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El don de la palabra en orden a las lenguas y al ejercicio del pensamiento o Teórica de los principios y efectos de todos los idiomas posibles

Ramón Campos



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ArribaAbajoIntroducción

Las palabras se identifican tanto con las cosas en el pensamiento, que parece mal e incómoda una desvergüenza, dicha conocidamente por equivocación o por ignorar la lengua.

Se tiene por aspecto natural de las cosas aquél en que se las presenta a cada cual su nativo idioma. El castellano se ríe del vizcaíno porque dice de pan poco un; del inglés por la expresión media nuevo, calzón rota; y del francés porque en vez de no haga vmd. Sombra, le oye no quite vmd. El día. Los burlados le vuelven las tornas al castellano, y queda el juego tablas.

De los literatos que han escrito acerca de los idiomas, los unos habituados al suyo, lo prefieren al ajeno: los otros idólatras de los idiomas muertos, desprecian todo menos el gigote griego, o las jornadas de un heautontimorumenos.

Queriéndose pues comparar circunstanciadamente la lengua inglesa y la castellana, se ha creído forzoso anticipar un tratado del idioma en general, desmenuzando todas sus modificaciones y formas posibles, para fundar el método de hacer el paralelo de las lenguas, sin que obre la parcialidad por una u otra.






ArribaAbajoCapítulo I

Primer aspecto de los idiomas


Las palabras de cualquier idioma pueden dividirse en tres clases: unas expresan1 la afección del tiempo, como anda, andará, anduvo, y esta clase de palabras se llaman verbos; otras denotan2 la afección del número, y no la del tiempo, es decir, varían de sonido según que hablan de un solo objeto o de muchos, como cama, camas, y esta clase de palabras se llaman nombres; y las que no significan3 afección de tiempo ni de número, por no entrar en disputas fuera de sazón, se llamarán por ahora palabras terceras.

Así como el nombre de una cosa la denota o la recuerda por entero, también una palabra sola puede denotar por entero un suceso o una acción: chitón, alborea, obscurece, truena, etc., explican completamente en castellano el mandamiento o ruego de callar, el suceso de alborear, obscurecer, tronar, etc., sin necesidad de suplir mentalmente palabra alguna. Alboreó, obscureció, tronó, etc., son las mismas palabras, pero modificadas. Con que alborear, obscurecer, tronar, etc., que no tienen ninguna modificación, serán las palabras primordiales de estas cosas; quiere decir, la primera creación de los verbos es sin referencia a tiempos ni a personas.

Quitándoles a los verbos la modificación del tiempo y de la persona, no se distinguen de los nombres; son propiamente nombres de sucesos; y por tanto en el origen de las lenguas no puede ocurrirle a nadie diferencia de nombre a verbo, sino que se usan unos y otros indistintamente. Adultas ya las lenguas retienen todavía la costumbre de usar como nombres los verbos en su terminación indefinida, no pudiéndose tachar estas expresiones: amar es pensar, gozar es vivir.

Inventadas las palabras, es forzoso luego modificarlas, unas según el número, y otras según el tiempo, no siendo lo mismo nombrar una sola cosa, por ejemplo, una cama, que dos, tres, cuatro o más camas; ni lo que esté sucediendo es lo mismo que lo sucedido o por suceder.

El que en el primer tiempo del lenguaje va a nombrar una cosa como modificada, viendo reunida la cosa y su modificación, es natural intente denotarlas a la vez en una sola pieza. Modificará pues el sonido de la palabra de la cosa.

También parece natural que la modificación o variación del sonido de la palabra para denotar la modificación de su objeto, esté más bien al fin de ella que no hacia el medio o a su principio, porque el pensamiento del que habla se dirige primero al objeto, y luego a la modificación. Estando al fin de la palabra la modificación de ésta, guarda el mismo orden del pensamiento, y al contrario lo invierte cuando la palabra empieza por la modificación.

Por eso en las lenguas antiguas de que hay memoria los nombres y los verbos varían sus terminaciones: y las lenguas que no lo hacen, acreditan no ser lenguas primitivas en que en vez de suplirlo alterando, como tal vez pudiera ser, el medio o el principio de la palabra, emplean una o más palabras postizas, que delante del verbo se llaman verbo auxiliar, y delante del nombre se llaman preposición o artículo. El que las lenguas pierdan la variación o inflexión de los nombres y verbos es un paso connatural, procedido regularmente de la repentina mezcla de una nación con otra.

Las primeras modificaciones que ocurren en los verbos son las correspondientes al tiempo presente, al pasado y al venidero, es decir, al ser el suceso presente, acaecido o por acaecer, como anda, anduvo, andará. Pero hay varios grados así en lo presente como en lo pasado y en lo por venir.

No es lo mismo decir descanso que estoy descansando; ni aun esto tiene tanta fuerza como estoy descansando ahora. El que buscando a un artesano lo encuentra sin trabajar, puede preguntarle: ¿trabajará vmd. v. gr. de carpintero?, y el otro puede responder que sí, con arreglo a la lengua castellana, aunque haga tiempo que carezca de obra. Y teniéndola aquella temporada, aunque en el momento esté sin trabajar, puede responder con verdad, estoy trabajando ahora. La palabra del presente que es ahora, es una palabra genérica que denota la presencia del tiempo indefinidamente, y es aplicable al día, a la semana, al mes, al año, a la edad, al siglo, y aun a la eternidad. Se dice bien ahora en este día, ahora en este año, edad, siglo; y al ser eterno le toca decir: ahora en la eternidad.

También en lo porvenir, el oráculo que le dijese a uno morirás, no le daba ninguna noticia; pero diciéndole morirás hoy, mañana, etc., era anuncio muy distinto.

Tampoco en lo pasado es lo mismo estuviste, que has estado.

Esta variedad de presente, pasado y venidero puede combinarse de varios modos (como explica muy claramente la juiciosa gramática de la Real Academia española), y exigir otras diferentes modificaciones en los verbos.

Además del tiempo, puede darle modificación al verbo en el ánimo del que lo profiere, amenazando, deseando, mandando, esperando, temiendo, burlando, etc., y nacer otros tantos modos de variar la cadencia del verbo en todos los grados de los tiempos. De esta clase de modificaciones son buen ejemplo el modo de mando que los gramáticos llaman modo imperativo, v. gr. salid, poneos, y el modo o tono de deseo, que llaman optativo, v. gr. llueva, truene, caiga, etc.

La terminación del verbo también está sujeta a otras modificaciones que la del tiempo, y la del modo o tono.

De los verbos, unos denotan sucesos sin relación a nadie, como llover, hacer frío, haber ruido, ser tarde, etc. Otros denotan el suceso con relación a sus agentes o a sus recibidores. No es lo mismo ser el agente que el recibidor o paciente; ni el ser uno u otro que las dos cosas a la vez: llevo, soy llevando, llévome son tres ideas diferentes. Un mismo verbo puede recibir estas tres modificaciones en todos los tiempos y modos o tonos, naciéndole con esto tres voces, como llaman los gramáticos, a saber, voz o terminación activa, es decir, el sonido del verbo en boca de su agente; voz pasiva, es decir, el sonido del verbo respecto de su recibidor o paciente; y la voz tercera, que es peculiar de la lengua castellana, puede llamarse voz doble.

La serie de las cadencias o terminaciones del verbo en todos los tiempos, tonos y voces de cada lengua se llama su conjugación, quiere decir, el juego de su cadencia o a secas su juego. Conjugar pues o jugar un verbo es dar todas sus inflexiones a la raíz.

La conjugación de los verbos en el griego era más larga que en las presentes lenguas europeas. Tal vez otros idiomas la tengan mayor, no habiendo en esto más límites que el del órgano de la voz, la memoria, la precisión y las circunstancias eventuales.

Al conjugarse de distinto modo cada verbo, se confundirían las conjugaciones. El deseo pues de entenderse hace naturalmente asemejar las conjugaciones, de manera que en sabiendo jugar tres o cuatro verbos, se saben jugar todos los verbos.

La frecuencia, la tardanza, el aumento, la disminución y otras muchas cualidades, pudieran muy bien afectar todavía a los verbos, y constituirles otras tantas voces; quizá haya lenguas donde las tengan. Pero poniendo este género de modificaciones hacia el medio del verbo, como en manosear, enamoricar, cantusar, etc., entonces no hacen novedad en la conjugación.

De los nombres se ha dicho ser lo natural variarles la terminación, según que denoten un individuo, dos, tres o más; y estas modificaciones constituyen lo que se llaman números de los nombres. En el griego los números de los nombres eran tres, singular, plural y dual, es decir, terminaban los nombres de distinto modo según que nombraban un individuo, dos o más. Acaso tengan más números los nombres en otras lenguas.

También los verbos necesitan denotar si hablan de un solo agente o paciente o de muchos, no siendo lo mismo ando, andas, que andamos, andáis; y consiguientemente los verbos admiten en cada voz, tono y tiempo la misma serie de números que los nombres; debiendo denotar al mismo tiempo si la acción o suceso, que ellos rezan, parte del que habla o del que no habla, si de uno o de muchos.

El modo de herir el verbo al nombre es una modificación del nombre. Me corren, conmigo corren, son diferentes expresiones para el nombre, y una misma para el verbo. Por eso la diferencia está en el nombre; me y conmigo son un mismo nombre mostrando distinta modificación, aunque expresada con irregularidad respecto de lo principal. Lo natural es denotar esta diferencia de heridas, afecciones o modificaciones del nombre, variándole la terminación tanto en el número singular, como en el dual o en cualquiera otro número que los nombres tengan en la lengua.

El número de las modificaciones del nombre no tiene coto señalado por la naturaleza. La variedad de la terminación en el nombre según la variedad de su modificación, se llama caída o caso. El número pues de los casos del nombre no reconoce límite señalado: en unas lenguas hay más casos y en otras menos. Los griegos tenían cinco casos; otras lenguas cuentan hasta diez.

El caso que los gramáticos suelen llamar nominativo o nombrador, no es caso, no recibe modificación sino en la voz pasiva: en la voz activa es el agente, como también en la voz doble. La creación pues primordial de los nombres es el nominativo.

El variar o producir la serie de las terminaciones de un nombre, lo llaman declinarlo; y a la serie de sus terminaciones la llaman declinación; aunque a la verdad sería más castellano llamar aquello jugar los nombres, y a esto, su juego.

Los nombres en cualquier idioma pueden subdividirse en dos clases: los unos, como tronco, pared, dueño, denotan sustancias existentes o ideales, y se llaman nombres sustantivos; los otros, como flaco, feo, verde, etc., denotan cualidades o predicamentos de las sustancias, y las llaman los gramáticos nombres adjetivos o juntadizos.

Como a los principios del lenguaje deben ser muy violentas e irregulares las colocaciones de las palabras al modo de las que hace todo aquel que con media docena de palabras tiene que entenderse con extranjeros, es natural en lo primitivo de las lenguas, principalmente en las cláusulas largas, asemejar la terminación de los adjetivos a la de los sustantivos a que se refieren, así como para armar los muebles voluminosos a cada pieza y al lugar de su encaje, se les pone una misma marca. En esta expresión:

O más dura que el mármol a mis quejas, y al encendido fuego en que me quemo, más helada que nieve, Galatea, etc.

Es claro que los adjetivos dura y helada se refieren a Galatea por tener la misma terminación. Si dijese:

O más duro que el mármol a mis quejas, y a las voraces llamas que me abrasan más yerto que la nieve, Nemoroso, etc.

También era claro que duro y yerto casaban con Nemoroso; y no hubiera tal claridad, ni por consiguiente podría hacerse la trasposición, a no asemejar la cadencia de los adjetivos a la del sustantivo. Es pues natural en el principio de las lenguas asemejar los adjetivos a los sustantivos en todas sus cadencias y números: es decir, lo primordial de las lenguas es declinar los nombres adjetivos igualmente que los sustantivos, y aun por todas las clases de declinaciones, pudiendo aplicarse cada adjetivo a sustantivos de todas ellas. Cada adjetivo pues adquiere naturalmente los mismos números y casos que los sustantivos, y varias terminaciones para cada caso. Para cada uno de éstos en el griego y en el latín, tenían comúnmente tres terminaciones los adjetivos; y quizá en otras lenguas tengan más por no poderse reducir a tres solas clases en ellas las declinaciones de los sustantivos. Las irregularidades forzosas en las declinaciones y las conjugaciones, a vueltas de hacer más difíciles los idiomas, les quitan la uniformidad y la cacofonía, y los hacen más agradables y armoniosos.

Los gramáticos, solícitos más bien de la erudición que de la filosofía, incurrieron en la impropiedad de llamar género o sexo a la consonancia del adjetivo con el sustantivo, como si el decir, v. gr. zapato nuevo y no nueva, fuese porque el zapato tenga algún sexo, como dicen, masculino, cuyo dicho pareciendo naturalmente insensato, hace que algunos escritores de las naciones donde se perdió la conformidad en las cadencias de los nombres, en vez de llorar la ruina de su idioma propio, y de escribir afrentados del miserable estilo a que les fuerza, pretendan ridiculizar petulantemente el naturalísimo uso de la declinación de los adjetivos.

También los verbos, además de todas sus modificaciones explicadas, pueden tomar en mucho o en parte la terminación de los sustantivos a que se refieren. Algo de esto sucede en la lengua lemosina, y como que hubo principios de ello en el castellano antiguo.

Los nombres, además de la afección del número y de la modificación o dependencia, pueden expresar en el sonido si la cualidad real o la sustancia ideal que recen, es nativa o habitual, inherente o pasajera, en propiedad o en semejanza, en mucho grado o en poco, agradable o desagradable, fea o ridícula, etc. Los grados del tamaño también se pueden extender a los nombres.

La modificación del sonido de los nombres para denotar esta clase de afecciones, no es creíble se haga arbitraria sino espontáneamente a sugestión de la naturaleza misma.

No es rara la ocurrencia espontánea de imitar con la terminación de un nombre la de otro nombre, con quien se le quiere denotar semejanza o dependencia. De este principio dimana, como se ha dicho, la declinación de los adjetivos.

Por ejemplo, el alterarles a los nombres castellanos su terminación usual, y trocársela en on para denotarles el aumento que se les denota en castellano, pudo originarse de que el nombre del bulto mayor conocido tuviese cabalmente esa terminación. Las terminaciones postizas de disminución, de fealdad, de horrura, ridiculez, desprecio, etc., que hay en la lengua castellana, pueden proceder de un origen semejante.

A veces puede obtenerse el mismo intento por vía de composición. Por ejemplo, teniendo en castellano tanta extensión la palabra cara o haz, que por ser monosílaba es muy propia en lo primordial para entrar en composición, fue muy fácil que de fallo y haz hiciesen falaz; de monte, ir y haz pudieron formarse montar y montaraz. Pero esto no es más que indicar el método.

También ciertas modificaciones de las palabras pueden provenir de alguna imitación espontánea de las cosas. Por ejemplo, el arranque de los pájaros, cuyo ruido se remeda naturalmente con las batidas de la rr, al mismo tiempo de ser quizá la raíz de los verbos arrancar y correr, puede haber introducido la adición de la sílaba re a las palabras para denotar la repetición o la mucha cantidad, como espontáneamente suelen hacerlo los españoles, equivaliéndoles al grado superlativo.

Del mismo modo que al pronto de inventarse el arte de escribir, no es natural haya puntos, comas ni acentos que correspondan a los altos y bajos de la voz, a sus pausas y divisiones, sino que todo vaya seguido, quedando bastante confusa la escritura; así también en la primera invención del idioma, no es creíble sean naturales aquellas palabras terceras que ligan y particularizan las expresiones: cuyo defecto parece natural suplirlo a fuerza de repeticiones y paradas, bien en algún modo como en los libros antiquísimos, se suple la falta de ortografía, escribiendo a parrafitos de dos o tres renglones cada uno.

Hasta aquí llega el primer aspecto de los idiomas. El resto de su teórica dimana de la abstracción o separación de las ideas, cuya operación, como en medio de haber ocupado desde Aristóteles acá tantos escritores grandes, señaladamente en este siglo pasado, guarda escondida aún su naturaleza, hace indispensable el arrojo de buscársela para destruir, si es posible, la confusión y desavenencia de los literatos, y cortar de un golpe este nudo más que gordiano.




ArribaAbajoCapítulo II

Que el pensamiento por su naturaleza es incapaz de abstracciones y de toda idea general


Aunque en la rutina de la filosofía parecerá escandaloso el título de este capítulo; lo cierto es que por más esfuerzos que uno haga no puede pintarse en el pensamiento ningún color sin darle bulto, ninguna figura sin darle extensión. Cosa sin solidez no alcanza la fantasía. Los matemáticos, a pesar de lo delgado de su tijera, temiendo se les quedase en nada el objeto de su ciencia, han tenido que dejar a la línea una anchura infinitamente pequeña, y a la superficie una profundidad también infinitísima.

Lo más que puede hacer el pensamiento es coger un brazo de este individuo, una pierna del otro, etc., y zurcir el monstruo que se quiera; dorar una torre, o aumentar una pepita de oro hasta hacerla una montaña. El monstruo y la montaña serán ideales, y existirán en el pensamiento; pero existirán de un modo concreto, bajo determinadas dimensiones, que variaremos, norabuena, a nuestro albedrío; pero que serán siempre algunas.

Cualquier sonido que nos figuremos, siempre nos parece venir de algo: del instrumento, cuyas cuerdas miramos mecerse, de la piedra que se ve rebotar o hundirse, de la cascada sorda que espumea y salpica, del caballo que relincha y encorva el cuello, del viento que silva y cuyo soplo se siente en la cara, de las nubes que truenan pendientes en el aire: o si uno quiere pensar en su conversación propia, se ve menear sus labios, y articular mentalmente las palabras, por las cuales se desliza rápidamente el pensamiento.

No es posible pensar en una sensación sin pensar en la causa ocasional o el órgano corporal que la recibe, Ignorándole la causa, se le finge una. Podemos pensar que una cosa deje su color, figura o tamaño, y tome otro; pero el color perdido no lo recoge el pensamiento, ni puede recogerlo.

La figura postiza y el objeto suelen casarse tanto en el pensamiento, que hasta mudar de traje, para parecer distinta la persona: un visaje espanta a un niño, como si el mudar de postura fuese mudarse la naturaleza. A un trapo que se le pinte el rostro, le atribuyen sentido los niños inmediatamente. El que teniendo talento para ridiculizar, presenta un objeto serio de suerte, que por algún lado no ridículo le muestre semejanza con otro objeto ridículo, despertó con esta aproximación la ridiculez y las carcajadas. El insecto que suele acompañar la inmundicia, da hastío aunque lo pongan en plato de oro. Si tal se casan las cosas que palpamos separadas e inconexas, ¿quién cortará el natural enlace de la cualidad con el sujeto?

No separándose pues de los objetos sus cualidades en el pensamiento, es evidente que en lo primordial de los idiomas nadie dará dos nombres a lo que en su idea es una pieza sola, ni un nombre solo a lo que en su concepto no es una sola pieza, ni un nombre solo a lo que en su concepto no es una sola pieza; es decir, no pueden ser palabras primordiales de los idiomas los nombres de cualidades y relaciones de números, clases ni géneros sino tan sólo los nombres de individuos, y los gritos o voces de los acontecimientos. A la salida de los moros del reino de Granada, todos los morales que dejaron, según parece por escrituras archivadas desde aquella época, tenían cada uno su nombre particular en árabe.

Esta teórica se confirma dando una ojeada por aquellas palabras, que siendo las más frecuentes parecen las más ovias en la formación de los idiomas.

Las palabras yo, tú, él, ella, ello, nosotros, vosotros, ellos, ellas, me mí, te, sí, le, la los, nos, vos, les, las, os, etc., que se llaman pronombres personales, es decir, suple nombres, indican en su misma etimología no ser palabras primordiales, sino sustitutas de las primordiales; y que originalmente en los idiomas no se habla por personas yo, tú, etc., sino por los nombres particulares de cada uno. En vez de decir yo voy, se dice primordialmente fulano va. No deja de venir en apoyo de esto el que en castellano en el tiempo llamado imperfecto de indicativo y en todos los tiempos del optativo, la primera y la tercera persona del singular son idénticas, diciéndose yo andaba, él andaba; yo ande, él ande; yo anduviera, él anduviera; yo anduviese, él anduviese, a no ser que se atribuya esta identidad a que siendo tomadas las conjugaciones castellanas del latín, donde la diferencia de la tercera persona a la primera están en una t final, es contra el carácter del castellano el rematar así palabra alguna. Pero tal vez no vale esta respuesta. En el plural urgía más diferenciar la primera persona de la tercera, porque en vez de decir, por ejemplo, andábamos, es muy embarazoso hacer la lista de todos los que se quiere decir que andaban; y el no hacer esa diferencia entre la primera y la tercera persona del singular, parece indicar que en lo primordial del castellano no hubo primeras personas en ningún tiempo de los verbos en el número singular, sino que en vez de yo se daba el nombre propio en tercera persona; y el usar los verbos en primera persona sería después de introducirse la palabra yo.

Los nombres primordiales es de creer guarden más bien que otros ningunos la regularidad en sus terminaciones numerales. No sucede así con los pronombres en las lenguas de que se tiene noticia. El plural de yo, a guardar regularidad en su formación, sería yos o yoes, y el plural de sería tus o tues. Esta heterogeneidad en los pronombres personales cuadra con no tener origen primordial.

No en balde los pronombres personales, principalmente el yo y el , que son los más importantes por ser de los del negocio de uno mismo, son las palabras que más se resisten a los niños. Porque, mirándolo bien, ¿qué idea del yo, mí, me, tú, te, ti, él, ella, etc. se ha de hacer un niño si ve que su padre es yo, su madre se llama en tanto yo, en tanto me, y en tanto , y que todos los demás que hablan son a la vez yoes y míes? En boca ajena la madre es ella, la criada es ella, y todas las que entran son ella. ¿Cómo ha de comprender en meses este laberinto? Con muchísima razón pues hay que hablarles en concreto a los niños, denotándose sus padres por papá y mamá; y todo niño que no es un papagayo, y empieza a mostrar trascendencia, cuando quiere algo para sí, repugna mucho decir yo o para , no sea que venga otro yo u otro y lo coja, y usa de su nombre propio, diciendo para Juan, para Fulanito.

Cuán difícil es abstraer de un hombre la figura, la carne, el hueso, y los sentidos, y hallar todavía que asirle con el pensamiento, tan difícil es coger de repente la idea del yo o del , o de cualquiera otro pronombre personal. Para atribuir un mismo nombre a todos, es menester mirarlos a todos como iguales, es menester quitarles las diferencias, es menester quitarles todo cuanto tienen físico.

Pudiera uno perder la vergüenza o el juicio, y quedarse aún su o su yo; la vista, la memoria y los sentidos, en el dictamen de los demás, no hacen falta para decir calladamente yo; también pudiera uno figurarse sin cabeza, quedándole su yo, si la experiencia no enseñase que en descabezándonos, se acabó el pensar para el cadáver. ¿Dónde pues, dice Pascal, está el yo o el que no se le encuentra ni en las partes corporales ni en las facultades interiores? Pascal, en vez de responder, elude la cuestión, diciendo que el yo está en el conjunto de todas las facultades y miembros. Ocurre contestarle: si el yo estuviera en ese conjunto, crecería o mermaría como él, y no sería inalterable como lo es, por más que varíe la persona.

El abate Condillac porfía que el ser uno persona consiste en percibir o sentir su yo, es decir, sentirse. Según esto, el ser persona , consistirá en sentirte; nosotros, en sentirnos, etc. Parece increíble que el escritor que más ha predicado contra el realizamiento de las abstracciones, haya incurrido en una de tanta consecuencia.

Dígase que el significado de yo, tú, etc. es denotar que la acción o suceso del verbo a que se arriman estos pronombres parte o dimana del sujeto que por generalización se llama yo, tú, etc., y que el sentido o significado de me, mí, te, ti, etc., es denotar que la acción o suceso del verbo se encamina al mismo sujeto que por generalización se llama me, mí, etc., y todo lo demás es un juguete de palabras. El ser el hombre persona, esto es, agente racional y moral, consiste en una porción de instintos característicos bien explicados en otra parte.

El pronombre él se da indistintamente en castellano al hombre, al bruto, al leño; y los relativos o referenciales que, cuyo, al cual, etc. se dan con la misma indistinción en otras muchas lenguas, sin embargo de convenirse en ellas que no son personas el bruto o el leño. En inglés es donde se hace una pequeña diferencia en orden al relativo el cual. En vascuence, además del vmd. o vos y del , hay otra segunda persona en el singular, que es el su, media entre la confianza y la ceremonia.

El origen de las palabras abstractas yo, tú, él, etc., es verosímil sean en parte los nombres sustitutivos y generales mengo, mengano, fulano, tal, nacidos de los sonsonetes para llenar el hueco de los nombres propios cuando se olvidan, y principalmente deben ser una desmembración de las terminaciones personales de los verbos hecha casualmente, en virtud quizá de perderse parte de las conjugaciones con la repentina mezcla de otra nación, introduciéndose entonces verbos heterogéneos, que no ligan bien con las terminaciones nacionales, es natural tomar el arbitrio de anteponerlas para entenderse. También cuando oyendo una palabra, se le oye bien la raíz y no la terminación es natural preguntar sólo por la terminación para cerciorarse; y de este modo puede entrar el uso de desmembrar las terminaciones hasta hacerlas palabras aparte.

Los artículos el, la, los, las, etc., son en sustancia pronombres aplicados para marcar individuo en cuanto se introducen nombres específicos o generales. Los otros artículos uno, unos, ciertos, alguien, etc., llamados indefinidos porque mencionan indeterminada o indefinidamente individuos de una especie o linaje, suponen igualmente nombres específicos o linajes, y de consiguiente su invención es posterior a la de estos nombres.

Falta pues explicar cómo careciendo el pensamiento de la facultad de formar las ideas generales que se denotan con dichos nombres, las adquiere por el don de la palabra; como las palabras que en lo primordial no representan sino individuos y sucesos determinados, vienen a representar cualidades arrancadas de sus objetos, individuos o sucesos indeterminados, en suma, ideas generales.




ArribaAbajoCapítulo III

Cómo le hace las abstracciones al pensamiento el don de la palabra


El que dos nombres juntos denoten concomitancia, semejanza o dependencia, es una ocurrencia tan natural, que todo el que tiene que explicarse en una lengua de la cual sabe pocas palabras, se vale de este arbitrio, y logra que lo entiendan. Las lenguas no muy cultivadas, y algunas bastante adelantadas suelen retener todavía la propia costumbre. En inglés y en vascuence, estando juntos dos sustantivos, el primero depende del segundo.

En lo primordial pues de las lenguas, antes de conocerse los ligamentos del discurso, las preposiciones y los nombres adjetivos, es un medio natural calificar un nombre sustantivo con otro sustantivo. En cualquiera idioma es uno dueño de decir, v. gr. del lindo que es un Adonis; del forzudo que es un Sansón; del que padece que es un Job; del turbulento que es un Graco; del sedicioso que es un Catilina; del sabio que es un Salomón; del muy alto que es un gigante. Este debe ser más bien el estilo primordial. En aquel periodo no puede haber adjetivos, sino apodos concretos.

Los nombres adjetivos verde, bueno, malo, etc., deben ser en lo primordial nombres propios de individuos u objetos que hagan raya por estas cualidades; y en muriéndose el individuo, o borrándose de la memoria el origen del apodo, v. gr. por mudarse la tribu salvaje del país donde estuviese el objeto llamado verde, etc., el apodo deja de representar un individuo, y representa tan sólo una cualidad, pasando así a abstracto lo que en su origen fue concreto, y a general lo que en su origen era individual. En latín la palabra venus, cuyo origen individual es bien conocido, pasó a un significado general equivalente a venustas; y así dice Horacio en la carta a los Pisones:

Ordinis haec virtus erit et venus, aut ego fallor, etc.

Abstraído ya el apodo, entra naturalmente el declinarlo, como se dijo; y sin intervención del pensamiento quedan formados los adjetivos.

En cuanto hay nombres adjetivos, se abrió la puerta a los sustantivos abstractos, a los nombres de especies, géneros y clases de todas suertes.

En cuanto hay nombres adjetivos, se abrió la puerta a los sustantivos abstractos, a los nombres de especies, géneros y clases de todas suertes.

Del mismo modo que las cualidades están ligadas o identificadas con sus objetos, así lo están en el pensamiento las palabras con sus ideas o significados. La palabra es, digámoslo así, la basa a que adhiere la idea; y desde que el pensamiento ase y almacena las palabras que representan cualidades desprendidas de sus objetos, es ya tan dueño de estas cualidades, como lo es de las palabras. El don pues de la palabra es el instrumento único de la abstracción o descomposición, partiéndose por su medio el pensamiento en dos facultades o potencias diferentes, imaginación y memoria. La imaginación es el pensamiento de las cualidades como unidas con sus objetos, y el pensamiento de los objetos acompañados de sus cualidades, y haciendo con ella una sola pieza; la memoria es el pensamiento de los objetos o de las cualidades no en concreto cual ellos son, sino como pegados o adherentes a las palabras, y tomando, por decirlo así, la forma de éstas; quiere decir, separados o reunidos según que la palabra los separa o los reúne.

No se lograría igual resultado con el lenguaje de accionado. Éste excede en energía, porque despierta la imaginación, pero por el mismo hecho de no despertar sino la imaginación, es imposible separe las cualidades de sus objetos en el pensamiento. Del lenguaje de acción al lenguaje de palabra hay la misma diferencia que de la pintura a la escritura. Un pasaje bien pintado se demuestra al golpe, se imprime vivo, uno se figura que lo está viendo; pero no se adelanta a más el pensamiento que a lo que se adelantara presenciando el lance que en el cuadro se figure; y como el pensamiento no es de suyo dueño de separar las cualidades y los objetos, quedaría eternamente en la misma impotencia, por más que se perfeccionase y se hiciese familiar el arte de la pintura o el lenguaje de la pantomima.

Por este principio los maestros o compositores de la pantomima pueden corregir sus piezas de teatro, descartando las muchas ideas abstractas que suelen suponer, y que no pueden adquirirse sin el auxilio de la palabra.

Al echar de ver que una cualidad abstraída v. gr. verde, pertenece a muchos individuos, toma naturalmente dos aspectos: el uno como cualidad concreta en el individuo independientemente del pensamiento o de la palabra; y el otro aspecto como cualidad existente en el pensamiento independientemente del individuo, y aplicable a muchos de ellos sin necesidad de que la aplicación la haga el pensamiento. El pensamiento pues mira la cualidad como independiente de sí mismo, y como independiente del individuo, es decir, se atribuye una existencia independiente de todo; y en la primer ocasión de tener que nombrar la cualidad sin relación ni a los individuos ni al pensamiento, hay que alterarle el sonido, y decir verdor.

La impotencia del pensamiento para abstraer las cualidades, le hace concretarlas en el mismo estado que se las presentan las palabras, es decir, como desprendidas o separadas de los objetos; y concretando así la abstracción, resulta por fuerza otra abstracción mayor. Verdor es más abstracto que verde. La concreción pues a que propende irremediablemente el pensamiento hace cundir por fuerza las abstracciones que le trae la palabra.

Con la palabra verde y cualquiera de los verbos ir, dar, echar, andar, hay cuanto se requiere para explicar lo de ir poniéndose verde cualquiera cosa, diciendo al estilo primordial verde da, verde dar, etc., y por último verdear. De esta suerte los adjetivos producen verbos abstractos, del mismo modo que de un sustantivo concreto y de un verbo, como de monte, ir, etc., se compone naturalmente el verbo montar.

Es menester tener presente que los sustantivos concretos pueden pasar por metáfora a sustantivos abstractos sin que el pensamiento haga la abstracción. Por ejemplo, el sustantivo día es regular que originalmente signifique luz, y luego empiece a denotar lo que denota en castellano. En francés aún retiene los dos significados. La palabra tiempo en castellano significa el temperamento de la atmósfera, y también la duración de horas, días, etc. En inglés ambas cosas tiene distinto nombre.

Iguales observaciones pueden hacerse en orden a los números. Nada parece más simple que las palabras uno, dos, tres, muchos, etc. Pues son palabras bien abstractas. A conocerse primordialmente, no se les inventaría a los nombres el singular, dual y plural. En vez de la incomodidad de complicar tanto las declinaciones de los nombres, se diría más fácil y naturalmente un monte, dos monte, o monte dos, tres monte, o monte tres, monte mucho, etc. El no decirlo así en lo primordial, evidencia que los nombres de los números no están entonces separados de los nombres de las sustancias. Con efecto uno, dos tres, etc., no existen sino en el pensamiento después de inventarse tales palabras: en la naturaleza lo que hay son uno, dos, tres individuos determinados. La cantidad de los individuos es una afección de ellos, el pensamiento no puede separarla: esto es obra de las palabras. Antes pues de la invención de los nombres numerales, los números son concretos, es decir, el sustantivo y su número van en una sola pieza. Las cuentas únicas de que es capaz el pensamiento en aquel periodo, son las que se definen con la declinación o distinta terminación de los nombres. Los griegos que tenían singular y dual en sus nombres, podían definirlos bien hasta ese término; en aparatándose del dual, les entraba la medida indefinida del plural. La idea de la cantidad entonces es a ojo por la proporción del bulto; es decir, en lo primordial la idea de las cuentas no es aritmética o numeral, sino geométrica; cuya observación aclara la profunda definición que del número da Newton en su aritmética universal: numerus est ordo seu babitus vel relatio unius quantatis ad aliam. Este grande matemático en la primordial época del lenguaje se hubiera quedado sin poder sumar, y nadie sabe entonces cuántos años tiene. La larga duración de este mísero periodo tal vez puede discurrirse por el enjambre de declinaciones a que dio lugar en la lengua de los griegos.

Quizá habrá alguna dificultad en señalar el minimum de los números concretos necesarios para derivar de ellos los números abstractos, cuya decisión sacaría en claro si es o no esencial el que los nombres sustantivos en los idiomas, además del singular y plural tengan también dual para poder empezar la formación de los números abstractos.

Abstraído el dual, no hay duda que el pensamiento se apodera de la raíz de la aritmética; porque del mismo modo que dos es el doble de uno, conocerá que casando las palabras dos y uno, sale otro número que continúa la serie natural de 1, 2, 3, etc.

Al tiempo de esto entra el conocer la importancia de los dedos de la mano, y el ponerles nombre bien fundado, para que ayuden el trabajo grande de la formación de números.

El tener nombre los dedos de la mano y no los del pie, arguye su grande uso para las cuentas en lo primordial al tiempo de separarse de los nombres sus cualidades numerales.

La separación de estas es fácil de discurrir. Por vía de ejemplo: supóngase que hablando de su causa un ladrón, dijese que era de hurto; el que le replicase no es de hur-to, sino tos, haría una contracción graciosa y natural.

De aquí se infiere debió equivocarse Mr. de la Condamine en aquella palabra de ocho sílabas que refiere era el número dos en cierto pueblo de salvajes: sería el nombre concreto de las cosas numeradas, declinando en su número dual, y quizá en algún caso muy complicado de éste. Para haber separado de los nombres una terminación tan larga, era preciso que los nombres radicales fuesen más largos de lo que es posible.

La misma clase de contracción a que se acaba de atribuir la separación o la abstracción de los nombres numerales, pudo dar origen a la desmembración o abstracción de aquel género de palabras dependenciales o referenciales como por, para, con, sin, como tras, sobre, de, etc., que los gramáticos llaman confusa, impropia y falsamente preposiciones y adverbios. Unas de éstas salen del remate de las declinaciones; otras son en su origen nombres concretos, cuyo sentido se extiende por multiplicarse naturalmente las aplicaciones hasta denotar cierta referencia en general.

Si, no, poco, mucho pueden ser desmembramientos de verbos afirmativos, negativos, de palabras diminutivas o aumentativas. Poco, en inglés, se dice pequeño: less y full que significan menos y lleno son los remates de las palabras de privación y de abundancia. En vez de nadie, se dice en inglés no cuerpo; en vez de tan se dice así.

En francés, en vez de si no, se dice otramente, por y para son una misma palabra; siempre es todos días.

En castellano harto y batante denotan bien su origen: en vez de abajo, detrás, ahora, suele decirse bajo, tras, hora. Quedo, alto, bajo, recio, etc., son adjetivos; quizá es árabe; de veras, a sabiendas, por ventura, acaso, a hurtadillas, dentro, etc., es fácil conocerles la derivación; dentro y tarde vienen de entrar y de la tarde; a bulto quiere decir mirando sólo al bulto; según vale conforme o con arreglo a.

Otras de estas palabras vienen del extranjero perdiendo su derivación concreta. Por ejemplo fichas viene de la palabra inglesa fishes que significa peces, porque las fichas del juego que son de invención inglesa, tienen comúnmente la figura de peces, y aun son de conchas de nácar. Por este estilo hay o puede haber en los idiomas muchas palabras abstractas y referenciales. También es de creer, que algunas se originen de aquellos sonsonetes particulares y pegadizos comunes en los que hablan y en los que escuchan, y que empezando por no significar nada, en fuerza de la costumbre llegan a hacerse precisos, como los altos y los bajos de la voz.

Asimismo, no habiendo nada fijo en orden al número y naturaleza de los casos ni de las otras modificaciones que se calificaron, tanto de los nombres como de los verbos, cada lengua tiene su distinta porción de referenciales, y una lengua las toma o las mezcla con las de otra lengua, ganando de esta suerte medios de explicar nuevas referencias.




ArribaAbajoCapítulo IV

Resolución de algunas cuestiones en orden a las lenguas


Por lo expuesto en los capítulos anteriores está bien claro que las lenguas tienen varios periodos en su formación, y que para hacerse bien cargo de su teórica, es menester considerarlas no en un periodo solo, sino en todos sus periodos; y la razón común de tal y tal cosa es más natural, no señalando periodo, es una razón muy vaga.

Quien infiriese lo mismo4 de la conducta del hombre por las propiedades de la vejez o de la infancia, éste tal echaba una cuenta muy errada. Cada edad tiene sus propiedades particulares; y lo que dice con la una, no cuadra con la otra.

Pues ningún escritor discurre en orden a las lenguas.

Los unos se lamentan de la pérdida de las declinaciones primordiales; los otros fatigan con sus reglas quiméricas en orden a la propiedad o impropiedad de las colocaciones, y todos a la par gritan contra las lenguas modernas, hasta formar proyectos para resucitar aquéllas que mató la naturaleza porque se les cumplió su término: semejantes en cierto modo a los vivientes, tanto animales como vegetales, cuyos despojos volviendo a entrar en su primer origen, contribuyen al mandamiento de este mundo y a su mejora progresiva.

El principio establecido de la naturaleza de la abstracción, quita del medio todos los clamores y cuestiones gramaticales.

1. Si se comparan las lenguas muertas con las vivas, tan claro como es que aquéllas se aventajan por la energía, lo es también que estas se aventajan por lo reflexivas. Las lenguas muertas partiendo menos el pensamiento, remedan más la naturaleza y se acercan a la pintura: las lenguas modernas, partiendo del pensamiento, desmenuzan las ideas y se acercan a la escritura. Las lenguas muertas son lenguas para poetas y para errores: las lenguas modernas son lenguas para filósofos. De nacer pues en un periodo de las lenguas a nacer en otro, va mucha diferencia para el entendimiento humano. Ni es fácil señalar límite al desmenuzamiento de las lenguas.

Cierto es que las lenguas modernas sujetan el pensamiento más que las antiguas. Pero esta misma sujeción es un método para el pensamiento, bien así como el carro de los niños para que no se caigan. Las frecuentes pausas y llamadas a que las lenguas modernas sujetan el pensamiento, son otros tantos como focos que lo atraen, y lo hacen volver en sí, como el que va por un camino, y temeroso de perderlo, vuelve de cuando en cuando la cabeza atrás: pudiéndose decir que las lenguas modernas, al mismo tiempo que desmenuzan más el pensamiento, lo concentran a intervalos más cortos que las lenguas antiguas, ganando el pensamiento por lo desmenuzado y por lo recogido de su atención.

La falta de este método se conoce bien en todos los escritos de la antigüedad. Por no hablar de la inconstancia de las construcciones ni de la dificultad de encontrar a veces el verbo, apenas tenían ninguna regla sino el oído. Las lenguas modernas siguen en esto la regla de la filosofía. No permiten las trasposiciones por el mero hecho de no oscurecer o de sonar bien. Estas expresiones claras los buenos de Aníbal soldados, los ciento que dio pasos son ridículas en castellano por trabucar el orden que la lengua castellana señala al pensamiento. ¿Qué serían pues aquellas trasposiciones violentísimas de Horacio?

Lo mismo puede repararse en la composición de las palabras. Disuena tanto mutilar dos palabras para casarlas y ahorrarse una sílaba, como en una fila de soldados cortarles un hombro para que arrimasen más los cuerpos y espesar la fila. Aquel zurcido de palabras griegas no liga con el carácter desmenuzador de las lenguas modernas. ¡Cuánto más vale decir interpreta-sueños, que no soñinterprete u oneiricriticón!

Las lenguas antiguas se aventajan a las mestizas, en que guardando la etiología, es más fácil y claro el plan de su formación. Pero también las lenguas mestizas tienen más número de raíces; y si son menos abundantes en la escritura, son más abundantes en su basa, propendiendo hacia el extremo de dar un nombre diferente a cada cosa.

En lo que no puede negarse se aventajan las lenguas primitivas, es en la homogeneidad o similaridad de los sonidos, pues las lenguas mestizas se llenan de sonidos heterogéneos, como por ejemplo, las sílabas trans, ic, ec, oc, ub, etc., que introdujo el latín en el castellano. Sin embargo no es tanto el inconveniente, porque en fuerza del oído, primeramente el vulgo y luego la gente culta asimila los sonidos heterogéneos.

2. Aunque por lo mucho que se ha escrito en este siglo pasado, se conviene generalmente en el influjo de las lenguas para el modo de pensar y de opinar, nadie ha especificado todavía la naturaleza de este influjo. Por lo que hace a la manera de pensar, bien se ve en lo que va expuesto que el pensamiento toma naturalmente la forma del lenguaje como la superficie baja de los fluidos toma loa ángulos y sinuosidades del terreno por donde corren. El influjo de las lenguas en las opiniones procede de dos principios: el uno es, que la separación de las ideas no la hace el pensamiento sino las palabras; y el otro es que las palabras se casan tanto con las cosas en el pensamiento, como lo están en la naturaleza las cualidades con sus objetos. De aquí sucede que a aquellos cuyo idioma separa cosas que no están separadas en el idioma ajeno, les chocan las expresiones de éste en aquel particular. Vaya un ejemplo: los carreteros en Inglaterra llevan sobre el vestido una camisa de lienzo basto; es propiamente una camisa, pero en inglés tiene nombre totalmente distinto. Pues si un español, ignorando la diferencia, le da el propio nombre de camisa, los ingleses se ríen tanto de oírlo llamar así, como el español la primera vez que la ve puesta encima del vestido. El no chocarles pues a los ingleses el estilo de ponerse sobre todo la tal camisa, depende de tener un nombre diferente que la hace no parecer camisa. También el parir de la mujer y el de cada animal doméstico tiene en inglés distinto nombre, explicando el suceso del parir, no por la afección o lance de la madre, sino por relación a los hijos. Pues si un español aplica a cualquiera animal doméstico el nombre del parto de la mujer, hace reír a los ingleses. Pudieran traerse otros muchos ejemplos. Pero estos dos son suficientes para comprender, que no siendo iguales los idiomas, cada cual presenta las cosas bajo un aspecto particular; y si éste se varía, disuena tanto al individuo como el trocarle la ropa, y los estilos del país.

3. En orden a la construcción o colocación de las palabras no puede conjeturarse como fue en lo primordial. El Padre Luis le Comte refiere de la lengua china que el orden de las palabras es de tanta importancia en ella, que con sólo dislocar una, un cumplido suele trocarse en un insulto; y que al que entra en una tertulia, le cuesta mucho tiempo hacerse cargo del asunto que se trata. Esto da una idea del mucho valor que puede tener la colocación de las palabras en el principio de las lenguas, periodo, en que la escasez de las palabras hará echar mano de todo para explicarse.

Lo único que puede conjeturarse es que siendo naturalmente anterior al lenguaje de palabra el lenguaje de accionado, la forma primordial que tomará aquel, será la propia de éste. Pero qué colocaciones pida el lenguaje de accionado, es inútil señalarlo, porque variando de un periodo a otro el sistema de la colocación de las palabras, no influye en la colocación de las lenguas adultas su colocación en la época o periodo primordial.

En castellano tan bien dicho está tenga vmd. buenos días, como buenos días tenga vmd. , o tenga buenos días vmd. La comodidad de la sinalefa hace preferible no separar el tenga vmd.; y el que los días vayan antes o después es indiferente. En las respuestas castellanas suele trocarse el orden de la pregunta, porque no parezca se remeda o escarnece al que la hace. Los artículos o referenciales el, la un, los, etc., se ponen delante de los nombres por fuerza, porque detrás hicieran o cacofonía o confusión con las palabras castellanas terminadas en al, el, la los, las, un, uno, una, etc. En vascuence el artículo un se pone detrás, tal vez porque no se incorpora bien delante. En la lengua inglesa los adjetivos se anteponen por fuerza al sustantivo con que casan, porque haciéndolo al revés, a cada paso quedaría en duda si el sustantivo era sustantivo o verbo. Las preposiciones o dependenciales en inglés se ponen frecuentemente al remate de la expresión, y en vez de hallarse impropiedad en eso, suena muy bien. Cada lengua coloca las palabras como más le conviene a su mecanismo o al periodo de atraso o de adelanto en que se halla; y el señalar como lo pretenden los gramáticos una misma regla para todas, es error tan clásico como confundir la vara castellana con la yarda inglesa o con la ana francesa. Por consiguiente, lo que se llama sintaxis no es parte de la gramática universal. Cada lengua tiene la suya.

4. La elocuencia y la urbanidad son lo único que pide en la colocación de las palabras un orden determinado a disposición del talento de cada cual. Así el que va a dar una noticia buena, v. gr. los españoles ganamos tal batalla; si es discreto, la dará de modo que muestre la bondad desde el principio diciendo: ganamos tal batalla los españoles, o ganaron los españoles tal batalla.

La elocuencia suele pedir que la palabra que cierra una expresión, se ponga al remate de ella para hacer más repentina y de consiguiente más fuerte la herida en el pensamiento. La principal parte de la elocuencia de Salustio y de Tácito se reduce a la feliz aplicación de esta regla. Para enervar pues o rebozar una cosa pide la elocuencia lo contrario, que es colocar las palabras de modo que en los puntos importantes se divida, y le caiga muy desmenuzada la herida al pensamiento, para cuyo efecto son notoriamente más ventajosas las lenguas modernas que las antiguas.

Fuera de estos casos, la naturaleza no da más regla para las colocaciones que la claridad y el orden con que cada uno piensa. Claridad quiere decir que no haya equivocación, y por tanto el arreglo que es claro en un idioma, puede ser equívoco en otro. El pensar lo hace cada cual en su idioma propio; y por esto el pensamiento no tiene en sus expresiones un orden general, sino particular y relativo a aquel idioma en que uno piensa. Pensar sin idioma es imaginar, en cuyo caso el pensamiento no lleva ninguna regla: el llevarla depende de las palabras, de suerte que éstas al mismo tiempo que son un móvil, son el freno del pensamiento. En suma, es en vano inquirir si debe estar antes el nombre, el verbo, al adjetivo o el adverbio. En cualquiera parte que se ponga cada uno de estos elementos, ya lo distingue su terminación. En griego y en latín los adjetivos suelen estar separados de los sustantivos con que casan; y por denotar en su terminación el casamiento, se defiende que no es impropiedad el separarlos.

5. Los mejores escritores ingleses, a pesar del clamor de sus gramáticos, suelen usar los adjetivos como adverbios de cualidad, y tienen mucha razón en ello, porque hay modificaciones o cualificaciones comunes a verbos y a nombres. En estas expresiones respondió discreto, habló sagaz o fácil, viene grande, justo o frecuente, raya alto, etc., todos estos adjetivos modifican el verbo y de ninguna manera el nombre, no siendo el pensamiento decir que la persona era discreta, sagaz, fácil, grande, justa, frecuente o alta, sino que lo fue en la acción denotada por el verbo. En las expresiones raya alto, alta está la uva, están las uvas altas, alto está el racimo, están altos los racimos, lo alto modifica los verbos rayar y estar, pero no los nombres. Claro es pues, que los adverbios de cualidad y los nombres adjetivos son sustancialmente una misma cosa; y el modificarles la terminación a los adverbios de cualidad parece un exceso de analogía.

6. Pensándolo poco, parece muy fácil la primera institución de las palabras; y que los fundadores de las lenguas, como si tuviesen idea de su espontánea operación, ponen a cada cosa el nombre que se les antoja, como se hace en los bautizos.

Debe suponerse que los fundadores de lenguas ignoran profundamente lo que hacen, qué cosa es lengua, qué cosa es palabra, sílaba y articulación.

Las palabras primeras no pueden menos de ser gritos de remedo. Estos cunden poco. En llegando a cosas no remedables con la voz, entra el buscar conexiones naturales o eventuales para poner una nomenclatura propia, es decir, que desde la vez primera la entiendan los que tienen antecedentes.

Cuanto más a fondo se registran los idiomas, menos palabras primordiales se les encuentra. Prueba de la escasez primordial de verbos es la muchedumbre de acepciones de los verbos que más traza tienen de primordiales. Por ejemplo dar, ir, echar, que en castellano tienen apariencias de ser los verbos fundadores. Dar con una cosa, dar al traste, dar de cabeza, dar de palos, dar de baja, dar gana, dar la suerte, dar una ojeada, dar la hora, dar el santo, dar gritos, dar corazonada, dar por ahí, dar en el hito, dar con él, dar las señas, dar caro, dar marro, dar tantos, dar años, dar de barato, dar por muerto, dar de mano, dar caídas, dar de duro, dar en tierra, dar de costillas, dar en ello, dar chasco, dar esquinazo, dar higa, darle a uno el mal, dar perro, darse a la trampa, dar a suponer, darse o encontrarse, darse o rendirse, darse o existir, dar pie, dar tela, dar margen, son unas cuarenta acepciones distintas del verbo dar, que casi indican que la terminación ar de los verbos castellanos tenía originalmente el significado indefinido del verbo dar. El verbo ir también tiene una significación muy extensa, además de la equivalente a andar. Otro tanto le sucede al verbo echar. Echar líneas, cuentas, chistes, tragos, días, lenguas, suertes, juegos, relaciones, carcajadas, fallos, indirectas, roncas, grandezas, palabras, raíces, color, de ver, de menos, de más, echaría de hombre, echarse a oficio, a peder, al juego, a perros, al cuerpo, a la espalda, encima, a tierra, joyas o coches, etc., etc., son expresiones muy distintas del verbo echar. Los primeros verbos tienen por fuerza un sentido muy indefinido. Dar, ir, haber y echar, hay rastros de que la lengua castellana en sus principios los confundía fácilmente, sin embargo, de no ser confusas sus acepciones por la añadidura con que se les modifica.

Casi todos los verbos en todos los idiomas son o compuestos o derivativos.

Es más fácil explicarse con nombres solos que con verbos solos. Todo confirma que en lo original son incomparablemente más escasos los verbos que los nombres. Las declinaciones pues, son naturalmente más numerosas y complicadas que las conjugaciones, y por tanto más fáciles de perderse, como efectivamente se verifica por la experiencia.




ArribaAbajoCapítulo V

De los varios rumbos de las lenguas en orden al progreso del pensamiento


Los elementos por donde las palabras pueden diferenciar sus modificaciones son sus letras vocales, sus letras consonantes, su tono musical y su acento.

1. La mitad del linaje humano, que son los chinos, hacen del tono mucho asunto en el idioma. Su lengua parece componerse de setenta y dos sílabas proferidas en los cinco tonos de la música, haciendo así trescientas sesenta sílabas de valor distinto, cuyo número, según las reglas de la aritmética, produce ciento veinte y nueve mil, y doscientas cuarenta combinaciones de a dos sílabas, y veinte y tres millones, ciento treinta y tres mil y novecientas sesenta de a tres. A tener todos los hombres buen oído, parece más cómodo y agradable hacer las modificaciones de las palabras con los tonos y semitonos: el que lo piensa poco, se enamora de una lengua semejante.

A una lengua que declinase los nombres, y conjúgase los verbos sin añadir a la raíz sino es la diferencia del tono, le sería imposible perder nunca las declinaciones ni las conjugaciones. El perderse éstas depende, como se dijo, de poder separar las terminaciones o inflexiones con que se modifican las palabras; el tono no es cosa que pueda separárseles. Lo mismo debe decirse de las otras modificaciones explicadas en orden a los sustantivos, adjetivos y verbos. Nunca se aislarían, si se hiciesen meramente con el tono.

Semejante lengua pues, no llegaría a engendrar aquellas clases de palabras que se llamaron terceras, es decir, pronombres, preposiciones, relativos, conjunciones, ni menos verbos auxiliares. Las únicas abstracciones que en ella haría el pensamiento, son las que se ha explicado proceder de la introducción de los nombres adjetivos.

Las poquísimas noticias que se tienen de los chinos indican hallarse su lengua en este caso sobre corta diferencia.

El descubrimiento de desmenuzar las palabras en sílabas y éstas en letras, procede evidentemente de poder separar los remates modificadores de las palabras, unos de los cuales son sílabas y otros letras. Con que a hacerse con el tono esas modificaciones, es imposible el descubrimiento del arte de escribir. Pues no sólo los trescientos millones de personas que se cuentan en el imperio de la China, no han descubierto el arte de escribir en más de cuatro mil años que llevan de antigüedad, sino que el Padre le Comte, sujeto de juicio, refiere que los chinos más cultos y de más jerarquía entre quienes estuvo muchos años, no pueden absolutamente hacerse cargo del cómo los europeos desmenuzan las palabras formando con dos o tres docenas de letras toda la escritura: en vez de que los chinos acuden a una espantosísima escritura, nada menos que de setenta y dos mil caracteres, que en vez de representar las palabras, parece representan los objetos.

Cuán fácil es de probar, tan difícil es para los europeos figurarse lo entorpecido que debe estar el entendimiento en un idioma que tan poco desmenuza el pensamiento. No en balde es aquella lengua tan propia para la poesía, que por maravilla ningún Emperador chino deja de ser poeta.

Esta torpeza de entendimiento, es decir, esta dificultad para las abstracciones, da razón del ningún progreso que hace en las ciencias un pueblo incomparablemente más adelantado que la Europa en las artes mecánicas, y también de aquella su eterna uniformidad en los edificios, trajes, religión y en todas las costumbres. La relación que se hizo seiscientos años ha del estado de China, no discrepa de la que han hecho los viajeros en nuestros tiempos.

Con estos principios no extraña ya la diferencia de las ideas chinas a las ideas europeas. A poder uno ponerse en el caso y en la lengua de los chinos, quizá señalaría el origen de que no hallen diferencia, es decir, que no separen el perfil de las facciones del rostro de sus gradaciones de color; pues además de ignorar profundamente el arte de casar la luz y la sombra por medio del pincel, y de dar relieve a las pinturas, parece preguntan los grandes de la corte, si los originales de las excelentes miniaturas europeas que se les enseñan, tienen en la cara aquellos mismos matices, esto es, aquellos grados de luz y de sombra que ven en los remedos.

Si a un chino se le infundiese de repente un idioma europeo, partido su pensamiento en dos idiomas de aspectos contrarios, se hallaría en contradicción consigo mismo, y arraigado en su idioma nativo, desecharía el idioma extraño, bien así como el agua despide el aceite con que se la bate. Esto cuadra con la observación de que ni en muchos años pueden aprender los chinos casi ninguna palabra europea, en términos de haber tenido que dispensarse los órdenes sagradas de la religión católica a los que pudiesen aprender las meras palabras de la consagración. Cuando vienen acá los chinos, tampoco pueden aprender las palabras europeas. La dificultad que tienen parece ser por el mismo estilo que la de los profesores de música para nombrar fuera de sus tonos las sílabas sol, fa, mi, re, ut. No es pues de maravillar que los chinos no puedan modular las sílabas europeas fuera de sus tonos. Es tan imposible que un chino piense en idioma europeo, como el ajustar un cuadrado con un triángulo. En esta imposibilidad está la seguridad de la otra porción del mundo: de otra suerte, aquella espantable masa pudiera extinguir las lenguas de palabras desmenuzables, retrocediendo así la especie humana, y entorpeciéndose para siempre bajo de un solo dueño universal.

Los descubrimientos de la aguja de marear, de la inoculación y de la imprenta que tanto se ponderan de los chinos, son unos hallazgos muy fáciles en un pueblo tan opulento y de tanta gente.

2. A una lengua que diferenciase las modificaciones de las palabras monosilábicas variando la vocal, le sería muy difícil aislar estas modificaciones. En semejante lengua no se conocerían palabras derivadas; todas parecerían primitivas, y aun serían monosílabas, como sucedía en el Sajón antiguo, y en mucha parte por lo general en las lenguas del norte.

El idioma que principia por ese método, multiplica naturalmente las letras hasta tener veinte vocales distintas, y veinte y cinco consonantes, como se demostrará las tiene la lengua inglesa, y acaso otros idiomas tengan más.

El efecto de semejante idioma es separar demasiado las ideas, figurando distinto por su naturaleza lo que no lo es sino por su modificación. Lo cual, impidiendo ver la semejanza de las cosas, imposibilita sus ideas relativas, y atrasa la operación de generalizar. Si los habitantes de la Noruega tienen una lengua semejante, en ella está la causa de la enorme estupidez que Maupertuis refiere. Puede también aquí observarse que el autor de las distinciones reales entre las formas o cualidades de las cosas, que tanto ruido hicieron en las escuelas, fue precisamente Juan Duns Scott, nacido en país de lengua parecida a la que se ha dicho.

Diferenciando por las letras consonantes las modificaciones de las palabras, es difícil aislar la modificación, porque las letras consonantes no tienen sonido por sí solas; es menester agregarles vocal para separarlas. Debiéndose notar que muchas combinaciones de consonantes finales no pueden soñar, añadiéndoles vocal después; es decir, muchas combinaciones buenas para rematar sílaba no lo son para empezarla, por no permitirlo el órgano de la voz. Las lenguas pues, que empiezan por este rumbo son unas lenguas muy tardías, y los que las tienen llegan difícilmente a hacerse cultos. Hay indicios de que los pueblos del norte estuvieron en este caso. El que sus lenguas hacían muy difícil la separación de las modificaciones de las palabras, lo hace presumir el ver que no parecen haber sido nunca inventores de escritura; pues la que tienen carece de la mitad de los caracteres que necesita, y que tendrían naturalmente a ser allí inventados, coligiéndose de esta reflexión no haber tenido nunca alfabeto propio, sino prestado o advenedizo.

De todo lo expuesto, resulta en limpio que las lenguas más ventajosas para el pensamiento son las que para diferenciar las modificaciones de las palabras toman el rumbo de añadir sílabas y alteradas, como hacen las lenguas del Mediodía. Por esa razón quizá los pueblos del Mediodía se ilustraron más pronto.

3. Entre las modificaciones de las palabras también se nombró el acento. Acerca de éste y de la cantidad de las sílabas se ha escrito mucho el siglo pasado, sin haberse apurado todavía la naturaleza de uno y otro.

Acento es el énfasis con que se pronuncia una sílaba, es decir, el alto que se hace en ella. La cantidad de una sílaba es el tiempo que se gasta en modularla con relación al tiempo de las otras sílabas. Se llama breve o larga una sílaba, según que es breve o larga el tiempo que se emplea en su sonido.

El oído, juez único de la duración de los sonidos, dice que no puede hacerse alto o énfasis en una sílaba sin doblar el tiempo de su modulación. En inglés, en francés, en italiano y en castellano, el verso que termina con acento o alto se mide como si tuviera una sílaba más; de donde se infiere que la duración de una sílaba acentuada vale por dos sin acentuar.

Puede aumentarse la duración de la sílaba sin haber acento. Los franceses no conocen acento, y sin embargo tienen sílabas largas. Al traducir en castellano la letra de cualquier pieza de música francesa, si ha de correr la misma música en la traducción, se experimenta indispensable que a cada sílaba larga en francés le corresponda una sílaba acentuada en castellano, probándose con esto que lo largo en las sílabas francesas, guarda el mismo tiempo que lo acentuado en las sílabas castellanas.

Parece hay vocales imposibles de modular sin gastar doble tiempo en la modulación. Las cinco vocales castellanas son todas de un mismo tiempo; y lo único que se lo dobla es el acento.

En inglés no sólo hay acento, mas también vocales largas sin tenerlo. Lo mismo sucedía en la lengua griega.

Puede pues, haber sílaba larga sin acento, pero no puede haber acento sin alargar la sílaba.

Los que nacen en país donde se habla lengua de acento en todas las palabras de más de una sílaba no pueden hacerse a omitirlo cuando hablan lengua que no lo tiene; y los que están connaturalizados con no tener acento no pueden ponerlo. Por esto ningún francés pronuncia bien el inglés ni el español; y los ingleses y los españoles nunca pronuncian el francés con propiedad.

La pobreza primordial de las palabras hace echar mano del acento para diferenciarlas. La modificación que dependa del acento, o de alargar arbitraria o naturalmente una sílaba, tampoco puede aislarse; y de consiguiente la comprende lo que se ha dicho de las modificaciones hechas con el tono.

Infiérese de todo que las ventajas del idioma chino se deben al buen oído de los primeros que la hablaron; y el no tenerlo otros pueblos produjo acaso la superioridad de su lengua.




ArribaAbajoCapítulo VI

De la capacidad de los sordos de nacimiento, y de los caracteres de las lenguas


Las palabras pueden considerarse bajo de tres aspectos: como sonidos, como movimientos de la boca, y como figuras visuales en el papel o en otra parte.

Las palabras no son signos imitadores sino en cuanto sonidos. Respecto pues de los sordos pierden el carácter imitativo y mucha parte de su energía, esto es, del auxilio que prestan para figurarse a lo vivo los objetos.

Aquellos signos cuya pronta formación o presencia no está en nuestra mano son más difíciles de renovar o recordar en el pensamiento. En medio de ser tan viva la imaginación en los sueños, si se sueña un libro abierto y se va a leer en él, cuesta trabajo, es muy poco lo que se lee, y rara la vez de hacerlo. Consideradas pues como figuras las palabras, se resisten mucho al dominio del pensamiento; son muy entretenidas para la ligereza de éste; le prestan bien poca, casi ninguna y quizá ninguna ayuda. El pensamiento de quien no tuviese idea de las palabras si no es como figuras lo más que podría hacer sería representarse que estaba o le estaban escribiendo: todos sus cálculos se redujeran a escritura; y cuanto más pausada fuese ésta, más lento sería el ejercicio del pensamiento. En años no daría las vueltas que de otro modo da en minutos. Puede tenerse por cierto que los signos visuales, aunque sean buenos para una comunicación lenta, no lo son para el ejercicio del pensamiento; y toda la ventaja que el pensamiento de los sordos saque de las palabras para su cultivo ha de ser considerándolas como movimientos de la boca. Veamos hasta dónde alcanza esta tela para el vestido del pensamiento, porque puede tener muchas resultas morales, civiles y políticas el acierto en el atrevido paso de escudriñar las facultades intelectuales de los sordos de nacimiento a quienes se da escuela; y también es muy importante para la atrasadísima ciencia de la filosofía, enriquecerla con este nuevo como intelectómetro, que tal vez será el resultado del capítulo presente.

Consideradas las palabras como movimientos sin sonido, cesa la diferencia de las letras vocales a las consonantes, y se pierde un realce grande de las palabras. No pudiendo el sordo percibir entre sílaba y sílaba tanta diferencia como el que se oye, se le queda el pensamiento como una lámpara con poco aceite. La luz pues del pensamiento de los sordos es más amortiguada que la del pensamiento de los que oyen.

Perdida la diferencia de las letras vocales a las consonantes, los movimientos o figuras de la lengua y de los labios se quedan reducidos a la misma naturaleza que los movimientos o figuras de cualquier otra parte del cuerpo, y en suma, a la misma naturaleza de cualesquier figuras en general, sean propias o ajenas; es decir, quedan reducidas las palabras a la propia naturaleza de los signos visuales desmenuzables; o por último, a la naturaleza de la escritura, sin haber otra diferencia que la mayor brevedad en ejecutarlos.

Las sílabas consideradas como sonidos son momentáneas, esto es, hacen unidad de tiempo, consideradas como movimientos o figuras, son sucesivas, son series o cadenas que de suyo se desmenuzan en varios eslabones. A los que oyen les hace la sílaba unidad de sonido: al sordo no le hace unidad de movimiento, y de consiguiente, es difícil de creer le haga unidad de idea. Parece que los sordos deben formar de las sílabas un concepto muy diferente del que hacen los que las oyen; las mirarán solamente como un medio de comunicación.

Al que oye se le casan tanto las sílabas con las cosas en el pensamiento, que no sólo las mira como un medio de comunicación, sino que se le identifican con los objetos por la unidad y presteza con que se los representan. El que no tiene noticia de otra lengua que la suya se figura que el nombre que se sabe a cada cosa es tan propio de ella, que le admira la noticia de haber en otros parajes distinto idioma.

Este casamiento o identificación de la palabra con su objeto parece imposible de hacerse en el pensamiento de los sordos ¿Cómo ha de llegar a confundírseles la palabra o la sílaba con su objeto, si palpan la unidad del objeto y la desunidad de la sílaba? Tan difícil es que los sordos vuelvan sobre sí para dar unidad a las sílabas, y tenerlas por imágines de las cosas, como el que los chinos dividan la unidad de sus sílabas musicales y las desmenucen en letras. A estos el sonido musical les llama toda la atención, y les impide mirar las sílabas como series de movimientos, ¿qué agente se las ha de presentar bajo el aspecto de unidades? Al que anda con poca luz, el cuidado de evitar los tropezones lo distrae de andar con aire de elegancia; pues así los sordos de nacimiento, falto del realce de las vocales, tienen que ocuparse con sobrado ahínco en distinguir los elementos o letras de otra, para pensar nunca en mirarlas bajo el aspecto de unidades. Para confundir las palabras con las cosas es menester pueda escondérsele al pensamiento la desunidad de la palabra; y esta desunidad es imposible la pierda nunca de vista el sordo; era menester que cada palabra fuese un solo movimiento o una sola letra. El lenguaje pues que aprendan los sordos no puede serles lenguaje representador, sino tan sólo excitador, como lo es el lenguaje de accionado. Puede decirse que el lenguaje es para los sordos un accionado de labios, con la inferioridad de ser menos enérgico por razón de su mucha pausa. Dándole la energía, es decir, compendiándole los signos, de modo que denotase cada objeto o cada acción con un solo rasgo, entonces le recae lo que se dijo del lenguaje de accionado en el capítulo tercero.

Si el lenguaje de figuras desmenuza las palabras no puede reunir el pensamiento, y si no las desmenuza, no puede partir el pensamiento de las cualidades y de sus objetos. Infiriéndose de aquí que, en despojando del sonido a la palabra, no es posible infundir ninguna idea abstracta ni general en el entendimiento humano; y que las escuelas ostentosas para los sordos de nacimiento son unos institutos más loables por la intención que por la utilidad, pues a vueltas de enseñarles trabajosísimamente a mal leer, mal hablar y mal escribir, se les da, en vez del lenguaje enérgico que les inspira la naturaleza, un lenguaje flojo y pausado, que bien que los mejora para el comercio de la vida, no por eso da más ejercicio a su pensamiento, ni más extensión a su discurso.

Incapaz el maestro de ponerse en el caso de los alumnos sordos, a cada paso hallará imposible lo que creía fácil, y que carecen de las ideas que pensaba haberles inspirado. Si la escuela de los sordos en París publicase una relación bien circunstanciada de las experiencias de la enseñanza, podría rectificarse esta teórica en caso de necesitarlo, o por lo menos se indicarían las experiencias o probaturas para apurarla. Pero es difícil que un maestro se desentienda del deseo de haber trabajado últimamente, o se humille a confesar haberse engañado en lo que emprendió solemnemente como asequible. Estas circunstancias harán tal vez sospechosas las noticias que se publiquen del éxito en la enseñanza de los sordomudos.

El que tiene oído, aunque parta las palabras en sílabas, no obstante como las otras palabras monosílabas se le hacen naturalmente representadoras o identificables con sus objetos, vence el paso preciso para hacer igualmente representadoras las palabras polisílabas, mirando la desunidad de éstas, no como desunidad, sino como incremento que las palabras toman para modificarse o diferenciarse. Por esto, cuando dos monosílabos se juntan en composición es el uso primordial alterarlos para que liguen bien, y no distraigan la idea de la unidad del significado.

Parecen pues esenciales en las lenguas las palabras monosílabas; y aún puede inferirse que todas las palabras primordiales son naturalmente monosílabas desde que empiezan a ser palabras, es decir, a identificarse con los objetos en el pensamiento. Porque debe entenderse que los fundadores de las lenguas comienzan con gritos de remedo, largos o cortos, según lo pida la naturaleza de cada cosa. Estos gritos, en familiarizándose, se compendian hasta reducirse a una sílaba articulada; Y entonces empiezan a cuadrar con la unidad del objeto y a ser palabras. El que algunas lenguas adultas sean todas monosilábicas prueba lo natural que es la correspondencia entre la unidad del objeto y la unidad de la palabra, confirmando poderosamente la teórica que se ha dado en orden a los sordos.

De qué suerte, principiando todas las lenguas por monosílabos, sigan unas la misma ruta y otras pasen a polisilábicas; esto es, por qué causa unas naciones modifiquen las palabras aumentándoles sílabas, y otras lo hagan sin aumentarlas, no es fácil señalarlo con certeza. El que principiando por monosílabos adquieran luego polisílabos, puede consistir en que algunas consonantes finales, con que se modifiquen las palabras, no puedan pronunciarse sin sonar como si tuviesen alguna vocal posterior, aumentándose así una sílaba. Originadas de aquí las palabras bisílabas, la introducción del acento en la sílaba última las pasa naturalmente a trisílabas en cuanto se las modifica con una consonante final, porque una palabra de dos sílabas acentuada en la segunda vale al oído por una palabra de tres sílabas. Del mismo modo se pasa naturalmente de tres sílabas a cuatro y a más.




ArribaAbajoCapítulo VII

De la abundancia de las lenguas, de su armonía y de su índole


De estos tres asuntos se habla mucho, y se especifican tan poco que no se oye sino disputar a bulto cual o cual lengua es más rica, más armoniosa o de mejor índole.

Dos cosas solas pueden contribuir a la riqueza de una lengua; la abundancia de sus raíces y la abundancia en las derivaciones, modificaciones y composiciones de éstas.

La abundancia de las raíces significa la abundancia de las palabras primitivas. En esto no hay coto señalado. El mayor extremo a que puede llegarse es que todas las palabras de la lengua sean totalmente distintas entre sí, sin tener la más mínima dependencia. Una lengua semejante ya se dijo que separa demasiado el pensamiento; pero debe añadirse que por separarlo tanto lo deja con menos sujeción, no le prescribe ningún rumbo general, cada individuo sigue el que le inspira la imaginación o la casualidad, y se hace más original, esto es, menos semejante a los otros individuos. Tal vez ésta sea la razón de hallarse más originalidad en los escritos del Norte que en los de Mediodía. Las lenguas modernas teniendo más raíces que las antiguas, conducen naturalmente a la originalidad del aspecto en que cada individuo ve las cosas.

La abundancia de las derivaciones en los verbos consiste en el número de sus tiempos, modos y voces, y en las modificaciones radicales comunes a todas estas inflexiones; y en esta parte las lenguas antiguas vencen de mucho a las modernas. Pero en la extracción de los verbos no llegan las lenguas antiguas a la castellana.

La abundancia de las derivaciones de los nombres consiste no sólo en lo largo de la declinación y en la cantidad de sus números, sino principalmente en la cantidad de sus orígenes y de sus modificaciones particulares de aumento, disminución, propiedad, semejanza, participación, fealdad, ridiculez, etc., etc., y en esta parte habrá pocas lenguas que puedan compararse con la castellana, teniendo, como se verá luego, unas setenta modificaciones o derivaciones distintas para sólo los nombres sustantivos; quiere decir, muchas más que las lenguas griega y latina, y cinco veces más que la lengua inglesa.

La abundancia en la derivación de los nombres adjetivos consiste en la facilidad de su extracción y en el número de sus modificaciones.

La abundancia en las palabras dependenciales y referenciales consiste en el número y en la variedad de ellas, en lo cual las lenguas modernas exceden conocidamente a las antiguas.

La abundancia en orden a la composición consiste en la facilidad de casar palabras. En este ramo ninguna lengua de las que hay noticia puede compararse con la lengua griega. Pero ya se habló arriba de la naturaleza y efecto de esta ventaja ilusoria.

Tan prodigiosa como parece la abundancia de la lengua griega, viene a tener sólo unas cuatro mil palabras primitivas.

La armonía de una lengua consiste no sólo en lo sonoro de cada palabra de por sí, mas también en la diferencia y en la semejanza de los sonidos. A ser diferentes todos los sonidos, no hicieran armonía, siendo parecidos hacen cacofonía. Las lenguas antiguas tienen naturalmente más cacofonía que las modernas por razón de sus declinaciones y conjugaciones. El que una misma derivación pueda hacerse de varios modos es muy favorable para evitar la cacofonía; y por este respeto se adelanta a las más de las lenguas la lengua castellana, como se verá en su exposición.

A proporción que un sonido es más diferente del sonido inmediato, cortan ambos con más fuerza, y hacen precisamente más claro el pensamiento.

La frecuente semejanza de los sonidos que es necesaria para la armonía depende del número de sílabas del idioma. En la lengua china que tiene trescientas sesenta sílabas será más frecuente la semejanza de sonidos que no en la lengua castellana, cuyo número de sílabas viene a ser el doble. En la lengua inglesa el número de sílabas se cuenta por millares; y en el sajón antiguo había tantas sílabas como palabras. Si en aquella lengua había, por ejemplo, veinte mil palabras y veinte vocales, estando éstas repartidas con igualdad, habría para cada vocal mil palabras que no se diferenciarían si no es por las consonantes, esto es, que serían asonantes.

Se llaman sonidos heterogéneos o disimilares los que se componen de sílabas ajenas a la lengua.

La armonía se divide en música e imitativa. Ambas son muy distintas e inconexas. Puede haber lenguas suaves, sonoras y excelentes para la música, y carecer del carácter de la música imitativa. En la música no agrada sólo la flauta, mas también el clarín y la trompa: la imaginación se enciende cuando los afectos y pasajes se imitan con propiedad, aunque sean los sonidos broncos. Lo mismo sucede con las palabras: su carácter imitativo agrada a pesar de las consonantes duras: suele agradar por ser duras las consonantes.

El carácter de las lenguas tiene tres respetos: uno en orden a los sonidos, otro en orden a las colocaciones y el tercero en orden a las expresiones.

Las lenguas pueden usar con más frecuencia unas sílabas que otras. Por ejemplo, las sílabas que tienen a en la lengua castellana vienen a ser doble que las en e, en i o en o, y cuatro veces más que las sílabas en u; por donde se infiere que las sílabas en u son menos del genio de la lengua castellana que las sílabas en otras vocales, y que las sílabas en a son las favoritas. Con efecto, la mayor parte de los verbos castellanos acaban en ar, y no se puede extraer de los nombres ningún verbo sin darle la misma terminación en ar. Una palabra de dos sílabas solas en i es ridícula en castellano. Las palabras de aes y oes le agradan. Iguales observaciones pueden hacerse en orden a las consonantes iniciales o finales; y todas estas reglas juntas componen una parte de la índole o carácter de la lengua castellana.

Acerca de la colocación de las palabras ya se insinuaron las razones de que cada lengua adapte el régimen que le conviene más; y ese es el propio de su índole.

Como la escasez primordial de las palabras hace extenderles el sentido, según quedó ya dicho, es natural que una misma palabra tenga muy distintas acepciones en cada idioma. Así en inglés tomar un paseo, hacer una vuelta equivale a lo que en castellano se llama dar un paseo, dar una vuelta. Cada lengua pues, tiene sus expresiones particulares; y los puntos generales a que éstas se reduzcan componen otra parte del carácter de la lengua. Lo mismo puede observarse en orden al acento, a la sinalefa, a las contracciones y otros pormenores.

La exposición pues de una lengua para formar una idea de su naturaleza y de su índole debe comprender, además de lo que estilan las gramáticas, el número y calidad de sus letras y sílabas, y todas las modificaciones de cada clase de palabras.

Bajo estos puntos de vista han de examinarse en otros dos libros las lenguas inglesa y castellana.




ArribaSumario de este Tratado


Capítulo I

Primordialmente no hay diferencia de nombre a verbo. La primera creación de los verbos es el tiempo llamado infinitivo. El tiempo presente y futuro se descomponen de suyo en varios grados. Los modos de los verbos no son solamente el indicativo, optativo, imperativo e infinitivo; sino que puede haber otros modos sin límite. La lengua castellana, además de la voz activa y pasiva de los verbos, tiene en ellos una voz particular que debe llamarse voz doble. En lo primordial se hacen las conjugaciones sin verbos auxiliares. Los nombres, además de los numerales dual y plural, pueden tener otros números. Las declinaciones se hacen primordialmente variando las terminaciones. La creación de los nombres es en el caso llamado nominativo; y éste no es caso en la voz activa. La declinación de los nombres adjetivos es tan natural como ridícula la nomenclatura gramatical de los géneros. Los nombres, además de sus casos, pueden tener infinitas modificaciones.




II

La abstracción no es operación del pensamiento. Los pronombres, los adjetivos, las preposiciones, los adverbios y las conjugaciones no son de creación primordial. Los artículos son pronombres en su origen.




III

La abstracción se hace por medio de las palabras sin intervención del pensamiento. Los nombres adjetivos son en su origen sustantivos. La memoria y la formación de las ideas generales son efectos del don de la palabra, y de ningún modo operaciones del pensamiento. El lenguaje de accionado no es suficiente para la operación de la abstracción. La tendencia del pensamiento a concretar hace cundir las abstracciones. Las palabras de los números no son primitivas. En lo primordial no puede el pensamiento definir ningún número ni cuenta que exceda los límites de los números de los nombres. La idea del número primordialmente no es aritmética, sino geométrica. Ninguna palabra dependencial o referencial es palabra primitiva.




IV

Las lenguas muertas son más enérgicas que las vivas. Las lenguas vivas desmenuzan y concentran más el pensamiento que las lenguas muertas. Lo que suelen llamar los literatos decadencia de las lenguas es un progreso para el pensamiento. Las trasposiciones de las lenguas antiguas y su composición de palabras son contra el carácter de la filosofía. Especifícase el influjo de las lenguas en las opiniones. Especifícase la naturaleza de la elocuencia. Las opiniones en orden al arreglo de las partes de la oración no tienen fundamento. Cada lengua usa la sintaxis que le conviene. No hay una sintaxis general a todos los idiomas, y en caso de haberla, es absolutamente imposible su descubrimiento. La sintaxis del lenguaje de accionado es la única de la naturaleza, pero no puede aplicarse a los idiomas sino en su periodo primordial. Los adverbios de cualidad son propiamente nombres adjetivos. La creación primordial de las palabras no es acto arbitrario. En lo primordial hay muy pocos verbos y muchos nombres. Casi todos los verbos son derivativos.




V

Una lengua que modificase las palabras variándoles el tono o el semitono músico se hace invariable e incapaz de ningún progreso, imposibilitando todas las abstracciones e ideas generales, a excepción de aquellas que salen de los nombres adjetivos. Semejante lengua no puede desmenuzar las palabras en letras. La lengua de los chinos parece hallarse en este caso, y explica la perdurable estupidez de aquella opulenta nación. Los chinos no podrán aprender lenguas europeas, ni los europeos pensar en chino. Las lenguas monosilábicas como las del Norte separan demasiado el pensamiento, hacen dificultosa la operación del generalizar, y retardan los progresos del pensamiento. El acento y la cantidad de la sílaba no son una misma cosa. El acento dobla el tiempo de la sílaba. En francés no hay acento; en castellano y en italiano todas las sílabas son de un mismo tiempo, y sólo el acento es quien las alarga; en inglés hay sílabas largas y acento.




VI

Despojando del sonido las palabras, se reducen a la esencia del lenguaje de accionado. No se identifican con las cosas en el pensamiento de los sordos. No es posible infundir ninguna idea abstracta ni general a los sordos de nacimiento. La enseñanza no les cultiva el pensamiento. El enseñar a leer, hablar y escribir a los sordos, en medio de utilizarlos para el comercio social, les quita la energía natural de su pensamiento. Todas las lenguas empiezan por palabras monosílabas. Como los monosílabos crecen a polisílabos.




VII

Especifícase la naturaleza de la abundancia, armonía e índole de las lenguas. Comparación de las lenguas antiguas con las modernas. Particularísima abundancia de la lengua castellana en las derivaciones de los nombres. El plan que debe seguirse en la exposición de los idiomas. No proceden de un mismo origen, es decir, de unos mismos fundadores las actuales lenguas de los hombres, pues las del Norte, las del Mediodía y las de Levante son esencialmente diferentes en su cimiento primordial.







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