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Entre la tierra y el cielo


Al lado de aquella puerta había una reducida estancia, desamueblada completamente, en medio de la cual se veía una escalera de caracol, de madera y hierro, por cuyo extremo superior comenzaba a vislumbrarse alguna claridad...

Fabián subió aquella escalera, y, a su remate, se encontró en otra estancia, también desamueblada. Sobre el pavimento había una linterna encendida cerca de una segunda puertecilla, cuya llave estaba puesta.

No obstante las graves preocupaciones que embargaban su ánimo, el antiguo libertino recordó sin duda la viva curiosidad que a Diego y a él les había inspirado en otro tiempo aquella parte de la casa, y los mil comentarios y conjeturas que habían hecho acerca de lo que Lázaro pudiese tener guardado allí... Ello es que contempló supersticiosamente la puertecilla, y dijo:

-Todo llega en este mundo... ¡Al fin voy a salir de dudas!

Y, desechando rápidamente la llave, abrió.

Pero el cuadro que apareció ante sus ojos lo maravilló de tal manera, que se detuvo un momento, sin atreverse a pasar adelante...

Érase una especie de urna de cristal, de colosales proporciones, inundada por la luz de la luna y tachonada por todas las estrellas y luceros de una noche clarísima. El fulgor del astro melancólico rielaba en una y otra vidriera, produciendo reflejos de deslumbradora plata, o hacía brillar una multitud de rutilantes discos y de tendidas columnas de oro. Es decir (hablando en puridad): era un gabinete de cristales construido sobre una azotea, o más bien sobre la plataforma de una torre, y que dejaba ver el cielo, no sólo por la techumbre, sino también por las cuatro paredes. Era, en fin, un observatorio astronómico en toda regla, y, por tanto, aquellos misteriosos discos y tendidas columnas de oro no pasaban de ser enormes relojes siderales, cronómetros, telescopios, investigadores, heliómetros, teodolitos, esferas, meridianos y otros instrumentos con que los geógrafos del cielo buscan los astros, los siguen, los estudian, los miden, averiguan su composición física, los pesan, y forman exacto juicio de sus movimientos, de sus órbitas, de sus estaciones y de todas las leyes de su naturaleza y de su destino.

Era, pues, aquella celda aérea una morada que no tenía relación con nuestro mundo; una estación fuera de la tierra; una especie de antesala del cielo; y en medio de ella veíase a Lázaro de pie, vestido con larga blusa azul, como cualquier obrero, y apoyado en un inmenso anteojo ecuatorial, que salía en gran parte fuera del gabinete por una abertura de las vidrieras, a modo de cañón asomado a la porta de formidable navío...

Decimos que Fabián se detuvo lleno de asombro ante aquel cuadro...

Lázaro se sonreía, mirando afablemente a su antiguo amigo, en tanto que se comprimía con una mano el corazón...

-Entra, Fabián... -prorrumpió al fin el desheredado, mostrando una tranquilidad melancólica y dulce, semejante a la que revela la voz de los convalecientes-. ¡Hace un año que te aguardan los brazos de tu amigo!...

-¡Lázaro! -exclamó Fabián precipitándose en ellos-. ¡Eres tan generoso como yo desventurado!

Lázaro permaneció silencioso y como yerto. Dijérase que perdonaba, pero que no amaba.

Lo comprendió así Fabián, y retrocedió un poco, murmurando:

-Ya sé que Diego ha estado aquí... ¡Pero yo te juro que soy inocente!

-¡Lo sé!... -respondió Lázaro con gravedad-. Y me fundo... en que vienes a buscarme. Cuando hace poco llamaste a mi puerta, estaba yo diciéndome por centésima vez: «Si, como presumo, Fabián es inocente, acudirá a mí en su desdicha... Ahora: si por acaso ha cometido el crimen de que le acusa Diego, no vendrá a verme de manera alguna...» Y he aquí la razón por qué no salí a buscarte tan pronto como se marchó Diego...

-¡Luego tú conoces mi corazón! -prorrumpió Fabián, acercándose otra vez a Lázaro y cogiéndole una mano.

-¡Te conozco, y conozco a Diego!... ¡Por eso os anuncié que me buscaríais!... Lo digo sin ningún género de petulancia, puesto que gano más que vosotros en que nos veamos.

-¡Perdona, Lázaro! -suspiró Fabián, en cuyas crispadas manos yacía inerte la de su amigo-. ¡Perdóname todas mis antiguas injusticias!... ¡Perdona que desconociera tu sublime virtud!

Lázaro inclinó la cabeza con visible fatiga, y repuso amargamente:

-Veo que mi hermano te lo ha contado todo...

-¡Todo, todo, mi buen Lázaro!

-¡Sabe Dios que lo siento!

-¿Por qué? ¿No soy yo también hermano suyo? ¿O imaginas acaso que vengo a verte con alguna mira interesada?

-Pues ¿a qué venías... antes de conocer mi historia?

-He venido porque, al verme calumniado y sin medio alguno de defensa, mi corazón empezó a tener fe en la tuya... Así es que anoche estuve dos o tres veces a la puerta de esta casa... sin atreverme a llamar... He venido porque necesitaba creer para que me creyeran a mí..; porque apetezco creer...; porque «creer» es muy dulce, hermano mío...;porque yo creo ya... mucho más de lo que tú te figuras... He venido, en fin, porque habiéndole contado mi historia a un sacerdote (al célebre padre Manrique, con quien acabo de pasar seis horas), éste me ha dicho que tú me habías dado siempre saludables consejos; que hice mal en no seguirlos aquella noche... (cuando con tanta razón te oponías a que estafase a la opinión pública en el asunto de mi padre), y que, por resultas de todo, debía buscarte y pedirte perdón... ¡A eso he venido, Lázaro; nada más que a eso..., antes de saber, como sé ahora de una manera material, que tú habías hecho previamente cuanto nos aconsejabas a Diego y a mí, y que tú..., no sólo eres de la misma arcilla de los santos, sino tan santo como ellos!

Lázaro estrechó por vez primera las manos de Fabián, y le dijo, mirándolo intensamente:

-¡Conque tú te has confesado!...

-No me he confesado en sentido sacramental de la palabra... Pero le he contado toda mi vida a un sacerdote de la religión en que nací y fui criado..., de la religión del que murió en la cruz calumniado y desconocido...

-Y bien: ese sacerdote, ¿qué más te ha aconsejado que hagas? ¿Qué vas a hacer cuando salgas de aquí... llevándote el perdón que desde luego te otorgo y la fe que no le niego a tu inocencia?... ¡Ya sabrás que Diego está loco de furor; que no hay manera de aplacarlo; que mil apariencias te condenan y que quiere tomar una venganza horrible!

-Lo sé... -respondió Fabián.

-Yo he intentado inútilmente disuadirlo, calmarlo, retenerlo aquí... ¡Él insiste en matarte hoy mismo! «¿Pues a qué has venido a verme si no habías de tomar mis consejos?» -le he dicho con verdadera indignación, sin perjuicio de lo que luego me ocurriera hacer para evitar el duelo. «¡No sé!... -me ha contestado estúpidamente-. He venido aquí, como iré a todas partes, a quitarle la máscara a Fabián Conde.» Estás, pues, perdido..., amigo Fabián..., por lo menos a los ojos del público... Dime, en consecuencia, qué vas a hacer...

-¿Yo? -respondió el interpelado con una sencillez tan grandiosa, que Lázaro lo contempló extáticamente-. ¡Yo no tengo ya nada que hacer en este mundo, sino prestarme a lo que me ha mandado el padre Manrique y a lo que determine Diego! Cuando me vaya de acá no seré ya conde, ni rico, ni aspirante a la mano de Gabriela. Dentro de poco vendrán mi administrador y un notario, y renunciaré a mi título, daré a los pobres el caudal de mi padre, escribiré a Gabriela rompiendo nuestro compromiso, e iré enseguida a ponerme en manos de Diego para que me mate, para que me pisotee, para que me entregue a los tribunales, para que me castigue, en fin, todas mis antiguas faltas, ya que Dios omnipotente lo ha nombrado ministro de su justicia...

-¿Tú vas a hacer todo eso? -exclamó Lázaro, trémulo de entusiasmo y regocijo.

-¿No has hecho tú mucho más? -replicó Fabián Conde.

-¡Oh! ¡Ahora es cuando puedo abrazarte! -gritó aquél con los ojos arrasados en lágrimas-. ¡Ya existes! ¡Ya eres invulnerable! ¡Ya no tienes nada que temer de Diego! ¡Ya es Dios el mantenedor y defensor de tu inocencia!

-¡Lázaro mío! -gimió Fabián con desconsuelo.

-¿Qué? ¿Flaquea todavía el barro mortal? ¿Te duele mucho el sacrificio?

-¡Mucho..., Lázaro de mi alma! ¡Había llegado a adorar de tal modo a Gabriela!... ¡Es tan cruel esta especie de suicidio parcial a que me veo condenado! ¿Qué seré yo sin ella en este mundo?

-¡Sin ella! ¿Qué estás hablando? ¿Quién podrá arrojarla de tu espíritu? ¿Quién podrá impedirle a tu alma que sea suya? Escucha, Fabián: necesito hablarte de mí..., ¡de mí, que amaba a mi padre tanto como tú puedes amar a Gabriela! Vas a saber lo que a nadie he referido..., lo que a nadie pensaba referir... (Y aquí te advierto que Diego ignora completamente mi historia, y que te agradeceré no se la cuentes si llegas a hablar con él... ¡Ay! ¡El mísero, en el egoísmo de su pasión, no ha demostrado siquiera acordarse de las acusaciones que me dirigió en otro tiempo...) ¡Vas a saber, digo, de qué milagros es capaz el alma humana cuando se desliga de la materia! ¡Vas a saber hasta dónde llegan las fuerzas del hombre! ¡Vas a saber quién eres..., o quién puedes ser, y asombrarte de haberte desconocido hasta ahora!... ¡Vas a saber, en fin, cómo vivo yo, y a convencerte de que aún puedes ser muy venturoso!

Lázaro condujo a Fabián a un ángulo de aquella transparente estancia, en el cual había una mesa y una silla: obligólo a sentarse; y, apoyándose él en la mesa, dijo con una voz que parecía salir de lo profundo de su alma:

-«Voy a hablarte de cosas que llenan muchos y muy reputados libros, cuya forma literaria se admira todavía generalmente, pero cuya esencia inmortal empieza a no tener sentido en la moderna Babilonia... Voy a hablarte de los inefables goces que experimenta el alma humana cuando sabe anticiparse a la muerte, separándose del cuerpo, y ponerse en inmediata comunicación y contacto con el creador de todas las cosas visibles e invisibles.

»Comprendo perfectamente que nieguen la posibilidad y efectividad de estos goces aquellas gentes que viven en medio de ruido mundano, atentas al espectáculo social, sin entablar nunca íntimos coloquios con su propia alma, ni escuchar un solo momento los alaridos de su conciencia... ¡Naturalísimo y lógico es que quien regresa a su casa con el corazón lleno de cieno; el que sale del teatro, del festín o de la tertulia con el espíritu prendado de ídolos terrenales, de mundanas hermosuras o de febriles ambiciones; el que acaba de ensangrentarse en sus prójimos, luchando con ellos en la arena de tal o cual asamblea o club político; el que viene, en fin, a disputarles el oro en la casa de juego, la mujer en el sarao, la vida en la pendencia, el honor en la murmuración, el poder en el periódico, la gloria literaria en la revista, o el empleo en las antesalas ministeriales, no pueda de pronto (sólo con abrir y hojear un libro místico... para ver de conciliar el sueño) despreciar la vida que lleva y piensa seguir llevando, y reconocer que hay otra más alta, digna y más feliz, que consiste precisamente en renunciar todo lo que aquí abajo se llama felicidad... Por eso yo, Fabián mío, mientras te vi correr de escándalo en escándalo, no te hablé nunca el lenguaje que te hablo hoy, sino que me limitaba a pedirte que entrases en cuentas contigo propio, apartándote del mal, convencido como estaba de que luego te sería muy fácil renunciar asimismo a los ilusorios bienes de la tierra... Pero hoy que Dios misericordioso, mostrándose parcial en tu favor, no por tus merecimientos, sino por las buenas intenciones de que le has dado pruebas algunas veces, ha hecho por ti lo que tú te resistías a hacer; hoy que la Providencia ha conducido tu libre albedrío, por medio de Gabriela, a apartarte del mal, y, por medio de Diego, a despojarte de todo soñado bien; hoy, en fin, que eres lo que el mundo apellida «desgraciado», y que, por consiguiente, estás ya en aptitud de apreciar y apetecer la verdadera felicidad, voy a descubrirte el fondo de mi alma, voy a asomarte al abismo de mis dolores, para que veas cuán dulcemente, allá abajo, en lo hondo de la sima, entre verdores eternos, está el sumo Dios, departiendo afablemente a todas horas con tu calumniado amigo, con el venturoso desheredado que te habla.

»Empieza, Fabián, por hacerte cargo de cuál era mi situación... antes de conocer tales delicias. Me decías hace poco que te dolía mucho el acto que hoy piensas llevar a término... ¡También me dolió a mí el sacrificio que hice en aras de mi piedad filial! ¡También fue aquello una especie de suicidio! Era yo inocente, como sabes, del crimen que me imputaba mi madrastra; pero no podía defenderme sin acusar a ésta, y su acusación equivalía a herir en mitad del alma al hombre que me dio el ser; era decirle que la mujer de quien estaba locamente enamorado no lo quería, ni merecía que él la quisiera; era demostrarle que estaba deshonrado; era entregar su nombre al ludibrio del mundo...; era, en fin, sacrificar a mi padre para ser yo dichoso, o cuando menos tenido por honrado, en lugar de sacrificarme yo para que mi padre siguiera creyéndose con honra y con ventura... Opté por mi sacrificio..., y mi primer paso fue privarme para siempre de su amor y de su compañía, abandonándolo con todas las apariencias de la ingratitud... Soporté luego su terrible maldición, el odio de mi hermano y el peso de la más atroz calumnia... Y sufrí, por último, la eterna flagelación del desheredamiento..., ¡del desheredamiento, que era como la anulación de mi ser, como mi destierro de la sociedad y de la familia, como una sentencia que me declaraba sin derecho mi nombre, sin derecho a la sangre de mis venas, sin derecho al aire que respiraba, sin derecho a la sobra de mi cuerpo..., sin existencia positiva, en suma, como un error abjurado, como una úlcera cauterizada, como un reo cuyas cenizas aventa el verdugo, como una epidemia que disipa el viento!... Pues bien: yo, calumniado, indefenso, maltratado por mi hermano, desheredado por mi padre, injuriado por vosotros, me alejé del mundo de los hombres..., no por medio del suicidio, ni tampoco retirándome a un convento..., sino refugiándome a esta especie de isla desierta enclavada en el océano de la vida, y desde la cual sólo estaría en contacto con lo infinito... ¡Encerrarme en un convento hubiera sido demasiado teatral en mi situación; hubiera sido escandaloso (pues a las veces, también las obras de piedad causan escándalo...), y preferí fabricar este observatorio, donde, sin afanes ni ociosidad, podía vivir (y he vivido cinco años) en la contemplación del cielo y de mi alma!... La horrible tragedia que me obligó a desterrarme de la sociedad me había conducido desde luego a hacer voto espontáneo de no fijar los ojos en ninguna mujer, o sea de vivir y morir sin amores... Mi condición de desheredado me aconsejó después no tener tampoco amigos que con el tiempo pudieran avergonzarse de haberme dado la mano; y si en este punto fui débil un día..., el día que os conocí a ti y a Diego..., ¡ya recordarás los crueles tormentos que me ocasionó al cabo vuestra amistad! Me encerré, pues, de nuevo y para siempre en este recinto, y me reduje otra vez a vivir de mí propio, sin esperar nada de los hombres...

»Ni ¿qué falta me hacían sus consuelos? Cuando mi padre me envió su maldición; cuando conocí la espantosa calumnia que pesaba sobre mi cabeza; cuando vi que para la felicidad de mi padre, de mi inocente hermano y de la misma calumniadora se requería que yo me resignase con tan atroz injusticia, parecióme que se entreabría el cielo y que Dios me decía: 'Sé que eres inocente: te agradezco tu sacrificio: estoy orgulloso de haberte criado: yo te recompensaré con mi eterno amor.' Cuando enseguida supe que mi padre había muerto, maldiciéndome otra vez y desheredándome..., caí de rodillas en medio de esta estancia, y clavé los ojos en el firmamento... '¡Padre mío! -dije-. Ya estarás leyendo en mi corazón... ¡Ya puedes conocer cuánto te he amado!...' Y en el instante mismo, al través de mis lágrimas, vi que mi padre me sonreía cariñosamente en los espacios sin medida, alargándome los brazos y diciéndome: '¡Gracias, hijo mío..., gracias! Yo te bendigo... Yo te pido perdón... Aquí te aguardo para prodigarte el amor y las caricias que te negué en la tierra...' Y, en fin, cuando vino mi hermano la primera vez y me insultó tan inhumanamente; cuando Diego y tú me injuriasteis del propio modo, ¡Dios y mi padre me asistieron y consolaron igualmente desde más allá de esos mundos que ves brillar sobre nuestra cabeza!... ¡Así es, Fabián, que yo he pasado aquí las noches sublimes, en que mi alma extravasaba mi ser y se extendía por los ámbitos celestes, proporcionándole a mi corazón un júbilo inefable, una paz y una gloria que no sabría explicar la lengua humana, y que sólo podrían compararse a las visiones milagrosas que los grandes místicos han tenido de la bienaventuranza eterna!...

»¡Se me dirá que todo esto ha sido alucinación de mi mente...; que ni Dios se ha movido del cielo, ni mi padre de la tumba; que el orden natural no se ha alterado poco ni mucho en provecho mío; que he delirado; que he soñado!... ¡Pero, Fabián, la consolación y la dicha que he sentido yo, y las fuerzas que me han comunicado esas visiones para poder seguir sacrificándome por mi padre y por mi hermano, no han sido sueño ni delirio!... Admítase, cuando menos, que han sido intuiciones, avisos, presentimientos de mi conciencia... ¡Para mí el caso es siempre igual: el caso es que, cuando el hombre hace dejación de su egoísmo en bien de sus semejantes o en cumplimiento de sus deberes, siente una misteriosa alegría, recibe un infinito consuelo, cree que Dios lo corona de gloria, y vive más amplia y dignamente que nunca! ¡Todo eso querrá decir, en definitiva, que el alma se entiende con la Justicia eterna sin intervención de nuestros sentidos ni de nuestra misma razón!... ¡Todo esto querrá decir que hay un mundo para el alma; que hay otra vida además de la material; que nuestra conciencia presiente esa vida; que la idea de Dios es en nosotros ingénita, consustancial, innata, como satisfacción de la más grande necesidad del espíritu! Pues bien: ¡a ese mundo te llamo yo, que no soy el padre Manrique! ¡Esa vida te ofrezco! ¡Ese Dios es el que te aguarda en ella!»

Fabián había escuchado este largo discurso con verdadero arrobamiento, fijos los ojos en la estrellada bóveda celeste, esclarecida por la blanca luna..., y, cuando Lázaro dejó de hablar, murmuró, como si le respondiese desde otro mundo:

-Sí, Lázaro... ¡Lo comprendo, lo veo, lo toco!... El padre Manrique tenía razón... Hay algo más fuerte que la calumnia; hay algo más poderoso que la injusticia; hay algo superior a la ira de Diego... ¡Existe Dios!

Dichas estas palabras, y hallando delante de sí papel y tintero, cogió la pluma y se puso a escribir apresuradamente...

Lázaro fue a alejarse entonces de la mesa; pero Fabián lo detuvo con esta pregunta:

-Dime: ¿y piensas perseverar en tu martirio?

-¿Por qué no?

-¡Es que ya estás rehabilitado!... Tu madrastra ha confesado públicamente tu inocencia al tiempo de morir, y, por consiguiente, puedes recobrar con pleno derecho tu buen nombre, no ya sólo el de barón de O'Lein, sino el título de marqués de Pinos y la mitad de la fortuna de tu padre...

-Todo eso sería a costa de deshonrar a mi padre y a mi madrastra, después de muertos, y anteponer mi ventura a la de mi pobre hermano... Yo he preferido escribir a los siete testigos y rogar a mi hermano que guarden perpetuo silencio acerca de aquella confesión, cuya mayor o menor publicidad quedó al arbitrio de mi conveniencia...

-¡Tu hermano se opondrá a ese nuevo sacrificio de tu parte!... ¡Yo lo espero así de su nobleza!

-Lo ha intentado...; pero se ha convencido de que no tiene derecho a oponerse, dado que él renuncia también a la herencia de nuestro padre...

-¿De modo que nadie heredará ni el título ni las rentas del marqués de Pinos?

-Las rentas las heredarán los pobres... -contestó Lázaro.

-¡Basta! -replicó Fabián solemnemente.

Y siguió escribiendo.

Lázaro se acercó entonces a un telescopio-investigador, y se puso a viajar por los espacios infinitos.

Era en aquel momento la una de la noche.




ArribaAbajoVI

Los tesoros de los náufragos


Hora y media después, un golpe dado a la puerta del observatorio interrumpió a aquellos dos jóvenes, de los cuales el uno estaba renunciando todos los bienes de la tierra, y el otro buscando en remotos mundos consolación y olvido para los males que había experimentado en el nuestro.

Los que llamaban eran el anciano portero, el hermano de Lázaro, el administrador de Fabián y un notario.

El que iba a dejar de ser conde de la Umbría rogó a todos que lo escuchasen, y preguntó a su administrador:

-¿A cuánto ascendía mi caudal cuando recobré los bienes de mi padre?

-Le quedaban a usted cincuenta mil duros.

-¿Cuánto habré gastado desde aquel día, así en Madrid, como en Londres, como en los preparativos de mi casamiento?

-Veinte mil duros.

-Réstanme, pues, treinta. De ellos tengo seis en mi poder, en dinero... Resérveme usted los otros veinticuatro, adjudicándomelos preferentemente en los regalos de boda que he comprado estos días y en la casa de campo en que murió mi madre, y entregue usted al señor notario una lista de mis demás bienes, para que esta misma noche extienda una escritura, de la cual resulte que se los cedo a los niños expósitos de Madrid. Mañana al ser de día ha de obrar una copia de esa escritura en poder del padre Manrique, que vive en el convento de los Paúles...

-Señor conde... -observó tímidamente el administrador-: usted ha acrecido en dos millones los ocho que heredó de su difunto padre...

-¡Los renuncio también! -contestó Fabián Conde-. Señor notario -añadió enseguida-: redacte usted además esta noche un acta, por la que aparezca que yo, Fabián Fernández de Lara y Álvarez Conde, renuncio para mí y para mis sucesores el condado de la Umbría; y de esta acta, señor administrador, envíe usted mañana copia autorizada al ministro de Gracia y Justicia, acompañada del correspondiente oficio. Extienda usted también mi dimisión del cargo de secretario de la Legación de España en Londres y la retirada de mi candidatura para diputado a Cortes; todo en papel sellado, y tráigamelo antes del amanecer para que lo firme. Señores -agregó en fin, dirigiéndose a Lázaro, a Juan y al portero-: sean ustedes testigos.

-Señor notario -dijo entonces Lázaro-, venga usted mañana a verme, pues tengo que otorgar otra escritura de cesión...

-Y al mismo tiempo -añadió Juan-, pase usted por mi cuarto, pues también necesito yo hablarle de negocios del mismo orden...

El notario y el administrador se miraron asombrados. El portero rezaba. Lázaro, Juan y Fabián Conde se reunieron en amistoso grupo y se dieron las manos fervorosamente.

Alejáronse luego todos los recién llegados, y volvieron a quedar solos Lázaro y Fabián.

-Ahora -dijo éste-, oye los documentos que he escrito:

-«Señor Juez...»

-¡No sigas!... -interrumpió Lázaro-. Ese documento, ¿es una declaración en que te acusas de las falsedades cometidas en unión de Gutiérrez?

-Sí.

-Pues rómpelo... Ya no hace al caso. Diego no puede esgrimir contra ti esa arma... Esta tarde me ha dicho, lleno de furor, que Gutiérrez -cuyo domicilio había logrado descubrir- fue asesinado hace quince días en una casa de juego, y que de las actuaciones judiciales aparece que se llamaba Juan López. Así lo acreditaban todos sus documentos, y es imposible probar otra cosa... Estás, pues, por lo menos, libre del presidio con que te amenazaba mi antiguo impugnador.

-¡Siento mucho que Gutiérrez haya muerto! -contestó Fabián con soberana arrogancia-. Pero, a confesión de parte, revelación de prueba... ¡Yo me delataré de todos modos! ¡No quiero privar a Diego de ningún medio para hacerme daño! ¡Espontáneamente le entregaré esta declaración para que él la presente al Juzgado!... ¿Qué puede importarme ir a presidio, cuando renuncio a Gabriela? He aquí, si no, lo que escribo a don Jaime de la Guardia:

«Respetado señor mío:

»Soy indigno de ingresar en su familia de usted, y usted mismo lo reconocerá así al enterarse de que yo manché la honra del difunto general La Guardia manteniendo criminales relaciones con su esposa.

»Perdóneme usted que le haya ocultado hasta hoy esta horrible circunstancia, que me inhabilita para enlazarme con Gabriela.

»Queda de usted humilde servidor,

FABIÁN CONDE, EX CONDE DE LA UMBRÍA.»

-¡Valor, hermano! -dijo Lázaro al notar la palidez de muerte que cubría el rostro de Fabián.

-¡Lo tengo! -respondió éste-. Oye lo que le escribo a Gabriela:

«Gabriela:

»Diego retira su fianza. Diego me acusa de haber atentado a su honor, requiriendo de amores a su esposa..

»Sabe Dios que esto es falso, y Diego lo sabrá en la otra vida...; pero yo no puedo probárselo y justificarme en ésta... ¡Todos mis antiguos delitos y escándalos deponen contra mí!...

»Por esta razón, y por otras (de las que hoy expongo alguna a tu digno padre), renuncio a tu mano, pidiendo a Dios misericordioso te dé toda la felicidad que esperaba de ti

FABIÁN CONDE.»

-¡Ánimo, Fabián! -volvió a decir Lázaro, viendo que por el rostro del infortunado amante corrían dos hilos de lágrimas.

-¡Lo tengo! -contestó de nuevo el mísero, poniéndose de pie-. Tú enviarás mañana estas dos cartas a su destino... Y ahora, si quieres, retírate a descansar. Yo esperaré aquí hasta que sea de día; firmaré los documentos que he mandado extender, y me iré a mi casa a aguardar a los padrinos de Diego, en pos de los cuales llegará él de seguro cuando sepa que no me bato... Necesito reunir para entonces todo mi valor... ¡Diego es naturalmente innoble, y pondrá su mano en mi cara!... ¿No recuerdas que quiso pegarle a tu hermano la infausta noche en que lo conocimos? ¡Dios me dé fuerzas para sufrir tamaño insulto!... Pero, sí; lo sufriré..., lo sufriré... ¿No he renunciado a Gabriela? ¡Pues renunciaré también a mí mismo!

Mientras Fabián decía estas cosas, Lázaro se paseaba meditando, hasta que al fin se detuvo y dijo:

-Espero en Dios que Diego y tú no lleguéis a tales extremos... Yo arreglaré este asunto de otra manera, suponiendo que el insensato no esté completamente loco... Siéntate ahí, y escríbele una carta refiriéndole todo lo que has hecho y estás dispuesto a hacer por consejo del padre Manrique... Yo se la llevaré en cuanto amanezca... ¡y Dios dirá!

Fabián obedeció ciegamente y se puso a escribir.

Lázaro volvió a sus telescopios y a sus astros, murmurando melancólicamente.

-¡Veamos entretanto por dónde andan los demás mundos!

Pasó una hora.

Eran las cuatro de la madrugada, y sobre la Tierra no se oía más ruido que el chisporreteo de la pluma de Fabián. Lázaro, subido en una especie de andamio, desde el cual manejaba por medio de manubrios un anteojo enorme, apuntándolo, ora a un astro, ora a otro, miraba de vez en cuando a su amigo sin decirle palabra, hasta que de pronto cesó el ruido de la pluma, y observó que Fabián se había dormido con la cabeza reclinada sobre el pupitre...

-¡Infeliz! -murmuró Lázaro-. ¿Desde cuándo no habría descansado?

Y bajó del andamio con sumo tiento y se acercó al amante de Gabriela.

En la última página que había escrito figuraba su firma... Estaba, pues, terminada la carta.

Lázaro la cogió cuidadosamente y la leyó.

Decía así:

«Mi muy querido Diego:

»Va a amanecer el día crítico y solemne de nuestra vida; tal vez el día de mi muerte; tal vez el día de la tuya; el día, en fin, de que tú y yo tendremos que dar más estrecha cuenta cuando Dios nos llame al último juicio... Escúchame, pues, como si oyeras a un moribundo... ¡De todos modos, y pase hoy lo que pase, será ésta la postrera vez que te dirija la palabra Fabián Conde..., tu único amigo, el hombre que tanto te ha amado y te ama, el que tan grandes favores te debe y quien hoy te bendice más que nunca por la inmensa felicidad que acabas de proporcionarle!...

»Sí, mi querido Diego: ¡Dios te crió para mi bien! Tú me acompañaste por las sendas del error como solícito hermano, llevándome la cuenta de mis crímenes y delitos, y haciendo las veces de mi apática y empedernida conciencia, y tú, en el momento supremo, me has detenido en el camino de perdición, has juzgado severamente mi vida, has blandido sobre mi cabeza la espada de la cólera celeste, y me has obligado a caer de rodillas ante el Dios de la misericordia, pidiéndole perdón para mis culpas...

»¡Dios me ha oído! ¡Dios me perdonará, según acaba de anunciarme un digno sacerdote!... Porque yo soy ya todo de Dios, en quien me has hecho creer, y en cuyos brazos me has obligado a refugiarme al repelerme de tu seno... ¡Ha sido, pues, providencial tu injusticia! ¡Tu furia me ha purificado; tu persecución me ha redimido; tus crueles insultos a mi inocencia (que no puede ser mayor en cuanto al delito de que me acusas) han sublevado toda la dignidad de mi alma, me han hecho entrar en mí mismo, han despertado mi conciencia, y aquí me tienes, vuelvo a decirte, en inmediato contacto con Dios, libre ya de angustias y temores, sin necesidad de testigos que me defiendan, sin miedo alguno a tu ira!... ¡Gracias, Diego mío, gracias!

»Así es que ya no te pido que me creas. Podrás tú necesitarlo... ¡Yo no lo necesito! ¿Para qué? ¡El Juez supremo sabe que soy inocente! Tampoco te pido ya que dejes de herirme... Al contrario: yo mismo te envío armas para que me hieras... Necesito ser castigado, y castigado por ti, ya que no como expiación del agravio que me atribuyes y que no te he inferido, como penitencia de las innumerables culpas de que me acuso y me arrepiento... ¡Viniendo de tu mano me dolerá mucho más el castigo, y será, por tanto, más acepto al Cielo y más provechoso para mi alma!

»Ni creas que te hablo con tanta humildad para aplacar tu furia... ¡Pobre Diego mío! ¡Tú no puedes ya hacerme daño alguno! Todas las armas con que me amenazaste anoche las he esgrimido yo contra mí..., y una de ellas, que se ha roto en tus manos, es la que, según te dije antes, te remito con esta carta, después de haberla aguzado mucho mejor que tu odio lo hubiera hecho... Adjunta es, en efecto, una declaración escrita y firmada de mi puño y letra, que podrá suplir con ventaja en los tribunales por la que ya no prestará el difunto Gutiérrez. Presenta al juzgado el documento que te envío, y, sin necesidad de más prueba, iré a presidio irremediablemente.

»Por lo demás, y según te dirá Lázaro, a estas horas he dado a los niños expósitos de Madrid toda la fortuna de mi padre; he renunciado al título de conde de la Umbría; he retirado mi candidatura para la diputación a Cortes; he escrito a don Jaime de la Guardia diciéndole que yo deshonré a su hermano, y que, por consiguiente, no debo casarme con Gabriela, y he escrito a la misma Gabriela participándole que ya no eres mi fiador; que me acusas de haber requerido de amores a tu mujer; que no tengo medios de defensa contra esta acusación y que renuncio, en consecuencia, al proyectado casamiento...

»Por lo tocante a ti, o sea en cuanto al desafío a que quieres arrastrarme, estoy resuelto a no admitirlo de manera alguna. Sin embargo..., estaré en mi casa a las nueve de la mañana, sólo para decir a tus padrinos que no quiero batirme, y luego permaneceré en ella, o iré, si quieres, a ponerme al alcance de tu mano, para que me abofetees, para que me asesines, para que me arrastres por calles y plazas, bien seguro de que yo sufriré todo con resignación y hasta con orgullo y alegría, de la propia manera que soportaré sin contestar las injurias que me dirijas por medio de los periódicos, y hasta iré yo mismo a los parajes públicos a que la plebe me silbe y escarnezca... ¡Dios me tendrá en cuenta todo lo que me hagas sufrir!...; y, si me dejas con vida y desistes también de entregarme a los tribunales, partiré a las misiones de Asia en calidad de hermano de la Compañía de Jesús.

»Hasta aquí lo que me concierne. Ahora, llevado del cariño que siempre te he profesado y que nunca dejaré de profesarte, así como de la inmensa gratitud que te debo, voy a hablarte de ti mismo, pues me interesa demasiado tu felicidad temporal y eterna para que te deje morir desesperado y permita que te condenes, como te condenarías sin remedio, en la situación en que se halla tu alma...

¡Diego!: prepárate a morir... ¡Se acerca tu última hora! ¡Creas o no creas ya en mi inocencia, la calumnia forjada por tu infeliz mujer va a costarte la vida! Si llegas a creer que me has atormentado injustamente, que has sido ingrato y cruel con tu mejor amigo, te matarán los remordimientos. Y si continúas en tu error, y me hieres, y ves que yo no te respondo, y me matas, y ves que te bendigo al morir, quedarás fluctuando entre el horror, el desengaño y la duda, y morirás o te volverás loco... ¡Morirás más bien..., pues tu salud está ya muy quebrantada!

»De estas dos muertes, la más dulce para ti y más provechosa para tu alma sería la que te originasen los remordimientos al convencerte de mi inocencia, pues si bien te dolería mucho el saber que tu esposa había mentido, causando tu muerte y separándome de Gabriela, te serviría de consuelo el pensar que todo lo había hecho a impulsos del amor que te profesa...

»Y así es, Diego mío. Tu mujer... (Ya lo veo claro... He pensado mucho en ello. Oye... toda la verdad...) Tu mujer, digo, deseaba que yo la enamorase, y que tú lo supieses; en primer lugar, para que la juzgaras merecedora de todos los extremos de tu amor, dado que despertaba también mis deseos: y, en segundo lugar, para desunirnos e impedir que yo te hiciese partícipe de la profunda antipatía que en realidad me inspiraba, y que ella echó de ver desde la primera vez que nos hablamos. A pesar de todo esto, aquel domingo que la visité durante tu ausencia (¡lo que te voy a decir es espantoso; pero Dios me manda iluminar tu mente y corregir tus errores para apartarte del pecado!...); aquel domingo se formó Gregoria la ilusión, basada en fatales apariencias, de que tal vez podría yo olvidarme de ti por un momento y tratar de amarrarla al carro de mis triunfos... Dígolo porque recuerdo que me provocó y excitó varias veces, trayendo a colación y comentando sarcásticamente mis pasadas aventuras... Yo afecté no comprenderla...; yo me desentendí de sus infernales maniobras, y de aquí el altercado que suscitó enseguida, lo muy irritada que se quedó contra mí y la atroz calumnia que le sugirió el despecho...

»¡Perdono a Gregoria! Díselo. ¡Culpa mía y resultado de mis escandalosos excesos ha sido la perturbación que produce desde luego en su alma, y que nos ha traído a todos a la situación en que nos hallamos! Perdónala tú también, si es que llegas a dar crédito a mis palabras.

»No me atrevo a esperar que esto ocurra... Creo que tu fatal ceguera no tiene remedio...; pero voy a concluir admitiendo esta hipótesis y discurriendo un poco acerca de ella.

»Diego: suponiendo que la verdad brillase hoy ante tus ojos y vieras que soy inocente del delito de que me acusas; suponiendo que me pidieses perdón y quisieras restablecer las cosas al estado que tenían antes de estos errores, yo me opondría a ello con todas las fuerzas de mi alma... ¡No..., no quiero otro premio ni más ventaja en la ruda campaña que estoy sosteniendo, que la inmensa gloria que he alcanzado ya...; esto es, la reconquista de mi alma y la visión de Dios! Así es que aunque tú mismo me lo suplicaras de rodillas, yo no tornaría ya a aceptar el título y la herencia de mi padre..., y, aunque volvieses a fiarme para con Gabriela, y Gabriela, convencida de que soy inocente, me alargase su mano, yo no me casaría ya con la noble hija de don Jaime, sino que insistiría en mi propósito de irme a Asia a predicar la Fe del Crucificado.

»Digo más... (y esto te hará ver cuán desinteresada es la presente carta): ¡yo renuncio también a ti mismo!... Por consiguiente, el día que llegues a creer en mi inocencia (si es que Dios te reserva tan grave castigo), no me busques para desagraviarme y pedirme perdón... ¡Para mí has muerto! ¡Ya que no nuestra amistad, nuestro trato ha concluido definitivamente!... ¡Tú y yo no volveremos a vernos sobre la tierra! ¡No quiero más alegrías del mundo! ¡No quiero más entusiasmos transitorios! ¡No quiero amistades sino con mi conciencia! ¡No quiero amores sino con Dios! ¡No quiero exponerme a que se vuelva a dudar de mis más nobles afectos!

»En cambio, ¡te emplazo para la otra vida! Allí verás mi corazón... Allí verás mi inocencia, crucificada por ti en las soledades de mi alma... Allí sabrás, en fin, con cuánta lealtad te ha amado..., y va a seguir amándote sin verte, tu agradecido amigo

FABIÁN CONDE.»

Cuando Lázaro hubo acabado de leer esta carta, se la llevó a los labios y la besó.

Contempló enseguida a Fabián con la ternura y el respeto que infunde el sueño de los desgraciados, y, cogiendo entonces las demás cartas que había sobre la mesa, así como la declaración dirigida al juez, salió del observatorio andando de puntillas para no despertar al dormido joven...

Pasó otra hora, y se puso la luna, dejando en tinieblas el espacio... Mas no tardó en aparecer el lucero de la mañana, seguido al poco rato de la mañana misma, que comenzó a marcar en el remoto horizonte los límites de la tierra y del cielo.

Saludóla el canto marcial de un gallo, y casi al propio tiempo empezaron a piar algunos pajarillos... El albor de Oriente se tiñó entretanto de un leve rosicler, y muy luego se extendió por toda la bóveda azul, apagando a su paso las estrellas... Principiaron entonces a distinguirse unas de otras las cosas terrestres; se oyó tocar a misa en algunas iglesias; doráronse de pronto sus torres y cúpulas y las cimas de las distantes montañas, y, por último, salió el sol para toda la capital de la Monarquía, inundando el observatorio de un mar de lumbre...

Fabián abrió los ojos en aquel instante, y se encontró cara a cara con el padre Manrique, que lo miraba sonriéndose...






ArribaAbajoLibro VIII

Los padrinos de Fabián



ArribaAbajoI

Donde el jesuita divaga y se contradice


-Muy buenos días, señor Fernández -profirió el discípulo de Loyola, sin sacar las manos de debajo del manteo-. ¿Qué tal se ha pasado la noche?

-¡Usted aquí -exclamó Fabián, creyendo que soñaba-. ¿Qué hora es?... ¿Y Lázaro? ¡Ah, se ha llevado todas mis cartas! ¡Consumóse mi sacrificio!... ¡Adiós, Gabriela mía!... ¡Adiós para siempre!

El padre Manrique aguardó a que el joven se calmara, y luego le dijo con fingida indiferencia:

-¿Pregunta usted por Lázaro? Precisamente salía de acá en el instante que yo iba a llamar a la puerta... ¡Por cierto que nos reconocimos en el acto, a pesar de no habernos visto nunca!... «¿Es usted el padre Manrique?» -me preguntó al encontrarse conmigo-. «¿Es usted Lázaro?» -le preguntaba yo al mismo tiempo-. Y nos pusimos a hablar como dos amigos de toda la vida... ¡Apreciable sujeto!

-¡Un santo, padre Manrique..., un santo! ¡Cómo lo envidio! ¡Él tiene todo el valor que a mí me falta!

-¿No se lo decía yo a usted? Y, a propósito: también conozco ya al hermano de Lázaro..., o sea al famoso marqués de Pinos y de la Algara... Cuando yo subía la escalera acompañado de nuestro Lázaro a secas (que había retrocedido para conducirme en busca de usted), tropezamos de manos a boca con el joven chileno, el cual me reconoció también inmediatamente. ¡Por lo visto, usted había pasado la noche buscándome amigos!... ¡Y qué amigos tan buenos!... Lázaro y el marqués se abrazaron cariñosamente al encontrarse, y acto continuo me dijeron ambos con igual ufanía: «¡Aquí tiene usted a mi hermano!...», lo cual me bastó para comprender (después de lo que usted me había contado) que aquellos jóvenes eran dos ángeles fuertes, vencedores de algún demonio que los había tenido separados mucho tiempo.

-¡Vencedores del demonio de la calumnia!, ¡vencedores de otra Gregoria! -prorrumpió Fabián-. ¡Lázaro había sido calumniado como yo!

-¡Lo mismísimo que me había figurado! Pero hablemos de usted...; pues ya me contará Lázaro su propia historia, y si no, me la referirá su hermano, que no tardará en subir en nuestra busca... Conque vamos a ver, mi querido Fabián: ¿cómo está ese espíritu? Yo no he podido dormir en toda la noche pensando en usted; y, no bien Dios echó sus luces, me dije: «Busquemos a nuestro pobre navegante..., y busquemos de camino a Lázaro...; pues indudablemente estarán juntos...» Y ¿querrá usted creerlo?, no bien llegué a este barrio, en que me dijo usted vivía su amigo, todo el mundo me dio razón de su casa... ¡Ah! ¡Cómo lo aman las gentes!... Y es que, a pesar de su reserva para ejercer la caridad, no hay quien ignore que gasta sus rentas en limosnas. «¡Es un santo!», me han dicho, como usted, cuantas personas se han enterado de que venía a esta casa.

Según costumbre, el padre Manrique estaba fingiendo que divagaba en su discurso; pero, en realidad, no perdía de vista su objeto. Era éste en aquel instante consolar y fortalecer a Fabián, y, la verdad sea dicha, lo consiguió mejor celebrando las virtudes de Lázaro que lo hubiera logrado por medio de exhortaciones directas.

Comprendiólo al cabo nuestro joven, y exclamó afectuosísimamente:

-¡No me abandone usted nunca, padre mío! ¡Tiene usted el don de endulzar mi alma! Ya sabrá usted que Lázaro ha ido a conferenciar con Diego...

-Tanto lo sé..., que he leído la hermosa carta que le escribe usted a su infeliz adversario...

-Pues entonces sabrá usted también que he escrito a don Jaime y a Gabriela... ¡A Gabriela..., padre mío!... ¡Renunciando a su amor! ¡Renunciando a su mano!...

-Lo sé todo...; lo sé todo...; y de todo, lo más grande y plausible que, a mi juicio, ha hecho usted, ha sido no aprovecharse de la muerte de Gutiérrez para eludir el más tremendo golpe con que le amenazaba Diego. ¡La espontánea declaración que usted ha escrito y firmado acusándose de falsedad y estafa, va a anonadar al marido de Gregoria! ¡Así se lucha contra el mundo! ¡Así se conquista el cielo! Ahora sólo falta que formalice usted sacramentalmente su confesión de ayer tarde, a fin de que yo pueda absolverle... Pero tiempo tendremos después para todo...

Por aquí iba la conversación cuando llamaron a la puerta del gabinete de cristales...

Eran el administrador y el notario, precedidos de Juan de Moncada.

Aquéllos le traían a Fabián la escritura de cesión de sus bienes paternos, el acta de renuncia del condado de la Umbría y los demás documentos que les había encargado.

Firmólos todos sin vacilar, y, cogiendo entonces la copia de la escritura de cesión, se la entregó al padre Manrique, diciéndole:

-Había mandado que le llevasen a usted esta especie de testamento, a fin de que se encargase de cumplirlo...; pero ya que está usted aquí, tengo a suma honra entregárselo con mi propia mano...

-¡Una limosna de diez millones de reales! -observó con énfasis el administrador-. ¡No se quejarán los niños expósitos!

-Diez millones de reales... -respondió fríamente el padre Manrique, guardándose el papel debajo de la sotana- representan un puñado de polvo de este planeta que Dios sacó de la nada y que puede reducir otra vez a la nada con idéntica facilidad.

El que así decía acababa de celebrar como exorbitantes las limosnas de Lázaro... Comprendió Fabián Conde la sublime delicadeza de esta aparente contradicción, y contestó inmediatamente:

-No envuelve mérito alguno, con respecto a mí, lo que acabo de ejecutar. ¡Téngaselo Dios en cuenta a mi difunto padre, en cuyo nombre obro!

-¡Oh..., sí! Pero ¡renunciar también a su título de conde!... -murmuró el notario, recogiendo el acta en que esto aparecía.

-¡Respeten ustedes la voluntad de Dios! -contestó Fabián, saludando ceremoniosamente a los dos comentadores.

Éstos se retiraron tan asombrados como la noche anterior.

-¡Bien, hijo mío! -exclamó entonces el jesuita-. Estoy muy satisfecho de usted.

Juan quiso también decir algo a su heroico amigo; pero se lo impidió la emoción, y hubo de contentarse con besarle las manos.

-Tome usted, padre... -agregó Fabián, entregando al sacerdote una cartera muy abultada-. Guárdeme usted este dinero, que acaso es el único resto de mis bienes legítimos; además de aquella pobre tierra en que está sepultada mi madre; y de las galas del Himeneo, que ya se han trocado en sudario de mis amores... Más adelante dispondremos lo que haya de hacerse con esta suma que pongo en sus manos... Dependerá del rumbo que tome mi vida... Pero si muero hoy, gástela usted en sufragios por mi alma... Y ahora, señores, adiós... Me voy a mi casa a esperar a los padrinos de Diego...

-¡A los padrinos de Diego! -gritó espantado Juan-. ¡Diego y usted van a batirse!... ¡Oh! En ese caso usted necesitará también padrinos... Ruégole que admita mi concurso.

-Y también el mío... -añadió el anciano sacerdote con una expresión indefinible-. ¡Todo podrá ser que me recusen los contrarios al ver mi traje clerical!... Pero en el ínterin, quizás le sirva a usted de algo este pobre viejo...

Fabián no pudo menos de sonreírse, y dijo con cierta satisfacción, apoyándose en el hombro de Juan de Moncada:

-Pues, señor... ¡nadie diría que me suceden tantas y tan horrendas cosas! Me siento como aliviado de un peso enorme, y advierto en mí no sé qué especie de buen humor... que no he tenido desde antes de la muerte de mi madre.

-Es que su conciencia de usted va poniéndose a flote... -respondió el padre Manrique-. Es que acaba usted de arrojar al Océano mucho cargamento inútil que hacía zozobrar la nave de su alma. Conque marchemos... ¡Vayamos en busca de esos terribles padrinos! ¡De seguro no se hallarán tan alegres y tranquilos como los de usted! A lo menos, a mí me da el corazón que la victoria va a ser nuestra...

-¡Muy belicoso está usted, padre Manrique! -dijo tristemente el hermano de Lázaro.

-¿Qué? ¡Belicoso yo! -repuso el jesuita-. ¡De manera alguna! Lo que estoy es muy confiado en la fuerza y en la sabiduría del tercer padrino de Fabián..., o, por mejor decir, del primero...

-¿Quién es? ¿Lázaro acaso?

-No, amigo mío...

-Pues ¿quién?

-¡El mismo Dios!... -respondió el jesuita.

-Yo le explicaré a usted todas estas cosas en la calle... -dijo Fabián al otro joven-. ¡Por cierto que va usted a hallar en mi historia muchos puntos de analogía con la de Lázaro!...

Hablando así, los tres nuevos amigos salían ya del vetusto caserón, no sin haber encargado antes al portero que, cuando fuera su amo, le dijese que en casa de Fabián lo aguardaban.




ArribaAbajoII

Las nueve de la mañana


El reloj del comedor de casa de Fabián marcaba las nueve menos cuarto.

Sentados a aquella mesa que presenció la célebre consulta en que fue vencido Lázaro, almorzaban a la sazón el padre Manrique, Juan de Moncada y el que ya había dejado de ser conde de la Umbría.

Lázaro no había regresado todavía de su conferencia con Diego.

Los criados, sabedores ya sin duda de todo lo ocurrido al groom la noche anterior, y asombrados de ver un clérigo en la casa, comprendían que pasaba algo extraordinario y en pugna con sus murmuraciones de la víspera... Servían, pues, la mesa con aire preocupado y medroso, a la manera de empleados públicos en día de cambio de Ministerio.

El almuerzo había sido silencioso y triste. Sólo Fabián se había mostrado algo expresivo, sacando diferentes conversaciones ajenas al caso en que se encontraban... Pero estas conversaciones no lograron tomar incremento, y al término de cada una exclamó Juan con febril impaciencia.

-¡Pero ese Lázaro, que no viene!...

En fin, cuando el almuerzo hubo terminado, y el padre Manrique y los dos jóvenes se quedaron solos, Fabián no pudo ya contenerse, y poniendo una mano sobre la del jesuita, dijo con melancólica resignación:

-¡Sólo siento a la pobre Gabriela!

-Gabriela se basta a sí misma... -respondió el anciano-. ¡Ya la conoce usted! ¡Será monja en la tierra, y después santa en el cielo!...; y allí, como aquí, pedirá a Dios por el hombre de quien fue Ángel Custodio durante los días de tribulación...

-Usted irá a verla algunas veces... ¿no es verdad? -indicó Fabián en tono suplicante.

-Sí, señor...; iré a verla... -contestó el padre Manrique-; sobre todo, si no vuelve usted a indicármelo, ni me pide nunca que le refiera mis visitas. ¡Gabriela ha muerto para usted, y usted ha muerto para Gabriela..., a menos que Dios disponga otra cosa!...

En este momento sonó un timbre.

Fabián se puso más pálido de lo que ya estaba.

El padre Manrique y el joven chileno se miraron con una angustia que tampoco pudieron disimular.

El reloj marcaba las nueve en punto.

-Ahí están los padrinos... -murmuró Fabián con triste y reposado acento-. ¡Déme Dios valor... para ser lo que en el mundo se llama cobarde!

-Señor... -decía al mismo tiempo un criado, alzando una cortina y en actitud de anunciar...

-¡Que pasen! -respondió Fabián sin dejarlo concluir.

Sonaron pasos en la habitación inmediata; alzóse nuevamente la cortina, y apareció un hombre en el comedor.

Era Lázaro.

-¿Solo? -preguntó Juan vivísimamente.

-¡Solo! -respondió Lázaro, dejándose caer en la primera silla que encontró, como si no le quedasen fuerzas para dar un paso más...

Pero desde allí saludó a Fabián Conde con un ademán de triunfo y una mirada de inmenso regocijo, diciéndole entre los respiros de la fatiga:

-¡Victoria!... ¡Victoria, Fabián mío!... ¡Diego, me envía en busca de tu perdón!

El padre Manrique y Juan de Moncada se pusieron de pie al oír las palabras de Lázaro: Juan de Moncada para abrazar a Fabián con delirante alegría; el padre Manrique para elevar al cielo su radiosa faz y sus cruzadas manos, como en acción de gracias.

Fabián permaneció inmóvil en su asiento, y, cuando Juan lo estrechó entre sus brazos, lo halló rígido y frío como un cadáver...

Pero la reacción no se hizo esperar... El atormentado joven se puso de color de grana, la indignación y la ira estallaron por sus ojos en lágrimas de fuego, y, alzándose como un gigante que rompe sus cadenas, dijo con atronadora voz:

-¡Ah!... ¡Ya soy libre! ¡Conque el insensato reconoce su infamia y mi inocencia!... ¡Conque el verdugo me pide perdón! Es tarde... ¡Yo no lo perdono! ¡Yo no lo perdonaré jamás!

-¡Fabián! -gritó Lázaro, corriendo hacia él...

-¡Ahora soy yo quien necesita sangre! -prosiguió el cuitado-. ¡Ahora soy yo quien desafía al hombre vil, al ingrato, al inicuo que me ha tenido tres días bajo sus pies! ¡Lázaro!... ¡Juan!...: id..., corred..., no perdáis un momento, y decidle al calumniador, decidle al ruin expósito...

-Señores..., me retiro... Queden ustedes con Dios... -interrumpió en este punto el padre Manrique, cogiendo su sombrero y encaminándose hacia la puerta.

Fabián, aterrado, suspendió su discurso.

El jesuita se detuvo entonces, y dijo señalando al cielo:

-¡El ingrato, el verdadero ingrato..., es usted!

Fabián dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo, bajó la cabeza y se desplomó sobre la silla.

-¡Es verdad! -murmuró.

El padre Manrique retrocedió al oír esta frase; soltó el sombrero, y sentándose al lado del abatido joven, le dijo con blandura:

-No olvide usted lo que hablamos anoche en mi celda... Por lo demás, paréceme indispensable que, ante todo, oiga usted a Lázaro, y sepa por qué medios y hasta qué punto se ha dignado la Misericordia divina indultar a usted de tan justa pena...

Fabián se tapó el rostro con las manos y balbuceó desfallecidamente:

-Tiene usted razón... Habla, Lázaro..., y nunca dudes de mi profundo agradecimiento...

Lázaro, que había estado limpiando sus quevedos de oro, calóselos entonces y habló de la siguiente manera:




ArribaAbajoIII

Obras son amores


«-No es acreedor ciertamente Diego a la dureza con que lo has tratado en un momento de disculpable trastorno... ¡Acabo de dejar al infeliz en bien lastimoso estado; a tal punto que, por mucho daño que te haya hecho, antes merece tu compasión que tu ira!... Pero entro en materia, desde luego.

»Cuando llegué a su casa, ya estaba levantado... Díjome que no había dormido, y harto lo revelaba su semblante.

»Se hallaba el pobre loco (pues tal nombre había que darle en aquel momento) preparando unas pistolas de combate, y sonreíase espantosamente al mirarlas. Él mismo salió a abrirme con aquellas armas en la mano, y me introdujo en su despacho, diciéndome:

»-Creí que eran los padrinos... Los tengo citados a las ocho para darles mis últimas instrucciones... ¡A muerte, Lázaro..., a muerte! He buscado dos capitanes de infantería, que ni siquiera sé cómo se llaman... ¡Los primeros que tropecé en la calle!... Gente ruda, de feroz aspecto, aficionada a las balas... ¡Dos tigres sedientos de sangre como yo!... Conque... vamos a ver... ¿qué te trae por aquí? ¡Supongo que no vendrás a sermonearme de nuevo!... Sin embargo, por si tienes tal intención, te diré que estoy decidido a matarlo..., y que lo mataré indudablemente..., y a ti, y a mi mujer, ¡y al mundo entero que se me ponga por delante!...

»Yo le dejaba hablar para adquirir el derecho a que me oyese; pero en esto se abrió la puerta del despacho y apareció su mujer... ¡Su mujer!... ¡Pavorosa criatura!... ¡La propia efigie del pecado!

»-Caballero... -me dijo con una voz seca y desapacible que crispó mis nervios-. ¡Todo lo sé!... Supongo que usted es uno de los padrinos... Pues bien: le advierto que estoy resuelta a avisar a la policía y a que todos ustedes vayan a la prevención...

»-¡Cállate tú, y no te mezcles en mis negocios! -prorrumpió Diego groseramente-. ¡Este caballero no es padrino de nadie!... Es mi amigo Lázaro.

»-¡Ah! ¿El señor es?... ¡Ya!... ¡ya recuerdo! ¿Conque han hecho ustedes las amistades? ¡Me alegro muchísimo! ¡El cielo le trae a usted por esta casa!... Por supuesto que usted, cuando viene tan temprano, lo sabrá también todo... ¡Hay que impedir a todo trance ese desafío! ¡Yo he sido engañada!... ¡Diego me prometió no armar pendencia, ni darse por enterado del asunto, si yo le decía toda la verdad!... ¡Y vea usted en qué estado se encuentra desde que se la dije!... ¡Usted no sabe qué días y qué noches estoy pasando!

»Yo guardé silencio.

»Gregoria me miró entonces con desconfianza, y un relámpago de repentino odio brilló en sus pupilas. No hubiera sido más pronta la víbora en escupir su veneno.

»Diego exclamó entonces:

»-¡Gregoria, vete!... Y, por lo demás, no delires... ¡Tengo la llave de la puerta y no la soltaré!... Cuando me vaya te dejaré encerrada, así como a Francisca, de modo que no podréis avisar a la autoridad... ¡En fin, no se me escapará la presa!... Conque, retírate... ¡Este caballero puede tener que decirme algo!...

»Quizás fuera aprensión mía; pero me pareció que la voz del hipocondriaco revelaba tedio, cansancio, instintivo desvío...; un comienzo, en suma, de aversión a su esposa.

»Ella respondió:

»-¡No creo que deba ser un secreto para mí lo que este caballero tenga que decirte!...

»-¡Sin embargo, señora... -expuse yo terminantemente-, desearía hablar a solas con mi amigo!...

»Gregoria tembló de rabia.

»-¡Ya lo oyes!... -repuso Diego.

»-Disimule usted... -añadí yo.

»-¡Oh! Me iré..., ¡me iré!... -tartamudeó ella, mirándome, ora con miedo, ora con furor-. ¡Que les aprovechen a ustedes sus secretos!

»Y sin dignarse contestar a mi respetuoso saludo, salió bruscamente del despacho, cerrando de golpe la puerta y diciendo con ásperos gritos:

»-¡Para esto se casa una! ¡Quién había de decírselo a mi madre!

»Diego seguía inspeccionando las pistolas.

»-Vengo de parte de Fabián... -le dije cuando nos quedamos solos.

»-¡Lo presumía! -contestó Diego riéndose sardónicamente-. ¡El traidor tentará todos los medios de quedar impune! Pero se equivoca... Por lo que respecta a ti, supongo que ya te habrá engañado... y vendrás a abogar por él...

»-¡Vengo solamente a entregarte una carta suya!

»-¡Guárdatela!... ¡Me la figuro! ¡Será elocuentísima!... ¡Tan elocuente que dará asco!

»-Tiene la elocuencia de los hechos...; y en ella no te pide nada.

»-Pues ¿para qué me escribe entonces?

»-¡Por lástima al estado en que te encuentras!

»-¡Que la tenga de sí mismo! Dentro de dos horas veremos quién es más digno de compasión... Desengáñate: ¡me escribe porque me teme!

»-Y yo diría que tú no lees su carta porque le temes a él. Si no es así, leéla... Aquí la tienes.

»-¡No la leo!

»-Es decir, ¿que tienes empeño en no salir de tu error?

»-No: es que yo no doy fe a palabras ni a escritos de nadie.

»-Pero se la darás a las obras... ¡Te repito que se trata de hechos!

»-Pues bien: dímelos..., y ahórrame el disgusto de ver la letra de aquel malvado...

»-El primer hecho es que Fabián Conde, sabedor de la muerte de Gutiérrez y de que no te ha sido posible identificar la verdadera persona del antiguo inspector de policía, se denuncia a sí mismo como estafador y falsario en una declaración de su puño y letra, dirigida al juez, que te envía a ti... para que tú la presentes. Toma...

»Diego se quedó asombrado.

»-¿Y con qué fin hace esto? -me preguntó, después que hubo leído la declaración.

»-Para que no creas que, si se defiende con tal interés del cargo que le diriges, lo verifica por miedo a ninguna especie de castigo, sino por amor a la verdad y a tu persona...

»-¡Pero es que yo puedo no ser generoso y presentar esta declaración a los tribunales!... ¡Es que yo la presentaré sin duda alguna!...

»-Te he dicho que para eso te la envía.

»Diego soltó las pistolas, sentóse en un sofá y se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.

»-¡A ver! ¡A ver! Dame esa carta... -dijo enseguida-. ¡Tú eres demasiado hábil, y lograrías hacerme ver lo blanco negro!... Me conviene más oír los aullidos del monstruo... ¡Él y yo no podemos engañarnos!

»Le di tu carta, y principió a leerla para sí con aire desdeñoso...

»Pero desde que recorrió las primeras líneas se puso grave y como pensativo, y, cuando hubo terminado la primera página, comenzó otra vez su lectura, en lugar de volver la hoja...

»-¡Dime, Lázaro!... -exclamó luego sin mirarme-. ¿Y es verdad esto que dice el mozo?...

»-¿Qué?

»-Lo de haber conferenciado con un sacerdote...

»-¡Vaya si lo es!... ¡Y nada menos que con el padre Manrique! Juntos los dejé en mi casa hace una hora...

»El semblante de Diego continuó transfigurándose y enlobregueciéndose cada vez más; pero no ya con las sombras del odio y de la furia, sino con las tinieblas y el luto de una mortal congoja.

»De pronto soltó una carcajada convulsiva, y dijo:

»-¡Ah, farsante!...: ¡qué manera de mentir! Afortunadamente no lo creo...

»-¿Qué es lo que no crees? -interrogué yo.

»-Lo de que ha dado a los niños expósitos (¡villano epigrama, cuyo alcance no puedes tú entender!) aquellos ocho millones que robó al fisco...

»-Sin embargo, es la pura verdad... Yo mismo fui testigo anoche de la escritura de cesión.

»-¡Toma! Pues ¿y esto? -continuó en tono de zumba, cual si no hubiese oído-. ¡Que ha escrito a don Jaime y a Gabriela, revelando al primero sus amores con Matilde, y a la segunda mi fulminante acusación! ¡Mentira también! ¡Necesitaría verlo para creerlo!...

»-Yo mismo acabo de enviar a don Jaime de la Guardia las dos cartas de Fabián... -repliqué solemnemente.

»-¡Es que tampoco te creo a ti! ¿Te figuras que no veo clara la estratagema?... ¡Uno y otro os habéis repartido los papeles para embaucarme!

»Así dijo...; pero su rostro expresaba una incertidumbre espantosa.

»Sonó en esto un campanillazo.

»-¡Gracias a Dios! ¡Ya están ahí los padrinos! -rugió entonces el sin ventura, tornando, al menos en apariencia, a su ferocidad y a su risa-. ¡Basta de embrollos y debilidades! ¡Os conozco a los dos! ¡Tan desalmado eres tú como él! ¿Qué noticias tienes del marqués de Pinos y de la Algara?

»Pensé en tu inocencia, Fabián, que no en la mía; y a fin de poder servirte mejor, contesté inmediatamente y sin enfadarme.

»-En mi casa está la persona por quien preguntas... ¡En mi casa está..., acreditándome a todas horas la fe y el cariño que tú me niegas!...

»Volvió a sonar la campanilla.

»-¡Cómo mientes! -exclamó Diego, dirigiéndose a la puerta-. Aquel chico volvió a América con ganas de ahogarte... Y si no, ¿por qué no me lo presentaste ayer? Pero voy a abrir... ¡Ahora caigo en que tengo la llave de este infierno!...

»-¡Aguarda, por favor! -le dije, estorbándole el paso-. ¿Tendrías fe en mis palabras, y reconocerías que Fabián puede ser también inocente, si mi hermano el marqués de Pinos viniese dentro de un momento y te dijera que otra mujer -su propia madre, madrastra mía- inventó contra mí una calumnia casi idéntica a la que tu esposa ha inventado contra Fabián Conde?

»-¡Respeta a la mujer que lleva mi apellido! ¡Respeta a la señora de esta casa! -exclamó con una especie de frenesí-. ¡Yo tengo la culpa de que la insultes...; yo, que te he dado oídos, aun sabiendo que eres otra serpiente venenosa! ¡Paso!, ¡paso!

»Y salió, repeliéndome materialmente.

»Oí entonces abrir la puerta de la calle y que una voz ruda preguntaba:

»-¿El señor de Diego?

»-Yo soy... -respondió éste-. ¿Qué ocurre?

»-Esta carta... de la Fonda Española.

»Cerróse la puerta; y ya se acercaba Diego al despacho, cuando estalló en el pasillo un fuerte altercado entre los cónyuges...

»Procuraban ambos hablar en voz baja; pero era tal la vehemencia de la disputa, que percibí a intervalos las siguientes frases de Gregoria:

»-¡Nada! ¡Es que ya no me quieres!... ¡Lo mismo será este amigo tuyo que el otro!... ¿No me dijiste que lo desheredó su padre?... ¡Tú no has debido consentir que me arroje del despacho!... ¡Oh!...; vámonos a mi pueblo... ¡Yo no quiero estar en Madrid ni un día más!

»A lo cual había respondido el iracundo esposo con estas o parecidas palabras:

»-¡Déjame en paz! ¡Yo sé lo que me hago!... ¡Las mujeres... a la cocina! ¡Calla o te estrangulo!... ¡Al infierno es adonde iremos todos!

»Pasaron después algunos instantes de silencio..., y Diego entró en el despacho afectando tranquilidad.

»-¿Sabes que tenías razón? -me dijo con una especie de pueril asombro, mezclado de dolor y mansedumbre-. ¡El que llamaba era un criado con una carta de don Jaime!... Aquí la tengo... Veamos lo que dice...

»Y sentóse; temblando como un azogado...; y leyó...; y el mismo luto de antes cubrió su descompuesto rostro.

»-¿Será posible? -exclamó al terminar la lectura.

»Y clavó en el suelo una mirada inmóvil, atónita, pertinaz y nula a un tiempo mismo; como la de algunos ciegos, o como la de los cadáveres a quienes ninguna mano amiga ha cerrado los ojos...

»Me apoderé yo entonces de aquella carta, y vi que decía lo siguiente:

»'Señor don Diego de Diego:

»'Muy señor mío: Acabo de recibir dos cartas del señor conde de la Umbría, una para mí y otra para mi hija, en las cuales el hombre por quien usted salió fiador desiste del proyectado casamiento con Gabriela, alegando dos motivos distintos: uno relacionado con usted, y que usted desgraciadamente no podría prever al dar su fianza, y otro que tiene relación con mi familia, y que no comprendo me ocultase usted la vez primera que tuve el gusto de hablarle.

»'De cualquier modo, como ambos extremos tocan muy de cerca a mi honor, y se trata además de la felicidad de mi hija, ruego a usted que me espere hoy a las once en esa su casa, adonde iré en busca de las explicaciones o satisfacciones que se me deben y que espero de su caballerosidad.

»'Suyo, afectísimo servidor, Q.S. M. B.,

JAIME DE LA GUARDIA.'

»-¡Ya ves! ¡Ya lo has leído! -exclamé, sentándome al lado del pobre enfermo-. ¿Dirás todavía que Fabián y yo nos hemos confabulado para engañarte?...

»Diego no me respondió, pero volvió en sí, y cogiendo otra vez tu carta -que había dejado a medio leer sobre el bufete-, se abismó de nuevo en su examen.

»-¡Que no se batirá!... ¡Que se dejará maltratar por mí! -murmuró sordamente, pero ya sin ira, al llegar a este pasaje de tu escrito-. ¡Lo desconozco!... ¡Lo desconozco!...

»Y siguió leyendo:

»-Qué yo moriré de todas maneras... Que se acerca mi última hora... -gimió melancólicamente-. ¡Es verdad! ¡Entre unos y otros me habéis matado!... ¡Pobre Diego!... ¡pobre Diego!...

»-Lee..., lee... -dije yo, designándole el párrafo en que explicabas la conducta de Gregoria.

»-¡Oh! ¡Esto es imposible!...-exclamó lleno de espanto-. ¡Esto no puede ser verdad! ¿Cómo quieres tú que yo crea semejante horror? ¡Es mi mujer! ¿Sabes tú lo que significan estas palabras? ¡Soy yo mismo; es mi carne; es mi sangre; es la personificación de mi honra; es la mujer de Diego!

»-Eva era la mujer de Adán... -repuse yo-. Pero continúa... Ya queda poco.

»-¡Ay de mí! -suspiró desconsoladamente-. Creo que he leído demasiado... Mas no son sus palabras... ¡sus elocuentes obras son las que me abruman y aniquilan!... ¡Renunciar su título!, ¡regalar sus millones!, ¡dejar a Gabriela!, ¡delatarse a los tribunales!... ¡Ah, Lázaro, Lázaro!... ¿Qué va a ser de mí si ahora resulta que Fabián es inocente? ¿Dónde esconderé mi vergüenza? ¿Dónde esconderé mis remordimientos?

»-¡Siempre te quedará el cariño de tu esposa!, ¡siempre te quedará el corazón de tu amigo Lázaro!... Ya ves que el mismo Fabián lo reconoce...; Gregoria ha querido separaros 'por lo mucho que te ama, y temerosa de perder tu amor...'

»-¡Oigámosla! -saltó de pronto-. Voy por ella... ¡Quiero interrogarla delante de ti!... En medio de todo, yo puedo estar impresionado en este momento... Vengo enseguida...

»-¡Espera!... ¡te lo suplico! -insistí yo, señalando a tu carta-. Ya queda poco... ¡Lee! ¿Estás viendo? ¡Se va a Asia!¡Va a morir defendiendo la verdad contra el error!... ¡Va a morir predicando la fe del Crucificado!

»-¿Qué he hecho yo, Dios mío?, ¿qué he hecho yo de este hombre?... -exclamó con una gran agitación que crecía por momentos-. ¡Necesito hablar con Gregoria!... ¡Déjame, Lázaro!... Te juro que no la mataré...

»-Acaba... Lee... -repetí yo, poniéndole tu carta ante los ojos-. Mira lo que dice...; que no busca ni tan siquiera tu amistad...; que, aunque llegues a hacer justicia a su cariño, nunca volveréis a veros ni a hablaros; que procede desinteresadamente..., y que te emplaza para el cielo, donde verás un día su inocencia y tu ingratitud...

»-¡El cielo..., su inocencia..., mi ingratitud!... -respondió el infortunado maquinalmente.

»Y, llegando otra vez al colmo de la excitación, principió a gritar con voz terrible:

»-¿Quién habla aquí del cielo? ¡Al infierno!..., ¡a los profundos infiernos es adonde iremos todos! ¡Gregoria! ¡Gregoria! ¡Ven inmediatamente!

»Y luego añadió, sollozando sin lágrimas:

»-¡Ay, Lázaro! ¡Esta carta de Fabián me ha quitado la vida!... ¡Conque el marqués era tu hermano! ¡Conque tú eres inocente también! ¡Dile a tu hermano que venga a visitar al pobre Diego Diego!...

»-¡Vamos a ver! ¿Qué pasa aquí? -chilló en esto Gregoria, penetrando en el despacho amarilla como la cera, pero afectando valor y enojo.

»En mi entender, había estado escuchándonos y sabía a qué altura se hallaba su proceso.

»-¡Te he llamado para matarte!... -bramó Diego, cogiendo una pistola-. ¡Prepárate a morir si no me confiesas ahora mismo que Fabián es inocente!...

»Yo me interpuse entre los dos esposos.

»-¡Caballero!... -articuló Gregoria sin mirar a Diego y dirigiéndose a mí con tal frialdad, que su voz me pareció el silbido de una culebra-. ¿No ha venido usted ex profeso a decirle a mi marido que me mate? ¡Pues deje usted que lo haga! ¡Tira, Diego!... Aquí tienes el pecho de tu esposa... ¡Hiérelo..., ya que lo desean tus amigos!...

»-¡De rodillas, señora!... -proseguía intimándole Diego, sin dejar de apuntarle cuando la hallaba a tiro-. ¡Sólo la verdad puede desarmar mi brazo! ¡Ya sabe usted que estoy loco! ¡Ya sabes, esposa del condenado, que soy capaz de matarte y matarme!... ¡Confiesa, pues!...¡Y tú, Lázaro, déjame! ¡Mira que también soy capaz de matarte a ti!

»-Pues si estás loco... -decía entretanto Gregoria-, a mí me vive todavía mi madre... ¡Ella me defenderá en este mundo!...

»-¡Es que también puedo quejarme a los tribunales y presentar una demanda de divorcio!...

»-¡Confiesa! -repitió Diego, logrando cogerla de un brazo y arrimándole una pistola a la frente.

»La pobre mujer dio un alarido.

»-Me has lastimado... -balbuceó.

»Yo arranqué otra vez a Gregoria de manos del furioso, y amparándola con mi cuerpo -en tanto que ella se acurrucaba en un rincón, poseída ya de un miedo franco y declarado-, exclamé:

»-¡Señora, no tema usted nada mientras me quede un soplo de vida!... Y tú, Diego, suelta esa arma, que nunca debiste empuñar contra tu mujer! ¡Gregoria va confesar ahora mismo su disculpable falta; conociendo que, de hacerlo así, pondrá término a esta bárbara escena, evitará un desafío, cruel de todas suertes (pues tan grave es matar como morir), y te devolverá la salud y la dicha!...

»-¡Que confiese... y la perdono en el acto!... -agregó Diego, con la infantil sencillez propia de su complicado carácter-. ¡Que confiese, y nos iremos a Torrejón, o a París, como ella deseaba, a que me vean los médicos!... ¡Que diga la verdad, y yo le agradeceré el exceso de cariño que la indujo a desear separarme de un hombre a quien suponía peligroso para nuestra felicidad!... De todos modos, ¡insensata!, ya has logrado tu objeto, pues Fabián Conde y Diego no volverán a verse en esta vida... Confiesa, pues, Gregoria... ¡Confiesa!... ¡Mira que, de lo contrario, no me quedará más recurso que levantarme la tapa de los sesos!

»-¡Ca! ¡No eres tú hombre de tantos bríos! -respondió Gregoria desde su rincón, siguiendo con una curiosidad infernal la boca de la pistola, que Diego aplicaba en aquel instante, ora a su garganta, ora a una de sus sienes...

»Diego se quedó espantado y bajó el arma -y yo mismo retrocedí, como desamparando a Gregoria-, al ver aquellos ojos, al oír aquella frase...

»La astuta mujer comprendió en el momento hasta qué punto había empeorado su causa con tal exclamación -que nos permitió sondear el negro fondo de su conciencia-, y se apresuró a decir humildemente:

»-¡Prefiero confesar la verdad!... ¡Yo no quiero que te mates, Diego mío! Pero nos iremos a Torrejón..., ¿no es cierto? ¡Recuerda que me lo has jurado!... Nos iremos con mi madre, lejos de estos amigos tuyos que tanto miedo me causan..., y seremos felices, muy felices...

»Diego no oía... Era indudable que seguía viendo la cara con que Gregoria le había dicho aquella frase, equivalente a una excitación al suicidio...

»Creció, pues, el susto de ella, y, jugando el todo por el todo, con la temeridad que sólo poseen los débiles, se acercó a Diego y le rodeó con sus brazos, sonriendo de una manera cariñosa y diciéndole casi al oído:

»-¡Ingrato! ¿No conoces que todo mi crimen consiste en quererte más que tú a mí? ¿No conoces que hasta el aire me estorba? ¿No conoces que, si he mentido una vez... (¿y quién no ha mentido muchas?), ha sido porque tenía celos de tu amistad hacia Fabián? ¿No conoces que te idolatro?

»Diego se estremeció convulsivamente, sin mirar a su mujer...

»-¡Diego mío!... ¡Mi Diego!... -prosiguió ésta, buscándole la cara con la suya...

»-¡Calla! -exclamó entonces él, en el tono de quien delira-. ¡No me interrumpas!... ¿De modo, perversa, que ahora salimos con que Fabián es inocente?

»-¡Sí!... -respondió Gregoria-. Pero, en cambio, yo soy tu mujer... ¿Qué digo tu mujer?... ¡Yo soy mucho más! ¿Lo habías olvidado acaso..., al amenazarme con esta pistola?

»Y, acercándose a su oído, añadió unas palabras que no percibí, pero que adiviné en el acto.

»Diego la miró entonces..., lanzó un hondo y largo suspiro, y balbuceó mansamente:

»-No sigas... ¡No acabes de matarme!... ¡Demasiado presente lo tengo!... ¡Por ese infortunado hijo te perdono! Toma... Vete a tu cuarto... ¡No puedo más!

»Y, así diciendo, le alargó la pistola con aire imbécil, y luego la llave de la puerta de la escalera; y, por último, viendo que Gregoria no se movía, la acarició, pasando una trémula y enflaquecida mano por los negros cabellos de la calumniadora...

»Ésta me saludó sin mirarme, y salió del aposento con firme paso, después de dejar sobre la mesa el arma que poco antes empuñaba su marido.

»Voy a concluir.

»No bien nos quedamos solos, Diego ocupó su sillón enfrente del bufete; rompió la declaración en que te delatabas a la justicia, y me entregó los pedazos tal y como yo te los entrego a ti; y, finalmente, llevándose las manos al pecho, como para sofocar un punzante dolor, me dijo con asombrosa tranquilidad:

»-He muerto... Fabián me lo pronosticaba en su carta..., y el corazón me lo confirma con sordos latidos... ¡Dime qué debo hacer antes de morir para desagraviar a Fabián y poner remedio a todos los males que ha causado!

»-Nada tienes que hacer... -respondí yo afablemente-. Basta con que le escribas dos líneas reconociendo tu error... Fabián no necesita más..., y hasta podría pasar sin eso... En cuanto a tu salud, ya cuidaré yo mismo de remediarla...

»-Sin embargo, yo quiero hablar con él... Díselo de mi parte. Dile que necesito su perdón...; pero no así como quiera, sino oído de sus labios..., y que le pido licencia para ir a demandárselo de rodillas... Por lo demás, harto sé lo que tengo que escribir a don Jaime y a Gabriela...

»-No me toca a mí decirte a eso ni que sí ni que no... -respondí cordialmente-. ¡Ignoro qué camino tomará Fabián en vista de esta novedad con que no contaba!

»Diego bajó la cabeza, y un momento después se puso a escribir, en tanto que yo daba gracias al Todopoderoso, que había hecho resplandecer tu inocencia en este mundo de engaños y de injusticias.

»He aquí ahora la carta de Diego... Al entregármela estrechó mi mano silenciosamente, y después, al despedirme en la puerta del despacho, sólo tuvo fuerzas para exclamar.

»-¡Que vengas!...

»Dicho lo cual se encerró, echando la llave.»

-Tú me dirás ahora, querido Fabián, si quieres leer, o si prefieres que yo lea en voz alta la carta de Diego.

-Lee... -murmuró Fabián con solemne tristeza.

Lázaro leyó lo siguiente:

«Al conde de la Umbría.

»Madrid, 28 de febrero de 1861.

»Querido Fabián: No merezco que me perdones; tampoco merezco que me permitas hablarte ni verte; pero considera que me quedan pocos días de vida; que voy a comparecer en el Tribunal de Dios, y que tú eres hoy el árbitro del futuro destino de mi alma...

»Te han calumniado... Lo sé. Sé que siempre fuiste mi mejor y más leal amigo, y te pido humildemente perdón por mi duda de algunos días... ¡días horribles, en que ha padecido cruelísimos dolores mi pobre corazón, de resultas de no poder dejar de amarte! Mi insensato furor no era, en suma, sino la medida de mi cariño.

»Adiós, Fabián. Compadécete de Gregoria, o cuando menos del hijo que no he de conocer..., y dispón de la poca vida que le resta a tu desgraciado amigo, que no quisiera morir sin verte,

DIEGO.

»Quedo escribiendo a Gabriela y a don Jaime...»




ArribaAbajoIV

El hombre propone...


Al terminar Lázaro la lectura de aquella nobilísima carta, Fabián era muy otro de cuando pedía a gritos la sangre y la vida de Diego.

Ya le había inspirado sentimientos de conmiseración el relato de la terrible escena en que el engañado marido vio clara la verdad; pero las humildes palabras que le escribía aquel hombre de hierro trocaron su lástima en admiración y gratitud... Así es que las oyó con entusiasmado semblante y alzada la vista al cielo, en tanto que alargaba una mano a Lázaro y la otra al jesuita quien atraía a su vez cariñosamente a Juan para que participase de la felicidad y la gloria de aquel triunfante grupo.

-¡Gracias, Dios mío! -exclamó, por último, Fabián Conde, cuando todos estaban ya como pendientes de sus labios-. ¡Gracias por haberme anticipado en este mundo la justicia de que estaba tan sediento! ¡Gracias también a usted, mi querido padre, que al marcarme el camino que debía seguir para desenojar a Dios, me ha proporcionado implícitamente los medios de iluminar el corazón de mi amigo! ¡Él me ha creído por mis obras; mis obras han sido hijas de mi fe en Dios; y esta fe, que nunca se extinguirá ya en mi alma, usted me la inspiró con sus predicaciones! ¡Gracias, finalmente, a ti, generoso Lázaro, que me has pagado con tantos beneficios mis antiguas injurias, y que me has edificado y fortalecido con el ejemplo de tus grandes virtudes! ¡Yo te felicito lleno de amor y de alegría por la justicia que también has encontrado en el hidalgo corazón de este digno hermano tuyo! Y ahora escucha la contestación que darás de mi parte a Diego, si el padre Manrique no tiene nada que oponer a mis palabras.

«-Le dirás ante todo que no le escribo por sujetarme desde hoy a la regla de conducta que habré de seguir respecto de él todo el tiempo que aún permanezcamos en este mundo, y que será la misma que ya le anunciaba en mi carta..., a saber: no tratarlo más, no verlo, no escribirle, hacerme cuenta de que hemos muerto el uno para el otro..., a fin de que la rehabilitación por que tanto he suspirado no me proporcione ninguna ventaja temporal, ninguna dicha terrena; ¡pues ventaja y dicha fueran para mí indudablemente ver en mi casa a Diego... dentro de algún tiempo, cuando se hubieran cicatrizado mis heridas!...

»No venga, pues, a verme como desea; no lo intente jamás... ¡Es el único favor que le pido, hoy que pudiera abusar de su indulgente benevolencia!... En cambio, yo lo perdono, y perdono a su mujer sin reserva de ninguna especie, y pediré a Dios a todas horas que los colme de felicidad... Añádele que mi consejo es que acceda a los deseos de Gregoria y se marchen a Torrejón. Allí los aires y la paz del campo acaso mejoren su cuerpo y su espíritu... ¡Dile, en fin, que lo abrazo con toda mi alma por última vez, y que, si muere antes que yo, y es verdad que va a haber en el mundo un hijo de su sangre, éste encontrará siempre abiertos unos brazos donde quiera que se halle Fabián Conde!...

»Hasta aquí lo tocante de Diego. Ahora, padre Manrique, hablemos algo de mí...

»No recele usted, como indicaba hace poco, que se me haya olvidado nuestra larga conversación de ayer... ¡No seré yo con Dios tan ingrato y tornadizo!... Por el contrario, ¡mantengo en la hora de la bonanza todo lo que prometí durante la tempestad! Así, pues, aunque don Jaime de la Guardia..., aunque la misma Gabriela... (¡la voz del infeliz amante temblaba al pronunciar este adorado nombre!...) me pidiesen que el casamiento a que renuncié anoche se llevase a cabo, yo rechazaría como un crimen tan anhelada felicidad... ¡Proceder de otro modo podría dar margen a que se creyera que mis decantados sacrificios habían sido una indigna farsa! Diego (vuelvo a decir) ha creído en mi inocencia al ver que yo renunciaba a todas las dichas del mundo... ¡No debo, por consiguiente, ni quiero tampoco destruir los fundamentos de su fe! Lo hecho, pues, hecho está... ¡Y, así como no he de recobrar los millones que fueron de mi padre, ni su título de conde, ni las demás cosas a que renuncié en el momento de la tribulación para aplacar a Dios y a Diego, del propio modo, y por mucho que a mi corazón le cueste, tampoco recobraré a Gabriela!...

»En resumen: le prometí a usted ayer, y le dije a Lázaro, y le escribí a Diego que me iría de misionero a Asia si escapaba con bien, o a lo menos con vida, del conflicto en que se hallaban mi honor y mi conciencia..., y por nada del mundo faltaré a tan solemnes compromisos. Soy, por tanto, de usted, mi querido padre... Disponga de mí... Nada tengo ya que hacer en esta casa que fue mía, y que hoy pertenece a los pobres expósitos... ¡Partamos! ¡Vámonos a aquel convento en que tan dulces horas pasé ayer! ¡No se me negará allí una humilde celda en que albergarme mientras llega la hora de mi marcha al Extremo Oriente! ¡Ni usted me negará tampoco la preparación indispensable para ser recibido en la Iglesia de Cristo, primero como absuelto pecador, y después como ministro del altar y predicador del Evangelio!»

Un religioso silencio acogió este severo discurso. El padre Manrique y Lázaro se miraban interrogativamente, como cediéndose la palabra para el caso de que al uno o al otro se le ocurriese algo que objetar a aquel razonamiento. Juan lloraba mansamente como llora la melancolía.

-Nada hay que oponer a lo que acaba usted de decir... -exclamó al fin el padre Manrique levantándose-. ¡No hubiera hablado de otra suerte nuestro padre San Francisco de Borja al renunciar el marquesado de Lombay y el ducado de Gandía para ingresar en la Compañía de Jesús! Partamos, pues... ¡Ustedes, amigo Lázaro y amigo Juan, a casa de Diego!... ¡Usted y yo, mi querido hijo, al convento de los Paúles!

-Partamos... -respondieron todos.

-Espero -dijo entonces Juan modestísimamente- que volveremos a reunirnos para que decidan ustedes de mi porvenir. Lázaro y yo no logramos entendernos. ¡Él renuncia a todo, y, en cambio, exige que yo me aproveche de su generoso sacrificio!...

-No me mortifiques, Juan... -expuso Lázaro cariñosamente-. Ya te convenceré de que mis consejos son justos.

-Y, sobre todo... -observó el padre Manrique-, ya sabe usted dónde estamos Fabián y yo. Vaya usted a vernos.

Fabián se despedía entretanto de su administrador y de sus criados, dando tales órdenes en favor de éstos, que las reverencias, las lágrimas y las bendiciones lo fueron acompañando hasta que traspasó el umbral de la que había dejado de ser su casa.

-Ya volveré yo y arreglaremos esta especie de testamentaría... -dijo el sacerdote al administrador.

Llegados a la calle los cuatro amigos, Lázaro y Juan montaron en un coche, y partieron..., mientras que el padre Manrique y Fabián Conde (conviniendo en que ellos no tenían prisa y en que la mañana estaba muy hermosa) emprendieron a pie el camino del convento de los Paúles.

Al salir de su calle, Fabián se detuvo y volvió la cabeza, a fin de divisar por última vez la casa en que había vivido y que acababa de alhajar para recibir a su esposa...

Un sollozo se escapó entonces de su pecho, y sus labios balbucearon todavía este nombre:

-¡Gabriela!

El padre Manrique, que lo notó, se embozó hasta los ojos y apretó el paso...

Fabián siguió detrás de él maquinalmente.




ArribaAbajoV

Dios dispone


Media hora después, y precisamente en el momento en que el jesuita y Fabián llamaban a la puerta de la hospedería de San Vicente de Paúl, vieron entrar a todo correr en aquella solitaria calle el mismo coche -antigua propiedad del ex conde de la Umbría- en que Lázaro y Juan se habían ido a casa de Diego.

-¡Padre!... -exclamó Fabián-. ¡Aquél es mi coche!...¡Y en él viene Juan de Moncada!... Y... ¡mire usted!, ¡nos indica que nos detengamos!...

-¡Pronto!, ¡pronto! ¡No hay momento que perder!... -decía al cabo de unos segundos el hermano de Lázaro, abriendo la portezuela del coche, parado ya delante de los Paúles-. ¡Vengan ustedes conmigo!... ¡Diego se muere! ¡Una hemoptisis espantosa!... ¡El médico no le da una hora de vida!...

-¡Dios santo! -gimió Fabián, retrocediendo, en lugar de obedecer al joven-. ¡Yo no quiero verlo!... ¡Yo no puedo ir!... ¡Yo no quiero encontrarme con Gregoria!...

-¡Lea usted!... -repuso Juan, bajando del coche, y alargándole un papel manchado de sangre-. ¡Estas palabras las ha escrito casi expirando!... ¡Bien claro lo dice la letra... Lázaro le suplica a usted también que vaya...

Fabián leyó el ensangrentado papel, que decía así, en caracteres casi ininteligibles:

«Fabián: De rodillas y muriéndome te pido por Jesucristo que vengas a endulzar la agonía de tu

DIEGO.»

El joven miró al padre Manrique con espantados ojos, y murmuró lúgubremente:

-Debo ir...

-¡Vamos! -respondió el jesuita.

Y los tres subieron al coche, que partió a escape.

Juan les fue diciendo por el camino que, cuando Lázaro y él llegaron a casa de Diego, ya había tenido éste el primer vómito de sangre, no muy copioso, pero bastante a llenarlo de pavor; que soportó con mansedumbre la noticia de que Fabián se negaba a hablar con él; que estuvo muy cariñoso con los dos hermanos, felicitándose de verlos tan amorosamente unidos; que Gregoria, aterrada por el informe del médico acerca de aquel accidente de su esposo, estaba a su lado, vestida de luto, bañada en lágrimas y realmente conmovida; y que, hallándose todos así, le sobrevino a Diego otro vómito, y luego un tercero, tan abundantes ambos, que casi lo habían dejado sin sangre en las venas...

Con esto llegó el coche a la casa fatal.

El padre Manrique y Juan subieron delante a fin de preparar a Diego.

Fabián los siguió; pero se quedó en la sala principal, donde le estaba aguardando Lázaro.

Según le dijo éste, Diego acababa de tener un cuarto vómito, y estaba expirando... Lo habían conducido a su cama desde el despacho, que fue donde le acometió aquella funesta crisis de sus antiguos males... Gregoria se hallaba con él.

Fabián, sombrío y silencioso, fluctuaba indudablemente entre la piedad y el rencor, entre los restos de su antiguo cariño a Diego y el dolor, todavía vivo, de los crueles insultos que de él acababa de recibir... ¡No era lo mismo perdonar desde lejos, que hallarse en presencia del que algunas horas antes lo despedía ignominiosamente desde un balcón de aquella misma casa, llamándole canalla y ladrón, y amenazándole con la fuerza pública! ¡Hay situaciones que tolera el alma, pero que no pueden soportar los nervios! ¡La sangre no es tan generosa ni sufrida como la conciencia!... El lodo mortal no deja nunca de ser lodo.

¡Y luego tener que ver a Gregoria!... ¡Acaso tener que hablarle..., cuando por su causa había perdido el calumniado joven la suma dicha de unirse a Gabriela! ¡Era, en verdad, horrible, muy horrible, el nuevo sacrificio que la desventura imponía a Fabián Conde!...

Así se lo manifestó a su amigo Lázaro...

-¡Acéptalo como penitencia!... -respondió éste-. Dios te lo agradecerá.

-Pase usted... -decía en aquel mismo instante el padre Manrique saliendo de la alcoba.

Fabián avanzó lentamente.

-Procure usted que Diego no hable... -le advirtió Juan al paso muy quedamente-. Opina el médico que la primera agitación que ya tenga el pobre enfermo será también la última.

Penetró Fabián en la mortuoria estancia.

Diego, medio incorporado en la cama, tenía vueltos los ojos hacia la puerta, y al ver aparecer a Fabián, los cerró y volvió a abrirlos por vía de saludo.

Fabián avanzaba con un dedo puesto sobre los labios, recomendándole absoluto silencio.

Los ojos del moribundo sonrieron como de gratitud, y después, entristeciéndose y elevándose al cielo, expresaron claramente una súplica.

Fabián le cogió la mano derecha -aquella terrible mano que tan amenazadora se alzaba el día precedente-, y se la besó repetidas veces en señal de perdón y de olvido.

Los ojos de Diego se mojaron, y al propio tiempo sonrieron con algo de su antigua irresistible gracia... Enseguida los volvió hacia el médico, y agitó los labios como para significarle que quería hablar...

-Ni una palabra... -murmuró el facultativo.

Entonces se movió una masa negra que respiraba al otro lado del lecho -y en que no había reparado Fabián-, y el rostro de Gregoria, pegado hasta aquel momento contra las sábanas, dejóse ver como trágica aparición, en tanto que su quebrantada voz decía:

-No hables...

-Media palabra no más... -balbuceó Diego, tan quedo y tan despacio, como si temiera que se le escapase el último aliento-. Te pido una gracia... -continuó diciendo, sin soltar la mano de su antiguo amigo-. Dime que me la concederás...

-¡Lo que quieras!... -murmuró Fabián con generoso acento, en que vibraban la piedad y el cariño.

Diego reunió otras pocas fuerzas y añadió:

-Júrame que no dejarás de hacerlo...

-¡Te lo juro!... -respondió Fabián.

-Pues oye... Para que me perdone Dios... -y al decir esto, miró al padre Manrique e hizo un esfuerzo de que no se le hubiera creído capaz-; para que no me miren con horror los ángeles del cielo..., ¡cásate con Gabriela!

Un nuevo personaje, que acababa de penetrar en la alcoba, llegó a tiempo de oír aquellas supremas palabras del moribundo...

Este personaje era don Jaime de la Guardia.

Fabián no lo había visto entrar... Así es que, al oír la súplica de Diego, se estremeció como si acabara de recibir una mortal herida; tornó los ojos ya hacia el anciano sacerdote, y se arrojó en sus brazos, exclamando dolorosamente:

-¡Padre mío! ¡Explíquele usted que eso es imposible!

Pero Diego ya había expirado.

Así lo anunció un lastimero grito de Gregoria, la cual estrechaba entre sus brazos el cadáver del que había sido su esposo.








ArribaEpílogo

Había pasado un mes desde la muerte de Diego. Era una hermosísima mañana de primavera.

Las campanas del convento en que Gabriela habitaba hacía cerca de tres años repicaban alegremente, aunque, por el calendario, no era día ni víspera de ninguna fiesta eclesiástica.

A la puerta del templo adjunto veíase una silla de posta cargada de maletas y otros objetos de viaje, dentro de la cual no había persona alguna.

En la iglesia sonaba el órgano, acompañando las últimas respuestas de las monjas a las oraciones de una misa cantada; y es lo cierto, que si el que leyere estas postreras páginas de nuestro relato hubiera pasado por allí a tal hora y entrado a saber qué insólita misa era aquélla, habría visto que era la velación de Fabián y de Gabriela, a quienes acababa de unir para siempre el padre Manrique.

En efecto: Gabriela y Fabián estaban arrodillados delante del altar, y cerca de ellos veíase a don Jaime de la Guardia, que había sido padrino del casamiento, y a Lázaro y Juan de Moncada en calidad de testigos.

Habría admirado también entonces el lector con sus propios ojos la peregrina hermosura de Gabriela, acerca de la cual sólo por referencia hemos hablado hasta ahora. ¡Nunca un ángel del cielo ha revestido tan gallarda y arrogante forma humana, ni jamás la clásica belleza soñada por el paganismo reflejó tan intensamente los esplendores del espíritu inmortal a que servía de vaso aquella incomparable figura!

Por lo demás, las monjas, de cuya escondida morada acababa de salir Gabriela a la parte pública de la nave del templo, se habían esmerado en ataviarla, como si fuera una santa imagen, objeto de su culto más fervoroso, a quien adornaran para que recorriese, llevada en procesión, plazas y calles... Cada una le había puesto un lazo, una flor, una humilde joya o un relicario bendito, dándole al mismo tiempo mil besos y abrazos, y bendiciones, y hasta consejos..., que, por su misma religiosa sencillez, podrían ser utilísimos en su nuevo estado. Y, en aquel instante, desde las amplias celosías del coro, las vírgenes del Señor contemplaban con arrobamiento a su compañera, al par que le cantaban, por vía de epitalamio, los solemnes himnos del cotidiano culto a que ellas seguirían consagradas toda su vida.

Gabriela, que ya se había enterado de los terribles acontecimientos que acabamos de referir y de lo mucho que había padecido Fabián por purificar su alma, miraba a éste de vez en cuando, y luego tornaba la vista al altar, como arrastrando y conduciendo con sus ojos los ojos de él a la consideración de Dios y de su infinita misericordia.

El infeliz esposo, apuesto y ufano, aunque bañada todavía su faz de una leve melancolía, miraba alternativamente a su hechicera y santa mujer, al padre Manrique, a Lázaro y a Juan..., como dando a todos gracias por la felicidad que sentía...; y luego alzaba los ojos al Cristo del altar, y rezaba...

*

Concluida la ceremonia, Gabriela penetró aún en el convento, de donde regresó algunos minutos después vestida de viaje y trayendo en la mano su corona de desposada. Algunas lágrimas humedecían sus mejillas de rosa, indicando con cuánta emoción se había despedido definitivamente de la digna abadesa y sus tiernas hermanas de clausura.

Todas ellas se habían arrimado a la celosía del coro bajo, para ver a la desposada salir de la iglesia; y, cuando observaron que la noble joven se acercaba al altar de la Virgen de las Angustias y ponía a sus pies como ofrenda, su corona de desposada; cuando la vieron pararse en medio del templo y dirigir los brazos hacia el coro, saludándolas con el pañuelo y tirándoles besos de amorosa despedida, una multitud de blancos cendales ondeó detrás de la celosía respondiendo a aquellos adioses; tiernos gemidos resonaron en el recinto sagrado, y lágrimas copiosas corrieron de todos los ojos.

Renunciamos a describir circunstanciadamente las escenas que ocurrieron después en la puerta del templo, cuando los dos recién casados subían en la silla de posta que debía conducirlos a cierta quinta de la carretera de Valencia, desde donde marcharían la siguiente semana a la casa de campo en que se crió Fabián; cuando don Jaime y su hija se abrazaban ternísimamente; cuando Fabián besaba las manos del caballero aragonés; cuando el padre Manrique bendecía una vez y otra a los que no se cansaba de apellidar sus hijos, y cuando Lázaro, apoyado en el hombro de Juan, contemplaba todos aquellos cuadros con amorosa sonrisa, digna de los ángeles del cielo...

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Partió el carruaje, y quedaron inmóviles y mudos en al atrio del templo el padre Manrique, don Jaime de la Guardia, Lázaro y su hermano Juan.

Pasado que hubieron algunos minutos, el jesuita, sobreponiéndose a su emoción, dijo:

-¡Cuán misteriosos, pero cuán seguros, son los juicios de Dios! Véase por qué cúmulo de circunstancias Fabián Conde ha conseguido, cuando ya había renunciado a ella, toda la felicidad que deseaba en esta vida. «¡Yo no quiero el paraíso, sino el descanso!» -decíame últimamente, recordando una frase del poeta inglés, para probarme que no debía casarse con Gabriela, a pesar de lo que la amaba y del juramento que le arrancó Diego en su lecho de muerte-. «Pues acepte usted el paraíso como penitencia -le contesté yo-. ¡Bien se me alcanza que le fuera a usted más cómodo no volver a los mares de la vida con tan preciosa carga!... Pero Dios, por medio de aquel moribundo, nos demostró claramente su deseo de que siguiese usted luchando con los huracanes de la sociedad humana, expuesto a que el viento del escándalo, por usted producido, vuelva a hacer zozobrar la nave de su ventura o la de los hijos que le dé Gabriela. Dios no cree, por lo visto, que se ha purificado usted bastante en tres días de purgatorio, y le impone, como resto de penitencia, el continuo temor de que los hombres vuelvan a afligirlo con calumnias, o sea con nuevos frutos del escándalo.» Fabián me dio la razón, y no por otra cosa ha preferido el matrimonio, con sus cuidados y responsabilidades, a los desiertos del Asia con sus rigores y peligros...

-De todo eso se deduce, entre otras cosas -observó don Jaime-, que mi yerno será un modelo de maridos... ¡Y vean ustedes por qué he tenido yo la manga tan ancha en el asunto referente a mi hermano!... Fabián no sedujo a mi cuñada, sino que fue seducido por ella..., como tantos otros...; y, además, la forma y modo en que me confesó su falta me inclinaron a absolverlo. Conque, señores, me despido de ustedes para Aragón, adonde marcho esta tarde... Crean firmemente que me llena de júbilo el haber conocido tan dignas personas en este Madrid, que yo creía enteramente dado al diablo...

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Después que el sacerdote y los dos Moncadas hubieron despedido afectuosamente al padre de Gabriela, Lázaro miró solemnemente a Juan y le dijo:

-Ya lo has oído, mi querido hermano. A las veces hay que aceptar la felicidad del mundo como trabajo y sacrificio... A las veces hay que tener la generosidad de ser dichoso... Por eso se ha casado Fabián, y por eso es menester que tú conserves el título de marqués de Pinos (aunque demos secretamente a los pobres las rentas de mi mayorazgo); que vuelvas a América, y que hagas allá tu antigua vida, conservando para ello tus legítimas paterna y materna. A mí me basta y sobra con lo que heredé de mi madre... ¡El caso es no deshonrar a la tuya después de muerta; no deshonrar tampoco la memoria de nuestro padre: no frustrar mis propósitos y trabajos de tanto tiempo; no es en fin, el mundo con la historia en que habría que fundar una rehabilitación... que para nada necesito!

Juan se resistió largamente a aceptar lo que le proponía su hermano; pero terció en la conversación el padre Manrique, y al cabo lograron convencerlo...; por lo que ofreció embarcarse inmediatamente para América.

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Marchóse Juan a disponer su viaje, y quedaron solos el padre Manrique y Lázaro.

-¿Y usted, qué piensa hacerse? -interrogó entonces el jesuita al desheredado.

-Yo... -respondió éste como si no entendiera la pregunta- voy a llegarme al cementerio de San Nicolás a visitar al pobre Diego... La mañana está muy hermosa...

-Bien...; pero supongo que nos veremos... -añadió el viejo, estrechándole la mano en señal de estimación.

-Sí, señor... -respondió Lázaro-. Iré a ver a usted con frecuencia, y hasta creo que acabaré por pedirle hospitalidad y quedarme allí definitivamente. En medio de todo, los dos pasamos la vida mirando al cielo más que a la tierra...; pero, a decir verdad, su astronomía de usted me gusta más que la mía.