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ArribaAbajoCapítulo XXXIII


    Bien sabedes vos, señora,
Que soy cazador real;
Caza que tengo en la mano
Nunca la puedo dejar,
Tomárala por la mano
Y para un vergel se van.


Rom. del conde Claros.                


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-¿Vos, Hernando, en Arjonilla? -dijo Peransúrez en cuanto se vieron apartados del ventorrillo todo lo que hubieron menester para no ser de nadie entendidos-. ¿Podéis explicarme cómo habéis dejado el lado del doncel Macías, a quien servíais no ha mucho, si mal no me acuerdo?

-Largo es de contar, amigo Peransúrez -repuso Hernando deteniéndose en un ribazo enfrente del castillo, desde el cual se descubría todo él perfectamente-. Pero si no tenéis prisa en este instante, si podéis atender a la llamada de mi bocina, os referiré cosas que os admiren, y veréis si tenemos montes y venado en abundancia, lo cual haré con tanto más gusto, cuanto que me habéis prometido ayudarme en la montería que me trae a este bendito lugar.

Refirió en seguida el montero Hernando, lo mejor que pudo y supo, cuanto dejamos en nuestros capítulos anteriores relatado, o a lo menos toda la parte que él sabia, que era lo muy bastante para poner al corriente a cualquiera de los negocios del doncel. Al llegar al punto donde dejamos nosotros a nuestros héroes al fin de nuestro capítulo XXXI, prosiguió Hernando en la forma siguiente:

-Habéis de saber, Peransúrez, que desde el ojeo que dieron a mi amo en el soto de Manzanares aquellos desalmados siervos del conde, recelábame yo de cuanto nos rodeaba, y habíame propuesto no soltar la oreja de mi amo el doncel Macías. Cuando llegó, sin embargo, la nueva del alumbramiento de nuestra señora la reina doña Catalina, un maldecido sarao hubo de darse. Ni podía entrar yo allí, ni mi leal Bravonel. Viendo, con todo, que tardaba ya el doncel en demasía, salí a explorar el monte y a ojear los alrededores del alcázar. En ese tiempo ¡voto va!, debió de volver mi amo a nuestra cámara, porque cuando yo regresé faltaba un tabardo de velarte que primero no llevara, y su espada. Volví a salir, y cansado de no hallarle, ocurrióme que acaso fuera de la villa y debajo de las ventanas de Elvira, que dan sobre la plataforma, podría estar el melancólico caballero tañendo su laúd y cantando alguna balada a la señora de sus pensamientos. Dirigí hacia allá, Peransúrez, mi jauría, y al llegar, ¡voto a San Marcos! hallé rastro. Un ruido extraño me había llamado la atención a alguna distancia; conforme nos acercábamos Bravonel y yo, habíamos oído algunas voces confusas y pasos luego de caballos. Llegamos, y veíase abierta la reja de la cámara de Elvira. Dos o tres piedras enormes, colocadas una sobre otra, parecían indicar que acababan de servir de escala a algún atrevido caballero para alcanzar a la reja. A poco rato de observación parecióme que andaba alguien en la habitación con una luz en la mano; ocultéme debajo de la reja lo más arrimado que pude a la pared; el que era se asomó, efectivamente, y al resplandor de la luz que llevaba en la mano vi relucir en el suelo dos trozos de una espada rota. ¡Ésta era la osera!, dije para mí; no bien se hubo apartado el de la luz, que no pude ver quién fuese, reconocí los trozos; era la espada de mi señor. ¿Lo habrían muerto? No, porque estuviera allí su cuerpo, y porque le hubiera olfateado mi leal Bravonel, y hubiera puesto en los cielos el aullido. ¿No es verdad, Bravonel? -preguntó Hernando a su hermoso alano, que echado a su izquierda parecía escuchar atentamente la relación del montero. Al oír esta pregunta, alzóse Bravonel en las cuatro patas, lamió la mano que le acariciaba, como si quisiese dar a entender a su dueño que no se equivocaba en el buen juicio que acerca de su fidelidad acababa de emitir, dio una vuelta en derredor sobre sí mismo, y volvió a colocarse, poco más o menos, como estaba antes de la extraña interpelación-. ¡Bravonel! -dije entonces a mi alano-, ¡el rastro, el rastro del doncel!

Entendióme el animal, Peransúrez; ¡admirable Bravonel! No bien le hube dicho aquella breve exhortación, comenzó a olfatear la tierra, y antes de dos minutos ya se había decidido por una senda. Quise probar, sin embargo, la certeza de la huella, y aparenté ir por otra, gritando siempre: «¡El doncel, el doncel!» Viéraisle entonces correr a mí, echar por la otra, ladrar, aullar, tirarme, en fin, de la ropa con los dientes. ¡Ah! ¡Bravonel, Bravonel, luz de mis ojos! -añadió el montero abarcando con la mano el hocico del animal e imprimiendo en él un beso, más lleno de amor y de cariño que el primero que da un amante al tierno objeto de su pasión-. ¡Bravonel! El que no ha tenido un perro no sabe lo que es querer y ser querido. ¿Que sirve la mujer? La mujer equivoca siempre la senda, la mujer empieza por montear al venado de casa, y el perro no engaña nunca como la mujer. ¡Bravonel, juntos hemos vivido, y juntos moriremos!

-¿Y seguisteis la huella? -preguntó Peransúrez impaciente por saber el fin del cuento, que Hernando había interrumpido para acariciar al animal.

-¿Cómo si la seguí? A pasos precipitados, con toda confianza ya: dos leguas anduvimos. Allí encontramos un pueblo; tomamos lenguas; el herrador nos dijo que acababa de pasar una partida de jinetes; que habían hablado pocas palabras, pero que habían tenido que detenerse a herrar un caballo desherrado; que caminaban de prisa; que debían llevar un preso, según las señas, y que habían pronunciado en medio de su misterio la villa de Arjonilla. ¡Mía es la pieza!, dije yo entonces. Até cabos y dije: «El preso es el doncel, y el que lo prende el conde de Villena.» Efectivamente, el mismo día se había servido Su Alteza señalar el día quinceno para el combate que debía tener con el doncel Macías. Más claro, Peransúrez. Era fuerza, sin embargo, asegurar mis dudas. ¿Qué hacía yo hasta entonces? Y luego quise más fiar de mi brazo y de mi venablo el logro de mi intento. Volví a Madrid, y supe que la corte salía al otro día; sabedor de que don Luis de Guzmán era el que, por su posición con Villena, debía de interesarse más por mi amo, vime con él y expúsele mis dudas; declaréle mi intento, aprobó mi idea, y yo le confié el cuidado de llevar con su menaje a Otordesillas las prendas de mi amo y mías; entre otras, la armadura mejor de Castilla, que si se perdiera, nunca de ello me consolara; es, al fin, la que tiene mi amo destinada por su buen temple para el aplazado combate. Armado después de mi ballesta y dos aguzados venablos, seguido de mi leal Bravonel, y disfrazado lo mejor que pude, púseme la misma noche en camino.

Ayer parece llegaron ellos. Hoy he llegado yo. He aquí, Peransúrez, la causa de mi venida. En aquel castillo, no hay duda, está el doncel. He aquí la presa que habemos menester rastrear. ¿Os acordáis, amigo mío, de un juglar de don Enrique de Villena, que Dios maldiga, hombre de pelo crespo y rojo...?

-¡Ferrus! Recuerdo su nombre; pero él...

-Ferrus, pues, está aquí, y ése es el guardián de mi amo. Le he visto subir a un camaranchón de arriba cuando yo entraba en la venta. Por qué duerme en esta encrucijada y no en su osera, eso no lo alcanzo. Lo que entiendo sólo, Peransúrez, es que ése es el oso que hemos de montear. ¿Insistís en vuestro ofrecimiento, ahora que sabéis cuánto motivo puedo tener de guardar silencio y sigilo, y cuán peligrosa sea la empresa?

-¿Cómo si insisto? Hernando -dijo Peransúrez levantándose del suelo en que estaban sentados-, no es esta la primera montería en que hemos andado juntos. Amo el peligro como buen montero, y osos mayores que ése, amigo mío, me han prestado amistosamente piel para más de una zamarra. Examinemos, si os parece, la posición del castillo, discurramos el medio más prudente...

-El medio, Peransúrez, ¡voto va!, es esperar aquí a ese perro de juglar, a esa raposa cobarde y rapaz, y clavarle en tierra con un venablo, como quien bohorda, más bien que como quien caza. ¿Merece siquiera los honores de ser comparado con una fiera noble y denodada?

-Guardaos, amigo Hernando, de ejecutar tan descabellado propósito. Bien veo que seguís necesitando un consejero prudente que temple el ardor de vuestra imaginación. Mataréis a Ferrus; pero ¿y luego?

-Luego, voto va, luego... Dirigidme, pues, en hora buena. Bravonel y yo estaremos atentos al ruido de vuestra bocina. Soy yo mejor, en verdad, para obedecer que para mandar. Pero voto a Dios que os despachéis pronto, y nos digáis cuanto antes contra quién he de disparar el venablo, que se me escapa él solo de las manos, y están ya los dientes de Bravonel deseando hacer presa en el animal.

-Ea, pues, venid; demos disimuladamente la vuelta al castillo; en seguida volveremos a Arjonilla; vendréis a tomar un bocado conmigo; que el buen montero, riñón cubierto, y mañana amanecerá Dios, y con su dedo omnipotente nos señalará el rastro de los malvados.

-A la buena de Dios -replicó Hernando- ¡Bravonel, Bravonel, vamos! Guiad vos, Peransúrez, que conocéis la tierra.

Dichas estas palabras comenzaron los dos amigos su exploración, hecha la cual se retiraron a concertar los medios de introducirse en el castillo por más guardado que estuviera, y de salvar al doncel, que presumían hallarse dentro, con no pocos visos y fundamentos de verdad.

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ArribaAbajoCapítulo XXXIV


    En una torre fue puesto
Con cadenas a recado.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
La condesa entrara dentro
Do está el conde aprisionado.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Ambos hablan en secreto
Y conciertan en celado;
Que por librar tal persona
A más que esto era obligado.


Rom. de Sepúlveda.                


Cuando Ferrus, encargado por el conde de Cangas y el astrólogo de la prisión del enamorado Macías, pensó albergarse en la hostalería del complaciente Nuño, no fue ciertamente porque no hubiese en el castillo albergue digno de él.

Es fuerza remontarnos más al origen de las cosas para explicar de un modo satisfactorio esta singularidad.

Fácilmente comprenderá el lector, impuesto ya en los diversos caracteres sobre que gira nuestra narración, que necesitando los dos autores de esta intriga el mayor secreto, sólo podían fiar tan importante comisión al que ya estaba forzosamente en él; el reparo de la falta de valor no podía tener en este caso mucho peso, porque habían de acompañarle otros, los cuales sólo sabían que debían prender a un hombre, sin saber quién fuese; y para mandar a éstos y aprisionar con ellos a un caballero que salía descuidado de una cita amorosa, no se necesitaba un gran fondo de arrojo y determinación. Por otra parte, Ferrus era hombre fríamente malo y cruel: ¿quién podía, pues, desempeñar mejor que él la inexorable comisión que se le confiaba? Lográbase, además, de este modo la ventaja de apartar de la Corte al único hombre que podría en un caso adverso comprometer al conde, y la de tener en el castillo un ente capaz de cualquier acción determinada, si llegaba ocasión apurada en que estorbase la existencia del preso. Combinadas estas diversas circunstancias, sólo quedaba que pensar en ligar el interés de Ferrus al feliz éxito de la expedición, de una manera que hiciese imposible toda traición. El conde para esto creyó que no podría haber medios mejores que la gratitud por una parte y la esperanza del premio por otra; así, decidió hacer libre a su siervo y loco favorito. Quitóle el collar de metal que en seña de servidumbre llevaba, e hízole de su siervo un vasallo. Con extraordinario placer renunció Ferrus a su bonete de sonajas de juglar y al molesto oficio de divertir con bufonadas a sus superiores; y sus sentimientos de fidelidad llegaron a tocar en un acendramiento difícil de explicar, ni menos de igualar, cuando el conde le manifestó que le hacía libre entonces para confiarle la alcaldía del castillo de Arjonilla; añadiéndole, que si desempeñaba fielmente este importante cargo, no pararía en esto sólo su favor. Bien entrevió Ferrus, por consiguiente, que toda su prosperidad futura dependía de que Villena saliese con el maestrazgo, y siendo eso imposible si se llegaba a probar algún día que don Enrique había muerto a su esposa, hizo firme propósito Ferrus de consentir primero que le hiciesen pedazos que en dejar la menor esperanza de salvación al asegurado doncel. Su muerte, en último caso, hubiera sido para él una grandísima friolera puesta en balanza con su futura grandeza.

El lector sabe que, merced a la tenacidad de Elvira, se había logrado la industria del astrólogo con más felicidad aún que lo que él podía nunca haber esperado, si bien había contado siempre con la ventaja que le ofrecía el haber de bajar el doncel de la reja alta de una manera que impedía toda defensa. Llevó a Arjonilla unas instrucciones del conde, severas sí, pero no sanguinarias, y otras del judío aplicables a todas las circunstancias que pudieran ocurrir, y un tanto menos escrupulosas, porque éste se hallaba ya tan interesado como Ferrus en la grandeza del conde y sumamente ligado a sus intrigas por el peligro que corría, si llegaba a descubrirse algún día la horrible maquinación en que no había tenido él la menor parte,

No se había previsto, empero, una circunstancia bien temible. El conde, que había tenido grande interés en que su castillo de Arjonilla estuviese de algún tiempo a aquella parte bajo la custodia de alguno de sus más allegados servidores, por razones que él se sabía, y que algún día sabrán nuestros lectores, había confiado su alcaldía a su camarero Rui Pero, de quien no hemos vuelto a hablar por esta causa. Éste era hombre duro y fiel: por lo tanto suspicaz e irascible. No pudo, pues, sentarle bien la orden que le intimó Ferrus en nombre del conde, su común señor, ni menos el imperio y mal entendida arrogancia con que se la oía prescribir a un hombre que acababa de salir de la nada, a un siervo cuyo collar de metal acababa de romper su amo, y cuyas sonajas de azófar y bonete de loco estaban todavía demasiado recientes en la memoria del noble camarero para que le pudiese inspirar respeto ni estimación el que venía a ocupar su mismo destino, con desdoro de su clase y prerrogativas. Mandábale a decir el conde que siendo necesaria su asistencia a su lado, sólo tardase en ponerse en camino para Otordesillas, donde debía encontrarle para hacer entrega del castillo al nuevo alcaide, y enterarle de cuanto él se figurase que conducía a su mejor servicio. Rui Pero, llevado de su mal humor, no perdonó medio alguno de inspirar terror a Ferrus acerca de la responsabilidad que sobre sí acababa de tomar y de las dificultades que ofrecía la conservación del castillo de un secreto tan inmediato a población, y en que si era fácil impedir la entrada a los extraños, no lo era tanto estorbar que tuvieran los de dentro alguna comunicación con los de fuera; insistió bastante, además, en la fama que de encantado tenía el castillo y en lo que de él contaban los habitantes, cosa que no contribuyó en nada a tranquilizar el ánimo de Ferrus, ya de suyo naturalmente enemigo de encantos y prodigios. Deseoso de averiguar si debería temer o no cuanto en el particular Rui Pero le refería, determinó dormir una noche en la hostalería del pueblo, así para averiguar a punto fijo el fundamento que podrían tener aquellas tradiciones, que cual telas de araña se adhieren siempre a los edificios viejos, como para escudriñar si se había traslucido algo entre los habitantes de Arjonilla acerca de los misteriosos secretos que encerraba a la sazón la antigua hechura del amante de Zelindaja, y acerca del objeto de su propio viaje. Ésta era la verdadera causa de aquella extravagancia.

No bien se había despertado Ferrus, cuando tenía ya a la cabecera de su cama al complaciente Nuño, con la montera en la mano, y con un como gustéis siempre asomado a los labios para salir a la menor indicación del huésped. Entablóse entre ambos, mientras que Ferrus se vestía, un diálogo que por lo largo e inútil a nuestro propósito, perdonamos a nuestros lectores con el interesado objeto de que nos perdonen ellos a nosotros cosas de mayor monta y trascendencia. Baste decir que por él pudo Ferrus formar una exacta idea de su verdadera posición, y no le hubo de parecer tan mala como Rui Pero se la había pintado, porque decidió volver inmediatamente a su castillo, y aun hizo propósito de darse por encargado y enterado de todo lo más pronto posible, pues bien se le alcanzaba que el disgusto y mal humor del camarero sólo podían resultar en daño de la intriga de su amo.

Tuvo el hostalero, prevenido por Peransúrez en la madrugada del mismo día, el buen talento de no hablar a Ferrus de la imprudente conversación tenida en público la noche anterior en su cocina después de haberse él recogido, y Hernando, a quien importaba no ser conocido, de Ferrus sobre todo, se mantuvo oculto hasta que supo que había regresado al castillo el ex juglar, pagada ya la cuenta de su gasto, aunque no tan opíparamente como el hostalero esperaba, cosa que se supo porque al despedirse Ferrus de él, díjole:

-Dios os prospere y os dé, buen Nuño, lo que más os convenga.

Y se notó que Nuño no le había respondido el como gustéis de ordenanza. Esta observación de los historiadores del tiempo, que hablan con toda profundidad del lance, es tan justa, que cuando Nuño habló con Peransúrez después de la partida de Ferrus, no sólo no insistió en la apuesta, sino que se inclinó ya, por cierta antipatía que había nacido en su corazón repentinamente contra Ferrus, a la parte del emprendedor montero, diciéndole entre otras cosas que tendría un placer singular en que se jugase una pasada que metiese ruido al señor alcaide nuevo del castillo del moro, por su arrogancia y su petulante continente.

No echó Peransúrez en saco roto esta buena predisposición al mal del hostalero, y reuniéndose a toda prisa con Hernando, procedieron a dar el paso que en su deliberación de la noche anterior les había parecido más conducente y atinado para el logro de su arrojado intento.

Entretanto era varia la posición de los habitantes del castillo. En los patios interiores divertían sus ocios tirando al blanco o bohordando hombres de armas, a quienes estaba confiada su defensa y custodia; algún grupo de ballesteros o archeros pacíficos discurrían más apartados acerca de la singular reserva que reinaba en todas las operaciones de aquel edificio verdaderamente mágico, porque no eran todos sabedores de lo que encerraban sus altas murallas. Algunos sí sabían que habían traído ellos mismos un prisionero, por ejemplo, pero ni sabían quién era ni le habían vuelto a ver. Tales habían sido y eran las precauciones observadas sabiamente por los principales emisarios del conde.

Había sido colocado el nuevo huésped en una sala baja incrustada, digámoslo así, en el corazón de una mole de piedra, que esto y no otra cosa era cada paredón del castillo. No tenía más adornos que el que le proporcionaban algunas telas de araña, indicio de la poca consideración con que al caballero se trataba, y varios informes lamparones que dibujaba la humedad con caprichosa desigualdad en las desnudas paredes de aquel calabozo. Hacía más horrorosa la prisión un rumor monótono y profundísimo, muy semejante al que produce el brazo de agua que sale de la presa de un molino, que rompe por entre las guijas de una cascada o que se desprende de un batán. El que haya tenido alguna vez la desgracia de verse privado de su libertad en una oscura prisión oyendo día y noche el acompasado golpeo de un reloj de péndola, será el único que pueda apreciar la situación del doncel, condenado a aquel tristísimo son. No recibía más luz aquel cavernoso nicho que la que le prestaba en los días más claros del año un agujero redondo y cerrado con cuatro hierros cruzados y practicado en la parte más alta del muro. Hallábase situado a orilla de una zanja, hecha a lo largo de la muralla interior; por la zanja corría, produciendo el rumor que hemos descrito, un residuo del torrente, que llenaba con sus aguas el foso exterior del edificio, y entre la zanja y la muralla interior había una ancha y espaciosa plataforma. Era preciso, pues, pasar la zanja desde la plataforma para entrar en la prisión destinada al doncel; pero esto sólo se podía verificar bajando el rastrillo que la cerraba sirviéndole de puerta. La rara colocación de aquella cueva indicaba que había sido construida desde luego para encerrar presos de importancia, y a quienes se quisiese quitar la vida prontamente como represalia, en caso de hallarse ya tomado el castillo por el enemigo. La situación por otra parte, su hondura y el ruido del torrente, impedían que pudiese ser oída en ningún caso la voz del prisionero que en aquella caverna se encerrase. Casi enfrente de ella venía a caer, entre las dos murallas, la torre principal de la fortaleza. Mirando oblicuamente por el agujero conductor de la luz, que dejamos descrito, divisábanse con trabajo algunas altas ventanas. Nada se podía ver de día de lo que dentro de ellas pasaba; pero de noche, cuando reinaba la más completa oscuridad, veía el doncel una luz arder en lo interior de una habitación, moverse a ratos, mudar de sitio, desaparecer, y aun producir sombras de diversos tamaños y figuras, bastantes a atemorizar en aquel tiempo de superstición un corazón menos determinado que el del doncel; sobre todo en un castillo que hacían encantado las tradiciones más remotas del país, y cuyo destino parecía ser realmente el de pertenecer siempre a seres nigrománticos, como le sucedía a la sazón, que era dueño de él el conde de Cangas, a quien nadie tenía por menos mago que el amante de Zelindaja. De noche también, y cuando se columbraban las temerosas sombras, era cuando solía mezclarse con el silbido del viento y el ruido de la lluvia, o el estruendo de la tempestad, una voz aguda y dolorosa, que era la que tenía espantada la comarca, y la que nuestro buen Nuño, había oído la noche que se retiraba de su labor, como en nuestro capítulo anterior dejamos dicho.

Finalmente, otra entrada tenía la prisión del doncel. Una escalerilla de caracol la ponía en comunicación con una larga galería interior del castillo; pero una puerta de hierro sumamente pequeña y cerrada por defuera con pesados cerrojos y candados, cuyas llaves poseía sólo el alcaide, imposibilitaba por esta parte toda esperanza de evasión. Un mal lecho había sido dispuesto a ruegos del prisionero en la caverna, y había conseguido por favor singular que le dejasen el pequeño laúd que a la espalda como trovador llevaba cuando su cita amorosa. Con él divertía su amarga posición pulsándole blandamente, y regándole con sus acerbas lágrimas, los ratos que no escribía en las paredes con un punzón alguna tristísima endecha, dirigida a la ingrata señora de sus pensamientos, cuyo rigor le había puesto en tan lastimero trance.

La habitación que por ser la mejor y la más espaciosa se había reservado el alcaide, y que se habían repartido a la sazón Rui Pero y Ferrus, se hallaba en el piso bajo de la torre de que hemos hablado. Un salón anchuroso, adornado con varios trofeos y armas suspendidas en las paredes, era el departamento principal. Una larga mesa estaba clavada en medio; el hogar ardía en la cabecera de la sala, y en el extremo opuesto un aparador o bufete encerraba la vajilla estilada en aquel tiempo para el servicio de la mesa.

Al anochecer del día en que nos encuentra nuestra historia, dos hombres arrellanados en dos grandes poltronas de baqueta española, la más apreciada entonces en Europa, conversaban tranquilamente uno enfrente de otro y separados por la mesa como si hubieran necesitado de un cuerpo intermedio para no reñir. Así parecía indicarlo su gesto displicente. El uno era Ferrus. En su rostro brillaba la satisfacción de un hombre que ha llegado a ocupar un destino superior a sus méritos y esperanzas. El otro era Rui Pero. Su continente era el de un hombre, por el contrario, herido en lo más delicado de su amor propio por un disfavor no merecido, y habíaselas con el emancipado juglar como podría habérselas un general acreditado por sus servicios y conocimientos con un guerrillero a quien hubiese igualado con él la fortuna.

Una lámpara suspendida del techo iluminaba los rostros de entrambos, y los iluminaba mejor una alta vasija, cuyo preñado vientre vaciaba de cuando en cuando, en dos anchas copas, cierto jugo vivificador que embaulaban nuestros dos interlocutores a tragos repetidos en su cuerpo como en un cubo desfondado.

-¿Cuándo pensáis partir, señor Rui Pero? -preguntó Ferrus después de uno de estos tragos, paladeando todavía el licor de Baco.

-¿Habéis tomado ya, señor juglar -repuso Rui Pero-, es decir, señor Ferrus, alcaide del castillo de Arjonilla, las instrucciones que habíais menester?

-Estoy tan apto, señor Rui Pero, para desempeñar la alcaidía de este famoso castillo, como el mejor camarero de Castilla -contestó Ferrus picado.

-En ese caso, señor tal alcaide, pasado mañana al lucir el alba me pondré en camino para la corte, si no manda otra cosa vuestra señoría.

-Gracias, señor Rui Pero.

-¿Habéis mandado relevar las centinelas exteriores de la muralla y las dos de las torres y de la galería interior del preso?

-Bien sabéis -contestó Ferrus- que no es ese cargo mío mientras estéis vos en el castillo. Y espero que no me comprometeréis con mi amo el señor conde ni querréis faltar al deber...

-No acostumbro a faltar a mis deberes, señor Ferrus, y voy por tanto a disponer...

-Esperad. Supongo que seguís con el cuidado de emplear en el servicio de centinelas los ballesteros que ignoran completamente la calificación de los prisioneros. De otra suerte...

-No habéis menester suponerlo -dijo apurando su copa Rui Pero-; bastará con que lo creáis a pies juntillas. Además ya habréis conocido que necesita habilidad para escaparse el preso que tal intente hallándose encerrado en la prisión de la zanja.

-Sí, según me habéis dicho, no conociendo el secreto del rastrillo, sólo la muerte sería el resultado de la menor tentativa de evasión. Admirable construcción la de ese calabozo. ¿Y quién construyó?...

-¡Silencio! -dijo Rui Pero al ver entrar un tercero en la sala y gozoso de dar una lección de prudencia al inexperto Ferrus-. ¿Qué queréis vos? -añadió dirigiéndose al extraño.

-Señor alcaide -respondió el faccionario que acababa de entrar-, han llamado al castillo dos caminantes fatigados...

-A nadie se da hospedaje -repuso Rui Pero malhumorado.

-Lo sé, señor alcaide. Pero advierta vuestra merced que no son caballeros, ni hombres de guerra. Son dos reverendos padres que piden albergue por esta noche.

-¿Y por qué no lo buscan en Arjonilla?

-Parece, señor, que van extraviados y pasan a estas horas por el castillo, ignorantes del camino que guía a la población. La copiosa lluvia que ha engruesado el torrente les obliga a pedir albergue.

-¡Voto va! -dijo Rui Pero-. Lo más que por ellos podemos hacer es que les enseñe el camino un hombre del castillo.

-Pero ése, señor, no los pasará en hombros a través del torrente -repuso el ballestero, temeroso de ser él elegido para aquella comisión.

-Por otra parte -añadió Ferrus, a quien los vapores del vino daban confianza y determinación-, ¿qué peligro hay en albergar dos frailes? Dios sabe de dónde serán. Esos padres suelen venir de lejos e ir de paso; muy forasteros deben de ser, pues ignoran que el castillo es encantado y nada hospitalario. Van de paso.

-Sin embargo, si pudiesen pasar el arroyo... -replicó Rui Pero.

-¿Y queréis -dijo Ferrus, acercándose al oído del camarero- que nos expongamos a que pase un hombre del castillo la noche fuera de él y suelte la lengua mas de lo preciso? Eso es peor...

-Peor, peor... -refunfuñó entre dientes el camarero.

-Si gustáis, señor alcaide -dijo el ballestero-, se les contestará que vayan a buscar albergue a otra parte. Ello, la noche es terrible.

-¿Terrible decís? -repuso Rui Pero asomándose a una ventana-. Sí; parece que el cielo se derrite en agua. Sería una inhumanidad por cierto.

-No podemos consentir -añadió Ferrus-, que dos ministros del Altísimo queden a la intemperie en una noche...

-En buen hora; que entren -dijo Rui Pero al ballestero, quien se fue a cumplir la orden,

-¡Voto va! -añadió Ferrus-, éramos dos y seremos cuatro. Aún queda vino en esa vasija para otros tantos, y los padres no se desdeñarán de hacernos un rato de compañía, yendo sobre todo de camino. Todo el peligro que podemos recelar de los santos varones, señor camarero, es que nos echen algún sermón en latín que no entendamos, y así como así, dentro de un rato ya no nos íbamos a entender nosotros dos, según la faena que damos a nuestras copas.

Una carcajada de Ferrus al concluir estas palabras probó que todavía no había perdido la costumbre, que se había hecho en él naturaleza, de decir bufonadas a todo trance, a pesar de su nueva dignidad.

De allí a poco entraron humildemente en el salón dos reverendísimos padres, cuyos hábitos derramaban a hilos el agua, como un paraguas expuesto por gran rato a la lluvia y que se arrima a un rincón a medio cerrar.

Saludáronles cortésmente nuestros dos amigos, y después de los primeros cumplimientos les invitaron a que se acercasen para secar sus hábitos al hogar, donde quedaron mirándose unos a otros largo espacio los dos opuestos alcaides y los dos bien avenidos frailes.




ArribaAbajoCapítulo XXXV


    Mentides, frailes, mentides,
Que no decís la verdad.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Mató el fraile al caballero,
A la infanta va a librar:
En ancas de su caballo
Consigo la fue a llevar.


Rom. del conde Claros.                


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Al entrar los dos modestos frailes en la sala, no había dejado de llamarles la atención el agradable pasatiempo en que entretenían sus ratos perdidos el antiguo y nuevo alcaide. Habíanse mirado uno a otro como inspirados de la misma idea, y este movimiento hubiera sido notado de los defensores del castillo, a no ser que, no habiendo creído éstos que tendrían ya visitas con quien guardar ceremonia, habían menudeado en realidad del tinto más de lo que a su prudencia convenía. Su misma posición les había excitado a beber, y aun hay cronistas que aseguran que deseosos uno y otro de no tener compañero en el mando, y demasiado confiado cada cual en su propia resistencia, se habían animado recíprocamente a beber por ver si conseguían privar al colega; plan que, merced a la igualdad de sus fuerzas, había resultado en detrimento de la razón de entrambos.

-¡Por San Francisco! Perdonen vuestras reverencias -dijo Ferrus- si les han hecho esperar a la intemperie más de lo que ese hábito que visten merece. Pero sepan que a él sólo deben esta acogida, porque el castillo a que han llamado no es en realidad de los más hospitalarios que pudieran haber encontrado en su camino.

-Pax vobiscum -dijo el menos corpulento de los padres con voz grave.

-Como gustéis, padres -repuso Ferrus-, según el estribillo de mi huésped de ayer; porque han de saber sus reverencias que de dos dignos alcaides que tienen en su presencia ahora, ninguno sabe latín.

-En ese caso, Te Deum laudamus -repuso el padre, respirando como aquel a quien le quitasen de encima una montaña.

-Gracias -contestó de nuevo Ferrus, no queriendo ser tachado de poco político por dejar sin respuesta una lengua que no entendía-. Dos cosas debemos suplicar a vuestras reverencias -prosiguió; primera, que se quiten esos hábitos que traen mojados...

-Et super flumina Babylonis, dice el salmista; vetat regula, la regla nos lo impide.

-Sea en buen hora; pero la regla no impedirá a vuestras reverencias que hagan lo que vieren adonde quiera que fueren; primera regla de hospitalidad entre caballeros -añadió Ferrus derramando vino nuevamente en las copas y ofreciendo una al padre que había llevado hasta entonces la palabra.

Miráronse los padres uno a otro para consultar entre sí lo que deberían hacer.

-¡Voto va! aquí se ofrece de buena voluntad -añadió Ferrus viendo su indecisión-, ¿no es cierto, señor camarero?

-Vos lo habéis dicho -repuso el camarero tomando una copa-. Pero si sus reverencias no se atreven por respetos al, cielo, nosotros, viles gusanos de la tierra...

-Vinum lÅ“tificat cor hominis -interrumpió el padre-. Nosotros agradecemos a vuestras mercedes la buena voluntad; pero sólo beberemos en la refacción, si tenéis por bien hacérnosla servir; vuestras mercedes beban, y mientras, nosotros exultemos et latemur.

-A la buena de Dios -dijo Ferrus vaciando su copa-. ¿Y este padre que nada dice, es que no sabe latín, como si fuera alcaide?

Miraban los dos frailes a Ferrus, como buscando en sus ojos si encerraría alguna intención o sospecha aquella pregunta, hecha de aquel modo, o si sería meramente casual e hija de la poca aprensión del que la hacía. Parecióles en conclusión que no se podía leer en los ojos de Ferrus sino la expresión del mosto, y no dudó en responder con cierta serenidad el mismo padre:

-Mi superior está achacoso; es sordo además tanquam tabula...

-Sí, que es gran sordera -repuso Ferrus, presumiendo que así se llamaba la enfermedad del padre.

-Y un tanto tierno de ojos, que es la razón de verle la capucha tan sobre ellos como notarán vuesas mercedes. La humedad, sobre todo, de esta noche debe de haberle perjudicado mucho. Benedictus qui venit... Venga o no venga -añadió para sí el padre.

Efectivamente, no se le veía apenas rostro al padre que había permanecido callado. Ocultábale el medio de abajo una larga barba blanca, y su capucha le envolvía todo el medio de arriba.

-¿Y viajan siempre vuesas reverendas con esos mozos de estribo? -preguntó Ferrus, reparando en un hermoso alano que casi detrás del padre silencioso reposaba, y que había entrado sin ser antes de ellos sentido.

-¡Ah! -repuso el padre-. Dios nos perdone esos medios mundanos de defensa. Aunque manet nobiscum Dominis, bueno es llevar además un amigo consigo. Es el perro del convento; nuestro reverendo abad no quiso que en nuestros tiempos de salteadores, ni el padre Juan ni yo, padre Modesto, como me llaman, para servir a Dios y a vuesas mercedes, nos viniésemos sin ese corto auxilio siquiera para nuestra seguridad, si bien Deus vigilat.

-¿Y de dónde bueno, padre mío? -preguntó Ferrus con audaz curiosidad.

-De Jaén, hijo -repuso con extrema serenidad el padre-; sí, hijo, de Jaén. Llevamos una comisión secreta, que bajo la fe de la obediencia no podemos revelar, para el reverendo prior del convento de Andújar de nuestra misma Orden, que es corno veis de San Francisco, hijos míos; pensábamos haber caminado toda la noche y haber llegado allí antes de la mañana; empero Dios que nos ha enviado esta agua, y los achaques de mi compañero, nos han obligado a pedir hospedaje. Introibo, dijimos, ad altare.

-Y bien dicho -habló por fin el camarero, que había estado hasta entonces observando al silencioso fraile-, muy bien dicho, aunque nosotros no lo entendamos. Pero lo dijo vuestra reverencia y basta: si les parece a sus reverencias, que vendrán cansados -prosiguió el cortesano camarero-, harémosles servir la refacción para que se retiren, señor Ferrus.

-Amen -repuso el padre-, tanto más cuanto que mañana hemos de salir a la madrugada, si dais orden de que nos abran temprano en el castillo.

-Daránse las órdenes todas que fueren necesarias -repuso Ferrus, apartándose y hablando al oído al camarero-. Pero ved que las centinelas no se han relevado aún.

-Pudierais vos mudarlas -le contestó Rui Pero mientras yo hago disponer la cena; estos buenos padres nos dispensarán si les dejamos solos un instante por su propio servicio.

-Ite, missa est -replicó el padre, echando una bendición gravísima a entrambos alcaides, que se dieron el brazo mutuamente a pesar de sus interiores rencillas, sin duda olvidándolo todo en momentos en que necesitaban tanto de recíproco apoyo, y salieron de la sala.

-¡Cuerpo de Cristo! Por vida de Diego Gil y Martín Bravo, los más famosos monteros de Castilla, que Dios perdone -exclamó el padre silencioso soltando una carcajada algo reprimida por la prudencia-. ¡Voto va! que nunca hubiera dicho, fray Juan o fray Peransúrez, que tañeseis de ladradura con tal primor.

Por mi venablo que se os entiende de cazar en latín a las mil maravillas.

-¡Prudencia, Hernando! Sepamos lo que nos hacemos, ya que yo no sé lo que me digo. ¿No os previne de que fui monacillo y sacristán en cierto tiempo, durante el cual, si mucho escatimé el rastro de las vinajeras de la Almudena, no por eso dejé de oír las bocinas de los padres en el coro? Aprendí a tañer la mía en latín como habéis visto, y alguna palabra entiendo, ¡voto a tal!, de cada ciento que digo.

-Pobre venado es éste, Peransúrez; es nuestro -dijo Hernando-. Hace la señal del pezuño chica, y va en la redruña, ¡voto a tal! No tardaremos en tañer de occisa. ¿Pondrémosle canes?

-Ved no nos obliguen a tañer de traspuesta, mirad que se levanta ya el venado a la ceba. Yo os avisaré el momento.

-Los tiempos nos dirán, conforme vengan...

-Sí; pero ved, Hernando, que no es lo difícil la entrada; mirad por la salida.

-Dios proveerá y mi venablo -repuso Hernando, componiéndose sus hábitos y echando de nuevo su capucha-. Ya vienen hacia el buitrón.

Volvían en esto ya los dos alcaides. No tardó mucho tiempo en cubrirse la mesa, a la cual se sentaron los cuatro con la mayor armonía y fraternidad. Poco tiempo hacía que cenaban, con imprudente abandono Rui Pero y Ferrus, con más reserva y comedimiento los frailes, cuando llamó a las puertas del castillo un expreso que enviaba el conde de Cangas y Tineo. Abriéronle inmediatamente, e introducido en la sala, echóse de ver en su traza que había corrido mucho y que debía de ser en grande manera interesante su mensaje. Tomó Rui Pero el pliego cerrado que para él traía y apartándose un poco leyóle rápidamente, manifestando bien a las claras en su rostro cuánta sorpresa le infundía.

-Señor Ferrus, grandes novedades -dijo después de haberle recorrido.

-¿Qué decís? -preguntó Ferrus tartamudeando.

-Nuestro señor el ilustre conde de Cangas y Tineo, maestre de Calatrava, se halla a pocas leguas de aquí...

-¿Cómo? -exclamó Ferrus levantándose.

-Sí; parece que el día después de vuestra salida de Madrid llegó a la Corte la nueva de los disturbios de Sevilla. Las cartas y pesquisidores que envió Su Alteza a esa ciudad el mes pasado para poner en paz los bandos que han estallado entre el conde de Niebla, su primo, y el conde don Pedro Ponce y otros caballeros y veinticuatros, no surtieron efecto, y el mal se acrecienta por momentos. Temeroso Su Alteza de los resultados de tan grave daño, hizo suspender su viaje a Otordesillas; hase contentado con expedir pliegos anunciando a la reina doña Catalina que irá allá desde Sevilla y mandado disponer para entonces las funciones reales y torneos que se preparaban en solemnidad del nacimiento del príncipe don Juan. Hase traído consigo a los principales señores de la corte, y esta noche debe dormir en Andújar.

-Gran novedad, por cierto -dijo Ferrus.

-Añádeme su señoría que en ese pueblo permanecerán tres días, por hallarse señalado para mañana la prueba del combate. Encárganos con este motivo -añadió Rui Pero al oído de Ferrus- la mayor vigilancia.

-¡Voto a tal! no hay cuidado -dijo Ferrus dando una carcajada-. No vencerá el doncel. ¿Y piensa venir su grandeza por aquí?

-Parece que no, pues de Andújar pasa Su Alteza a Córdoba, desde allí irá en la barca grande, el Guadalquivir abajo, a Sevilla, pues que está Su Alteza muy doliente y no le deja caminar a caballo su físico Abenzarsal. Pero en atención a todo esto, yo partiré mañana de madrugada.

-Sea en buen hora, como gustéis -repuso Ferrus-. Esto entretanto no altera el orden de nuestra cena. Podéis retiraros, buen hombre -añadió Ferrus al emisario.

-Que os den de cenar -dijo Rui Pero al mismo- y disponeos mañana a venir conmigo a la Corte.

Retiróse el emisario, y siguieron cenando nuestros cuatro paladines, conversando acerca de la determinación del Rey y del singular acaecimiento que los había acercado tanto a la corte.

-Bueno fuera, señor alcaide -dijo Peransúrez dirigiéndose a Ferrus, que era el más afectado del licor-, bueno fuera que hubieseis de hospedar en este castillo a la corte...

-¡Bah! -dijo Ferrus-, no pasa por aquí, y además, en un castillo encantado...

-¡Encantado! Dios nos perdone -dijo con afectado escrúpulo el padre.

-¿No ha oído hablar nunca el padre de la mora Zelindaja, Zelindaja la mora...? -siguió Ferrus con dificultad, y riéndose a cada palabra con la estúpida expresión de la embriaguez.

-¡Hola!

-¡Voto va! pues la mora... Rico vino es este, padre; ¿no bebéis?

-Proseguid -dijo el padre haciendo con su mano un ademán de agradecer el ofrecimiento.

-La mora, pues... Vaya otro trago, señor Rui Pero.

-¿Y la mora? -preguntó el padre.

-La mora... Zelindaja queréis decir, la que está encantada en la torre...

-¿En la torre?

-Sí; aquí arriba sobre nosotros. ¡Pero qué vino! ¡Qué paladar! ¿Os dormís, señor Rui Pero? ¡Voto va!

-¿Conque arriba? -preguntó el padre.

-Por ahí la llaman la mora, y dicen que aparece, y que... ¡Ah! ¡ah! ¡ah! -añadió Ferrus soltando una carcajada y mirando el vino que contenía aun la copa-. ¿Qué hacéis vos ahí -prosiguió vuelto en seguida a los que le servían la mesa, escuchando, espiando, a ver si se me escapa alguna imprudencia? ¡Belitres! Si esperáis a que yo os diga dónde está el preso... larga la lleváis. Fuera de aquí; llamaremos cuando hayamos menester. Diciendo y haciendo, levantóse Ferrus con trabajo y cerró la puerta después que hubieron salido los sirvientes, espantados de las palabras del alcaide.

-¿Conque el preso...?, señor alcaide -prosiguió Peransúrez, que así como su compañero no perdía una palabra ni una acción de las que se le escapaban al imprudente mancebo.

-El preso no se escapará mientras pendan de mi cintura las llaves todas del alcázar. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! Notad, padres míos, la figura que hace un camarero dormido -prosiguió Ferrus riéndose a carcajadas y señalando con el dedo la boca abierta del buen Rui Pero, a quien la hora, el vino y el cansancio tenían cabeceando sobre su poltrona-. ¡Ah! ¡ah! ¡ah!

Al llegar aquí, tocó Peransúrez por bajo de la mesa al pie de Hernando, que de puro impaciente no hacía ya más que moverse había un gran rato. Levantándose a un tiempo los dos, precipitóse cada uno sobre el que tenía al lado. Tocóle a Peransúrez el dormido Rui Pero, que se halló ya maniatado y tapada la boca antes de acabar de despertarse; a Hernando, Ferrus, cuyo asombro fue tal al ver levantarse de repente, y en aquella tan inesperada forma, a los dos reverendos, que no fue dueño de gritar ni de oponer la menor resistencia al montero, el cual así lo fajaba con sus poderosas manos como si fuese un niño. Pusieron nuestros dos amigos a cada uno de los alcaides un palo del hogar atravesado en la boca y sujeto con cordel que preparado llevaban, a manera de mordaza, y atáronlos en seguida fuertemente de pies y manos a sus mismas poltronas, dejándolos conforme se hallaban colocados, es decir, uno enfrente de otro, con la mesa en medio y sus copas delante. Era cosa de ver la figura que hacían, sin poderse mover ni remover, ambos con la boca abierta, y mirándose con ojos aún más abiertos, sin acabar de comprender si estaban encantados por el moro del castillo o si habrían dado hospedaje a dos diablos del otro mundo que venían a castigar su descompuesta vida.

Hecho esto por nuestros dos reverendos, y apoderados ya del manojo de llaves que pendía del cinto de Ferrus, fue su primer cuidado recapacitar lo que acababan de oír al ebrio alcaide.

Parecía por el misterio de sus palabras que la torre era el lugar del castillo destinado al prisionero. Estaban en ella, pero era indispensable hallar una subida, y si había dos, aquélla en que estuviesen menos expuestos a ser notados o a encontrar importunas centinelas. En punto a esto convinieron que era preciso ponerse en manos de Dios, que veía sus intenciones y no dejaría de favorecerlas, y echáronse a buscar una subida, que no tardaron en encontrar. Probando llaves lograron abrir una puerta encubierta detrás del hogar por un tapiz viejo; empujáronla, y una escalera oscura les probó que habían dado con lo que necesitaban. Armado cada uno de un agudo venablo, y llevando en la mano izquierda Hernando, que iba delante, una linterna sorda de metal, diéronse a subir con la mayor confianza en Dios, donde los dejaremos, ora trepando escaleras, ora recorriendo largas y oscuras galerías, ora, en fin, probando llaves en cada puerta que encontraban, todo con el mayor silencio por no dar la alarma en el castillo.

Hallábase colocado el cuarto, donde se divisaba la misteriosa luz desde los alrededores de la fortaleza, en el extremo de una galería, y como quiera que las puertas fuesen todas de la mayor seguridad, no se creía prudente establecer centinelas demasiado inmediatas. Al único que hacia aquella parte se ponía, preveníasele de antemano que no se separase del extremo de la galería más distante de la prisión. El que se hallaba a la sazón en aquel punto era un mancebo profundamente ignorante acerca de las circunstancias de los presos que parecían custodiarse con tanto interés en la fortaleza, pero que había oído hablar lo bastante del encantamiento del castillo y de la voz nocturna, para no tenerlas todas consigo en aquella incómoda facción.

-Por Santiago -decía, apoyándose en su partesana- que no entré yo al servicio del señor conde para habérmelas con brujas y hechiceras; este instrumento, que bastaría para matar millones de moros, unos después de otros se entiende, acaso no sería suficiente a hacer un ligero rasguño en la mano del moro que fundó este maldito castillo. Dicen que la señal de la cruz es grande arma contra las artes del demonio, añadía en otro paseo de los que daba, sin apartarse mucho de su puesto como el que tiene miedo o frío-, y siendo esto cierto, ¿cómo es que hay cristianos hechizados? Cuerpo de Cristo, si me hechizasen, tengo para mí que lo que más había de sentir había de ser aquello del no comer y del no dormir, ¡voto va!

En estas y otras reflexiones cogió entretenido al mancebo cierto profundo gemido que salió al extremo opuesto de la galería.

-¡Santa María! -exclamó, dando diente con diente, el faccionario-. Asunto concluido. ¿Si será la mora que viene a pedirme su esposo, según dicen las gentes que lo pide todas las noches a los ecos? Sin embargo, no soy eco -añadió lastimeramente como si quisiese conjurar el encanto con esta lógica observación.

Otro gemido más prolongado resonó de allí a poco, y el ruido de una cadena arrastrada por el suelo hasta el infinito en el oído del infeliz.

-¡Santo Dios! -decía el soldado, y persignábase tan de prisa como si fuese la última vez que había de persignarse en su vida, sin apartar los ojos del punto de donde él se figuraba que salía el ruido.

En esto estaba, a la orilla de la escalera, y vuelto de espaldas a ella, cuando dos manos de hierro, apoderándose de sus piernas, le levantaron en alto.

-¡Perdón, señora Zelindaja, perdón! -clamó con voz medio ahogada el miserable, y pasando por encima de la cabeza de un padre francisco, a quien no tuvo siquiera tiempo de observar, cayó rodando de espaldas por la escalera, hasta una puerta que habían cerrado tras sí nuestros aventureros, donde quedó casi exánime y sin sentido.

-¿Hay más? -dijo Peransúrez mirando a todas partes.

-No -repuso Hernando-; aquélla debe ser su prisión: ¿no oís una cadena?

-Él es; apresurémonos- Sacando en seguida el manojo y llegando a la puerta, comenzaron a probar llaves en la cerradura. Abrió, por fin, una de las más gruesas y entrambos se precipitaron dentro de la prisión, igualmente impacientes de dar libertad al encadenado doncel.

Una lámpara mortecina lucía siniestramente sobre un pedestal.

-¡Basta, crueles, basta ya! -exclamó una voz penetrante, arrojándose a sus pies al mismo tiempo, con todo el desorden del dolor y de la desesperación, una figura cadavérica vestida de negras ropas.

Difícil fuera pintar el asombro de nuestros dos reverendos al ver venir sobre ellos aquella extraña sombra, que no era otra cosa lo que a su vista se ofrecía, y el sobrecogimiento de la víctima luego que paró la atención en sus nuevos huéspedes, de tan distinta especie que los dos hombres que hasta entonces habían solido visitar su encierro para traerla el alimento.

-Religiosos, santo Dios, religiosos -exclamó ésta-. Habéis oído, Señor, por fin mis oraciones, y el bárbaro me envía estos emisarios de vuestra palabra divina para auxiliarme en los últimos momentos de esta vida miserable. Lo acepto, Señor, lo acepto.

Un mar de lágrimas corrió de los ojos hundidos de la encarcelada, que abrazaba con religioso fervor el hábito de Hernando; éste, inmóvil en su puesto, no sabía qué interpretación dar a aquella horrible escena. Todo el valor de Peransúrez le había abandonado; creíase, efectivamente, delante de la encantada mora, y estaba ya a dos líneas de maldecir en su corazón su osadía y su malhadada incredulidad.

Repuesto algún tanto Hernando de su primera sorpresa, hízose atrás cuanto pudo, desviando su hábito del contacto de la infeliz. Ésta, levantando entonces la cabeza, y sacudiendo sobre los hombros una larga cabellera, único resto de su antigua hermosura, quedó mirando largo rato a nuestros amigos sin atreverse a proferir una palabra.

-Quien quiera que seáis -dijo por fin animándose Hernando y descubriendo su rostro-, ser de este mundo o del otro, mora o cristiana, hablad: ¿qué nos queréis?

-Hernando, ¿sois vos? -exclamó la víctima levantándose, después de haber mirado largo rato con la mayor duda y agitación al montero espantado-. ¡Ah! No -continuó-. ¡Hernando era montero! -y volvió a quedar en el mismo estupor.

No pudo menos Hernando, al oírse nombrar por la fantasma como un antiguo conocido, de fijar más en ella la atención, y agarrando con una mano a Peransúrez, que a su derecha y un poco detrás de él estaba:

-¡Cielos! -exclamó sin apartar los ojos de la figura negra-. Dejadme: ¿sería posible?

-¡Ah! conocedme, sí -gritó levantándose y asiendo la lámpara la infeliz-, conocedme, si me habéis visto alguna vez; he aquí en mi rostro los efectos de su barbarie; no soy la misma ya; no soy hermosa... El llanto, el dolor me han afectado. Miradme bien, miradme -prosiguió acercando la luz a su semblante.

-¡Ella, ella es! Peransúrez, salvémonos -gritó Hernando retrocediendo.

-¿Adónde? No; ¿adónde? Deteneos. Yo saldré también con vosotros.

-¡Vivís aún, señora! -exclamó Hernando al sentirse detenido por la víctima-, ¿vivís?

-Vivo, sí, vivo para llorar y padecer; tocadme aún si lo dudáis.

-¿Es falsa vuestra muerte? ¿Sois vos, señora?

-¿Mi muerte decís? -preguntó la desdichada- ¿El bárbaro la ha propalado? ¡Justicia, Señor, misericordia! -añadió levantando los ojos al cielo-. Por piedad -continuó-, ¿quién sois el que tanto os parecéis al montero de don Enrique? ¿Qué os trae a esta prisión?

Hernando, sumido en el más profundo letargo, apenas reconocía debajo de aquella palidez y cadavérico aspecto a la hermosa que tantas veces había visto triunfante en el mundo de lujo y de belleza.

-¡Monstruo! -dijo por fin para sí-, ¡monstruo, monstruo abominable!

-¿Quién sois? Acabad, y ¿qué queréis? -tornó a preguntar la encerrada-. ¿Venís a prolongar mis males, a remediarlos por ventura?

-A salvaros, señora -repuso Hernando- Conocedme, ¡voto va! El montero Hernando, señora, os ha de sacar de esta maleza.

-¿Conque no me había engañado? ¡Ah! Decidme, ¿por qué feliz azar os veo, y cómo en ese traje?

-El montero de ley, señora, no caza siempre del mismo modo; dejemos para mejor ocasión ese punto. Ved que necesitamos salir del monte. ¡Ea! Venid con nosotros.

-¿Con vosotros? ¿Adónde? ¡Ah! no me engañéis. Más fácil es que me matéis aquí. ¿Qué resistencia puedo oponeros? Si sois tan crueles como todos los que hasta ahora he visto en este castillo...

-¿Qué habláis, señora? No veníamos a salvaros; no presumíamos siquiera que vivieseis; el bárbaro que ha osado reduciros a este extremo no se ha contentado con una presa. Sin embargo, en el momento actual vuestra presencia nos hace más falta de todas suertes que un ojo avezado al cazador. Vuestra presencia va a confundir la iniquidad y a atajar acaso un torrente de sangre.

Mucho tardaron Hernando y Peransúrez en determinar a la desdichada a que los siguiese; sus preguntas exigían larguísimas explicaciones, que no podían darse en aquel momento sin comprometer la suerte de una expedición tan incierta y azarosa ya por sí... A poder de ruegos, en fin, y de observaciones, logróse de ella que dejase el satisfacer sus dudas para mejor ocasión; el tiempo urgía; nuestros dos reverendos habían pasado ya gran parte de la noche en dar con la prisión, y después de tantos afanes, faltábales aún desempeñar la -misión que en tal peligro les había puesto.

Resolvióse unánimemente que Hernando se despojaría del hábito que sobre su traje traía, y que lo vestiría lo mejor que pudiese la recién libre cautiva, porque si bien su estatura era muy diversa, también era de advertir que habían entrado de noche, que iban a salir al rayar el alba, y que probablemente no estarían a su salida de facción los mismos que lo habían estado a su entrada. Dos frailes habían entrado, dos frailes salían; nada había que decir, si durante la noche no se descubría su acción, cosa difícil, pues habían quedado cerrados por dentro y amordazados Ferrus y Rui Pero. A la salida ningún obstáculo podrían encontrar dos frailes, pues durante la cena se había dado la orden de abrirles el rastrillo en cuanto se dejasen ver a la puerta al amanecer.

Cortó, pues, Hernando el hábito con su cuchillo de monte y dejóle más adaptado a la estatura de la hermosa. Hecho lo cual, trataron de buscar, por la parte que no habían recorrido aún, la prisión del doncel, dejando para después de encontrarla el determinar la forma de sacarle y salir el mismo Hernando del castillo, cosa que a éste le parecía sencillísima, pues todo se lo parecía cuando era hecho en obsequio de su señor y cuando tenía en la mano su venablo y al lado su fiel Bravonel, el cual los seguía silenciosamente toda la noche, como si estuviera penetrado de lo mucho que convenía el sigilo en aquella peligrosa tentativa.

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ArribaAbajoCapítulo XXXVI


    Ya la gran noche pasaba
E la luna s'extendía:
La clara lumbre del día
Radiante se mostraba;
Al tiempo que reposaba
De mis trabajos e pena
Oí triste cantilena
Que tal canción pronunciaba.


D. Enr. de Vill. Querella de amor de Mac.                


No bien hubieron tomado la determinación que dejamos referida, echáronse a buscar otra salida, dispuestos siempre a hacer callar con sus venablos a cualquier centinela imprudente que hubiese podido comprometer su existencia. Felizmente no encontraron ninguno en dos escaleras que bajaron. Al fin de ellas, una tronera les permitió reconocer la parte de la torre en que se hallaban: estarían como a diez varas del pie de la muralla interior.

Fatigados de la faena que la ignorancia de las llaves les acarreaba, y aún más del silencio y cuidado con que les era indispensable proceder, tomaron allí algún descanso. La cautiva, que acababa de experimentar una emoción tan inesperada, y que en medio de su debilidad se hallaba abrumada bajo el peso del hábito desusado, y combatido su ánimo de mil dudas y esperanzas, por desgracia harto inseguras todavía; no pudiendo resistir a tantos efectos encontrados, hubo de apoyarse un momento en un trozo de columna, que felizmente encontró en la pieza en que a la sazón se hallaban. Perdían ya nuestros paladines la esperanza de dar con la prisión del doncel. Asegurábales, sin embargo, su compañera, que en la noche anterior y a deshoras había creído oír un laúd débilmente pulsado, cosa que no le había acaecido nunca desde su llegada al castillo; este dato convenía con la fecha de la prisión de Macías, y hubiera jurado, les añadió, que salía el eco del pie de la torre. Esta advertencia sólo podía animar a los generosos amigos del prisionero. Sacando, pues, nuevas fuerzas de flaqueza, trataron de examinar qué hora podía ser. Sacó entonces Hernando la cabeza por la angosta tronera, y pudo distinguir que el cielo se había serenado; un viento fuerte de Norte lanzaba hacia las playas africanas algunas nubes dispersas, restos de la pasada tormenta, y el pálido resplandor de la luna en su ocaso advirtió a Hernando, así como la posición de algunas estrellas que acertó a ver, que podría faltar una hora todo lo más para el alba. Al mismo tiempo que hizo esta observación nada favorable, el ruido acompasado de los pasos de un hombre le hizo sospechar que debajo de ellos debía haber al pie de la muralla, un soldado de facción. Esta precaución le confirmó en la idea de que debía caer hacia aquella parte del castillo la buscada prisión. Resolviéronse, pues, a probar la aventura, poniendo el éxito en manos de Dios, a quien fervorosamente se encomendaron. Hernando hizo voto a la Virgen de la Almudena de una ofrenda proporcionada a sus cortos medios, y la cautiva prometió edificarle un santuario suntuoso si la sacaba con bien de tan peligroso trance. Iban ya a probar una nueva llave en la puerta que debía conducirlos, según todas las probabilidades, al pie de la muralla, cuando el rumor del laúd, que al punto reconocieron la hermosa y Hernando, los dejaron suspensos.

-¡Él es! -dijeron a un tiempo los dos, apoyándose con esperanza la blanda mano de la bella en la tosca y curtida del montero- Escuchemos.

Un ligero preludio del trovador se siguió a su suspensión, y de allí a un momento una voz, harto conocida para ellos, entonó con lánguido acento una cántica, de la cual pudieron percibir los fragmentos siguientes, en medio de los sollozos que de cuando en cuando la interrumpían, y del monótono rumor del torrente, que a los pies de la torre por la honda zanja se desprendía.



    ¿Será que en mi muerte te goces impía,
Oh pérfida hermosa, muy más aún ingrata?
¿Así al tierno amante, más fino, se trata?
¿Cabrá en tal belleza tan grande falsía?
¡Llorad, ay, mis ojos, llorad noche y día!
Mis tristes gemidos levántense al cielo;
Pues ya en mi tristura no alcanzo consuelo,
Dolor hoy se vuelva lo que era alegría.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

    La copa alevosa, que amor nos colmó
También heces cría, señora, en mi daño.
Sus heces son ¡ay! fatal desengaño.
La copa y las heces mi labio apuró.
¡Ay triste el que al mundo sensible nació!
¡Ay triste el que muere por pérfida ingrata!
¡Ay mísero aquél, que así amor maltrata!
¡Ay triste el que nunca su dicha olvidó!

    ¿Por qué, justos cielos, en pecho amador
Tiranos me disteis una alma de fuego?
¿Por qué sed nos disteis, si en tósigo luego,
Bebido, en el pecho, se toma el licor?
Contempla, señora, mi acerbo dolor.
¡Ay! torna a mis brazos, ven presto, mi Elvira:
Ingrata, aunque sea, como antes, mentira,
La dicha me vuelve, me vuelve tu amor.

    No más a mis ruegos te muestres impía,
Oh pérfida hermosa, muy más aún ingrata.
No así al tierno amante, más fino, se trata.
No quepa en tu pecho tan grande falsía.
Dolor no se vuelva lo que era alegría.
Mas ¡ay! si en mi pena no alcanzo consuelo,
Si en vano mis quejas se elevan al cielo,
¡Llorad, ay, mis ojos, llorad noche y día!

Callaron al llegar aquí los lúgubres acentos de la cantinela, que había arrancado lágrimas de los ojos de aquellos que silenciosamente la habían oído.

Seguros de que habían llegado al término de sus esperanzas, diéronse prisa a abrir la puerta que les faltaba traspasar, y en pocos minutos se hallaron al pie de la torre. El primero que salió fue el terrible alano, el cual no bien se halló al aire libre, cuando comenzó a ladrar dirigiéndose a un objeto que se hallaba arrimado a la pared.

Bravonel! -dijo Hernando-. ¡Bravonel! Vamos, silencio.

-¿Quién va? -preguntó con voz ronca el centinela, enderezando su ballesta contra el montero, que salió primero a contener a su perro.

No tuvo lugar de preguntar segunda vez el centinela.

-¡Ése es quien va! -respondió Hernando lanzando su venablo, el cual fue recto a clavarse, silbando por el aire, en el pecho del faccionario, que cayó por tierra sin voz y sin aliento.

-¡Ay! -gritó la compañera de nuestros aventureros, apartando rápidamente los ojos del que acababa de caer.

-Silencio, señora, silencio -dijo Peransúrez-; dejad la piedad para después. Plegue al cielo que no hayamos alarmado ya algún otro centinela con este intempestivo ruido.

-Venga en hora buena -dijo Hernando, caliente ya el feliz éxito de su tiro certero. Inclinándose en seguida sobre el cuerpo del caído, paseíllo un pie en el pecho y sacó de él su venablo ensangrentado con la diestra mano. El venablo, al salir del cuerpo, dejó libre el paso a un surtidor de sangre que salpicó a Hernando, y a poco el infeliz había ya expirado.

Vencida esta primera dificultad, examinaron la posición, y no les quedó duda de que el rastrillo que enfrente veían, servía de puerta a la prisión del doncel; pero ¿cómo pasar la zanja? ¿Cómo soltar el rastrillo? Perplejo Hernando miraba a una parte y otra, moldase los dedos, y daba al diablo todas las fatigas de la noche. Pensar en tomar el opuesto lado del castillo, volviendo por donde había venido, para probar la entrada que debería de tener forzosamente la prisión, era caso imposible, en vista sobre todo de la hora avanzada.

-¡Voto va! -dijo por fin Hernando-. Denme a mí la fiera en el campo; pero ¿encerrada? ¡Cuerpo de Cristo! ¿Y hemos de quedarnos aquí para ser presa de esos perros judíos que quedan en el castillo, en cuanto amanezca?

Su posición tenía más dificultades de las que a primera vista habían creído encontrar. Sin embargo, fue preciso deliberar, y por último, Hernando decidió que lo más acertado sería probar a salir Peransúrez y la bella a favor de su disfraz, quedando él con su alano en aquella posición. Oponíais los otros a esta generosa determinación; pero Hernando les convenció, probándoles que si a la mañana no había logrado ponerse en comunicación con el doncel y salvarle, o saltaría la muralla y pasaría el foso a nado con su perro, o retrocediendo al salón de la torre se haría rehenes y prenda de seguridad al mismo Ferrus, que probablemente debería de permanecer en el mismo estado, pues no se había dado la alarma en el castillo en toda la noche. Fueron tales, por último, sus ruegos y sus amenazas, que fue preciso ceder a ellas. Importaba mucho, en verdad, que saliese alguien del castillo; fuera ellos, nada les sería más fácil que volver con socorro, y la presencia sobre todo de la ilustre prisionera en la corte, debía de hacer, variar completamente la posición del doncel y de Hernando, aun dado caso que quedase preso. Éste, en fin, se aferró en decir que él no saldría del castillo sino muerto o con su amo; lo más que pudo conseguir de él Peransúrez fue que, quitándose su traje de montero, vistiese la ropa del muerto centinela y quedase en su lugar. Si se le relevaba antes del alba, como era de pensar, acaso no sería reconocido, y entretanto tenía aquella probabilidad más de salvación. Hízole así Hernando, y arrojando sus vestidos y el cuerpo del vencido en la zanja con un pie, dio algunas instrucciones a Peransúrez acerca de lo que debería hacer en saliendo del castillo y en llegando a la Corte.

Despidiéronse en seguida, como aquéllos que acaso no habían de volver a verse. Peransúrez y su compañera, ocultando su rostro bajo su capucha, siguieron la senda que debía conducirles forzosamente a lo largo de la muralla hasta la puerta principal y puente del castillo, donde era más que probable que no hallasen obstáculos a su salida, siendo como era ya la hora a que había dejado advertido Ferrus la noche anterior que se abriese a los padres descaminados, y donde los dejaremos para acudir a donde nos llamen otros personajes, no menos interesantes, de nuestra historia.

Sólo podemos añadir, para sacar algún tanto a nuestros lectores de la incertidumbre en que los dejamos, bien a nuestro pesar, que hacia aquellas horas, pero sin que hayamos podido averiguar si antes o después, el jefe del destacamento, que guardaba la puerta principal del castillo, creyó deber tomar órdenes del alcaide, de cuya ausencia total durante la noche estaba no poco admirado. Subió, pues, al salón que se habían reservado Rui Pero y Ferrus y en vano llamó repetidas veces. Asombrado de esta circunstancia, no dudó en reunir algunos hombres, los cuales quebrantaron con sus hachas de armas la cerradura y les dieron entrada en el salón. Allí fueron encontrados amordazados, en la misma forma singular que los dejamos, Ferrus y Rui Pero mirándose todavía, y sin dar otra respuesta a las preguntas del jefe que un sonido desigual ronco y desapacible, muy semejante al ruido gutural que produce un sordomudo para mover la pública conmiseración. Desatóse a los alcaides, diose la alarma, y en pocos minutos era el castillo todo un teatro de actividad difícil de pintar; corrían unos sin saber adónde ni de qué enemigos se habían de guardar; tocaban algunos bocinas en son de guerra; preparaban otros sus armas, recorríais las escaleras y galerías; oíanse votos y juramentos, pésames y proyectos de venganza. Abríanse unas puertas, derribábanse aquellas cuyas llaves habían echado por dentro nuestros atrevidos paladines... en una palabra, era el castillo todo desorden y confusión. Nuestras leyendas, empero, tan prolijas por lo regular en todos los pormenores de sus relatos, parecen haberse descuidado sobremanera en esta ocasión; pues ni una sola palabra dicen por la cual podamos inferir, sospechar o barruntar siquiera, si cuando se dio esta alarma en el castillo habían salido ya al campo los fugitivos o si fue ocasión de que su intento se malograse. Lo cual prueba, además de otras muchas cosas que no son de este lugar, que no es tan fácil el oficio de historiador y cronista como generalmente se cree, sobre todo si no ha de dejarse olvidada ninguna de las circunstancias que puede anhelar saber el impaciente lector.




ArribaAbajoCapítulo XXXVII


    El rey moro de Granada
Más quisiera la su fin;
La su seña muy preciada
Entrególa a don Ozmín.
El poder le dio sin falla
A don Ozmín su vasallo,
Y excusóse de batalla
Con cinco mil de caballo.


Historia de Alonso XI, escrita en coplas redondillas.                



    Dos mil vidas diera juntas
Por ser el desafiado.


Batalla de Rugero y Rodamonte.                


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Curiosos estarán nuestros lectores, si es que hemos sabido hacerles interesantes los personajes de nuestra desaliñada narración, de saber el estado de la desdichada Elvira, a quien dejamos con la reja de su cámara abierta, ella desvanecida en tierra, y abriéndose su puerta para dar entrada al pajecillo, o a su mismo esposo, únicos poseedores de la llave. Mucho sentimos que la complicación de sucesos que bajo nuestra pluma se aglomeran, no nos haya permitido sacarlos antes de tan incómoda duda; pero todavía sentimos más que el tiempo, que todo lo devora, nos prive aún ahora del placer de satisfacerlos completamente. Recordarán, sin embargo, en disculpa nuestra, que cuando se abrió la puerta de la cámara Elvira estaba desmayada, y nada por consiguiente pudo ver de lo que en torno suyo pasaba; el que entró nada contó nunca, razón que tenemos para sospechar que fue Hernán Pérez, a quien no le podía convenir que nada de ello se supiese; y el cronista de aquellos tiempos, el famoso Pero López de Ayala, se hallaba en el sarao, y nada trae tampoco, por consiguiente, en sus escritos de semejante escena. Por los resultados que ésta tuvo, volvemos a repetir que debió de ser Hernán Pérez. Hubo quien aseguró que había visto hablar al astrólogo con él mucho después de haber vuelto a entrar éste en el alcázar, y como ya conocemos la mala intención del judío, es de presumir que alarmase al marido acerca de lo que en su cámara pasaba; la reja abierta, la puerta cerrada y el estado de Elvira debieron acabar de abrir los ojos a Hernán Pérez acerca de lo que allí podía haber ocurrido.

Lo único que podremos afirmar es que Hernán Pérez de Vadillo, de resultas sin duda de la violenta escena que debió tener con su esposa, decidió aquella noche misma su separación; buscó a Su Alteza y le expuso con voz trémula y agitada cómo sabía que su esposa era la acusadora de don Enrique de Villena. Añadióle que él había recibido del conde de Cangas la rara prueba de confianza de que pudiese en su nombre defender su parte en el combate; suplicóle en vista de ello que tomase a su cargo la acusadora; y por más que hizo para averiguar la causa de tan extraña conducta, sólo se pudo sacar en limpio de las cortadas razones de Fernán Pérez que éste había tenido un rompimiento con su esposa; advirtióse desde entonces que cuanto hablaba eran palabras de aborrecimiento y execración, y dirigidas a adelantar el plazo del combate, de resultas del cual debía él morir o morir Elvira. El odio más reconcentrado y profundo había sucedido en su corazón al amor conyugal. No se pudo negar don Enrique el Doliente a la justa demanda del ofendido Hernán, y en consecuencia encargó al judío Abenzarsal de la custodia de Elvira, la cual pasó a poder de éste, con su inseparable pajecillo, aquella misma noche. Decidióse, al mismo tiempo, que se verificaría el combate, donde quiera que estuviese la corte, al quinceno día, por cumplirse el plazo que había dado Su Alteza al justicia mayor Diego López de Stúñiga para presentarle el reo de la muerte de doña María de Albornoz. Si éste le presentaba con las pruebas legales del delito, excusaríase la prueba del combate. De lo contrario, no quedando otro medio que recurrir al juicio de Dios, sería aquél inevitable.

Con respecto a Elvira, sólo diremos que desde aquella funesta noche en balde intentó tener con su esposo una explicación; negóse éste a todas sus demandas, y la infeliz, sumida en la mayor desesperación, esperó en un continuo llanto y congoja el día en que había de desenlazarse tan terrible drama y en que había de verse expuesta a los riesgos de un combate por causa suya, y por una imprudente generosidad, que no era tiempo ya de remediar, la vida de su desdichado amante, si es que éste no había perecido ya, como tenía motivos para creerlo, en la funesta noche de su última entrevista.

Puesta a recaudo como estaba, y no permitiéndosele comunicación alguna sino con el paje, sólo pudo saber en el particular lo que todo el mundo sabía, esto es, que el doncel había desaparecido. No se le podía ocultar a Elvira que cualquiera que hubiera sido la suerte del doncel, su tenacidad y el empeño con que a todo trance había querido defender su moribunda virtud, había tenido gran parte en ella. No le podía pesar de ello; pero era bien triste reflexionar cuán horrible premio daba el cielo a su conducta. Ora pensando en su esposo, ora en su crítica situación, ora en un amor desdichado que en vano había pretendido lanzar de su pecho por todos los medios posibles, pasábase la desgraciada Elvira los días y las noches de claro en claro, sin dar reposo a la lucha de encontrados sentimientos que tenían dividida su deplorable existencia.

La nueva que llegó a la Corte el día mismo que debía haberse trasladado a Otordesillas, hizo variar de determinación a don Enrique el Doliente, como ya saben nuestros lectores, y el día del combate la cogió por tanto en Andújar.

Amaneció este día y nadie en la Corte pudo dar razón al Rey, cuidadoso e impaciente, del ignorado paradero del doncel; don Luis Guzmán fue el único que pudo exponer sencillamente cómo Hernando, fiel criado del doncel, le había visitado en la noche del sarao, manifestándole sus dudas y temores, y encargándole el equipaje de su amo mientras él se dedicaba a averiguar su paradero, de que tenía vagas sospechas. Pero afirmó en seguida que desde entonces no había vuelto a tener noticia alguna ni del doncel ni de Hernando. Todos los que conocían, sin embargo, el pundonor caballeresco de Macías, no dudaban un punto que se presentaría en la lid el día emplazado, tanto más cuanto que se habían publicado los convenientes edictos y pregones; a no ser que hubiese muerto, acontecimiento que nadie tenía motivos de sospechar. Muchos achacaron la ausencia del doncel a alguna hechicería de don Enrique de Villena y del judío, pero desde sospecharlo a saberlo había tanta distancia como hay de la mentira a la verdad.

Regocijábanse en tanto secretamente aquellos dos intrigantes del feliz éxito de su manejo; sobre todo Villena, que había conseguido llevar a cabo su proyecto sin necesidad de cargar su conciencia con el peso de sangre ajena; descansando en la vigilancia de su emancipado juglar y en la fortaleza de su castillo, lleno todo de gentes a su devoción, curábase poco ya del combate, que mal podía verificarse sin la presencia del doncel. Verdad es que debía quedar condenada Elvira como calumniadora, pero esperaba que su mucho valimiento, y el que debía aumentársele, sobre todo, con el triunfo que el cielo le preparaba aquel día, le bastaría para salvar la vida de la infeliz Elvira, cosa que intentaba pedir inmediatamente a Su Alteza, proponiendo la conmutación de la pena que imponía la ley en un encierro perpetuo. De esta manera conciliaba al buen don Enrique, con el triunfo de sus intrigas, la tranquilidad de su conciencia, haciendo por una y otra parte transacciones con su ambición y con la voz secreta que le gritaba en el fondo de su corazón que no dejaba de ser culpable por haber evitado la muerte de Elvira y del doncel.

A pesar de la ausencia de éste, anunciaron los farautes el aplazado combate, y reunida la pequeña corte que llevaba consigo don Enrique el Doliente, éste se constituyó en audiencia sentándose debajo del dosel regio preparado para la ceremonia que debía verificarse.

Sentado Su Alteza, y rodeado del buen condestable Rui López Dávalos, de su físico Abenzarsal, de su camarero mayor, y de las demás dignidades de palacio, compareció ante el trono, llamado por un faraute, el ilustre don Enrique de Villena, conde de Cangas y Tineo, precediéndole dos farautes suyos y un escudero con el estandarte en que se veía lucir su escudo de armas ricamente recamado; seguíanle numerosos caballeros y escuderos de su casa, vasallos suyos. Requerido por el faraute de Su Alteza, expuso brevemente la demanda que de justicia había hecho en otra ocasión sobre la muerte de su esposa, la condesa doña María de Albornoz. Concluida esta ceremonia, pidió cuenta Su Alteza a su canciller mayor del sello de la puridad de lo que en el asunto había determinado; recordó éste el cargo que había dado Su Alteza de averiguar el hecho al justicia mayor, cometiéndole el cuidado del castigo. Adelantóse entonces Diego López de Stúñiga, e hizo breve relación de los pasos que había dado para la averiguación de aquel horrendo crimen, el cual, sin embargo, había permanecido oculto, sin duda, añadió, por los incomprensibles juicios de Dios que se reservaba el castigo de tan gran maldad. Oído el justicia mayor, prosiguió el canciller relatando cómo en ese tiempo se había presentado una acusadora del mismo don Enrique de Villena, achacándole aquel propio crimen del que él había pedido satisfacción, y lo demás ocurrido en el caso.

Hizo entonces Su Alteza comparecer a la acusadora, la cual, guiada de Abenzarsal, a cuya custodia estaba confiada, pareció y expuso de nuevo, en la misma forma que la había hecho la funesta acusación, no sin acompañarla de abundosas lágrimas, que manifestaban bien a las claras el estado en que se hallaba. Tomósele de ella juramento, así corno a don Enrique de la denegación del delito, el cual prestaron ambos sobre los santos Evangelios.

Pidiéronse pruebas en seguida a la acusadora, no pudiendo la cual presentarlas, recordó el canciller que fundado en esto mismo, se había dignado Su Alteza ordenar la prueba del combate.

Alzóse en seguida un faraute de Su Alteza, y en voz alta repitió que era llegado el día en que aquél debía verificarse; lo cual hizo por medio de largas fórmulas, de que nos dispensarán nuestros lectores.

El canciller, en seguida, pidió los gajes al acusado y acusadora, que le entregaron, aquél el guante arrojado por Macías el día de la acusación, ésta el anillo que en prenda de su persona había entregado al Rey en el propio día. Recogidos ambos por el canciller, fueles preguntado a los dos si se hallaban prontos para la prueba del combate que Su Alteza había ordenado: esta pregunta estremeció a Elvira, que se vio sola en el mundo en aquel tremendo instante; pero Villena respondió a ella con insolente sonrisa de triunfo y de satisfacción. Requeridos a presentarse ante Su Alteza los combatientes o sus campeones representantes, adelantóse el hidalgo Hernán Pérez de Vadillo, que se había mantenido oculto hasta entonces en el grupo de caballeros de la comitiva de don Enrique de Villena; Elvira, al verle, no fue dueña de sí por más tiempo, lanzó un agudo chillido y ocultó su cabeza entre los brazos de una dueña que la seguía. No se alteró el implacable Vadillo; hincándose, por el contrario, de hinojos ante su señor natural, pidióle la venia, dada la cual anuncióse como el campeón de don Enrique.

Este golpe inesperado, y que pocos en la corte sabían, hizo todo el efecto que el lector puede imaginar, reflexionando como reflexionaron los presentes que iba a presentarse un caso singular en semejantes combates. La mujer acusadora por una parte, y el marido campeón del acusado por otra. Elvira, al recibir tan terrible golpe, se precipitó a los pies del trono exclamando:

-¡Santo Dios! ¡Rey justiciero, no lo permitirás, señor...!

Era tarde ya, empero, para deshacer lo hecho, y el faraute impuso silencio a la acusadora, con duro gesto y ademán, separándola del trono.

Requirióse entonces a Elvira de que presentase su campeón, y a este requerimiento se sucedió el más profundo silencio. Leíase en los ojos de Elvira la ansiedad con que esperaba el fin de aquella ceremonia. En aquel momento hubiera dado su existencia porque no compareciese el doncel. Temblaba a cada ruido que se oía; todo era para ella preferible al espantoso espectáculo de ver pelear por su causa a su esposo y a su amante.

Por último, vino a sacarla de su mortal angustia el tercer requerimiento del faraute.

Apenas había acabado éste de pronunciarle, cuando prosternándose Elvira y elevando al cielo las manos y los ojos:

-Nadie -exclamó con loca alegría-, nadie. ¡Yo os doy gracias, Dios mío! Señor -continuó dirigiéndose al Rey-, no tengo campeón; soy, pues, calumniadora; ¡la muerte presto; la muerte!

-Señor -se adelantó a decir el canciller al Rey, que se levantaba para decidir en tan arduo caso-, debo hacer presente a tu Alteza que antes de declarar infame al doncel tu favorito, es fuerza esperarle en el palenque todo el día de hoy; si entonces no compareciere, a pesar de los pregones que habrán de repetirse en ese tiempo tres veces, la acusadora será ejecutada.

-Ya lo oís, señora -continuó Su Alteza-; dentro de una hora concurrirá la corte al sitio del combate.

Una nube de tristeza profundísima enturbió la frente pálida de Elvira, que quedó sumergida en el silencio de la desesperación. Don Enrique de Villena triunfaba, y una mal reprimida sonrisa se dibujaba en sus labios. Hernán Pérez de Vadillo parecía desesperado de no tener contrario y de la inopinada tardanza.

-Señora -dijo don Luis de Guzmán, que veía con despecho triunfar a su enemigo, llegándose al oído de la infeliz acusadora-, si mi brazo puede seros útil, ved que diera mil vidas por ser el acusador.

-¡Ah! Señor -repuso Elvira dirigiendo al caballero una mirada de agradecimiento-, dejad morir a una desdichada -levantó entonces los ojos al cielo y añadió para sí con dolorosa expresión-: ¡Él ha muerto también! ¡Y mi esposo me desprecia! -bajó en seguida los ojos, y dos farautes, notando el pequeñísimo diálogo que quisiera prolongar don Luis de Guzmán, la separaron, advirtiendo a éste que la ley prevenía toda comunicación con la acusadora.

Bajó entretanto Su Alteza del trono, y preparóse la corte a asistir al sitio del combate, donde debía esperarse al campeón de Elvira.

Don Luis de Guzmán vio salir a todos con despecho reconcentrado. Su silencio y su gesto manifestaban cuánto destrozaba su alma impetuosa el próximo triunfo que esperaba a su rival, y que él había tratado en vano de impedir con su intempestiva y no aceptada generosidad.

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ArribaAbajoCapítulo XXXVIII



    Traidor sois, Payo Rodríguez,
El mayor que ser podía.
Yo vos faré conocer
Ser verdad lo que decía.
Entraré con vos en lid
Y en ella vos vencería.

    -Mentides, Rui Pérez Viedma,
Pai Rodríguez respondía,
Por eso sois vos reptado,
No yo que nada debía.
Diéronse luego sus gajes,
Y en el campo entrado habían.
Procuran de se matar;
Muy cruel batalla habían.


Sepúlveda, rom.                


-Pararemos aquí, si os parece -decía, deteniendo su mula a la puerta de la hospedería de Andújar, un hombre de quien ya hemos dado una pequeña muestra en la cena a oscuras que describimos en capítulos anteriores.

-Como gustéis -repuso su compañero de viaje, a quien sólo por su muletilla favorita habrán conocido ya nuestros lectores.

-¡Ah, de la hospedería! ¡Buena gente!

-¿Quién es la buena gente? -replicó una voz agria y descompasada, semejante al desapacible chirrido de una chicharra, la cual salía del endeble cuerpo de una vieja malhumorada que acababa de asomarse a una fenestra-. No hay posada.

-Como gustéis -replicó, apeándose, Nuño-; pero reparad, buena Beatriz, que somos, es decir, que soy vuestro compadre el de Arjonilla...

-¡Si digo que está llena la casa! No hay posada, compadre -tornó a decir la vieja.

-Como gustéis, Beatriz; pero ved que no la pido para mí, sino para esta mi bestia, que es como sabéis la niña de mis ojos; no hay mula mejor en la comarca, miradla despacio; es compra que le hice al prior del convento de Arjonilla; miradla y compadeceos y hacedla un lugar en la cuadra.

-Os digo -replicó la vieja- que como no queráis meterla conmigo en mi camaranchón, no hay dónde. Y no os canséis, Nuño -concluyó la vieja; cerró, después, de golpe la ventana, y se alejó con un gruñido prolongado, como se aleja tronando la tempestad.

-¡Buenas noches! -dijo soltando una carcajada el compañero de viaje de Nuño.

-¡Maldita vieja!-dijo Nuño-. ¡Cuerpo de Cristo!

-Vaya, Nuño, no os desesperéis. Está visto que ha venido media Andalucía a la fama del juicio de Dios que se celebra por la prueba del combate en este pueblo que Dios bendiga.

-Y ¿qué hacemos, señor montero? ¿Os parece que nos recibirá en su audiencia el señor justicia mayor, con mulas y todo?

-Paréceme que no; pero pudieran quedar las bestias con el mozo en las afueras del pueblo.

-Como gustéis -repuso el buen Nuño.

Apeáronse nuestros viajeros, y dejadas las caballerías al mozo, dirigiéronse hacia el palacio donde se hallaba la corte hospedada.

-He aquí lo que digo -iba refunfuñando el montero-. Dad el pie y os tomarán la mano. Ofrecíme a hacer un servicio a Peransúrez, y exigióme ciento. ¿No era bastante andar un día entero tras unos hábitos viejos de nuestro padre San Francisco, que no fue poca fortuna encontrar, merced a muchas liebres que regala uno al padre sacristán? No, sino veníos después con letras para el señor justicia mayor de no sé qué dueña o qué doncella encantada... ¡Voto va! ¡Muchacho! -añadió el montero deteniendo a uno que corría hacia la plaza del pueblo-, ¿nos daréis razón del señor justicia mayor?

-¡Ah, señor! En mala hora venís -repuso el muchacho-; ya no dejan pasar los archeros y ballesteros hacia palacio; la corte va a salir al palenque... ¿No veis cómo corre todo el mundo? Si venís a ver el duelo, mejor haréis en llegaros a la plaza. Acaso podréis acercaros al señor justicia mayor, que ha de estar allí -dijo el muchacho, y siguió corriendo. Agrupábase la gente cada vez más por todas partes, y bien vieron nuestros viajeros que no les quedaba más recurso que seguir el consejo del muchacho.

-¡Ea! Vamos -dijo Nuño-; si allí le podemos dar alcance, sea en buen hora; si no, tenga Peransúrez paciencia, y acabada la fiesta haréis su comisión. ¿Ha de correr tanta prisa?

-Mucho me dijo que urgía, pero a la buena de Dios. El hombre propone...

Habíase construido un palenque de ochenta pasos de ancho y de cuarenta de largo; en una extremidad un cadalso se había levantado, ricamente entapizado de paños negros; en él debían sentarse los jueces del campo. Hacia el comedio de uno de los lados, un balconcillo de madera, forrado de paño color de grana bordado de oro, debía servir para el Rey y su comitiva. Al uno y otro lado del palenque, dos garitas semejantes a las que se construyen en el día para los centinelas, estaban destinadas para dos hombres, que debían dar desde ellas lanzas y armas nuevas a los combatientes, en el caso de romper las suyas en los primeros encuentros, sin acabarse el duelo.

Alrededor del palenque, y donde habían dejado lugar para ellos las bocacalles, habían arrimado los habitantes carros y carretas para ver más cómodamente el tremendo combate. Coronaba ya la concurrencia los puntos más altos de la plaza, y empujábanse las gentes unas a otras en los más bajos para alcanzar puesto, cuando llegaron Nuño y su compañero.

-¿Habéis oído decir por qué es el duelo? -preguntaban unos.

-Sí -respondían otros-. El nigromante de don Enrique de Villena, que hechizó a su mujer, es acusado por ello.

-Bien hecho; no, sino que nos hechicen cada y cuando quieran esas gentes que tienen pacto con el diablo.

-Callad, maldicientes -gritaba una vieja-. ¿Qué sabéis vosotros de lo que decís? No la hechizó, sino que la condesa desapareció, y aseguran que fue muerta por unos bribones pagados, a causa de unos amores, lo cual se supo porque noches antes le habían dado una serenata...

-¡Ah! ¡ah! ¡ah!, mirad la madre Susana con lo que nos viene -exclamaba otro-. Matóla su marido, sí señor, y hay quien sabe el porqué. ¿Hubiera, si no, una dama tan discreta y hermosa como la señora Elvira, muy amiga por cierto de la condesa y que estaba en sus secretos, cometido la ligereza de...?

-Eso no, ¡pesia a mí!, maese Pedro -interrumpió un mozalbete mal encarado-; que no ha menester una mujer muchos motivos para cometer una ligereza.

-¡Calle el deslenguado! -gritaba una doncella bien apuesta y ataviada para el combate como para una función-; ¿qué sabe él lo que son mujeres? Deje crecer sus barbas y hable de tirar piedras.

-En hora buena -replicó el mozo-; pero lo que yo digo es que el combate no se verificará...

-¿No, eh?

-No, señor; porque el campeón de la acusadora no parece.

-Sí parecerá -repuso un recién llegado-. En alguna redoma.

-¡Oh y qué bien decís, voto a tal! Hay quien asegura que entre el judío... Maldiga Dios a los judíos.

-Amén.

-Amén.

-Amén.

-Pues sí; hay quien dice que entre el judío y el de Villena han echado un conjuro al señor doncel, aquel caballero tan cumplido, y le tienen en una redoma más larga que la cigüeña de la torre, donde ha menester cuarenta días para convertirse luego en un cuervo, como el rey Artús.

-¡Otra tenemos! -gritó soltando la carcajada un petimetre incrédulo de aquel tiempo-. ¡Buena está la invención de la redoma! El hecho de verdad es que ese caballero tan cumplido andaba enredado en amores con la dama acusadora; halos sorprendido el marido y...

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dios nos perdone, y qué cosas oye uno a los barbilampiños de estos tiempos! -exclamó una dueña quintañona, hincando el codo para pasar, y mirando con ojos zainos a un mancebito que parecía más reservado que el que tenía la palabra-. ¡He aquí por tierra en un instante el honor de una dueña!

-Vaya, madre, no se enfade -repuso el que había recibido la repasata-, y cuide de su honra, sin andar enderezando la de nadie, que todos habemos menester-

-¿Qué irá a decir el desvergonzado? -interrumpió toda azorada y encendida la quisquillosa mojigata.

-¡Ea! ¡ea! -,dijo Nuño-; dejen esas cuestiones y miren a los trompeteros que se entran ya en el palenque. Señor montero, veníos hacia acá -continuó- y veamos de dar vuelta a la plaza por si podemos llegar a dar esas letras que traéis al señor justicia mayor.

Acababan de entrar, efectivamente, en el palenque dos trompeteros anunciando con fúnebre sonido el principio de la ceremonia del combate. Venían detrás de las trompetas un rey de armas y dos farautes. Seguían ministriles con instrumentos músicos, y varios ministros del justicia mayor; dos notarios para testimoniar y dar fe de lo que acaeciese; los dos jueces del campo elegidos por Su Alteza, que fueron el muy buen condestable don Ruy López Dávalos y el juicioso y entendido en armas y letras don Pedro López de Ayala. Detrás el justicia mayor Diego López de Stúñiga, vestido como los demás de gala y ceremonia, cerraba la comitiva. Subió toda al cadalso revestido de paño negro, en el cual se colocó según la preeminencia de puestos debida al empleo de cada uno, y a ella se agregaron dos persevantes. Entró en seguida en su balconcillo, o mirador, Su Alteza, acompañado de su físico Abenzarsal, del arzobispo de Toledo, de su confesor fray Juan Enríquez y de varias dignidades de palacio que a semejantes oficios debían seguirle.

Proveyeron los jueces la liza de gente de armas que asegurase el campo, y fueron treinta buenos escuderos, con más ballesteros y piqueros, de los cuales colocáranse unos en ala bajo el balconcillo de Su Alteza y otros en varios puntos extremos de la liza.

Entró en seguida un eclesiástico, y dirigiéndose hacia el extremo enfrente de los jueces, donde habían hecho levantar éstos un altar con preciosas reliquias y ricos ornamentos, y en el cual debía celebrarse el santo sacrificio de la misa.

Enfrente del balconcillo de Su Alteza habíanse levantado, bastante apartados entre sí, dos pequeños cadalsos de tablazón revestidos de paños negros bordados de oro; hasta el uno entró, conducida y custodiada por cuatro archeros, una mujer joven cubierta de un velo negro que la tapaba toda; ocultaba su blanca espalda y torneada garganta su cabellera, brillante como el ébano. No era ya aquella perfecta hermosura fresca y lozana que había deslumbrado tantas veces a la corte toda de don Enrique el Doliente. Su rostro pálido y prolongado por la continua aflicción, sus ojos hundidos y rodeados de un cerco oscuro, su frente mancillada por la adusta mano del dolor, su mano descarnada y trémula, su paso vacilante y sus ardientes lágrimas manifestaban cuán grande era su pesar. Seguíala al lado, vestido de gala, el pajecillo Jaime, que de ver llorar a su prima lloraba también, y que la dirigía de cuando en cuando palabras de consuelo, de las cuales no eran contestadas unas, y otras ni siquiera oídas.

Hasta el otro cadalso o tablado entró el ilustre conde de Cangas y Tineo, ricamente vestido, alta la cabeza y arrogante el paso. Llevaba rico jubón de raso negro columbiano, calzas justas, un bohemio de paño negro guarnecido del mismo color, manga larga y angosta, con capilla de buitrón; una jaqueta de raja recamada de oro le cubría apenas el jubón; cinto tachonado de que pendía una rica limosnera; zapatos de seda negros, abiertos y acuchillados; un camisón riquísimo de holanda, labrado, le volvía sobre el pecho y hombros, y un riquísimo collar de piedras y oro, de que pendía un San Miguel de este precioso metal, deslumbraba en su pecho al lado de la cruz roja de Calatrava. El manto de la orden encima completaba su magnífico arreo.

Precedíanle farautes suyos, su estandarte con el escudo de sus armas y la caldera de ricohome, y le seguían escuderos, donceles, pajes, caballeros y gentileshomes de su casa, vasallos suyos, vestidos todos de ceremonia y paz como su señor.

Un alto crucifijo de plata reflejaba los rayos del sol a igual distancia de uno y otro cadalso, enfrente mismo del balconcillo de Su Alteza, y detrás de él se veía sentado sobre un banco, contiguo ya al palenque, un hombre vestido con un capotón de seda encarnado y cubierta la cabeza de una gorra de lo mismo. Un tajo, a su lado, y una afilada cuchilla declaraban aun a los que más de lejos le veían, que era Mateo Sánchez, verdugo de Su Alteza, pronto a ejecutar a aquél de los dos que quedase por el combate convencido o de calumniador o de reo.

Dispuesta ya la liza en esta forma, que hemos procurado describir todo lo más fielmente que nos ha sido posible, mandaron los jueces al rey de armas y faraute dar una grita o pregón anunciando el combate, que iba a verificarse en comprobación del juicio de Dios a falta de otras pruebas, y mandando comparecer a las partes o a sus campeones.

Presentóse en seguida a la puerta del palenque un caballero, alzada la visera, que todos reconocieron ser el hidalgo Hernán Pérez de Vadillo; seguíanle dos pajes con las libreas de Villena, llevando el uno la lanza y el otro un caballo de respeto. Venía jinete en un soberbio alazán encubertado con paramentos negros que le llegaban hasta los corbejones, con cartapisa de martas cebellinas, bordados de muy gruesos rollos de argentería a manera de chapetas de celada, y por divisa las armas de don Enrique de Villena. Traía Hernán Pérez vestido sobre su arnés blanco, como de caballero novel, sin empresa ni mote, un falso peto de aceituní vellud bellotado, verde brocado, con una uza de brocado aceituní vellud bellotado azul, calzas de grana italianas, una caperuza alta de grana y espuelas de rodete italianas; llevaba sus arneses de piernas y brazales con hermosa continencia. Su rostro era el único que estaba en contradicción con la galana apostura de su arreo. Encendido como la lumbre, lanzaba rayos de sus ojos y parecía medir con la vista el espacio del palenque, como si viniera estrecho a su cólera y su coraje. Tres vueltas dio en derredor con gracia y gentileza, saludando a cada vuelta él y su caballo al mirador de Su Alteza y al conde su señor; dirigiendo, empero, una mirada de desprecio y de ira, sentimiento que se confundía en la expresión de su semblante, hacia la víctima infeliz de su propia virtud y generosidad.

Presente ya en la liza el defensor del acusado, requirieron los farautes por pregón al campeón del acusador por tres veces consecutivas, el cual no pareciendo, comenzó el oficio de la misa.

Concluida ésta, requirieron de nuevo al acusador; igual silencio sucedió, sin embargo, al segundo y tercer pregón.

Elvira alzaba de cuando en cuando los ojos al cielo; no se podía distinguir si le daba gracias por la ausencia de su campeón, que de ninguna manera hubiera deseado ver entonces allí, o si lloraba la ya probable muerte del doncel. Sin creer en ésta ¿cómo concebir que caballero tan generoso y enamorado pudiese dejarla en tan amargo trance desamparada, donde la cuchilla del verdugo esperaba su cabeza, si su campeón no venía?

Dos largas horas pasaron en tan cruel expectativa. Impacientábase ya el concurso como si hubiera pagado el dinero por su asiento y como si fuese aquella una función que estuviese ya Su Alteza obligado a darle, sólo por el hecho de haber él concebido esperanzas de presenciarla. Circunstancia que prueba que el público de Andújar en el siglo XV se parecía a los públicos de todas las épocas y países. Había consentido en recrearse con los furibundos mandobles y reveses del combate; había contado con una diversión, porque generalmente las calamidades particulares son diversiones públicas, y la diversión no llegaba. Comenzaba a levantarse ya un sordo murmullo de descontento y desaprobación; quién hablaba contra Macías, caballero aleve y descortés que se había ofrecido al socorro de una dama para faltar después a su palabra y su fe; quién se indignaba contra Villena, achacando a sus cobardes maleficios la desaparición del pundonoroso doncel.

Habían ganado terreno en este tiempo Nuño y su compañero, portador de las letras que según propias expresiones le había confiado Peransúrez para el justicia mayor; ora sirviéndose de la persuasión; ora de sus codos, habíanse abierto paso poco a poco hasta llegar a colocarse cerca del tablado de los jueces, dando la vuelta al palenque. Atraído un faraute a las voces de Nuño, no pudo menos de acudir a ver qué pretendía aquel palurdo; expúsole entonces el montero cómo tenía dos palabras que comunicar a su señoría el justicia mayor.

Miróle de alto a bajo el faraute, y como le vio tan malparado:

-No es ocasión, villano -le dijo-, de pedir justicia. Id mañana a la audiencia.

-Ved que no es justicia lo que a pedirle vengo, ni son asuntos míos los que tengo que comunicarle.

-¡Calle el villano! -repuso el faraute con enojo-. ¿Qué asuntos traerá él con su señoría, si no es alguna querella contra el tabernero de la taberna del rincón?

-¡Voto va, señor faraute! -replicó el montero al verse tan injustamente maltratado-, que le enseñe yo a hablar antes de mucho...

-¡Favor al Rey! -gritó el faraute.

-¿Favor al Rey, pícaro? -contestó el montero montando en cólera-. ¿Sabes tú, jabalí del soto más que faraute, que lo que tengo que hablar a su señoría interesa acaso al mismo combate que debía hoy verificarse, y vale de seguro más que tú y todas las bestias feroces de tu especie?

Una carcajada del faraute y un golpe que con la vara de su insignia dio al montero, acabaron de indignar a éste, e iba a precipitarse ya sobre su antagonista, cuando un grandísimo rumor de voces y de aplausos resonó por toda la plaza.

-¡Dejadnos ver, dejadnos oír! -clamaron a un tiempo más de veinte curiosos de los que hasta entonces se habían entretenido con la disputa del faraute y del montero. A esta interrupción inesperada, se volvieron las cabezas de todos hacia el paraje donde sonaba el mayor alboroto.

Un caballero bien montado y armado de todas armas acababa de entrar en la liza, y dirigiéndose hacia el mariscal del campo, que preguntaba ya a Su Alteza si había de procederse a la ejecución de la acusadora, le hablaba con voz agitada y resuelto continente.

Traía el caballero echada la visera; sus armas negras, el penacho negro que sobre su reluciente almete ondeaba a la merced del viento, y más que todo una divisa que en el brazo derecho llevaba ricamente obrada, y que decía en letras de plata imposible, venganza, llamaron la atención general.

-¡Él es! -gritó una voz penetrante que se elevó hasta las nubes desde el cadalso de la acusadora.

-¡Él es! ¡él es! -respondieron en el acto mil y mil voces confusas y repetidas.

-¿Habráse salido Hernando con la suya? -dijo el montero a Nuño-. ¡Hase salvado el doncel!

Proseguía, sin embargo, el altercado del caballero y del mariscal; llegó éste al tablado de los jueces, y después de una corta explicación, pareció que éstos habían decidido acerca de la duda que tenía el mariscal.

Grande fue el asombro de don Enrique de Villena, y mayor aún su indignación.

¿Era posible que Ferrus hubiese dado suelta al encerrado doncel? Conocióse su turbación en toda la plaza, y hubo de parecer buen agüero a los que se inclinaban a la parte de la acusadora.

El rostro de Hernán Pérez, por el contrario, brilló de un resplandor singular. Afirmóse en los estribos, registró con su vista relumbrante a su contrario, y dando con el cuento de la lanza en el suelo:

-¡Venganza, sí! -clamó-; ¡venganza!

Dio en seguida vuelta a su caballo, y ocupó el lado izquierdo del palenque en la terrible actitud ya de acometer.

Otro tanto hizo el recién venido, y tomó de mano de uno de sus dos pajes una poderosa lanza.

El rey de armas, acompañado de dos farautes, descendió entonces del tablado; midieron en seguida el suelo, dividieron el sol e indicaron su debido puesto a ambos combatientes.

Dirigiéndose en seguida Hernán Pérez de Vadillo, conducido por el rey de armas, hacia el crucifijo, y tocándole con la diestra mano, juró a fe de cristiano y de caballero, por su alma y la vida que iba a perder acaso en aquel trance, que su demanda era justa y buena, y que no traía sobre sí ni sobre su caballo armas ocultas, ni yerbas, ni hechizos, ni piastrón, ni ventaja alguna de las reprobadas por la orden de caballería. Vuelto a su puesto, igual juramento repitió, y en la misma forma, el caballero de las armas negras, colocándose de nuevo en seguida al frente de su adversario.

Al ver tan próximos al último trance a entrambos combatientes, no pudo contenerse por más tiempo Elvira.

-¡Señor! -exclamó prosternándose con los brazos abiertos y dirigidos en actitud suplicante hacia el mirador de Su Alteza-, ¡basta! Quiero ser antes calumniadora. ¡Lo soy, señor, lo soy!

Pero en aquel momento la atención de todos se hallaba fijada en los gallardos combatientes, y una confusa gritería de aplauso y de temor al mismo tiempo sofocó la débil voz de la acusadora. Desanimada Elvira enteramente, dejó caer su cabeza sobre el pecho, y enajenada desde entonces apenas vio ni oyó lo que en torno suyo pasaba.

Al punto los jueces del campo mandaron al rey de armas y al faraute dar una grida o pregón que ninguno fuese osado por cosa que sucediese a ningún caballero a dar voces o aviso, o menear mano ni hacer seña, so pena de que por hablar le cortarían la lengua y por hacer seña le cortarían la mano. Sucedióse a este pregón el más profundo silencio, interrumpido sólo por un ligero murmullo que producía el montero irritado todavía, profiriendo entre dientes algunos juramentos contra el faraute; ni atendió pregón, ni pensaba sino en llevar a cabo la entrega de sus letras, más bien por terquedad ya que por otra razón cualquiera. Aplacáronle, sin embargo, algún tanto los que le rodeaban.

Al mismo tiempo mandaron los jueces sonar toda la música de ministriles con grande estruendo y en tono rasgado de romper la batalla; reconoció el rey de armas, acompañado del mariscal, las armas de los desafinados, y hecha la señal soltaron los farautes la brida del bocado de los combatientes, que tenían cogida, gritando a una voz:

-Legeres aller, legeres aller, e fair son deber -según la fórmula provenzal introducida en duelos singulares, justas y torneos.

Arrancaron al punto los caballeros con las lanzas en los ristres, arremetiendo uno contra otro con singular furia y denuedo. General fue la expectativa y el ansia al choque de los combatientes, que se encontraron entre nubes de polvo en medio de su carrera. Rompieron entrambos sus lanzas. Fernán Pérez encontró al caballero de las armas negras en el arandela, desguarneciéndole el guardabrazo derecho, y éste encontró a Hernán en la babera del almete. Vacilaron entrambos caballos de la sacudida, pero repuestos en el mismo instante del súbito golpe, concluyeron su carrera airosamente. Tomaron los caballeros lanzas nuevas, y en tres carreras sucesivas no se decidió la ventaja por ninguna parte. Al fin de la tercera, furioso Hernán Pérez del poco efecto de las lanzas, quebró la suya contra el suelo, y revolvió, desnudando la espada, sobre su contrario, que vista la acción adoptó igual determinación. No daba Elvira, sumergida en el más profundo estupor, señal de vida, y mudaba de colores don Enrique de Villena a cada encuentro, como aquél cuya fortuna dependía del éxito del combate. A pesar de las buenas muestras que daba de su persona el novel caballero, ponían todos por el de lo negro, cuyos altos hechos de armas anteriores eran demasiado conocidos para osar poner en duda su ventaja.

El que más animado parecía era nuestro montero, a quien el coraje había acabado de acalorar; pero cuando no pudo reprimirse fue cuando, después de un largo rato de incierta lucha, rompió Hernán Pérez su espada en el almete del caballero de las armas negras, quedando desarmado.

-¡A él! ¡a él! -gritó fuera de sí el aventajado de lo negro, que descargó su acero sobre el indefenso, desguarneciéndole el brazo y haciéndole una profunda herida a lo largo de él. Apartó Vadillo su caballo como buscando una arma nueva, y tratando de evitar el segundo golpe con que su contrario le amenazaba ya, acción que puso una pequeña suspensión en el combate, merced a la habilidad con que logró, manejando su bridón, burlar repetidas veces la intención del enemigo.

Un faraute, entretanto, se apoderó del montero, y llevado ante los jueces del campo, íbasele a imponer la pena que hubiera sufrido, a no haber hecho presente que traía letras para el justicia mayor. Abriólas éste y recorriólas rápidamente. No bien las hubo leído, cuando se alzó en pie para mandar la suspensión del combate. Era tarde ya, sin embargo. Convencido Vadillo de que podía durar muy poco lucha tan desigual, decidióse a echar el resto, y asiendo de su hacha de armas, detuvo su caballo y esperó resuelto al contrario, que le acometió causándole de nuevo otra herida en un costado. Aprovechándose Vadillo entonces del momento, soltó la brida del caballo y alzando con ambas manos el hacha y clamando:

-¡Venganza! ¡Venganza! -descargó tan furioso golpe sobre el caballero de las negras armas, sin darle tiempo de revolver su caballo, que faltándole el almete, hízole dar con la cabeza en el cuello del animal; aturdido de ambos golpes, el caballero abrió los brazos, separáronse sus piernas del vientre del caballo y perdiendo ambos estribos vino al suelo malparado.

-¡Victoria! ¡Victoria! -clamaron a un tiempo los circunstantes, sucediendo a la aclamación el más profundo silencio.

A ese tiempo Vadillo, habiendo echado ya pie a tierra, se precipitó sobre el caído con ánimo de cortarle la cabeza, idea que llevara a cabo a no detenerle un faraute que de orden de los jueces dio por concluido el combate. Miró Vadillo al cielo despechado y descansó en seguida sobre su hacha de armas, sin separarse empero de la víctima, y en la misma actitud en que nos pintan a Hércules sobre su maza. Elvira, al oír el grito de victoria, alzó los ojos, vio el éxito del combate, y cerrándolos horrorizada se lanzó en los brazos de Jaime, ocultando en ellos su cabeza. Don Enrique de Villena, entretanto, ostentaba en su semblante la alegría del triunfo, que no había esperado conseguir.

Mientras que el justicia mayor había llegado a Su Alteza seguido del montero, y le hablaba cosas sin duda del mayor interés, el rey de armas se adelantó hasta el vencido, y poniéndole un pie sobre el pecho, y tocándole con su maza:

-¡He aquí -clamó en voz alta-, he aquí el juicio de Dios! Don Enrique de Villena es inocente. Elvira es calumniadora. He aquí el juicio de Dios.

Un grito de horror resonó por toda la concurrencia, que sabía bien la suerte que esperaba a Elvira. Efectivamente, según las leyes de semejantes juicios, la acusadora debía ser en el acto degollada; el campeón vencido, si había quedado con vida, debía ser desarmado y desnudado; las diversas piezas de sus armas, esparcidas aquí y allí en el campo de batalla; y permanecer él en tierra hasta que Su Alteza declarase si quería ajusticiarlo o perdonarlo. Sus bienes habían de ser, además, confiscados en favor del erario, después de reintegrado el vencedor de sus costas y perjuicios; y si quedaba muerto, debía ser entregado al mariscal del campo para ser suspendido por los pies en un patíbulo.

Disponíanse los archeros a conducir a Elvira al suplicio, estaba ya en pie el impasible verdugo y repetía por tercera vez el rey de armas su grida de ¡he aquí el juicio de Dios!, cuando se notó que Su Alteza hacía señal de suspensión con el pañuelo. Alzado en pie entonces el justicia mayor:

-El combate nada puede probar ni decidir -clamó en alta voz-. La condesa doña María de Albornoz vive, y don Enrique de Villena es, sin embargo, culpado de felonía, si no de su muerte.

Estas terribles palabras, que repetían los que estaban más cerca a los que no las habían oído, extendiéndolas como se extienden a lo lejos las ondas de un estanque donde ha caído una piedra, produjeron la mayor expectativa en la asamblea y fueron un rayo para don Enrique.

-¡Todo es perdido -clamó-, todo!

-Sí -continuó Diego Stúñiga-. La Providencia es justa; ella ha salvado a la condesa; he aquí sus letras, y presto, acaso, su llegada a Andújar confirmará tan alegre nueva.

No bien había acabado de hablar el justicia mayor, se hendió la multitud, que rodeaba una puerta de la liza, y se vio llegar a rienda suelta una cabalgata que no tardó en entrar en el palenque.

-¿Es posible? -se preguntaban unas a otras mil voces confusas y atropelladas-; ¿es posible? ¡La condesa! ¡La condesa!

Doña María de Albornoz, pálida como la muerte, revestida aún del negro cendal con que había salido de su prisión, y seguida de Peransúrez y de varios armados, se dirigió a apearse ante Su Alteza, que la recibió en sus brazos. Don Enrique, confundido, se ocultó entre sus caballeros, y Elvira, luchando entre la duda y la esperanza, permaneció inmóvil, ora clavando los ojos con estúpido terror en el cuerpo del vencido, que yacía en tierra todavía, ora queriendo descifrar si era, efectivamente, su antigua amiga la que venía a librarla de la muerte que tanto había deseado.

Entretanto, llegando los jueces y el rey de armas al caído, desenlazáronle el almete; al respirar el aire libre pareció dar señales de vida, volviendo en sí lentamente. Su Alteza, que había bajado de su balconcillo, se encaminó con toda la corte hacia el sitio que había sido teatro de la batalla lleno del más vivo interés por su doncel. La condesa, no menos animada del celo por su defensor, arrastró a Elvira hacia el mismo paraje. La sangre que había vertido el caballero por los oídos y las narices al recibir el golpe de Vadillo, juntamente con el sudor y el polvo, impedían reconocer sus facciones.

-¿Es muerto? -gritó don Enrique el Doliente a los que le reconocían.

-¿Es muerto? -preguntó la condesa.

-¡Macías! -gritó Elvira, devorando con sus ojos las facciones del caído-. ¡Ah, no es él! -exclamó con frenética alegría, después de un momento de duda-. ¡No es él! -y se dejó caer en los brazos de la condesa, que la cubría de cariñosos besos.

Efectivamente, limpióse el rostro del vencido: era el generoso don Luis de Guzmán. Poseyendo la armadura del doncel, que Hernando le había dejado, se había lanzado a la palestra en contra de Villena, logrando persuadir al mariscal del campo y a los jueces de la identidad de su persona sin quitarse la visera.




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    Yo malo que obré el pecado,
Merecía haber la paga.
Mis ojos sean malditos
Que su hermosura miraran,
Que a no mirarla ellos
Todo este mal se excusaba.
No miréis, justo señor,
Su pecado; pues la paga
El cuerpo que lo tal hizo
A ella haced librada.


Rom. del rey Rod.                


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Luego que Fernán Pérez se hubo repuesto algún tanto de su primer asombro, volvió los ojos hada su señor, y viendo lo malparado que estaba entre los suyos, llegóse a él con aire resuelto.

-¿Qué es esto, señor? -le dijo-. ¿La condesa aquí? ¿Y el doncel?

-¿Qué ha de ser, Vadillo? -repuso Villena-. El infierno todo, que anda mezclado en mis asuntos. Mi castillo está en manos de traidores. La fuga es nuestra salvación.

Dichas estas palabras, aprovechóse el conde de Cangas de la confusión general y salió del palenque con Vadillo y sus caballeros y vasallos antes que pensara nadie en impedírselo; armándose en seguida y montando precipitadamente a caballo, tomaron a rienda suelta el camino de Arjonilla, donde le pareció al conde que debía hacerse fuerte y esperar el sesgo contrario o favorable que quisiesen tomar las cosas. En el camino hubo de confesar toda su conducta el intruso maestre a Fernán Pérez. A pesar de su nunca desmentida fidelidad, no pudo disimular éste un gesto de desprecio, hijo de la consideración del carácter de aquel hombre, imperfecta mezcla de ambición y pusilanimidad. No creyó, sin embargo, oportuno abrumarle con reconvenciones en la hora de su desgracia; desesperado de no haber acabado como creía con el hombre que le había ofendido en lo más delicado de su honor, y cuya muerte había jurado, suplicó al conde le permitiese adelantarse en su excelente caballo para advertir su llegada al castillo y tomar disposiciones de defensa, según le dijo, pero en realidad con ánimo de que no se escapase por esta vez a su furor el doncel, si estaba todavía aprisionado, como debía de presumirse de su ausencia en el combate.

Advertida de allí a poco en el palenque la fuga del conde y de los suyos, fue tal la indignación de Su Alteza al verse de esta manera burlado por su mismo pariente, a quien tantos favores había dispensado, que a pesar de los ruegos de doña María de Albornoz y de Elvira, pudieron más con él las sugestiones del pérfido judío Abenzarsal. Éste, para salvarse y no verse arrastrado en la ruina del conde, no halló otro recurso que cortar el cable que unía su suerte a la del caído maestre, y como buen palaciego, fue el primero que manifestó la mayor indignación contra Villena. Despachó, pues, el Rey en seguimiento del conde al justicia mayor con numerosa comitiva de caballeros y hombres de armas, dándole orden de traerle a su presencia vivo o muerto, y de salvar a toda costa al doncel de su venganza, si existía en su poder todavía, como debía sospecharse de las informaciones que dio sobre el caso Peransúrez.

Deseosa, sin embargo, la generosa condesa de endulzar el rigor de la ley por una parte, y por otra de cooperar a la libertad del doncel, que tan noblemente había abrazado su causa desde un principio, y que por ello se veía en inminente peligro, se decidió a seguir al justicia mayor a Arjonilla, acompañándola Elvira, Jaime y Peransúrez; aturdida todavía aquélla con los singulares y opuestos acontecimientos que habían pasado en aquel día, y fieles los otros dos, como siempre, a la generosa empresa que habían abrazado. La impaciencia que a los cuatro animaba no les permitió esperar a la partida más lenta del justicia mayor y de su tropa. Llevando, además, mejores caballos, ganáronles prontamente la delantera.

En el castillo se había aplacado entretanto el desorden y la confusión producidos por la fuga de la condesa. Ferrus y Rui Pero se habían cerciorado con satisfacción que sólo uno de los prisioneros se había escapado. Era, en verdad, el más importante; pero Rui Pero se puso a la cabeza de unos cuantos hombres armados con no pocas esperanzas de recobrar a los frailes fugitivos, que habiendo salido a pie, no podían haber andado mucho. Hubieran logrado su intento a no haber tenido tiempo Peransúrez para llegar a la venta de Nuño; pero una vez allí, desnudáronse su disfraz, tomaron consigo unos cuantos monteros colegas de Peransúrez, y rodeando por el monte y sonando sus bocinas en son de caza, lograron burlar la vigilancia de los emisarios de Rui Pero, que buscaban dos frailes franciscanos y no una compañía de cazadores. La condesa creyó oportuno avisar de su situación a Su Alteza por medio del mismo Nuño y de su compañero de viaje, por si se frustraba su fuga o por si no podía llegar a Andújar tan presto como era su intención, a pesar de la poca distancia que hasta allí había. Nuestros lectores han visto cómo desempeñó Nuño su comisión, y pueden figurarse que Rui Pero y los suyos recorrían todavía inútilmente los alrededores de Arjonilla. Ferrus, poco militar todavía y aturdido con cuanto le pasaba, no había pensado en relevar las centinelas, y habiéndose convencido por una rejilla interior de la prisión del doncel de que existía en su poder, permanecía Hernando en su puesto con su alano, bien decidido a vender cara su vida si no podía salvar a su señor; viendo que nadie se acordaba de él, se determinó por último a abandonar su guardia y a buscar otra manera de salvar a Macías. Echó a andar para esto a lo largo de la muralla, calada la visera de la mala celada que había robado al difunto, y no le costó dificultad introducirse en lo interior del castillo, que por lo desmantelado servía de cuartel a los hombres de armas. No osaba preguntar por no delatarse a sí mismo; pero calculando la forma del edificio, anduvo con aire resuelto como si fuese a cosa hecha o llevase alguna orden y se acercó adonde caía efectivamente la escalerilla que daba entrada a la prisión del doncel. Felizmente conservaba todavía las llaves en su poder, y Ferrus con la mayor parte de su fuerza se ocupaba en distribuir atalayas en las murallas y en examinar de continuo el campo por ver de divisar a Rui Pero, de quien no dudaba que volviese con su presa.

Quedábale que vencer a Hernando una dificultad. En lo alto de la escalera había un centinela a quien Ferrus había encargado la vigilancia.

-¿Quién va? -preguntó éste a Hernando, luego que le vio acercarse.

-Compañero -repuso Hernando, tratando de ganarle por buenas, y aun de relevarle, si podía-, ¿cae hacia esta parte la prisión?

-Atrás. Parece que es nuevo el compañero según la pregunta. Aquí cae; pero atrás.

-Ved que os vengo a relevar. ¡Voto va! podéis iros a descansar.

-¿A descansar, y hace un cuarto de hora que estoy en esta facción?

-¡Malo! -dijo para sí Hernando.

-No conozco yo la voz de ese compañero -dijo entre dientes el centinela, armando su ballesta-. ¡Ea! atrás digo.

-¡Cuerpo de Cristo! -exclamó furioso Hernando, viendo que su astucia no había surtido efecto-; si no conoces mi voz, jabalí, conocerás mi mano -dijo, y se abalanzó sobre el contrario.

Retrocedió éste gritando «¡Traición! ¡Traición!» y disparó su ballesta; recibió Hernando la saeta en el brazo izquierdo; pero no haciendo más caso de ella que de la picadura de un insecto, levantó su mano de hierro, y asiendo del centinela por la garganta, alzóle del suelo, diole dos vueltas en el aire con la misma facilidad y desembarazo que da vueltas un muchacho a su honda, y despidiólo contra la pared del corredor, donde produjo el infeliz un chasquido hueco, semejante al de una inmensa vejiga que revienta, cayendo después al suelo sin más acción que un costal o un haz de fajina. Arrancóse en seguida la saeta del brazo Hernando, y pasándola por los talones del vencido, colgólo en la pared de una fuerte escarpia que servía para suspender de noche una lámpara, donde le dejó cabeza abajo en la misma forma que hubiera hecho con un venado. Sin reparar en la sangre que de su herida corría, abalanzóse después Hernando con las llaves a la escalera, la cual bajó con la misma priesa y ansiedad y latiéndole el corazón con la misma fuerza que si le esperase abajo una querida que fuese a ver solo por primera vez.

El desdichado doncel, que ningún ruido había vuelto a oír desde su encierro en aquel subterráneo, si no era el monótono rumor del torrente, que casi debajo de sus pies corría, paseaba entretanto su estancia con paso largo y precipitado, indicio de la agitación de su alma.

-¡Elvira -decía hablando con su señora-, Elvira, he aquí el estado infeliz a que ha reducido tu obstinación a tu amante desdichado! ¡Te lo predije! ¡No oíste mi voz! ¡No creíste mis palabras! Goza ahora, goza tranquila en los brazos de tu esposo esa felicidad maldecida que yo solo perturbaba. ¡Ah, traidor Villena! ¡Ah, fementido Hernán Pérez! ¡De esta suerte me venceréis! ¡Yo siento su mano aún dentro de la mía! ¡Siento su corazón latir fuertemente contra el mío; la veo, la oigo; sus lágrimas ardientes corren aún a lo largo de mis mejillas! Su voz trémula y agitada, su voz ronca de pasión, ahogada por el amor, pidiendo piedad y misericordia, resuena aún en mis oídos. La estrecho entre mis brazos. Día y noche desde entonces siento sobre mis labios la opresión dulcísima, el calor inmenso de los suyos. ¿No lo sientes, Elvira, tú también? ¡Nunca se apagará este ardor y esta memoria! ¡Es fuego, es fuego, es el amor entero, es el infierno todo sobre mis labios desde entonces!

El mayor abatimiento sucedió a este corto extravío de la razón del doncel. Una llave sonó de repente en la cerradura de su prisión, y un momento después se hallaba en los brazos de Hernando. No acababa el prisionero de creer a sus ojos.

-Ea, señor -dijo Hernando, después de una breve pausa-, conoce a tu montero. Toma esta espada. No es la tuya, señor; es la de un villano; pero en tus manos será la del Cid. A mí me basta un venablo. Salgamos.

-¿Adónde, Hernando...? ¿Quién te trajo? ¿Dónde estoy?

-Después, después -repuso Hernando mirando a todas partes con la mayor inquietud-. El grito del centinela puede haber dado la alarma y urge el tiempo.

-No, Hernando; déjame morir en esta soledad -repuso el doncel con dolor-. No la veré al menos acariciando a otro.

-Te ciega tu pasión, Macías -contestó el montero-. Huyamos. Ven de grado, si no quieres venir a tu pesar.

Disponíase el montero a cumplir su amenaza apoderándose a viva fuerza del doncel, proyecto que hubiera llevado a cabo fácilmente, ayudado de su robusto brazo, cuando un sordo estruendo de armas se dejó oír en el corredor.

-¡Voto a tal! -exclamó Hernando aplicando el oído-. Me han descubierto los traidores; vendámosles caras nuestras vidas.

Dichas estas palabras asió el montero de un brazo del doncel y obligóle a subir con él la escalera,

-¡Traición! ¡Traición! -gritaban en lo alto de ella varios soldados que se preparaban a impedir la evasión de los fugitivos. De allí a poco se trabó un combate encarnizado en el corredor. Cargaba más gente por momentos, y Ferrus, que había reconocido al montero, animaba a los suyos con promesas y amenazas.

-¡Ven, villano -gritaba Hernando a Ferrus-, ven, juglar infame! Yo soy el que ha librado a la condesa, yo el que había de librar a mi señor. Llega y probarás mi venablo.

-¡A él, amigos a él! -gritaba Ferrus sin dar reposo a los suyos-; él es traidor; ¡muera Hernando, muera!

Macías, animado con la pelea, se defendía valientemente haciendo prodigios de valor y derribando cuanto se ponía a su paso; pero era evidente que hallándose como se hallaba desarmado, no podía resistir por mucho tiempo al número de sus contrarios. Él y Hernando se vieron precisados, después de haber derribado inútilmente a algunos de sus enemigos, a refugiarse hacia la prisión. Acababa de entrar Macías en ella cuando se abrió por entre los que le acosaban un caballero, gritando, con la espada desnuda:

-¡Ténganse todos! ¡Fuera, villanos! ¡A mí! ¡Dejádmele a mí! El doncel me pertenece.

-¡Hernán Pérez! -gritó fuera de sí el doncel, cobrando nuevo valor y dirigiéndose hacia el enemigo que acababa de llegar.

Suspendiéronse a la voz de entrambos los combatientes, y Hernán Pérez solo se precipitó tras Macías en la prisión. No pudo evitar esto Hernando, ni menos que Hernán Pérez, dentro ya con su rival, corriese un enorme cerrojo que por dentro la cerraba. Agobiado por el número de los que le rodeaban y querían rendirle, quedó en la escalera jurando y blasfemando de su mala suerte, que le impedía ayudar a su señor. Haciendo entonces el último esfuerzo, atravesó con el venablo a dos de los que más cerca tenía y abrióse paso por entre los demás, aterrados de la muerte de sus compañeros. Precipitóse en seguida sobre Ferrus, que huía despavorido por el corredor seguido de su alano, el cual amenazaba con los dientes hacer presa en el primero que tocase a su amo, y asiendo al juglar de la garganta:

-¡Villano -le gritó-, condúceme a las cadenas del rastrillo de la prisión o eres muerto!

No osaba llegar a Hernando ninguno de los del castillo temerosos de que clavase el venablo en su alcaide a la menor contradicción; Ferrus, entretanto, aterrado:

-¡Ah, señor! -exclamó-; si me perdonáis la vida, yo os llevaré donde gustéis.

-Ea, pues, vamos -replicó Hernando, y llevándole siempre asido de la garganta le siguió adonde Ferrus todo trémulo le guiaba.

Entretanto luchaban animados de igual furor Hernán Pérez y Macías, cerrados en la prisión. Pocos golpes habrían dado y recibido, cuando resonó por todo el castillo el rumor de varias trompetas y el estruendo de muchas gentes de armas que llegaban nuevamente. Don Enrique de Villena y los suyos acababan de entrar en él. Casi al mismo tiempo llegó doña María de Albornoz y Elvira, y al nombre de la condesa fueles abierto el puente.

Dirigiéronse los primeros, informados de cuanto ocurría, hacia la prisión del doncel, y hallándola cerrada por dentro, mandó el conde que se forzase la puerta, operación a que se dio principio con la mayor actividad.

Doña María de Albornoz y Peransúrez, no conociendo más camino a la prisión del doncel que aquél que ellos habían andado antes de la fuga, se dirigieron, por el contrario, entre la muralla y la zanja, llegaron al frente de la prisión, oyeron el ruido de las armas de los combatientes y el estruendo de los que por el opuesto lado forzaban la puerta que había cerrado Vadillo; pero ¡cuál fue su sorpresa cuando vieron el espectáculo que se ofreció a sus ojos! Hernando, asomado a una galería sobre la prisión, desde donde se soltaban las cadenas del rastrillo, tenía asido aún al juglar y lo ahogaba casi con su mano, intimándole que le ayudase a soltarlas. Ferrus, sin embargo, que sabía el horrible secreto del rastrillo, por el cual no podía pasar nadie sin caer en la zanja y hacerse pedazos en los muchos pinchos de hierro de que estaba erizada, lleno de pavor quería explicarse porque no tomase luego Hernando mayor venganza de la catástrofe que debía de seguirse a la bajada del rastrillo. No concediéndole, empero, Hernando parlamento, y viéndose Ferrus ahogar, hubo de ceder y ayudó a Hernando como pudo a soltar las cadenas.

-¡Sálvate, Macías, sálvate! -gritó desde arriba Hernando con voz que retumbó en todo el castillo, y entonces se ofreció a los ojos de doña María y de Elvira el horroroso combate.

-¡Cielos! -exclamó Elvira-. ¡Bárbaros, teneos! ¡Tomad mi vida, tomadla! -precipitóse Elvira hacia la prisión, y puesta en el borde del abismo-: ¡Macías! -clamó sin podérselo nadie impedir-. ¡Hernán Pérez! ¡Cesad, bárbaros, en tan cruel combate o este precipicio será mi tumba!

No volvió siquiera Hernán Pérez la cabeza; antes más encarnizado que nunca al oír la que causaba su implacable rencor, redobló sus golpes. No sucedió así al doncel; volvió la cabeza rápidamente, y al ver a orillas de la zanja a Elvira, pronta a precipitarse en ella, desasióse del hidalgo, a tiempo que caía hecha pedazos la puerta de la prisión con horrible fragor y que se entraban dentro don Enrique y los suyos.

-¡Elvira! -gritó Macías saliendo de la prisión-. ¡Elvira! -lanzóse en seguida al rastrillo.

-¡Perdón! -gritó con voz desesperada Ferrus a Hernando, y al mismo tiempo, cediendo la trampa del rastrillo al peso del caballero que la oprimía, hundióse el doncel súbitamente, y su cuerpo destrozado llegó a lo profundo de la sima, dando de hierro en hierro y profiriendo sordamente:

-¡Es tarde! ¡Es tarde!

Un chillido agudo y desgarrador, lanzado del pecho de Elvira, resonó hasta el mismo corazón de los espectadores espantados. Un momento de pausa y de terror se siguió.

-¡Malvado! ¿Lo sabías? -gritó únicamente Hernando desesperado, y se precipitó sobre Ferrus, que exánime no le ofrecía resistencia alguna. -Asiéndole entonces de su cabellera roja: ¡Bravonel! -gritó-, ¡Bravonel! ¡Al oso!, ¡al oso! -y lanzó en medio de la galería al juglar que corrió un momento huyendo del animal. Pero Bravonel, furioso, se arrojó sobre él, y haciendo presa en su garganta, destrozólo en minutos, al mismo tiempo que Hernando le animaba gritando-: ¡Pieza! ¡pieza! No era digno el infame de morir por mi mano. ¡Pieza! ¡pieza!

Quedó Hernán Pérez mirando cruzado de brazos a la profunda sima, envidioso de que le hubiese robado la dicha de acabar con el doncel. Furioso como aquél que no había satisfecho toda su ira, lanzóse por el borde que había quedado en el rastrillo a uno y otro lado de la trampa hundida, bastante ancho todavía para andar por él una persona. Elvira, en tanto, miraba la sima con ojos vidriados, en que se veía la fijación del estupor y el extravío de la demencia. Habíase secado ya para siempre el manantial de sus lágrimas.

-¡Hele ahí! -le gritó Hernán Pérez señalando la zanja- ¡hele ahí!

-¡Es tarde, es tarde! -repuso Elvira dando una horrorosa carcajada.

-¡Bárbaro! -gritó el pajecillo echándose al paso de Hernán Pérez-; ¡bárbaro! -y se dispuso a defender a su prima con un denuedo ajeno de su edad. En aquel momento pareció Elvira volver en sí para reconocer a su esposo, y sobrecogida de terror, huyó despidiendo del pecho agudos alaridos.

Precipitáronse los circunstantes sobre el hidalgo, no pudiendo éste llegar a Elvira.

-¡Maldición sobre ti y desprecio! -la gritó-; ¡y entre nosotros eterna separación!

Al mismo tiempo se oyeron por el castillo voces de:

-¡Arma!, ¡arma! ¡Santiago!

De allí a poco las murallas eran el teatro de un sangriento combate. Después de una hora de refriega y de muy entrada la noche, replegáronse por fin las gentes de Villena, acaudilladas por el hidalgo, que había peleado con desesperación, y el justicia mayor clavó el pendón real en una almena.

Hernando, que había tomado a su cargo dañar a los sitiados en compañía de Peransúrez para facilitar la entrada a las tropas reales y defender a la condesa, peleó como aquél que acababa de perder el único interés que le ligaba a la sociedad, y logró mantener ilesa a doña María hasta el momento de la victoria. Restituida aquélla al justicia mayor, no se volvió a ver a Hernando ni a su alano. Se presume que privado de su amo, que era el único que podía hacerle soportable la existencia en la corte, se hundió para siempre en los montes, y hay cronista que afirma que años adelante murió a manos de un oso más feroz que él.

Don Enrique de Villena fue llevado ante el rey Doliente, y el imprudente medio de que se valió para conservar, aun después de lo ocurrido, su maestrazgo, diciéndose en público impotente, sólo contribuyó a dar a todos una idea más clara de su baja ambición. Los ruegos, sin embargo, de la generosa condesa, que se retiró a sus estados a llorar su desdichada boda y la suerte de Elvira, salvaron la vida al conde, quien desde entonces vivió en retiro filosófico entregado a las letras, para las cuales había nacido, más bien que para las armas o la corte. Es cosa sabida que, después de su muerte, quedó hecho trozos en una redoma, como hechicero que había sido.

Don Luis de Guzmán, restablecido de sus heridas, fue elegido maestre de Calatrava por el capítulo de la Orden.

Nadie, entretanto, había visto a Elvira desde el momento en que empezó el combate y la confusión. Buscósela de orden de la condesa muchos días, porque el rencoroso Hernán había jurado no volver a recordar nunca su nombre; fue imposible, empero, dar jamás con ella; tanto, que el fiel pajecillo, desesperado de la pérdida de su hermosa prima, no pudo resistir a su dolor y tomó de allí a poco el hábito en una orden religiosa.

Es fama únicamente que durante el combate se vio en diversos puntos de la muralla, sin temor alguno ni a las armas, ni a los combatientes, ni a las llamas que consumieron aquella noche el castillo sin saberse quién las hubiese prendido, una mujer desmelenada, agitando con ademán frenético una antorcha en medio de las tinieblas y gritando con feroz expresión:

-¡Es tarde!, ¡es tarde! -lema antiguo del fatal castillo.

No faltó en la comarca quien creyó que sólo podía ser la mora encantada la que parecía triunfar, con bárbaro regocijo, de la destrucción de su antigua cárcel, repitiendo el fatídico: «¡Es tarde!»




ArribaCapítulo XL


¡Tarde acordaste!!!...


Rom. del conde Claros.                


Algunos años habían pasado ya desde los sucesos que dejamos referidos. Ocupaba el trono de Castilla el señor don Juan II, hijo del muy ínclito y poderoso rey don Enrique el Doliente, y ocupábale en su menor edad, regido y dominado por unos y otros bandos y parcialidades.

Dos caballeros, ricamente ataviados y montados, pasaban una tarde por la plaza de Arjonilla. Brillaba en el semblante del más lujosamente vestido la satisfacción que da el poder y la riqueza; distinguíase en el celo y en la oscura frente del otro la huella de antiguos pesares.

-Si no fuese detenernos mucho -dijo el primero al segundo-, vería de buena gana qué turba es aquélla que se agita en el extremo de la plaza. ¿Llegamos?

-Como gustéis, señor don Luis de Guzmán -repuso secamente su compañero-; si bien yo no puedo parar mucho en este pueblo maldito sin agravarse mis males.

Llegáronse, efectivamente, al grupo. Una infinidad de muchachos le formaban, y algunos habitantes de Arjonilla con ellos. Una mujer en medio parecía querer huir de la importuna concurrencia. Sus vestiduras se hallaban manchadas y rotas por diversas partes; su pelo suelto y descuidado parecía haber sido hermoso; sus facciones flacas y descompuestas debían de haber tenido en su juventud proporciones agradables. Esto era todo lo que se podía decir. Sus ojos, hundidos en el cráneo, brillaban con un fuego extraordinario y parecían querer devorar al que la miraba; sus ojeras negras, sus mejillas descarnadas, su frente surcada de arrugas y sus manos de esqueleto, manifestaban que alguna enfermedad crónica y terrible consumía su existencia.

Arrojábanla pellas de barro los muchachos y corrían tras ella.

-¡La loca! ¡la loca! -gritaban- ¿Cómo te llamas? ¿Nos dices la hora que es? ¡La loca! ¡la loca!

A toda esta algazara respondía la desdichada con una feroz y extraviada sonrisa; parábase, escuchaba un momento y soltando una estúpida carcajada:

-¡Es tarde! -gritaba con voz ronca-; ¡es tarde! -despedazábase al mismo tiempo las manos y dábase golpes en el pecho.

-¿Qué es eso? -preguntó don Luis a un muchacho.

-¡Ah!, señor maestre -contestó el muchacho, que parecía conocer al caballero-, ¡es la loca!

-Y, ¿quién es la loca?

-Aquí -repuso el muchacho- sólo por ese nombre la conocemos; de temporada en temporada se aparece por el pueblo; otras veces vive por el monte, y dicen los pastores que gusta mucho de pasar los días enteros mirando a los barrancos. No habla más que dos palabras. No llora nunca; ¿oís esa carcajada? Eso es lo que hace; aquí siempre estamos deseando que venga, porque es para todo el pueblo una diversión.

-¡Infeliz! -dijo don Luis-; ¿no queréis verla, señor Hernán Pérez?

-No; esos espectáculos me ponen de mal humor. ¡Miserable! Será acaso alguna madre que haya perdido a su hija. Vamos de aquí, señor don Luis.

-O alguna amante desdichada, señor Hernán Pérez -dijo riéndose con indiferencia don Luis, y picando espuelas a su caballo. De allí a poco ambos caballeros desaparecieron, apartándose la turba que seguía hostigan do a la demente, la cual sólo respondía de cuando en cuando con su acostumbrada carcajada y su desdichado estribillo:

-¡Es tarde! ¡es tarde!

Pocos años después entró una madrugada el sacristán de la parroquia de Santa Catalina de Arjonilla en la iglesia y parecióle ver un bulto extraordinario al lado de un sepulcro. Efectivamente, era la loca.

-Loca -le dijo dándole con el pie-. ¡Pues está bueno! Ésta se quedaría aquí ayer en la iglesia cuando la cerré. Vamos, buena mujer. ¡Estará borracha!

Dábale con el pie, pero el bulto no se movía. Acercóse el sacristán y vio que la loca tenía un hierro en la mano, con el cual había medio escrito sobre la piedra ¡Es tarde!, ¡es tarde! Pero ella estaba muerta. Sus labios fríos oprimían la fría piedra del sepulcro. Un epitafio decía en letras gordas sobre la losa:

AQUÍ YACE MACÍAS EL ENAMORADO

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