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El exilio cultural de la Guerra Civil (1936-1939)



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ArribaAbajoPresentación

Durante el pasado año 1999 hemos conmemorado el 60 aniversario del exilio republicano español de 1939. En efecto, contra el gobierno legítimo del Frente Popular, que había triunfado en las elecciones democráticas de febrero de 1936, un golpe de estado militar del fascismo español, apoyado por tropas del nazismo hitleriano y del fascismo mussoliniano, desencadenó a partir del 18 de julio de 1936 una guerra civil. Su resultado trágico fue de muchos, demasiados muertos durante la guerra civil, más medio millón de republicanos españoles que, en febrero de 1939, hubieron de atravesar la frontera francesa.

El grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL) -grupo de investigación adscrito al Departamento de Filología Española de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB)-, fiel al compromiso asumido durante la clausura del Primer Congreso Internacional sobre «El exilio literario español de 1939» -que se celebró en nuestra UAB en 1995 y cuyas Actas se publicaron en 1998-, convocó desde la primavera de 1998 su Segundo Congreso Internacional. En dicho texto de convocatoria, fechado en Bellaterra el 14 de abril de 1998, el GEXEL, sin embargo, manifestaba lo siguiente:

Queremos que la fecha simbólica de 1999, en el umbral del siglo XXI, sirva para estimular la investigación sobre un capítulo fundamental de nuestra historia y de nuestras literaturas españolas del siglo XX. [...] Porque desde Catalunya, siempre hemos sido conscientes de que los escritores españoles exiliados en 1939 escribieron en las cuatro lenguas de nuestra República literaria: castellano, catalán, gallego y vasco. Por ello nos parece coherente y conveniente convocar no a un único Congreso como el de 1995. Sino todos los que puedan organizarse, que se irían desarrollando coordinadamente durante el próximo año 1999.

[...] Nuestra voluntad sería que a lo largo del año se celebraran de manera escalonada estos Congresos en las diferentes sedes que se establezcan y que cada uno de ellos comprendiera -cuando menos- el ámbito de su comunidad autónoma. De esta manera, el Congreso de ámbito restringido podría servir como lugar de encuentro para los investigadores que están trabajando sobre el tema y facilitaría tanto la participación de ponentes y comunicantes [...] como, sobre todo, la asistencia libre de estudiantes y público interesado.

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El GEXEL se constituye únicamente en promotor y coordinador del proyecto de este Congreso plural de 1999 titulado «Sesenta años después». La soberanía de cada Congreso residirá exclusivamente en su Comité organizador, que integrará al menos a un representante del GEXEL. Sin embargo, todos los Comités deberán respetar los siguientes acuerdos:

1) El contenido prioritariamente literario de estos Congresos.

2) El carácter abierto de los mismos, es decir, abiertos a la participación de ponentes y comunicantes según las normas de selección que establezca cada Comité organizador.

3) La pluralidad de las lenguas peninsulares. Los Congresos de Catalunya, Galicia, País Vasco y Valencia darán libertad lingüística a los participantes, que podrán expresarse en castellano, catalán, gallego o vasco. Sin embargo, los Congresos en ningún caso deberán limitarse a la literatura publicada en sus lenguas respectivas ni a los autores nacidos en dichas comunidades.

4) El compromiso de editar sus Actas o una selección de las intervenciones, según decida cada Comité.



La respuesta a esta convocatoria de un Congreso plural en 1999 desbordó nuestras expectativas más optimistas. Porque, si en un principio -y a sugerencia en 1995 del malogrado Jesús López Pacheco-, queríamos asegurar la existencia de Congresos en las tres capitales de la República (Madrid, Valencia y Barcelona) y, por nuestra parte, pretendíamos sumar también a las nacionalidades históricas del Estado (Catalunya, Galicia y País Vasco), podemos afirmar con satisfacción que, gracias al esfuerzo generoso y solidario de muchas personas, este Congreso plural «Sesenta años después» se ha celebrado a lo largo del año 1999 en doce comunidades autónomas: Andalucía, Aragón, Asturias, Cantabria, Castilla-La Mancha, Castilla y León, Catalunya, Galicia, Madrid, País Vasco, La Rioja y Valencia.

Con este Congreso plural «Sesenta años después» hemos intentado también -y sobre todo- aproximar el tema a los estudiantes y al público interesado, especialmente a los más jóvenes, nacidos y crecidos en los años democráticos, para quienes el general Franco no es sino una fotografía borrosa y los exiliados republicanos poco más que unos fantasmas perdidos en las nieblas del silencio y del olvido a que los condenó la dictadura franquista. Por ello las sesiones de este Congreso plural no se han limitado únicamente a la exposición y debate de las ponencias y comunicaciones presentadas sino que también han incluido -cuando ello ha sido posible- actividades paralelas vinculadas al tema del exilio: por ejemplo, conciertos de música, exposiciones bibliográficas, homenajes públicos (a la memoria de Manuel Azaña y del presidente mexicano Lázaro Cárdenas en Alcalá de Henares; a las Brigadas Internacionales en el pueblo jienense de Lopera; a las víctimas de los campos de concentración nazis en la ciudad de Huesca), mesas redondas con los propios protagonistas, presentación de novedades editoriales, proyección de películas o representaciones teatrales. Es decir, este Congreso plural no ha querido reducirse únicamente al ámbito académico sino que ha intentado abrirse también a ese sector de nuestra sociedad democrática, a esa «inmensa minoría» interesada cultural y políticamente en el tema.

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Y como expresión pública de esta voluntad política y social de homenajear la memoria de nuestro exilio republicano de 1939, la clausura de este Congreso plural «Sesenta años después» la celebramos el sábado 18 de diciembre en el castillo de Collioure, el pueblecito francés en donde murió y está enterrado -envuelto en la bandera tricolor de nuestra República- el escritor Antonio Machado, un símbolo vivo en la memoria colectiva de la dignidad ética y estética de aquel medio millón de españoles -de todos los partidos políticos, centrales sindicales y de todas las nacionalidades y regiones del Estado español- que en 1939, por su fidelidad antifascista a la legalidad republicana, hubieron de atravesar la frontera francesa.

La mayoría de nuestros exiliados republicanos murieron antes que el general Franco sin ver restauradas a partir del 20 de noviembre de 1975 la democracia y las libertades públicas en España. En el umbral del siglo XXI, sesenta años después, la sociedad democrática española estaba obligada moralmente a conmemorar aquel acontecimiento histórico. Este Congreso plural «Sesenta años después» ha pretendido con-memorar, es decir, ha invitado a recordar contra el olvido, a compartir la memoria histórica y a realizar colectivamente una reflexión crítica sobre la historia, literatura y cultura del exilio republicano de 1939.

Ahora bien, con la publicación de las Actas respectivas de cada Congreso -con una numeración correlativa y el título general de «Sesenta años después»- hemos querido crear memoria no sólo contra el silencio y el olvido de la dictadura franquista sino también contra el pacto de amnesia sobre el pasado en que se fundamentó nuestra transición democrática. Hemos querido conmemorar este sesenta aniversario de nuestro exilio republicano, pero hemos querido hacerlo desde la convicción de intentar evitar tanto el simulacro como el espectáculo. Una conmemoración que ha querido ayudar a reconstruir, por el futuro de nuestra sociedad democrática, la historia de nuestra tradición política, intelectual y literaria republicana, sin cuyo conocimiento nunca estará completo el patrimonio de la cultura española del siglo XX. En este sentido, la publicación de las Actas de todos los Congresos de este Congreso plural «Sesenta años después» estoy seguro de que van a crear memoria y a convertirse, a partir de este mismo año 2000, en una referencia bibliográfica de primer orden y en una fuente de consulta obligatoria para todas las personas interesadas en el tema de nuestro exilio republicano de 1939.

Por último, sólo me cabe agradecer públicamente a José Antonio Pérez Bowie, así como a todos los ponentes y comunicantes, su esfuerzo solidario y generoso para que este Congreso fuese un capítulo más, el capítulo de Castilla y León de nuestro congreso plural «Sesenta años después».

Bellaterra, 6 de octubre de 2000

MANUEL AZNAR SOLER
Coordinador general del Congreso plural «Sesenta años después»



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ArribaAbajoPrólogo

«Sesenta años después» es el lema común que presidió los doce encuentros celebrados en otras tantas comunidades autónomas a lo largo del año 1999 (60.º aniversario de la diáspora republicana) con el propósito de homenajear y reivindicar a la vez la memoria de esos casi quinientos mil españoles que se vieron obligados a abandonar el suelo patrio tras la victoria del ejército de Franco y a emprender el azaroso camino de un exilio del que muchos de ellos nunca habrían de retornar.

La convocatoria, promovida por el grupo GEXEL (Grupo de Estudios del Exilio Literario, adscrito a la Universidad Autónoma de Barcelona y dirigido por el profesor Manuel Aznar) suscitó una inmediata respuesta, traducida en la puesta en marcha de 12 encuentros (el de Galicia, los dos del País Vasco, los de Andalucía, Asturias, Aragón, La Rioja, Castilla y León, Madrid y Castilla-La Mancha, Valencia, Cantabria y Cataluña) que estuvieron presididos por los objetivos comunes de profundizar en el conocimiento de las circunstancias del exilio republicano y de contribuir a divulgar la labor que muchos intelectuales españoles llevaron a cabo en él después de haber sido arrancados del que hasta entonces había sido su entorno habitual; y, especialmente, de reivindicar la memoria histórica de ese triste episodio de nuestra historia reciente ante las nuevas generaciones antes de que desaparezca definitivamente arrastrado por el tráfago de las urgencias cotidianas y por el aluvión informativo con que a diario somos bombardeados y que nos impide repensar con sosiego el pasado del que somos consecuencia.

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La intelección correcta del presente y la proyección coherente del futuro sólo resultan posibles desde el conocimiento a fondo de nuestro pasado; de ahí la necesidad de reivindicar su estudio, aunque ello conlleve enfrentarse a la inercia promovida por determinados intereses ideológicos que tienden a considerarlo como un saber inútil y, por ello, prescindible, privándonos de ese modo de nuestras raíces y de la capacidad contrastiva y crítica que su conocimiento nos proporciona. Y el exilio que siguió a la contienda civil de 1936-1939 es uno de los episodios de nuestro pasado reciente sobre el que ha caído implacable el telón del olvido sin que pueda decirse que haya existido por parte de los sucesivos gobiernos democráticos, voluntad política de mitigarlo: el silencio que el franquismo impuso sobre esa España peregrina, la muerte de muchos de los hombres y mujeres que la constituían antes de que fuera posible el retorno y la escasa atención que mereció el de aquellos que lo lograron por parte de unos ciudadanos demasiado enfrascados en las novedades y en las vicisitudes inherentes al proceso de restauración democrática, son algunos de los factores que han contribuido a la ignorancia de gran parte de los españoles de hoy sobre ese importante capítulo de nuestra historia. Y ello, pese a que los españoles del exilio garantizaron la continuidad de un pensamiento moderno, de unas líneas de investigación progresistas, de una labor creadora presidida por el signo de la libertad que en España habían quedado dramáticamente clausuradas con la victoria fascista.

Conscientes de la urgencia de luchar contra ese olvido, asumimos que nuestra Comunidad Autónoma no debía desatender la llamada reivindicatoria lanzada por el GEXEL y en nombre de las Universidades de Salamanca y de León promovimos un encuentro de reflexión y debate que, bajo el enunciado «El exilio cultural de la Guerra Civil (1936-1939)», se celebró en las sedes de ambas los días 18, 19 y 20 de noviembre. El resultado del mismo es este libro que el lector tiene ahora en sus manos y en el que se reúnen las aportaciones de quienes acudieron a nuestra convocatoria y pusieron su esfuerzo investigador al servicio del propósito reivindicador que en ella se pretendía. Quisimos recoger una panorámica lo más amplia y extensa posible de la labor de nuestros compatriotas en el exilio y por ello no nos circunscribimos exclusivamente al terreno de la creación literaria, que ha sido el más transitado por los estudiosos, sino que, partiendo de la acepción más amplia del término cultura, abrimos nuestro encuentro a todas las reflexiones que abarcasen las diversas facetas de la labor intelectual: la filosofía, la medicina, las ciencias, el arte, etc. La respuesta fue amplia y plural y por ello pensamos que se ha conseguido reunir en estas páginas una selección suficientemente representativa de trabajos debidos a diversos estudiosos del fenómeno del exilio (profesores de reconocida solvencia la mayoría de ellos, pero también algunos otros que inician con esta aportación su carrera investigadora) que contribuirán a que éste sea a partir de ahora mejor conocido y que, a la vez, van a abrir, sin duda alguna, nuevos caminos que habrán de ser transitados tanto por futuros historiadores del exilio como por especialistas en alguna de las disciplinas que aquí se abordan.

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A todos los que respondieron a nuestra llamada y participaron de modo activo, como ponentes o como público, en las sesiones de debate durante las tres largas y apretadas jornadas del encuentro, debemos expresar nuestro agradecimiento más sincero. Agradecimiento que ha de comprender también a los miembros del comité organizador (Roberto Albares, Josefa Báez, Fulgencio Castañar, Josefina Cuesta, Miguel Ángel Jaramillo, Jesús López Santamaría, Javier Rubio) quienes, a lo largo de casi todo un año, dedicaron horas y horas de su tiempo a las numerosas reuniones preparatorias. Y obviamente, a todas las instituciones que con su ayuda material y su apoyo decidido hicieron posible el encuentro y que las actas de sus sesiones vean hoy la luz sumándose al conjunto de 12 volúmenes que recogen las aportaciones de este congreso plural: el Ministerio de Educación y Cultura (tanto a través de la D. G. E. S. como de su Dirección Provincial en Salamanca), la Junta de Castilla y León, las Universidades de Salamanca y León (Decanato de la Facultad de Filosofía y Letras, singularmente), el Archivo Histórico de la Guerra Civil, la Filmoteca Regional y Caja Duero. Y de modo especial al Departamento de Lengua Española de la Universidad de Salamanca, por su generosa aportación económica para la publicación.

JOSÉ ANTONIO PÉREZ BOWIE Y JOSÉ MARÍA BALCELLS
(Coordinadores)





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ArribaAbajoCuestiones Generales

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ArribaAbajoEl exilio de 1939: la actitud existencial del transterrado

José Luis Abellán



Universidad Complutense

La atmósfera en que se produjo el exilio en 1939 y el temple existencial con que lo vivieron los exiliados es reflejo de las circunstancias en que dicho exilio se incubó: la derrota de la República en la Guerra Civil. Quizá ninguna anécdota más reveladora de ese temple que la que me contó Sánchez Barbudo, que en los días finales de la contienda acompañó a Antonio Machado en Barcelona; parece que, en medio del fragor de un ataque aéreo, éste le dijo: «Deberíamos quedarnos aquí hasta que nos matasen; sería el testimonio de nuestra fidelidad. Yo, si no fuera por mi madre, así lo haría». Estas palabras revelan, desde luego, que con la guerra los republicanos sentían que se perdía también el sentido de su vida. Y es que aquel régimen político fue asumido como un proyecto de vida, que desaparece con su derrota militar.

Por otro lado, el hecho de que a la derrota de la República española siguiese una II Guerra Mundial en que las democracias europeas se vieron asediadas por estados totalitarios, no era algo como para elevar el temple moral de nadie, y mucho menos de los republicanos españoles que habían visto abandonada su democracia en virtud del famoso y malhadado Pacto de «no-intervención», el cual jugó a favor del fascismo español. Las circunstancias internacionales hicieron, pues, que esa pérdida de sentido se viviera aún con más intensidad por los españoles arrojados al exilio.

En esa situación, la actitud de México -auspiciada por el presidente Lázaro Cárdenas- va a vivirse como una puerta abierta a la vida y a la esperanza. Desde   —20→   luego, era reconfortante saber que México se había opuesto oficialmente desde la Sociedad de Naciones a la política de «no-intervención». La doctrina mexicana fue ésta: «Si un Gobierno legítimo de un país amigo -y el de la República española lo era- se ve agredido, es un deber de la comunidad internacional acudir en su apoyo». México, en la escasa medida que sus posibilidades económicas lo permitían, apoyó a la República española, y terminada la guerra con la derrota de ésta, elaboró una política de acogida y hospitalidad con los recursos de que disponía. El embajador de México en Francia, Fernando Gamboa, recibió instrucciones al respecto para facilitar la llegada a su país de los exiliados españoles, concediéndoles la nacionalidad mexicana a todos aquellos que lo solicitaran. Se cuenta que algunos políticos se oponían a la acogida indiscriminada de los expatriados españoles. Cárdenas, sin embargo, ya estaba decidido a acoger a todos los que habían pasado la frontera. Antes de hacer oficial la orden para acoger a los españoles residentes en los campos franceses de concentración, convocó un Consejo de Ministros con el tema monográfico en cuestión. Alguien se enfrentó:

-¿Cómo vamos a acoger a todos sin previa selección, Presidente?



Lázaro Cárdenas fue tajante:

-A los que han luchado en su país a favor del Gobierno legalmente constituido, no les vamos a ofender con un interrogatorio. Hay que recibir a todos.



Es evidente que en esta actitud de acogida a los republicanos españoles jugaron un papel decisivo determinadas personas que se sentían afines a lo español y eran amigos de España. Entre esas personas destaca sin duda la personalidad de Alfonso Reyes, que había vivido catorce años en España y colaborado con españoles eminentes en el Centro de Estudios Históricos, en el Ateneo de Madrid, en la Editorial Calpe y en diversas publicaciones y revistas -España, El Imparcial, El Sol-. El 14 de abril de 1937, Reyes firma en Buenos Aires el prólogo a su libro Las vísperas de España, lleno de recuerdos de sus años madrileños; allí dice:

Devuelto por 1920 al servicio exterior de mi país, aunque tuve que alejarme un poco de la literatura militante, nunca perdí mis contactos. La expresión de mi gratitud para mis compañeros de España -en que asocio a muchos otros que no tengo tiempo de nombrar- sería inagotable. Ellos saben que ninguno de sus actuales dolores puede serme ajeno y que siempre iluminará mi conciencia el recuerdo de aquellos años, tan fecundos para mí en todos los sentidos. Aprendí a quererlos y a comprenderlos en medio de la labor compartida, en torno a las mesas de plomo de las imprentas madrileñas. La suerte me ha deparado el alto honor de encarnar, para la España nueva, la primera amistad del México nuevo, aunque la más modesta sin duda. Este honor no lo cederé a ninguno1.



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Esa primera amistad a la que se refiere es la del impulso que dio personalmente a «La Casa de España en México» de la que fue presidente desde 1939, con la ayuda de Daniel Cossío Villegas, que actuó como secretario de la misma. En dicha institución los intelectuales españoles que ocupaban puestos relevantes en las diversas esferas de la cultura, pudieron continuar su labor de trabajo e investigación. A Reyes se le encargó una doble función: 1) seleccionar como miembros residentes a los intelectuales y artistas más distinguidos por sus realizaciones; y 2) ayudar a los refugiados que no encontrasen acogida en La Casa a establecer relación con otros centros académicos u organismos que les facilitasen conferencias, seminarios y otras posibilidades de trabajo e investigación. Entre los primeros invitados, que llegaron ya en 1937, se encontraban Luis Recasens Siches, León Felipe Camino y José Moreno Villa; en 1938 se añadió José Gaos y, en 1939, María Zambrano. Estos primeros refugiados encontraron así un clima de generosa hospitalidad que hicieron de México un esperanzador horizonte intelectual, aunque no siempre ha sido reconocido así. En los últimos tiempos se ha extendido la opinión de que hay mucho de retórica en esa supuesta generosidad; al respecto, por ejemplo, dice Francisco Ayala:

Lo de la hospitalidad generosa con que tal o cual país acogió a los exiliados españoles es, ha llegado a ser, un lugar común que, como tantos otros tópicos, cualquiera que fuere su base de realidad, resulta en último análisis falso, y hasta un poco irritante. En mi personal experiencia, tengo yo que agradecer a varios amigos su buena voluntad, su generosa disposición de ánimo en circunstancias tales o cuales; pero frente a los países donde he vivido no me creo obligado a la menor gratitud ni, por supuesto, autorizado tampoco a emitir la menor queja. Según me parece a mí, lo que en cada caso proporciona -o al contrario, cicatea o aun niega- oportunidades de vida al recién llegado, sea como simple emigrante, sea como refugiado político, son las condiciones objetivas en que el país en cuestión se halle en el momento dado2.



Me parece que esta opinión no es justa, en el caso de México al menos, pues, sea por el favorable momento económico del país o por las afinidades ideológicas del presidente Lázaro Cárdenas, si es que no ambas cosas al mismo tiempo, el hecho cierto es que el citado país fue muy generoso con los refugiados españoles. Y aunque los exiliados españoles se asentaron en muchos otros países de América Latina -Argentina, Chile, Venezuela, Santo Domingo, Puerto Rico...-, la realidad es que México se convirtió en la capital del exilio -no olvidemos que su Gobierno nunca estableció relaciones diplomáticas con el de Franco- y referente simbólico inevitable del mismo, lo que no dejó de introducir contradicciones con la herencia social y demográfica que España había dejado en aquel país. No olvidemos que México estaba lleno de españoles que habían ido allí a «hacer la América»; éstos son   —22→   los que en el lenguaje del país se llamaban «gachupines», los cuales, en general, tenían una adscripción política muy conservadora, hasta tal punto que manifestaron evidente hostilidad hacia los «refugiados» políticos, dificultando su entrada en lugares como el Centro Asturiano y el Centro Gallego, focos de reunión de la colonia española asentada en el país.

A la animadversión de estos compatriotas españoles, hay que sumar la que provenía de determinados sectores mexicanos; entre ellos los que hacían profesión de fe indigenista o mantenían, a pesar del tiempo transcurrido, una susceptibilidad a flor de piel por las heridas abiertas durante la conquista española.

El hecho es que hubo algunas manifestaciones «xenófobas» que, desde luego, no dieron el tono general de acogida. La profesora Ana Bundgaard creo que es muy justa con la situación real, cuando escribe lo siguiente: «La creación de La Casa de España responde a un espíritu de solidaridad excepcional por parte de México. Su creación se sitúa dentro de unas determinadas coordenadas históricas. Es uno de los logros de la Revolución mexicana en el período de presidencia de Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1940. Es algo poco frecuente que un régimen revolucionario defensor de la población indígena y de las clases más necesitadas, se preocupara, sin embargo, por la cultura hasta el punto de financiar una institución elitista que protegiera económicamente a más de 50 intelectuales españoles perseguidos por el franquismo»3.

La situación descrita hasta aquí fue percibida con agudeza en el mundo de la filosofía, y a ello contribuyeron varios factores. En primer lugar, el paralelismo existente entre la filosofía mexicana y la situación de la española en los años inmediatos al comienzo de la Guerra Civil: tanto en uno como en otro país se había producido una reacción contra el positivismo anterior. Esa reacción, que en España encarnó la generación del 98 -y muy especialmente la figura de Unamuno-, en México había tenido como protagonistas a Antonio Caso y José Vasconcelos. Ambos representaban, al igual que en la citada generación española, un cierto neorromanticismo, que expresaba un innegable antiintelectualismo sin que eso supusiese un deseo de vuelta a un racionalismo que se sentía periclitado. La solución al conflicto va a venir del filósofo Ortega y Gasset, que ya había ensayado en España una vía de solución: el pensador mexicano Samuel Ramos describe la situación con encomiable claridad. Acuciados por la perplejidad en que les había colocado el rechazo simultáneo al positivismo y al nuevo romanticismo -dice Ramos-

empiezan a llegar a México los libros de Ortega y Gasset, y en el primero de ellos, las Meditaciones del Quijote, encuentra la solución al conflicto en la doctrina de la razón vital. Por otra parte, a causa de la revolución, se había operado un cambio espiritual que, iniciado por el año 1915, se había ido aclarando en las conciencias y podía definirse en estos términos: México había sido descubierto. Era un movimiento   —23→   nacionalista que se extendía poco a poco en la cultura mexicana..., la filosofía parecía no caber dentro de este cuadro ideal del nacionalismo, porque ella ha pretendido siempre colocarse en un punto de vista universal humano, rebelde a las determinaciones concretas del espacio y del tiempo, es decir, a la historia. Ortega y Gasset vino a resolver el problema mostrando la historicidad de la filosofía en El tema de nuestro tiempo. Reuniendo estas ideas con algunas otras, que había expuesto en las Meditaciones del Quijote, aquella generación mexicana encontraba la justificación epistemológica de una filosofía nacional4.



En estas circunstancias llegan los filósofos españoles a México, y de forma que diríamos casi providencial José Gaos, al que entonces se consideraba discípulo más fiel y directo de Ortega y Gasset. El propio Gaos lo ha dejado escrito en sus Confesiones profesionales. «Es probable que todos ustedes sepan que soy reconocido, y siempre me he reconocido yo mismo, por discípulo de Ortega y Gasset. Hasta me he tenido, y no sólo íntimamente, sino también más o menos públicamente, por su discípulo más fiel y predilecto, aunque desde hace algún tiempo no puedo menos de pensar que en tal puesto o condición me reemplazó Julián Marías, y que aunque éste no me hubiera reemplazado, la divergencia de posición tomada en la Guerra Civil, con todas sus consecuencias, haya hecho su efecto en el ánimo de Ortega, si no en el mío. Mas sabido es que ni la omnipotencia divina puede hacer que lo que fue no haya sido»5.

Por las circunstancias descritas se comprende que el filósofo Gaos se convirtiese al llegar a México, no sólo en el intérprete oficial del orteguismo, sino en el más fiel exponente de la actitud existencial del transterrado, empezando por la misma palabra, cuya invención se debe a él. En su ensayo «Los transterrados españoles de la filosofía en México» dice: «En comida de profesores mexicanos y españoles presidida por el Maestro (Antonio Caso) dije algún tiempo después que no nos sentíamos desterrados, sino simplemente transterrados»6.

Una comprensión cabal de la situación vital y psicológica de los exiliados españoles al llegar a México, exige que tomemos en cuenta el estado del país, que se hallaba entonces profundamente dividido en dos grandes sectores: la Reacción y la Revolución. La Revolución estaba representada por el Presidente de la República, su Gobierno, el Partido Revolucionario, la Administración Pública y las clases sociales afines, todas ellas proclives al indigenismo. En el campo opuesto, se sitúa la Reacción, compuesta por los restos del porfirismo, los despojados del poder económico, político y social por la Revolución y los católicos integristas que no aceptaban la postura laicizante del Estado mexicano, especialmente firme frente a los intereses de la Iglesia católica. En ese sector reaccionario había que incluir a los «gachupines» de que antes hablábamos y que se identificaron con los llamados «hispanistas». Éstos se oponían a los «refugiados», y el conjunto de ambos constituía el núcleo de la población española residente en México.

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La dicotomía «hispanistas-indigenistas», anterior a la llegada del exilio español, se resquebraja con los nuevos «refugiados», hombres que habían pertenecido a la Institución Libre de Enseñanza, a la Junta para Ampliación de Estudios, a la Residencia de Estudiantes, al Instituto-Escuela, todas ellas instituciones democráticas y progresistas, que contrastaban con la adscripción política de unos y otros. Por otro lado, estos nuevos «refugiados» eran claramente republicanos -pues por adhesión a la República habían salido de España-, y así ocurre que la Revolución mexicana -y el PRI representativo de la misma- se decantó por la República española, y nadie más republicano que el entonces presidente de México, Lázaro Cárdenas, que no sólo apoyó el régimen republicano mediante el envío de armas y la venta de petróleo, sino que defendió a la República en foros internacionales, hasta llegar al ofrecimiento de la nacionalidad mexicana a todos los que a ella quisieran acogerse. La hospitalidad de México con los republicanos españoles fue, pues, total, y no tuvo más límite que los que los propios españoles quisieran imponerse, la mayoría de los cuales no sólo se nacionalizaron mexicanos, sino que apoyaron el proceso político de la revolución; es decir, que se adhirieron entusiastamente a la política progresista del Estado mexicano.

Esta actitud era, en realidad, consecuencia de una identidad entre los objetivos e ideales de la República española y los de la Revolución mexicana; de aquí que la fidelidad a aquélla fuese compatible con la adhesión a la política del Gobierno revolucionario mexicano. Esta identidad le hizo concebir a Gaos la teoría de las dos patrias, según la cual existen para todo hombre la patria de origen -es decir, aquélla que nos es imputable por el nacimiento- y la patria de destino, la que hemos elegido o aceptado por la imposición de las circunstancias, como puede ser un exilio forzoso. Mientras la primera viene dada por el azar y está más allá de cualquier decisión personal, la de destino se obtiene por libre opción del sujeto tomada conscientemente. Y esta teoría de las dos patrias -que pueden coincidir o no- es la que le llevó a Gaos a acuñar el neologismo de «transterrados» para denominar a los españoles exiliados en México. Según dicha expresión, los republicanos españoles en México no se sentían allí «des-terrados», sino «transterrados», aludiendo con este término a un traslado físico geo-cultural. El transterrado mantiene, pues, una peculiar afinidad espiritual con el país a que se traslada, y ése es el fenómeno que se dio con los españoles asentados en México, donde éstos -por las afinidades políticas y lingüísticas de una cultura común- no se sentían desterrados, sino «trans-terrados».

Esta actitud presupone un abandono alegre y consentido de la patria de origen para aceptar la de destino. Precisamente, por sentirse incómodos e inadaptados a las condiciones político-culturales de la Restauración borbónica y a las que después quiso imponer el franquismo, los refugiados españoles aceptaron alegremente su destino mexicano. Y así lo dice Gaos:

Los refugiados, que habían sido unos inadaptados en España, que por ello habían querido reemplazar por otra a las que estuviesen adaptadas, se encontraron con un México muy afín a la España con que habían querido reemplazar la otra -un Estado liberal promotor de   —25→   bienestar y progreso con justicia social- y al que por tanto eran más adaptables que a esta última7.



Por eso los republicanos prefirieron en todos los órdenes a México frente a la España ganadora de la Guerra Civil.

La reflexión sobre este conjunto de circunstancias es la que le lleva a Gaos a abandonar las ideas comunes y aceptadas sobre la adaptación de los individuos a las sociedades. Es evidente -viene a decir Gaos- que no siempre se está adaptado a la sociedad nativa y esa inadaptación a la sociedad de origen produce rebeldes, reformadores o revolucionarios que quieren cambiar su país, sustituyendo sus condiciones por otras a las que puedan adaptarse.

La adaptación a una sociedad distinta de la nativa dependerá de la afinidad que tengamos con ella, y ése es el motivo determinante de la adaptación de los republicanos españoles a México. La inadaptación a la España de la Restauración -a la que quisieron cambiar por la España de la República- es el motivo de su adaptación al México de la Revolución, pues éste había conseguido ya el ideal a que los republicanos españoles aspiraban. En definitiva, pues, la identidad entre los objetivos e ideales de la República española y los de la Revolución mexicana es lo que les hizo a los «refugiados» identificar una con otra. Así lo dice el propio Gaos: «La afinidad entre el México de la Revolución y la España de la República, de la que la brillante historia de México desde la llegada de los refugiados a él ha sido la creciente confirmación, ha sido, por tanto, el factor radical de la conducta de México, primero, con la República, y, después, con los refugiados, y de la adaptación de los refugiados a México»8.

Este fenómeno de adaptación adquiere su culminación, en el caso concreto de México, porque la patria de destino tiene un vínculo de filiación con la patria de origen, España, dentro de una relación en que la incorporación a aquélla puede acercarse a la pertenencia a ésta, «dentro de todos los grados de una relatividad como la que permite al español sentirse mexicano por ser padre o abuelo de mexicanos, que a su vez se sienten españoles por ser hijos o nietos de españoles»9. Hay, pues, una relación de continuidad entre México y España que permite a un español adaptarse sin traumas a la sociedad mexicana, de la misma forma que un mexicano puede adaptarse a la sociedad española. Obviamente, una adaptación de este calibre requería en un filósofo como Gaos revisar sus ideas sobre el destino de los pueblos español y mexicano. Según Gaos, desde el siglo XVIII se inicia tanto en España como en sus colonias americanas un movimiento de renovación cultural y de superación de la decadencia que se traducirá en aspiraciones de revisión crítica, en la Península, y de independencia política, en el Continente. Ambos movimientos -el cultural y el político- recibían su impulso de un deseo común de liberación: las colonias con respecto a la metrópoli; y ésta, con respecto a sí misma; ambas -metrópoli y colonias-   —26→   deseosas de verse libres del común pasado imperial. El Imperio es, pues, el punto de referencia que ambos rechazan.

Este movimiento -dice Gaos- se hizo decisivamente político y triunfó como tal en las colonias del Continente a principios del siglo XIX. En las colonias de las islas antillanas se hizo movimiento político crecientemente poderoso a lo largo del mismo siglo, para triunfar hacia su final en la última colonia. En la Península, y a lo largo del siglo pasado y lo que va del presente, persistió, y se ensanchó y elevó y ahondó, como movimiento espiritual y se tradujo en movimientos políticos, en los movimientos constitucional y liberales y en los movimientos republicanos que terminaron en la Primera y Segunda República, pero como movimiento político no ha triunfado todavía10.



La conclusión es clara: «España es la última colonia que permanece colonia de sí misma, la única nación hispano-americana que del común pasado imperial, queda por hacerse independiente, no sólo espiritual, sino también política». El movimiento de independencia espiritual y política que representó la Segunda República fracasó en España con la derrota de la Guerra Civil, pero los republicanos españoles vieron prolongarse sus anhelos liberales en las repúblicas americanas que habían llevado a la práctica sus deseos; por eso dice Gaos, como portavoz de los exiliados:

Aceptamos como destino, que pronto reconocimos bienvenido, la América en que podíamos prolongar sin defección la tradición del liberalismo español, que reconocíamos ser la tradición triunfante en la independencia de estos países y en sus regímenes liberales. Exactamente por lo mismo, no pudimos sentirnos extraños en países en los cuales encontrábamos empujada hacia el futuro la tradición misma por fidelidad a la cual habíamos sido proyectados sobre ellos11.



A raíz de todo lo dicho, es fácil entender que la invención del neologismo trans-terrado no es una simple manifestación de ingenio; respondía a un sentimiento muy profundo de afinidad hispanoamericana y mexicana, al mismo tiempo que presuponía una concepción de las relaciones entre la Península Ibérica y el Continente americano. En cualquier caso, es claro que entre los refugiados españoles adaptados a México no existe una impresión de destierro, sino más bien de traslado dentro de la propia tierra española, es decir, de «trans-tierro», y así lo confirma Gaos cuando dice:

En México no me sentía desterrado, sino transterrado, con palabra que ha hecho fortuna, sin duda por dar expresión a una realidad psicológica colectiva.



  —27→  

Una prueba indirecta de lo que decimos es la invención por las mismas fechas de otro neologismo similar -el de conterrado- por parte de Juan Ramón Jiménez. Cuando en 1947 el poeta andaluz llega al puerto de Buenos Aires tras siete años de residencia en Estados Unidos, dice que se sintió conterrado, oyendo hablar español de nuevo. La palabra evoca los mismos sentimientos de afinidad lingüística y espiritual que provoca los de transterrado como muestra de la disposición psicológica compartida con que los republicanos españoles vivieron su exilio en la América de lengua española, lo que les llevó incluso a hablar de un «Segundo descubrimiento de América», aunque ahora no tanto como conquistadores, sino como moral y espiritualmente conquistados.

El sentimiento colectivo que emana de las anteriores expresiones es la de sentirse los españoles empatriados en las naciones que les acogieron. Sin duda esa disposición contribuyó decisivamente a hacer fecunda la estancia de los exiliados en aquellos países, hasta tal punto que en algunas naciones se pueda hablar, desde el punto de vista cultural, de antes y después de la llegada de los republicanos españoles. Estas vivencias de agradecimiento e integración en sus respectivas patrias americanas es lo que constituye el nervio central de la actitud existencial del transterrado.



  —[28]→     —29→  

ArribaAbajoLa capacidad social para tolerar una disonancia cognitiva: la recuperación de los exiliados

Josefa Báez Ramos



Universidad de Salamanca


«Un día, tú ya libre
de la mentira de ellos,
me buscarás. Entonces
¿qué ha de decir un muerto?».


(Luis Cernuda, «Un español habla de su tierra», Las nubes)                



El olvido, segundo exilio

Madrid, catorce de marzo de 1999. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Hay colgada una exposición cuyo programa anuncia: «Capa: cara a cara. Fotografías de Robert Capa sobre la Guerra Civil española». Por la sala avanzan y se cruzan, pausadamente, un gran número de visitantes. Durante una hora, en la puerta de salida, interrogo a algunos de los que acaban de ver las fotografías. La encuesta, muy elemental, no aspiraba a ser un estudio estadístico técnicamente aceptable. Valga como referencia anecdótica.

Escojo informantes que ronden los treinta, cuarenta años. Deben decirme sus estudios y, al menos, tres nombres de autores españoles exiliados con motivo de la Guerra Civil de 1936-39. Fueron, en total, cincuenta los entrevistados. De acuerdo   —30→   con sus respuestas, alrededor del 5% tenían estudios elementales; el 20%, medios o superiores y el 75%, formación universitaria. En cuanto a la enumeración solicitada -otras consideraciones aparte-, éstos fueron los resultados:

1. Veintiuno no supieron dar ningún nombre de escritores españoles exiliados.

2. Once dieron únicamente un nombre que, en orden decreciente de recuerdo, fue el de Rafael Alberti, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez.

3. Catorce se aventuraron con Unamuno, Aleixandre, Baroja, García Lorca, Miguel Hernández...

4. Sólo cuatro recordaron tres autores de los exiliados. Éstos: Antonio Machado, Rafael Alberti, León Felipe, Sender, Max Aub, Luis Cernuda, María Teresa León y Sánchez Albornoz.

La dictadura franquista condenó -mientras duró-, primero al exilio y luego al silencio, a la cultura simbolizada por el gobierno legítimo de la Segunda República y a unas literaturas que habían ido creando un público en la etapa inmediatamente anterior al estallido de la contienda civil. Con su quehacer literario, los autores exiliados pretendían dirigirse no sólo a su base social y a la de los países que los acogieron; sobre todo, quisieron creer que, en el futuro, su herencia cultural llegaría a España. Tema obsesivo entre ellos fue el de sobrevivir al olvido; a su doble exilio, como individuos y como creadores literarios, aluden no pocos desterrados. No se sienten nada ni en el país de albergue ni en aquél por el que combatieron. Sus nombres no figuran ni en las historias de literatura hispanoamericana ni en las historias de literatura española. No existir es un segundo exilio; pues sin el debido conocimiento de la obra realizada, no hay reconocimiento de ninguna clase12. Sin embargo, aparentemente, expedito ya el camino, no parece que exista razón alguna por la que las nuevas generaciones de españoles no puedan conocer la aportación artística de los que abandonaron España al terminar nuestra Guerra Civil de 1936. Max Aub acepta doloridamente en «El remate»:

Perdimos. No lo admití hasta ahora que regresé. Creía que, a pesar de todo, quedaba vivo nuestro recuerdo, nuestro rastro; que la gente no hablaba, no escribía acerca de nosotros porque no podía, porque se lo prohibían, por miedo. Tal vez fue cierto los primeros tiempos, pero después, en seguida, sencillamente fuimos borrados del mapa13.



En la España cerrada de posguerra, los exiliados no fueron, en efecto, punto de referencia ni cultural ni políticamente; pero ¿qué sucede en la España democrática? ¿Cómo se va transmitiendo, si es así, la recuperación de los exiliados en la memoria colectiva de nuestra historia cultural española?



  —31→  
La memoria oficial

Francisco Caudet afirma que, después de la pena de muerte, la del exilio es «la máxima, la más terrible condena»14. Pues bien, esa condena parece haber sido ya superada hace tiempo en la memoria oficial, una memoria que Naharro-Calderón clasifica y ejemplifica en la realización de una serie de actos15.

Sin embargo, en enero de 1993 se constituye formalmente un Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL), adscrito al Departamento de Filología Española de la UAB, en cuyo Manifiesto se incluye, como objetivo prioritario, el de la reconstrucción de la memoria histórica, cultural y literaria del exilio español de 1939 porque en nuestra literatura no parece haber terminado ese capítulo bélico de la historia española del siglo XX. Si el homenaje mejor para el escritor es leer su obra, las de muchos exiliados, decía ese manifiesto, no figuran en bibliotecas públicas, catálogos editoriales o librerías. Apelando a la sensibilidad y conciencia de la sociedad española, exigen reparar esa deuda, ahora que es posible recuperar la historia literaria y documental de los transterrados y no condenarlos a lo que acaso sería la muerte definitiva, implicando en esa tarea de recuperación a instituciones políticas.

Dos años más tarde, en el Primer Congreso Internacional sobre «El exilio literario español», celebrado en Bellaterra a finales de 1995, resalta la insistencia en el uso recurrente del término "memoria" y su función en no pocas de las ponencias y comunicaciones: «Entre la memoria y el olvido» es el título de la de Adolfo Sánchez Vázquez; en el capítulo de autobiografías y memorias, diferentes investigadores se ocupan de la memoria como nexo vital en la obra de Teresa León, y se constata la memoria transterrada en Constancia de la Mora y Clara Campoamor16.

Así pues, la normalidad que asegura esa memoria oficial está lejos de haberse alcanzado. Los exiliados siguen siendo unos desconocidos para la mayoría de los españoles. El proceso recuperador, tímida y valientemente iniciado en los sesenta por gentes de la oposición al régimen franquista, afianzado después con pioneras aproximaciones críticas, no se incrementa, cualitativamente, una vez finalizada la etapa de la dictadura. Hay libertad para leer a los exiliados; pero ¿quién los conoce?, ¿dónde se publican? Ya forman parte de la historia común, ¿en qué programas educativos o en qué libros de texto figuran?

Concretamente, en los niveles medios del sistema educativo español, momento en que las nuevas generaciones deben recibir información acerca de esa etapa histórico-literaria, lo realizado por los intelectuales que militaban en los valores republicanos se engloba, dentro de la programación oficial de 2.º curso de bachillerato,   —32→   en el epígrafe Transformaciones históricas de las formas literarias, con amplísimos títulos como éstos: Nuevos modelos narrativos en el siglo XX, Tendencias de la lírica en la segunda mitad del siglo XX, Evolución y transformación del teatro del siglo XX, etc. Tal laxitud concede a las editoriales un extenso abanico de opciones, no ya sólo en cuanto a los nombres que puedan aparecer en sus textos, sino en lo que pueden eliminar. De hecho, un somero repaso a algunos de los actuales libros de texto de literatura para bachillerato confirma la subjetividad de criterios para incluir autores exiliados, desde los que omiten toda referencia al exilio a los que lo despachan con tres renglones o destacan en negrita a Sender, Ayala, Max Aub y, como mucho, a Manuel Andújar17. Más adelante, los licenciados, en fin, habrán repetido por enésima vez unos pocos temas de la literatura española contemporánea, implacablemente talada en su ramificación peregrina. Así, cuando deban impartir ellos sus clases a los adolescentes, ¿qué han de decirles?

El proceso se perpetúa y la población sigue desconociendo la obra de los escritores exiliados, a los que no se garantiza igualdad de condiciones para incorporarse a la historia común de nuestra literatura. Se habla de autores con menor o mayor calidad literaria; se acepta, en el caso de los que permanecieron, su posible mediocridad, la que no se le permite a los que salieron. Detrás de los tres o cuatro nombres mayores, desaparece toda una pléyade; unos más populares que otros -gracias a la adaptación de algunas de sus novelas para los medios audiovisuales (Barca, Andújar)-. ¿Cuál ha sido el tiempo y el espacio, en unas coordenadas de acercamiento social, dedicados a nombres como José Ramón Arana, Luis Amado Blanco, Tomás Ballesta, Virgilio Botella Pastor, Segundo Serrano Poncela, Paulino Masip, Jesús Izcaray, Esteban Salazar Chapela, Mada Carreño, Luisa Carnés, Isabel de Palencia...

De nuevo, se les condena «porque se le niega al ciudadano, reducido a reo sin derecho a la defensa, el espacio y el tiempo, se le niega la posibilidad de estar integrado en un proyecto compartido, formar parte de una comunidad»18. Se les deja fuera de la historia y la cadena se deshace. ¿Puede y quiere la sociedad española actual seguir prescindiendo de ellos y de una obra escrita en la esperanza de formar parte de un mismo chorro cultural?

En definitiva, para no insistir en lo ya expresado por José María Naharro-Calderón, parece que la recuperación de los exiliados sólo se hubiera producido en niveles universitarios, en congresos monográficos, en investigaciones especializadas. Así, el destinatario de esa recuperación no es el público amplio, que sigue sin conocer la escritura de aquellos cuya voz fue aherrojada19.

  —33→  

Desde la reflexión precedente, se atisba un cierto desajuste entre lo que se afirma oficialmente respecto a la recuperación de los exiliados y la realidad que habitamos como miembros de la comunidad.

Carlos Luis Álvarez, Cándido, escribió en sus memorias, «la apariencia continuada crea hondas costumbres»20. Y nosotros, los españoles de fin de siglo, que vemos la realidad reflejada a través de las palabras, estamos haciendo costumbre de la apariencia de normalidad en el rescate de los exiliados, desde aquel consenso en que se fundó la etapa de transición política. Desmemoria de la sociedad a la que Naharro-Calderón añade otras capas de clausura temporal (el ensimismamiento cibernético, el desinterés editorial, el desapego a la lectura)21. Pero alude, fundamentalmente, al pacto de silencio promulgado por el postfranquismo y a la supramemoria selectiva de la España europeísta actual que «se asienta sobre el mismo horizonte imaginario de la exclusión de 1939, sin advertir que se repiten los mismos fantasmas de la otredad, en un modelo occidental que sigue aceptando al otro siempre que se mantenga lejos»22.

Francisco Caudet incide en este aspecto de la victoria como derrota. Lo dice así:

Porque sobre sus medallas, sobre sus gestos grandilocuentes y su griterío bravucón, se impone la necesidad del silencio, del olvido. La necesidad de borrarse a sí mismo, lo que se fue, para reaparecer, en sus herederos naturales, con otro disfraz. Pero renunciando, para sobrevivir, a la memoria. Por eso esta transición nuestra se ha construido precisamente sobre las movedizas, siempre inciertas, siempre imprevisibles arenas de la desmemoria23.



De manera no expresa, se acuerda el silencio como autodefensa. Evitar las palabras que aluden a esa realidad basta para que la misma realidad desaparezca. Y la transición democrática española «se planteó desde el poder como ruptura interna y autónoma con todo lo que invocase los fantasmas del pasado y la diáspora»24.




Una disonancia cognitiva

La mayor parte de las personas tienden a justificar sus propias acciones, creencias y sentimientos; convencerse a sí mismos de que algo es razonable y lógico. Incluso en situaciones en las que no hay nada que temer hay quien busca justificaciones   —34→   para un estar atemorizados sin razón. Todos estos procesos han sido incluidos dentro de una teoría de la cognición humana, bajo la denominación de teoría de la disonancia cognitiva. Más allá de si es correcta o errónea, esta herramienta ha demostrado ser útil para observar la interacción humana, acaso porque explica y predice conductas sociales no fácilmente explicables desde el sentido común.

Si es cierto que el compromiso de un individuo o de un grupo para con un curso específico de acción puede no ya cambiar sus actitudes sino distorsionar la percepción o condicionar el tipo de información buscada, la forma más fuerte de compromiso es aquella en la que está en juego la propia estima. Y todo ello se relaciona estrechamente con la llamada «disonancia cognitiva».

Por disonancia cognitiva se entiende «un estado de tensión que se produce cuando un individuo mantiene simultáneamente dos cogniciones o certezas (ideas, actitudes, creencias, opiniones) psicológicamente incompatibles»25. Como la producción de una disonancia cognitiva es desagradable, las gentes tratan de reducirla. Mantener dos ideas que se contradicen es jugar con el absurdo. Y, como afirmaba Camus, el hombre es una criatura que se afana toda la vida intentando convencerse de que su existencia no es absurda.

La siguiente historia puede situarnos en el ámbito al que quiero llegar. Una noche, iba un borracho tambaleándose por un puente cuando se encuentra con un amigo. Avanzaban de un lado para otro y, acodados sobre la barandilla, empezaron a hablar. De repente, el borracho preguntó: «¿Qué es eso que hay ahí abajo?». «¿Eso? Eso es la luna», le respondió su amigo. El borracho se quedó mirando otra vez, meneó la cabeza incrédulo y admitió: «Vale. Entonces, dime, ¿cómo demonios he llegado yo aquí arriba?»26.

La escena ilustra, en primer lugar, cómo, en general, podemos no ver la realidad sino un reflejo de ella en forma de palabras. Unos conceptos de los que nosotros deducimos lo que sea la realidad. La gente vive de palabras. Y esas palabras han proclamado que la dictadura acabó hace muchos años, que en la España democrática hay libertad, que nuestros exiliados, cuando ha sido el caso, ya han vuelto, con su vida y con su obra. En segundo lugar, la racionalización de un hipotético absurdo. Parece que la sociedad española haya querido convencerse de que aquello no sucedió o que, al menos, no sucedió con la violencia con la que parece ser recordado por los desterrados. Superada la etapa de enfrentamiento, con el temor esperable que eso genera, la sociedad no aguanta el posible absurdo y deberá construir una actitud justificativa. Pues, si aquella etapa de nuestra historia se ha cerrado, por decir una fecha, en 1975, ¿cómo es que aún seguimos insistiendo en diferentes foros en la recuperación de una rama de nuestra historia literaria? ¿Qué es lo que no se ha hecho o cuál ha sido el empeño que no se ha puesto en hacer parte de nuestro acervo cultural, inoculando tal afán en las generaciones   —35→   jóvenes, a aquellos que todavía hoy se olvidan en las listas de los oficialmente recuperados?

Las dos cogniciones que se plantean son opuestas: no se puede asegurar que, concluida la dictadura, se ha recuperado a los exiliados y su obra y comprobar que eso no concuerda con la realidad social vigente. Veinte años después de la muerte de Franco «el énfasis discursivo ha versado sobre la necesidad de poner tierra por medio con todo fenómeno asociado con la Guerra Civil, el exilio, el franquismo o su oposición por lo que se ha seguido levantando el espejismo de un revisionismo histórico que plantea el postfranquismo como una ruptura interna y autónoma con todo lo que invoque los fantasmas del pasado»27.

Ante esta patología, la comunidad ha de tender a reducir la disfunción, pues ello está directamente relacionado con el propio aprecio como sociedad: admitir lo absurdo de una situación, lleva a la conciencia de ser absurda también la misma sociedad. Si es verdad que ya hemos entrado en la fase de libertad democrática, aceptar tal disonancia determinaría el máximo autodesprecio en una sociedad que se tiene por libre y abierta. De una sociedad dictatoria cabría esperar ese tipo de acciones; con un concepto elevado de uno mismo resulta inaceptable cualquier tentación de inmoralidad28.

Una conducta reductora de la disonancia cognitiva defiende al yo colectivo, social, y mantiene su imagen positiva; es, pues, útil, pero también puede evitar aprender hechos importantes para el futuro o producir las soluciones convenientes.

Elliot Aronson ofrece un catálogo de posibles maneras de reducir la disonancia cognitiva y recuperar una saludable autoestima. Desde cambiar una o ambas de las dos cogniciones o certezas para hacerlas más compatibles entre sí, añadir nuevas condiciones que conecten ambas certezas, menospreciar el compromiso, intentar reducir las expectativas de éxito en la acción emprendida, culpar a otros de los deficientes resultados, buscar la información positiva respecto a la situación y evitar la negativa hasta el cambio racionalizado de actitud.

Nuestra sociedad se autojustifica doblemente29. Por una parte, alimentada con sus palabras, se convence de que la recuperación de los exiliados no ha sido una falacia; ahí están unos cuantos nombres en las hojas de nuestra historia literaria. Por otra, callando lo negativo, se silencian algunos más en aras de una recompensa, la de la salud social que justifica aquel convencimiento. No obstante, miembros hay en esa sociedad que todavía perciben la disonancia. Con todo, la apreciación queda relegada a ámbitos reducidos en tanto que la generalidad, consciente o tapándose los ojos, sigue viviendo tranquila, instalada en un alto concepto de sí   —36→   misma. Menospreciando el compromiso adquirido, se evalúa como de poca importancia el hecho de no haber recuperado la tarea y los seres exiliados. Comprender la natural tendencia a reducir cualquier disonancia, aceptar que la realización de una acción absurda no implica una estupidez irremediable, asumir los propios errores e incrementar la capacidad para reconocer lo positivo de admitirlos es esencial en términos de aprendizaje.

La opción pactista, basada en el olvido, es otra forma de violencia, de condena a un nuevo destierro, ejerciendo la violencia contra «quienes necesitan o quieren rememorar»30. Por el contrario, y pese a que los argumentos que reavivan la disonancia cognitiva tienden a obviarse, la reflexión final debiera ser: ¿podemos prescindir de la obra creada por los exiliados, privar a nuestros coetáneos, desde la ignorancia, de una parte de la tradición cultural a la que todos pertenecemos? ¿Podemos tolerar la disonancia cognitiva por la que avanza la sociedad española? ¿Podemos negar a los desterrados esa otra tierra del reconocimiento, los lectores a quienes querían llegar?

La recuperación, a mi juicio, deberá realizarse de abajo hacia arriba, en conquista paulatina. Porque «si grave fue para la parte amputada con consecuencias muy visibles, no lo fue menos para la parte de la que fue amputada»31. De este modo, su país cumpliría el deseo rimado por Pedro Garfias en «Entre España y México», aparecido en el número 18 de Sinaia, del 12 de junio de 1939, dirigido por Juan Rejano «con la natural escasez de medios de una larga travesía»:


España que perdimos, no nos pierdas;
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga
que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta.







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ArribaAbajoAlgunas calas en la relación entre Cuadernos Americanos, de México y los exiliados republicanos españoles

Fulgencio Castañar



I. E. S. Juana de Pimentel
(Arenas de San Pedro, Ávila)

A la memoria de Julián Izquierdo Ortega,
por su aportación al conocimiento de la cultura
de los republicanos españoles en el exilio.

Se ha señalado en más de una ocasión la importancia que tiene el conocimiento de las revistas de una época o de un movimiento para tener una idea cabal de los fermentos sociopolíticos y culturales que subyacen en los períodos en que surgen y también se suele insistir en que las propuestas que se lanzan desde las páginas de las revistas, generalmente afloran, posteriormente, en cristalizaciones más perfectas, definitivas y, sobre todo, mucho más influyentes por llegar, a través de medios más penetrantes, a mayor número de lectores. Las revistas, por la brevedad de sus vidas, son el latido de una obra en marcha, de un impulso creador en el que, junto a las ilusiones de quienes las impulsan que son las que las llevan en volandas más que los medios económicos, encontramos también los obstáculos que recortan los vuelos de la imaginación y, en la mayoría de las ocasiones, dan al traste con el impulso creador de carácter romántico, idealista, que las hizo nacer.

Como es de sobra conocido Francisco Caudet inició, hace ya más de dos décadas, el estudio y difusión de las revistas y los contenidos de algunas revistas del exilio; también Alicia Alted y Manuel Aznar, por citar algunos estudiosos de las revistas, han escrito páginas claves para tener una visión panorámica, en unos casos, de   —38→   profundidad en otros, de las más significativas de ellas. También quienes sufrieron el exilio -Andújar, Larrea, Sánchez Barbudo; Max Aub..., entre otros- nos han hablado de aquellos afanes en los que cada uno de los impulsores de estas revistas se iba dejando un jirón de su propia derrota y sembraba en sus páginas un sueño de una España distinta.

Una gran parte de los intelectuales que partían al exilio estaban convencidos de que, como consecuencia de la pugna sangrienta en la que el fascismo había derrotado, en España, a la democracia, se había perdido mucho más que una guerra: eran los valores del Viejo Continente los que habían sido derrotados en el viejo solar ibérico y el fascismo amenazaba con instalar su soberanía sobre toda Europa, de ahí que los intelectuales españoles que habían sobrevivido a la derrota no se resignasen a darlo todo por perdido y se declarasen dispuestos a seguir en liza con el arma que tenían a su alcance, que no era otra que su labor intelectual.

De esa actitud nació la participación de los intelectuales republicanos que se afincan en México en diversas revistas; en unos casos eran colaboraciones en publicaciones que ya estaban en marcha, como Taller, en la que participaba activamente desde su fundación Octavio Paz, y, por citar alguna otra, Letras de México; pero, sobre todo, queremos resaltar, entre las publicaciones consideradas como creaciones netamente de los exiliados republicanos, España Peregrina.

Aunque España Peregrina nace con ayuda oficial que proviene de instituciones relacionadas con el Gobierno de la República, la escasa contribución de que entonces se podía disponer, hará que las estrecheces económicas sean inherentes a su corta vida. Las dificultades económicas no rindieron a sus redactores; como el sueño utópico que animaba a sus creadores era un caudal de gran fuerza, no cejaron en su empeño y, en vez de dar el cerrojazo definitivo a la publicación, buscaron, igual que hicieron los redactores de Romance, la forma de continuar para lo cual no tuvieron más remedio que recurrir a la colaboración con los nativos, y el resultado será una revista, Cuadernos Americanos, concebida desde los inicios como una empresa conjunta hispano-mexicana.

Aunque Cuadernos Americanos apenas haya sido conocida en España, por las trabas que le puso la censura, hay que decir que su labor ha sido sumamente fructífera pues ha pervivido -hecho ciertamente increíble- más de cuarenta años y en ella la presencia de los exiliados españoles de la primera y segunda generación ha sido sumamente activa, especialmente hasta mediados los años sesenta y, sobre todo, muy especialmente, en los diez primeros años en los que el peso de la mayor parte de la revista recaía sobre Juan Larrea32.

  —39→  
El nacimiento de Cuadernos Americanos

En la reedición de España Peregrina Juan Larrea coloca una apostilla «A manera de epílogo» en la que cuenta el nacimiento de España Peregrina y, también, los ahogos económicos que acabaron asfixiándola al no llegarles suministros del SERE (Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles) ni de la Junta de Cultura, organismos con los que estaban vinculados. Confiesa que para poder editar el número 10 buscan ayuda en medios influyentes mexicanos y también relata cómo entraron en contacto con don Jesús Silva Herzog con quien se entrevistan León Felipe y el propio Larrea, y el resultado, tras varias conversaciones, no es el apoyo a la continuación de la revista, sino una apuesta diferente, la conjunción de esfuerzos para sacar adelante lo que entonces era un proyecto de Larrea, «la creación de una gran revista, la más importante revista en lengua castellana que, en aquel momento en que ardía Europa por sus cuatro costados, fuese producto de la estrecha colaboración creadora de hispanoamericanos y españoles, con miras a preparar el advenimiento de una cultura universal, más humana». Las penurias en que se ve la redacción de España Peregrina es, pues, la génesis de una publicación totalmente diferente, bimestral, Cuadernos Americanos.

Por las penurias económicas, los exiliados españoles no pudieron aportar el cincuenta por ciento del capital necesario para la revista, por lo que, junto al soporte económico, correspondió la dirección a don Jesús Silva Herzog y a Juan Larrea el cargo de secretario. La Junta de Gobierno de la nueva publicación estuvo compuesta por seis vocales mexicanos y cinco españoles, siendo Bosch Gimpera, Eugenio Imaz, Manuel Márquez, Agustín Millares Carlo quienes acompañan a Juan Larrea33. Este escritor, en la apostilla antes citada, sintetiza el paso de una publicación a otra, con las siguientes palabras: «éste fue el modo como se operó el tránsito mortal, en cuanto a lo material, de España Peregrina, para convertirse en uno de los dos ingredientes constitutivos y principal agente motor de -"Cuadernos Americanos"-» (páginas 85-86). El primer número apareció con fecha de enero de 1942.




Cuadernos Americanos, «la revista del Nuevo Mundo»

Para conocer una revista es básico tener presente la personalidad de su director y de quienes llevan las responsabilidades máximas; sin embargo, nosotros no vamos a centrarnos en la figura de Jesús Silva Herzog, economista y maestro de los economistas mexicanos; tampoco vamos a mencionar la calidad poética de Larrea ni sus investigaciones antropológicas; sí queremos resaltar que es la unión de estas dos personalidades lo que va a soportar durante unos años, hasta 1949, el peso de la revista, siendo en esos años el factótum principal Larrea, quien recibía como   —40→   secretario una remuneración económica por la labor al frente de la publicación. Una beca para estudiar antropología en Estados Unidos y su posterior afincamiento en Perú le alejarán definitivamente de la revista en ese año de 1949.

Que Cuadernos Americanos nació34 ya como proyecto de una gran revista bimestral, nos lo prueba su formato; se alejaba de lo usual en las publicaciones periódicas y buscaba la semejanza con el libro tanto en la forma como en el número de páginas. El formato y la estructura con la que nace la va a conservar en esas cuatro décadas largas de vida35.

Como los aspectos estéticos, a veces, tienen escasa relevancia en el orden intelectual, pasaremos a referir su estructura interna para ver la dimensión que pretenden tener, a la que ya apuntan en el subtítulo «La revista del Nuevo Mundo»; sin embargo, en este subtítulo subyace una posición más profunda de lo que a primera vista pudiera pensarse, como veremos después. La revista dividirá los artículos, que con frecuencia tienen el carácter de ensayos, en cuatro secciones36. La primera, «Nuestro Tiempo», acogerá siempre las reflexiones sobre los grandes problemas de la actualidad, generalmente del mundo hispanoamericano, con asuntos relacionados con la política y la sociedad; un plano más abstracto es el que aparece en el segundo apartado, «Aventura del Pensamiento», en el que se englobarán los textos con una orientación hacia lo filosófico; la tercera, «Presencia del Pasado», acogerá los análisis de carácter histórico de cualquier tipo de disciplina o ciencia; la última, «Dimensión Imaginaria», es el ámbito dedicado a recoger la parte de creación y también los ensayos críticos sobre obras literarias. En ocasiones aparecerá un apéndice dedicado a dar información de libros y, sobre todo, de revistas culturales tanto de España como de Hispanoamérica o se incluirá, en la parte central, un apartado más, «Hombres de nuestra estirpe», para dedicar toda una sección al análisis de la vida y obra de una personalidad.




Objetivos fundamentales de la revista

En la cena que se celebró con motivo de la aparición del primer número, 29 de diciembre de 1941, Alfonso Reyes expuso algunos de los objetivos; es de su discurso   —41→   inserto en el que en 1961 se conmemoran los veinte años de la revista del que entresacamos algunas de estas ideas básicas:

«La empresa que hoy se inaugura no es una empresa literaria más, sino que ha sido determinada por un sentimiento de deber continental y humano» [...]. «Entendemos nuestra tarea como un imperativo moral, como uno de tantos esfuerzos por la salvación de la cultura, es decir, de la salvación del hombre»37. «La cultura no es [...] un mero adorno [...], sino un elemento consustancial del hombre y acaso su misma substancia. [...] La cultura es el repertorio del hombre. Conservarla y continuarla es conservar y continuar al hombre» (ídem, página 8).

Resalta que con motivo de la II Guerra Mundial los grandes focos de la civilización, las naciones europeas parecen haber abandonado todo lo que significa cultura para dedicarse a la mutua destrucción, por lo que el grupo de Cuadernos Americanos siente que son los pueblos americanos los que han asumir el peso de defender y aumentar la cultura en el sentido más amplio de la palabra: «Y he aquí que ha caído en nuestras manos la grave incumbencia de preservar y adelantar la religión, la filosofía, la ciencia, la ética, la política, la urbanidad, la cortesía, la poesía, la música, las artes, las industrias y los oficios: cuanto es lenguaje que guarda y transmite las conquistas de la especie, cuanto es cultura en suma» (ídem, página 8).

La constitución de los pueblos iberoamericanos les permite no tener esa serie de prejuicios racistas que puede haber entre los europeos: «La formación misma de nuestras poblaciones ha eliminado entre nosotros los prejuicios de abolengo y de raza al punto que nuestra intuición no percibe otro abolengo que el abolengo humano, ni otra raza que la raza humana» (ídem, página 9). Esto es una muestra clara de la dimensión universal que quieren dar a su obra; acaso desde nuestro punto de vista pudiera parecer una misión utópica, porque, como discrepan de algunas ideas básicas que han sido pilares de esas sociedades europeas que tratan de destruirse entre sí, apuestan por una nueva sociedad y un hombre nuevo, por lo que en esta línea es en la que hay que entender esa dimensión de mayor calado a la que aludíamos al referirnos al subtítulo, «la revista del Nuevo Mundo» en un epígrafe anterior. Naturalmente que también hay un deseo ferviente de que los lazos que establece la lengua entre las naciones del mundo hispánico se conviertan en algún tipo de nexo político, como veremos más abajo.

Justifica Alfonso Reyes su conexión con España como algo ineludible: «De lo ibérico no podría prescindirse sin una espantosa mutilación. De suerte que lo ibérico tiene en sí un valor universal». Es sumamente importante el hecho de que Alfonso Reyes no quiere identificarlo con ningún régimen ni gobierno, aunque siente un profundo rechazo al régimen imperante en aquel momento, acaso tanto como los mismos exiliados españoles. «Lo ibérico es una representación del mundo y del hombre, una estimación de la vida y de la muerte fatigosamente elaborada por el pueblo más fecundo de que queda noticia. Tal es nuestra magna herencia ibérica» (ídem, página 9).

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Un tercer apartado lo hace con la mirada puesta en lo propiamente americano: «Por lo que hace a las tradiciones autóctonas, nos corresponde incorporar a inmensas masas humanas en el repertorio del hombre, y distinguir finalmente lo que en tales tradiciones hay de vivo y de perecedero, de útil y hermoso, de feo y de inútil».

Las mismas ideas las confirmarán en diversos momentos a lo largo de los años el director de la revista, de forma que el progreso material de los hombres como medio para una elevación moral e intelectual de los mismos y la integración del individuo con la naturaleza se convierten en objetivos permanentes a lo largo de las distintas décadas. Adviértase que es, realmente, apuesta en pro de unos valores que hoy día, a finales de 1999, son reclamados por muchos intelectuales ante la agresión que está sufriendo la naturaleza por una explotación indiscriminada para satisfacer ideales propios de la sociedad de consumo que intentan imponer en esa aldea global los tecnócratas del momento38.




El peso de los exiliados en Cuadernos americanos


a) Presencia de los exiliados

A la hora de analizar la presencia de los exiliados republicanos vamos a centrarnos, en primer lugar, en las firmas de colaboradores para que con su solo enunciado se pueda tener una idea, somera ciertamente, de quienes escriben en ella. Vamos a tomar como fecha límite el año 1972 porque con motivo de los treinta años de la revista se publica un índice que nos permite echar un vistazo general sobre los participantes y títulos de sus colaboraciones. A partir de esa fecha las colaboraciones de los exiliados son menos frecuentes por causas obvias. Antes de empezar acaso convenga señalar que se abre el ejemplar de este índice con un listado de los más importantes colaboradores. Corresponde el número mayor de colaboradores a México, 61, pero a continuación figuran 47 españoles con la peculiaridad de que, si se exceptúa a 5 de ellos -Vicente Aleixandre, Américo Castro, Blas de Otero, Álvaro Fernández Suárez y Julián Izquierdo Ortega (a cuya memoria van dedicadas estas páginas)-, los 42 restantes pertenecen al núcleo de los exiliados y todos ellos de marcada relevancia en sus especialidades.

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Es preciso mencionar algunos de ellos. Para no cansar he seleccionado solamente a aquellos nombres que tienen más de una decena de colaboraciones en esa fecha; he aquí algunos de ellos: Luis Abad Carretero (11), Julio Álvarez del Vayo (15), Max Aub (30), Francisco Ayala (14), Juan Cuatrecasas (27), Manuel Durán (12), Juan David García Bacca (15), Francisco Giner de los Ríos (16), José Gaos (34), Eugenio Imaz (20), Juan Larrea (16), León Felipe (19), José Medina Echavarría (13), Margarita Nelken (16), Pascual Pla y Beltrán (14), Mariano Ruiz-Funes (11), Manuel Sánchez Sarto (12), Guillermo de Torre (15).

A éstos hay que unir los nombres de Pedro Bosch y Gimpera, Joaquín Xirau y de su hijo Ramón, quienes estuvieron mucho tiempo, y en épocas distintas, en la Junta de Gobierno de la revista39.




b) España, la obsesión inevitable

Como es fácil imaginar España y su cultura es el centro de atención de la mayoría de los artículos; el resto van a versar sobre aspectos de la cultura de los países en que viven los intelectuales que colaboran y también, desde el principio, preocupaciones de carácter universal, abstracto, especialmente en quienes tienen como actividad el ámbito filosófico. En segundo lugar, hay que anotar en seguida que la revista no nace para centrarse en la cultura española sino en el mundo hispánico, por lo que casi siempre hay contenidos con la actualidad, historia o cultura de varios países; no ha de extrañar, pues, que, siendo tantos los escritores de la América hispana, en algún número la presencia de lo español sea mínima. Además, como suele ocurrir en cualquier revista, no se plantean los números con un deseo de realizar un estudio sistemático de cada uno de los aspectos que se tratan, sino que, lo que afloran, son las preocupaciones de los distintos colaboradores que, en esta publicación, más que en cualquier otra de carácter nacional; se hallan muy distantes físicamente entre sí, aunque tengan todos un vivo interés por el mundo hispánico y por conseguir, para todos los habitantes de las diferentes naciones, unas condiciones de vida más dignas, justas y libres.

El hecho de que sea bimestral ya puede indicar una idea del carácter reposado, sereno y profundo de las colaboraciones; por otro lado la prolongación, año tras año, del exilio de los españoles va a incidir en el cambio de tono y enfoque de algunas cuestiones y en la necesidad de abordar otras diferentes -el mundo en el que viven- y es el mismo paso del tiempo el que les hará reconsiderar algunas posiciones sobre los intelectuales que se quedan en España y su obra, hasta el extremo de que también se convierten en difusores de lo que consideran válido de la España de Franco y, con el paso de los años, acogen a colaboradores que, desde la Península, se atreven a ponerse a su lado.

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Aunque habrá varios números confeccionados total o parcialmente como homenajes a figuras españolas (Ramón y Cajal, José Gaos, León Felipe...), solamente se dedicará uno monográfico a España, el de enero-febrero de 1963. En este número Silva Herzog recuerda cuál ha sido la posición del equipo rector de la revista respecto al régimen: «[...] desde su primera entrega, enero-febrero de 1942, asumió una actitud adversa a Franco y se mostró contrario a todo lo que él representaba. Lo hizo por las mismas razones por las que se había pronunciado contra Alemania, Italia y Japón; porque unos y otros negaban la dignidad, la libertad del hombre, los principios más elementales de la humanidad y las más altas conquistas de la civilización».

En vez de centrarnos en temas relacionados con España, su destino, su historia y la nostalgia con que la ven los exiliados, o de centrarnos en la misión del intelectual, por tener estos temas una presencia constante en las obras de creación literaria vamos a escoger uno menos conocido como es su visión de América.




c) América como lugar de la utopía

Como hemos aludido al referirnos al proceso de gestación de España Peregrina mencionado al principio de nuestro artículo, son muchos los intelectuales españoles que, ante la grave crisis que sufre la civilización occidental, ven América como la posible salvación del hombre y de la cultura. Uno de los que más se va a caracterizar por extender estos ideales de defensa de la cultura amenazada es Juan Larrea. F. Caudet en un artículo sobre España Peregrina40 señala que en el primer número de la revista ya «había hecho una apología del papel providencial de América». Se refiere a la serie de varios artículos «Introducción al Nuevo Mundo» que luego recogió en su libro Rendición de espíritu, editado por Cuadernos Americanos. En el número siete de España Peregrina no coloca la misma cabecera; sin embargo, aunque lo titula «Presencia de futuro», encontramos una síntesis clarificadora de esta visión sobre la sociedad europea en crisis:

El porvenir de la vida en el planeta Tierra impone a América un presente lleno de urgencias dramáticas, de esperanzas sin límites, de vehemencias incontenibles... Porque América está llamada a ser lo que no pudo ser Europa: el continente de la libertad, de la paz, de la conciencia, es decir, el lugar donde logre ser superado, por fin, ese mundo aborrecible para todo aquel que aspira al desarrollo que la especie promete desde el tiempo inmemorial a la sensibilidad y a la inteligencia del ser humano.



F. Caudet señala que su visión de América hay que entroncarla por lo que asegura Larrea en el número doble dedicado al «Doce de octubre. Fiesta del Nuevo Mundo» con un espacio en el que puede crearse «un mundo nuevo, un mundo más perfecto, en donde se pueda plasmar el viejo ideal católico» que Caudet enlaza con «el preconizado por Cruz y Raya y Esprit».

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Para evitar suspicacias ante la población mexicana, por la llegada masiva de exiliados republicanos, también apunta Larrea, en ese mismo número, que se desligan de la España de los conquistadores en un deseo de que su alteza de miras no sea juzgada a la luz de la fobia que los mexicanos tenían al espíritu colonialista de los españoles.

Quizá lo más sobresaliente en la construcción de ese ideal hay que tomarlo como el resultado que ha operado en ellos la pérdida del suelo patrio; su desarraigo forzado les ayuda a adquirir una conciencia universal y a mirar por encima de los particularismos -regionalismos y visiones de partido que tanto criticarán como medio para superar las divisiones del pasado- y así, libres de las ataduras de la patria, son capaces de lanzarse a una lucha de más altos ideales hasta el extremo de echarse sobre sus espaldas, por la situación agónica de la sociedad europea en plena II Guerra Mundial, la utópica tarea de convertirse en los defensores de los valores universales del ser humano41. Larrea lo escribirá una y otra vez; y, por si acaso alguno no se ha enterado, aprovecha la ocasión del discurso en la cena anual de Cuadernos Americanos para recalcarlo más directamente, aunque su verbo poético también esté presente con la metáfora «el pan y la palabra».

Considera que aquella reunión de tantos intelectuales a finales de 1943 es una confesión simbólica de fe en unos ideales para cuya defensa se requiere no poco de heroísmo. Lo que hay que defender son, «como lo ha hecho Cuadernos Americanos, la enseña de los valores humanos superiores y proclamar su fe en el triunfo de esa inteligencia tan perseguida, tan desnaturalizada y vilipendiada, proponiéndose quijotescamente, como consta en su declaración inicial, "enfrentarse con los problemas que plantea la continuidad de la cultura"».

Ante la situación europea cree que América ha de comportarse como si sobre ella recayera la responsabilidad de salvar al hombre y al mundo, con la confianza de que han de conseguir que en el mundo se reparta para todos el pan y la palabra, el alimento y la cultura.

Cuadernos Americanos, cree él, puede ser ese instrumento que haga que del Norte al Sur se expanda un nuevo intelectual, desgajado de los partidos y de todo lo particular, comprometido con lo universal. «El intelectual auténtico ha de revolucionar las actuales jerarquías estableciendo sobre el nivel donde ahora prosperan los instintos primarios, los intereses materiales irremisiblemente hostiles y las ambiciones indómitas, [...] una conciencia universal, el orbe genérico de la palabra. [...] He aquí cómo se viene a desembocar por estas vías naturales en una especie de conciencia religiosa que vincula a cada intelectual con el bien común y a todos ellos con la tarea de alcanzar solidariamente el pan y la palabra libre para todos los hombres».

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El entusiasmo que ha puesto en esta misión le lleva a manifestar públicamente sus objetivos vitales para un futuro próximo consciente de que entre los comensales son muchos los que piensan igual que él. «Nativo de Europa creo [...] que lo más útil que individualmente me es dado realizar en pro de los valores que modelaron mi conciencia en el viejo mundo es procurar su continuidad, vale decir su superación, en el continente nuevo. Los territorios tienen una vida y un destino. [...] Mas para aquel en quien la conciencia se alza sobre esta noción material y local de suelo patrio, para aquel que universalizado identifica su propio destino con el destino del mundo y con la humanidad que lo encarna, otros más sutiles y complejos son los móviles que lo animan. Su patria es el universo y su lugar allí donde la universalización del hombre se lo pide. A estos respectos no somos pocos los que creemos en la juventud del Nuevo Mundo y en su destino territorial que nos llama, predestinado a propagar por vías de luz a todo el universo ciertas esenciales realidades que, por reinar entonces la noche, sólo lo pudieran soñarse utópicamente en el mundo antiguo».

Insiste en la conjunción del progreso material para toda América con el cultural. Y esa tarea la han de seguir realizando cuando regrese la paz y los españoles puedan volver a su país, «para sembrar a su vez el fruto de sus experiencias universales de las que depende en parte el futuro del suelo matriz. [...] América deber seguir siendo el motor de ese nuevo mundo». «Y algunos españoles, por amor de esta tarea y por amor a América, permaneceremos aquí. Porque dejaría de ser español quien no creyese o se atreviese a afirmar públicamente por temor a aquel dirán ciertas vagas consignas, su creencia en un más allá de España. [...] Lo mejor que al individuo le es posible hacer en este continente al tiempo que labora por el logro material de su contenido, es desvelarse por la generalización trascendental de esas virtudes, despegar su vida a la aurora en los mástiles del destino universal, para que sea hinchada en su plena capacidad de tensión por los vientos favorables».

Que la derrota no supuso un abatimiento destructor de la creación, sino que aportó, al menos en algunos casos, una fuerza generadora de nuevas ideas nos lo prueba la actitud de Juan Larrea, cuyo sueño tratará de hacer realidad a través de un instrumento, Cuadernos Americanos, como nos dice Sánchez Vázquez, quien también asegura que en esa misma misión profética y quijotesca coinciden muchos; unos son filósofos, -como Gaos, Xirau y Gallegos Rocafull-, otros poetas -Cernuda, Moreno Villa-, otros historiadores como José Miranda, Nicolau D'Olwer, José María Miguel y Vergés y Juan Antonio Ortega Medina42. En la misma cena a la que nos hemos referido antes, José Carner había tomado antes la palabra y ya había señalado algunas de estas ideas.

José Gaos, en unas «Palabras encendidas» que pronuncia en la cena similar a la anteriormente mencionada que se celebra a finales de 1945, señala el papel que   —47→   tiene la publicación de cara a ese sueño: «Son el órgano de la intelectualidad que trabaja en América a la obra de dar al proceso histórico de que nos vivimos actores una determinada dirección».

Para llevarla adelante asigna Gaos una determinada misión al intelectual: «Los intelectuales debemos ocuparnos con los problemas de las circunstancias, pero como intelectuales: para buscar y proponer soluciones, pero dejando su realización a los políticos; más que nada no entrando con ellos en competencia por el poder, por la posesión y ejercicio efectivo del poder. [...]».

En la misma línea que Larrea concibe José Gaos a América como «el lugar, el topos, del u-topismo europeo primero, universal, por último; el lugar que el europeo, la casta utopista por excelencia -porque utopista por esencia lo es todo ser humano- necesitaba, buscaba y encontró para ensayar la realización de su ideal, de su afán de una vida nueva, de un mundo nuevo, que es decir libre, libre del viejo mundo, de la vieja vida, del pasado, la libertad más radical que puede anhelar y soñar el hombre; y habiéndolo encontrado, abrió a todos los hombres de idéntica condición, a todos los hombres».

En este sentido llega a afirmar que los europeos son más americanos que los que han nacido allí y, ante la crisis del liberalismo por el fuerte empuje del fascismo en Europa, apunta la necesidad de buscar una nueva dirección y dar sentido al proceso histórico que viven.

«Oponerse en particular a que América sea infiel a su misión, a su destino -sigue diciendo Gaos- y cooperar en general a que se constituya la nueva comunidad o comunión, comunicándola no sólo por medio de conceptos, sino mediante cuanto llamé una política de edificación es la tarea que me atrevería a proponer a nuestra revista para estos inmediatos años»43.

Tras finalizar la II Guerra Mundial, pese a la decepción por la continuidad del régimen de Franco, Juan Larrea elabora un largo análisis de la situación del mundo. Ve la grave crisis mundial y la inmensa hecatombe como el fruto granado del poderío mortífero de las máquinas y el fracaso de los sistemas políticos imperantes; de ahí que no se ahorre una dura crítica tanto a la democracia norteamericana como a la inglesa, el comunismo de Rusia y también llegan sus dardos a la democracia cristiana; pero no se limita a una crítica destructiva, sino que su mente de poeta advierte, en la confusión de aquel momento, la posibilidad de que salga un nuevo orden mundial, basado en la razón. «Sí, del conjunto de fenómenos se desprende la existencia de un orden funcional superior al de las grandes potencias que actualmente se reparten el mundo, un orden superior a sus fuerzas hercúleas, capaz de domesticarlas. Orden tal que, antes incluso de hacerse consciente, pudiera disponer las cosas de manera que no estallara, aun cuando alguna de esas grandes potencias se lo propusiera, la espoleta de la máquina infernal en que vivimos enracimados»44.

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Ante la necesidad de un vínculo común, considera el lazo que establece la lengua castellana con los países hispanoamericanos como un primer paso para los demás. «Lo hispánico tiene ante sí un destino incomparable: articular su palabra; configurar un complejo universal-internacional-nacional, con sus puntos cardinales, cuadros rítmicos de marchas, sistemas de trabajo, instituciones y organizaciones, conceptos e ideales públicos y privados que equivalga a organizar comprensiblemente su razón de ser, su palabra de paz, de libertad, de inteligencia y de justicia» (página 37).

Tras asegurar que esos ideales eran los de la II República española, termina con un párrafo en el que reaparece ese carácter del poeta profeta que subyace en muchas de las propuestas de Larrea: «Nuestra América tiene ya sendero abierto para convertirse en ella misma, en el Nuevo Mundo de sus pensadores, de sus poetas, de sus héroes. No puede dejar de responder a su vocación de tierra prometida, donde el pan de cada día sea la palabra universal del pueblo y de los pueblos, y viviente realidad la democracia. La hora ha sonado para ella de remontarse, en alas de su Victoria, hacia el pacífico imperio de la Razón» (página 38).

Acaso ahora se comprenda que en el subtítulo «Revista del Nuevo Mundo» estaba presente la expresión de su utopía, una utopía que era fruto de su espíritu abierto, tolerante y comprometido con la defensa de los valores humanos y en defensa de una cultura, la republicana, que si había sido derrotada por las armas, ahora tenía ocasión de hacerse realidad en otros lugares, con una dimensión universal.

Sepan quienes desconocen esta publicación que en sus páginas se encuentra un importante número de colaboraciones de los exiliados en las que, desde su perspectiva, hacen un análisis profundo sobre las más variadas facetas del ser de los españoles; una pequeña muestra de su quijotismo y universalidad, en este final de siglo en el que imperan la estrechez de miras y el provincianismo, es lo que hemos pretendido poner de manifiesto en nuestra comunicación.

Una frase de Luis Rius, al cumplirse los veinticinco años de la revista, puede servir para que los jóvenes investigadores se centren en ella: «Todos los números editados forman un mural del pensamiento y de la fantasía americanos y españoles de América -pensamiento y fantasía libres y sinceros- de admirable fuerza y expresividad, como ninguna otra revista de nuestro tiempo puede exhibirlo»45.







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ArribaAbajoAnna Seghers y Max Aub: dos destinos unidos por Gilberto Bosques

José Luis Morro Casas


«A Gilberto Bosques, quien tanto hizo por nosotros,
con mi profunda gratitud»46.



«A Gilberto Bosques, que me sacó de allí,
con el agradecimiento de su amigo»47.



La derrota del ejército republicano supuso el final de una esperanza nacida un 14 de abril de 1931, cuando fue proclamada la II República española. La victoria fascista lanzó al exilio a más de medio millón de españoles, entre ellos la mayoría de intelectuales, científicos, artistas..., gentes del pueblo y la cultura, que apoyaron, desde el primer momento, la causa republicana.

«España sale de España», escribía desde su exilio en Puerto Rico, Juan Ramón Jiménez. En tan pocas palabras definía aquellos dramáticos acontecimientos ocurridos durante el invierno de 1939. Fue el principio de una larga historia de dolor y sufrimiento, pero también de dignidad y de coraje. Allí iban ellos, dejando atrás los horrores de la guerra, para enfrentarse a su nueva condición de refugiados.

El suelo francés se había convertido en residencia de miles de ciudadanos europeos, huían del terror nazi que atenazaba Europa, muchos de ellos eran intelectuales de nacionalidad alemana que habían logrado evadirse cuando Hitler llegó al poder en enero de 1933. Huían de aquellos que quemaban libros, convirtiéndolo   —50→   en virtud, de un país en el que habían desaparecido las libertades políticas, tolerancia e igualdad de los ciudadanos ante la ley y en el que era imposible expresar opiniones políticas verbales o escritas.

Ante la avalancha de exiliados, Francia se vio impotente para acoger tal magnitud de gentes, el desconocimiento de sus dirigentes de la realidad española les condujo a adoptar decisiones muy perjudiciales para la inmensa mayoría de exiliados españoles, no dejándolos libres y encerrándolos como si se trataran de seres peligrosos para su seguridad. El desengaño fue tremendo, quedándoles grabado para siempre en sus entrañas. Más de dos mil campos fueron creados por toda Francia para albergar a aquella masa de gentes, campos que permanecerán para siempre en la historia negra del país galo.

El Gobierno francés solicitó la ayuda de otros países, aunque en un principio sólo Bélgica aceptó acoger a dos mil niños. Inglaterra y la Unión Soviética lo hicieron tiempo después, pero bajo muy especiales condiciones. Solamente quedaba la esperanza de la América hispana: Argentina, Chile, Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico..., pero era México el país que ofrecía los mayores anhelos entre los exiliados y para los antifascistas refugiados.

México era la esperanza y la esperanza tuvo el nombre de México. En los caminos de los perseguidos, en las aldeas de confinamiento y residencia obligada, en las calles y avenidas de las ciudades, en los andenes, en los muelles, en todas partes se pronunciaba el nombre de México. Nunca había tenido México esa resonancia de tónica humana en tantos corazones heridos por la derrota, en tantas angustias largas, en tantos abandonos ateridos, en los cautiverios con cercos de alambradas y de sombras, en las incertidumbres y ansiedades y en la creciente sed plural de horizontes para la esperanza y la salvación.

La Revolución mexicana había estado luchando, durante un cuarto de siglo, para elevar los niveles de educación y sanidad, para distribuir tierras a los campesinos que carecían de ellas y para reducir el control clerical de la educación. Los obreros, estudiantes e intelectuales mexicanos comprendían las influencias marxistas y anarquistas que actuaban en España. Asimismo, eran capaces de admirar a los soviéticos sin tratar de imitarlos servilmente. El presidente Lázaro Cárdenas estaba ocupado en una rápida reforma agraria, una economía mixta y la plena utilización de los recursos naturales de la nación por medio del riego y la electrificación. Al mismo tiempo, acabó con la guerra civil esporádica entre la Iglesia y el Estado. Era por tanto muy natural que un hombre así apoyara a la República española diplomática y materialmente, y al mismo tiempo, diera asilo a las víctimas de la persecución política y religiosa48.



Todo este trabajo realizado en México fue posible gracias a que Lázaro Cárdenas contara con hombres provenientes de la Revolución, luchadores por la libertad   —51→   de su pueblo contra la tiranía y la opresión, hombres que dieron a México todo lo bueno que llevaban dentro, desprendiendo solidaridad por doquier. Uno de ellos, destaca con luz propia en lo que concierne al exilio antifascista europeo, es el humanista Gilberto Bosques Saldívar.

Cuando ya parecían decididas la derrota y el final de la República, tras la debacle en la batalla del Ebro y en Europa se agudizaban los indicios de una guerra, Lázaro Cárdenas nombra a Gilberto Bosques, cónsul general en Francia. No podía sospechar la inmensa tarea que iba a realizar en defensa de los antifascistas europeos.

El 1 de enero de 1939 Gilberto Bosques llega a París, acompañado de su mujer y tres hijos, tomando posesión de su cargo. Allí los acontecimientos se precipitan por proximidad geográfica. Decenas de miles de españoles y brigadistas internacionales, procedentes de todos los países, huyen hacia el sur de Francia a través de los distintos pasos fronterizos del Pirineo catalán, donde son capturados y recluidos en distintos campos de concentración no aptos para seres humanos.

La primera propuesta que hizo Bosques a su presidente fue la de darle un ejemplo al mundo, a pesar de que no contara con la capacidad naviera correspondiente, careciera de fondos y no estuviera en condiciones de resolver sólo los problemas. En su mente estaba el ofrecer asilo en su territorio a todos los refugiados provenientes de España que lo desearan, incluyendo a los brigadistas, aunque este último caso no fue aceptado en un principio. Lázaro Cárdenas aprobó que Bosques otorgara visas a muchos seres humanos que no habían estado en España, pero que se encontraban en Francia como refugiados y cuyas vidas comenzaron a correr grave peligro tras el colapso militar del país anfitrión en junio de 1940.

Desde mayo a julio de 1939, fueron transportados cerca de seis mil refugiados por vía marítima. El Sinaia fue el primer barco en cruzar el Atlántico, dando paso a otros que permanecerán siempre en la memoria de los españoles que pudieron llegar a tierras mexicanas.

Un escritor español que no quiere abandonar Francia es Max Aub. Había cruzado la frontera por Cerbere el 1 de febrero de 1939, junto a André Malraux y el equipo de filmación de la película Sierra de Teruel. Él es un vencido de la Guerra Civil, pero al contrario que miles de compatriotas, no ingresará, de momento, en aquellos campos. Retornaba a París, ciudad que lo había visto nacer y que tuvo que abandonar a causa de la I Guerra Mundial en compañía de su madre y hermana. De nuevo el exilio se cruzaba en su vida, ahora con distinta nacionalidad, junto a su mujer y tres hijas49.

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«¿Irse a América?, ¿para qué?, uno es de Europa, ¿qué se nos ha perdido allí?»50, se preguntaba en ese tiempo prebélico. También rechazó irse a Chile, en el Wignniper, cuando Pablo Neruda se lo propuso. El cine y la literatura le mantenían muy ocupado. En agosto finalizó el rodaje de la película, pero si los productores tenían la intención de su proyección en salas comercial es en el mes de septiembre, todo se vino abajo con la firma del Pacto Germano-Soviético, la declaración de la II Guerra Mundial, la prohibición del Partido Comunista francés y la instauración de la censura, así pues, la película Sierra de Teruel fue prohibida por el gobierno Daladier. En unos días todo ha cambiado, hasta los embarques hacia México han sido suspendidos. Los españoles que esperaban embarcarse se encontraron ante el dilema de regresar a España o seguir acogidos a la hospitalidad francesa y someterse, en consecuencia, a su nueva legislación de guerra. En un ambiente enloquecido y xenófobo en que se ha convertido Francia en estas fechas, la traición y el chivatazo reinan a su antojo.

Si Aub ya tenía fama de comunista, no lo fue nunca, ahora posee una nueva denominación, la de «agente»51. Comienza a cerrarse el cerco sobre Aub y, consciente del peligro, ahora sí quiere marcharse a México con la película. Visita el consulado mexicano donde conocerá a su protector y salvador Gilberto Bosques, quien realiza gestiones para su marcha. El Gobierno azteca acepta su internación el 5 de marzo de 1940, gracias a la intercesión de Alfonso Reyes, pero el Gobierno francés se niega a concederle el visado, a pesar de ser André Malraux quien lo solicite. Ya es tarde, la Prefectura tachará su nombre en las listas que el SERE envía a la policía para su aprobación, precisamente ahora cuando se han restablecido los viajes a México. El cerco se cierra definitivamente cuando aparece una denuncia anónima acusándolo de «israelita y comunista peligroso»52.

Detenido el 5 de abril ingresará, dos días después, en Roland Garros, y a pesar de solicitar ayuda para liberarse, nada pudo conseguir. Allí encuentra a un profesor húngaro, que lleva unos días detenido, Lazlo Ravadny, el esposo de la escritora alemana Anna Seghers. Max Aub la conoció en Valencia, en julio de 1937, durante la celebración del Segundo Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. Ella vino acompañada del escritor y militar Ludwig Renn, autor del himno de las Brigadas Internacionales y, en ese tiempo, jefe de la XI brigada53.

Anna Seghers y su esposo habían huido de Alemania en enero de 1933, estableciéndose en Suiza, pero los nazis seguirán acosándolos en este país hasta que marchan a París, en junio del mismo año, estableciendo su residencia. Escritora de éxito en Alemania será una más de los cientos de intelectuales que tuvieron que abandonar su patria. La escritora de La séptima cruz, verá cómo el Gobierno francés encierra a su marido en Roland Garros, y, al igual que Max Aub, es llevado al   —53→   campo de castigo del Vernet d'Ariege, el 30 de mayo de 1940, mientras ella sigue viviendo en París. En este campo Max Aub sabrá por boca de otro detenido, José María Rancaño, que su nombre aparecía tachado cuando se los remitía la policía. Rancaño y Mantecón, personajes de Campo Francés, abandonarían el Vernet, el 10 de junio para embarcar el día 15 desde el puerto de Burdeos, rumbo a México, en el vapor Cuba.

Lo que no podían sospechar Aub y Ravadny es que: «el paño de lágrimas de los republicanos españoles y antifascistas europeos», Gilberto Bosques, lograría sacarlos de aquel inframundo a finales de noviembre y llevarlos a Marsella, quedando un tiempo bajo su protección, gracias al acuerdo alcanzado entre México y la Nueva Francia de Petain, tras la derrota francesa, el 23 de agosto de 1940.

Marsella se había convertido, en el verano de 1940, en el desagüe donde desembocaba todo aquel río de gentes provenientes del norte del país, huían de la guerra y de los nazis. A ellos se unieron todos aquellos provenientes de los campos de concentración, soldados dispersados, mercenarios de todas las banderas; el mar de Marsella era la única esperanza de aquellas gentes atrapadas sin posibilidad de continuidad, ese mar que ofrecía la dicha de vivir en otros continentes54.



En los cientos de bares y cafeterías situados a lo largo de su principal avenida, la Cannebiere, podían escucharse decenas de idiomas; pero son palabras sueltas al viento las que calan inmediatamente en el seso de aquellos que quieren abandonar Marsella: visados, tránsito, permiso de salida, barcos..., palabras que ahora es posible hacerlas realidad, llevan dirección del Viejo Puerto, a un viejo edificio del bulevar de la Magdalena, es el recientemente abierto Consulado General de México, bajo la dirección de Gilberto Bosques.

La gestión del consulado se extendía en todos los servicios, empezando por censos y registros de refugiados y terminando en la documentación migratoria, el albergue y los embarques. Su jurisdicción abarcaba todo el norte de África y países como el Líbano y Grecia.

Las autoridades mexicanas se dieron de lleno a la tarea de otorgar protección y asilo a las gentes que más lo requerían. Se entregaban a aquellos que lo solicitaran unos documentos provisionales con el nombre de la persona en cuestión y la constancia de que el consulado había admitido su solicitud para trasladarse a México, aunque cabe decir, que no fue siempre una protección segura.

Anna Seghers no sabía que en Marsella le esperaba una visa mexicana, gracias a que Bosques había emitido unos visados para México, a un gran número de exiliados alemanes en peligro en Francia. Un funcionario mexicano había anunciado, en agosto de 1940, la planeada adopción de alemanes y de otras nacionalidades: «Es una satisfacción para México, tratar con representantes de la cultura alemana, luchadores por la causa de la libertad y el derecho»55.

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En diciembre de 1940, Anna Seghers consigue llegar a Marsella, «Fui conducida a la cancillería... Ha llegado la confirmación de mi Gobierno. Los mismos amigos que preocupados por su vida, obtuvieron una visa de mi Gobierno, cubriendo los gastos de su viaje por la Línea, Export-Line en Lisboa... En cualquier otro consulado uno se siente como que no existe... allí era al revés»56.

Esta experiencia de Marsella la plasmó en Visado de Tránsito, escrito en parte, durante la travesía a México, gracias a una carta remitida por Gilberto Bosques: «Esas miles de historias humanas, que se desarrollan en estas paredes, es un fundamento de inapreciable valor para escribir un libro»57.

Visado de Tránsito refleja la angustia de cientos antinazis que se encuentran en la ratonera en que se ha convertido Marsella, describiendo, con gran intensidad dramática, la tragedia de los exiliados europeos.

El 18 de marzo de 1941, Anna Seghers y su esposo logran abandonar Marsella rumbo a Orán y desde allí a Casablanca, donde embarcaron hacia México, arribando el 16 de junio. Ella fue uno de los pocos escritores alemanes que llegaron al país azteca, puesto que la ayuda mexicana era exclusivamente de comunistas y de otros exiliados de izquierda, alemanes y de otras nacionalidades no españolas, que no tenían ninguna esperanza de conseguir un visado para Estados Unidos. Al país norteamericano llegaron aquellos que tuvieron la ayuda de Varian Fry, quien en poco mas de un año, junio 1940-agosto 1941, lograría poner a salvo a más de 1.800 intelectuales europeos, al frente del Emergency Rescue Committee58.

Max Aub trabajará para esta organización, gracias a una vieja amiga de sus padres, Margaret Palmer, llegada a Marsella en diciembre de 1940. A ella le dedicó El Rapto de Europa, aunque la «eminencia gris» es el cónsul mexicano. Gilberto Bosques lo nombró agregado de prensa del consulado, cargo inexistente, pero que le permitió circular con mayor libertad que el resto de sus compatriotas.

El profesor Bosques fue el cónsul que, a diferencia de otros representantes extranjeros, no consideró misión suya poner sutiles dificultades al fugitivo acosado, extenuado y medio muerto de hambre, antes de entregar la visa concedida, ni tampoco denegársela por un trivial error técnico. Gilberto Bosques fue el mejor dispuesto y más abnegado favorecedor de los refugiados que habrían de marchar de Francia a México. Su ayuda y sus esfuerzos personales, la plena intervención de su persona y del prestigio político de su país, fueron, en cientos de casos, lo único que permitió salvar a los refugiados de las situaciones más difíciles.

Max Aub pudo embarcar el 23 de marzo de 1941, en Niza, pero las autoridades petenistas impidieron su salida y la de 350 españoles, siendo expulsados del barco, gracias a la nueva legislación del 20 de marzo, en la que se prohíbe la salida de Francia a todos los refugiados españoles, de sexo masculino, de 17 a 48 años. El cerco vuelve a cerrarse sobre Aub59.

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En esta población es detenido a comienzos del mes de junio. Gilberto Bosques logró su puesta en libertad el 22 del mismo mes, pero a finales del mes de agosto, y tras una discusión en una calle de Marsella, con el agente doble Félix Nogués, es detenido y enviado de nuevo al Vernet. Bosques trata de convencer al prefecto de policía, pero no puede conseguir nada. Aub será trasladado a Djelfa, campo argelino situado en las altiplanicies saharianas, a finales de noviembre, ante la sorpresa de Gilberto Bosques.

Después de esta deportación del Gobierno de Vichy, Bosques luchó para que Aub y otros deportados sintieran su solidaridad.

El consulado mexicano logró la comunicación con Max, su devolución documentada con la visa consular mexicana, gracias a la foto que pudo hacernos llegar60.



Edmundo González Roa, cónsul de México, fue enviado por Bosques a Casablanca, donde pudo convencer a un policía degolista que logró sacarlo de Djelfa, a mediados de mayo de 1942. En Uxda, frontera marroquí, estuvo retenido doce horas, lo que motivó no poder embarcar en el Guinea, barco que debía trasladarlo a Estados Unidos y no poder utilizar un affidavit que John Dos Passos le había firmado en Marsella el 27 de febrero de 1941, a instancias de Margaret Palmer. Gracias a González Roa y a la organización judía de la HIAS, se le camufló en una maternidad judía de Casablanca, permaneciendo hasta el 10 de septiembre, fecha en que zarpó hacia Veracruz, a bordo del Serpa Pinto.

Para Max Aub finalizaba una pesadilla que le marcó para siempre, al igual que la Guerra Civil, en sus escritos y en su vida. En Djelfa malvivió junto a cientos de antifascistas, donde les daban:

Cien gramos de pan y 500 a los que se dedican a trabajos forzados, con la particularidad de que los judíos y los miembros de las Brigadas Internacionales, no tienen permiso para trabajar. 250 españoles, incapaces de resistir aquella vida, pidieron la repatriación, concediéndoseles a los nueve meses, en virtud de que cada uno de los internados proporcionaba un rendimiento económico al comandante del campo.

Hubo una epidemia de tifus exantemático que determinó el encarcelamiento del médico porque el comandante se asustó, prohibiendo que la gente se muriese en el campo... se prohibía hacer fuego a pesar del frío... Tuve la suerte de salir de aquel infierno, pero miro hacia atrás y me quedo de piedra61.



Max Aub arribó al puerto mexicano de Veracruz el 1 de octubre de 1942. Su familia pudo reunirse con él en 1946 gracias, cómo no, a las gestiones de Gilberto Bosques, esta vez embajador en la otra dictadura ibérica, Portugal.

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Gilberto Bosques se merece un lugar de honor en la historia del asilo del siglo XX. Porque hizo mucho más de lo que hubiera sido estrictamente su tarea consular:

Ayudamos a seis mil refugiados en Francia a llegar a México, otros cuatro mil recibieron visas mexicanas, pero se quedaron en Estados Unidos o en otras partes. Otros no querían venir a México, sino solamente nuestra ayuda. Algunos utilizaron nuestros papeles para salir de los campos, debía buscar y encontrar adecuadas vías que sólo, al borde y fuera de la legalidad de Vichy, podían tener éxito62.



Todo este anhelo por la defensa de los demás, le produjo su propio cautiverio y el de sus colaboradores. Su embajada en Vichy fue asaltada el 12 de noviembre de 1942, por tropas alemanas que lo arrestaron. Fue conducido a Bad Godesberg, Alemania, donde quedó prisionero, junto a su familia, hasta febrero de 1944.

Intercambiado por 200 espías alemanes, prisioneros de los aliados, arribó a Ciudad de México el 31 de marzo, donde más de ocho mil personas le estaban aguardando. Muchos de ellos eran aquellos que, tres años antes en Marsella, habían sido liberados por Bosques de las garras del nazismo.

Anna Seghers y Max Aub son dos ejemplos de la ayuda prestada por Gilberto Bosques. Ellos que han alcanzado resonancia mundial como escritores, estarían de acuerdo en que, al día de hoy, sigue pendiente el reconocimiento por parte de los regímenes de aquellos favorecidos. Al cumplirse sesenta años de aquellos acontecimientos es hora que en España comience el estudio y reconocimiento de este ciudadano del mundo, Gilberto Bosques Saldívar.





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ArribaAbajoLa Filosofía y las Ciencias

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ArribaAbajoLos médicos españoles en el exilio de 1936: las tres Españas de Pío del Río-Hortega

Agustín Albarracín Teulón



CSIC (Madrid)

Debemos a Descartes el famoso «cogito, ergo sum». Al llegar determinados momentos de la propia existencia, cuando ya se vive de recuerdos y poco se puede esperar del futuro, es perfectamente lícito cambiar tal aserto por el de «advocant me, ergo sum». Debo pues a las Universidades de Salamanca y de León mi más profundo agradecimiento por su invitación a participar en este doloroso recuerdo, sesenta años después, sobre «El exilio cultural de la Guerra Civil (1936-1939)». Por lo que esta amable convocatoria tiene para mí de afirmación de mi biografía, gracias a ambas universidades castellano-leonesas y en primer término a los organizadores de este Congreso Internacional.

Quiero comenzar aclarando el sentido del título que he ofrecido para mi ponencia: «Los médicos españoles en el exilio de 1936: las tres Españas de don Pío del Río-Hortega». Aludo con él, es obvio aclararlo, a los versos de don Antonio Machado:


Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios;
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.



Pero trataré de mostrar, con el ejemplo del castellano Pío del Río-Hortega, que para cientos de exiliados, o transterrados como propuso José Gaos, la fatal conclusión   —60→   de la Guerra Civil supuso el nacimiento de una tercera España, tierra de promisión muchas veces, de verdadero destierro otras, para todos ellos.

Comencemos por el principio. Cuando el estruendo de las armas anuncia en julio de 1936 el inicio de una guerra incivil que va a mantener durante tres años escindido al país, haciendo sangrienta realidad la existencia de las dos Españas machadianas, la medicina en nuestro país, como buena parte de las ciencias, ha llegado al culmen de lo que tópicamente se denomina el medio siglo de plata de la ciencia española. Se ha producido ya el hecho fundamental de que los hombres de laboratorio y de sala hospitalaria, como con expresión tan feliz ha señalado Pedro Laín Entralgo, dejen de hablar de ciencia para hacer ciencia. La generación de sabios presidida por Ramón y Cajal, Turró, Pi i Sunyer, Robert, Ribera, San Martín, Simarro, Gómez Ocaña, Olóriz, Cardenal, Eugenio Gutiérrez, Ferrán y tantos otros, ha dado paso a una serie de médicos de generaciones inmediatas, nacidos unos en torno a los dos últimos decenios del XIX y que por tanto en 1936 han llegado a su madurez vital y científica, elevando el nivel de la medicina española a su más cimera cumbre y que ni puedo ni debo nombrar en esta ocasión; en tanto que otros, los que en el primer tercio del nuevo siglo trabajan en los laboratorios de histología, de fisiología, de anatomía patológica, o en los hospitales universitarios y privados -ahora sus nombres-: Marañón, Novoa Santos, Casas, Enríquez de Salamanca, Jiménez Díaz, Hernando, en Madrid; Esquerdo, Carulla, Cardoner, Gallart, Corominas, Pedro i Pons, en Barcelona; Andreu Urra, Cruz Auñón, Pareja Yébenes, en Andalucía; Rodríguez Fornos, Beltrán Báguena, en Valencia; Agustín del Cañizo, Fermín Querol, en Salamanca; Misael Bañuelos en Valladolid; Gil Casares en Santiago; y en el campo quirúrgico, Goyanes, Olivares y Cardenal en Madrid, Raventós, Corachán y Puig Sureda en Barcelona, Madrazo en Santander, tantos y tantos más que, a diferencia de sus mayores que comenzaron a viajar allende nuestras fronteras a sus propias expensas, han logrado ahora conocer la realidad de la medicina europea y americana merced a la institucionalización de la formación científica que desde 1907 proporciona, tan decisivamente, la Junta para Ampliación de Estudios capitaneada por José de Castillejo y Santiago Ramón y Cajal. Las becas de la Junta, los laboratorios de la Residencia de Estudiantes, van a ser decisivos para el futuro inmediato de la Universidad española, hasta entonces al margen de este movimiento científico.

Pero el panorama de nuestra medicina es todavía más brillante en este primer tercio del siglo XX. A propósito he dejado al margen la tarea desarrollada por la escuela neurohistológica de Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Medicina y Fisiología desde 1906, en su Laboratorio de Investigaciones Biológicas primero, en el Instituto que lleva su nombre a partir de 1920. Con él, entre otros muchos, Jorge Francisco Tello y Fernando de Castro. Pronto también Pío del Río-Hortega, protagonista de mi ponencia.

Así llega el año 1936. Las actividades médicas de todos ellos se ven truncadas con la guerra, alistados unos en la zona franquista, otros en la republicana, perseguidos muchos, en uno y otro bando, pendientes todos del rumbo que la vida española va tomando, con esperanza, con zozobra, dado lo incierto del futuro próximo.   —61→   Y al llegar el año 1939, inclinado ya definitivamente el resultado de la contienda a favor de los «nacionales», va a comenzar la hora del exilio: exilio efectivo para muchos, exilio interior para otros, como nos dirá de inmediato Sánchez Ron, exilio administrativo para los que, no yéndose de España, sufrirán los rigores de los Tribunales de Responsabilidades Políticas y de Represión de la Masonería.

Exilio efectivo para muchos médicos: hacia Europa los primeros, desde Cataluña; hacia el norte de África otro grupo, desde los puertos levantinos; luego, definitivamente, a Hispanoamérica. En 1965 el doctor Ignacio Chávez, fundador y director del Instituto Nacional de Cardiología en Méjico, lo recordará en la Academia de Medicina de la capital azteca: «Todo ese esfuerzo que hizo España y al que debió, en el primer tercio del siglo, su rápida transformación en las ciencias y en las humanidades, nosotros lo recogimos. Fuimos nosotros los beneficiarios. Quizá, de momento, España no supo todo lo que insensatamente perdía lanzando al destierro a lo mejor de sus intelectuales: Pío del Río-Hortega, lanzado a la Argentina; Pi i Sunyer a Venezuela; Pittaluga a Cuba... y una legión a México. España no podía sufrir una peor hemorragia. Nosotros, en cambio, sí nos dimos cuenta de lo que con ello ganábamos».

No sólo Méjico, donde dermatólogos, fisiólogos, neurólogos y psiquiatras, anatomopatólogos, farmacólogos, cirujanos generales y especializados en diversas ramas, se asentaron -y no quiero dejar de mencionar entre ellos, por estar en estos momentos en la comunidad de Castilla y León, los nombres de Ramón Pérez Cirera e Isaac Costero, ambos catedráticos de la Facultad de Medicina de Valladolid-. No sólo Méjico, digo. La República Dominicana, Argentina -pronto volveré a mencionarla-, Uruguay, Bolivia, Venezuela, Colombia, Cuba, Puerto Rico, Brasil... fueron países de acogida de ese exilio médico que había vivido en una primera España esperanzada, que no quería ni podía vivir en la segunda que se había impuesto por el peso de las armas y que llegaba al otro lado del Atlántico, no a conformarse con la añoranza, no a curarse física y moralmente de los horrores de la guerra, sino con ánimo decidido para comenzar una nueva vida científica, cuyos frutos hemos podido contemplar quienes hemos visitado luego Hispanoamérica.

Sólo a Méjico, nos cuenta Germán Somolinos, protagonista de esta transterración, llegaron más de quinientos médicos procedentes de toda España, y allí ocuparon cátedras, trabajaron en hospitales, formaron parte de la Academia y llevaron a cabo una tarea internacionalmente reconocida como investigadores, pero también otros, los más dignos de admiración porque no superaron el anonimato, ejercieron modesta y eficazmente su profesión por todo el país. Y lo mismo que en Méjico, en el resto de los países de habla hispana. Si de algo había servido aquella guerra que durante tres años asoló tierras y mentes, era para trasegar más allá del océano lo mejor de nuestra senecta, madura y juvenil medicina de 1936.

Mas no dejemos que los árboles nos impidan ver el bosque. Es cierto que muchos de estos médicos fueron acogidos con admiración y cariño en los países iberoamericanos. Pero tampoco debemos olvidar que no fueron pocos los casos en que, en ocasiones, el complejo de superioridad que como europeos mostraban algunos españoles, la hostil prevención que despertó su presencia entre los propios   —62→   médicos nativos, cuando no los regímenes políticos que, como en el caso de la República Argentina pronto veremos, no hicieron demasiado idílica una convivencia que muchos han idealizado.

Pero no puedo olvidar mi compromiso de dedicar parte de mi ponencia a hablar de la vida y de la obra de Pío del Río-Hortega, el vallisoletano nacido en Portillo el año 1882, estudiante de Medicina en Valladolid, marcado durante sus estudios por la impronta de Leonardo de la Peña, catedrático de Anatomía y, sobre todo, de Leopoldo López García, el catedrático de Histología que años antes había despertado circunstancialmente la vocación micrográfica de Ramón y Cajal, cuando éste estudiaba el doctorado en la Universidad Central de Madrid. Polarizadas sus preferencias en ambas disciplinas -anatomía e histología: así lo recordará en 1942-, a esta última dedica su tiempo de estudiante.

Castellano cabal, espíritu atormentado, alma generosa, carácter quizá difícil, así se le ha calificado por sus biógrafos, no sabe entonces que el destino de la patria, a la que siempre tan empeñadamente amó, había de depararle el triste privilegio de sufrir los avatares, no sólo de las dos Españas machadianas sino también de una tercera, más alejada físicamente de nosotros, no siempre acogedora, repito, como trataré de mostrar en mi intervención.

Al concluir sus estudios, en 1905, don Pío se traslada a Madrid, atraído por la fama de Ramón y Cajal, pero no consigue establecer contacto con el maestro. Quizá en un momento de desilusión parece abandonar su vocación y solicita la plaza de médico titular de su pueblo natal. Son años un tanto confusos en su biografía, durante los que realiza su tesis doctoral, «Causas y anatomía patológica de los tumores del encéfalo», bajo la dirección del profesor López García, con el que comienza sus trabajos histológicos, que publica en La Clínica Castellana, y de nuevo, por instigación de don Leonardo de la Peña, vuelve a Madrid, ahora para entrar en contacto con Nicolás Achúcarro que, regresado de los EE. UU., dirige el laboratorio fundado por la Junta de Ampliación de Estudios en 1912. Aquí llega el joven Río-Hortega, y aquí va a gozar de la presencia, junto al maestro común, de figuras como Rodríguez Lafora, Jiménez de Asúa, Sacristán, Calandre y Gayarre. Por entonces, lo ha descrito su discípulo Rafael Vara, era Río-Hortega «un hombre delgado, de mediana estatura, muy pulcramente vestido, con unos ojos vivos y brillantes, de acerada mirada dirigida a través de sus gafas con montura de oro. Tenía unas excelentes cualidades de bondad y de carácter: era un hombre sencillo, modesto, con dotes de observación y minucioso en extremo; aprendía mirando y creaba siempre algo nuevo deducido de aquello que veía; entendimiento claro y un gran sentido crítico. Tenía una voluntad firme y una constancia inquebrantable en el objeto principal de sus observaciones». Hasta aquí el testimonio de Vara López. Ante sus palabras no es de extrañar la anécdota que se nos refiere en relación con Nicolás Achúcarro, que todos los días entraba en el laboratorio preguntando al joven investigador: «Wie viele Entdeckungen haben Sie heute gemacht?» (¿Cuántos descubrimientos ha hecho usted hoy?).

Las células en bastoncito, los métodos de tinción del tanino y la plata amoniacal, las investigaciones sobre la neuroglia. Para los que no dominan la medicina, aclararé que se denominaba con este nombre a un tejido de sostén, compuesto de   —63→   células y fibras, que sirve de unión a los elementos del sistema nervioso. Ramón y Cajal la había estudiado, sin llegar a concretar su verdadera naturaleza. Será la obra de Río-Hortega la que permita descubrir en su estructura la existencia de la oligodendroglia y la microglia, descubrimiento éste que hará universal su nombre como epónimo de las pequeñas células redondeadas que la forman. El mismo año de su llegada consigue Río-Hortega una beca de la Junta para Ampliación de Estudios y hasta que estalle la I Guerra Mundial trabaja en París, Londres y Berlín. En 1914 regresa a Madrid y junto a Achúcarro sigue trabajando en el nuevo laboratorio al que se ha trasladado éste, en el museo de Antropología del doctor Velasco, contiguo al de Ramón y Cajal pero manteniendo su autonomía administrativa, siempre dependiente de la Junta de Ampliación de Estudios.

Oigamos de nuevo el testimonio de otro condiscípulo, Adolfo Vila. «El primero en llegar al laboratorio y el último en abandonarle, viéraisle, durante las largas horas que en aquél permanecía, con los dedos teñidos por todos los colores del iris, y la blusa llena de chafarrinones de tintes varios, marchar con su paso menudo, de estantes a mesas y de frascos a pocillos, dando cortes microscópicos o haciendo tinciones consagradas en los libros, o intentando modificaciones de las técnicas clásicas, en constante esfuerzo por producir algo nuevo que ya en aquella época le acuciaba».

El doble magisterio de Achúcarro y Ramón y Cajal le lleva ahora al estudio del sistema nervioso, y muy particularmente a la investigación de la neuroglia y al descubrimiento, en 1918, del método de tinción del carbonato de plata amoniacal, tan fundamental para sus futuras investigaciones.

La temprana muerte de Achúcarro, pérdida irreparable para la ciencia española, le asciende a la dirección de su Laboratorio de Histología Normal y Patológica. Su contacto con don Santiago es diario; su inmensa labor se centra ahora en el estudio de los elementos celulares del sistema nervioso, especialmente sobre la «neuroglia» y la naturaleza del famoso «tercer elemento» de la misma. Ramón y Cajal, merced a su método de tinción con el oro sublimado ha denominado «tercer elemento» neuróglico de los centros nerviosos a unos pequeños corpúsculos adendríticos, diferentes de los neuróglicos. Pío del Río-Hortega desentraña el verdadero «tercer elemento» de los centros nerviosos. Y un día, al comentarle al maestro su descubrimiento de este «tercer elemento», surge el conocido enfrentamiento entre ambos, cuya génesis fue muy bien estudiada hace años por el malogrado Pedro Cano. Una serie de circunstancias personales, de grupo y de trabajo van a abocar en la ruptura entre ambos científicos y al abandono por parte de Río-Hortega de la escuela cajaliana. Nunca la olvidará; más de veinte años después, durante su exilio en Oxford, escribe despaciosamente un manuscrito en el que narra sus relaciones con Ramón y Cajal, para el que ya ha acuñado el título de El maestro y yo y que, como dirá Severo Ochoa, constituye «un documento de extraordinario valor histórico que nos hace vivir intensamente aquellos tiempos, desgraciadamente de corta duración, en que unos pocos españoles habían escalado las escarpadas pendientes y alcanzado las cimas de la biología mundial, haciéndonos percibir al mismo tiempo la extraña mezcla de grandiosidad y pequeñez de que estamos compuestos los seres humanos».

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Desde 1914 a 1938, la primera España río-horteguiana le permite trabajar en el nuevo laboratorio de la Residencia de Estudiantes, en aquella «Colina de los chopos» juanramoniana, físicamente, jamás espiritualmente, separado del maestro venerado que, generosamente, llevará a cabo el reconocimiento de su desmesura, no sólo creándole el nuevo laboratorio, sino también proclamando sus méritos en las páginas de sus Trabajos del Laboratorio de Investigaciones Biológicas e incluso propiciará una entrevista en el café La Elipa en 1916. Entretanto, don Pío lleva a cabo en el nuevo laboratorio su investigación exhaustiva de la neuroglia, que le conducirá al descubrimiento ya mencionado de la verdadera naturaleza del «tercer elemento». Desde 1928, además, simultanea su tarea con el trabajo en el Instituto Nacional de Oncología «Príncipe de Asturias», del que primero será jefe de la Sección de Investigaciones Biológicas y, tras la proclamación de la II República, director luego de la destitución política del doctor Goyanes.

El año 1930 funda en esta Institución su revista Archivos Españoles de Oncología. La España cuya medicina se ha denominado con justicia la del «medio siglo de plata» posee con Pío del Río-Hortega una figura excepcional, en cuya biografía se suceden los éxitos científicos y algunas amarguras profesionales, fruto de oscuros motivos políticos. Entre los primeros, sus estudios sobre las células cancerosas y la fagocitosis, sobre los tumores no nerviosos y, por supuesto, acerca de los que tienen su sede en el sistema nervioso, que le ocuparán los años inmediatos, culminados en su ponencia al Congreso Internacional de Lucha Científica y Social contra el Cáncer, celebrado en Madrid bajo la presidencia de don León Cardenal el año 1933. Entre las amarguras: las muertes de Leopoldo López García en 1932 y la de don Santiago Ramón y Cajal en 1934; los conflictos inherentes al cargo de director del Instituto del Cáncer que se le presentan, que le abruman y que, con su carácter bondadoso, le cuesta trabajo resolver con decisiones tajantes que, aunque desagradables, son necesarias, creando en él un estado de ánimo, de ansiedad, que le desvela, le desazona y le interrumpe su trabajo; la sucesiva frustración, en 1929 y 1934, de su propuesta para el premio Nobel; la repulsa de la Academia de Medicina a concederle el sillón vacante por la muerte de Ramón y Cajal, so pretexto de sus ideas políticas; finalmente, el 18 de julio de 1936. La segunda España comienza a helarle el corazón. Viaja a Bélgica, con motivo del III Congreso Internacional del Cáncer, regresa a Madrid y se traslada después a Valencia primero y luego a Barcelona, siguiendo los pasos del Gobierno de la República y siempre al servicio de la causa del pueblo. Como tantos otros, al concluir la guerra traspasa la frontera y vive temporalmente en París, trabajando como histopatólogo en el Servicio de Neurocirugía del Hospital de la Pitié que dirige Clovis Vincent. Pasa a Inglaterra y en Oxford dirige la Sección de Neurohistología del Servicio Neuroquirúrgico de Hugh Cairns. Allí en Oxford -testigo inolvidable el llorado Sixto Obrador- trata de mantener el ambiente español, alejado de la segunda España, que vive los laureles de la victoria de 1939. Crea allí una atmósfera que recordaba a su viejo laboratorio de Madrid. Allí continuará realizando por sí mismo todas las tinciones histológicas con igual celo y la misma inquietud, modificando continuamente sus técnicas y controlando directamente al microscopio el resultado de las impregnaciones argénticas de los elementos nerviosos. Su genio técnico alcanza allí el máximo esplendor.

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Pese a su nostalgia por la patria, Río-Hortega trabaja, dicta cursos, pronuncia conferencias en Oxford y en esta ciudad inglesa recibe honores máximos: Miembro de Honor del Trinity College, Lecturer de la Universidad, Doctor Honoris Causa de su Facultad de Ciencias. La universidad oxoniense pone a su disposición cuanto podía necesitar -abundante material y buena remuneración- pero él, que no ve posible su inmediato regreso a España, ansía encontrar refugio en algún país hispánico. Será lo que me atrevo a denominar la búsqueda de la tercera España. Allá en la otra queda el recuerdo de sus discípulos predilectos: Jiménez de Asúa, Gallego, Uturbey, Morales Pleguezuelo, Pérez Lista, Costero, Ortiz Picón, Llombart, Oliva, Vázquez, tantos otros que, como él, habrán de buscar asimismo la aventura del exilio.

Su contacto con la América de habla hispana había sido precoz: en 1924, durante la estancia de Houssay en España, don Pío le había manifestado su deseo de visitar la República Argentina. Un año más tarde, en 1925, la Junta de Ampliación de Estudios le encarga la cátedra de «Cultura Española» que en la Universidad Nacional de Buenos Aires patrocinaba la Institución Cultural Española dirigida por don Avelino Rodríguez. Allá acude Río-Hortega, y en la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires dicta un curso. La Academia de Medicina, las Sociedades de Biología y Neurología y Psiquiatría, el Ateneo Cancerológico, le confieren títulos de honor. Poco después amplía su visita con breves estancias en Córdoba y Rosario de Santa Fe. Y cinco años más tarde visita Cuba y Méjico. En 1933, en fin, la Sociedad Argentina de Anatomía Normal y Patológica le nombra Miembro Correspondiente extranjero.

Con estos antecedentes, no es extraño, pues, que desde su exilio de Oxford piense una y otra vez en el continente hispano. «Quiera Dios -escribe ese mismo año 1939 a Houssay- que pronto pueda normalizar mi vida junto a los que piensan, hablan y sienten como yo». Y tres años más tarde recordará: «En mis andanzas por el mundo acudió a mi mente la idea de un lugar de sosiego donde el ambiente fuera propicio a mis trabajos...; pensé en La Argentina. Pero recibía invitaciones de diversos países, Canadá, Méjico, Venezuela, Inglaterra, y no de Argentina. Y esto me causaba pena, como un enamorado que cree no tener correspondencia».

En el mes de agosto de 1940 llega al fin la invitación de Argentina. Procedía, una vez más, de la Institución Cultural Española a través de su presidente, don Rafael Vehils, y de su secretario, don Avelino Barrios, que le habían organizado un ciclo de conferencias y cursos prácticos de Histología e Histopatología. Este curso se desarrolló a lo largo de tres meses en el Instituto de Anatomía Patológica de la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires. A su conclusión, y pese a la solicitud de los alumnos para que se le designase para ocupar la cátedra de Histología, vacante entonces, la indiferencia del claustro universitario fue unánime. Era natural en aquellos momentos: tras el golpe de estado militar del general Félix Uriburu, en 1930, una serie de políticos y militares conservadores como el general justo en 1932, Ortiz en 1937, Castillo en 1942, van estableciendo un régimen totalitario. La sociedad argentina se distingue entonces por un conservadurismo económico, dirigido por elites oligárquicas como respuesta a la pugna entre un capitalismo liberal y el corporativismo autoritario y estatista italiano y alemán, influyente entre los   —66→   nacionalistas. En tales circunstancias, la Universidad había de mirar con recelo la presencia de un enemigo del Eje y, por ende, de Franco, que había abandonado su patria por incompatibilidad con su situación política. Y en este sentido, me van a permitir un inciso personal. En 1980, con motivo de la celebración del I Congreso Hispanoamericano de Historia de la Medicina, al que fui invitado, presenté una comunicación sobre «Pío del Río-Hortega, maestro de la medicina bonaerense». Al concluir la sesión se me acercaron varios ilustres médicos porteños para denunciarme -¡cuarenta años después!- que don Pío había sido un «rojo» indeseable. Es de recordar que por entonces el general Videla mantenía su dictadura en el país. Una vez más la misma historia. Nos cuenta el médico exiliado ya fallecido, Manuel Conde López, que a la llegada de don Pío a Buenos Aires, se reunía en el bar del Hotel Castelar con don Manuel de Falla, ante el escándalo de la clase política conservadora que creía que el autor de «El sombrero de tres picos» y el sabio don Pío eran dos rojos peligrosos a los que convenía tener aislados.

Volvamos a nuestro tema. Es de suponer la azorante incertidumbre del investigador español ante la indiferencia del claustro universitario porteño. Afortunadamente, a propuesta del profesor Manuel Balado fue designado investigador en el Laboratorio de Histología Patológica del Hospital de Santa Lucía, anejo a su Servicio de Neurocirugía. Por esta misma época -me lo recordó muchas veces mi desaparecido y buen amigo uruguayo el doctor Washington Buño- la Facultad de Medicina de Montevideo le contrató para un curso teórico-práctico con trabajo diario en el laboratorio. Y al fin la Institución Cultural Española crea en diciembre de 1941 un Centro de Investigaciones Histológicas para que pueda proseguir sus trabajos. Semanas después, en la sede de la Institución, en la calle de Bernardo de Irigoyen, un gran salón del último piso se ha transformado en laboratorio de investigación, al que se bautiza con el nombre de Santiago Ramón y Cajal. Desde él, y a través de revistas profesionales, a las que desde agosto de 1942 viene a unirse la suya propia, Archivos de Histología normal y patológica, sufragada por la munificencia de la Institución Cultural Española, va publicando sus trabajos. La vida científica, en esta tercera España, parece serle propicia: de su domicilio en la calle Moreno al laboratorio; allí, el trabajo incesante con sus nuevos discípulos -Julián Prado, Moisés Polack, Ojea, Zimann- en torno a los temas más caros para el maestro: la neuroglia general y la de los ganglios sensitivos. Y desde 1943, en tanto que el general Ramírez inicia su autoritario mandato con elementos nazifascistas, los sábados a La Plata, cuya universidad le ha concedido el título de Doctor Honoris Causa y Profesor Extraordinario de Embriología e Histología en su Facultad de Ciencias Médicas. Hasta 1945, hasta el año de su muerte. En el mes de enero comienza a preocuparle una tumoración peneal, cuya naturaleza maligna se diagnostica él mismo anatomopatológicamente. Ingresa en una clínica, acompañado de su fiel camarada Nicolás Gómez del Moral, que nos ha narrado pormenorizadamente los últimos días de su vida al iniciarse el mes de junio. La distancia, en el espacio y en el tiempo, no ha permitido olvidar esta fecha de 1945. Su testamento científico lo constituye un libro editado en Buenos Aires este mismo año 1945 por López y Etchegoyen: Nomenclatura y clasificación de los tumores del sistema nervioso. La histología y la oncología siempre hermanadas en su trabajo.

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Su testamento personal lo había redactado en Londres cinco años antes. En él, don Pío, «el rojo», el aparentemente comprometido con el «contubernio judeo-masónico», como por entonces se decía, invocaba a Dios Todopoderoso y protestaba profesar la religión Católica, Apostólica y Romana.

En una sesión-homenaje que la Sociedad Argentina de Histología normal y patológica le dedicó dos años antes de su muerte, el sabio español quiso mostrar su gratitud a la tierra que le había acogido, permitiéndole culminar su obra. En estas palabras veo yo el dolor y el sentir de todos los exiliados: «Vosotros ignoráis -decía don Pío a los médicos argentinos- y ojalá no lo sepáis nunca, cuántas angustias, cuánto dolor moral produce la separación forzosa de la patria, de la familia y de los más caros afectos. Por esto no podéis saber lo que reconforta y conmueve el hallazgo de una segunda patria y de una nueva familia espiritual».

En 1945, pocos meses después de su muerte, Pierre Mason escribía en el Journal de l'Hôtel Dieu de París: «La vida laboriosa de Del Río-Hortega es un modelo que se puede ofrecer de ejemplo a todos los investigadores. Su obra es una de las que le han hecho más honor a la histología universal. Su nombre está inscrito en el Panteón de los grandes devotos de la ciencia pura». Y yo me pregunto, ¿fue así en la realidad?

En mi primer viaje a tierras argentinas, en diciembre del año 1980, pude ver cómo la Facultad de Ciencias Médicas de La Plata había olvidado prácticamente la figura de don Pío: ninguna muestra de su paso por sus aulas. Entonces insté a algunos catedráticos, especialmente a mi buen amigo José Alberto Mainetti, a reparar tal olvido. Y en una segunda estancia en la ciudad, el 12 de octubre de 1981, tuve el honor de inaugurar en su aula una placa conmemorativa de su paso por la universidad platense. Allí resalté cómo la obra de don Pío venía a corroborar aquel patriotismo de la raza a que Ramón y Cajal apelara en los días del desastre del 98, ejercido en el laboratorio y que permitiría que el nombre de los españoles circulase internacionalmente, haciendo superflua la defensa bélica de la patria. Las «células de Río-Hortega» así lo confirman.

Creo que la rememoración de aquel acto, hace ahora dieciocho años, puede servir de colofón al recuerdo que esta mañana he querido volver a rendir al vallisoletano cabal, al espíritu atormentado, al alma generosa, al carácter quizá difícil de quien en vida fue Pío del Río-Hortega, el hombre que sufrió en sus entrañas tantas veces el dolor, tantas veces la incomprensión, tantas veces la amargura y, por supuesto, tantas veces también los honores y el homenaje por la gloria científica que, como tantos otros médicos exiliados, supo ofrecer a España.


Bibliografía

Para la elaboración de esta ponencia he utilizado mi comunicación inédita «La España de don Pío del Río-Hortega» al Simposio Internacional El destierro español en América, Madrid, 1989, así como mi participación en el «Homenaje a D. Pío del Río-Hortega en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de La Plata», Quirón, XIII, 1: 75-79, 1982 y mi comunicación «Pío del Río-Hortega, maestro de la   —68→   medicina bonaerense», Actas del Primer Congreso Hispanoamericano de Historia de la Medicina, Buenos Aires, 1980: 286-290. También, por supuesto y sobre todo, el libro de Pedro Cano Díaz Una contribución a la ciencia histológica: la obra de don Pío del Río-Hortega, Madrid, 1985; y El maestro y yo, de Pío del Río-Hortega, Madrid, 1986. En Valladolid, César Aguirre de Cárcer y J. Javier Jiménez Carmena han publicado en 1991 un excelente y documentado Pío del Río-Hortega, editado por la Consejería de Cultura y Turismo de la Junta de Castilla y León.

El panorama de la medicina española en los decenios inmediatamente anteriores a la Guerra Civil lo he estudiado en «Las Ciencias médicas en la Edad de Plata de la cultura española (1898-1936)». Historia de España de Ramón Menéndez Pidal. Madrid, 1994. XXXIX: 497-544.

Los datos sobre el exilio médico de 1936 los tomo de los capítulos «Médicos exiliados», de Manuel Conde López y «La medicina española del exilio en México» de Germán Somolinos d'Ardois, publicados en el libro Los médicos y la medicina en la Guerra Civil española, Monografías Beecham, Madrid, 1986 y en el libro de AA. VV., El exilio español en México, México, 1982.





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ArribaAbajoWenceslao Roces: El exilio cultural republicano en México

María Aránzazu Díaz-Regañón Labajo
Antonio Santos García



Universidad de Salamanca

El exilio cultural republicano de 1939 fue un tema silenciado desde el tiempo de la posguerra en la investigación histórica hasta los breves e intensos años de la transición a la democracia, en que se fomentó su estudio, que fue nuevamente impulsado a partir del comienzo de la década de los noventa. Queda mucho por conocer del movimiento cultural que propició la II República y que marchó al exilio. Se desconoce, de igual modo, qué hubo en él de coyuntural y qué de respuesta. Sin embargo, se mantiene como testimonio de una experiencia.

Los republicanos exiliados, en particular los vinculados al mundo de la cultura, contribuyeron sustancialmente al desarrollo intelectual de los países americanos. Pertenecían a esa «Edad de Plata»63 de la cultura española que floreció a principios del siglo XX hasta los días de la Guerra Civil. América heredó uno de los grupos de pensadores más brillantes de la Historia de España. Sus años de mayor actividad intelectual en el exilio son los que van del final de la Guerra Civil española hasta el comienzo de la década de los cincuenta.

La consolidación del régimen de Franco fue destruyendo progresivamente las esperanzas de los exiliados de retornar a su patria. Buena parte de los exiliados intelectuales se encontraba en 1939 en plena madurez creadora, investigadora o   —70→   académica. En cambio, la generación de españoles nacida o formada en el exilio adoptó, por lo general, la nacionalidad del país de nacimiento o acogida, y se incorporó a otra cultura y otros problemas. El paso del tiempo y cierta desvinculación del exilio por parte de las nuevas generaciones, marcaron la lenta decadencia de la obra cultural de la emigración española.

Dos corrientes tipificaron la diáspora: una de ellas fue esencialmente pequeño-burguesa e intelectual, que tuvo como destino América, sobre todo México, y la otra, de base más popular y sindical, se asentaría en países europeos, básicamente en Francia64.

En general, se puede hablar de una emigración de carácter político65, cuyas características son ser la más numerosa de nuestro país, al menos en este siglo y que la mayoría de los emigrados no haya regresado a España, entre los cuales encontramos un alto porcentaje de intelectuales.

La emigración hacia América, a diferencia de la europea, como es sabido, halla en su mayor distanciamiento y en el mismo ámbito idiomático una mejor perspectiva para la creación literaria o artística; esto no quiere decir que se desinteresara de los problemas políticos (a pesar de la continua desorientación de los Gobiernos en el exilio sobre los acontecimientos en el interior de España), sino que su reflexión sobre estos temas aparece más decantada hacia la explicación de los fenómenos o aconteceres que hacia las consecuencias que tales hechos producen.

Atendiendo al caso concreto de México, es sabido que la primera ayuda prestada a los exiliados españoles consistió en acoger a quinientos niños evacuados de la zona republicana en junio de 193766, en la condición de «hijos adoptivos del Gobierno de México» en la figura de su presidente, Lázaro Cárdenas. La mayoría de ellos eran conocidos como «los niños de Morelia»67, al quedar asilados en una institución escolar en la ciudad que lleva ese nombre. Un año más tarde, el Presidente invitaba a un grupo de intelectuales para proseguir sus trabajos en un centro fundado con tal motivo, la Casa de España en México, que más tarde se convirtió en el Colegio de México68. Como es sabido, esta institución recibió desde entonces a lo más granado de los escritores, artistas, científicos, humanistas de la España desterrada, y sirvió como centro de selección e irradiación de ese talento hacia diversas instituciones del país.

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En los primeros meses de 1939, conociendo Cárdenas la difícil situación en Francia de los refugiados españoles, decidió admitir en México a un número ilimitado de ellos si las instituciones republicanas en el destierro se comprometían a costear el transporte y a contribuir a su instalación. En colaboración con el Servicio de Evacuación de los Republicanos Españoles (SERE), la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE), y a partir de 1940, de la Comisión Administradora del Fondo de Auxilio a los Refugiados Españoles (CAFARE), que acabó sustituyendo a los dos anteriores69, el Gobierno de México preparó la evacuación masiva y la instalación de refugiados españoles. También con el apoyo de los cuáqueros y algunas organizaciones privadas ocasionales, estos organismos lograron fletar varios barcos desde los puertos de Francia hacia Veracruz.

En julio de 1940 ya había en México 8.625 emigrados republicanos de la más diversa extracción y oficio. Según datos del consulado mexicano en Marsella, hasta el 31 de marzo de 1941 habían embarcado rumbo a México 9.695 españoles, a los que hay que añadir los 2.534 que, según datos oficiales, entraron en el país en 194270. Aún hubo más en años posteriores que fueron llegando tras pasar por Santo Domingo, Cuba, Colombia y otros países americanos y europeos. Vicente Lloréns calcula que el número total de refugiados españoles en México sobrepasó los 15.000 y no anduvo muy lejos de alcanzar los 20.000 tras 1945, cifra que apoya Javier Rubio71.

La actitud de México hacia los republicanos españoles no tuvo igual en ningún otro país. Inició su apoyo a la causa republicana, desde el comienzo mismo de la sublevación rebelde con la venta de armas, municiones y pertrechos de guerra, y con el envío de medicinas y alimentos. Otras manifestaciones de solidaridad mexicana con la II República española se dieron tanto en la Sociedad de Naciones como en los demás foros internacionales, con la apelación constante a la soberanía de los Estados y a la solidaridad con aquellos cuya integridad fuera lesionada y México reconoció oficialmente el Gobierno Giral en 1945. Por el contrario, nunca concedió estatuto de legitimidad alguna al Gobierno militarmente establecido del general Franco.

El Gobierno de México no distinguió edades, sexo, filiación política o religiosa. Además, a partir de 1940, otorgó la ciudadanía mexicana a todos aquellos refugiados que la desearan. Se calcula que, a partir de entonces, la eligieron cerca del 80%72.

Fue tanto el éxodo de hombres de ciencias como de letras el que compuso la emigración republicana española en México, y en toda América. Entre ellos figuraron los precursores del renacimiento intelectual que se produjo en nuestro país en   —72→   el último cambio de siglo. Con pocas excepciones, los llegados -rectores, catedráticos, profesores de universidad, escritores, filósofos, etc.- obtuvieron puestos docentes universitarios, la mayoría en la Universidad Nacional Autónoma de México; también en el Colegio de México o en Institutos de relevancia73.

Wenceslao Roces fue uno de ellos. Pertenece a la extensa nómina de los universitarios vinculados a las facultades de Derecho españolas como Laureano Sánchez Gallego o Niceto Alcalá-Zamora y Castillo; junto a ellos encontramos, en el grupo de exiliados, a filósofos como José Gaos, Eugenio Imaz, o historiadores como Pedro Bosch Gimpera o Ignacio Mantecón, mientras que en el campo de la pedagogía destacaban Domingo Barnés y Luis Álvarez Santullano. Buen número de profesores y educadores emigrados encontraron ocupación en centros de enseñanza mexicanos, pero a su vez crearon otros donde trabajaron ellos mismos y educaron a sus hijos.

Junto a ellos, muchos escritores expatriados encontraron asilo en México, como León Felipe, Juan Larrea o Altolaguirre y otros de la generación del 27 como Jorge Guillén o Luis Cernuda. Algunos de ellos gozaron de mayor difusión ya fuera de España como Max Aub o Ramón J. Sender. También es sobradamente conocido que hubo actores y actrices de drama y de comedia, cantantes líricos, directores y escritores de teatro; y, en cine, encontraron ocupación directores, autores, adaptadores, actores, gerentes de empresa y técnicos. De todos ellos destaca Luis Buñuel. También periodistas, gente de la radio y más tarde incluso de la televisión, redactores, traductores (como el propio Wenceslao Roces), críticos de arte, pintores, escultores, músicos, editores, libreros, etc.

Existe otro tipo de intelectuales al que se presta menor atención, los niños y adolescentes que acompañaban a sus mayores o que nacieron ya en México, que entendían a medias o a su modo las desoladoras circunstancias, y que crearon con el tiempo una generación intelectual de gran vitalidad y de perfil singular74. Son los «Cachorros» de Manuel Andújar75. La mayoría de ellos escribieron poesía: Carlos Blanco Aguinaga, Manuel Durán, García Ascot... pero al cabo de un tiempo derivaron hacia géneros más abstractos como el ensayo especulativo o la crítica literaria. Su conciencia del exilio era diametralmente opuesta a la de sus padres. Pronto desaparece el exilio en la temática aunque no en la estilística.


Wenceslao Roces, la peripecia intelectual y política en el interior

Wenceslao Roces Suárez murió en México D. F. el 2 de marzo de 1992. Encuadrarlo profesionalmente en un campo concreto es bastante difícil, pues desde el Derecho Romano pasó a la Historia Antigua de Grecia y Roma, y fue uno de los pensadores más relevantes de México, no sólo en cuanto a la renovación del marxismo,   —73→   sino también a nivel humanístico. Es una figura clave para el estudio de la cultura del exilio de 1939 en México, sobre todo en el ámbito universitario; también es muy importante su figura como traductor, especialmente de clásicos marxistas. A él se debe la traducción directa y una amplia difusión del marxismo en lengua española.

Se ha criticado la falta de atención a figuras como la de Wenceslao Roces76, y otros como él, figuras sin gran renombre internacional pero cuya vida ha estado plenamente dedicada a la cultura y a los valores humanos.

Nacido en Soto de Sobrescobio, Asturias, el 3 de febrero de 1897, estudió Derecho en Oviedo, licenciándose en 1921 con Premio extraordinario. En ese mismo año acudió a Alemania pensionado por la Junta de Ampliación de Estudios, a trabajar con los profesores Rudolf Stammler77 y Otto Simel, en Berlín, y con el profesor Otto Lenel en Friburgo. Volvió a España en 1923, doctorándose en Madrid y en 1926 ocupó la cátedra de Derecho Romano en Salamanca. Aquí conoció a Miguel de Unamuno, quien despertó en él la inquietud y el interés social. Cuando el general Primo de Rivera desterró a Unamuno a la isla de Fuerteventura, Roces fue el único profesor de Salamanca que mostró públicamente su solidaridad con él78. La correspondencia mantenida con don Miguel nos muestra la afectuosa y cordial amistad que los unió, así como el apoyo moral que brindó Roces a Unamuno79. También destacó Roces en esta época por sus colaboraciones en revistas como El Estudiante, y otras de derecho.

En septiembre de 1931 abandonó la cátedra. Las circunstancias que rodean esta decisión se muestran contradictorias80: mientras que su hoja de servicio de la Universidad de Salamanca menciona que fue el propio Roces quien pidió la excedencia voluntaria en el cargo81, en el homenaje que le brinda el Club de Prensa Asturiano en 1993, se alude al vínculo entre el destierro de Unamuno y la «expulsión forzosa» de Wenceslao82. Al contrastar esta información con el expediente académico de Roces en la Universidad de Salamanca, hemos comprobado que la excedencia   —74→   voluntaria que le es concedida en 1931, fue extendida por el propio Unamuno, entonces rector, una vez retornado, por lo que no encontramos una conexión tan clara entre los hechos que se señalan desde Asturias. Sin embargo, en los últimos años de la monarquía de Alfonso XIII, Roces tuvo diversos problemas con la administración universitaria, que le valieron varias suspensiones de sueldo, y ser retirado temporalmente de la docencia.

Ya en Madrid comenzó su evolución desde la filosofía neokantiana al marxismo. Formó parte de la «Comisión de los Veintiuno», encargada de examinar las responsabilidades de la Dictadura de Primo de Rivera. Fundó dos editoriales, Cenit, dedicada a la publicación de textos marxistas, y Logos, de publicación de textos jurídicos. Ya en 1932 se integró en el Partido Comunista, colaborando en diversas asociaciones, sobre todo, en «Amigos de la Unión Soviética», y en el «Socorro Rojo Internacional». En 1934, participó en la Revolución de Asturias y fue encarcelado durante once meses. Se exilió a la URSS donde comenzó la traducción de El Capital, pero regresó a España tras la victoria del Frente Popular. Fue nombrado subsecretario de Instrucción Pública en el Gobierno de septiembre de 1936, trasladándose a Valencia a fines de ese año. A lo largo de los dos años que ocupó el cargo, se crearon institutos para obreros, llevando así la enseñanza media a trabajadores salidos de las fábricas, y se potenció la enseñanza universitaria para crear nuevos cuadros intelectuales de entre estos mismos trabajadores. Luchó contra el analfabetismo, creando las Milicias de la Cultura que iban a las trincheras a enseñar a los soldados las primeras letras, al mismo tiempo que se procuraba infundirles una cierta conciencia política. Además, se encargó de salvaguardar el tesoro artístico nacional como las obras pictóricas del museo del Prado.

Con la caída de la II República inicia su prolongado exilio, y, tras pasar por Francia, impartió cursos de Historia Antigua y Derecho en las Universidades de Santiago de Chile y de La Habana, llegando finalmente a México en 1942.




Wenceslao Roces, un español renacido mexicano

Allí, Wenceslao Roces reemprendió su labor como editor del recién creado Fondo de Cultura Económica, dirigido por Daniel Cossío Villegas, y se unió a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), primero como profesor de Derecho Romano, y más tarde como profesor de Historia de Grecia y Roma. En 1954 fue nombrado profesor a tiempo completo en la misma universidad, quedando adscrito a ella. Hasta 1969 fue profesor titular de primera categoría de la Facultad de Filosofía y Letras para pasar a ser nombrado profesor emérito. Fue fundador y director del Seminario de Historia Antigua y Filosofía Antigua de dicha facultad, estuvo adscrito al Seminario de Letras Clásicas y fue asesor de este departamento. También dirigió otros cursos monográficos sobre materias de estas especialidades en la UNAM y en otras universidades, como la de Nuevo León. Además, organizó importantes eventos, como el Primer Encuentro de Historiadores Latinoamericanos en México. Fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Morelia (Michoacán) y de la Universidad del Estado de México.

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El exilio no alejó a Roces de los sucesos de España, quedando emocional e intelectualmente vinculado a la Península. El nuevo régimen y su dirigente no le merecieron consideración alguna a lo largo de toda su vida. En su opinión, España entraba en una etapa de oscuridad y miseria. «Los cuatro jinetes del Apocalipsis -la Muerte, el Hambre, la Guerra y la Peste- cruzaban el país». En sus notas personales encontramos frases como ésta: «¿Quiénes cabalgan hoy por las tierras calcinadas de España, en esta hora de las sombras agónicas del régimen?». Despreciaba la violencia y el fascismo: «el temor y la violencia en España, es hoy camino de los acobardados». Franco aparece como una «momia política, un muñeco ventrílocuo macabro, el enano sangriento del Pardo»83.

La voz de la razón, para Roces, debía primar por encima de todo. Preconizaba la cultura universal y la confraternidad entre los pueblos. Manifestó su oposición a la brutalidad de la dictadura durante los cuarenta años que duró y a sucesos concretos como los de San Adrián de Besós, en Cataluña, o los tres meses de excepción decretados en el País Vasco en la etapa final del régimen. Todo esto encontraba eco en la Universidad de México, donde daba discursos y configuraba carteles de oposición a la dictadura, sirviéndole estos actos para agradecer al país de acogida su comportamiento hacia los exiliados.

Roces continuó vinculado activamente al Partido Comunista Español, y fue elegido miembro del Comité Central en 1954. En las editoriales Fondo de Cultura Económica y Grijalbo, continuó su labor de traducción de Marx, Engels, Dilthey, Hegel, Cassirer, y de otros autores relacionados con sus clases de Grecia y Roma.

De la profunda huella que el exilio dejó en Roces, se pueden realizar diversas lecturas. Sufrió una crisis de conciencia y tristeza en los primeros años, debido, no sólo al alejamiento de su tierra, sino también por el descubrimiento de los crímenes de Stalin y el ingreso de la España franquista en la ONU en 1954. Al mismo tiempo, y como podemos ver por su vinculación a la universidad americana, Roces terminó sintiéndose tan mexicano como español. Tras estos primeros años difíciles, no tardó en arraigar en México y acostumbrarse a su nueva patria, como muchos otros desterrados. Siempre le estuvo agradecido a México por su acogida. En este sentido escribía sobre sí mismo:

... sea cual sea el color de mis papeles, yo no soy mexicano sin dejar por ello de ser español. Y aún diría que yo soy más acendradamente aquello por ser muy honda y arraigadamente esto [...] Yo no soy un español cualquiera -y todos me parecen respetables-, sino un español refugiado, ante quien las puertas de México se abrieron, creo yo, por una conducta, por una trayectoria y por la natural suposición -sin compromiso alguno, pues nadie, ni yo..., hemos jurado voto alguno, al venir, ni firmado ningún Libro de Capitulaciones- de que, bajo el cielo de una nueva patria, no seríamos desleales a nuestro linaje. Y lo   —76→   menos que, como español renacido mexicano sin perder la primigenia condición, puede uno hacer por la patria de adopción, sin sentirse en modo alguno huérfano de la naciencia y la conciencia, es compartir sus luchas, sus problemas y sus afanes84.



Roces fue consciente de la obra de los intelectuales españoles que se exiliaron a México y América en general, y se sentía satisfecho de ello. Frente a una idea tan extendida, Wenceslao Roces no creía que España quedara vacía de intelectuales en 1939; para él sólo fue una minoría la que huyó. Opinaba que la presencia de los refugiados españoles había sido un factor muy positivo para México; sin embargo, advirtió del peligro de caer en una exageración, en la «Grandeza Hispánica». Defendía que México tenía su personalidad y valores propios, ya los tenía antes de llegar los exiliados y éstos sólo habían colaborado: «... Sólo salió una minoría; hicimos lo que pudimos aquí y, bueno, realmente nunca pudimos soñar con que llegaríamos a hacer la obra que hemos hecho y que se nos reconociera esta obra como se nos reconoce»85.

A través de su correspondencia con Menéndez Pidal, hemos podido rastrear la preocupación que el exilio político suponía para la clase intelectual que residía en la Península, consciente del perjuicio que a España hacía semejante pérdida de personalidades. Se percibe la amargura de unos y otros al escribirse, así como un denodado esfuerzo por mantenerse en contacto, y desde España especialmente, hacer ver que se sienten cercanos al exiliado86. En 1956 Marañón se propone escribir una Historia de los exiliados españoles87, en un momento cercano a los hechos, y que probablemente responda fundamentalmente a una cuestión personal vinculada al tema del recuerdo, el olvido y el no silencio, siempre próximos al deseo de justicia, aunque sea moral88.

Esta doble perspectiva de Wenceslao, la española y la mexicana, otorga a su figura una gran dimensión humana e intelectual y un cierto carácter transnacional. Ya hemos observado los beneficios que el exilio supuso a los países de acogida y, en sentido inverso al que habitualmente se tiende a pensar, debemos explicar algunos aspectos sobre las repercusiones en la patria.

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El exilio no supuso una ruptura de los vínculos intelectuales de los afectados, aunque sí mermó e incluso suprimió, junto con la censura, la difusión y repercusión de su obra en el interior de nuestro país. Los círculos y relaciones profesionales y afectivos no solo se mantuvieron, sino que parece que se estrecharon entre todos ellos, siendo favorecido este hecho por el doloroso destierro, que condicionó las vidas de unos y otros, en distinta medida, claro está. Aunque su labor dentro de España se vio efectivamente interrumpida, como buscaba el régimen, su influencia siguió siendo efectiva dentro de los ambientes intelectuales españoles, a través de la correspondencia. Muchos autores y estudiosos españoles recurrieron a Wenceslao, como Tuñón de Lara en 1967, quien pidió a Roces información sobre Cenit con el fin de elaborar un trabajo sobre la cultura española de 1885 a 1936. Para ello precisaba uno de los documentos publicados por esta editorial, la introducción firmada por Roces al Manifiesto Comunista, que era imposible de encontrar en España. También Dolores Grimau solicita información sobre Cenit para la elaboración de otro trabajo. La propia Grimau le indicó que enviase la documentación que él estimase conveniente a Francia y no directamente a España, pues temía se perdiese tan valiosa información89.

En el año 1971, dirige junto a José Y. Mantecán y Juan Rajano, una enérgica protesta al director de la revista Excélsior, mexicana, en la que habían aparecido unos cuadernos de Historia en los que se falseaban los hechos de la Guerra Civil, con una clara intención propagandista del régimen de Franco, en los que incluso se manipuló el asesinato de García Lorca. Este grupo solicitó a la publicación que rectificase su actitud y respetara ... la tragedia del pueblo español. En las mismas fechas, cuando había abandonado el proyecto de estudiar el fenómeno marxista en nuestro país, se ofreció a colaborar con Emilio Gasch en la edición de un proyecto similar, como informante y colaborador90. Éstos son buenos ejemplos de cómo los vínculos y la identificación entre los intelectuales españoles y el problema de España, se mantienen vivos durante toda la dictadura, colaborando estrechamente con la intención de no ceder ante la represión intelectual del régimen. De hecho, podemos constatar que, a pesar del exilio, la clase intelectual española no quedó desgajada, practicando por contra un ejercicio de mutua solidaridad.

En 1977 Wenceslao Roces regresó a Asturias, para participar en las primeras elecciones democráticas postfranquistas. Figuró, en representación del PCE, en una candidatura conjunta de izquierdas -«Por un Senado Democrático»- que resultó electa. No obstante, poco después renunció a su condición de senador. En tal decisión influyó la agudización de su sordera crónica, su edad avanzada y su profundo arraigo en la sociedad mexicana. Además, en la correspondencia con Santiago Carrillo91, se adivinan unas relaciones nada fáciles entre ambos. Sus diferencias probablemente fueran de carácter generacional, por el cambio en la orientación política del partido que el relevo en la dirección suponía. En este sentido resulta aclaratoria la misiva de Juan Rodríguez-Vigil Lorenzo, que lamentaba en 1978 que la   —78→   experiencia senatorial de Wenceslao no llegara a buen término, y el tono despótico que Carrillo había impuesto al PCE. Contrastando con la opinión de don Santiago, a los problemas del relevo generacional a los que aludíamos, se suman las nuevas directrices «eurocomunistas» del partido, que abandonó los principios revolucionarios para entrar a formar parte del juego democrático. Superó así una parte importante de la izquierda española el déficit democrático que arrastraba desde los sucesos de Asturias de 1934, y tomó la delantera a una desorganizada derecha, dubitativa aún entre los rescoldos del régimen y la democracia92.

A su regreso a México, Wenceslao Roces reanudó sus tareas de traductor y de profesor emérito de la UNAM. En el año 1980 recibió la Condecoración del Águila Azteca, distinción del Gobierno de México, reconociendo la labor intelectual desplegada en aquella universidad para beneficio de la comunidad mexicana, y sólo a posteriori, de la nuestra. Con este motivo, recibió un aluvión de cartas y telegramas de felicitación como las enviadas por los mineros del Nalón a través de Vicente Díaz Solís, secretario del Comité Comarcal de Asturias, la de Horacio F. Inguanzo, Pasionaria, Veneranda G. Manzano o Carrillo. Parece que las tensiones con este último habían disminuido, quien reconoció la labor de Roces. La distancia eliminaba obstáculos.

La concepción de Roces del saber, de la Historia y de la cultura, es ajena a la neutralidad ideológica. Se trata de una idea del hombre y del conocimiento dentro de un proceso transformador dirigido a los más altos valores humanistas. Su tarea de promover con sus traducciones la difusión de los frutos más logrados del pensamiento filosófico, social e histórico moderno y contemporáneo, es amplísima. Viendo su trayectoria vital, apreciamos en Wenceslao, tal y como lo describen sus alumnos y amigos cuando se refieren a él93, al Roces académico docente en Salamanca en la década de los veinte, y al político, activo y militante de los treinta. Supo conjugar en su persona el pensamiento y la acción, convirtiéndose en un «intelectual orgánico», solucionando el verdadero problema de la filosofía94. Encontramos otra faceta que, por sus resultados tangibles, podía no parecer estar a la altura de las anteriores, es la de investigador. En algunos textos apretados95 expuso sus ideas sobre la Historia, la Política y la Universidad. Sin embargo su labor como docente fue superior: no actuó como simple transmisor de conocimientos, sino como un creador que aporta una y otra vez ideas que tienen un sello propio y que representan una contribución personal, enriquecedora96. Ésta aparece como su verdadera labor investigadora, aunque no esté escrita; siempre queda el testimonio de sus mejores discípulos a través de la huella profunda que ha dejado en ellos. Pero la mayor   —79→   aportación de Roces para quienes lo conocieron, fue su ejemplo. Ejemplo que se deriva de su vida misma coherente entre la conciencia y la acción, entre el trabajo intelectual y la vida política, entre la ideología y la realidad97.

Durante el proceso de cambio político desencadenado tras la muerte de Franco, accedieron al poder algunas personas que mantenían contacto con exiliados. El caso de Aurelio Menéndez98 es paradigmático. Miembro del Gobierno de Suárez, compuesto por hombres procedentes del régimen y algunos democristianos, mantuvo, desde varios años antes, correspondencia con Roces, activo comunista. De esto podemos deducir que la reconciliación nacional, característica esencial del proceso de transición, se estaba produciendo de hecho en las fechas anteriores a la muerte de Franco, y cómo la desaparición del régimen supuso el inicio de una normalización de la vida española, que se había gestado desde muy diversos ámbitos, para la que el exilio y sus lazos de fraternidad fueron fundamentales.




Anexo

A continuación se presenta una relación de la producción intelectual de Wenceslao Roces, que incluye obras de factura propia, así como traducciones de distintos ámbitos, como la filosofía o el derecho. Lamentablemente, no hemos podido acceder a toda la información editorial que hubiera sido necesaria para completar este elenco. En estos casos, hemos señalado con interrogantes aquellos datos a completar, excepto cuando no existe más que título y autor.


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ArribaAbajoUn jurista en el exilio mexicano: Felipe Sánchez Román (1939-1956)

Iciar Fernández Marrón



Universidad de Salamanca

El exilio de los republicanos españoles entre 1936 y 1939 constituye, sin duda, uno de los acontecimientos más interesantes de la historia española reciente. Episodio fundamental para entender en toda su complejidad la proyección de la República y la imagen de las dos Españas durante la guerra y en la inmediata posguerra.

Esta comunicación se centra en el que fue uno de los exilios más llamativos, tanto por la cantidad como por la calidad intelectual de sus protagonistas: el de México. Fue en aquel país, más que en ningún otro, donde los republicanos encontraron un clima favorable de acogida y, sobre todo, unas circunstancias políticas que les permitieron, no sólo adaptarse rápidamente a la nueva situación, sino también intervenir en la vida pública y poner en práctica algunas de las reformas que tanto anhelaron para la España republicana.

Como uno de los mejores ejemplos de esta imbricación en el nuevo contexto, resaltamos la figura del jurista y profesor Felipe Sánchez Román99. En 1939 llegaba a México procedente de Francia, permaneciendo en aquel país hasta su muerte en 1956. En estos años, además de tener despacho propio en la capital, se incorporó a la docencia en la UNAM. Desde esa plataforma creó, como veremos, distintas cátedras e institutos aplicados al Derecho Civil. Asimismo, contó con la amistad   —86→   del presidente Cárdenas y de Ávila Camacho, a quienes asesoró personalmente en asuntos de interés nacional.

Así, centrándonos en el estudio del individuo, si no como prototipo, sí como testimonio representativo de una realidad social, podremos llegar a una visión general menos teórica del tema que nos ocupa. Al mismo tiempo, el estudio del exilio mexicano de Sánchez Román nos servirá para, en cierto modo, desmitificar esa imagen dramática de un exilio de fracaso y separación: fueron muchos los republicanos que, al igual que Sánchez Román, pudieron rehacer sus vidas en los países de acogida sin mayores complicaciones.

Parece bastante claro que el exilio iniciado en 1939 introduce una nueva visión de la imagen colectiva de la República. Desde ese momento, la República empezó a entenderse como representación de la España que la Guerra Civil había aniquilado y pasó a convertirse en una constante lejana e idealizada de la España que hubiera podido ser. Los exiliados contribuyeron de forma sustancial a alimentar esta representación, procurando100:

... extender el [no menos] estereotipo de las dos Españas enfrentadas secularmente. En México estaban representadas ambas Españas: Los exiliados eran herederos de Prim y representantes de la España verdadera, liberal y amiga de México. Los integrantes de la colonia de emigrantes económicos eran herederos de Cortés y representantes de la España que se impuso en la guerra civil...



No obstante, la amplitud temporal del exilio, con la muerte de la primera generación de exiliados y el consiguiente distanciamiento de sus descendientes respecto a la situación española y, por otro, la evolución política del régimen franquista y su progresiva aceptación en algunos foros internacionales, contribuyeron a debilitar esta imagen.

Nuestro interés se centra, sin embargo, en la primera generación de exiliados políticos, en qué consistió la realidad de su exilio y, más concretamente, en cómo se articuló en México. Con ello, pondremos de relieve la idea de que el exilio fue, para algunos -Sánchez Román entre ellos- menos traumático de lo que cabría esperar.

Debido a la falta de estadísticas fiables y a la imposibilidad de controlar las entradas y salidas a través de todas las fronteras, resulta difícil establecer cifras precisas sobre la cantidad total de exiliados republicanos101. Lo que en cualquier caso resulta indudable es que el exilio de 1939 fue el más numeroso de todos cuantos jalonan la historia de España.

¿Hacia dónde salieron los exiliados? En términos generales, partieron, por razones de proximidad geográfica, hacia el norte de África y, sobre todo, hacia Francia. Una   —87→   vez allí, se produjo la canalización hacia otros países102. De entre los europeos, había poco donde elegir: la Francia en estado de guerra no era un lugar seguro en el que permanecer, Inglaterra no se mostró dispuesta a acoger exiliados de posiciones políticas poco moderadas, Estados Unidos se valió de los cupos de emigración, que restringían notablemente la llegada de extranjeros y el número de exiliados en la Unión Soviética fue pequeño. El horizonte se abría, por razones lingüísticas y culturales, hacia los países latinoamericanos y especialmente hacia México.

En efecto, México fue siempre el país nuclear del exilio y, de hecho, el apoyo que este país prestó a los republicanos se prolongó hasta la etapa de la transición. Como se ha señalado repetidas veces, el respaldo ofrecido por los sucesivos gobiernos mexicanos y, sobre todo, el del presidente Lázaro Cárdenas, fueron determinantes, primero para la llegada de los que salían de España y, después, para su establecimiento definitivo en aquel país.

¿En qué razones se apoyaba esta evidente sintonía? El intercambio ofrecía ventajas recíprocas. La concepción del Estado diseñada por la Revolución mexicana era un terreno donde los republicanos podían encajar sin grandes fracturas. Las circunstancias políticas eran las más favorables para que los republicanos pudieran instalarse allí: el programa de reformas políticas y sociales iniciado por Lázaro Cárdenas, apoyado en los pilares de la Constitución, la ley agraria y la expropiación petrolífera, tenían evidentes conexiones con los planteamientos que en España había intentado materializar la República. Para muchos de estos exiliados, México se convirtió en la «España no lograda», en esa España ideal, puesto que103:

... en México había triunfado la revolución que en España fracasó [...] un país en el que se pueden materializar las reformas que había soñado para España y por cuya defensa se encuentra en el destierro.



Al mismo tiempo, las facilidades ofrecidas por el presidente Cárdenas propiciaron la permanencia en México de un grupo con experiencia en materia política y en la gestión pública, a la vez que dio al país cierta relevancia en el ámbito internacional. La política de acogida dio, por tanto, claro protagonismo a México, así como una imagen de país hospitalario y defensor de la justicia104.

La postura oficial de apoyo a los exiliados fue rotunda desde el principio. Sin embargo, por parte de algunos grupos sociales, existió un fuerte rechazo hacia los recién llegados. El sentimiento antiespañol tenía hondas raíces que se remontaban a la época colonial. Hubo que vencer la resistencia de las clases tradicionales, detentadoras del poder económico, así como el recelo de las clases trabajadoras,   —88→   temerosas de la competencia como mano de obra de los españoles, y las reticencias de la Honorable Colonia de españoles ya instalados en el país y de algunos sectores de derecha que, como apéndice de Falange, habían surgido en México.

Por lo tanto, el Gobierno mexicano se vio obligado a terciar en esta realidad, favoreciendo, por una parte, la entrada de españoles, que tan provechosa les resultaba, y tomando, por otra, la precaución de no herir ni las sensibilidades ni el bolsillo de sus compatriotas. Para ello, la Secretaría de Gobernación de México, una vez consultado el Ejecutivo, firmaba en abril de 1939 un comunicado, aceptando dicha inmigración bajo determinadas condiciones. Así, el Gobierno reconocía que105:

... existen oportunidades en México para que los españoles de origen, que conserven su nacionalidad y justifiquen su capacidad y aptitudes para vivir honestamente, vengan a radicarse y a desarrollar actividades que redunden en su bienestar y en beneficio de México.



Tales medidas legislativas insistían, no sin cierto populismo, en que el trabajo era un bien escaso en México y en que la admisión debía hacerse «con exclusión de todo elemento que pudiera hacer competencia con los trabajadores y profesionistas». En previsión de posibles complicaciones, se disponía que:

... el número de españoles de origen que sea admitido, esté en relación con el numerario de que dispongan, a efectos de que su sostenimiento y éxito queden garantizados como elementos de producción, y convendrá preferir a los de origen vasco y gallego, por su experiencia en los trabajos de captura, conservación y beneficio de los mariscos para impulsar la explotación de la riqueza marina del golfo de México, así como a los procedentes de las regiones agrícolas españolas que reúnan condiciones para aclimatarse en la zona de cultivos tropicales en el mismo litoral...



De esta manera, el Gobierno tranquilizaba a quienes veían a los recién llegados como peligrosos competidores, a la vez que se aseguraba nueva mano de obra106. En el mismo documento, sin apenas insistir en ello, el Gobierno garantizaba el asentamiento de un grupo destinado a hacer aportaciones esenciales a la vida nacional:

Es indudable que los españoles intelectuales de alto valer, escritores, artistas, hombres de ciencia o profesores, ameritan ser admitidos.



Por lo hasta aquí señalado, puede afirmarse que la protección ofrecida por Lázaro Cárdenas y sus sucesores fue en todo momento una referencia de estabilidad y comprensión para la República, cuya vida en el exilio estuvo debilitada desde un principio por terribles personalismos y enfrentamientos por el poder.

  —89→  

El traslado efectivo de contingentes de población empezó a gestarse en 1938, iniciándose de forma sistemática en 1939107. La mayor parte de los trámites fueron llevados a cabo por el embajador del Gobierno de Azaña, Gordón Ordás y por el embajador de México en Francia, Narciso Bassols. El primero entró en contacto con el presidente Cárdenas, a fin de solicitar asilo y trabajo para quienes hubiesen de emigrar. Para ello, era necesario modificar la ley de emigración mexicana, labor que se realizó con la ayuda del ministro de Gobernación, I. García Téllez108, a quien Cárdenas dotó de plenas facultades para elaborar las disposiciones necesarias a tal efecto. El informe final, fechado el 1 de septiembre de 1938, abría oficialmente las puertas de México a todos los republicanos que, anticipándose al previsible resultado de la guerra, pretendieran abandonar España. Desde finales de 1938, el embajador Bassols desarrolló una intensa labor diplomática en este sentido para acoger a los republicanos. En marzo de 1939, viajó a México para tratar con el presidente algunos detalles relativos al traslado, que se inició en abril de ese mismo año.

Se ha especulado sobre la posible selección socioprofesional llevada a cabo por el Gobierno mexicano109. Es difícil establecer si ésta existió más allá de las restricciones establecidas por la legislación; por otro lado, es lógico pensar que aquellos profesionales que se instalaban en el país arrastrasen, por corporativismo y por sus propias redes de relación a quienes desempeñaban sus mismas funciones110. Tal vez pudo darse también una selección en función de criterios políticos, especialmente desde que comenzaron a funcionar el SERE y la JARE.

Pero lo que ahora nos interesa es constatar que, efectivamente, en México se dio una doble llegada de exiliados: por una parte, la «masa anónima», que había entrado en el país después de haber rellenado como todo trámite legal una sencilla ficha con sus datos personales. Por otra, los intelectuales que hicieron de México una segunda patria en la que volver a desempeñar su profesión. El mismo presidente Lázaro Cárdenas hablaba tanto de las «masas de población para crear colonias agrícolas en lugares todavía poco poblados de la República mexicana», como de que «podrán ejercer sus profesiones médicos, abogados, ingenieros, arquitectos, y la Universidad se honrará abriendo sus puertas a los catedráticos que por amor a la libertad y la independencia de su país les sea imposible vivir en España»111.

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Parece lógico pensar que iniciar una nueva vida en un país lejano -incluso si existía tan buena disposición como en México- no sería una tarea fácil. Puede que así fuera para muchos de los recién llegados: la tristeza y el pesimismo están presentes en sus testimonios. Sin embargo, conviene relativizar esta imagen; algunos iniciaron pronto, y con alto índice de éxito, una nueva vida en el exilio. Es cierto que resulta imposible saber hasta qué punto todos y cada uno de los exiliados estaban afectados por la salida de su país, y cuánto duró este sentimiento. Entendemos que la labor profesional, política y cultural desempeñada en el exilio y la incidencia de la misma en el país de acogida sirve de baremo para medir el grado de adaptación a las nuevas circunstancias. Se trataba de un grupo de elite que se ajustaba a ciertas características y en el que se encontraba, como un ejemplo representativo, Felipe Sánchez Román.

En primer lugar, casi todos ellos pertenecían al grupo de intelectuales que habían impulsado la llegada de la República. La mayor parte ejercía profesiones liberales -la abogacía, especialmente-, así como la docencia universitaria. M. Muñoz señala que112:

Habían emigrado a México nada menos que seis rectores de universidad; 45 catedráticos universitarios de filosofía, letras e historia; 36 de ciencias exactas, físicas y naturales; 55 de derecho; 70 de medicina; 12 de farmacia; 151 catedráticos de instituto y profesores normales, infinidad de escritores, poetas, escultores, actores, militares profesionales, marinos ilustres, ingenieros, arquitectos...



Más relevante aún resulta el hecho de que la mayoría de la clase política republicana -al menos la más representativa- se había exiliado a México. Gran parte de los líderes políticos republicanos, y quienes gobernarían la República a partir de 1936, se instalaron allí, bajo la protección del Gobierno mexicano. Ello hizo más fácil la integración en el país, especialmente si se tiene en cuenta, como hemos señalado, que el sistema diseñado por la revolución tenía mucho en común con los planes de reforma iniciados en España. Así podemos entender que, por esta doble condición de políticos y de reformistas, los republicanos entrasen rápidamente en contacto con las elites políticas mexicanas, constituyendo un grupo de privilegio muy cercano a las esferas de poder.

Todas estas circunstancias confluyen en la figura de Felipe Sánchez Román, uno de esos hombres que vivieron el exilio en términos positivos. Sánchez Román fue, además de brillante jurista y profesor universitario, político de envergadura y protagonista destacado de la vida pública española durante la década de los 30. De su valía como abogado da fe el que contase con uno de los principales despachos del país, y llegase a ser miembro de casi todas las Academias Nacionales, llegando a formar parte del tribunal de La Haya. En la Universidad Central fue catedrático de Derecho Civil. Eclipsada su figura por la magnitud de otros líderes   —91→   republicanos, fue uno de esos hombres siempre presentes en la vida política, aunque nunca -distintas razones le impulsaron a ello- desde la primera línea: estuvo en el Pacto de San Sebastián, en el juicio al Comité Revolucionario actuando como defensa de Largo Caballero, en las Constituyentes de 1931, en la elaboración de los planes para la Reforma Agraria y del Estatuto de Cataluña, en las conversaciones con Azaña y Martínez Barrio para formar un frente republicano, en la redacción de los documentos del Frente Popular... En 1934 creó su propio partido, el Partido Nacional Republicano, dirigido al sector republicano moderado de las clases medias. A la vista de esta trayectoria, resulta comprensible que en 1936 tuviese que salir camino del exilio.

Así, en el verano de 1936, Sánchez Román salía del puerto de Alicante en dirección a Francia. Junto con su familia, estableció su residencia en Niza, donde ejerció la asesoría jurídica del consulado, y desde donde partió a México en abril de 1939.

Una vez en México, su prioridad fue hacer las gestiones oportunas para ejercer la abogacía. Para ello, contó con el apoyo de las autoridades competentes en materia educativa, que aceptaron la convalidación de los títulos de Sánchez Román y otros abogados, permitiéndoles desempeñar su profesión. Sánchez Román abrió despacho en México D. F. con Martínez Báez que era igualmente un brillante jurista, a la vez que profesor y político. En paralelo a la actividad del bufete, ambos fueron consultores cercanos a la Presidencia, y colaboraron en distintas plataformas de estudios jurídicos.

En efecto, la docencia fue tal vez la labor que con más intensidad desarrolló Sánchez Román en el exilio. La universidad había sido siempre una vocación para él, y en México hacían falta especialistas que aportasen a la enseñanza superior, además de calidad, experiencia.

A profesores como Sánchez Román se debe la transformación de la Escuela Nacional de Jurisprudencia en Facultad de Derecho, puesto que ellos se encargaron de estructurar los cursos de doctorado. Es indudable que con su labor enriquecieron sustancialmente la organización académica mexicana. La lista de profesores que compartieron aulas con Sánchez Román incluía a personalidades como Luis Recasens, Demófilo y Néstor de Buen, Mariano Ruiz Funes, Javier Elola, Manuel Pedroso, Alcalá-Zamora... A pesar de que la especialidad de Sánchez Román era el Derecho Civil «no quiso enseñar Derecho Civil por juzgar que ser él extranjero y juzgar que no le correspondía una materia que otros conocerían mejor; esto, a pesar de que él era un civilista de gran sabiduría y de que esta rama del derecho no difiere de la española, sino en cuestiones secundarias»113. En lugar de esta disciplina, Sánchez Román impartió la asignatura de Derecho Comparado. De esta docencia nació, bajo su tutela, como entidad independiente de la facultad, el Instituto de Derecho Comparado; en la actualidad sigue funcionando como Instituto de Investigaciones Jurídicas. Sánchez Román fue su director y colaboró en la publicación de   —92→   la revista del Instituto. El centro se convirtió en un lugar de encuentro y formación de destacados especialistas en Derecho Privado.

Podría, por lo tanto, afirmarse que Sánchez Román no tuvo excesivos problemas para procurarse el sustento en México y que, de hecho, resolvió muy favorablemente su situación económica. Sin embargo, necesidades tan inmediatas no le hicieron olvidar el compromiso político contraído en España. No solamente mantuvo estrechos vínculos con el resto de la comunidad en el exilio, sino que además subrayó este compromiso participando en la vida pública mexicana.

Sánchez Román contó con la amistad de los Gobiernos de Cárdenas y de Ávila Camacho; a ambos asesoró en asuntos de interés nacional, empezando por la reforma agraria, que con tanto interés había proyectado en la España republicana. Más importante fue su participación en el tema de la expropiación de las compañías petrolíferas. En este tema actuó como consejero de la Presidencia informando sobre los mecanismos para proceder a la expropiación y las consiguientes indemnizaciones.

En paralelo a esta actividad, Sánchez Román siguió estrechamente vinculado a la República en el exilio. El primer paso de esta labor fue su participación en la Unión de Profesores Universitarios Españoles en el Extranjero, creada con el fin de solicitar el apoyo de Naciones Unidas para la recuperación de la libertad en España. La Unión había nacido en París al acabar la guerra, a instancias del doctor Pittaluga. En julio de 1943 se creó una sección en México, y a ella se unió la mayor parte del profesorado universitario, con Sánchez Román como consejero. En noviembre de 1943 se creaba la Junta Española de Liberación (JEL), como plataforma para lograr la caída del franquismo y la consiguiente restauración de la República114. La JEL resucitaba el espíritu del Pacto de San Sebastián y, al igual que en 1930, Sánchez Román suscribió sus acuerdos a título personal. La proyección internacional de ambas agrupaciones -y la implicación de Sánchez Román en las mismas- quedó materializada en la Conferencia de la UNESCO celebrada en México en 1947. La República asistió como invitada y el Gobierno en el exilio formó una Comisión en la que Sánchez Román participó junto a Bosch Gimpera, Nicolau d'Olwer, Wenceslao Roces, Ruiz Funes, Cándido Bolívar.

Instalado definitivamente en México, donde seguía colaborando con sus compañeros de siempre, murió en aquel país en 1956 y fue enterrado en el cementerio español del Distrito Federal.

Con estas pinceladas por el exilio mexicano, analizado tanto en términos generales como a través de la experiencia de uno de sus protagonistas, hemos querido destacar la idea de que el exilio no fue únicamente una vivencia de frustración, desarraigo y añoranza por lo que se dejaba atrás -España y la República-. Hubo un   —93→   grupo de españoles para los que el exilio fue una nueva etapa, a la que al parecer se adaptaron sin excesivas dificultades. Bien es verdad que se trataba de un grupo muy específico; pero, en cualquier caso, una vez alejados del país de origen, iniciaron con éxito esta andadura. Para ser más exactos, fueron capaces de situar en un nuevo contexto la trayectoria, personal, profesional y política, que habían comenzado en España.


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