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El espíritu europeo

Ricardo Gullón





Sí, existe un espíritu europeo. Y se manifiesta, no en la identidad, pero en la semejanza de acento, en la de un cierto estilo de vivir y pensar, por fortuna más vivo y operante de lo que desearían sus detractores. La feliz diversidad de sus expresiones tal vez oculta a los apresurados cuanto en ellas hay de común, como de ramas vivificadas por la misma savia y mantenidas por la misma raíz.

Evidentemente el espíritu europeo no parece circunscrito a lo que un tiempo fue Europa, pues en las dos Américas, la hispana y la anglosajona, brilla a veces con claro destello como en los mejores círculos de nuestro continente. Quizá, incluso, podría pensarse que en el hemisferio occidental se manifiesta con más exaltada pureza el estado de espíritu llamado «europeo», porque allí sienten próximo y pavoroso el asedio de cierto tipo de barbarie que tal vez fuese injusto llamar «norteamericanismo», siquiera haya encontrado en los Estados Unidos terreno muy favorable para su desarrollo y propagación.

Atenazado entre Rusia y los Estados Unidos, el espíritu europeo no cede fácilmente. Socavado desde el interior, corroído por el ataque en dos frentes, se mantiene y lucha por sus propios medios; a las duras arremetidas opone defensas que le son peculiares: gracias de la inteligencia y refinamientos de la cultura; convicción de que existen valores imperecederos merced a cuya operante presencia el mundo resulta habitable y la vida digna de ser vivida.

Y conviene precisar que el espíritu europeo, si vigila con mejor lucidez en las minorías intelectuales, no deja de actuar, aunque de modo soterraño y remoto, en el inconsciente colectivo, en grandes masas de población -campesinos, clases medias y obreras- con vigor no sospechado por los pesimistas doctrinarios para quienes la crisis actual no tiene otra salida que la catástrofe. Hombres oscuros, apegados a su fe y a su costumbre, se sienten adscritos a formas de vida que entrañan, a pesar de todo, la profunda y cristiana libertad que les hace dueños de sí.

Sin internar un análisis detallado de lo que el espíritu europeo es y representa, pues la tarea requeriría tiempo y espacio de que no dispongo, sí cabe señalar dos de sus rasgos principales, tal vez los más acusados y expresivos: la libertad y la caridad. Sustentado en estos principios, el europeo fue poco a poco ganando terreno sobre las rudas inclinaciones primitivas, hasta admitir como hecho normal la existencia del discrepante. Tardó siglos en hacerse a la idea y dar por supuesta la licitud del disentimiento, más al fin cristalizó en la tolerancia y en el reconocimiento del derecho a discrepar.

El mundo hispánico vive regido por tales principios, configurado por ellos. Lo hispánico es parte de lo europeo y su aportación vigoriza sensiblemente la idea del honor y el mantenimiento de una moral de caballeros. El conjunto de posibilidades que llamamos Europa está impregnado de esencias hispánicas, y no será excesivo atreverse a pensar que tales esencias alcanzan plenitud de valor por contraste con otras que, dentro de ese mismo conjunto, arrancan de diferentes formas de vida y pensamiento, porque esa beneficiosa confrontación pule sus aristas, reduce lo excesivo y desmesurado de ciertas manifestaciones extremas y exalta, en cambio, cuanto tienen de noble y de grande.

Europa vale porque -todavía- es una espiritualidad. Hispanoamérica y algunos grupos de los Estados Unidos constituyen su prolongación, quizá su reserva. Y esta espiritualidad puede devolver a la vida su sabor, haciendo que el hombre se reconozca en la imagen que le propone como posible una ilusión no limitada a proyectar sobre lo futuro el reflejo de un pretérito imperfecto, sino algo mucho más importante: la esperanza de profundas renovaciones que acierten a preservar la vigencia de los principios en que se asienta el mundo cristiano, el mundo basado sobre la primacía de lo espiritual.





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