atrás, en tratos peores que los de Argel; pero ¿con qué pruebas corrobora esta declaración impertinente? Con ninguna. Mucho cuidado con las indiscreciones en lo que atañe a la buena fama de las personas; y antes se ha de romper la pluma que usarla para llevar al papel versiones maliciosas, no depuradas por una crítica severísima. Sobre que era guapetona, no cabe vacilación. Y más lo fuera si el constante trabajar y lo mal que vestía no disimularan un tanto su belleza. Representaba más de treinta años y tenía el cutis blanquísimo, los dientes perfectos, el seno alto, el pelo negro, el genio irascible y pronto, las manos perdidas del trabajo, el habla dulce y castellana fina, el corazón ya duro ya fundente, según las circunstancias, la voluntad fuerte y activa. No se explicaba su unión con aquel tagarote de Alberique que se pasaba la vida en el comedor, delante de una chica o grande de Baviera, leyendo papeles políticos, y que, las rarísimas veces que trabajaba, más era tormento que alivio de su mujer, porque no se le podía sufrir y estaba todo el día riñendo con la criada, con Julián de Capadocia, con los huéspedes. Y todo, ¿por qué? Porque le echaban a perder sus trabajos, porque la ensuciaban las vitelas, porque le habían perdido el rojo, porque le habían quitado el vaso de agua. Hombre   —9→   más inaguantable no ha existido en el mundo. Siempre con su gorro turco o Fez, la negra pipa en la boca, pletórico, harto y un poco asmático, parecía la imagen del sensualismo y de la brutalidad. Se pasaba el día enredando, haciendo y deshaciendo, echando pestes y pintando aquellas monerías insustanciales y desabridas de la heráldica. Por aquí cuartelillos, por allá animalejos. Sus trabajos no se acababan nunca. Su taller era la mesa del comedor, y cuando, llegada la noche, había necesidad de quitar los chismes pictóricos para poner los manteles, tenía que oír... Todo era echar maldiciones y decir a cada instante su interjección favorita: ¡Verbo!... Allí, ¡Verbo!, no entendían trabajos tan delicados. El Sr. de Alberique, ¡Verbo!, se marcharía de la casa y se iría a donde supieran apreciar el mérito de los artistas. Era de tierras de Levante, un morazo, un cartaginés o sabe Dios qué, resultado de la mescolanza de razas africanas, o de la degeneración arábiga. Tenía facha berberisca, y no le faltaba más que el alquicel para estar con toda propiedad. Eran sus facciones bastas, su color retinto, su fuerza muscular cual la de un caballo, su ánimo cobarde, como no fuera para echar maldiciones. Y sin embargo, las manos de aquel bárbaro tenían delicadeza y pulso para hacer miniaturas y pequeñeces que se debían mirar con microscopio. El oso es un animal hábil.



  —10→  
- II -

Puesta la mesa y llegada la hora, iban entrando los huéspedes y cada cual ocupaba su sitio. Hubo temporada en que se reunieron veinte, la mayor parte jóvenes. Siempre había tres o cuatro señores graves que daban respetabilidad a la mesa y a la casa. Entre los jóvenes distinguíanse los estudiantes, y no faltaba algún empleado o pretendiente. De los señores que se denominaban fijos, merece principal mención uno que habitaba la casa desde que la estableciera Doña Virginia. Su fijeza era ya proverbial, su persona y circunstancias dignas de estudio. Había sin duda misterio en aquel señor tan circunspecto y prudente, que nunca decía esta boca es mía, sequito, canoso, correcto y urbano. No molestaba a nadie y se pasaba la vida en su cuarto escribiendo y leyendo cartas; no salía jamás como no fuera para ir al correo, ni recibía más visitas que la de un cierto sujeto, apoderado de la familia, que venía una vez al mes a pagar el hospedaje y a enterarse de sus necesidades. Se llamaba D. Jesús Delgado, y cuando decían «a comer» era el primero que franqueaba la puerta del comedor, y se paseaba un rato esperando a que vinieran los demás. Rara vez se le oía el metal   —11→   de voz, y cuando este sonaba era para preguntar a la criada o a Virginia si había venido el cartero. Contrastaba con este señor, en lenguaje y modales, un D. Leopoldo Montes, andaluz, medio empleado y medio pretendiente, medio literato, medio propietario, medio agradable y medio antipático, hombre que de todo hacía un poco y de todo nada, que a veces parecía acomodado, a veces más pobre que las ratas, fachendoso, verboso, ampuloso, y que, por contera de su huero carácter, tenía la flaqueza de suponerse amigo de cuantos personajes crió Dios. También observábamos en la vida de D. Leopoldo algo de misterio, porque no se le conocía empleo, y sin embargo solía decir: «hoy, al salir de la oficina...» y otras cosas que ponían en grande confusión a los que lo escuchábamos. A este le llamaban el Señor de los prismas, porque en su lenguaje petulante, hablando de cuanto hay que hablar, usaba de continuo la frase: «mirando tal o cual cosa bajo el prisma». En toda discusión política de las que un día y otro se trababan en la mesa, salían a relucir tantos prismas, que a poco más se vuelven prismáticos la mesa y los huéspedes.

Merece otro lugar aquí D. Basilio Andrés de la Caña, persona mayor, de suma importancia, de un peso tal que se podría creer que a todos les hacía favor en estar allí y que, por descuido de   —12→   la fortuna, no se sentaba en la poltrona de un ministerio. Lo que decía en las disputas de la mesa, considerábalo él mismo como la cifra y resumen de la sabiduría, y no debía ser puesto en duda. Era hombre de edad y sin familia o apartado de ella, redactor de un periódico en la parte más difícil y áspera de cuanto contiene la prensa, que es el ramo de Hacienda. Para atar cabos, conviene decir que este señor era el mismo a quien Felipe Centeno había visto por la ventana de la redacción, admirándole como un ser superior, comprensivo de toda la humana ciencia. Era el mismo que en la memorable noche de febrero, cuando Alejandro Miquis trajo a Felipe a su casa y le dio ropas y comida, había pronunciado las palabras aquellas sentenciosas y solemnísimas, que no sé si recordarán los que esto han leído: «concluirá en San Bernardino».

Había otros de fisonomía moral y física menos caracterizada, y que además no tenían residencia constante en la casa. Un sujeto, que estuvo bastantes años en Filipinas, ocupaba un gabinete sólo por temporadas, pues su residencia habitual era Illescas. Había dos propietarios de la Alcarria que venían alternativamente a negocios y se alojaban en la sala; y además otros que se han desvanecido en la memoria, y si quisiéramos traerlos aquí ocuparían término muy lejano   —13→   en esta galería de verdad, presidida por la excelsa Doña Virginia, teniendo a sus pies la modesta imagen canina de Julián de Capadocia.

Vamos ahora con la juventud que daba carácter, ruido, alegría y ser y espíritu a la casa. Entre estos descollaba Zalamero, ofreciendo la singularidad de ser un estudiante ordenadísimo, puntual en todo, lo mismo en asistir a clase que en pagar su hospedaje. Estudiaba Leyes, y sólo con su asistencia se ganaba las notas de sobresaliente que era un primor. Su cuarto era el más arreglado de la casa. Tenía la ropa muy bien cepillada, muy bien distribuida en perchas o cajones de cómoda; no conocía deudas, iba a misa los domingos, no alborotaba, no entraba tarde, ni se estaba las mañanas durmiendo, como tantos gandules. Observad ahora las pasmosas armonías que hay en la naturaleza humana. Era Zalamero un buen mozo, de facciones bonitas y correctas, rubio, con el pelo ensortijado, dividido en dos desde el occipucio a la frente por una raya que parecía pintada. Tenía barbita dorada rubia, muy mona. En su hablar era el mismo comedimiento.

Sánchez de Guevara, el de Estado Mayor, era bastante parecido a Miquis en el carácter pronto y revuelto, pero más desordenado aún que el joven manchego. El cuarto del cadete tenía que ver. Por el suelo yacía el uniforme abrazado   —14→   con la toalla. Se acostaba a dormir, en las noches de invierno, con el ros puesto, y después de leer un rato en la cama, apagaba la luz con la espada. Era guapo chico, muy pundonoroso; se pasaba las noches en vela, engolfado en las matemáticas, haciendo funcionar a muy alta presión esa energía intelectual y volitiva que los alumnos de estas carreras difíciles han llamado potencia empollatriz.

Poleró, catalán tan castellanizado que apenas se le notaba el acento, era también bravo joven, estudiante de Caminos, con poca afición a la carrera; de buena figura, atlético, estudioso por pundonor más que por gasto. Se distraía mucho del estudio y porque se pasaba las horas muertas en los cuartos de sus compañeros charlando de teatros, chicas, política y música. En la mesa se divertía buscando camorra al de los prismas, y tornándole las vueltas para que se enredase en sus propios embustes. Se burlaba con frecuencia de D. Basilio Andrés de la Caña, haciéndole creer que todos respetaban su opinión y que le conceptuaban hombre de gran seso, cuando en realidad le tenían por el mayor majadero del mundo. Era agresivo, pendenciero; gustaba de llevar la contraria, y si, por ejemplo, se hacía en la mesa política progresista, que era lo más común, salía él, como un rehilete, defendiendo el espadón de Narváez. Si por el contrario,   —15→   alguien abominaba de la revolución, ya la tenían ustedes sacando a relucir las famosas llagas y el padre Claret oClarinete, que eran la comidilla más salada y gustosa de aquellos días. Espíritu activo, indagador, controversista, Poleró estaba destinado a ser hombre de provecho, como en efecto lo ha sido.

Arias Ortiz, alumno de Minas, era un andaluz serio (ave rara), apasionado de su carrera y de la metalurgia, mas con cierto desorden y falta de método en aquella cabeza, que felizmente han ido desapareciendo más tarde. Le faltaba una rueda, como suele decirse; mas el tiempo y el estudio han completado la máquina de su cerebro, y hoy no tiene más desvarío que el inocente de cultivar la música en sus ratos perdidos, que son pocos. Por las noches compone polkas y toca el piano, como recurso contra la soledad en que vive. Era en aquellos tiempos tan enfermizo, que se retrasaba en sus estudios más de lo que él quisiera; pero ahora, con los aires de Barruelo, con el polvo, el humo y con las polkas se ha fortalecido tanto, que da gusto verle.

A Cienfuegos ya le conocemos. Era hijo de viuda, y seguía la carrera de médico con grandes escaseces y humillaciones. Lo que el infeliz padecía y la hiel que tragaba por esta nefanda ley de relación entre las necesidades y el dinero, no se puede contar brevemente. A veces parecía que   —16→   desmayaba, y hacía propósito de ahorcar los libros y ponerse a cavar en Barajas de Melo, su patria; pero secreta energía le aguijaba y volvía al remo del estudio, despreciando obstáculos y arrostrando los vejámenes de la pobreza con ánimo estoico. Llegó a adquirir con esto cierta rudeza glacial que algunos tomaban por cinismo. Su sereno desprecio de ciertas conveniencias era más bien como una actitud de defensa contra la desgracia, o bien el egoísmo del combatiente que en nada repara para evitar un golpe. No condenemos a este gladiador de la vida sin admirar antes su fortaleza y sufrimiento, y aquella calma solapada tras la cual se escondía pasmosa agilidad de espíritu.




- III -

Sentados a la mesa, cual hemos dicho, los quince o más huéspedes, y servida aquella sopa de arroz, siempre tan igual a sí propia, que la de hoy parecía la misma de ayer, empezaba el alboroto. Tal como se ponía aquel comedor algunas noches, la torre de Babel resultaría, en parangón suyo, lugar de recogimiento y devoción. En pocas épocas históricas se ha hablado tanto de política como en aquella, y en ninguna con tanta pasión. Jamás tuvieron parte tan principal en las   —17→   conversaciones populares los chismes palaciegos y las anécdotas domésticas de altas personas. No gozando de libertad la prensa para la controversia, se la tomaba el pueblo para la difamación. No se ponen puertas al campo ni mordazas a la malicia humana. La opinión tiene muchas bocas a cuál más fieras. Cuando se le tapa la del lenguaje impreso, abre la de las hablillas. Si con la primera hiere, con la segunda asesina. Estaba muy en la infancia la política española para conocer2 que nada adelantaba con suprimir las cortadoras espadas del periodismo, cuyos filos se embotan pronto cuando se les permite el constante uso. En tanto los cuentecillos envenenaban la atmósfera haciéndola irrespirable, y lo que se quería conservar y defender se moría más pronto. De fuertes y seculares imperios se cuenta que, habiendo sabido defenderse de terribles discursos y escritos fogosos, han caído destrozados por los cuchicheos.

¿Quién podrá repetir la algarabía de aquel comedor Virgiñesco? ¡Ay, Miquis, quién tuviera tu retentiva para intentarlo! Pero si tal lograra, el lector se volvería loco; con que más vale que se quede inédita esta parte tan principal de la historia de Centeno. Tan sólo retazos y frases sueltas que el héroe conservó en su memoria saldrán aquí a relucir. Él recordaba perfectamente haber oído a su amo esta frase provocativa:

  —18→  

«O la Señora los llama, o esto se lo lleva el Demonio... Yo lo digo muy alto: esto repugna, esto abochorna. ¿Qué gente le queda? Veamos: O'Donnell...».

-O'Donnell es un pillo.

-¿Pues y Narváez? Hombre de Dios...

-Señores, calma, calma. Es porque aquí se han de mirar siempre todas las cosas bajo el prisma democrático... No, no es eso.

-¿A mí qué me viene usted con historias...?

-Permítanme ustedes, señores...

-Dejemos a un lado la vida privada. Yo sostengo que...

-Permítame usted... pero permítanme ustedes...

El que esto decía, sin poder hacer silencio en la mesa para dejar oír su campanuda opinión, era D. Basilio Andrés de la Caña, la voz más autorizada de la casa. Se ponía furioso cuando no le dejaban hablar...

«Silencio, que va a hablar D. Basilio».

-Permítanme ustedes, señores...

-Lo sé, lo sé de buena tinta por uno que va a Palacio. A O'Donnell le desprecian allá, y sólo se aguarda una ocasión...

-Historias... ¿A mí qué me viene usted con cuentos...? Esas son pamplinas.

-Verdad, pero si se cae de su peso...

-Permítanme...

  —19→  

-¡Silencio!

-Yo, francamente, no lo veo así... Qué quiere usted... Seré torpe. Siempre miro las cosas bajo el prismade la lógica.

-Ya esto no tiene soldadura. Ya el partido ha declarado que va a la revolución.

-Al pesebre.

-Al presupuesto... Pero óigame usted... Así no se puede discutir.

-Permítanme, ustedes señores...

-Si tergiversamos las cuestiones...

-Permítanme...

Por fin tanto trabajó, tanto sudó, tantas manotadas repartió a un lado y otro en ademán neptuniano de aplacar tempestades, tanto hizo aquel bendito D. Basilio para que emergiera su personalidad en el proceloso mar de las disputas, que al fin se callaron. Silencio imponente.

«Están ustedes fuera de la cuestión -dijo con reposado lenguaje-. Se ocupan aquí de si la situación tiene esta o la otra herida, cuando está comida por un cáncer interior que la devorará antes de que la maten las armas y la política. ¿Y cuál es este cáncer?».

Pasmo expectante. Sólo se oye el ruido de los tenedores picando garbanzos.

«Ese cáncer es la Hacienda, ese cáncer es la cuestión económica, ese cáncer es el estado del Tesoro, ese cáncer es el déficit... Porque, señores,   —20→   lo he dicho y no me cansaré de repetirlo, con los números no se juega. Para los conflictos de números no tienen solución la espada ni la oratoria. El país, entregado por una parte a los chismes y por otra a las conspiraciones, no se ocupa de esto. Los que estudiamos día y noche estas áridas cuestiones sabemos que el mal es grave, y lo que es peor, señores, que el mal no tiene remedio».

Terror. Doña Virginia oculta la cabeza detrás del hombro de su marido para poder reír a sus anchas. Cáusale más risa que el discurso de D. Basilio la seriedad con que le oye Poleró.

«El déficit, señores, sube ya a la aterradora cifra de ochenta y cinco millones, y no hay que fiarse de lo que diga el ministro, presentando las cosas...».

-Bajo un falso prisma...

-Permítanme ustedes... A esto hay que añadir la deuda del Tesoro... los compromisos que va a traer la última operación con la casa Laffitte, las resultas del empréstito Mirés...

-La verdad, Sr. de la Caña, nosotros no entendemos de eso... -dijo Arias interpretando el cansancio de algunos-. En lo que usted cuenta habrá, sin duda, mucho de fantasmagórico...

-Permítame usted...

-Tiene razón D. Basilio -gritó Poleró, saliendo a su defensa y enredando la cuestión a   —21→   ver si se sulfaraba el hacendista, que era el paso más cómico que, podían desear-. Así no se puede disentir. Los que conocen bien la Hacienda...

-Eso es música.

-Por Dios, Caña, no nos hable usted de esas cuestiones...

-Para ustedes, lo que no sea traer y llevar a Sor Patrocinio y a... Que les aproveche.

-No es eso, no es eso.

-Cállate, Poleró.

-Cállate tú, Cienfuegos.

-Dejar hablar, hombre, dejar hablar. Cuando vuelva Sarváez...

-Si no ha de volver...

-Lo dijiste tú... Nada, estos señores, después que han planteado su fórmula todo o nada...

-No se les puede sufrir.

-Permítanme ustedes, señores...

-Y sobre todo, ¿de qué se trata?

-A mí no me embaucan esos señores con tanto discurso, con su retraimiento estúpido...

-Más estúpido es quien no ve venir la tormenta y se empeña en...

-¿Qué dices tú? Eso es comulgar con ruedas de molino.

-Poleró, que le va a hacer a usted daño la comida...

Para mofarse de D. Basilio, Poleró le decía cualquier día con énfasis y misterio: «¿No sabe   —22→   usted, amigo Caña? Van a hacer otro empréstito...». Oyendo lo cual, el eximio Neeker se llevaba las manos a la cabeza y murmuraba: «Perdición, ruina... ¡Pobre país!... Yo lo digo todos los días; no me canso de predicar... Pero no hacen caso... Al freír será el reír».

Y al de los prismas le decían siempre:

-A ver, D. Leopoldo, ¿a que no cuenta dónde ha estado usted hoy?... ¿Cuántas conquistas lleva esta semana? Porque usted las mata callando. ¿Ha sido marquesa o qué ha sido?

El tal Montes se reía, dando por ciertas, con su silencio, las indicaciones de Cienfuegos y Poleró. Luego contaba historias de mujeres, en las que, a ser verdaderas, se dejaba atrás a D. Juan, a Lovelace y a cuantos conquistadores de este linaje ha tenido el mundo. Una vez en Sevilla... aquel sí que fue lance. Otra vez en Valencia... ¡Oh!, cosa más dramática. Lo extraño era que él no las buscaba, y se le venían a las manos las aventuras ya bien amasadas y cocidas. Pues cuando estuvo en París, a negocios de la casa... (Por cierto que nunca se pudo averiguar qué casa era aquella.) En fin, si lo iba a contar todo no acabaría nunca. Precisamente aquella mañana cuando salía de la oficina (Nadie sabía nunca cuál oficina era), vio una moza de buen trapío que pasó a la acera de enfrente y le miró... ¿Para qué seguir? Era la historia de siempre. Después había   —23→   estado en el café con Milans del Bosch, y al poco rato entró Sagasta, el cual le dijo... Pero ¿a qué referirlo? ¡Qué máquina de embustes! Él no se ocupaba más que de sus negocios, y cuando volviera a Sevilla, lo liaría sin que se enterase nadie, porque con sigilo es como se llevan adelante los grandes negocios. Bien querían los progresistas conquistarle; pero él no les hacía caso, porque veía las cosas bajo el prisma de la serena razón, y... a buena parte iban...

Concluido el comer, la única persona que no había desplegado sus labios en toda la noche, el taciturno y comedido D. Jesús Delgado, era quien primero se levantaba, y dando tímidamente las buenas noches, íbase tranquilo a su cuarto, donde le aguardaba la interrumpida obra de sus cartas. Los demás salían en tropel o separadamente. Unos iban presurosos al café; los más aplicados se encerraban a empollar las lecciones del día siguiente, y en el comedor sólo quedaban al fin Virginia y su3 berberisco esposo, el cual, a tal hora, siempre había de tener reyerta con ella, unas veces en bárbaro tono, otras humorísticamente, siendo el motivo y término de tales disputas que Virginia le diera algún dinero para irse al café y al billar. Cuando ella sacaba, generosa, el portamonedas más mugriento que su conciencia, paz y risotadas; cuando no, mugidos y un soliloquio de verbos y amenazas que duraba hasta   —24→   media noche... Comparada con él, era Virginia una hembra superior, heroína de virtud y abnegación y trabajo. La explicación de que una mujer de mérito (relativo) estuviese unida a bárbaro semejante y que trabajase para mantenerle, no se encuentra, no, en la superficie de la humana naturaleza; hay que ir a buscarla a los senos más hondos y secretos de ella. Pero Virginia se vengaba de su gigante aborreciéndole y despreciándole en gran parte de las ocasiones de su vida, de tal manera que le ponía en el postrer lugar de sus afectos y le consideraba menos que al último de los huéspedes, menos que a la criada, menos que a Julián de Capadocia.




- IV -

A vivir en esta sociedad y entre tales personas quiso la Providencia llevar a Felipe, después de pasarle por la escuela y familia de don Pedro Polo. Ella se sabrá por qué lo hacía. Hubo dimes y diretes entre Virginia y el manchego Alejandro sobre la admisión de Felipe en la casa. Era muy desusado, en verdad, que los huéspedes tuviesen sirvientes, y un estudiante con escudero no lo había visto Virginia en todos, los días de su vida. Pero a Miquis no había quien le quitara de la cabeza el proteger a su querido Doctor   —25→   y facilitarle medios de aprender alguna cosa. Tocado de una como demencia filantrópica, estaba decidido a pagarle hospedaje, como lo hizo, celebrando formal convenio con su patrona... No faltaba en la buhardilla un huequecito ni en la mesa de la cocina un plato más o menos lleno. Convenido y realizado. Siempre que aprontase un diario de seis reales por cabeza de criado, D. Alejandro podría llevar a la casa todos los Doctores que quisiera.

Por de pronto, Centeno estaba contentísimo, y no se habría cambiado por los mortales más dichosos, ni por los que se hartan de honores y ganancias en elevados puestos, ni por los que vuelven de América cargados de riquezas. ¡Verse entre tanto señorito listo, entre estudiantes que hablaban y contendían a todas horas sobre cosas de sabiduría, y además de esto comer bien, no recibir porrazos, no ver a Doña Claudia!... esto era como vivir en la gloria y ver colmadas las más atrevidas ambiciones.

Fuera de Cienfuegos, ninguno de los compañeros de Miquis, sabía el origen del repentino engrandecimiento de este. Quién lo atribuía a inesperada herencia, quién a lotería o hallazgo. Y que la cosa era gorda no podía ponerse en duda, porque las liberalidades del manchego casi rayaban en sardanapalescas. Por mañana y tarde no cesaba de convidar a los amigos en el   —26→   café; había saldado las cuentas con el mozo, con cierto usurero a quien Arias llamaba Gobseck, y se puso en paz con otros británicos de menor cuantía. Entre los del cotarro, que se formaba en un rincón del café, se hizo corriente y como proverbial, siempre que se proyectaba teatro, diversión o merienda, la frase: «Miquis paga».

Y para no ser el último en gozar del provecho de su opulencia, el manchego se lanzaba ¡oh sibaritismo!, a la vida de gran señor, proporcionándose unos lujos, señores, unas tan grandes pompas mundanas... ¿Qué hizo nuestro hombre? Pues tomar para su vivienda exclusiva el gabinete de la esquina, que no se daba sino a dos o tres que vivieran juntos y pagaran el máximum de pupilaje. ¡Qué gusto vivir él solo en aquella habitación regia, donde había una cama semidorada, alfombra mosaico hecha de distintos pedazos de fieltro y moqueta, consola de caoba con cajas que fueron de dulces, un espejo de los de ver visiones y dos grandes láminas compuestas de retratitos fotográficos de todos los alumnos de un curso final de Medicina o Derecho! Para rematar dignamente su señorío, conveníale tener un servidor, ayuda de cámara, o si se quiere secretario particular y del despacho, y para todos estos menesteres le venía de molde el insigne Felipe, que era listo, activo, obediente y le manifestaba un afecto que ya frisaba en idolatría.

  —27→  

Con esto cumplía Alejandro dos fines: el egoísta de ser amo de alguien, y el nobilísimo y cristiano de amparar al chico y ponerle al estudio. Convinieron en que le daría libros y le matricularía en un Instituto. ¡Qué gustazo tener un paje a quien mandar, a quien dar gritos, a quien decir a toda hora: «Felipe, tráeme esto... ven acá, anda allá... muévete...». Lo peor del caso era que, pasados dos días de la entrada de Felipe en la casa, este resultó ser criado de todos y todos eran sus amos, porque sin cesar le mandaban a la calle con este o el otro recadillo. No era la última en aprovecharle Virginia, que vio en el chico una buena ayuda de su negocio. Cuando no le ponía a limpiar cubiertos, me lo mandaba por carbón; ya le llevaba consigo a la compra, ya, en fin, le hacía barrer la casa. No tenía, en verdad, un momento de sosiego. Era, pues, muy común que Alejandro llamaba a su criado, y que este no respondiese. El impetuoso amo se ponía furioso, y sus gritos y aspavientos casi se oían desde la calle: «le voy a matar... esto no se puede sufrir». Pero todo concluía cuando entraba D. Basilio Andrés de la Caña, diciendo:

«Permítame usted Sr. de Miquis... Me tomé la libertad de mandar a Felipe por una cajetilla».

O bien era Alberique quien decía:

«Si fue a traerme tinta china y cerveza...».

  —28→  

A esta comunidad de los servicios de Felipe correspondía la comunidad del lujoso gabinete de Miquis, pues los huéspedes amigos le tomaron por suyo. Era el casino de la casal el disputadero, Ateneo, Bolsa, club, salón de conferencias, el Prado y el Conservatorio, porque allí se charlaba, se fumaba, se discutían cosas hondas, se leían los autores sublimes, se contaban aventuras, se escribían versos, se leían cartas de novias, se tiraba al sable, se hacían contratos y se cantaban óperas. Contentísimo estuvo Alejandro algún tiempo en medio de aquel bullicio; pero al fin, tan larga y fastidiosa era la invasión en su cuarto, que se llegaba a cansar. Algunos días se encerraba con llave y se estaba solo largas lloras. Poleró y Zalamero, acercándose a la puerta, tocaban suavemente. «¿Cómo, ya esa escena?» le decían... Desde fuera le oían recitar versos, y daban palmadas, gritando: «¡bien, bravo; que salga el autor!».

No está de más decir que tanto Poleró como Arias y Sánchez de Guevara se permitían bromas, a veces pesadas, con Felipe; pero este lo llevaba todo con paciencia. Lo que no parecía era el estudio, ni las prometidas matrículas.

«Tiempo tienes todavía -le decía Arias viéndole impaciente-. A tu edad, yo no sabía ni leer. Estás aventajadísimo, y casi casi eres un pozo de ciencia».

  —29→  

Le hacían preguntas de Historia sagrada y profana, de Aritmética y Gramática, para reírse con lo que contestaba. Era, en efecto, divertidísimo oírle.

-Tiene tinturas de todo este Doctor -indicaba Zalamero, riendo-. A poco más estará en disposición de hacer oposiciones a alguna plaza de tintorero.

-Lo que es este -decía Arias- va a ser algo.

-Donde ustedes lo ven, este va a hacer dinero... Formal...

Pero Octubre corría y se pasaba la mejor sazón para sentar plaza de soldado raso en los ejércitos del bachillerato. Cienfuegos y Arias fueron los que un día decidieron a Miquis a matricular a su criado... Gracias a Dios, ya tenemos a mi señor D. Felipe en el Noviciado, metiéndole el diente al latín. La enseñanza primaria era en él tan incompleta como se ha visto, pero ¿qué importaba?, mejor.

Para lo que allí había de aprender, más valía que entrara limpito de toda ciencia, pues que limpito había de salir, Vedle cómo apechuga con su latín y con la abominable Gramática, de la cual, maldijéralo Dios si entendía una sola palabra. A aquel latín debiera llamársele griego por lo oscuro. Ni él se explicaba para qué era aquello, ni a qué cuento venía en el problema de su educación. Y confuso, lleno de dudas, se atrevía,   —30→   en su rudeza, a protestar contra la mal enseñada y peor aprendida jerga, diciendo:

«Yo quiero que me enseñen cosas, no esto».

¡Cómo se reían sus amos con estos disparates! Pero él se esforzaba en cumplir sus deberes académicos, aprendiéndose de memoria aquel traqueteo de sílabas que componen la declinación, y pensaba así:

«Vamos a ver en qué para esto».

Apenas le dejaba Virginia el vagar necesario para ir diariamente tres horas al Instituto. Estudiaba un poco por las noches, pero de muy mala gana, porque francamente... Vamos, que se le indigestaba el latín... Era un narcótico, y le bastaba coger el libro para caerse de sueño. Como Alejandro, desde que era rico, entraba ahora avanzadísima de la noche, Felipe pasaba el tiempo durmiéndose en una silla, o visitando y acompañando a los amigos de su amo en sus respectivos cuartos. Cuando estaban en el café, gozaba el Doctor lo indecible yendo de cuarto en cuarto y examinando y registrando libros y apuntes de clase. Los libros de Sánchez de Guevara le producían pasmo, mareo, vértigo. Ver sus páginas era como asomarse a insondable y misterioso abismo. ¡Re...contra!, ¿qué querían decir aquellas letras separadas por palitos, comas y tanto rabillo por acá y por allá? Luego había unos números montados sobre otros números y letritas   —31→   chicas por arriba, encima de palitroques que parecían grúas. Él miraba, miraba, volvía páginas, y luego observaba los apuntes que el cadete hacía con lápiz, en los cuales había los mismos signos, la propia mescolanza de guarismos y letras. A, palito, B, y todo por el estilo. Era para volverse loco. ¿Y aquello era la matemática? ¿Y para qué servía la matemática? Felipe alargaba el hocico husmeando el aire... ¡Vaya con Dios!, ¿para qué ha de servir, re-contra-córcholis, sino para saber todo lo que se sabe?...

Pasaba luego al cuarto de Cienfuegos, y de todos los libros que sobre la mesa había, se iba derecho a uno que tenía láminas; pero ¡qué láminas! Inspiraban a Felipe una especie de horror sagrado y curiosidad febril. ¡Ave María Purísima! Allí había vientres abiertos, tripas sanguinolentas, cráneos levantados como se levanta la tapa de una fosforera. Era algo como lo que cuelga en los ganchos de las carnicerías... Con el alma en los ojos, Felipe leía los letreritos... Páncreas... estómago... Más adelante: bronquios. «Sopla, pues esto es losgofes». Músculo ciático. Y se tentaba el cuerpo diciendo: «Aquí está. Estas figuras son lo propio de nuestro cuerpo». Se pasaba así las horas muertas, absorto, hasta que entraba Cienfuegos y le sorprendía; se enfadaba un poco; pero desenojándose pronto, decíale:

«Ve a ver si Guevara tiene cigarrillos».

  —32→  

Los libros de D. Basilio no ofrecían maldito interés, y Felipe les habría arrojado al fuego si le dejaran. La Deuda del Tesoro y el déficit. Este folletito estaba encima de un voluminoso libro. ¿A ver? Presupuestos de 1862-63... ¡Vaya unas papas! El señor de los prismas no tenía en su cuarto más que un Calendario del Zaragozano y una novela de a peseta, cuya mugrienta cubierta estaba llena de redondeles de sebo, señal de que Montes apagaba la luz con el libro. Muchos volúmenes y apuntes tenía Zalamero; pero ¡qué cosas tan insulsas! Nunca pudo Felipe sacar sustancia de aquello. La Cuarta Falcidia... Los Testamentos. ¿Qué le importaban a él los testamentos?... La mesa de su amo contenía revuelta colección de obras diferentes; pero había tanto libraco en francés... ¿A ver? Balzac, Scribe... ¿De qué trataría aquello? Le pe...re Gori... Gori... Memo...moires, memorias de Deux jeunes... de Diógenes querría decir... El demonio que lo entendiera. Centeno no acertaba a comprender para qué leía su amo aquellas tonterías... Don Víctor Hugo... Ruy Blas... esto sí era claro. Schiller... Don Carlos... también clarito. Seguían muchas comedias o dramas en verso castellano. Aquello era otra cosa. Leía mi doctor las primeras escenas, pero luego se cansaba, porque, a su parecer, todas decían lo mismo.

  —33→  

Poleró, que le tenía cariño, le llamaba:

«Ponte a estudiar, Felipe. No le revuelvas los papeles a tu amo. Ven a mi cuarto... Siéntate aquí, a mi lado. Coge tu libro».

Y él se ponía a estudiar Analítica y Mecánica. El Doctor leía también un poco; pero aburrido muy pronto, salía y entraba para matar el fastidio.

«Estate quieto. Me estás distrayendo. Mira que te pego... ¿Quién anda ahora por el pasillo?».

-El señor de Zalamero.

-¿Pero estaba en casa Zalamero?

-Sí, señor. Ahora salía del cuarto de la patrona.

Poleró rompió a reír. Endeble tabique separaba su cuarto del de Zalamero, y en él daba algunos golpes el maligno catalán diciendo:

«Zalamerín, ¿estabas en casa?».

No respondía el otro. Mas Poleró, saliendo al pasillo, se ponía a toser fuerte.

«Ejem, ejem».

Y Sánchez de Guevara respondía desde su cuarto con iguales toses. Arias aparecía también tosiendo.

«Vete al comedor -decían a Felipe-, y mira a ver si está Alberique».

-¿Qué ha de estar? La señora le dio dinero para que fuera al café..

Cuchicheos, risas, reunión de los tres en el   —34→   cuarto de Poleró, y redobles en el tabique, sin lograr que Zalamero responda. Felipe, mensajero de Cienfuegos, entra de súbito:

«Dice D. Juan que si alguno de ustedes tiene cigarrillos...».

-Toma dos... ¿Ha entrado D. Leopoldo?

-Sí señor. Está en su cuarto remendando la levita y pegándose botones.

-¿Y D. Basilio?

-Ahora entra.

Oíase el resoplido de aquel señor, que hasta en el respirar revelaba autoridad. Salía Poleró al pasillo, para trastearlo un poco:

«¿Qué ha habido hoy, D. Basilio?».

-Nada. Siguen con el delirium tremens. De Santo Domingo hay muy malas noticias. Esto no tiene atadero. A todos lo digo y no me hacen caso. Con su pan se lo coman. Yo no sé lo que va a venir aquí... no sé. Me asusto, créalo usted... Ahora tengo entre manos un trabajo, que me parece ha de meter ruido. Pruebo con números... porque todo lo que no sea números es música... Pase usted a mi cuarto y le enseñaré...

-Otra noche... Estamos aquí con mucho cuidado. ¿Sabe usted que Zalamero se nos ha puesto malo?

-¿Sí? ¿Y qué es?

-No sabemos. Entre usted en su cuarto... nosotros no nos quiere decir lo que tiene.

  —35→  

Entra D. Basilio en el cuarto de Zalamero, y al poco rato sale y hace este diagnóstico:

-Está delirando... Me ha despedido a cajas destempladas... ¿No llaman ustedes un médico?

-Cienfuegos dirá.

-Porque... Buenas noches, jóvenes. Con permiso de ustedes, me voy a mis habitaciones.

Las habitaciones de D. Basilio eran el cuarto más oscuro y estrecho de la casa. No era mejor el de D. Leopoldo Montes, que, al decir de Felipe, estaba disimulando los deterioros de su ropa para poder salir bien compuestito y reluciente al otro día. Poleró y Cienfuegos le visitaban a aquella hora para sorprenderle y avergonzarle; pero él, siempre en su papel, escondía rápidamente los chismes de costura y afectaba ocuparse de ordenar papeles.

«¿Cuándo es ese viaje a París?».

Aquel viaje era la muletilla de todos los días, porque Montes lo estaba anunciando siempre.

«Creo que no pasará del jueves. Aquí tengo dos partes que he recibido esta mañana... El jueves o viernes a más tardar».

Después que le mareaban un rato, se iban a la puerta del cuarto de D. Jesús Delgado, anhelosos de descubrir el misterio de sus ocupaciones epistolares. El huésped taciturno trabajaba aún: se oía el rasguear de su pluma y los suspiros que daba.

  —36→  

De pronto salía Guevara al pasillo:

«A ver si dejan estudiar. ¡Qué ruido!».

Reuníanse los tres en el cuarto de Arias, que se estaba acostando, y hablaban de Zalamero:

«Vaya con el moderadito. Un hombre que defiende a los Paúles...».

-El año pasado había aquí un huésped... ¿Le alcanzaste tú, Guevara? Aquel Romero, andaluz. Daba de palos a Virginia y a Alberique... ¡qué escenas!... Felipe.

-Señor.

-¿Ha entrado Alberique?

-Ahora llega. Voy a abrirle la puerta.

Oíanse pasos de elefante.

«Hola, amigo Alberique... ¿no sabe usted lo que hemos tenido aquí?».

-¡Qué... verbo! ¿Qué?

-Fuego. Por poco nos quemamos todos.

-¿En dónde, Verbo?

-Ya está apagado...

-Váyanse ustedes a... ¿En dónde está mi cuarto? ¡Felipe, condenado Verbo!... trae luz; no se ve.

-¡Arre! -murmuraba Felipe empujándole hacia el gabinete matrimonial.

Abrían la puerta, le empujaban dentro y... buenas noches.

«¿Pero ese Miquis no viene todavía? Es la una».

-Pobre Miquis. Ya sé dónde está. Nada, nada, se lo beben, se lo sorben...

  —37→  

-Acabará mal.

Y quebrando el diálogo, subdividiéndolo hasta llegar a frases y palabras sueltas pronunciadas en este o el otro cuarto, se iban retirando, cada cual al suyo. Uno se acostaba y seguía leyendo; otro, después de cumplir con las matemáticas, hacía rezos de Balzac y se encomendaba a Víctor Hugo; todos tenían aficiones literarias. Por último, reinaba el silencio del sueño en la casa, y muy tarde, sobre las dos o las tres, entraba Alejandro. Sus primeras palabras eran siempre: «Felipe, acuéstate».

Y él permanecía en vela, leyendo o escribiendo. Se acostaba de día y casi nunca se levantaba antes de las cuatro. La hora de sus trabajos era la madrugada, hora febril, hora de caldeamiento cerebral y de emancipación del espíritu. Dormíase Felipe en el sofá, y a lo mejor despertaba asustado oyendo a su amo declamar...


Vive Dios, que es tal hazaña
digna de un Téllez Girón...



Como ecos, repercutían en su cerebro las rimas de la redondilla:galardón... España. Y se volvía a dormir para despertar de nuevo alarmado con estos gritos:


¡Hola!... ¡prendedle!... ¡traición!
¡Necio, atrás!... ¡Italia es mía!





  —38→  
- V -

Porque Alejandro era autor dramático. Tenía tres dramas, ya desechados por su propio criterio, y uno flamante, nuevecito, que era su sueño, su gloria, su ambición, sus amores. Tan cierto estaba él de que se había de representar como de su propia existencia, y tan seguro y patente consideraba el éxito, cual si lo estuviera viendo con los ojos de la cara... Ideas para otros dramas, planes brillantísimos ¡oh!, teníalos por docenas y se le ocurrían a cada momento, al levantarse, al salir, al tomar café; mas érale forzoso apartarlos de sí para que no la atormentaran y se apoderaran antes de tiempo de los ricos moldes de su cerebro. Convenía que tanto verbo fecundo aguardase la oportunidad de su encarnación y que tanta vida nueva tuviera calor interno antes de ser puesta al trabajo de su desarrollo y crecimiento. Después que se representara El Grande Osuna, vendrían otros trabajos y éxitos más colosales. ¡Misión altísima la suya! Iba a reformar el Teatro, a resucitar, con el estro de Calderón, las energías poderosas del arte nacional. Como los más puros místicos o los mártires más exaltados creen en Dios, así creía él en sí mismo y en su ingenio, con fe ardentísima, sin mezcla de   —39→   duda alguna, y para mayor dicha suya, sin pizca de vanidad.

¿Y por qué no había de tener razón? Entre sus compañeros y amigos no eran unánimes los pareceres respecto al superior ingenio de Miquis. Unos le tenían en mucho; otros en poco; quién por un visionario; quién por tonto o algo menos. Sus compañeros de casa lo querían mucho por sus cualidades morales, entre las cuales descollaba el corazón más generoso, más expansivo, más superabundante que puede imaginarse; pero en lo tocante al numen, también variaban las opiniones. Poleró, sin conocer el drama, sostenía que era un atajo de inocentadas, y que el mayor favor que se podía hacer al joven manchego era quitarle de la cabeza su idea de ser autor dramático. Cienfuegos no pensaba lo mismo, y veía en Alejandro, mejor dicho, columbraba en aquel espíritu algo misterioso y grande que no existía en los demás.

Físicamente era raquítico y de constitución muy pobre, con la fatalidad de ser dado a derrochar sus escasas fuerzas vitales. Sus nervios siempre estaban en grado muy alto de tensión, y todo él vibraba constantemente como cuerda de templado metal, sin cesar herida por el divino plectro de las ideas. La fiebre era en él fisiológica, y el orgasmo del cerebro constitucional y normal. Era un enfermo sin dolor,   —40→   quizás loco, quizás poeta. En otro tiempo se habría dicho que tenía los demonios en el cuerpo. Hoy sería una víctima de la neurosis.

Desde la infancia se había distinguido por su precocidad. Era un niño de estos que son la admiración del pueblo en que nacieron, del cura, del médico y del boticario. A los cuatro años sabía leer, a los seis hacía prosa, a los siete versos, a los diez entendía de Calderón, Balzac, Víctor Hugo, Schiller, y conocía los nombres de infinitas celebridades. A los doce había leído más que muchos que a los cincuenta pasan por eruditos. Su feliz retentiva le había familiarizado con la historia de los libros de texto. A los catorce Abriles, hombres graves del país le consultaban sobre materias de Historia, Mitología y Lenguaje. Era general allí la creencia de que el Toboso, ya tan célebre en el mundo por imaginario personaje, lo iba a ser por uno de carne y hueso. Destináronle a estudiar Leyes. Los amigos de su papá decían: «Este que empieza por literato y poeta, acabará, como todos, por orador político de primera y ministro. El Toboso tendrá al fin su prohombre».

Le hemos conocido cuando llevaba tres años en Madrid y veintiuno de existencia... ¡Pobre Miquis, trabajador incansable de lo ideal, siempre imaginando, siempre creando! Merecería ingresar en las familias mitológicas y que le representaran   —41→   en figura de un forjador maravilloso, alumno de Vulcano y ladrón de sagrado fuego como Prometeo. ¡Desgraciado Miquis, siempre devorado del afán del arte perseguidor con fiebre y congoja de la forma fugaz y rara vez aprehensible; atormentado por feroces apetitos mentales; ávido del goce estético, de esa inmaterial cópula con la cual verdad y belleza se reproducen y hacen familias, generaciones, razas! También las ideas son una especie inmortal que habla con briosos instintos en las entrañas del artista, diciéndole: «propágame, auméntame».

Hombre dado a los demonios, o en otros términos, consagrado al peligrosísimo ejercicio de la imaginación, aborrecía el Derecho. Para él, la humanidad inteligente no había echado de sí cosa más antipática que, aquel jus, idea suspicaz, prosaica y reglamentadora de la vida; idea enemiga de la pasión, de lo ideal, destructora do la personalidad libre y de la poesía. El jus para él, era el eterno Sancho Panza... Iba Alejandro a clase lo menos posible, y siempre de mala gana. Pero había sabido ganar sus cursos y aun obtener regulares notas con poco trabajo. Nunca fuiste tirano, amigo Sancho.

En los primeros años de la vida de este jovenzuelo en Madrid, su carácter era jovial, exaltado, bullicioso. Amenizaba el círculo del café con sus ocurrencias originales. Las metáforas,   —42→   símiles y paradojas brotaban de sus labios como de un manantial inagotable. Cuando él no iba, faltaba el espíritu de la tertulia, el sentido de todo lo que se decía... Pero al tercer año empezó a determinarse en él una trasformación que había de ser pronto mudanza profundísima o paso orgánico, precursor de otro moral. Su humor festivo se trocó en melancólico; cada día le eran menos simpáticos el bullicio y la gárrula palabrería del círculo, y si bien quería con leal cariño a todos sus amigos, muchos de estos le molestaban. La gran batahola que se hacía en su cuarto le era ya insoportable. No teniendo carácter para expulsar a los intrusos, pues era él incapaz de ofender a sus compañeros, esperaba las horas silenciosas para aislarse. De día, paseaba por lugares solitarios, buscando esa dulce impresión que traen al alma los objetos extraños y no vistos constantemente. De noche, y a la hora en que nadie podía turbarle, leía y escribía, protegido del silencio y paz de la madrugada.

El drama, aquel pedazo de Cielo caído sobre la frente de un hombre, estaba ya terminado. ¡Feliz suceso que dejaba una marca indeleble en el tiempo! Él solo bastaba a hacer rosadas las auroras, serenas y poéticas las noches, hermosas las horas todas. Alejandro lo había leído a un autor mediano, pero muy corrido en la escena, hombre de estos que llaman prácticos en el arte,   —43→   el cual, callándose su opinión sobre el mérito real de la obra, hizo observaciones que dejaron helado al pobre Miquis. La división en cinco actos era inadmisible. Habían de ser tres solamente, porque nuestro público no aguanta más. Pues ¿y aquella lista de treinta personajes, cómo podía ajustarse al exiguo personal de nuestras compañías? El Schiller hispano había explanado sus ideas, como el tudesco, en un escenario inmenso, lleno de diversas figuras, con pueblo y todo. Esto era inocente. Forzoso era cortar por lo sano, no dejando más que el cogollo de la obra. Fuera aquel cardenal Borja, el gonfalonier, los cuatro capitanes o arraeces de galeras, los dos lazzaronis, el príncipe Colonna; fuera también el jefe de los uscoques, los dos frailes camaldulenses y otras figuras que más eran decorativas que esenciales. Resumen: hacer de cinco actos tres, sin que ninguno subiera de 1.000 ó 1.100 versos; quitar quince personajes lo menos, simplificar mucho y hacer decoraciones fáciles, pues aquella que decía Ribera de Chiaja, con varias galeras atracadas a la derecha, el palacio vice-real a la izquierda y al fondo el Vesubio, era para hacer morir de risa al pintor y maquinista.

Con grandísimo dolor emprendía el manchego la refundición de su obra. A cada miembro cortado, echaba sangre su corazón de padre; pero   —44→   no había remedio ¡zas! Más que trabajo de reducción debía ser aquello un trabajo de compresión. Era necesario coger al gigante y comprimirlo hasta poderlo encerrar en un frasco de alcohol, como los fetos. Mucho padeció el poeta; pero al fin lo hizo. Sólo que no pudo reducir los cinco actos a tres, y la cosa quedó en cuatro. Había quitado trece personajes y entresacado casi la mitad de los versos.

¡Gracias a Dios! El director de un teatro leyó la obra y la encontró excepcional. Estaba el hombre entusiasmado; pero al expresar su regocijo a Miquis y al felicitarlo, indicole la necesidad de nuevas modificaciones. Todavía era preciso comprimir más. La obra cabía ya en un frasco: era menester que cupiera dentro de un dedal. ¡Nuevo trabajo, nuevos afanes! En esto se ocupaba Alejandro en aquellas madrugadas, viviendo solo en el gabinete de la esquina, después de su cambio de fortuna. A tales horas, excitado por el trabajo, sentía febril entusiasmo; había algo de convulsivo y epiléptico en aquella onda de vibraciones nerviosas que de su cerebro saliera, viniendo a morir en su epidermis. Su sangre era lumbre; el pulso se aceleraba, corría, como viajero impaciente de llegar a alguna parte. Su fantasía poderosa se encendía a la acción magnética de aquel estilo ampuloso y calderoniano. Los personajes del drama tomaban a   —45→   sus ojos figura y realidad teatral, vivían, si no la vida del mundo, la oropelesca y convencional del teatro, cubierta de vistosos remedos vitales. Veía, tan claramente cual si lo tuviese delante, a D. Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, virrey4 de Nápoles, insigne caudillo de mar y tierra, político, diplomático y muy galán, figura que el poeta soñaba como la más gallarda muestra del ánimo español, de la ambición sublime y del desorden caballeresco; veía también al solapado veneciano Ángelo Barbarigo, figura sombría y trágica con olor y color de sangre; al aventurero normando Jacques Pierres; al sarcástico y honradísimo Quevedo, secretario del Duque; a otros muchos, y por último a la enamorada Catalina Paoli, llamada la Carniola, mujer robada a los uscoques por Jacques Pierres, como verían bien los que la obra conocieran. El lugar de la escena revivía igualmente en la fantasía del poeta, y poco le faltaba para ver con los ojos mortales al propio Nápoles con su Vesubio ardiente, su pintoresco mercado, su mar y su cielo más azules que lo azul, la delirante alegría de su pueblo, su naturaleza a la vez florida y plutónica, llena de hierbas y lavas, prodigio de la Naturaleza, arca del paganismo, compendio de toda la hermosura terrestre.

Sentir este entusiasmo vidente y no poder comunicarlo a alguien, era el mayor de los tormentos.   —46→   Sus amigotes no le comprendían, y algunos de sus compañeros de casa se reían de él. Ya el maligno Poleró, hablando del drama, lo había llamado El gran Cerco de Viena, y Cienfuegos, el mejor amigo de Alejandro, no le mostraba un afecto muy vivo sino cuando necesitaba de él para salir de sus apuros. No podía comunicarse más que con Felipe, el cual era un inocente, es verdad, y no entendía palotada de teatro, ni de arte, ni de historia; pero tenía un alma cariñosa y entusiasta, que respondía siempre con dulces vibraciones de simpatía a toda acción o idea procedentes de la idolatrada alma de su amo.

Felipe se dormía algunas noches en el sofá, del gabinete. Su sueño era profundo; pero bastaba que Alejandro le llamase y le dijera algo para que se despertara, como él excitado, como él dispuesto a las alucinaciones. Sin duda, por la simpatía y parentesco de ambas almas, la pasión artística de la una se comunicaba a la otra, venciendo su rudeza.

Entre serio y burlón, Alejandro le decía:

«El célebre Molière le leía sus comedias a la criada. Yo te voy a leer a ti algunos pasajes...».

Felipe no había visto nunca una verdadera función de teatro. El origen de sus conocimientos en el arte dramático no podía ser más humilde. Una tarde de Navidad se había colado con   —47→   Juanito del Socorro en un teatrucho donde representaban el Nacimiento con figuras, no con actores; y aún no habían tenido tiempo de reír las gracias del pastor Bato y de la tía Gila, cuando les echaron a la calle. Esto y los cosmoramas o tutilimundis instalados en la vía pública, le habían dado la noción primera del arte de fingir sucesos y personas... Desde que su amo empezó a leer, comprendió Centeno que aquello pertenecía a un orden más elevado, al teatro grande que él no había visto nunca, aunque lo soñaba y como que lo presentía. Así, el efecto de la lectura en su atento espíritu era extraordinario, colosal. Sin entender la mayor parte de las cosas, parecía como que se las apropiaba por el sentimiento, extrayendo del seno de un lenguaje no bien comprendido, el espíritu y esencia de ellas. La armonía de versos, ahora floridos, ahora graves, la música de las rimas, el relumbrar de las imágenes, el énfasis de los apóstrofes, producían en él efectos de vértigo y desmayo. Era como el influjo, en los sentidos, de multiplicadas luces giratorias o de aromas muy fuertes. Se aturdía y se mareaba... En cuanto a la acción, la realidad misma no tuviera poder más grande que aquella mentira para cautivar el espíritu del buen Centeno. Cuando Alejandro llegaba a una escena dramática en que había choque de espadas, uno que se cae, otro que grita,   —48→   o cosa así, ya estaba Felipe con los pelos de punta, lo mismo que si estuviera presenciando el lance entre personas de carne y hueso. Pues digo... si el poeta leía una escena de amor, con ternezas y sentimientos expresados a lo vivo, ya estaba Felipe soltando de sus ojos lagrimones como garbanzos.

La aurora les sorprendía en esta exaltación; ambos gozando lo increíble, el uno por lo sabio, el otro por lo ignorante. Siendo tan diferentes, algo les era común, el entusiasmo, quizás la inocencia. La excitación cerebral de Miquis concluía en enfermizo marasmo. Se acostaba rendido de fatiga, y le entraba algo de delirio, con escalofríos muy penosos. Felipe le arropaba, echándolo encima hasta el tapete de la mesa y parte de la ropa, pues el abrigo de la cama no era suficiente, y apagaba la luz, a quien hacía lúgubre la claridad del día. Cerraba las maderas para fingir la noche, y se acostaba vestido en el sofá. Por un rato oía el canto de los machos de perdiz, colgados en el balcón del vecino, y los pasos de los madrugadores que sonaban secos en la calle aún casi desierta; al fin se dormía profundamente para soñar con magnates, con príncipes vestidos de tela como las de las casullas, con venecianos forrados de hierro, con las galeras del Duque, que él creía eran carromatos, con el Vesubio, que es un monte encendido, y con   —49→   aquellas cosas tan bonitas, tan finas y amorosas que la Carniola decía siempre que hablaba.

Levantábase Alejandro muy tarde, cada día más tarde. Sentía al despertar un embrutecimiento invencible. La pereza le dominaba y no podía vencerla. Su cuerpo era de plomo... Felipe iba a clase, si había tiempo, generalmente sin saber ni palotada de la lección, y a su regreso, ya Doña Virginia le tenía preparadas diversas faenas. Como pudiera no hacía nada, y se metía en el cuarto de su amo a arreglar la desordenada mesa y limpiar un poco. Andaba de puntillas, por no despertar a Alejandro, y movía con mucho cuidado los muebles. Si el drama había quedado en la mesa, cogía uno a uno los cuadernos y les quitaba el polvo con su mano, con un respeto tal, que no lo empleara mayor el cara para coger la Hostia consagrada. A veces se aventuraba a leer un poquito, con cuidado, se entiende, por ver en qué paraba tal o cual lance que su amo en la lectura había dejado a la mitad.

Después ponía los cuadernos uno sobre otro, a un lado, muy bien colocaditos por orden de actos; los libros a otra parte, el tintero en medio, las plumas en su sitio; en fin, todo como Dios mandaba.

Los malignos huéspedes, que se enteraron de que Alejandro leía al criado sus composiciones,   —50→   hicieron la burla que puede imaginarse. Uno de ellos, decía a Felipe con mucha sorna:

«¿Y qué opina del drama el Doctor Centeno, hombre inteligente?».

El muchacho se ruborizaba y no respondía nada. Pero en su fuero interno, decía con rabia:

«¡Valiente ganso estás tú!... Mejor te pusieras a estudiar...».

Para Felipe las obras más perfectas, las creaciones más sublimes del humano entendimiento, en lo antiguo y en lo moderno, eran las de su amo.




- VI -

El caballero manchego, cuya primera hazaña había sido arrancar a la historia la figura de El Grande Osuna para vaciarla en un molde dramático, estaba cada día, más triste, por motivos que no eran de arte. A medida que iba gastando lo que le diera su tía, más se aplanaba su ánimo, y no por la idea de que el tesoro se acabase, sino por los remordimientos que el gastarlo tan sin sustancia le cansaba. Pasado algún tiempo desde la famosa noche de la calle del Almendro, parecía que se enfriaba su caldeado cerebro permitiéndole ver la verdad de aquel peregrino caso. Su tiíta estaba loca, y él, recibidos los dineros,   —51→   debió ponerlos a disposición de su padre. No lo había hecho por afán de satisfacer gustos y deseos irresistibles de la niñez y de la juventud... Había hecho uso de lo que casi no era suyo, de un caudal venido a sus manos por caminos torcidos... Pero el hervor de su sangre y el iluminismo de su mente habían podido más que su conciencia. Tener dinero era para él como la razón de ser del vivir, mejor, como la florescencia, el fruto y flor de la vida. Carecer de ello era asemejarse a un árbol que no tiene más que raíces, leña y hojas, pero que nunca se viste de flores ni se engalana de fruto alguno. ¡Disponer, pues, de aquella savia social y no nutrirse de ella, no cubrirse de la hermosa gala de la vida, pudiendo hacerlo; no dar a los labios el auténtico sabor de humanidad, teniéndolo tan a la mano!... ¡oh!, ¡esto era superior a su conciencia de hombre, a su respeto de hijo! En el estado actual del mundo, la vida sin moneda es una vida teórica, un mecanismo fisiológico, que hace de los hombres muñecos para divertir a los verdaderos hombres, a los que están provistos de aquel jugo vital. Es menester remontarse a la época del pastoreo para imaginar al hombre indiferente a las ideas de tuyo y mío, y considerarle como tal hombre a pesar de la mutilación de esa víscera que se llama bolsillo. Esto pensaba Miquis, y añadía Cienfuegos que no era mutilación   —52→   la voz propia, sino que aquella entraña estuvo mucho tiempo en forma rudimentaria, y así siguió hasta que el uso hizo de un elemento orgánico un verdadero órgano.

¡Pobre Miquis, qué cosas pensaba para disculparse a sí mismo y atenuar la falta que le atormentaba! Y derretía el dinero de lo lindo, más en el prójimo que en sí mismo. Era en esto secuaz ardiente del Evangelio. Desde que un amigo se veía en apuro, lo que pasaba un día sí y otro no, ya le faltaba tiempo a Miquis para ir a socorrerle. Muchos, ¡tales traiciones tiene la amistad!, fingían penurias para sacarle algo y gastarlo en francachelas. En la cómoda tenía los billetes, y conforme iba necesitando jugo, iba sacando de aquel depósito, sin enterarse de lo que salía ni de lo que quedaba.

Porque Miquis, dirémoslo claro, era refractario a la cantidad. Así como el aceite sobrenada en el agua sin penetrar jamás en ella, así la idea de cantidad flotaba sobre el espíritu de Alejandro, saturado de poesía, de ideales. Si teóricamente distinguía bien la idea de 100 de la de 10, en el tráfago del vivir, cuando aquellas cifras eran cosa monetaria, venían a resultar indistintas, como los tamaños y forma de las nubes. ¡Ay, cómo resbalan en vuestras rosadas manos, oh Musas locas, estos pedazos de papel, hechura de los modernos Bancos, y que casi todos llevan   —53→   impresos, como signo de ir a prisa, los alados borceguíes de vuestro hermanito Mercurio!

Porque habíais de ver al célebre manchego entrando en una y otra tienda para comprar cosas que, a su parecer, le hacían falta, y metiéndose en las librerías para adquirir todo lo nuevo y bonito, obras de lujo que maldita falta le hacían, y que vistas una vez no servían para nada. En los puestos de libros dejó también mucho dinero, porque no había autor clásico o romántico, español o extranjero, que él no quisiera tener. Para enterarse bien de todo lo que compraba, necesitaría la vida eterna.

Pero la mayor parte de sus caudales no tomaban el camino de las librerías. Iban presurosos hacia otra parte, llevados por magnética o nerviosa corriente... ¡Pobre Alejandro! Sus compañeros de casa conocían bien el género de vida que llevaba, y los unos con interés y lástima, los otros con desdén y mofa, hacían comentarios mil y también tristísimos augurios:

«Es un perdido. ¡Qué lástima de talento!...».

-Corazón demasiado grande y jamás harto de sensaciones... ¡Pobre Alejandro! Se consume en su propio fuego.

-Es un tontaina... Cualquiera lo engaña... Pero de esta las pagará todas juntas, porque me parece que se lo llevan en vilo.

El bondadoso Zalamero le disculpaba diciendo:   —54→   «se detendrá a tiempo», Poleró le zahería, Arias y Guevara le desollaban. El informal Cienfuegos afectaba un interés fraternal por Alejandro, y lo expresaba así: «le voy a coger de una oreja y a sujetarle... ¡vicioso! Yo le quiero mucho, y no puedo dejarle que corra al abismo... Verán, verán ustedes...». Pero con tanto hablar no hacía nada, y era el primero que, a solas con él, disculpaba sus errores.

Por su parte, Miquis se mostraba cada vez más esquivo con sus compañeros. No iba de tertulia al cuarto de ninguno de ellos, había cerrado el suyo a las reuniones tumultuosas de las tardes, y muchos días faltaba a comer, lo que ponía en gran confusión y sobresalto al ama de la casa.

«Este Don Dulcineo del Toboso arruinara a su padre -decía-. No estudia y gasta el dinero que es un primor. ¡Pobre padre!».

Algunas veces, cuando le pillaba solo y en buena ocasión, se permitía exhortarle y sermonearle con cariño. Era buena Virginia y gustaba de hacer de madre con los huéspedes.

«Pero D. Alejandro... está usted muy echadito a perder. Su papá haciendo tanto sacrificio, y usted aquí gastándole el dinero, y lo que es peor, sin estudiar... Porque dicen que usted no coge un libro de los de clase, y es lástima, porque otro de más disposiciones... Dice D. Basilio   —55→   que usted es el de más talento que hay en la casa. ¿Y de qué le sirve? Porque eso de las comedias... desengáñese usted, niño; eso no da de comer... Y sobre todo, no sea usted perdido, no gaste usted su salud. En Madrid hay mucha perdición. ¡Pobres chicos, y cómo caen en las trampas que les arman por ahí! ¡Qué bribonadas!, crea usted que me pongo furiosa. ¡Cuándo habrá un Gobierno, señor, un Gobierno que haga una buena limpia de gentuza, una buena redada en que ningún pájaro se escape...! Los padres lo agradecerían. Anoche estábamos hablando de esto y el Sr. Caña decía que tengo razón... Con que Don Dulcineo, no sea usted malo. ¿Se va usted a enmendar? ¿Me lo promete usted?... Dice que sí, y después como si tal cosa... A ver, sea usted franco conmigo, ¿qué gusto encuentra usted en ser malo? ¿No se cansa, no se aburre?... Porque a otros engañará usted, haciéndose pasar por un santito; pero a mí no. A ver, dígame, confiese, tenga conmigo franqueza... yo no lo he de decir a nadie. ¿En dónde se pasa las noches? ¿Por qué viene usted a casa a las tantas de la mañana? ¡Ah! Si fuera usted hijo mío, a bofetones de cuello vuelto le enderezaba».

Atendía sonriendo el estudiante a estas razones, y parecía estar conforme con ellas. Sin duda había en su alma propósitos de enmienda... Y en prueba de ello, viósele algunos días bastante   —56→   corregido; entraba temprano, iba a clase; pero lentamente volvió a las andadas y a su miserable vida.

Su capital mermaba rápidamente, creciendo en igual grado sus remordimientos. Cuando pensaba en la ira de su padre, entrábanle congojas. Era D. Pedro Miquis de carácter violento, y ¡cómo llegara a entender el uso que había hecho su hijo del dinero recibido de una loca...! Falta grave, delito más bien, había cometido Alejandro. Con ninguna argucia podía disculparse ni acallar su conciencia, y cuando el dinero se acababa, cuando volvían, anunciadas por lúgubres síntomas, las escaseces, iba faltando ya el atenuador de los remordimientos, que era el dinero mismo y los goces que proporcionaba.

Una carta de su padre le puso en grande zozobra. «Me han asegurado -le decía-, que te estás dando vida de príncipe. Haz el favor de explicarme esto». Cobarde para afrontar la verdad, negó, y a poco le escribía su padre: «Trata de averiguar con buenos modos si la tiíta ha realizado una cierta cantidad de juros, etc.... Es lástima que intereses de cuantía estén en manos de una demente...».

Para ahogar la pena que esto le causaba, érale preciso engolfarse en el arte, sumergirse en sus ondas purísimas y engañar la imaginación con soñados triunfos y delicias. Como otros lo   —57→   están de vanidad, estaba él hinchado de optimismo. El Grande Osuna se representaría aquella temporada. Dudar esto sería como no ver la luz del sol. Teníalo Alejandro por tan seguro como si viera la obra en los carteles. ¿Y qué más? Siempre que leía un periódico, se asombraba de que no anunciaran ya el estreno las gacetillas, y deploraba lo mal montado que está el servicio de noticias teatrales. Siempre que sonaba la campanilla de la casa salía presuroso, creyendo que era un recado del empresario llamándole. El curso de uno y otro día sin cartas, sin gacetilla, sin recado no le quitaba su dulce ilusión... Compadecía a los que no eran autores de El Grande Osuna, y a Madrid por lo mucho que tardaba en gozarlo.

Pues bien: representada la obra, había de tener inmenso éxito. Esto era como el Evangelio. Le daría mucho, muchísimo dinero... Con este capital tendría lo bastante para reintegrar a su padre el dinero de la loca... ¡Hermoso plan!, y podría hacerlo sin que su padre se enterase de nada. ¡Vaya una cartita que le pondría! «Mi querido papá, ayer me entregó la tiíta diez y seis mil doscientos doce reales... etc. Usted me dirá cómo se los envío, o si los entrego a...». Lo más bonito era que después de este rasgo de honradez y respeto filial aún le habían de quedar muchos cuartos para seguir divirtiéndose... ¡Y luego!...   —58→   Si tenía ya pensada otra obra que iba a poner en el teatro en cuanto se representara El Grande Osuna... ¡Vaya una obrita! Se había de llamar El condenado por confiado, y era cosa sublime: un señor de horca y cuchillo que se hacía fraile, y después de hecho fraile se enamoraba de una monja... En fin, había allí tela, y honda materia dramática, religiosa y hasta filosófica... Con los inefables placeres mentales de la gestación se consolaba el infeliz de sus dolores morales y físicos.

Físicos, sí, porque empezaba a padecer cruelmente de una como debilidad general con desvanecimientos de cabeza. La tos penosísima le quitaba el sueño; no apetecía más que golosinas, y se alimentaba con caramelos, café, y fruta. Para que la depravación de su paladar fuera completa, hasta llegó a aceptar invitaciones de su tía, y se hartaba de gachas, cañamones y bebía tazones de salvia. Por grandes que fueran sus sufrimientos, nunca tuvo aprensión ni miedo a la muerte. Su optimismo lo llevaba hasta creerse poco menos que exento del fuero de la Parca; y el hábito de mirar cara a cara la inmortalidad, inspirábale confianza en su existencia carnal, y con la confianza el deseo de comprometerla a cada instante. Por esto dijo tantas veces: «la pulmonía que a mí me ha de matar no se ha fundido aún».



  —59→  
- VII -

La tertulia que se había formado en el gabinete de Alejandro, pasó, a causa de los desvíos de este, al cuarto de Arias Ortiz. Este era muy devoto de Balzac, lo tenía casi completo, y conocía a los personajes de la Comedia humana como si los hubiera tratado. Rastignac, el barón Nucingen, Ronquerolles, Vautrin, Adjuda Pinto, Grandet, Gobseck, Chabert, el primo Pons, y los demás le eran tan familiares como sus amigos. Tenía además loca afición a la música, y era el más inteligente de todos en este arte. Como la reunión era en su cuarto, decía que daba té y que sequedaba en casa. Era aquello salón literario y artístico. La parte de concierto corría a cargo del mismo Arias, que tenía prodigiosa memoria musical.

Allí se formó una sociedad comanditaria para tomar café mañana y tarde. Poleró había trazado un plan ¡oh grandeza de los principios económicos!, y resultaba que haciendo el café en una maquinilla, salía a cuatro cuartos por barba y taza. Además era mejor que el del café. Por las noches, a primera hora, aquello era una Babel. Doña Virginia estaba muy a matar con los planes económicos de Poleró, por el gran estrépito que de   —60→   ellos resultaba; y Alberique, que en casos tales la echaba de muy bravo, decía que les iba a tirar a todos por el balcón. Una noche que estaba dando gritos en el comedor, salió Poleró del cuarto y con serenidad burlona le dijo:

«Sr. Alberique... Parece que está usted incomodado, y que me ha nombrado usted... Repítalo delante de mí, porque quiero enterarme».

Amedrentado el berberisco, respondió con gruñido de lisonja:

«Nada, Sr. Poleró... sostenía que tiene usted mucho talento».

Pero el catalán, por seguir la camorra, decía: «¿Y usted qué sabe si yo tengo talento o no?...». Virginia, deseando paz, daba algún dinero a su fornido esposo para que se fuese a correrla al café o al billar. Ya se sabía que el morazo no había de volver hasta la madrugada.

Poleró volvió al cuarto-casino a referir la escena. Felipe no descansaba un momento en aquella gran tarea de hacer el café. Salía y entraba con este o el otro recado del comedor al cuarto, del cuarto a la cocina.

«Doña Virginia, que si quiere usted café».

-No, hijo, que les aproveche.

-Doña Virginia, que me dé usted otra taza.

-Que manden por ella a la cacharrería.

En el cuarto crecía el barullo y se espesaba la atmósfera.

  —61→  

«No eches todavía el agua caliente».

-¡Pero si esta taza está sucia...! ¡Felipe!...

-¡Falta una cucharilla...! ¡Doctor!

-¡Alguien se ha comido el azúcar...! ¡Centeno!

-Si ya hierve.

-No hacerlo muy fuerte, que quita el sueño.

-Eh... cuidado, que se come un terrón Julián de Capadocia...

-¡Felipe!... ¿pero dónde se mete este?

-Si ha ido por cigarros...

-El de los prismas está aún en su cuarto, de punta en blanco, con el mondadientes de plata en la boca. Está haciendo tiempo a ver si lo convidamos.

-No convidarle.

-Dárselo sin azúcar... Eh... Felipe...

-¿Y Zalamero, dónde está?

-Ahora viene.

El señor de los prismas, antes de partir para la calle, llegábase a la puerta y saludaba cortésmente a todos.

-¿Usted gusta?

-Gracias...

-¿Y cuándo...?

-Si quieren ustedes algo para París...

Risas generales y sofocadas.

-Aguarde usted y le daremos una taza de café.

-Son ustedes muy amables...

  —62→  

-¿Y D. Basilio ha salido?... Felipe, llama a D. Basilio.

-Permítanme ustedes, señores -decía el redactor de Hacienda, asomándose a la puerta-. Hace tiempo que he renunciado al café, porque me quita el sueño. Si me hicieran el favor de un poco de azúcar para un vaso de agua...

-Oro molido que fuera...

-Pues muchas gracias... Permítanme ustedes que me retire. Me toca hacer artículo esta noche.

-D. Leopoldo, nos va usted a traer de París una buena maquinilla de café... ¡Felipe!

-No tienen más que darme una notita... No; lo apuntaré en mi cartera.

-Apunte usted... maquinilla de hacer café, para... doce tazas.

-Bien, bien, no se me olvida ya...

-Tome usted... vea si tiene poco azúcar...

-Si no tiene ninguno...

-¡Felipe... condenado... el azúcar!...

-¡Un terrón!

-¿Pero dónde está el azúcar?...

-Se lo ha comido Julián de Capadocia.

-Todos están concluyendo su ración y no ha sobrado nada de azúcar... ¡Qué descuido!

-Señores, si esto es veneno...

-Perdone usted, D. Leopoldo...

-Abajo con él... Aunque sea amargo...

  —63→  

-Así es más estomacal.

-Muchas gracias, señores...

-Que usted se divierta mucho, y haga muchas conquistas esta noche.

Sale Montes. Jaleo, risas, música... Óyese aquello de: D. Basilio, giungete a tempo... La calunia cos'e' voi non sapete... Se D. Basilio venessi a ricercarmi ditelli ch'aspetti, y otras frases en que sonaba el venerable nombre de aquel buen sujeto que estaba no lejos de allí, sacando de su seco caletre el tremendo artículo sobre el déficit, todo lleno de números y cálculos, artículo que si alguien lo leyera se quedaría yerto de patriótico espanto.

Lo mismo Poleró que Arias y el propio Miquis tenían, de tiempo atrás, vivísimos deseos de entablar conversación con el taciturno huésped D. Jesús Delgado, para del coloquio pasar a la confianza y poder con ella penetrar el misterio de aquel hombre y sus inexplicables quehaceres epistolares. Todo era inútil. Sucesivas noches le enviaron con Felipe un recado invitándole a tomar café. Pero respondía siempre con mucha finura, dando las gracias y declinando el honor que se le hacía.

Poleró, con ardiente curiosidad, no perdía ocasión de hablarle. Si le encontraba por acaso en el pasillo, le detenía:

«Muy ocupado, ¿eh...?».

  —64→  

-¡Ah!... eso siempre, figúrese usted, ¡oh!... -respondía el otro haciendo visajes, pues los nervios de su cara estaban siempre tan alborotados que ninguna facción quería estar en su sitio.

Otra vez le decía el catalán:

«¿Estuvo usted malo anoche? Me parece que le sentí levantarse...».

-No señor... ¡oh! Trabajando hasta la madrugada... Figúrese usted... a lo mejor recibo trece, catorce, quince cartas, y a todas ¡ah!, he de contestar. Buenas noches.

Poleró vivía en el cuarto próximo al de don Jesús Delgado, y algunas noches, subiéndose en una silla, se asomaba a un tragaluz abierto en lo alto del tabique. Había observado que el bendito señor, cuando no se paseaba de largo a largo por la habitación, escribía cartas en su pupitre.

Conforme iba despachando epístolas, les ponía los sobres, luego los sellos, de que tenía gran acopio, y las agrupaba a un lado; y con las contestadas hacía grandes paquetes que guardaba en un arcón. Como nunca salía a la calle sino para ir al Correo, y al salir echaba la llave a su cuarto, no había medio de penetrar en la misteriosa oficina. Receloso hasta lo sumo y atento siempre a su secreto, si secreto había, D. Jesús no evacuaba la plaza ni en el acto de la limpieza, y se tragaba todo el polvo del barrido antes   —65→   que dejar expuestos sus papeles a un ataque de los huéspedes.

Arias sostenía que Delgado, hombre ya próximo a los cincuenta, tenía una novia perpetua, relaciones de esas que no terminan ni en el matrimonio ni en el olvido; pero este caso de platonismo de toda la vida, verosímil en el melancólico personaje, no explicaba las catorce cartas, a no ser que tuviera D. Jesús catorce novias platónicas, todas poseídas de epistolaria demencia.

Zalamero tenía algunos antecedentes del señor Delgado. Pertenecía este a una familia bastante acomodada; era soltero, y había estado veinte años en la Dirección de Instrucción Pública, desempeñando uno de los mejores destinos. Le apoyaban eminencias del partido moderado. Pero Zalamero no recordaba bien qué clase de disgustos, qué contratiempos oficinescos obligaron a aquel apreciable sujeto a dejar su destino. Tiempo hacía que estaba cesante, y la familia le trataba como a loco pacífico, sin tener con él relaciones directas.

Una noche, aguijoneados por su ardiente curiosidad, hicieron propósito los huéspedes de sacarle del cuarto, valiéndose de cualquier ardid, aunque no fuese prudente ni delicado. Invitáronle a tomar café, y como contestara negativamente dando las gracias, imaginaron atacarle   —66→   con una burla de gran aparato. Miquis redactó al instante un mensaje, y se encargaron de llevarlo Poleró y Sánchez de Guevara, para cuyo acto solemne, el primero se puso un frac viejo de D. Basilio y el segundo su uniforme. Entraron con toda ceremonia en el aposento, y sin preámbulo alguno, sacó Poleró su papel y empezó a leer con enfática entonación lo que sigue:

«Excelentísimo Sr. D. Jesús Delgado: Los que suscriben, hospedados en esta su casa, tienen el atrevimiento de interrumpir las graves ocupaciones de usted para rogarle se digne aceptar una modesta taza de negro café en el humilde albergue en que la amistad les reúne. Aunque la fraternidad que preside o informa los actos de personas aposentadas bajo un mismo techo, justifica por sí este acto, los que suscriben, Excelentísimo Señor, quieren dar a la presente manifestación un móvil y origen superiores a los que tendría si fuese un simple arranque de urbanidad; quieren ¡oh!, derivarla de los sentimientos de admiración y respeto hacia la augusta persona que ha prestado tan eminentes servicios al país y al mundo entero en el importantísimo y florido ramo de la Instrucción pública.

»Siendo los que suscriben, Sr. Delgado, escolares que aspiran a la posesión del saber en diferentes artes y ciencias, no pueden menos de sentirse orgullosísimos de vivir junto al insigne   —67→   estadista que en doctas y previsoras leyes ha sabido trazar el camino por donde la juventud marcha a la conquista del Vellocino de Hierro de los modernos tiempos, Sr. D. Jesús, que es la Instrucción.

»Los que suscriben, Excelentísimo Señor, esperan que usted, con la modestia del verdadero mérito, aceptará esta humildísima prueba del respeto, de la consideración, del entusiasmo de sus compañeros de casa, y si tal honra merecen, tendrán por feliz y gloriosa entre todas las noches, la noche del 4 de Noviembre de 1863...». Seguían las firmas.

La seriedad del acto, el tono grave y ampuloso de Poleró pusieron a D. Jesús Delgado como quien ve visiones. No supo qué contestar; todo se le volvía hacer cortesías y balbucir gratitudes... Cuando dijo Poleró aquello de los servicios a la Instrucción pública y del florido ramo, medio se enterneció el hombre y estuvo a punto de llorar.

Fue, mejor dicho, se dejó llevar; y cuando los dos de la comisión entraron con él en el cuarto, recibiéronle todos con ruidosos aplausos. El bienaventurado D. Jesús estaba atónito, conmovido y tan creído de la verdad de lo que pasaba, que no se daba cuenta de la burla. Mientras tomó café, los otros le abrumaban a cumplidos, lisonjas y felicitaciones de celebérrimos trabajos. Poleró   —68→   era el único que faltaba, porque se había encargado de examinar las cartas y descubrir el secreto, acción que no consideraban villana, tratándose de un loco.

A D. Jesús parecía que le quemaba el asiento. Apenas apuró la taza, ya quería marcharse. Su turbación y cortedad eran grandes.

«Un momento más» -le decían, deteniéndole casi a la fuerza.

-Si ustedes, ¡oh!, me permitieran retirarme... -respondía él con timidez-. Apenas he empezado mi tarea...

Por fin le soltaron. Una comisión había de ir a acompañarle a su domicilio. Todo se hizo con aparato y cortesana pompa. Cuando el infeliz se encerró de nuevo, vierais a Poleró entrar en el cuarto tapándose la boca para contener la risa. Se tiró en una cama, porque su hilaridad y los esfuerzos que hacía para sofocarla y no meter ruido, le daban convulsiones...

«¿Pero qué, pero qué es...?».

-No os podéis figurar.

-¿Qué cartas son esas?...

-Es la especie de locura más graciosa que se puede hallar.

-¿Quién le escribe? ¿A quién escribe?

-Si no lo hubiera visto...

-¿A la Reina?

-No.

  —69→  

-¿Al Papa?

-No... Asombraos todos. Se escribe las cartas a sí mismo...

-¿Y las recibe...?

-De sí mismo. Todas las cartas están encabezadas: «Sr. D. Jesús Delgado: Muy señor mío...», y todas concluyen así: «su seguro y atento servidor, Jesús Delgado».

¡Qué risas, qué algazaras!

«¿Se le da un bromazo, sí o no?».

-Hombre, ¿mayor que el de esta noche?...

-Mayor, sí, mayor.

Poleró contó en breves términos lo que decían algunas cartas. Todo en ellas se refería a extraños planes de Instrucción Pública. En algunas respondía a consultas sobre delicadísimos puntos de la misma materia. No estaban mal escritas, pero sí salpimentadas con las exclamaciones «¡ah!, ¡oh!», que usaba también hablando.

-Sí; de la Dirección le echaron por loco -indicó Zalamero-. Ahora recuerdo: empezaron a notar rarezas en sus informes y extrañísimas teorías traducidas del alemán. Por no sé qué ideas que introdujo en un informe, tuvo el Director un gran disgusto con el Arzobispo de Toledo, mediando cartas...

-Y están mediando todavía... ¿Con qué se le da el bromazo?

  —70→  

-¿Cómo? ¡Ah!, ya... escribiéndole una carta firmada por él mismo.

-Eso, eso... -clamó Poleró-. A ver quién imita su letra. Le he quitado una carta.

-Venga -manifestó Cienfuegos, que se creía con aptitud para el caso-. Yo la imitaré.

-Que ponga Miquis el borrador. Entérate, Alejandro, de las tonterías que dice, y no omitas las interjecciones.

-Mañana... Es preciso sustraerle un poco de esta hermosa tinta violada que usa... Felipe, mañana, cuando limpie la chica el cuarto, entras a ayudar, y...

-Convenido: ¡qué lance!...

-Señores, las diez... -gritó Sánchez de Guevara, blandiendo el espadín-. Es hora de estudiar. Se levanta la broma.

-Hasta mañana.




- VIII -

El sábado por la noche casi todos los huéspedes fueron al paraíso del Teatro Real. Miquis llevó a Felipe, que no había estado nunca y se quedó medio atontado ante lo que veía y oía, cual si estuviera en un mundo distinto del que habitamos. Cosas y personas se le representaban agigantadas y sublimadas por ignorado poder de   —71→   hechicería. Aquello no era natural, aquello era sueño, ocio de los sentidos y mentira del alma. Tanta señora guapa en los palcos; el deslumbrador abismo de rojo y oro, de hermosura y luces que desde arriba presenta la cavidad del teatro; la escena grandísima, con aquellos señores que salían a cantar, ahora solos, ahora en bandadas; la muchedumbre de músicos que en aquel andén tocaban tanto instrumento; los deformes contrabajos, las doradas arpas, los aplausos, el canto, el silencio, el ruido, la atmósfera espesa... todo causaba al Doctor un embargamiento del ánimo y cierto embarazo en la palabra. Se reían los demás de verle con la boca abierta, atento, lelo, y sin responder cuando le decían: «¿Qué tal, Doctor, qué te parece esto?». El miedo de decir alguna barbaridad le tenía mudo.

Zalamero y Virginia estaban en una de las filas más altas; abajito, junto a la escalera de la derecha, en apretada falange, todos los demás huéspedes, alborotando más de lo regular y dando broma a D. Leopoldo Montes, que acompañaba, no lejos de allí, a unas cursis de mal pelaje. Aplaudían furiosamente a Mario, que cantaba aquella noche. En los entreactos, Montes, por darse los humos de una opinión musical, mostrábase partidario de Fraschini, y alzando la voz en defensa de este artista, decía:

«Si hubieran oído ustedes al célebre Moriani,   —72→   el tenor de la bella morte! Yo le oí en París... Aquel sí reunía todo, voz y canto; no era como este ídolo de ustedes a quien sólo se puede admirar bajo el prisma del estilo».

En pie, para dejarse ver y oír, el tal Montes, tieso y bigotudo, con la ropa muy ceñida para lucir las formas, llamaba la atención de medio paraíso por su arrogancia cursilona, su cabeza llena de bandolina, sus aires pedantescos y sus insufribles pretensiones de hombre de mundo... Poleró estimulaba su fatuidad con chanceras lisonjas, y todos se divertían atrozmente con la buena música, los partidos musicales, las cursis, las apreturas y las bromas y agudezas propias de aquella caldeada región.

En la casa de huéspedes reinaba silencio gratísimo, en cuyo seno, como pez en el agua, la mente prolífica de D. Basilio Andrés de la Caña escribía su centésimo artículo sobre el eterno tema, y era de ver cómo salía aquella máquina de guerra erizada de explosivas sumas y de cortantes guarismos. Cada vez que el redactor se pasaba la mano izquierda por la cabeza, salía de la pluma, rápidamente meneada por la derecha, una chorretada de números que... Pues ¡si aquello lo leyera alguien, Dios poderoso!

Dos personas más había en la casa, igualmente silenciosas: la Bernardina, que se había puesto a coser junto a la mesa del comedor, y dormitaba   —73→   más que cosía, y D. Jesús Delgado que trabajaba en su cuarto con la constancia y fe de todas las noches. Antes de ponerse a escribir, leyó cuidadosamente el bendito hombre en diversos libritos ingleses y alemanes, paseó un rato por la habitación como discurriendo lo que iba a contestar; y haciendo visajes y contorsiones, tomó luego la pluma, que no porque fuera de estas de acero que ahora se usan, dejaremos de llamar bien cortada. Le acompañaba un discreto y grave amigo, Julián de Capadocia, dormitando no lejos de la mesa, y a ratos levantaba la cabeza y le dirigía miradas cariñosas. Expresivo era el rostro del apacible can, y si hubiera tenido palabra le habría dicho: «¿cómo va eso, Sr. Delgado?». Pero se lo decía con los ojos, y con los ojos también respondíale D. Jesús:

«Difícil tema es este, ¡oh!, amigo Capadocia; allá veremos lo que sale».

¿Era verdad lo que Poleró había dicho? Sí; todas las cartas que Delgado contestaba las había escrito él mismo un día antes. El desgraciado huésped, cuya vida se nos presenta en tan gran misterio así como los orígenes de su pacifico desorden mental, merecía bien el mote que le puso Arias Ortiz, ramplón helenista; le llamaba el eautepistológrafos, o sea el que se escribe cartas a sí mismo.

De las doce o catorce que había recibido aquella   —74→   tarde, tomaba D. Jesús una, la leía con atención cuidadosa, meditaba un rato sobre ella y luego la contestaba. Sucesivamente hacía lo mismo con las otras, alternando el leer y el escribir, hasta despachar la mitad del trabajo, quedándose la otra mitad para la mañana siguiente. He aquí una, tomada al azar del repleto archivo del arcón:

«Sr. D. Jesús Delgado. Muy señor mío de mi consideración más distinguida: Recibí su atenta, fecha 28 de Octubre, y me apresuro a contestarle que su admirable plan de la Educación Completa no es ni será comprendido por esta caterva rutinaria de la Dirección, incapaz de salir ¡oh!, de los antiguos moldes. Pasarán años; será preciso que todo el régimen del Estado varíe, que la Sociedad se conmueva mucho para sacudir su modorra; que pensamientos nuevos y nueva luz entren en el cerebro narcotizado y tenebroso de la Nación, y, aún así, ¡oh!, la reforma que usted quiere implantar no será un hecho si no se dedica usted un siglo más al ensayo de ese mismo plan y al tanteo de su difícil aplicación. Vino usted al mundo ¡oh!, antes de tiempo, amigo mío; lo mejor que puede hacer ahora, para no aburrirse aquí con tan larga espera, es darse una vuelta por la eternidad y volver dentro de siglo y medio, año más año menos.

»Entonces el Gobierno pensará de obra manera,   —75→   y habrá caído en total descrédito la educación de adorno que ahora prevalece, compuesta de conocimientos necios, baldíos y de relumbrón, como las pinturas ridículas con que se engalanan los salvajes.

»Cuando usted vuelva, la sociedad habrá comprendido que, en todo el curso de la vida, lo importante ¡ah!, no es parecer sino ser, y que a este principio debe sujetarse la educación.

»Deseo que usted explane sus ideas sobre esto, demostrando que el fin educativo esprepararnos a vivir con vida completa. Espero en su próxima carta una clasificación de las principales direcciones de la actividad que constituyen la vida humana, para deducir ¡oh!, cuál es la educación que debe preferirse, según el grado de importancia de aquellas direcciones de la actividad.

»Entre tanto llega su deseada carta, se repite de usted, ¡oh!, atento servidor Q. B. S. M.

Jesús DELGADO».

Este tono grave no lo empleaba en todas sus cartas; las escribía también familiares, como la muestra:

«Querido Jesús: Por la tuya del 7 veo lo atareado que estás en esa oficina de la Educación Completa, establecida en el sétimo cielo, círculo tercero de la derecha. ¡Pobrecito, tener que contestar   —76→   tanta carta, venida de remotos países...! Veo que los amigos FrÅ“bel y Pestalozzi no te ayudan nada. ¡Qué pícaros!

»La familia buena. Estamos ensayando en los niños tu sistema de educación recreativa, ¡oh!, que forma parte de la completa. Esto de enseñarles jugando es invención, como tuya, donosísima. Hemos tirado al pozo todos los librotes indigestos que los chicos tenían, y en su lugar les hemos dado herramientas de fácil manejo, lápices y colores, cartón para hacer casitas y otras menudencias dispuestas conforme a lo que mandas.

»Sofía está otra vez en estado interesante y muy avanzada... ¡Cómo ha de ser!... Mi sabiduríame da un hijo cada año. Venga, y le educaremos jugando. Nos harán falta pronto tus ideas sobre la lactancia. Escríbenos sin dilación, que quizás mañana empecemos a necesitar tus teorías lactatorias, ¿qué digo, mañana?, ahora mismo... me avisan que Sofía... ¡ah!, ¡oh!, no puedo seguir, adiós.

JESÚS».

Aquella noche, como dije, despachaba tranquilamente Delgado su correspondencia, cuando de pronto, al abrir una de las cartas y leerla, se quedó turbado, frío, y empezó a hacer tales visajes y contorsiones que la cara se le desbarataba,   —77→   cual si quisiera protestar de las leyes anatómicas; volvía a leer, no dando crédito a sus ojos, y saltaba en el duro asiento. Parecía tener el mal de San Vito. Levantose, dio varios paseos, leyó de nuevo la carta... ¿Qué carta era aquella que tanto le trastornaba? ¡Su letra!, ¡su tinta! ¡Eran el encabezamiento y firma como los de todas las suyas!

Leída por sétima vez, vio que decía:

«Sr. D. Jesús Delgado.

»Mi distinguido amigo: El contenido de su gratísima del 2 de Noviembre, en que se manifiesta desesperanzado del éxito de su grandioso plan de Educación Completa, me ha producido ¡oh!, dolorosa impresión. ¿Pues, qué varón insigne, filósofo eximio, genio sin segundo?, ¿será posible que desmaye usted cuando llega el momento de dar cima a su alta empresa y coronar con triunfo y galardón admirables esa gloriosísima serie de inmortales estudios? No, amigo; hemos llegado a la cima, hemos escrito el omega,y la frente del santo reformador, del Jesús, del Cristo de la Educación, aparecerá coronada de las estrellas de la práctica en el trono refulgente de la realidad.

»Usted, mi sabio amigo, engolfado en el tumultuoso piélago de las cartas que apartadas regiones del universo mundo le dirigen, no ha apreciado el veloz paso, del tiempo.¡Han trascurrido   —78→   veinte años sin que usted se dé cuenta de ello! Ya no existen aquellos moldes rutinarios que se oponían a la Educación Completa. Todo ha variado, egregio hierofante; la sociedad ha vencido su modorra, y despabiladísima aguarda las ideas del legislador de la enseñanza. En este lapso de tiempo, ¿no sabe usted que ha sido derrocado el trono secular y con él han desaparecido las viejas prácticas y las ideas rancias? Cual generosa espada cubierta de orín, que en un momento es limpiada y recobra su hermosura, temple y brillo, así la nación se ha limpiado su mugre. Nuevas instituciones tenemos ya, ¡oh!, y nuevos caracteres y principios. La hora de que el gran reformador salga de su escondite y manifieste al mundo atónito sus planes, ha llegado, Sr. D. Jesús. ¡Viva el profeta de la Educación Completa, base de la Completa Vida!

»Con ferviente entusiasmo le saluda y abraza su afectísimo

JESÚS DELGADO».

Mientras más la leía el infeliz, mayor era su desasosiego. Estaba el pobre como fuera de sí, con grandísima zozobra en su alma. Pero mucho más se alteró cuando, al fijarse en la fecha de la carta, vio que claramente decía: «8 de Noviembre de 1883»... Se le erizaba el cabello mirando estos guarismos. Tanta impresión le hicieron   —79→   que sus nervios se desataron en vibración loca, y empezando por dar vueltas en la habitación, luego salió disparado al pasillo.

Julián ¡cosa extraña y rara vez acontecida!, ladraba tras él... Pero ¡cómo ladraba el bueno de Capadocia! Era en él el canino lenguaje un aullar lastimero que más tenía de exhortación de amigo que de amenazas de guardián. Asustado del ruido salió D. Basilio, y con cariño puso la mano en el hombro del eautepistológrafos, y le dijo: «¿Qué le pasa al buen amigo? El tiempo Sur es malo, ¿eh?».

Pero Delgado se metió en su cuarto otra vez, sin responder nada al de la Caña, lo que sorprendió mucho a este, por ser D. Jesús la misma cortesía. Bernardina salió también, y entre los dos hicieron callar a Julián.

«Este maldito tiempo Sur -repetía D. Basilio, acompañando a la Bernardina hasta el comedor y sentándose a su lado».

-Esta noche le da fuerte, ¿dice usted que es el viento? Hasta Julián se encalabrina... -observó la moza; y D. Basilio, recreándose en contemplar los torneados brazos de ella, repetía:

-Este maldito viento Sur, no sé lo que tiene. También a mí me pone la cabeza...



  —80→  
- IX -

Al siguiente día, Doña Virginia, mal humorada con los huéspedes, les hablaba así:

«¡Alguna picardía me le han hecho ustedes a ese bendito D. Jesús! Como yo lo descubra, van todos a la calle. Cuidado con echármele a perder, que él con nadie se mete, y es el hombre más calladito, más respetuoso que se puede ver... ¡Ay de aquel que me le trastorne con bromas pesadas!... Me parece que voy a dar azotes... Porque si yo tuviera muchos huéspedes como D. Jesús, no querría5 más. Él no dice esta boca mía; jamás me ha roto un plato, no alborota, ni es tragón... Todos los meses viene un señor de la familia y me pregunta: «¿cómo está?, ¿sigue pacífico?», y yo le digo: «está como un ángel, y de buen color...». El encargado abre una miajita de la puerta para verle... Siempre en su faena de las cartas, ¡pobre ángel!... Después me paga el hospedaje en bonitos napoleones y hasta otro mes...

Estas exhortaciones de la hermosa Virginia no hacían efecto. Los condenados idearon otra broma aquella misma noche (que fue la del lunes), y al punto la pusieron por obra. Escribieron al eautepistológrafos una carta con su imitada   —81→   letra y tinta; pero para confundirle más, la firmaron así:

Su afectísimo amigo y capellán,

JULIÁN DE CAPADOCIA.

Y dando las señas de la casa, rogaban al señor D. Jesús pronta contestación a un difícil punto que el firmante sometía al elevado criterio de nuestro reformador pacífico. Pasaron dos días y la contestación no llegaba. Pero una tarde, hallándose todos en casa en expectativa de la anhelada respuesta, llamó el cartero del interior, el cual, después de entregar la diaria ración de D. Jesús, enseñó otra carta, diciendo: «¿D. Julián de Capadocia?».

-¡Aquí es, aquí es...!

Con febril alegría y curiosidad se reunieron a leer, y puestos todos en rueda, leyó Alejandro en voz baja lo siguiente:

«Sr. D. Julián de Capadocia:

»Muy respetable señor mío y capellán: Por su atenta del 4 me he enterado del delicadísimo problema que se sirve someter a mi humilde criterio, a saber: cuáles serían los medios más adecuados para que usted pudiera reintegrarse a su ser total, y si los procedimientos de la Educación Completa, que tengo el honor de defender y propalar, serían eficaces para aquel alto fin.

»¡Ah!... Sr. de Capadocia, diga usted a los mal educados   —82→   jóvenes que le han dirigido a mí, que no es de corazones nobles hacer escarnio de principios que no se comprenden; dígales usted que mis planes no son para perros ni para gandules que padecen, entro otros males, la mutilación del rudimento cristiano del respeto a los semejantes. Excluidos están ¡ah!, todos ellos, por su grosería, por su falta de sentimiento social y caritativo, de los beneficios de la Educación Completa. Y pues el señor D. Julián ha de tener sobre ellos alguna influencia, siquiera por el parentesco patológico o la comunidad de dolencia, convénzales de su triste situación, y hágales ver que están llenos de vicios físicos, morales e intelectuales. A los que heredaron de sus padres y maestros, reúnen los que ellos adquieren todos los días con su vida disipada y antihigiénica, así como en el estudiar vicioso. ¡Oh!, son enfermos que me dan lástima, porque veo mejor que nadie sus llagas horrorosas. Esos pobres tontos no comprenden que la adquisición de todo conocimiento tiene dos valores, uno como saber y otro como disciplina. Este último ¡ah!, lo desconocen, como el ciego de nacimiento desconoce la luz, estando rodeado de ella.

»Repítales usted estas palabras a todos y particularmente a ese caballerito, autor de dramas, que le ha escrito a usted la carta. Ese es el más enfermo de todos y el que más necesita de otros   —83→   aires. Es el más lisiado, ¡ah!, el más leproso, él más cojo, manco y ciego de todos. Desconoce la moralidad física, el culto de la salud, tan respetable como el de la conciencia, como el de la inteligencia. Es un triple suicida; se está matando por tres partes a la vez, ¡pobre niño! A este es al que más compadezco, por lo cual debe usted decirlo de mi parte, que lo mejor que puede hacer es morirse, para, que resucite purificado.

»Esto dirá usted a sus amigos y consejeros. Y usted, señor capellán, reciba una puntera de su afectísimo

JESÚS DELGADO».

Pasmados se quedaron los muchachos del contenido de la carta, en la cual, junto a los despropósitos, se veían razones y frases que demostraban agudo entendimiento. Por de pronto, D. Jesús había comprendido la burla que se le hacía, lo que probaba cierta limitación en su locura. Los burladores no sabían qué juicio formar de aquel hecho, y había pareceres distintos. Quién le tuvo por hombre superior, extraviado; quién por un humano alambique de frases extraídas de doctos libros extranjeros, entonces desconocidos en España. Unos sentían lástima y aun algo de respeto, por lo cual, no querían llevar adelante la jarana; otros, más audaces y atentos sólo a divertirse, sostenían que la carta   —84→   era un atajo de desatinos, y pensaban escribirle más. Contra todos se desató en dicterios Virginia, porque le alborotaban su huésped más querido. Estaba furiosa y con ganas de poner a alguno en la calle. No lo hubiera hecho, sin embargo, si no le apretaran a ello otros sucesos que contaremos sin pérdida de tiempo.

Alberique, moro de Concentaina,6 tenía el genio repentino, irascible, ampuloso, siempre que fuera pequeño el motivo que lo hacía estallar. Contar los improperios que le decía a una pobre mosca que tuviera la audacia de posarse sobre sus dibujos, sin saber lo que hacía, fuera reunir aquí lo más atrabiliario y soez del idioma. Su mujer y Bernardina eran torpes, idiotas, bestias y acémilas con faldas. Él sólo tenía las manos delicadas; él sólo sabía poner cada cosa en su sitio, sin manchar nada... La casa era el puerto de arrebata-capas. Allí no se podía tener nada. Tan pronto le cogían un lápiz para apuntar la ropa; tan pronto le quitaban el cazuelillo del agua para hacer guisotes. No se podía trabajar, no se podía vivir allí.

«¡Verbo!, ¿dónde están mis pinceles?... ¡Verbísimo!, ya me han cogido la lámina con los dedos manchados de petróleo».

Esta era la música de todo el día, cuando Alberique trabajaba. Traía a la sazón entre manos una hermosa ejecutoria en vitela para cierto   —85→   sujeto que había sido hecho marqués. El trabajo no carecía de mérito artístico ni de limpieza y minuciosidad benedictinas. Todo se volvía escudos tajados y tronchados, con sinople, rojo, oblea,7 y mucha banda, lambeles, losanges, mallas y rustros.

Serían las once de aquel infausto día, cuando en toda la casa se oyó la terrorífica voz del berberisco que así gritaba:

«¡Verbo!, ¿quién me echó esta gota de tinta encima del dragón de gules? Me recopilo en la re-espantadísima madre de Reus...».

-Habrás sido tú mismo, sin pensar... -murmuró Virginia, que al estruendo de los apóstrofes salió de la cocina con una sartén en la mano.

-¡Verbo!... esto es un presidio... Si supiera quién fue el re-indecentísimo que me hizo esta cochinada, ahora mismo, ahora mismo le hacía una tortilla contra la pared.

Felipe entraba. Verlo el morazo y lanzarse sobre él, como tigre hambriento sobre la espantada res, fue todo uno.

«¡Tú fuiste, perro, tú!».

Sin darle tiempo a disculparse, le tendió de una bofetada en el suelo. Doña Virginia dudaba si salir o no a la defensa del chico. No lo hizo porque le tenía cierta ojeriza a causa de los modos un tanto desenvueltos que había adquirido el Doctor, alentado por su amo y por los demás   —86→   huéspedes, que le tenían bastante cariño. La verdad en su lugar: Felipe había echado ciertas ínfulas que desdecían de su humilde condición. Respondía a la señora patrona altaneramente y no respetaba a los mayores. Para nombrar a Mutes, solía decir eltío prisma, y al señor de Alberique le mostraba antipatía y menosprecio.

A los gritos que el muchacho daba, acudieron Poleró y D. Basilio. En el mismo instante, Felipe, revolviéndose iracundo, como cachorrillo herido, se levantó y buscó con sus trémulas manos un objeto sobre la mesa. No hubo de encontrar más que el cacharro con agua negruzca y dos o tres pinceles, y cogiéndolo todo con presteza se lo tiró a la cabeza al moro. Este fue hacia él con ánimo de espachurrarle. Dios sabe lo que habría hecho si no se hubiera interpuesto Poleró.

«No sea usted bárbaro... No trate usted así a un pobre chico...».

-Permítame usted, señor Alberique... ¿Está usted seguro de que ha sido él?...

-¿Y ustedes qué tienen que ver aquí? -gritó el bárbaro-. Métanse ustedes en sus cosas, que yo me recopilo en la espantadísima...

-¡Eh!, no sea usted animal... No le aguanto a usted sus coces...

-Si cojo a uno...-gruñía el moro acobardado.

  —87→  

-Le digo a usted -gritó Poleró con repentina ira-, que no tiene usted que tocar a Felipe. Vaya usted noramala.

Centeno corrió al cuarto de su amo. Alberique balbucía con estropajosa lengua excusas, blasfemias y amenazas. En esto, Virginia, que quería poner paz y evitar un escándalo, se llegó a él diciéndole:

-No seas bestia... ¿A qué tanto grito para nada, por una gota...? ¡Qué hombre! No sé cómo...

El berberisco de Concentaina,8 manso con los fuertes, tremendo con los humildes, halló en la oposición de su mujer buena coyuntura para mostrarse valeroso. Aquel león no era tal león si no tenía un cordero en que cebarse. Le habían quitado a Felipe, pues echaba la zarpa a su mujer. Como arma de fuego que se dispara, así soltó estas palabras:

«¿Y tú?... mejor te callaras, grandísima...».

¡Ay Dios mío, lo que salió de aquella boca! Abochornada la buena mujer de oírse calificar de tan mala manera por su propio marido, estuvo un momento vacilante entre el llanto y el furor. Su espíritu enérgico decidiose al fin por lo último, y se fue derecha a él gritando:

«La culpa tengo yo que mantengo animales...».

Palabrita tras palabrita, pronto vinieron los hechos. Ven, Homero, y canta esta colosal pelea. Virginia descargó de plano la sartén sobre la   —88→   nefanda cabeza del moro, y este agarró con su mano hérculea el moño de ella... Gracias que los huéspedes acudieron todos a la defensa de la dueña, que si no... En aquel punto entró Zalamero, y sin decir nada, acometió furioso al berberisco, agarrándole por el pescuezo... Momento trágico con sus vislumbres humorísticos. D. Ramón de la Cruz, ¿en dónde estabas, qué no fuiste a verlo? Cayose el fez de Alberique, y a Zalamero se lo abrió la camisa por el cuello...

-Señores... ¿qué es esto?

-Atrás...

-No faltaba más...

D. Basilio, que se empeñaba en sujetar a Alberique, sufrió la extirpación violenta de un callo, y todo se le volvía renegar de la pendencia y de los contendientes. Arias entró también. Poleró, pasado el peligro, se reía de ver al relamido y moderadísimo Zalamero tan descompuesto y fuera de sí. Llorando, cual Magdalena, Virginia decía:

«Si no fuera por... Y que yo tenga en mi casa a semejante...».

-¿Qué escándalo es este? -gritaba Arias.

Y Montes se presentaba también con aspavientos de dignidad, diciendo:

«Será preciso llamar una pareja de la veterana... Francamente, yo creí que en una casa como esta...».

  —89→  

Hasta el pacífico D. Jesús Delgado compareció lleno de susto y alarma, pálido, en el lugar de la escena, mas no para aplacar a los combatientes.

«¿Qué es esto?, ¡oh!... Hace una hora que están llamando a la puerta, y nadie va a abrir. Debe de ser el cartero».

Risas... Aún faltaba lo mejor. Entró Alejandro de improviso, y sin más ni más fuese derecho a Alberique y le cogió de la solapa. Atención:

-Oiga usted, bruto: me han dicho que ha pegado usted a mi criado...

-¡Verbo!... yo... usted...

-¿Y todo, por qué?, por estos mamarrachos -gritó Alejandro, echando una ojeada a las pinturas heráldicas-. Mejor se ocupara usted en cavar, holgazán, y no en hacer estos adefesios.

Diciéndolo, cogió las láminas, hizo con ellas una pelota, vertió la tinta, esparció los pinceles. Furor, nuevo alboroto, risas, protestas.

Me recopilo en el reputadísimo verbo y en la reputadísima madre...

-¡Eh!, poco a poco.

-Cállese usted...

-Váyase usted a hacer gárgaras...

-Le cojo y le...

-Cuidado, D. Alejandro.

-¡Perdido!...

  —90→  

-Si esta casa es un...

-Permítanme ustedes, señores...

-¡Silencio!

-Nada; yo llamo a la pareja, porque, francamente, aunque la cosa no merece la pena, si se mira bajo el prisma de la decencia...

-Don Alejandro, usted es un acá y un allá.

-Señores...

-Bruto...

-Paz, paz... No es para tanto...

-¡Mis láminas... las tiene que pagar!

-Vaya usted enhoramala...

Basta... Aquella tarde, cuando ya los ánimos estaban aplacados, Virginia entró con altiva arrogancia patronil en el cuarto de Miquis. Considerando que la permanencia del manchego en la casa renovaría la escena lamentable de aquella mañana; considerando, además, que Alejandro había escrito las cartas que soliviantaron el pacífico ánimo de D. Jesús Delgado, venía en sentenciar y sentenciaba que el D. Alejandro no podía seguir más tiempo en tan ilustre casa. La notificación fue breve y expresiva:

«D. Alejandro, vengo a decir que hoy mismo me hará usted el favor de marcharse con su criado, sus dramas y sus literaturas».





  —91→  

ArribaAbajo- V -

Principio del fin



- I -

Oída la sentencia, se quedó el manchego un tanto perplejo y triste. Después de larga pausa, abrió meditabundo el cajón de la cómoda, donde guardaba su tesoro, sacó los estos de él, contó... ¡Tristísimo caso!, ¡del pingüe caudal que le diera su tía no le quedaba ya cantidad suficiente para liquidar cuentas con Virginia! ¡Qué lastimosas sorpresas ofrece el destino a los hombres ricos!... ¿Pero por qué había de acobardarse? ¿Por ventura el crédito no equivale a dinero? Alejandro tenía crédito, y al punto, en caso tan apurado, iba a hacer uso de él. Salió con prisa, volvió más tarde con dos mil realejos muy bonitos en cuatro billetes de a quinientos. No necesitaba tanto; pero bueno era estar preparado para las contingencias de un cambio de domicilio.

Hay días terribles, hay horas que debían ser borradas de la tabla del tiempo. ¡Por dónde se le antojó aquella tarde al bueno de Cienfuegos   —92→   entrar en la casa con cara de ajusticiado, ponerse delante de su amigo, y dirigirle palabras que, por lo cavernosas y lúgubres, bien podrían salir del frío hueco de una tumba!

Nada, nada, el sin ventura Cienfuegos había formado propósito nada menos que de pegarse un tiro aquella misma tarde. Que sí, que se lo pegaba. No tenía más remedio; era cuestión de honra. Él era muy pundonoroso, y no podía sobrevivir a su deshonra... Porque como su familia no le mandaba nunca un cuarto, había hecho uso de cierta suma que le confiaran... del dinerillo perteneciente a unos huérfanos... En fin, llegaba el momento de entregar aquella cantidad. ¡Eran las cinco... las cinco!, y desde las cuatro le esperaban en el café. ¿Quién?, los papás de los huérfanos; los papás no, los tíos... Total, él se pegaba un tiro, tan fresco, y... nada, que se lo pegaba. ¡Cosa muy triste en verdad renunciar a la vida por cuarenta y ocho duros, tres onzas!... pero como ningún amigo le quería dar nada, por lo mucho que debía a todos... ¡Y qué casualidad y qué desconsuelo!, el mes próximo tendría tres mil reales... pero seguros, seguros como si los llevara en la mano. Su tío, el boticario de Barajas, le había comprado su tanto de hijuela... Lo malo era que como se iba a pegar aquel tirito, no podría disfrutar de los tres mil reales...

  —93→  

ALEJANDRO.-    (con hidalgo movimiento del ánimo y de la mano).  Toma.

CIENFUEGOS.-   (balbuciente, pálido y tocando con las pantas de los dedos lo que le daban).  Puedes estar seguro de que el mes que entra... ¿Qué mes es? ¡Ah! Diciembre... sí, sí, seguro. No será en los primeros días, ¿sabes?, sino allá del 10 al 12...

Eran las cinco y media. Arregladas las cuentas con Virginia, salió Miquis de la casa. Felipe trajo al mozo que había de cargar el baúl, y él mismo llevó a la espalda su petate, que a la verdad le pesaba poco. La casa a donde fueron a parar era conocida de Alejandro, por haber visitado muchas veces en ella a un estudiante manchego, de quien era amigo. La nueva patrona no quiso admitir a Felipe, porque allí, dijo, no se necesitaban criados, ni habían visto nunca que ningún huésped los tuviese. Sólo en calidad de tal, y pagando como su señorito, podía el Doctor ser admitido. Pero ni él tenía un solo real, ni su amo, ya caído de la cumbre de la prosperidad a la sima de la escasez, podía atender al pago de dos hospedajes. Con todo, el generoso tobosino, en la breve conferencia que amo y criado tuvieron a solas, dijo: «Sí, yo te pago: creo que tendré dinero». Prudente y previsor Centeno, adivinó con su instintiva perspicacia las dificultades de lo porvenir.

  —94→  

«No -murmuró-, yo me voy a vivir a una posada que conozco en la calle de las Velas. Es donde van los mieleros de la Alcarria».

La casa aquella en que se hospedó Miquis era barata y detestable. Vivían allí estudiantes pobrísimos de Medicina, Farmacia y Veterinaria. Las habitaciones parecían madrigueras y la comida rancho.

«Me estaré aquí unos pocos días -pensó el joven-, hasta encontrar otra cosa mejor».

Tan mal le supo la comida el primer día, que determinó pagar sólo el cuarto y comer fuera. Esta vida libre, nómada, irregular, le enamoraba. Según estuviese el bolsillo, así comían él y Felipe, regalada o miserablemente, un día en la fonda, otro en un ventorrillo de las afueras, a veces en inmunda taberna de la calle del Grafal o en alguna pastelería de Puerta Cerrada. Ver caras distintas, y gustar distintos sabores y aliños de comida era una delicia para ambos. ¡Libertad, variedad, sorpresa! Este era el principal goce de aquella errante vida.

Inseparables de la vagancia fueron ¡ay!, los apuros. Alejandro vivía del crédito y de combinaciones. Cuando se le acabó el crédito, cada vez que necesitaba dinero, empeñaba una pieza de ropa, y las tenía muy buenas. Felipe era el encargado de estas comisiones, y las hacía con diligencia y hasta con inocente alegría. Llegó a   —95→   tener conocimiento con todos los prestamistas de Madrid, y ya sabía donde daban más.

Alejandro, desde que adoptó la vida libre, no volvió a poner los pies en la Universidad. Agotadas las ropas, empezó a malvender en los puestos de libros, todos los que había comprado. La grande y la pequeña literatura, Víctor Hugo y Paul de Kock, Balzac y Pigault Lebrun, Manzoni... todos, en suma, fueron saliendo en lúgubre procesión, marchando a los desvencijados estantes de los baratillos, donde los recibían por la tercera parte de lo que allí mismo costaran. Tras esta familia simpática fueron displicentes los libros de Derecho, rotos y sucios, con los pliegos revueltos, liándose a bofetadas unos con otros. Últimamente no le quedaban a Alejandro. más que un par de volúmenes de que no quería separarse, y la ropa que tenía puesta.

Levantábase siempre muy tarde, iba al café, donde estaba charlando hasta cerca de la noche. Felipe esperábale en la puerta del Sol, y se iban juntos a buscar dónde habían de comer. Separábanse luego, porque Alejandro iba solo a sus excursiones nocturnas. En la casa, ya muy tarde, le aguardaba Centeno; hablaban del drama que se iba a representar, y luego el amo se dormía. A veces Centeno se iba a su domicilio, a veces se quedaba en el de su amo, durmiendo en el suelo sobre una veterana alfombra.

  —96→  

Por la mañana, lo primero que hacía Miquis, antes de pensar en levantarse, era deplorar su falta de fondos. La pobreza aumentaba de un modo alarmante, acompañada de terribles compromisos y sofocos. Felipe consideraba con espanto aquella penuria, y no comprendía como, habiendo Miquis recibido de su casa algún dinero, estaba ya tan esquilmado. ¿En qué gastaba los duros?... Hacía tímidas preguntas sin obtener respuesta... Miquis, sin decidirse a abandonar el lecho, se devanaba los sesos discurriendo a qué amigo pediría, y qué argumentos eran más fuertes para apoyar su petición. Por último daba en el quid, y escribía una esquela, que Felipe se encargaba de llevar. ¡Cuánto desengaño!, ¡qué horripilantes negativas! Alguna vez, entre cien, se daban casos de resultado satisfactorio. Entonces volvía Felipe lleno de gozo, que se le traslucía en el semblante.

Llegó por fin un tiempo en que Alejandro tenía que esquivar la presencia de sus amigos, porque estos empezaban a mirarle de mal modo. El infeliz no se presentaba en parte alguna donde no viera caras de ingleses. Algunos, que no lo eran, le tenían en poco por su desordenada vida y el aspecto de miseria y abandono que iba tomando en su vestido. El estado rentístico empeoraba rápidamente, y sus deudas eran tantas y tan perentorios los vencimientos y compromisos,   —97→   que el dinero que le enviaba su padre se le desvanecía en las manos, apenas cobrado, cual si fuera cosa de encantamento.

Tuvo Alejandro que guardar cama ocho días de Diciembre, porque un fuerte catarro de pecho que le acometía todos los meses le atacó en aquel con tanta fuerza, que a poco más degenera en pulmonía. Felipe le acompañaba día y noche, procurando distraerle y apartar su ánimo de las tristezas. Para Alejandro verse sepultado en una cama, sin poder vagar por las calles, ir a los cafés y a otras partes adonde por las noches solía acudir, era grandísimo tormento. Hasta su exaltado optimismo se enfriaba entonces; casi casi tenía dudas de la próxima representación del drama, y se le reproducían con dolorosas punzadas los remordimientos por haber gastado el dinero de los juros.

Impaciente por curarse, echose a la calle antes de tiempo, y cuando apenas podía tenerse en pie. No quiso presentarse en ningún círculo de amigos, por vergüenza de que le vieran en lastimoso estado de ropa y con las botas descosidas. Al ver de lejos a cualquiera de sus antiguos compañeros, se apartaba para no encontrarle, o retrocedía o se metía en un portal.


  —98→  
- II -

Felipe era su único amigo, y el más leal y condescendiente de todos. Era un chiquillo, es verdad, incapaz de sostener una conversación seria sobre nada; pero tenía tal entusiasmo por las cosas de su amo, que no hacía diferencia en ninguna acción ni palabra de este, y todas las tenía por acertadas, hermosas y sublimes. Era el adulador sempiterno, si esto puede decirse de una adhesión inflexible, fundada en el agradecimiento, y en un vivísimo afecto que a la vez era fraternal, filial y amistoso.

Cuando salían a aquellas excursiones diurnas y nocturnas, había que verles. Como tuvieran abundante dinero, se hartaban en un bodegón; si no, compraban alguna vianda ligera y se la comían al campo raso. Daban grandes paseos por las afueras, observando la diversidad de tipos y asuntos que se encuentran a cada momento; estudiaban en el gran libro de la humanidad transeúnte, cuyas páginas, llámense sorpresas, encuentros o casualidades, ofrecen pasto riquísimo a la fantasía y a la inteligencia. Ávidos, sin darse de ello cuenta, de los goces mentales que proporcionan los panoramas populares con paisaje y figuras, bajaban al río y entraban en grandes   —99→   altercados con las lavanderas; daban la vuelta luego por las Injurias y las Yeserías; subían fatigados a Madrid después de cuestionar con los gitanos en la Ronda de Embajadores, y por último, algo tenían aún que hacer a las puertas de los cuarteles, oyendo conversaciones picantes entre mujeres y soldados.

Se metían también en las iglesias a oír sermones y ver las beatas y oír cantorrios y salmodias. En la puerta no faltaba un poco de palique con los mendigos. Hasta se atrevieron a colarse una tarde en la sacristía, de donde les echaron poco menos que a puntapiés.

Por el centro de Madrid y paseos principales andaban poco; más cuando lo hacían, eran sus excursiones muy instructivas. Felipe se detenía con vivo anhelo en los escaparates de libreros o fotógrafos, allí donde hubiese retratos de personajes célebres. Gozoso Alejandro de verlos tan bien, informaba al otro de los nombres, diciéndole:

-Ése de la cara menuda, nariz en punta y espejuelos, es Hartzenbusch; ese joven de rostro triste, es Eguílaz; aquel de anteojos y bigote cano, García Gutiérrez; el que está al lado, Aguilera, y el otro de cara risueña y maliciosa, Mesonero Romanos.

Cuando a alguno de estos le encontraban, no en retrato, sino de carne y hueso, por la calle, no se hartaban de mirarle, y aun le seguían largo   —100→   trecho. De sus contemporáneos, el que más entusiasmaba a Alejandro era Ayala, poeta insigne y recién laureado por su célebre obra El tanto por ciento, de la cual decía nuestro manchego: «La primera vez que la vi representar, me hizo tal efecto, que estuve en cama tres días». Y en su Grande Osuna había querido hacer gala de remedar la dicción admirable, limpia y sonora de El hombre de Estado. No ya afecto sino veneración idolátrica era lo que a Miquis inspiraba el poeta extremeño, por la acabada perfección escultórica de sus obras, por la energía de sus versos, y aun por aquella su hermosa figura calderoniana.

Cuando le veían de lejos, Miquis, sin poderse contener, gritaba: «¡Ayala, Ayala!», y le seguían por toda la calle, adelantándose a él, a trechos, para mirarle de frente.

Al Museo fueron alguna vez. Felipe, con la boca abierta, miraba aquellas figuras tan guapas, y tenía como una sospecha del gran mérito de todas ellas. En presencia de la perfección artística, no hay persona, por ruda, por ineducada que sea, que no sienta, ya que no otra cosa, el secreto orgullo de su afinidad con la esencia divina que inspiró aquella belleza y de su parentesco corpóreo con las manos que la ejecutaron.

«¿Esto lo hizo un hombre?...» -preguntaba Felipe en el colmo del candor.

  —101→  

-Sí, Murillo.

-¿Y aquellos ángeles, los sacó de su cabeza?

-Ahí verás tú.

Un domingo que iban a entrar muy entusiasmados, no les fue permitido por el malísimo pelaje que tenían. Avergonzado Alejandro, estuvo todo el día mudo, atento sólo a sus botas usadísimas, a su raída levita y al sombrero, que tenía trazas de haber sido comprado en los bazares del Rastro. En cuanto a Felipe, más nos valdría no describirla ni aun mirarle. Su calzado era un par de fragatas viejas, rotas y deformes, que había adquirido no se sabe dónde, con más barro que cuero. La americana que le cubría el cuerpo no era ya de color conocido, y por mil bocas estaba pidiendo que la llevaran a una tina de trapos viejos para convertirse en papel. También los pantalones querían ser papel, aunque fuera de estraza. No se sabe cómo fue a parar a la cabeza del insigne Doctor aquella boina encarnada con un agujero por donde le salían erizados mechones de pelo.

Del balance de la hacienda más que del estado del tiempo, dependía el empleo que daban a las horas de la noche. Si Alejandro tenía dinero, ya procediese de su mesada, ya de la incauta generosidad de un amigo, se iba solo a sus correrías. «Mira, Felipe -le decía después de comer-, ahora te vas a casa; te pones a estudiar,   —102→   porque aunque no puedes ir al Instituto por no tener ropa, conviene que aprendas las lecciones. Yo tengo que hacer. Abur».

Cierta noche siguiole Centeno, y vio que entraba en una casa... Pero nada más supo ni averiguó. Casa era aquella como todas en apariencia, y la ruin fachada no declaraba qué clase de amistades tenía allí el asendereado manchego. Felipe aprovechaba las noches en que su amo le dejara solo, para trabajar pro domo sua. Tenía instintos prácticos, vocación latente de buscarse la vida, y aunque no era maestro en las artes del pedigüeño, se dio tales mañas, que a las pocas noches de haber visitado a Zalamero y a Doña Virginia, consiguió una levita usada, pero que a él le venía de perlas si encontraba quién se la arreglara, un hongo y botas magníficas con caña de tela. Bien, bien.

Cuando Alejandro estaba limpio de dinero, cuando entre los dos no reunían más que la peseta o los cinco reales para alimentarse de judías o de una mala sopa, no se separaban por las noches. Miquis suspiraba, desconsolado y tristísimo, pero en cuanto empezaban a recorrer calles, como que se distraía y olvidaba de su penuria. Gustaban de recorrer los barrios bajos, viendo riñas, escenas y extravagancias populares; o bien, cansados del bullicio, se metían por el solitario arrabal de la Mancebía, calles de la Redondilla   —103→   y del Toro, plazuela del Alamillo y de la Paja. Miquis necesitaba poco para trasportarse con el vuelo de su imaginación al siglo XVII, y excitado por lo extraño de la escena, contaba a su amigo aventuras, episodios históricos, y le describía sucesos y caracteres.

También gustaban de recorrer la calle del Almendro y se detenían ante la cerrada casa de la tiíta. Una noche de limpio cielo y clarísima luna, se sentaron a descansar en el pretil de Santisteban. Aquel sitio era perfecto escenario de aventuras de antaño. El caserón de Santisteban, el desnivelado suelo, el pretil, la casa de los Vargas con la barroca puerta de la capilla, la torre mudéjar de San Pedro, la soledad, la escasa luz, el silencio, todo era propiamente decorativo y romántico. No faltaba más que la humanidad con golilla y tizona. Miquis, inspirado, se terció su capa, dio varias vueltas, ocultose en el hueco de una puerta, y salió de improviso gritando:


   ¡Teneos... atrás!, ¡traidor!



Ponte tú en medio de la calle y responde con brío:


¡Qué escucho!, ¡cielos, valedme!



Y yo te doy la estocada:


   ¡Válgate el infierno!



Tú dices entonces con angustia:


      Aguarda.
Oye una palabra... advierte...



  —104→  

Y yo te remato así:


¿Palabras yo?, toma hierro.



Y caes bañado en sangre gritando:


¡Yo muero... Jesús mil veces!



Sofocado de su mímica tumultuosa, se sentó en el pretil.

«¡Qué figura, qué figura la de ese duque! -exclamó con profundo desconsuelo-. ¡Y que esto no se haya representado todavía...!».

Cual si hablara con quien pudiera apreciar su erudición, dijo así:

«Yo presento al duque como la figura más genuinamente española del siglo XVII. Su época está retratada en él, con todo lo que contiene de grande y viciado. Es un insigne caballero aquel D. Pedro Téllez Girón, libertino, justiciero, cruel con los malos, generoso con los buenos, gobernando el reino de Nápoles más que con juicios reposados, con ímpetus repentinos que casi siempre la salían bien; perseguidor de los usureros, de los curiales y de todos los que oprimen al pueblo; frenético por las mujeres y enamorado de todas las que veía; ambicioso de gloria, de popularidad; liberalísimo, manirroto, lleno de deudas; en diplomacias agudo, en moral indulgente...».

Tantas vueltas había dado en su espíritu al famoso y noble virrey, que concluyó por identificarse con él y hacerlo suyo, fundiendo el carácter   —105→   soñado en el real. En sus soliloquios decía: «Soy lo mismito que el grande Osuna».

¡Oh!, pues si Alejandro tuviera medios de manifestar lo que en sí llevaba, si los tiempos y las circunstancias le permitieran exteriorizarse, sin duda admiraríamos en él al gallardo tipo del prócer dadivoso, caballeresco, justiciero, duro con los malos, blando con los buenos, enamorado hasta el frenesí de todas las mujeres guapas...

Dando en el hombro de Centeno una palmada tan fuerte, que a poco más le hace caer del pretil, díjole estas entusiastas palabras:

«Tú eres mi secretario, el gran D. Francisco de Quevedo».

Verse comparado con el hombre más gracioso que ha existido en el mundo, hacía reír a Felipe de gozo y orgullo.

Si pasaba un transeúnte, Miquis decía al oído de su secretario:

«Ese es Jacques Pierres que va a la conjuración de los uscoques. Uscoques son unos bandidos que habitan las playas del Adriático. Ya sabes que el Adriático es...».

-Un mar -replicaba Felipe, hinchado de erudición.

-Pues supón que aquella es la casa donde se reúnen misteriosamente los uscoques... ¿Ves aquel cura que pasa? Es Fra Domenico Caracciolo, camaldulense, que ha jurado acabar con el   —106→   Duque por ciertas cuestiones... Si recuerdas el acto primero...

-Sí... Fue porque los camaldulenses querían oprimir a los pobres, y el Duque cogió un día en Palacio a uno de los tales frailes, cuando le fueron a hablar... y de la bofetada...

-Era un hombre terrible... En la casa donde están reunidos los uscoques se mete disfrazado D. Francisco de Quevedo...

-Yo...

-Y lo descubres todito. Gracias que la Carniola, la querida del Duque, previno a este; que si no... Querían nada menos que asesinarle...

-¡Pillos!...

-La Carniola es también hermosa figura, -afirmó el poeta, desvanecido de entusiasmo-. Yo veo aquellos dientes de perlas, aquellos ojos lánguidos, perezosos, traicioneros, aquel perfil de helénica estatua, aquella tez pálida, aquel arrogante talle... No concibe la imaginación mujer que la supere ni aun que la iguale. Respira amores, y su mirada acaricia quemando...

Diciendo esto, rompió a toser con tanta fuerza, que parecía que se le desgarraba el pecho y que iba a arrojar las entrañas por la boca. Calmado aquel violento espasmo, quedose como desmayado y sin fuerzas. Su resuello era un áspero silbido, su frente estaba empapada en tibio sudor.

  —107→  

«Vámonos -dijo Felipe, alarmadísimo-. Hace aquí mucho frío».

Bien cubierto con su capa, mas tiritando, andaba el manchego, apoyado en su fiel secretario. Al llegar a la casa se acostó. Tenía fiebre intensísima; deliraba.




- III -

El mal comenzado o más bien recrudecido aquella noche, tenía trazas de no concluir fácilmente. Con modorra y pesadez durante el día, con desasosiego por las noches, pasó Alejandro más de una semana, sin adelantar en su restablecimiento, antes bien decayendo y debilitándose por grados. Una mañana le encontró Felipe despierto a la hora en que por lo general dormía. Palidez mortal cubría su rostro, y sus ojos, engrandecidos hasta lo fenomenal, expresaban estupefacción y terror. ¡Qué noche había pasado!... Después de largas horas de inquietud y ardor tan grandes que creyó revolcarse en un lecho de púas y brasas, había sentido dolorosísima obstrucción en el pecho... No se le quitó hasta que hubo arrojado enorme cantidad de sangre por la boca. Felipe no sabía qué hacer. Su amo, cerrando los ojos, cual si no tuviera fuerzas ni   —108→   para soportar el peso de los párpados, le dijo: «Corre, Felipe, y llámate a Cienfuegos...».

Cienfuegos, asustadísimo, disimulaba su disgusto. Tenía ya diplomacia médica antes de tener el título y la ciencia.

«Esto no es nada... -manifestó con énfasis doctoral-. Te voy a dar el percloruro de hierro líquido. Tendrás un poco de paciencia... y sobre todo mucha tranquilidad. No te ocupes de nada... Cualquier cosa que necesites, ya sabes dónde estamos... Volveré esta tarde y mañana y todos los días».

Los ofrecimientos de Cienfuegos no tenían término. Cuando Alejandro movió sus labios para murmurar: «Hablaremos...», el novel médico creyó que le iba a recordar ciertas cuentas atrasadas, y presuroso, con ademán de cariño, le dijo: «¡Eh... eh! Calladito. En esta enfermedad el uso de la voz puede serte funesto. Con que punto en boca. A la noche veremos. Que vaya Felipe al momento por la medicina. Me voy a clase».

Durante el curso de la dolencia, Cienfuegos iba con irregularidad, conforme al espíritu de desarreglo que informaba su naturaleza. Algunos días iba cuatro o cinco veces y se estaba allí largas horas; otros no se le veía por allí. Cuando era más necesaria su presencia; cuando había dicho: «descuida que vendré sin falta»,   —109→   no parecía. En cambio, se presentaba inesperadamente a horas desusadas. Y no perdía ocasión de proponer a su paciente el préstamo de un duro o dos, animándole a ello con lisonjeros augurios de un pronto restablecimiento.

Pero el mal era hondo y la herida grande. Alejandro estuvo cerca de un mes postrado en la cama y devorado al mismo tiempo de tristezas roedoras. En mitad de su enfermedad adquirió el convencimiento de que su Grande Osuna no se representaría ya en aquella temporada. A pesar de que esta avanzaba bastante, él no perdía la esperanza; pero se la quitó una carta del director del teatro, diciéndole en resumen: «la obra es tan buena que necesita mucho estudio, y como nos falta tiempo, la dejamos para la temporada próxima».

El abatimiento que esto causó al poeta prolongó el tormentoso trabajo de su naturaleza que luchaba por reparar la pérdida sufrida. Sobrevino otra hemorragia, aunque mucho más débil que la primera; pasó el infeliz toda la Semana Santa, la Pascua, y muchos días más sin ver cercano el término de su esclavitud y postración. Agravaban su tristeza los airados sermones que por escrito le echaba su padre, sabedor de que no estudiaba y de su vida vagabunda. ¡Y aún ignoraba el buen señor la barrabasada del dinero de la Godoy!... Pues el día que lo supiese, bueno se   —110→   iba a poner. Cuando Alejandro pensaba en esto, sentía que se le recargaba la fiebre y aun que se le abrían huecos dolorosísimos en la región toráxica.9 Él estaba persuadido de que su padre sospechaba ya el delito, porque ciertas frases displicentes y amenazadoras de sus cartas no podían tener otra explicación.

El iluminado manchego se pasaba aquellas lentas y cansadas horas de su enfermedad pensando en la ira de D. Pedro y en el grandioso cuanto infortunado drama. Este era la causa de sus males todos, pero también de aquellas resurrecciones súbitas y vigorosas de su espíritu que compensaban las molestias físicas. Porque el arte, dominando con imperio en su alma, era la fuerza que le alentaba, el resorte de la vida, y el secreto germen de ideas salvadoras. ¡La antiquísima fábula del Ave Fénix qué verdad tan profunda encierra, qué hermoso símbolo es de las formidables fuerzas restauradoras que el alma humana tiene en sí misma, y con las cuales ella propia es su remedio, y de su mal saca su bien, de su caída su elevación, de su dolor su alegría!...

Poco tiempo pasó desde el abatimiento traído por las cuitas teatrales hasta una grande y alborozada transfiguración del ánimo, esclarecido de proyectos hermosos, alumbrado por ideas y visiones optimistas. No importaba que el drama no se hubiese representado. Mejor, mucho mejor   —111→   era dejarlo para la temporada próxima, porque lo iba a restablecer al esplendor y grandeza con que fue primeramente escrito. Sí, sí, se representaría íntegro, con sus cinco actos, sus treinta personajes y su ancho horizonte histórico y teatral. Honda alegría de su alma, resurgiendo del seno oscuro de su tristeza, como el día de la noche, le anunciaba los triunfos de la temporada próxima. No podía dudarlo, porque la divinidad lo secreteaba en su espíritu con profética voz. La excitación cerebral, produciendo aquella vez estímulos provechosos en todo el organismo, diole fuerzas y aun apariencias de restablecimiento. No hay tónico como la felicidad. Levantose del lecho, y aunque se caía, los bríos del espíritu dábanle alientos para poder exclamar: «Si estoy bien... Gracias a Dios que me levanto de este maldito potro. Dentro de tres días, a la calle».

Hizo traer del teatro la única copia limpia que tenía del drama, y empezó a leerlo despacio, cotejándolo con la versión primitiva para ver dónde se amplificaba y dónde no. Quería hacer un trabajo admirable y nunca visto. Por las noches, cuando se acostaba, ponía el manuscrito debajo de la almohada, durmiendo así en familiaridad espiritual con el Duque, Jacques Pierres y la Carniola.

Aumentaron los motivos de su alegría, bienhechora   —112→   del cuerpo y del alma, ciertos dineros que le mandó su madre. Aunque Alejandro, en sus cartas, disimulaba la enfermedad para no causar alarma en la familia, esta supo la importancia del mal. Felizmente ya estaba bueno y sano. Así lo decía él, y así se lo creyeron. ¡Pobrecito, había gastado en médicos y medicinas tantísimo dinero...! Su madre, pródiga siempre en estos casos, le envió una bonita libranza. ¡Qué bien venía! Jamás escritura comercial fue tan grata a humanos ojos como aquella que decía en caracteres de letra inglesa: Por esta primera de cambio, etc....

«Lo primero es pagar -dijo Miquis con honradez candorosa-. Habrá para todo».

¡Cielos! Si no se detiene a tiempo en aquella virtud del pagar, pronto se queda sin un maravedí. La mitad se lo llevó un tal Torquemada, hombre feroz y frío, con facha de sacristán, que prestaba a los estudiantes. Sólo por réditos le comió a Alejandro la mejor parte de lo que este había recibido de su mamá... Después vino Cienfuegos... ¡Pobre mártir! ¿Cómo no ayudarle a salir de aquel nuevo apuro?... Socorrido el médico, se fue tan agradecido que casi lloraba al despedirse. Y véase cómo ampara Dios a los caritativos. Aquel mismo día fue Arias Ortiz a ver a Alejandro, y le pagó seiscientos reales que le debía. Gozoso este, determinó desempeñar alguna   —113→   ropa, de la que estaba tan necesitado... Al fin, al fin podía salir otra vez a la calle con decencia.

Su gran debilidad no le permitía trabajar en el drama; pero con el despierto pensamiento, aguzado siempre como cincel de acero, sin cesar acariciaba su obra. ¡Goces puros los de modelar mentalmente la obra de arte, ablandándola y conformándola como la cera entre los dedos!

«Voy a restablecer la figura de la Carniola -decía una noche, ya acostado, a Felipe que le acompañaba-; voy a restablecerla tal como la concebí y como está en el manuscrito primero; figura grande y compleja... (tú eres un pobre bruto y no entiendes de esto), figura que... Ya verás, ya verás qué furor va a hacer en el público. Dirán que es cosa muy buena, y todos los críticos me aplaudirán. Catalina es una mujer del pueblo, sí, créelo, mujer vigorosamente poética, criada sin refinamientos, hija directa de la Naturaleza. Nacida en las inmediaciones de Ragusa, pertenece a la raza de los uscoques, de origen helénico, los implacables enemigos del turco, los guerrilleros del Adriático, medio piratas, medio comerciantes, pescadores y cazadores, veloces peces, pájaros dotados de agilidad portentosa... ¿Entiendes lo que voy diciendo?».

Todo ojos y oídos, Felipe no apartaba un ápice su espíritu de esta febril elocuencia.

  —114→  

«Pues esta Catalina es robada de la casa paterna por un uscoque. Este muere en una reyerta con los venecianos. Pasa a ser presa y querida de un veneciano, hasta que en un combate que estos tienen con las galeras del Duque la coge Jacques Pierres... ¿De qué te ríes? ¿De los muchos maridos que va teniendo esta señora?... Llámanla entre ellos la Carniola, porque la aprisionaron en el golfo así nombrado. Jacques Pierres la viste de riquísimas galas y joyas de Oriente, cogidas a los turcos, y la lleva a Nápoles, donde la tiene oculta, porque figúrate si será celoso, siendo ella tan guapa, y... Para abreviar te diré que la Carniola no puede ver a Jacques Pierres; le detesta, chico, y diera por librarse de él... no sé yo lo que diera... Pues verás ahora: en uno de aquellos paseos nocturnos que daba el Duque por la ciudad, acompañado de Quevedo, vio a la tal mujer...».

«Y que era bobito mi señor Duque para enamorarse -dijo Centeno-. Eso es en aquel pasaje que cuenta»:


Vi en Posilipo una mujer tan bella,
no digo bien mujer; yo vi una diosa...



-Justamente. Pero aunque recuerdes la letra y situación, no comprendes el espíritu; no penetras tú el carácter de la Carniola. Esta hermosa   —115→   mujer se enamora también del Duque, fascinada de su generosidad, de su hidalguía, de su gallarda presencia. Y tomando en mayor aborrecimiento a aquellos corsarios rudos, con quienes había andado en tan malos tratos, le entran ambiciones de ser señora y de merecer el amor del Duque, más que por la hermosura por la principalidad. Aquí es donde dice:


   Subiendo a la cumbre voy
del monte de mi fortuna.
   A su extremo soberano
sólo falta un escalón;
dame la mano, ambición;
lisonja, dame la mano.10



En el Duque... para que lo comprendas mejor... no sólo ama al amante, sino al caballero, al gran señor, al futuro soberano de la Italia toda... ¡Y qué figura aquella! ¡No habrá actriz que me la interprete, no la habrá! Yo la estoy viendo como te veo a ti; es alta, esbeltísima, morena, de tez descolorida, con unos ojos negros en los cuales parece que hay una dulzura incandescendente11 y derretida, que te embelesa abrasándote... En fin, no hay actriz que me la represente... Yo me duermo, tengo mucho sueño. Me parece que estoy bueno ya... ¿no crees...?



  —116→  
- IV -

¡Y qué bien durmió aquella noche! Las doce serían cuando Felipe se aventuró a despertarle. Toda la tarde estuvo charla que charla, y habría salido a la calle, si Cienfuegos no se lo prohibiera por estar el tiempo frío y amenazando lluvia. Como tenía algún dinero, mandó traer comida de la fonda. ¡Lástima grande que el apetito le faltara! Era muy extraño que apeteciera este y el otro plato y que en el momento de verlo delante, le entraran tan invencibles repugnancias. Esto le ponía triste, y decía: «¿Sabes tú, Felipe, una cosa que yo creo que comería con gana?, pues cañamones. Si mi tía me mandara... Creo que con esto me volverían las ganas de comer y me pondría bueno».

Benditos platos traídos de la fonda, no os podrías quejar del desaire que el amo os hacía, porque en cambio, el criado os trataba con grandes miramientos. Así estaba él de nutrido y saludable, y así echaba aquellos colores, pregoneros de su naturaleza vigorosa y de un organismo admirablemente regularizado.

Al anochecer quejose Alejandro de frío, y se acostó. No había acabado de hacerlo, cuando   —117→   alguien llegó a la casa, preguntando por él. Felipe salió a enterarse. Era una mujer...

«¡Ya, ya sé! -dijo Miquis turbadísimo, cuando Felipe le dio cuenta de la visita-. Enciende luz; di a esa persona que entre, y vete enseguida».

Felipe vio su demacrado rostro encenderse con llamarada de rubor, cual hoja seca que arde, y sus ojos chisporrotearon gozosos.

Al punto entró la mujer, señora o lo que fuese. Pero la puerta quedó entreabierta y Centeno atisbó desde el pasillo... ¡Vaya, que era arrogante y hermosa! No se la debía tener por señora, porque ninguna que tal nombre merezca, se presentaría en visita con aquel mantón pardo, de un color como café con leche, y con un pañuelo de seda negro y rojo por la cabeza, puesto con donaire, haciendo como un cucurucho prolongado sobre la frente. A la sombra de este pañuelo brillaban con expresión de acecho los ojos de aquella ninfa, que eran amorosos y traicioneros, como en verso decía Miquis, hablando del mirar de la Carniola. Lo de las flechas que tanto usan los poetas venía bien allí; más eran flechas untadas de caramelo envenenado. ¡Bonito aire el de la tal, y qué bien calzada!

Todo esto lo observó Felipe en un instante, asombrado, primero de la hermosura y luego de la voz de aquella mujer. ¿Qué lenguaje hablaba?   —118→   Ya... era que se comía la mitad de las palabras y las otras las remataba con un dejo... ¡ay!, si era una andaluza... El metal de voz era un poquito ronco; pero la dicción, no por eso resultaba menos lánguida y suspirante.

Felipe, oído... La tal se acercaba al lecho de Miquis y le tomaba la mano. Él, turbado sin dada de la alegría de verla, le decía que se sentara, lo que ella hizo de muy buena gana, porque estaba harto fatigada. Hablando, hablando, ella le llamaba niño, cosa que a Felipe le pareció muy razonable, porque su amo estaba física y moralmente en situación de ser llevado en brazos, y aun de que le dieran biberón.

Oído, Felipe... La tal charlaba, charlaba en su graciosa lengua andaluza... ¡Tanto tiempo sin verle! No hacía más que pensar en él... ¡pobrecito! Era menester que se pusiera pronto bueno... Ella estaba muy disgustada. Le pasaban unas cosas... pero unas cosas... No podía vivir. Aún creyó entender Felipe que lloriqueaba algo. Lo que su amo decía, no llegaba a los sutiles oídos de Centeno, porque la voz de Alejandro era, a consecuencia del mal que padecía, como un soplo fugaz, imperceptible para todo el que no estuviera a su lado.

Media hora larga duró la conferencia. La tal se fue. La patrona, el marido de la patrona y algunos huéspedes salieron al pasillo a verla, y la   —119→   despidieron con cuchicheos. Felipe, al volver junto a su amo, viole un tanto preocupado, pero no triste. De repente le entró una gran locuacidad, y como si hablara con persona que tuviese antecedentes del asunto en que él pensaba, dijo a Centeno: «La pobre sigue en poder de aquel bárbaro, que la atormenta y la tiene pereciendo».

«Es preciso traer azúcar» -dijo Felipe, atento al cuidado del enfermo.

-Es verdad.

-¿Cuartos...?

-Busca por ahí. ¿No habrá en mis bolsillos? Felipe, sabedor de que en la mesa de noche tenía su amo un gran paquete de duros y pesetas, fue a buscar allí lo que necesitaba; pero Alejandro le detuvo con estas palabras:

«No, si ya no hay nada. Busca en los bolsillos del pantalón».

El Doctor, sin dejar de pensar en la vuelta que había tomado la plata depositada en la mesa de noche, empezó a buscar en todos los huecos de la ropa.

«No hay ni un sacramento».

-Pídelo a Doña Pepa. Tráete también caramelos... Oye, y cigarros. Por más que diga Cienfuegos, no puedo dejar de fumar.

Al poco rato volvió Felipe con lo pedido, y además La Correspondencia. Su amo dormitaba; pero luego se despabiló y estuvo despierto casi   —120→   toda la noche. Hablaba, entre tos y tos, del drama, de las cosas atrevidas y justicieras que hacía el Duque y de las atroces llamaradas que echaba el Vesubio. Entre el follaje de esta verbosidad, puso Felipe la flor de una observación que hizo sonreír a Alejandro:

«Esa que ha estado aquí esta tarde -dijo-, es la Carniola».

-¡Y que está padeciendo las mayores amarguras bajo el poder de un Jacques Pierres...!

-¡Qué pillo! Y puede que le pegue...

-Es un salvaje... ¡Si yo no estuviera clavado en esta maldita cama...!

No dijo más sobre el particular... Como el tiempo seguía malo, continuó prisionero algunos días. La tal volvió a visitarle, y en aquella segunda entrevista, que fue también de noche, el enfermo estaba levantado. Hablaron larguísimo rato con animación y mutuas expresiones de afecto. Ella contaba suplicios, disgustos y privaciones horribles. Él la consolaba y anunciaba mejores días... ¡Oh!, pues si él no estuviera enfermo, todo iría bien. La tal echó de sus bonitos ojos un par de lágrimas, y dijo mil pestes de Jacques Pierres. Al manchego se le partía el corazón. Lo peor de todo era que la tal no podría venir más a verle... Para salir a la calle necesitaba decir mil mentiras... Y luego ¡venía con un miedo!... Pues si el bárbaro llegaba a descubrir   —121→   que ella... De seguro que le cortaría la cara, y era lástima que una cara tan linda... ¡Lástima también, ¡ay Dios mío!, que Alejandro no tuviera salud y mucho dinero para poner eficaz y pronto remedio a tamaños males!... En fin, adiós, adiós...

Aún hubo una tercera visita, corta y de pocas palabras. Después de ella, Miquis escribió una carta a Torquemada pidiéndole dinero. El maldito prestamista no se lo mandó. ¡Paciencia! Cuando pudiera salir a la calle, Alejandro se lo pediría de palabra con razones persuasivas que no podía interpretar la pluma de un poeta.

A Felipe, justo es decirlo, no le eran indiferentes las gracias y gentileza de aquella desconocida amiga de su amo, a la cual daba, por no saber otro, el nombre de la Carniola. Esta, al salir, le echaba siempre un par de miradas, y al entrar casi tres. Grabáronse en la memoria del muchacho las facciones de ella, su andar arrogante y la expresión aquella indefinible que se asociaba, por mágico contacto de las ideas, a los poéticos lances del drama de Miquis.

Cierto que Felipe, no era hombre todavía; pero lo sería pronto, y él con la imaginación se anticipaba a la edad. Estaba, pues, como poseído de cierto idealismo contemplativo y platónico, que se recrudecía al ver a la tal. Una noche, mientras su amo dormía, estaba él desvelado y pensando en ella, viéndola claramente con todas   —122→   sus gracias y perfecciones. Encendida su fantasía, y lleno su corazón de un gozoso entusiasmo, se le ocurrió a mi hombre la cosa más extraña... Pero no, no califiquemos así lo que es producto natural de infantiles caletres, y confesemos que lo que se le ocurrió a Centeno era muy adecuado a su edad de transición y a su escogido espíritu.

Veamos. ¿Por qué no había de ser él también poeta? ¿Por qué no había de hacer también sus versos, como los hacían todos los chicos en llegando a su edad? ¿Y quién sabía si estaba destinado a ser un autor notable como su señor, y aun a escribir un drama tan hermoso como El Grande Osuna, que iba a ser el asombro del mundo? Era menester probarlo. Notaba como una llamarada dentro de su cabeza, y siempre que se acordaba de aquella hechicera y arrogante Carniola, oía como susurro de rimas en sus orejas, y sentía dentro una cosa como ganas de llorar, ganas de reír... Manos a la obra. Estaba inspiradillo, y muy tonto había de ser si no conseguía componer dos docenas de versos y cantar en ellos la preciosidad de aquella mujer. Ya, ya sabía él que todo estaba reducido a barajar unas cuantas palabras bonitas y a ponerlas bien puestas aquí y allá, haciéndolas sonar como cascabeles.

Su amo dormía: sentose Felipe, cogió la pluma   —123→   y ¡zas!... allá te van renglones. ¡Quia!, esto no suena. Otra vez, borra y vuelve a escribir. No sale... Ahora...Gentil señora, de beldad bella y hechicera... ¡Oh!, esto no sonaba. A ver ahora. Cuando las auras... Esto de las auras era de lo más majo que usan los poetas.Cuando las auras gimen ¡ay!, y gimen... ¡Magnífico! Lo malo era que no podía seguir adelante, a ver qué salía de tanto gemido. Otro esfuerzo. Al mirar esos ojos, cual luceros... Bien, bien: ¡qué bien sonaba el cual!... Echando rayos hechiceros... Que me queman cual encendidos... ¿Qué pondría para rimar? ¿Carniceros? No, esto no parecía palabra de verso. Además, debía ser cosa que quemara, que ardiera, como, por ejemplo, braseros, y mejor pebeteros, cosa de fuego y de buen olor al mismo tiempo.

La composición quedó hecha a las doce. Felipe se reía a cada verso escrito o borrado. A veces juzgábase hábil poeta, a veces absolutamente inepto para el difícil arte de la versificación. Por último, la idea de que su amo pudiera ver al día siguiente aquella su invención, llevole a considerar sus versos como los más chabacanos que se podían imaginar, y avergonzado los hizo pedazos, dejando para más adelante y cuando supiera algo de retórica, el hacer nuevo ensayo de sus facultades imaginativas.

Al día siguiente de esto repitiose la visita de   —124→   que inspiraba secretamente al Doctor sus ardientes pruritos de emular a Petrarca.

Oído, Felipe, que aquel día la conferencia fue más acalorada que nunca. El manchego sin ventura deploraba la vaciedad de sus cajas, que le ponían en el desairado trance de no poder atender a las cuitas pecuniarias de la hermosa Carniola y librarla de la feroz tiranía de aquel Jacques Pierres a quien los turcos debían hacer picadillo... Mostrábase ella muy alarmada de que el aventurero descubriese las visitas que ella hacía a su Duque, y recelaba que no pudieran verse más... Para remediar esto se le había ocurrido un plan. ¡Qué acertado pensamiento! Bien para él y bien para ella.

Oído, Felipe, que va a decir el plan. La tal tenía una hermana, casada con el mayoral de una ganadería. Vivía este matrimonio en casa humilde, pero aseada, y le vendría bien tener un huésped para ayudarse. ¿Por qué no se iba Alejandro a vivir con aquella feliz pareja? Estaría solito y mejor asistido que en aquella casa, que parecía escuela de danzantes, en aquella leonera, donde le robaban y no le cuidaban bien. No sería huésped, sería el amo, y la bendita hermana de la Carniola no sería su patrona sino su ama de llaves. ¡Qué comodidad y qué proporción! El mejor resultado de esto sería que la tal podía ir siempre que quisiera a ver a su hermana,   —125→   porque el caribe no se opondría a ello, y así podría ver a Alejandro todos los días, y aun cuidarle en su enfermedad...

Oído, Felipe, que tu amo se arrebata, y aprueba el plan y reniega de Doña Pepa, y hace depender el mejoramiento de su salud de un cambio de domicilio. ¡Si en aquel cuarto no hay aire que respirar! Sí, sí: y la tal se entusiasma también, y dice que la casa de su hermana cae a unos jardines que parecen los cármenes de su tierra, llenos de pajarillos. ¡Y cómo entra el sol por aquellas ventanas! El piso es altito, eso sí, ciento diez escalones; pero una vez arriba...

Quiso la suerte o la desdicha de nuestro héroe tobosino que se anticipara a sus proyectos la llamada Doña Pepa, hembra de mal genio y peor catadura. Tiempo hacía que estaba disgustada de tener en su casa un huésped herido, según ella, de enfermedad funesta y pegadiza. La casa perdía mucho, en su opinión de saludable con esto, y ya algunos señores estudiantes de Veterinaria habían lanzado la peligrosa especie de marcharse. Teniendo ciertos puntos y ribetes de humanitaria, la Doña Pepa, no quería decir a Miquis, así desabrida y secamente, «le echo a usted por enfermo...». Discurría un hábil pretexto, y vinieron a dárselo las visitas de aquella tal, a quien lo mismo ella que su marido diputaron por una cualquiera. ¡Vaya unas amistades que   —126→   tenía el D. Alejandro! No, en casa tan honrada no se querían visitas de tal naturaleza, ni la opinión de la escogida pléyade de huéspedes podía ser expuesta a las calumnias y dicharachos de la vecindad. En estos o parecidos términos, manifestó Doña Pepa a Miquis sus propósitos, corteses, pero claritos.

«Yo pensaba marcharme -dijo él-. En esta casa no hay aire respirable».

Y sin pérdida de tiempo empezó a disponer todo para la mudanza, apretándole a ello el deseo de gozar pronto de la vista de aquellos jardines, de la alegría de tanta luz y aires tan puros. ¡Qué suerte tenía y qué motivos de alabar a la Providencia!




- V -

Habiendo mejorado el tiempo, pudo al fin salir a la calle. La primera vez, apenas anduvo cien pisos, tuvo que volverse a casa; pero su fuerza de voluntad y el anhelo de callejear pudieron más que su quebranto, y en los días siguientes tornó a salir y estuvo en el café. Era su aspecto como el de un muerto. Cuantos lo veían, o manifestaban el mayor asombro o tenían que hacer disimulos muy violentos de la mala impresión que les causaba el rostro amarillo, la   —127→   afilada nariz, la fatigosa voz del pobre estudiante. Este, siempre optimista y engañándose a sí mismo, se anticipaba a las observaciones de los que le compadecían, diciéndoles:

«Si no estoy ya tan malo como crees... Es porque me ves el primer día que salgo a la calle; y la verdad... me he quedado en los huesos. Pero me voy reponiendo, y siento que mejoro rápidamente...».

-¿Y dónde vives ahora?

-Te diré.. No vayas a verme, porque estoy como de paso, en una casa que no es de huéspedes... casa con jardines; quiero decir, que tiene vistas a un jardín... Pero no vayas por allí: hay mucha escalera, y lo probable es que no me encuentres.

El verdadero motivo que Alejandro tenía para alejar a sus amigos del nuevo domicilio, era cierto disgusto o vergüenza de que le vieran allí, pues la verdad era (¡desvaneceos, ilusiones locas!) que no podría el enfermo haber ido a peor sitio, aunque lo rebuscara entre todo lo malo que hay en Madrid. Estaba la tal casa en la calle de Cervantes, mas no bastaban las leyendas biográficas del barrio a hacerla simpática. Se subía a la vivienda de Miquis por una escalera interior, casi tan larga como la del Cielo. Aquello no acababa nunca, y nuestro poeta tenía que sentarse dos o tres veces en los peldaños   —128→   para poder seguir. Cerca ya de los sotabancos, muchedumbre de sucios chiquillos, que a todas horas jugaban en los descansos, estorbaban el paso, haciendo infernal ruido que ni un momento se interrumpía de la mañana a la noche. En los mismos descansos altos, había un tufo que viciaba el aire y lo hacía irrespirable, porque las vecinas sacaban sus anafres y braseros para encenderlos y pasarlos en la escalera. Abiertas casi todas las puertas sentíase allí hormigueo de gente que por no tener espacio bastante, rebosaba de sus domicilios, y el murmullo mareaba tanto como el tufo del carbón. Las paredes, de arriba abajo, y donde quiera que no faltaba el yeso, estaban todas llenas de letreros, mamarrachos y de mil suciedades diferentes.

La primera impresión de Alejandro, al estrenar su domicilio, fue penosísima... Creyó que entraba en una carbonería, porque paredes más negras que las de aquel pasillo no las había visto él en toda su vida. Por aquel suelo de polvorosos ladrillos rojos se arrastraban chicos entecos y miserables, otros gateaban, aquellos corrían como en una plaza, estos hacían procesiones y paradas militares. En las puertas numeradas, no había cordón de campanilla, y casi todas estaban abiertas. Para llamar en las cerradas, se hacía uso de los nudillos. Una vez dentro   —129→   de su cuarto, que era el número 7, enseñáronle una salita, lo mejor, casi lo único de la casa, de regular tamaño, paredes sin papel, aplanado techo y buenas luces. Eso sí, en vistas, no le ganara ni la torre de Santa Cruz.

Por la cuadrada ventana, se veía grandioso país de nubes y tejados, se dominaba toda la parte oriental de Madrid que es la más hermosa) el Retiro, la aguja del Dos de Mayo, el techo plomizo del Congreso, la mole de Buenavista, las chimeneas de la flamante Casa de la Moneda, y detrás el árido campo donde pronto se había de levantar el barrio de Salamanca. En cúpulas y tejados, veíanse las formas más extrañas y las variedades más caprichosas. Ofrecía el conjunto una crestería chabacana, de recortados picos, aleros, palomares y tantísima chimenea, como negro ejército en desorden, las unas empenachadas de humo, las otras no, muchas torcidas y con el capacete ladeado. Era preciso mirar verticalmente, como se mira al fondo de un pozo, para alcanzar a ver aquellos jardines de que hablaba la tal. Pertenecían a lujosas casas de la calle del Prado, y estaban tan hondos que las más altas ramas de las acacias apenas llegaban al segundo piso. Con esmero y mimo estaban cuidados aquellos sepultados vergeles compuestos de afeitado césped, setos tijereteados, de algunas coníferas y acacias, todo raquítico   —130→   y achacoso. Era como un hospital de árboles. Los había variolosos, todos llenos de berrugas; los había reumáticos, mancos de ramas; habíalos atacados de alopecia, por lo cual tenían calvicie de hojas, y todos calenturientos, revelaban en su amarillez el paludismo en que vivían. No faltaba tampoco una marmórea fuente que a ciertas horas se emperejilaba con un juego de agua para recreo de los pececillos rojos, prisioneros en el pilón.

No disgustó a Alejandro la estancia aquella desde la cual se veía tanta nube, tanta chimenea, y, con buena voluntad, el hundido jardín. Los muebles habían sido muy buenos, pero estaban estropeadísimos y pidiendo a gritos plumero, agua y estropajo. No había silla que no estuviera coja, ni pieza a que no faltara algo. Todo revelaba la adquisición de lance, en el desplome de una fugaz fortuna, de esas que nacen y se liquidan en una semana. Todo era de ocasión, de pacotilla, todo pertenecía a esa industria de bazar o de prendería que sirve para poner casas provisionales y para la improvisación de los ajuares domésticos.

La gente aquella, marido y mujer, parecía amable. Ella habría sido hermosa, si no estuviera picoteada por las viruelas; él, atravesado y de semblante duro, revelaba conexiones con gente torera. La estudiada afabilidad de ambos cautivó   —131→   a Alejandro, que no veía más que el aspecto bueno de las cosas. Todo quedó convenido, y se instaló en la sala. Allí estaría como en su casa. Para mayor comodidad del ínclito joven, no se fijaría un diario, al uso de las casas de huéspedes, sino que él diría por las mañanas a Cirila: «Cirila, quiero comer esto, quiero lo otro», y Cirila le diría: «Pues, señor D. Alejandro, deme usted tanto más cuanto...». ¿Que el señorito no quería aquel día comer...? «Pues, Cirila, hoy no como en casa». ¿Que quería un extraordinario...? «Cirila, mañana comeremos aquí cuatro amigos». Y ella entonces haría las cuentas y le diría: «Porque mire usted, señorito, la ternera está a tanto, la merluza a cuanto...».

Todo iba bien. Los primeros días estuvo Alejandro bastante mejorado, y claro es que pasaba en la calle la mayor parte del tiempo. Felizmente tenía algún dinero, juntando lo que pudo arrancar a Torquemada con lo poco que le envió su padre. Iba viviendo, y su pensamiento, ávido de las cumbres, no sabía descender a los llanos de la vida material, ni enterarse de lo mucho que habían encarecido los artículos de comer desde que él hiciera sus convenios con Cirila, ni advertía que le estaban costando un ojo de la cara su frugal almuerzo y su nada abundante comida.

Había dicho a Felipe que abandonara la   —132→   posada de los mieleros y se viniese a habitar con él, lo que tuvieron a mal Cirila y su marido, porque Felipe era, según ellos, fisgón, entrometido y amigo de curiosear lo que no le importaba. Todo lo había de intervenir, y sabía el precio de los comestibles, del carbón y de los artículos más usuales... ¡Oh!, ¡a él no se la daban! ¿Quién había visto que cuatro huevos costaran una peseta? Sólo aquel visionario de D. Alejandro, con su cabeza llena de dramas, Carniolas, ideales y filosofías, podía ver impasible tan grande atrocidad económica.

En un momento de mal humor había dicho Cirila a Alejandro: «Ya sabía yo que el señorito era muy aficionado a mantener vagos», frase que al Doctor se le atravesó y no pudo digerirla en mucho tiempo. Pero mientras más le crecían las uñas a ella, más se esmeraba él en fiscalizar y discutir todo.

Desgraciadamente para el soñador del Toboso, pronto dejó de haber ocasiones de regatear sobre el precio de las comidas. El 1.º de Mayo, a consecuencia de haberse mojado con una llovizna, al anochecer, recayó con síntomas muy desconsoladores. Francamente, en la noche del 2, creyó que se moría. Vino Cienfuegos, y no fiándose de su ciencia para un mal tan grave, trajo consigo a un médico amigo, joven y afable. La debilidad de Alejandro era tan grande como su   —133→   inapetencia. Hubo que recurrir a la carne cruda, al extracto de Liebig, y con ninguna de estas cosas se atajaba el rápido desmoronamiento de aquella naturaleza, ávida de pulverizarse y perderse en lo inorgánico. La combustión crecía, las pérdidas eran enormes; el espíritu se iba quedando cada vez más solo, tan solo, que los desmayos eran simulacros de muerte. Peor estaba el infeliz que en casa de Doña Pepa, y más hundido, más clavado y sepultado en aquella odiosa cama de tormento. Para que este fuera mayor, su ánimo abatido negábase a buscar en sí mismo, en su propia arrogancia y fecundidad, las fuerzas reparatrices. Callaban los estímulos mentales del arte, y enmudecían los pruritos íntimos del ideal y el amor. Todo dormía en él, menos el enfermo; todo, menos la fatiga, el calor, el frío, la cefalalgia, aquel negro cansancio y aquella pesadez de sus huesos de plomo... ¡Inexplicable desvío el de la tal, que no había ido a verle más que dos veces desde que estaba allí, y estas dos veces con mucha prisa, porque tenía que hacer, porque sólo podía disponer de un par de ratitos! No vienen nunca solos los males. A los referidos, juntose uno que era en todas circunstancias dolorosísimo para el pobre estudiante, y en aquella terrible casa el mayor de los infortunios. ¡Se le había concluido esa cosa tonta y divina, esa farándula indispensable, esa nonada omnipotente   —134→   que llaman dinero!... ¡Qué afanes, qué fatigas para procurarse algunas cantidades! Felipe no cesaba de salir con cartitas y recados. Volvía casi siempre con las manos vacías. «Es que ya abusamos -pensaba él-. Razón tienen en no darnos nada».




- VI -

Cirila tuvo no se sabe qué cuestiones con su marido, y este desapareció. Se fue derecho a la ganadería, de donde no debió nunca salir. Ella no se había ido también, según dijo, por estar cerca de su hermana y cuidar al señorito; pero si el señorito no aprontaba lo necesario para el diario, no podía ella darle ni una miga de pan, porque... mostraba las palmas de las manos vacías... no tenía nada. Para dar al señorito la última tajada de carne, había tenido que empeñar su mantón y las sábanas de la cama; de modo que ni sobre qué caerse muerta tenía... Por manera que si el señorito quería una chuleta, una taza de caldo, un huevo pasado, una rebanada de pan, ya podía ir pensando de dónde lo sacaba, porque ella...

En tal extremidad, y hallándose como ejército famélico en plaza estrechamente sitiada, discurrió Alejandro pedir socorro a su tía, que era   —135→   la última palabra del credo en casos tales. Acudió volando Felipe con la esquelita y a la hora volvió desconcertado y afligidísimo. La señora le había recibido con risas muy extrañas y llevádole a la sala, donde tenía (espanto y confusión de Felipe) una mesa con tapete encarnado, y encima dos velas verdes, y muchas, muchas cartas de baraja revueltas... A Centeno se le había comprimido el corazón viendo cómo la señora, después de espantar un zángano invisible, se ponía a revolver cartas sin hacer caso de él para nada... La criada entraba y salía, viendo todo como la cosa más natural del mundo... Por fuerza la mujerona aquella estaba también tocada. ¿Y qué hizo la señora con la carta de su sobrino? Pues la puso abierta sobre la mesa, y empezó a correr naipes, a correr naipes, diciendo unos latines o romances que el demonio que los entendiera. Después trajo un puñado de cañamones y haciendo un cucurucho se lo dio a Felipe para que lo llevara a su sobrino... Cómo salió él escapado de la casa, no hay para qué decirlo. Felizmente, encontró en la calle de Toledo a su paisano y amigo Mateo del Olmo, de quien obtuvo, no sin esfuerzos de elocuencia, el anticipo de una peseta. Con ella compró pan, dos huevos y una chuleta, y guardó el resto para lo que ocurriese. Todavía había Providencia.

La misma noche tuvo un feliz encuentro en   —136→   el pasillo de la casa, que era el foro o Parlamento en que se ventilaban las. cuestiones de aquella federación de familias. Habiendo dejado a su amo dormido, salió a ver si podía hacer callar a unos chiquillos que alborotaban. Vio pasar a un hombre, que miraba al suelo, rozando su cuerpo contra la pared, al mismo tiempo que andaba vacilante. Reconociole al punto, y tirándola del faldón de una especie de levita, que del cuerpo de aquel fantasma pendía, le dijo:

«¡D. José!... ¿Ya no me conoce?».

El otro se detuvo y le miró. Sus ojos, cual si acabaran de verter copiosísimo llanto, estaban húmedos.

Sus erizados pelos bermejos se querían echar fuera sediciosamente del abollado sombrero que los oprimía y avasallaba. De su rostro emanaba una tristeza sepulcral, como de los anafres de las vecinas el pesado tufo, y así como en estos, por los agujerillos, se ven las brasas quemadoras, así en el entenebrecido rostro de Ido, se veían brillar ascuas de un mirar ansioso y famélico.

Más con el alma atenta que con el oído, enterose Felipe de los conceptos de aquella voz, que dijo:

«¡Ah!... tú eres el Doctorcillo Centeno, el que estaba en casa de D. Pedro... ¿Vives aquí?».

Hubo mutuas explicaciones, y ofrecimiento de domicilio. Ido, tomando a Felipe por un brazo,   —137→   retrocedió a la escalera, y se sentó en el último peldaño de ella.

«Siéntate aquí y hablaremos -dijo con voz desvanecida y vagarosa, cual si las palabras, teniendo miedo del aire en que vibraban, quisieran retroceder para volverse a la boca-. Sabrás, Felipe, cómo estoy sin colocación desde hace tres meses. Y por más que busco, y aro la tierra para encontrarla, no puedo conseguirlo. He visitado a todos los maestros, y nada. He ido a todos los colegios, y en ninguno hay vacante. Lecciones particulares, ¡Dios las dé!... de modo que estoy, hijo, a la cuarta pregunta... con mi señora enferma y cuatro hijos, cada uno con su boca correspondiente».

Preguntole discretamente Felipe los motivos de su salida de la casa de Polo, a lo que el pendolista contestó de este modo:

«¡Ay!, hijo, tú te marchaste antes de que el bueno de D. Pedro empezara a hacer las grandes locuras que hemos visto... Ya sabes qué genio de Barrabás tenía y cómo nos trataba... El genio se le podía llevar, anda con Dios; pero hay cosas, amigo Felipe, que ofenden a un hombre digno. Yo a nadie falto. ¿Por qué no se me ha de tratar con miramiento y buena crianza? Ya, cuando tú estabas, el maestro me decía palabras malsonantes; pero como él mismo se reía, pasaban por bromas. 'Es usted más tonto que el cerato   —138→   simple'. Esto era a cada momento. Bien; pase como un desahogo... Pero cuando una cosa se repite y se repite... Yo paso una broma, pero que me pongan motes no me gusta. D. Pedro, últimamente, ya no me llamaba por mi nombre, sino que decía: 'Cerato Simple, haga usted esto o lo otro. Calamidad, esto o aquello...'. Los chicos se reían y no me respetaban nada. También entre ellos no faltaba quien dijera: 'Cerato, vete al acá o al allá'. Francamente, naturalmente, amigo Felipe, esto ya es... Porque si un chico me falta una vez, se lo paso; pero que me tomen como cuento de risa... Si a uno le mandaba una cosa me respondía: 'Dido, no me da la gana'. 'Dido, vete a donde quieras'... Francamente, naturalmente... yo estaba ya trinando en mi interior, y con una cosa que me revolvía las tripas. D. Pedro no hacía más que disparatar cuando tomaba las lecciones, y todo lo decía al revés, y echaba la culpa a los chicos y a mí. Un día se puso como un león, echando lumbre por aquellos ojazos, con espuma en la boca; y empezó a tirarnos a todos los libros, los tinteros, las plumas, las pizarras. Nos apedreaba. A muchos les hizo heridas... Todos estábamos aterrados. Cogió al chico de Pasarón y le tiró al aire. A todas éstas renegaba de la escuela y decía maldiciones impropias de un sacerdote... Francamente, naturalmente, esto no se podía aguantar. Aquel   —139→   día se retiraron de la escuela muchos niños y el padre de Nicomedes vino hecho una fiera, se trabó de palabra, con D. Pedro, y por poco se pegan. Otro día el maestro estaba como un idiota, no decía palabra; tenía una especie de modorra y hasta parece que se le caía la baba... No te rías; sí, a aquel hombre le pasa algo... Enfermo está no sé de qué... pues, como te decía, sin más ni más, salió con la pitada de que yo le quitaba los alumnos y que yo era un acá y un allá. Yo le dije: 'Francamente, naturalmente, señor D. Pedro...', y él me contestó: 'Porque usted, bajo esa capita de santo, es capaz de asesinar a su padre...'. Francamente, naturalmente, yo... ¿qué había de hacer?... Total, que me marché. Aquí me tienes, pues, sin colocación, pasando las de Caín para mantener tanta familia. ¿Vives tú con un señor que parece está enfermo, y que, según dijo Doña Cirila, es algo poeta?».

-¿Qué es eso de algo? -replicó Felipe, ofendido de que se escatimaran así las facultades literarias de su señor-. Mi amo es de lo que no hay en eso del drama y la poesía.

-Pues hijo -manifestó D. José, alzando un poco la abatida voz, por los bríos que le daba la esperanza-. A ver si me proporcionas algún trabajo. Quizás tengo, tu amo cosillas que copiar...

-Por ahora, Sr. D. José, no sé si habrá algo; pero no está mi amo muy en fondos para encargar   —140→   ese trabajo... Más adelante puede... porque tenemos unos dramas que el señorito va a poner en limpio.

-¡Dramas! Pues venga. Que me dé lo que pueda a cuenta... Yo también hice un drama en mi juventud; y en esta miseria de ahora, se me ha ocurrido retocarlo, a ver si alguna compañía me lo quiere representar. Es cosa del conde Ansúrez y todo, todito, me lo hice en sonetos... Francamente, naturalmente, creo que no sirve para nada.

-Me voy, no sea que se despierte -dijo Centeno, cansado de las confidencias de Ido.

Este le detuvo, y con voz más alentada, que declaraba el esfuerzo de su cobarde espíritu, le dijo estas palabras:

«Felipe, tú no sabes lo triste que es volver a casa a estas horas sin traer nada, y cuando a uno le están esperando desde media tarde, creyendo que trae los imposibles... Si algún día eres padre de familia, sabrás lo que esto es. Francamente, hijo, yo no sé si me habrás comprendido; si no, te dirá que me hagas el favor de prestarme dos reales, si los tienes, y dispensa mi atrevimiento... que francamente, naturalmente, nunca creí que un hombre como yo, dedicado a la enseñanza...».

Aquel apóstol de las gentes, aquel faro de las sociedades, aquel portero de la inmortalidad,   —141→   el santo, el evangelista de la civilización, el pescador de hombres sacó de su bolsillo una cosa que, por las trazas, debía de ser pañuelo, y lo aproximó a las fuentes de ternura que tenía por ojos. Felipe, hasta lo más hondo de sus entrañas conmovido, se registró bien los bolsillos, y todo lo que había en ellos se lo dio.

Miquis y su criado hablaron un rato de aquel infeliz vecino y de su triste situación.

«Coge todo lo que haya -dijo el manchego-, y llévaselo. ¿Qué nos importa el día de mañana? De alguna parte ha de venir. Nuestra miseria es contingente, accidental y temporal; la suya es intrínseca y permanente. ¿No hay allí sobre la mesa dos huevos? Pues ofréceselos. Y las tres onzas de chocolates y el pan... Dale todos los cuartos que tengas en el bolsillo. ¡Pobre hombre! En cuanto me ponga bueno, le he de buscar una colocación».

Siempre el mismo Alejandro. Ansioso de dinero cuando no lo tenía, y capaz, por adquirirlo, hasta de poner en olvido los buenos principios, como sucedió en el caso de la tiíta, desde que tenía algo, fuese poco o mucho, ya le faltaba tiempo para desprenderse de ello y acudir a cuantas necesidades, verdaderas o falsas, se manifestaran a su lado. Su generosidad era tan incorregible como su ambición. Y no escarmentaba nunca. Repetidas veces se había visto en   —142→   grandes aprietos por haber acudido con demasiada prisa al socorro de los ajenos. Ejemplo de ello, que pocas horas después de su liberalidad con el pobre Ido, al amanecer del siguiente día, la Naturaleza le podía cuentas de su falta de caridad consigo mismo. ¡De qué buena gana se habría tomado una taza de té con leche, o leche sola caliente!... Pero no había leche ni azúcar, ni dinero con que comprarla. Como Felipe se quejara del pernicioso desprendimiento de su amo, este le dijo:

«Pues qué quieres... yo soy así, y no puede ser de otro modo. Por más que me empeñe en ello, no consigo ser egoísta. Mi yo es un yo ajeno».

Y ambos permanecieron silenciosos, mirándose a ratos, y cuando no se miraban, el uno fijaba sus ojos en el techo y el otro en el suelo. ¡Peregrina divergencia, que en cierto modo venía como a simbolizar la contraria organización de cada uno! ¿Y qué descubría Miquis en el techo? Nada. ¿Qué sacaba Felipe del suelo? Nada. Ni arriba ni abajo había para ellos socorro alguno.

Daba dolor ver al infeliz joven postrado en aquel lecho, y considerarle favorecido por Dios, si no de una constitución robusta, de bríos morales y mentales que debieran tener virtud bastante para compensar, en cierto modo, la pobreza   —143→   física. Pero ¿quién sabe si la misma tensión y crecimiento del contenido había roto el frágil vaso, que ya ¡fatalidad!, no tenía soldadura? ¿Quién que le viera no le compadecería? ¿Quién que observara la expresión de aquel rostro en que se pintaban con magistral sello el martirio y la exaltación de las ideas no había de extender la mano y decir con arrebato de piedad: «Detente, muerte y no le toques»?

Era la perfecta imagen de un Nazareno, a quien se le hubieran quitado diez años. Su barba judaica le había crecido algo después de la enfermedad; pero aún no pasaba de la condición de vello largo, fino y sedoso. Era más bien como una sombra dibujada con blando carboncillo, y se creería que iba a desaparecer si la soplaban con fuerza. Su perfecta nariz afilada tenía trasparencias de ópalo, y las tintas gelatinosas de sus mejillas y sienes hacían que éstas parecieran más deprimidas de lo que estaban. El tinte cárdeno de las cuencas de sus ojos agrandaba más estos, haciéndolos más negros, luminosos y profundos. Cuando eran intérpretes de la esperanza o del entusiasmo, el espíritu como que no cabía en ellos y se derramaba a borbotones de luz. Tristes, parecían la propia mirada de la muerte; alegres, traían resurrección a apariencias de salud a todo el descompuesto organismo.

Día y noche se le veía en aquella postura de   —144→   paciencia, incorporado en el lecho, porque no podía respirar de otra manera, rodeado de almohadas, mal cubierto, de frente a la luz, con la mirada perdida en el techo o en el cuadrado trozo de cielo que por la ventana se veía.




- VII -

Sacoles de aquella perplejidad en que ambos estaban, una voz, precedida de dos discretos golpes en la puerta. La voz dijo: «¿dan su permiso?» y la persona que entró era D. José Ido, que venía a preguntar por el enfermo y a dar las gracias por los auxilios de la noche anterior. Alejandro, como de costumbre, dijo que se sentía mucho mejor, y entabló un ameno coloquio con aquel excelente sujeto, mártir de la instrucción, fanal de las generaciones, accidentalmente apagado por falta de aceite. Los tiempos estaban malos, y francamente, naturalmente, el bueno de Ido no había de coger una espuerta de tierra en las obras del Ayuntamiento... ¡Y pensar que había en España diez millones de seres con ojos y manos, que no sabían escribir!.. ¡Y que él, hombre capaz de enseñar a escribir al pilón de la Puerta del Sol, no tuviese qué comer...! ¡Qué anomalías, y qué absurdos, y qué contrasentido tan desconsolador! ¿Pero esto era una nación o una   —145→   horda? Ido se inclinaba a creer que fuera una piara de empleados, una manada de cesantes y una gavilla de pretendientes... Por todas partes no se oía otra cosa sino que se iba a armar la gorda, y D. José... francamente... le pedía a Dios que se armara lo más pronto posible y que hubiera una catástrofe tal, que todo se volviese patas arriba, y que viéramos a los generales y ministros yendo a esperar a los Reyes, y a los aguadores sentados en las poltronas... ¡ajajá! Porque la vuelta tenía que ser grande para que el país se desasnara.

Felipe, mientras su amigo hablaba, había encendido la cocinilla económica, y calentaba agua. Las retorcidas hojas del té estaban allí, en un papelillo; pero faltaba el azúcar.

«Si tuviera usted un poco de azúcar, Don José...».

-Precisamente -replicó el pendolista con generoso arranque-, ese es un artículo de que no carecemos nunca. Mi mujer tiene un primo confitero, que nos da el caramelo de desecho, el almíbar que se quema y toda la confitería que se pasa de punto... Al momento.

Fuese y volvió con un gran paquete de todas aquellas materias sacarinas que había dicho. De los pedazos de caramelo llenó Alejandro un cucurucho para ponerlo debajo de la almohada, y al instante empezó a chupar. Aunque   —146→   algo quemados, estaban buenos y a él le sabían bien.

«Pues si tuviera usted un poco de leche, D. José...».

-Voy a ver... Puede...

Al poco rato, volvió mi hombre con un vasito que contenía un dedo de leche.

«Si se pudiera arreglar el señor con esto...».

-Basta, muchas gracias.

Despidiose D. José para ir a sus quehaceres, que eran recorrer todo Madrid en busca de colocación, y afanar, al mismo tiempo, por los medios que la Providencia le sugiriera, el sustento para el día, tarea cruel, áspera y abrumadora que al pobre hombre le consumía y le resecaba hasta dejarle en los puros huesos. Bien copiando algún escrito, bien apelando a los sentimientos caritativos de algún amigo, o ya felicitando a cualquier prócer con un mensaje lleno de rasgos y primores caligráficos, lograba reunir miserable suma; pero ¡las necesidades eran tantas...! Luego ¡la enfermedad de su señora, el médico, las medicinas...! Francamente, naturalmente, D. José Ido del Sagrario dudaba de la Divina Providencia.

Cuando Alejandro se tomó su té, que le supo muy bien, dijo a Felipe:

-Así no podemos estar... Esto es horrible. ¡Vaya un día! Hijito, es preciso que busques algo.   —147→   Vete a ver si Cienfuegos tiene. Que te dé siquiera dos duros. Si no tiene, habla con Arias y con Zalamero, y píntale la situación...

A media tarde volvía Felipe de su caminata. En aquel largo espacio de tiempo, no había estado Miquis en completo abandono. Cirila, que no era un ángel ni mucho menos, pero sí un ser humano, había entrado a las once y le había dicho esto:

«He puesto un pucherito. Le traeré a usted una taza de caldo, o unas sopas claras si las quiere. Ya me debe usted seis duros, y si me da algo a cuenta, no le faltará nada».

Felipe no vino con las manos vacías. Oigámosle:

«Cienfuegos no tenía nada. Arias dice que si usted le da cinco duros, la hará un gran favor. Sí, para dar estamos. Poleró dice que vendrá a verle a usted esta noche y Sánchez de Guevara me dio esta peseta para mí... ¡para mí! Bueno. El tío prisma salió muy tieso del comedor, con el mondadientes de plata en la boca, el Sr. Completosalió a echar sus cartas, y me preguntó si estaba usted mejor. Le dije que sí y echó un suspiro. Prisma dijo que memorias, y que si se le ofrecía algo para París. ¡Ah!... Zalamero que vendrá también por aquí... Bueno... ¡Ah!, memorias de Julián, que salió conmigo a la calle, y ha venido acompañándome hasta la puerta.   —148→   No quiso entrar... Bueno... Ahora viene lo gordo... (metiendo la mano en el bolsillo y sacando un objeto.) ¿A que no sabe usted quién me ha dado este duro?... Si lo acierta... ¿A que no acierta? Pues me lo ha dado Doña Virginia. Dice que le va a mandar a usted chuletas... que eso que usted tiene no es más que hambre y que se cura con carne».

-¡Pobre Virginia!, es una buena mujer... Mira, dale el duro enterito a Cirila. Hay que tener presente que se le debe más. Hoy me ha dado sopas.

-¡Ah!... D. Basilio me dio este real... ¡para mí!... y que expresiones, y que no se acoquine usted.

Por la noche tuvieron de visita a Zalamero, Poleró y Arias. Hablaron tanto, que Alejandro se aturdió un poco con el ruido; pero disimulaba su malestar por no privarse del gusto que tenía en la conversación. Lo único que dijo, fue:

«Hagan el favor de no fumar mucho aquí».

Poleró, con su vehemencia de costumbre, le decía:

«Anímate, hombre. Sal de esa cama. Hace ahora un tiempo hermosísimo. Si no fuera porque están cerca los exámenes y hay que empollar, te acompañaríamos más. ¿Y el drama? ¿Se representará la temporada que viene?».

-Eso, seguro.

  —149→  

-Creo que esta semana se pone en escena la comedia de Federico Ruiz. Me han dicho que es mala adrede.

Y Arias, fuerte en literatura, hablaba de Los Miserables, obra que por aquellos días cautivaba y embelesaba a tantos lectores. ¡Aquella Cosette!... ¡aquella Fantina!... ¡aquel Juan Valjean!... ¡aquel capítulo la tempestad bajo un cráneo!... ¡aquel polizonte Javert!... ¡aquel capítulo de las cloacas!... aquel Fauchelevant!... ¡aquellas monjas del pequeño Picpus!... ¡aquella fraseno hay que confundir las estrellas del cielo con las que imprimen en el fango las patas de los gansos!... ¡aquel Gavroche!... En fin, todo, todo...

Con estas conversaciones, se ponía Alejandro excitadísimo y lo entraba ardorosa fiebre. ¡Qué mala noche iba a pasar! Más valía que se fueran. Los muchachos, compadecidos de la horrible situación de su amigo, convinieron en hacerle un anticipo. No eran ricos; pero entre todos echaron un guante, dejando sobre la mesa de noche tres duros y dos pesetas.

«Adiós, adiós; a ver si te sacudes».

-Adiós, y gracias. Ya os lo mandaré con Felipe, cuando reciba lo que me enviará mi padre.

Por la escalera abajo, los tres jóvenes hacían comentarios sobre lo que acababan de ver.

«Yo le tengo lástima; pero hay que confesar que es un suicida. Él se ha matado».

  —150→  

-¡Pobre chico!... y lo que es ese no se levanta más. Yo se lo decía: «Mira que te estás matando».

-La casa es una perrera. ¿Qué idea le dio de venirse aquí?

-¿Pero tú has visto a Miquis hacer alguna vez una cosa derecha y con sentido común?

-Si no hay quién le entienda...

-Es un desgraciado, un loco... Bien merecido le está.

Poco después entró Cienfuegos. Ver el dinero que sobre la mesa de noche estaba y hacia él írsele con avidez los ojos fue todo uno.

«Chico, me debes dos pesetas del percloruro de hierro. ¿A ver ese pulso? Algo excitado. ¿Han estado aquí esos? ¿Ha habido conversación? Se conoce. ¿Y qué tal? ¿Has comido? Doña Virginia te mandará mañana unas chuletitas».

Terminado el interrogatorio médico, se le escaparon estas palabras sacramentales:

«Veo que estás en fondo... No, lo que es este duro me lo llevo. Recuerda que me debes... Es decir, yo te debo más; pero me refiero a lo accidental. Chico, la lucha por la existencia es la más cruel de las leyes. ¡Eh!... tú, Felipe, trae esta noche cloral. ¿Has perdido la receta? Si a las diez no duerme, se lo das. Avisa a cualquier hora de la noche si hay novedad».

Incomodado estaba Felipe de la franqueza   —151→   con que el médico espoliaba el tesoro del enfermo; pero no se atrevía a decir nada. Cuando se fue Juan Antonio, hablaron un ratito amo y criado de la necesidad de llamar otro médico, el mismo que había venido al principio... Días pasaron sin ninguna novedad. Ido les acompañaba algunos ratos, y ambas familias se favorecían mutuamente en sus tribulaciones. A lo mejor tocaban a la puerta, y se veía asomar por ella el rostro agraciado de una niña de diez años, bonita, rubia, con la cara sucia y el vestir andrajoso:

«Don Felipe...».

-¿Qué quieres, muchacha? -preguntaba él asustado del don.

-Dice mi mamá que si por casualidad tiene usted una libreta.

-Sí, sí -respondía al punto Miquis-. Felipe, dásela.

-Don Felipe, que si hace usted el favor de darme una peseta, que cuando venga papá a la noche se la dará.

-Toma.

-Don Felipe, que si hace el favor de un huevo...

-Toma.

Gran regocijo y distracción tenía Alejandro cuando los dos chicos mayores de Ido y otros de la vecindad entraban en su cuarto, con gorros de papel y cañas al hombro, haciendo maniobras   —152→   y juegos militares. Si no fuera por el ruido que metían no les dejaría salir del cuarto en toda la tarde; pero a veces era menester darles algo para que se callaran o para que hicieran sus evoluciones en el pasillo con el menor estrépito posible. Rosa Ido, la que venía a pedir de parte de su mamá, era muy juiciosa, y a ratos les acompañaba contándoles cosas de la vecindad y diabluras que hizo el gato. Su papá había ido a casa del ministro para ver si lo quería colocar; pero ¡quia!, si el ministro era un pillo... Decía su papá que iba a venir la gorda, y que él se alegraba, porque eso de que unos coman y otros no... Algunas tardes iba allá con su muñeca, que tenía toda la cara comida, y empezaba a vestirla y desnudarla con trapos y cintajos, para que Alejandro se riera. La sentaba en una silla, diciéndole con fe: «ahora te quedas aquí, acompañando a este caballero». Lo mismo hacía con el gato; pero este no era tan obediente como la muñeca, y se marchaba detrás de su ama. Por Felipe tenía verdadera pasión, y no se separaba de él como pudiese. A veces atormentábale con preguntas y largas charlatanerías sobre cualquier insulso tema.

«¿Por qué te llaman Doctor? -le dijo un día-. ¿Es que eres médico? Pues cúrame el gato que está malito».