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ArribaAbajoJosé Bergamín frente a México y los mexicanos (1939-1945)

Nigel Dennis. University of Ottawa


Durante los primeros años del exilio, los intentos de los escritores españoles de acercarse a la realidad de México y de incorporarla de alguna manera a su propia obra son sumamente problemáticos. Recordemos que la sociedad mexicana que recibe a los refugiados es compleja y contradictoria. Aunque el presidente Cárdenas representa lo mejor de la tradición igualitaria y plebeya de la revolución mexicana, con sus ideales de hospitalidad y solidaridad, también existe otra cara del país, la de las clases medias conservadoras, que muestran acremente su rechazo a la emigración española347. Como es natural, ese rechazo sólo agrava la tendencia al aislamiento que en un principio manifiesta la comunidad de refugiados. Además, la sociedad mexicana, estrictamente estratificada, posee claves crípticas para un extranjero (sobre todo para un europeo, aunque sea de habla española), producto de su identidad sincrética, mestiza con fuerte componente indio. Si a esto se añade el hecho de que la llegada de los españoles se da en una época de auto-afirmación (por no decir auto-exaltación) nacional, en la que el discurso oficial pone especial énfasis en una actitud indigenista, contrapuesta a cualquier influencia de la hispanidad, se puede entender por qué los primeros acercamientos de la intelectualidad española a la realidad mexicana son más bien cohibidos.

Hay otro factor significativo que explica -parcialmente, al menos- la postura que adoptan los escritores españoles frente a México. Se forma entre la comunidad de refugiados una especie de pacto tácito de no opinar sobre la política o sobre las contradicciones sociales del país que los ha acogido. En la introducción a su Esfinge mestiza. Crónica menor de México, de 1945, Juan Rejano, por ejemplo, reflexiona   —230→   cándidamente sobre los temas que ha excluido de su libro:

Ni política, ni cuestiones sociales, ni conflictos económicos, ni disputas de razas. Ni siquiera lo artístico y literario, que a algunos puede parecerles menos peligroso. Después de pensarlo mucho, comprendí que el México de las grandes y apasionadas luchas estaba todavía demasiado fresco en mi retina para lograr reflejarlo sin temor a grandes yerros. ¡Y hay además en México tantas y tan complejas contradicciones! Por otra parte, mi condición de español acogido a la hospitalidad de este país me ponía en un trance comprometido. Si mi palabra caía en el elogio, hubiese sonado en algunos oídos a adulación. Si, por el contrario, daba en el rigor, otros lo habrían tomado, acaso, a ingratitud. No, el refugiado político sigue siendo todavía un ciudadano de dos patrias: lo que en una dejó perdido, en otra lo halló condicionado a diversos y respetables sentimientos348.


Tanto es así que un contingente notable de escritores españoles que han vinculado gran parte de su obra a las cuestiones sociales y culturales, y que por sus filiaciones políticas han tenido que vivir el exilio, se ven obligados -por incomprensión unas veces, por discreción las más- a dejar fuera de su visión literaria todo lo referido a la política y a la sociedad del país que los ha acogido. En este contexto, la reacción que tiene ante su nuevo entorno José Bergamín, una de las figuras más destacadas y polémicas de la comunidad de refugiados españoles en México, tiene un interés muy especial. Aunque paradigmática, en muchos sentidos, de los miembros de su propia generación, la postura que adopta Bergamín frente a la experiencia del exilio en México pone de manifiesto la dimensión problemática del cambio abrupto, por no decir traumático, que se produce en 1939349.

Cuando Bergamín llega a México en mayo de 1939, su preocupación principal, si no única, es la supervivencia y continuidad de la cultura española, gravemente amenazada por las condiciones difíciles del exilio. Durante los años que pasa en México casi todas sus energías van dirigidas hacia un intento de mantener vivos los valores esenciales de esa cultura, los mismos que él ha defendido y promovido tan tenazmente durante la II República y la guerra civil, y que han constituido el eje de su propia labor crítica y ensayística.

Por un lado, dirige o participa activamente en la dirección de una serie de organizaciones y empresas culturales -la Junta de Cultura Española, la revista España Peregrina, la Editorial Séneca...- cuyo objetivo fundamental es «salvar del desastre la propia fisonomía espiritual» de la cultura española y «mantener entre los intelectuales   —231→   españoles emigrados la unión, el sentido de responsabilidad y la continuidad de su obra, que el destierro ponía en grave riesgo de alterar o suspender»350. La postura combativa que adopta Bergamín en esas circunstancias se trasparenta en el texto en que expone la razón de ser de la Editorial Séneca, que él dirige desde su fundación a fines de 1939:

Esta editorial se propone ofrecer al lector de lengua española los frutos de aquella cultura espiritual que, en todos los órdenes del pensamiento, por la tradición y la novedad, constituyen la fisonomía propia cultural de España. En sus pensadores, poetas, investigadores, artistas, de todo tiempo, que dieron, con su obra generosamente universal, este carácter vivo y permanente al pensamiento en lengua española. España abierta y no cerrada a todos los vientos del espíritu es la que aquí se ofrece. Mientras allá, en el suelo patrio, bárbaramente invadido, destruido, traicionado, estos mismos nombres, estos mismos libros españoles y universales aquí editados, arden en quemaderos de oprobio y vergüenza para quienes los prenden. Ellos a quemarlos, a proscribirlos, y nosotros a rehacerlos, y a publicarlos, a miles, esos mismos libros proscritos y quemados351.


Por otro lado, Bergamín manifiesta la misma actitud militante en sus propios escritos de la época, sobre todo en su extensa labor periodística, todavía no recogida en forma de libro. Prácticamente en su totalidad, este conjunto de textos gira obsesiva y apasionadamente en torno al tema de España: su identidad cultural y su realidad política. Reflexiona polémicamente, por ejemplo, sobre una serie de cuestiones relacionadas con la situación dentro de España -la verdadera naturaleza del régimen franquista, la política de neutralidad durante la segunda guerra mundial, la posibilidad de la restitución de la monarquía...-, así como con los acalorados debates que tienen lugar en el exilio, enfocados en cuestiones como la unión de los españoles o las aspiraciones separatistas de los vascos y los catalanes. Y, fiel al espíritu que ha determinado gran parte de su obra anterior a 1939, presta atención constantemente a las grandes figuras de la literatura española, del pasado y del presente, desde Quevedo y Cervantes hasta Unamuno y Antonio Machado352.

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A la luz de lo dicho arriba, se entiende que Bergamín, como otros refugiados de su edad, crea que su estancia en México no será más que un paréntesis -una especie de interrupción que, por muy dramática que resulte, será sólo provisional. Por consiguiente, el problema de la adaptación a su nuevo entorno social y cultural no se plantea en su caso, o al menos no se plantea tan agudamente como en las generaciones más jóvenes. Sin embargo, esto no quiere decir que viva aislado de la realidad de México o que permanezca indiferente o acallado frente a ella. Todo lo contrario; quiere decir, más bien, que, sin traicionar su condición de refugiado español entregado incondicionalmente a la causa de la continuidad de la cultura española, se permite emitir de vez en cuando, en sus escritos de aquellos años, diversos juicios que llegan a constituir una perspectiva coherente sobre México y sobre los máximos representantes de la cultura mexicana. A la caracterización o definición de esa perspectiva van dedicados estos comentarios.

La visión que tiene Bergamín de México y de la cultura mexicana está fundamentada sobre dos principios elementales. El primero tiene que ver con la distinción, que reitera una y otra vez, entre universalidad y nacionalismo. Recogiendo ideas expresadas ya antes de 1936 en sus ensayos sobre estética, afirma que la auténtica obra de arte trasciende los límites de su «determinación geográfica o histórica» para alcanzar una categoría universal. Rechazando lo que denomina «los particularismos nacionales, raciales» que son «ajenos y hasta contrarios a la verdadera poesía», sostiene que:

La poesía en cualquiera de sus artes: música o pintura o literatura... es, por entera y verdaderamente humana, divinamente humana; es decir, que supera, como los dioses, las patrias o tierras o caminos de los hombres; que sin dejar de expresarlos en sus suelos, y en sus cielos, les ofrece las alas pegasianas con que pueden universalizarse, por su propio ímpetu, sin negarse a sí mismos en su natural misterio originario353.


Bergamín formula el segundo principio en términos característicamente paradójicos:

Es el poeta que menos se conoce y propone ser la encarnación de su patria quien con más admirable precisión, por salirse de ella, la expresa y verifica: el desterrado eterno. (Ibidem)


Según nuestro comentarista, si el artista asume conscientemente la responsabilidad de expresar o encarnar su cultura nacional, acaba por falsificarla:

El artista o poeta que se disfraza de poeta, es porque no lo es; y el que disfraza de nacional su arte es porque lo miente, lo enmascara, lo simula, cuando es incapaz, por impotencia, de inventarlo.


(Ibidem)                


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En ese ambiente de auto-exaltación nacional que encuentran los españoles en México en 1939, la postura de Bergamín no puede menos que resultar provocativa. Si recordamos, por ejemplo, que en aquel año se celebra, no sin cierta hipérbole, el tercer centenario de la muerte de Juan Ruiz de Alarcón (reivindicado apasionadamente por los críticos mexicanos), y que por las mismas fechas la pintura muralista alcanza su expresión más estridente, comprenderemos el impacto que tienen las ideas de Bergamín en ciertos sectores del mundo intelectual mexicano. De hecho, parece innegable que Bergamín dirige intencionadamente sus observaciones hacia los defensores de un «mentiroso nacionalismo artístico o literario, frecuente bandera política de turbias mercancías»354, gente que, como Diego Rivera, han arremetido públicamente contra ciertas figuras de la comunidad de refugiados españoles, incluido el propio Bergamín. Por eso, éste dice explícitamente:

...de todos los casticismos que pueden darse ninguno tan pueril y extravagante como este que llamaremos, por definición, arqueológico. Casticismo azteca o totanaca o maya. La poesía prodigiosa de estas tierras y de estos cielos rechaza ese mortal empeño vivamente. Como sus hombres355.


Dado el carácter combativo de la actitud de Bergamín, no sorprende constatar que complementa sus reflexiones generales sobre el tema del nacionalismo en las letras con una valoración de ciertas personalidades concretas de la cultura mexicana. En el caso de la pintura, por ejemplo, y para insistir en las limitaciones nocivas de un «casticismo arqueológico», denuncia, por un lado, a los «famosos chamarileros del folklore... o no menos famosos muralistas, dados a la baratería demagógica del aventurerismo politiquero»356 y, por el otro, elogia categóricamente el universalismo de la obra de Manuel Rodríguez Lozano:

He aquí una pintura que no necesita disfrazarse de mexicana para serlo. No conozco ningún pintor, ningún mexicano más mexicano que éste. Más singular y universalmente mexicano. Ninguno que se haya propuesto menos el serlo, que más se haya despreocupado de eso. Que tal vez haya sentido, a veces, más deseos de dejarlo de ser. De escaparse; como lo hizo, hacia Europa.


(Ibidem)                


En el caso de la literatura, los juicios de Bergamín están basados, ante todo, en su propia apreciación de lo que llama la «suavidad sonora... y verbal inventiva originalísima»357 del lenguaje popular de México. De hecho, la admiración que siente por ese lenguaje constituye el aspecto más positivo de su encuentro con la realidad   —234→   de México. En cierta ocasión, por ejemplo, dirá algo hiperbólicamente:

No me cansaré de decirlo: este lenguaje popular mexicano es, para mí, por su forma, su timbre, la modulación y la riqueza expresiva y flexible de su construcción clásica, de su vocalización musical en las mujeres y los niños, el más bello lenguaje español que podemos escuchar hoy en el mundo358.


Tanto es así que Bergamín no vacila en valorar, con su indiscreción habitual, a toda una serie de escritores -desde Gorostiza y Villaurrutia hasta González Martínez y Alfonso Reyes, pasando por Jaime Torres Bodet, Julio Torri, Rodolfo Usigli y Juan de la Cabada- en términos de la fidelidad y eficacia expresiva con que han incorporado a su escritura el «lenguaje vivo mexicano». Se detiene en obras concretas, como Hiedra, de Villaurrutia, y observa:

...sus personajes mexicanos no hablan mexicano. Hablan un castellano escrito que puede parecer mucho más de Madrid, que es donde se escribe un castellano más amorfo, menos popular, menos vivo, que de México359.


En cambio, reflexionando sobre El gesticulador, de Usigli, comenta:

...su comedia trasciende de sí misma y el tipo o figura proyectada escénicamente se agiganta a proporciones humanas fabulosas, de idéntica universalidad, de valor representativo en cualquier país, en cualquier tiempo. Sucede esto porque la particularidad mexicana que el autor ahonda fabulosamente en su más viva entraña humanísima, se verifica, se realiza poéticamente; y su propia originalidad la levanta a cimas de generalización, de universalidad, afirmativas de su singularidad mexicana misma.


(Ibidem)                


Aunque Bergamín cree sinceramente en una «comunidad de espíritu» de la que forman parte íntegra México y España, y aunque hace suyas, con igual sinceridad, las palabras de Vasconcelos, que no deja de citar -«un español que no conoce México no conoce la totalidad de su cultura»360-, es evidente que su perspectiva sobre México es tan parcial como polémica. La formula y la presenta a su público con el propósito no tanto de demostrar su conocimiento y comprensión del país y de su cultura, sino más bien para denunciar sistemáticamente cierta exaltada sensibilidad nacionalista que encuentra a su alrededor en el exilio. Recordemos, además, que ciertos propagadores de ese nacionalismo castizo son responsables de notables agresiones contra la comunidad de refugiados españoles, queriendo poner en duda la entereza de los valores culturales que ellos representan. No sería exagerado decir que la actitud de Bergamín hacia México es determinada precisamente por su propio   —235→   estatuto de portavoz y defensor de esos mismos valores -tan españoles como universales, diría él, sin duda. En el fondo, no se produce un auténtico encuentro entre el escritor y el país que le acoge en la primavera de 1939, porque la lección más importante que aprende Bergamín durante su estancia allí -lección que será repetida en sus diversos exilios posteriores: en América, en Europa, e incluso dentro de España- es que no puede dejar de ser lo que es: conciencia dolorosa de España, los ojos y el corazón vueltos siempre hacia la patria, peleando contra una realidad nacional que no se ajusta a la imagen ideal que de ella tiene. Ya en diciembre de 1940, en un artículo titulado significativamente «España peregrina», expresa una convicción íntima a la que permanecerá fiel durante el resto de su vida:

Nuestra tierra no es ésta de los continentes americanos que generosamente acoge nuestra planta. Nuestra tierra es aquélla. Y lo será siempre. España sobre aquella tierra reducida, circundada de mares luminosos, tiene sus aires y sus cielos; tiene dentro de sí su fuego, su rescoldo. El tiempo, día a día, fue pisando en nosotros esa tierra, y ahora, alejados de ella, la llevamos dentro, en la sangre que hará de nuestra carne viva, por la muerte, terruño y polvo suyo; semilla de su voz en otros aires, en otros cielos, ceniza de su lumbre inextinguible361.




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ArribaAbajoEnrique Díez-Canedo y el exilio español en México

Marcelino Jiménez León


Nuestro propósito es el de analizar brevemente el papel desempeñado por Enrique Díez-Canedo durante su exilio en México, tanto en lo que respecta a su vinculación con la vida intelectual del país que le acogió como en cuanto a la relación que mantuvo con el resto de los exiliados españoles en México.

Aunque Enrique Díez-Canedo, junto con su mujer y su hija María Luisa, llega a México el 12 de octubre de 1938362 (algunos meses antes, por tanto, del desembarco masivo del Mexique, el Sinaia y el Ipanema), su contacto con Hispanoamérica se había iniciado muchos años antes, en las fechas de su temprana estancia en París, donde conoció, entre otros, a Rubén Darío. Con el paso del tiempo aumentaría sus vínculos con Hispanoamérica, dictando conferencias y escribiendo sustanciosos artículos en la prensa. Los títulos de dos artículos de aquellos años muestran claramente cuál era la relación de Díez-Canedo con Hispanoamérica antes de la guerra civil: uno, de Armando Donoso, se titula «Díez-Canedo, el crítico de América»363 y el otro, de Gabriela Mistral, «Díez-Canedo, el amigo de América»364. A modo de ejemplo, citaremos unas frases del primero: «Ha sido Díez-Canedo el más constante, el más seguro y el más enterado de los críticos españoles que se hayan ocupado de las letras americanas (...). América le debe a este español, cosmopolita y amplio, lo más substancial del ambiente de simpatía que se le haya hecho en España a sus escritores». En 1932 estuvo en México, «donde dictó conferencias sobre la cultura española. La Universidad Nacional le dio entonces el título de profesor extraordinario»365.

Su conocimiento de la literatura hispanoamericana quedaría refrendado por un   —238→   miembro de la Academia Española, Tomás Navarro Tomás, algunos años después (en 1935), en el discurso de contestación al de don Enrique con motivo de su ingreso en dicha institución: «En el conocimiento de la vida literaria de América, no limitado a determinados países, sino extendido a la totalidad de los pueblos de cultura hispánica, se le reconoce una competencia no superada entre los mismos americanos»366. Llegó a tener cargos políticos en Hispanoamérica, como ha recordado Nellie Jorge: «en 1936 llega a la Argentina como representante del Gobierno Republicano (años antes había sido Ministro de España en Uruguay por el gobierno de la Segunda República). Pero ese mismo año comienza en España la Guerra Civil. En febrero de 1937 renunció a su cargo de diplomático y regresó a la Península»367. Cargo que desempeñó con total lealtad a la República, ya que, según Manuel Azaña, Díez-Canedo fue el único de los embajadores «políticos» que, «al cesar en su cargo, ha venido a Valencia a saludar al presidente de la República y a ponerse a las órdenes del gobierno»368.

Es sobradamente conocido que el gobierno de Lázaro Cárdenas promovió una serie de acciones de ayuda a los exiliados españoles desde antes de terminar la guerra civil. Uno de los principales proyectos fue la creación de La Casa de España en México (convertida, a partir de 1940, en El Colegio de México), cuyos dos impulsores principales fueron Daniel Cosío Villegas y Alfonso Reyes. La intención, como ha señalado Héctor Perea, era la de «no considerar a los refugiados como tales ni mantenerlos a base de pensiones, sino asimilarlos efectivamente a la vida cultural del país anfitrión, aprovechando así todas sus virtudes»369. En el grupo inicial de doce invitados por La Casa de España figuraba don Enrique Díez-Canedo, junto con otros intelectuales de renombre.

La integración profesional de los intelectuales españoles que llegaron a México durante la guerra civil fue totalmente satisfactoria, como ha demostrado Patricia W. Fagen: «eran tenidos en muy alta estima por casi todos los mexicanos con quienes trabajaban. De hecho, muchos mexicanos expresaron su placer y su sorpresa por la facilidad con que los intelectuales españoles se habían adaptado a la estructura académica de México»370. El número de miembros de La Casa se amplió notablemente durante sus dos años aproximados de existencia; pero las circunstancias históricas   —239→   motivaron la desaparición de la Casa de España en México y el nacimiento de su heredero, El Colegio de México, quedando reducida la nómina de miembros en 1940 (año en que se produjeron tales cambios) a una docena, entre los que seguía figurando Enrique Díez-Canedo371.

Dadas las circunstancias expresadas más arriba, no debe extrañar que la labor intelectual de don Enrique durante su exilio en México fuese básicamente una continuación de la que había hecho hasta entonces en España, tanto en la vertiente crítica como en la de creación.

Durante esos casi seis años de exilio participa en varios diarios y revistas como asiduo colaborador, llegando a formar parte del Consejo de Redacción de una de las revistas más importantes del exilio español en México: Romance. Pero la lista de colaboraciones en publicaciones periódicas puede ampliarse con títulos como Taller, El Hijo Pródigo o Excelsior, donde publica con frecuencia, aunque no con la asiduidad con que lo había hecho en El Sol, por ejemplo, descenso en el ritmo de trabajo que debe atribuirse a su delicado estado de salud: padecía, desde su llegada a México, una enfermedad del corazón que en 1944 le llevaría a la muerte.

Otra revista del exilio, Ultramar, en su primer y único número (de junio de 1947), evoca la figura del insigne crítico y escritor en estos términos:

Ilustre poeta y ensayista. Animador y cultivador de la crítica literaria, limpia, honesta, insobornable (...). Escritor entrañado en el fraterno panorama de la cultura de América. Hombre bueno y sabio, como lo llamara Alfonso Reyes. Y amante de su pueblo (...). Sus mejores timbres de intelectual no ceden un ápice a sus timbres de patriota372.


Junto a su labor en la prensa hay que destacar su faceta docente y de conferenciante. Si en España había sido catedrático de la Escuela de Artes y Oficios y del Instituto de Idiomas de Madrid, durante el exilio llegará a ser profesor de la Universidad Autónoma de México y del Middlebury College de Estados Unidos (en el verano de 1942)373.

El primer fruto de esas conferencias es bastante temprano: nos referimos a El teatro y sus enemigos, volumen publicado por La Casa de España en México en 1939. Las palabras preliminares nos traen los ecos de los terribles momentos en que fueron escritas:

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Quiero declarar ante ustedes mi temor de que el asunto elegido carezca de un hondo interés para mi auditorio (...) porque, en los momentos actuales del mundo, henchidos de gravedad y amenaza, llegue a parecer frívolo o vacuo, tratado, sobre todo, por quien se halla en el centro mismo donde con más furia repercuten esos amagos. Un español no puede en estos momentos abandonar sus preocupaciones humanas. (p. 7)


Más adelante volverá a referirse a «estos tiempos tan duros» (p. 9). Esas palabras iniciales son, además, testimonio de sus primeros pasos en México. Al hilo de su reflexión sobre el teatro, dice:

Me falta quizá un poco la experiencia de este medio, que no se capta en escasos días, aunque me ayuden a dirigir mis tentativas de comprensión las viejas amistades y las recientes simpatías que me han acogido al llegar ahora a este país generoso y hospitalario.


(pp. 9-10)                


En el año siguiente reedita Las cien mejores poesías españolas (México, Editorial Nuestro Pueblo, 1940), obra que había sido planeada durante la guerra civil pero que no pudo aparecer en España. El siguiente volumen de crítica que publicó lleva el título de La nueva poesía (México, El Nacional, 1942). Resultado de las conferencias que dictó en la universidad de México en 1943 es el libro titulado Juan Ramón Jiménez en su obra (México, El Colegio de México), que se terminó de imprimir, según el colofón, el mismo día de la muerte de su autor: el 6 de junio de 1944. Esta obra contiene una carta muy interesante de Juan Ramón Jiménez que es, además, una clara muestra de la estrecha y antigua amistad que unía a ambos escritores (Juan Ramón, en la dedicatoria que le hizo del primer tomo de las Elejías, le había llamado «poeta sin mancha»). En dicha carta el poeta de Moguer le da cumplida cuenta de su periplo vital (no sin ironía), de sus realizaciones y de sus proyectos, e incluso sugiere alguno a Díez-Canedo: «las conferencias suyas (...) harían de usted, como lo vengo diciendo hace veinte años, el historiador más competente y sereno de la literatura contemporánea española general. ¿Por qué no se pone a la obra?» (p. 142). El libro sobre la obra de Juan Ramón Jiménez ha recibido con posterioridad los elogios de importantes investigadores, como sucede con la mayoría de las obras críticas de Díez-Canedo.

Buena parte de los españoles de 1939 veía el exilio como una etapa transitoria; tal fue el sentimiento general hasta el fin de la segunda guerra mundial (que Díez-Canedo no llegó a ver). Ninguno de ellos olvidaba las peculiares circunstancias en que se encontraban, como podemos apreciar, por ejemplo, en las dos notas a la bibliografía de la citada obra sobre Juan Ramón Jiménez: «Me es hoy imposible reconstruirla (la bibliografía completa de las obras de Rabindarath Tagore)...» (p. 150); en la siguiente página añade: «Pero en las circunstancias actuales tampoco estamos en disposición de registrarlos todos (los libros)» (p. 151). Podemos entrever   —241→   en estas palabras la amargura de un hombre de letras que ha dejado buena parte de su biblioteca en Madrid, de un intelectual que, según testimonio de su hija María Luisa, optaba por no comprar algunos libros porque decía que ya los tenía en España. En la nota preliminar a Letras de América (México, El Colegio de México, 1944) dice de los artículos publicados: «constituyen sólo una parte de los que escribí durante mi vida: otra parte se perdió con mis papeles y libros de Madrid» (p. 9)374.

La publicación de sus artículos y conferencias no responde sólo a una antigua aspiración de su autor, sino también a la voluntad, establecida en los proyectos de ayuda a los exiliados, de «hacer extensivo el conocimiento científico y humanístico de manera popular. Ambos proyectos, además, vieron como un medio fundamental del proceso educativo a la conferencia y a su plasmación por escrito en los libros»375.

Aunque Díez-Canedo desaparece en una fecha temprana, su recuerdo y su obra van a permanecer vivos durante mucho tiempo gracias a las reediciones, como es el caso de su antología de la poesía francesa, titulada La poesía francesa: del romanticismo al superrealismo, que publicó la editorial Losada en 1945, o a las compilaciones de sus artículos que vieron la luz en la editorial Joaquín Mortiz, propiedad de uno de los hijos de don Enrique. La editorial tenía un ambicioso plan de publicación de obras del crítico que no pudo realizarse plenamente. De los proyectos que sí llegaron a buen puerto el más importante es la recopilación de los Artículos de crítica teatral (cuatro volúmenes), que siguen siendo de referencia obligada para calibrar el panorama teatral español anterior a la guerra civil.

Más breves, pero no menos interesantes, son sus Estudios de poesía española contemporánea (México, Joaquín Mortiz, 1965), para cuya ordenación se sigue el guión de un curso que don Enrique impartió en Manila en enero de 1936 (según la nota preliminar). La obra arranca con un capítulo titulado «Modernismo y 98» y termina con «Los nuevos poetas», donde estudia, entre otros, a Moreno Villa, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, Gerardo Diego y Rafael Alberti.

También conviene recordar la nueva edición (aumentada) de las Conversaciones literarias (1915-1920) y su ampliación con dos series más, que abarcan los años 1920-1924 y 1924-1930376.

Con esta empresa editorial puede decirse que culmina una aspiración que había tenido don Enrique desde fechas muy tempranas, pero que con frecuencia se había encontrado con problemas editoriales, como lamenta en una entrevista de 1928: «Muchas veces he tenido este propósito (el de recopilar en libro algunos de sus artículos), al cual obedeció la edición de mis Conversaciones literarias (...). Pero las dificultades editoriales son muy grandes...»377.

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En los últimos años de su vida don Enrique continuó escribiendo poesía. Además de los poemas recogidos en antologías (como la que compiló Giner de los Ríos con el título de Las cien mejores poesías españolas del destierro), vieron la luz en México varios libros suyos: en 1940 se publica un breve poemario titulado El desterrado (México, N. M. Lira), donde da cuenta de su modo de ver las circunstancias históricas que está viviendo. Algunos de los poemas de este libro ya habían aparecido en el número XIII de la revista Hora de España, como ha apuntado J. M.ª Gutiérrez Fernández378. El 24 de diciembre de 1944 se termina de imprimir un breve libro de poemas, recogidos y ordenados por su hijo Joaquín, con el título de Jardinillos de Navidad y Año Nuevo (México, Darro y Genil). De los once poemas que contiene, sólo dos no habían sido recogidos antes en volumen: son los titulados «Poniente» y «Scherzo de los murciélagos». El primero da comienzo al libro, y se aprecian en él la ironía, la serenidad y la integridad de que hizo gala su autor:




Poniente


Duerman Góngora y Ovidio,
foscos, rancios mamotretos,
elegías y sonetos,
-¡perdón!- cansancio y fastidio.

Nada temo, nada envidio,
vuelan en círculos prietos
sobre mí los Paracletos;
con fantasmas ya no lidio.

Véspero, calma. Mi paso
por la senda del poniente
seguro avanza, sin prisa.

Alba es la luz del ocaso.
Y en el camino ascendente
ya es el cierzo halago y brisa.


Otro libro de poesía ve la luz en 1945: Epigramas americanos (México, Fondo de Cultura Económica). La obra está dividida en dos partes; es en la segunda donde aparece claramente el destierro. Como ha señalado Marielena Zelaya, «en 'Tres epigramas de refugiado', Díez-Canedo se acerca al fenómeno de la presencia de los españoles en México y traza una progresión que va desde el planteamiento abstracto hasta la prueba contundente de la irreversibilidad del exilio»379.

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Para concluir este brevísimo recorrido por su obra poética en el exilio, recogemos un fragmento del poema «El desterrado» que, para Francisco Giner de los Ríos, era «la divisa de todos nosotros, la cifra de nuestro ser desterrado»380:


Lo pasado y lo abolido
se halla vivo y presente,
se hace materia en tu cuerpo,
carne en tu carne se vuelve,
carne de la carne tuya,
ser del ser que eres,
uno y todos entre tantos
que fueron y son y vienen
hecho de patria y ausencia,
tiempo eterno y hora breve,
de nativa desnudez.


Además de la labor crítica y de la de creación, no hay que olvidar su faceta de traductor. Su profundo conocimiento de varios idiomas ya le había permitido realizar traducciones en España, tarea que se verá aumentada en México con tres títulos: La historia como hazaña de la libertad, de Benedetto Croce (México, FCE, 1942); La dama de las camelias, de Alejandro Dumas (México, Editorial Leyenda, 1942) y Carmen. Mateo Falcone. Las almas del purgatorio, de Próspero Merimée (México, Publicaciones Atlántida, 1943)381.

En cuanto a la relación con los demás exiliados en México, desde el principio brindó su ayuda desinteresada -de igual modo que había hecho en España- a los exiliados que iban llegando y a los jóvenes escritores que se le acercaban en busca de consejo. Si autores como Max Aub o León Felipe se vieron en sus comienzos alentados por el conspicuo crítico, durante el exilio mexicano seguirá manteniendo el mismo carácter afable de siempre, sabiendo «decir las cosas sin herir la superficie de la convivencia», como recordaría Max Aub bastantes años después382.

Don Enrique había pasado parte de su juventud en Barcelona, y podía preciarse de ser, según G. Díaz-Plaja, «el primer traductor de la obra de Eugenio d'Ors al castellano (La muerte de Isidro Nonell, 1905)»383. De aquellos amigos catalanes algunos también tuvieron que exiliarse en México; entre sus conocidos había importantes personajes de la política catalana, como Lluís Nicolau d'Olwer, o de la literatura,   —244→   como su gran amigo Josep Carner. Además, la casualidad quiso que en la casa de enfrente viviesen varios catalanes, con los que mantuvo estrecha relación; a muchos de ellos les prestó libros en catalán don Enrique, que era uno de los pocos que los tenía.

De su buen hacer, tanto en la vertiente literaria como en la humana, son muestra los elogios que recibe en el número especial de la revista Litoral (agosto de 1944) que, como homenaje póstumo, le dedican escritores de la talla de Manuel Altolaguirre, Max Aub, Josep Carner, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, Alfonso Reyes o Benjamín Jarnés. Todos coinciden en sus palabras de elogio sincero, que se cifran en esta frase de Alfonso Reyes: «Era uno de los hombres más sabios y más buenos de nuestra época (...). Todo delicadeza y alegría de la mente».

A modo de conclusión, citaremos unas palabras de Enrique Díez-Canedo, recogidas por Héctor Perea: «Los españoles en México, como los mexicanos en España, pudieron, en palabras de Díez-Canedo, continuar su 'diaria labor'»384.



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ArribaAbajoEl panorama literario mexicano a la llegada de los escritores españoles

María del Mar Paúl Arranz. Universidad Europea de Madrid


La fecha de 1910 marca en México una ruptura sólo comparable históricamente a aquella otra de la independencia un siglo antes. La Revolución, que pone fin a la dictadura porfirista, representa en muchos sentidos la nueva fundación de México, al menos en el terreno del lenguaje político, no sólo porque se rompe con el pasado inmediato sino porque se inaugura el futuro en el que todo está por hacerse con bases nuevas. Después, lo que fue un movimiento armado encuadrable en unos límites temporales precisos pasó a ser un conjunto de principios, postulados y promesas, es decir, una abstracción que afectaba tanto a las causas del proceso revolucionario como a su término. Al institucionalizarse, la idea de la Revolución se inmortaliza y se convierte en el marco de legalidad absoluta, en el regulador de toda posibilidad de cambio. Mientras tanto se va acuñando una ideología con que sustentar los sucesivos gobiernos, un mensaje con el que persuadir al país, una retórica para soslayar la crítica y una mística para celebrar.

Por supuesto, la cultura tenía que mostrarse acorde con esas transformaciones, imbuirse del mismo espíritu, ser proyección de la ideología naciente. De tal suerte que, a lo largo de toda la primera mitad del siglo XX, asistimos a un debate ininterrumpido, aunque fragmentado en una serie de polémicas, sobre el sentido y la función del arte: ¿cómo debe ser la nueva literatura?, ¿cuál el papel del intelectual?, ¿sobre qué bases deben establecer ambos sus relaciones con la sociedad?, por ejemplo. Es todo un proceso ideológico y estético en el que está en juego la creación de la literatura «nacional» (o de la literatura sin adjetivos). En realidad, éste había sido uno de los grandes anhelos desde el siglo XIX y desde luego no fue exclusivo de México, sino común a todo el continente americano. Algunos lo entendieron como un rechazo de cualquier manifestación con resabios extranjerizantes y los más radicales como el necesario distanciamiento de los lazos que unían a América con la cultura occidental, convencidos de que sólo borrando su huella podrían hallarse las   —246→   verdaderas señas de identidad. En México el sentimiento de reafirmación nacionalista que despierta la Revolución toma además un sesgo muy concreto: o el arte se liga de algún modo a la nacionalidad y se convierte en exponente de sus peculiaridades o es un arte descastado que se ve marginado de los centros oficiales.

A partir de 1920 empezaron a oírse las primeras voces reclamando, a los escritores en particular, un mayor grado de implicación con la realidad histórica inmediata. Los acontecimientos debían impulsar un cambio sustancial en las conductas y en las formas literarias. El gran debate sobre la literatura estaba servido. Y así, en la gran polémica que se desata en 1925, los más próximos a la ideología revolucionaria, todavía incipiente, abogaron por una literatura de compromiso con el entorno y de búsqueda de la mexicanidad, pues a su juicio la Revolución no había producido una literatura y el intelectual mexicano había ignorado el hecho como si le fuera ajeno. Mariano Azuela proporcionó con su obra Los de abajo un modelo posible, luego sancionado oficialmente. Para algunos, sin embargo, la propuesta de Azuela resultaba bastante dudosa puesto que incorporaba al tratamiento de la Revolución una alta dosis de autocrítica y desencanto. Por añadidura, la polémica puso al descubierto otros problemas colaterales: la frágil estructura editorial, el enrarecido ambiente crítico, la eterna dependencia del intelectual respecto del Estado. En fin, entre descalificaciones por razones de edad, de formación, de lecturas y de tendencias sexuales385, la polémica sirvió para que todos tomaran posiciones y para que se establecieran entre los más jóvenes diferencias estéticas profundas. Pero también contribuyó a sembrar el medio cultural de un mayor sectarismo y a potenciar la creación de grupos y asociaciones para no enfrentar a solas el riesgo de escribir; dejará su huella en un tipo de crítica que no sabrá prescindir de la pasión y que se moverá entre la apología incondicional y la descalificación sin atenuantes. «Lo paradójico -como asegura Sheridan- es que todas las tendencias insinuadas en la polémica salieron reforzadas de ella»386. Pues, mientras esto sucedía, unos se dedicaban a experimentar dentro de las corrientes vanguardistas, nacionales y extranjeras (estridentistas, Contemporáneos, el propio Mariano Azuela); otros apostaban por una novela de reconstrucción histórica (colonialistas); y otros ponían su verbo al servicio de la causa socialista, al mismo tiempo que seguían invocando esa novela nacional que no llegaba.

Por otra parte, a finales de los años veinte y principios de los treinta, las ideologías de izquierda experimentaron un auge notable, debido fundamentalmente a tres factores: a la crisis del capitalismo, a la influencia de la Unión Soviética y a la amenaza   —247→   fascista. Los gobiernos mexicanos realizaron consecuentemente algunas concesiones y salpicaron sus discursos de ambiguas referencias marxistas. Ello permitió la proliferación de numerosos grupos que concebían la literatura como un medio de acción política y supeditaban la obra artística a un nacionalismo literario de índole social. Entre ellos estaban los agoristas y el Bloque de Obreros Intelectuales, también los estridentistas. De modo general todos asumían el proceso de ideologización de la Revolución Mexicana para mostrarlo en sus obras y hacían alarde de un profundo antiesteticismo, entendido éste como la censura del interés exclusivo por lograr belleza en la obra de arte387.

En los años siguientes aparecen esporádicamente textos que prolongan la controversia, hasta llegar a 1932, en que, a vueltas otra vez con la vanguardia, se produce el otro gran momento crítico. El grupo Contemporáneos, que se había conformado como tal en una serie de publicaciones, se convirtió en nuevo objeto de ataque. Ningún otro grupo representaba mejor la disensión del modelo literario nacionalista que se estaba imponiendo. Lo que pasaba inadvertido a sus enemigos es que con su posición estaban siendo fieles a otra revolución, la que precedió y discurrió al margen de las armas, y que reconocía a López Velarde como precursor. La impronta renovadora que animó por aquellas fechas a los miembros del Ateneo de la Juventud resultó en este sentido determinante. Con sus actitudes y su inquietud, con su defensa de la autonomía de la cultura respecto de la política, fueron abriendo caminos que ahora recorrían los Contemporáneos. Pues de ellos les vendrá esa pasión por el estudio y la práctica literaria crítica y rigurosa. Como ellos, asumirán el elitismo del «gusto y la inteligencia»388. Ahí estaba la brecha que enfrentaba a los vanguardistas con esa literatura de «sarape y nopal»389, como se la tildaba despectivamente pese a los esfuerzos de Abreu Gómez por desmentirlo («el nacionalismo de nuestro credo es un nacionalismo de raíces y no de hojas»390). En el fondo, preocupaba que, dada la proyección que alcanzaban a través de sus revistas, fueran considerados internacionalmente como los exponentes de la literatura mexicana. Los términos tradición, vanguardia, universalidad, se sometieron a nuevas redefiniciones. Pero esta vez se vieron implicados en la polémica todos los que ocupaban algún lugar en el panorama de las letras, en especial Alfonso Reyes, al que también   —248→   se le recriminó su alejamiento y su silencio391. Pero la última batalla se libró en torno a la revista Examen, dirigida por Jorge Cuesta, y cuya censura, debida a que en uno de sus textos se atentaba contra la moral y las buenas costumbres, planteó el grave problema de la libertad de expresión. En el fondo, fue la prueba de la falta de concesiones de una política cultural que ya estaba definida.

Todo lo dicho hasta ahora podría darnos la sensación de que estamos en un país cuya actividad literaria y editorial es absolutamente frenética. Sin embargo, los datos confirman un panorama cultural pobre y limitado, a menudo confinado en revistas y periódicos392. Publicar, por tanto, es una tarea heroica, la crítica persiste en su cicaterismo y el nacionalismo ortodoxo tiene momentos de verdadero esplendor. Hasta el punto de que en la Cámara de Diputados se forma un Comité de Salud Pública con el único objetivo de depurar el gobierno de contrarrevolucionarios. El 31 de octubre de 1934 un grupo de intelectuales solicitan a este Comité que haga extensivos sus acuerdos a los individuos de moralidad dudosa y a los que con sus actos afeminados constituyen un ejemplo punible y crean una atmósfera de corrupción que ponen en peligro las virtudes viriles de la juventud393. Todos unidos frente a los «otros», que, por supuesto, seguían siendo los mismos. Aunque la acusación de afeminamiento permanece -y las referencias personales no se le podían escapar a nadie-, ya no es de orden literario sino moral, y compromete la salud del Estado y de la sociedad. Había que conjurar ese peligro como fuera. El gran reproche que, pasados los años, volvía a dirigirse contra ellos era este vivir de espaldas a la «mexicanidad» y a pesar de eso cobrar de las arcas del Estado. Se prefería olvidar que de un modo u otro todos lo hacían y que tal vez no podía ser de otra manera: «Seguir   —249→   en México la carrera literaria es, cuando se tiene éxito, enquistarse en el organismo burocrático, con la cómoda actitud del parásito y bajo la continua humillación que sufren todos los protegidos. No da el medio para otra cosa ni existe, en la cercana distancia, otro horizonte»394. Y es que la sociedad había creado, efectivamente, la noción de «intelectual», lo que no había hecho era darle un lugar en ella o tener las condiciones en las que se desarrolla lo que se llama un «intelectual independiente». Podemos entonces preguntarnos si un medio que no considera al artista por lo que hace (si está bien hecho), que lo ningunea si no acata las consignas oficiales, puede exigir a ese artista que sintonice con él o tan siquiera esa «honestidad intelectual» en la que arriesga económicamente la vida. En todas partes alguna vez se ha tildado al artista con adjetivos equivalentes a los empleados en México cuando se ha despegado de su circunstancia, y en todas partes alguna vez se le exigió un compromiso más allá del contraído con el arte. Esa insistencia en replantearse en toda hora y lugar el papel del intelectual en la sociedad, a menudo esconde la falta de compromiso de todos los demás sectores sociales. Como si la cultura no fuera ya un derecho universal, y la capacidad -o la voluntad- de asumir posturas no fuera una elección simplemente humana.

Cuando en 1934 Lázaro Cárdenas llega al poder, el desencanto se había apoderado ya de la sociedad mexicana, que había visto frustradas muchas de las promesas de los gobiernos revolucionarios. Cárdenas inició una intensa campaña de reparto de tierras, puso en marcha toda una política de alianzas entre los sectores sociales (tanto obreros como campesinos), pero además, y esto es muy importante, redefinió el concepto mismo de Revolución mexicana, «concebida -en sus propias palabras- como un conjunto de aspiraciones populares que no se estanca, sino que vive en orgánico movimiento de renovación»395. De este modo enuncia un principio que será constante en la retórica de todos los gobiernos posteriores, la Revolución como un proceso permanente, que no tiene fin, y de la que el partido oficial se convertirá en garante indiscutible. El nacionalismo será el otro pilar básico de esta ideología, porque se necesitará apelar a un sentimiento capaz de aglutinar al país entero en torno a un programa de gobierno. Pero Cárdenas comprendió que sólo actuando en nombre de las masas podría legitimar el intervencionismo del Estado en la vida social y que el populismo gratuito no era suficiente para sostener un país que ya hablaba, al menos en ciertos sectores, de lucha de clases y dictaduras del proletariado; que tenía un sindicalismo incipiente, partidos políticos capaces de organizarse, aun en la clandestinidad, y de movilizar grandes contingentes de posibles adeptos. Por eso, cuando la amenaza del fascismo en Europa moderó las posturas   —250→   de los partidos socialistas de todo el mundo, vio en ello una ocasión inmejorable para establecer una alianza institucional con la izquierda y así alcanzar el sueño de un Estado integrador. A consecuencia de esta alianza las organizaciones artísticas creadas a la sombra del Partido Comunista, en especial la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios396, capitalizaron entonces los favores del gobierno y ejercieron un monopolio casi absoluto en la actividad cultural. Para estas fechas el compromiso izquierdista se había fusionado, en la mente de casi todos, con el concepto de Revolución Mexicana, y antes que socialistas o comunistas se declaraban nacionalistas. Por eso los viejos anatemas conocidos de artepuristas, descastados, volvieron a recaer en muchas cabezas y se expulsó de sus filas a pintores que por su temática se apartaban del color local. Ése fue el caso de Rufino Tamayo, María Izquierdo y Carlos Mérida. El muralismo volvió a imponerse, retomó espacios perdidos e introdujo una modalidad de trabajo colectivo. La estética del realismo socialista promovida por la LEAR fue así adoptada por el Estado. Paradójicamente, a juzgar por el escaso muestrario, la literatura revolucionaria y socialista sólo existió en la letra del discurso que la animaba, pero no en la realidad. Si las escribieron no se publicaron, lo que dado sus fines propagandísticos venía a ser lo mismo. Frente a ella, la novela de la Revolución ofrecía títulos numerosos. Ante la presión ambiental, casi todos los Contemporáneos dejaron sus puestos en el gobierno cardenista y se desviaron hacia las actividades privadas o la enseñanza, pero no tardarían en regresar a la burocracia, como tantas otras veces.

Lo que resulta claro al cabo de los años es que el discurso oficial aprende a moverse con relativa holgura combinando contradicciones: se teme la influencia de la izquierda pero se estimula un arte de tendencias sociales; se rechaza el credo comunista, pero se apoya a los artistas que lo profesan; incluso a nivel individual se puede negar la ideología, pero la manifestación pública del arte no debe traicionar la norma oficial imperante. El Estado mexicano encontró una vez más la forma de controlar a sus creadores, de fabricar moldes lo suficientemente ambiguos para que se desarrollaran. Fue una contrapartida: cuando la política de Cárdenas despertó sospechas en los grandes sectores conservadores por radical y «socialista», o cuando brindó su apoyo a la causa republicana española, necesitó de los artistas e intelectuales para defenderla y propagarla. Por ello puso en manos de los learistas los órganos de orientación cultural.

Es, pues, en este contexto donde hemos de situar la llegada de los exiliados españoles. Desde luego el país que se encontraban distaba mucho del que quedaba   —251→   atrás, pero ya hemos visto, por lo que se refiere a la literatura y al arte, que estamos situados en un ambiente fragmentado en grupos y cenáculos ávidamente entregados a la tarea de desacreditarse, y en un espacio cultural que presenta notables obstáculos para la producción. Los exiliados también iban a ser receptores de ataques virulentos, sobre todo cuando empezaron a llegar masivamente. La fundación de La Casa de España, en 1938, había sido bien aceptada por lo que tuvo el hecho de testimonial y por la calidad de los huéspedes, pero cuando el país se abrió a un contingente tan numeroso la acogida fue muy desigual. Muchos periódicos desataron una agria campaña anti-refugiados en la que a menudo se les tildaba de «asesinos, incendiarios y comecuras». Organizaciones religiosas, organizaciones próximas al fascismo y asociaciones de padres de familia lanzaron manifiestos en su contra. También los españoles viejos, los «gachupines», se opusieron, pues en su mayor parte simpatizaban con la causa de Franco. En términos generales se opusieron los enemigos del presidente Cárdenas y los apoyaron sus simpatizantes, sin que pueda establecerse una frontera ideológica clara. Para los conservadores del país, los nuevos huéspedes podían acrecentar el izquierdismo de la Revolución Mexicana. Para los liberales, los refugiados eran simplemente españoles y esto chocaba con su nacionalismo indigenista y antihispánico397. Además, esta llegada se producía cuando México estaba en vísperas electorales y, por tanto, el tema formaba parte de las tensiones que fomentaban los candidatos.

El pueblo mexicano se dirimía entre la aceptación y el natural rechazo a quienes siempre se consideró conquistadores. Otro tanto sucedía en los ámbitos culturales. Los grupos izquierdistas o los intelectuales de ideas liberales les recibieron calurosamente y les invitaron a participar, incluso de forma directiva, en periódicos y revistas. Tal es el caso, por ejemplo, de la revista Taller, en la que, invitados por Octavio Paz, llegaron a acaparar la redacción, «con lo que Taller dejó de ser lo que había sido y se convirtió, o muy poco le faltó para ello, en una revista española editada en México». Este parecer expresado por Rafael Solana, su co-director antes de abandonarla, representa la abierta reserva de muchos otros398. En general, como señala Vicente Guarner, «el desenvolvimiento de los artistas dependía del grado de protección que aquel que fungiese como cabeza de cada campo estuviera dispuesto   —252→   a otorgarles»399. Entre la generalidad esa acogida dependía de los recelos que su competencia o cierto trato de favor pudieran despertar400. En términos artísticos era impensable que los españoles pudieran asumir las consignas oficiales, ya fueran las estrictamente nacionalistas o las de inspiración soviética, pues poco o nada encajaban en sus bagajes artísticos. Era un problema de estilo y de contenido. En ese sentido tenía razón Solana: los españoles no podían incorporarse a la literatura ni al arte mexicano. No rompieron con los intereses que tenían en España y rara vez se ocuparon de los asuntos contemporáneos, tanto de aquí como de allá. Eran extranjeros en un país en el que esas mismas consignas oficiales condenaban cualquier manifestación con ecos extranjerizantes. No puede dejar de sorprendernos, en todo caso, la celeridad con la que se organizaron. Indicio sin duda de las facilidades que obtuvieron. En 1939, por citar sólo algunos ejemplos, ya estaba constituida la Compañía de Arte Lírico y se estaban reponiendo zarzuelas. En diciembre de ese mismo año estrenaba en el palacio de Bellas Artes una compañía española, incluso poco después se creó la compañía de teatro clásico. En 1940 ya funcionaban algunas revistas, librerías e imprentas. Los españoles ampliaron así las oportunidades de publicación para muchos escritores sin que tuvieran que obtener el nihil obstat del Estado-patrón y promotor de cultura.

En fin, forma parte de las ironías de la historia que fueran los filósofos españoles los que más contribuyeran, ejerciendo su magisterio, a sentar las bases de esa corriente filosófica de búsqueda de la identidad nacional que fue el grupo Hiperión, o que antropólogos de uno y otro lado trabajaran codo con codo sobre la época colonial y las civilizaciones prehispánicas. ¿Acaso existió alguna vez un modo mejor de integrarse en un país que fundirse en el pensamiento que forja el devenir de ese pueblo?



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ArribaAbajoRefugachos y refifigiados. (Notas sobre el anti-intelectualismo mexicano frente al exilio español)

Guillermo Sheridan. Universidad Nacional Autónoma de México


Del profuso acervo hemerográfico de amplia coloratura derechista que a partir de 1938 se manifestó en México contra el exilio español -problema apenas estudiado401-, comentaré específicamente algunos puntos sobre el trato otorgado al sector intelectual del exilio.

Como ha señalado José Antonio Matesanz de manera sumaria402, sabemos que «es un mito que los refugiados hayan sido bien recibidos en México». Los «hermanos exiliados» del discurso oficial eran para la población media «refugachos» o «refifigiados», embajadores de una querella política y religiosa que, para algunos, estaba por reiniciarse entre equivalentes facciones ideológicas en tierra mexicana.

El malestar tenía además otras causas. Además de la hispanofobia crónica que, como dice Salvador Novo, «tiene raíces psicoanalizables gracias al acreditado complejo de Edipo... complejo que germinó en los libros de texto del XIX para llevar al corazón de los niños el odio a los gachupines»403, Cárdenas y la República Española se identificaban con un comunismo al que el Papa Pío XI denostaba en sonoras encíclicas (que dedicaban párrafos especiales a Rusia y a México, países «donde el comunismo ha conseguido afirmarse y dominar»404). El anticomunismo del Papa dio pie a una industria editorial financiada por el oportunismo de la colonia española de filiación falangista, de los norteamericanos recién heridos por la expropiación petrolera y de sociedades mercantiles de capital alemán, hartas de lidiar con la poderosa Confederación de Trabajadores de México -la CTM- y su líder «rojo»,   —254→   Vicente Lombardo Toledano405. Estas campañas prendieron fácilmente entre la clase media católica, incómoda en general con el «bolcheviki» Cárdenas, pero que se reactiva cuando el proyecto de la «educación socialista» legitima la autoridad del estado a ser la única instancia educativa legal, lo que da origen a la aparición de organizaciones militantes como la Acción Católica o la Unión Nacional Sinarquista, previas a la fundación del conservador Partido Acción Nacional en septiembre de 1939.

Se entiende, pues, que los exiliados representaran «dos de las imágenes más explosivas para México: la del rojo y la del gachupín» y que «la llegada de los republicanos españoles a México se viera como una invasión de gachupines rojos, lo que era el colmo»406. Pero si ser gachupín era malo, y rojo era peor, y la combinación de ambos el colmo, a la tipología de los intelectuales se agregaba el anti-intelectualismo, posterior en la genealogía del prejuicio a los otros elementos, pero no menos vigoroso y recientemente reciclado durante la Revolución. El blanco fácil, los intelectuales españoles rojos, fue el colmo de los colmos.

Las razones políticas, filantrópicas y hasta demográficas del gobierno de Cárdenas nunca lograron abatir la abrumadora suma de estas circunstancias, y el caso de los intelectuales exiliados y la Casa de España se prestó para atizar el fanatismo de derecha con mucho mayor vigor que, digamos, el del exilio campesino o técnico.

La propaganda de la prensa derechista contra la Casa de España, fundada por Cárdenas en 1938 y dirigida por Alfonso Reyes a partir de 1939, inflamó a la opinión pública. Un profesor de la facultad de derecho, Eduardo Pallares, escribe el día anterior a la llegada del Sinaia:

La inversión de los valores sociales que tiene lugar hoy en día ha alcanzado un punto máximo de injusticia al otorgar a los extranjeros un lugar privilegiado en detrimento de los nacionales (por) la pasión sectaria, la ceguedad producida por el furor del radicalismo ideológico y político que da origen a privilegios que tanto «nos arden» y que se conceden no a los extranjeros por serlo, sino por ser rojos escapados del infierno de España. No se protege a filósofos, literatos y sabios por serlo, sino porque son comunistas derrotados. Los universitarios nos sentimos humillados cuando vemos que hay sujetos que (...) adquieren de golpe y porrazo una situación excepcional con magníficos sueldos y facilidades que a los mexicanos se nos han negado desde que México es nación independiente (...)407.



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Luego, acusaba a la Casa de otorgar a sus miembros sueldos de 600 pesos al mes, que contrastaban con los 75 que ganaba un profesor universitario mexicano408. Este mitema expansivo crece de tal forma que, en su columna semanal, Novo comenta: «La gente tiene noticia de que en algún lugar de la ciudad funciona una Casa de España dotada de alcobas, clima artificial y bodega de champaña y destinada a dar la gran vida a un número misterioso de conspiradores izquierdistas...». Y agrega, no sin razón:

Si la Casa de España hubiera mostrado el tacto de no llamarse Casa de España, sino, por ejemplo, Centro de Estudios Superiores, no habría venido a ser el pararrayos de un complejo de inferioridad manifiesto con la más lamentable evidencia en artículos como (el de) Eduardo Pallares, que truena, fulmina, confunde, deja por los suelos el decoro de la hospitalidad mexicana y juzga en tan poco la capacidad de ganancia de los escritores, que le parece exorbitante que a Alfonso Reyes se le paguen treinta pesos diarios (...)409.



La prensa derechista, que ignoraba las esporádicas y escuetas notas aclaratorias de Reyes, abreva de todos los ingredientes ya señalados: odio a Cárdenas, anticomunismo, hispanofobia. Dice un comentarista:

El gobierno de Cárdenas paga espléndidamente a ciertos intelectualoides de alquiler para que lo alaben (...) Cárdenas, para estos monederos falsos, es más que César y Platón juntos (...) tienen una insolencia sólo comparable al dinero que reciben (...). El gobierno aparece como protector de la inteligencia en este hotel de lujo de intelectualoides emboscados que ganan sueldos que son un latrocinio al miserable pueblo de México (...)410.



La noción de que los exiliados tenían como misión, además de hacer propaganda del régimen, hacer una guerra civil española en México no se hace esperar, como se desprende de un artículo del pintor Gerardo Murillo, el doctor Atl, para quien los intelectuales del Sinaia son

(...) profesores marxistas fracasados; intelectuales de cuarto y quinto orden, tipos que ni la Francia comunista (sic) ha querido admitir, que vienen a soliviantar a las masas de trabajadores, dominadas por líderes azteco-judaico-comunistas desde la Casa de España, abrigo de la andante gachupinería411.



Un énfasis semejante (cuando las fotos de los exiliados bajando del Sinaia con   —256→   los puños en alto saturan la prensa), que propone que los milicianos exiliados vienen a fortalecer militarmente a Cárdenas y a la CTM, prevalece en el semanario Hoy que publica, a partir de julio, una entrega semanal titulada «La conquista de México en 1939»412. La revista defiende a los españoles de viejo arraigo, que se anuncian en ella profusamente413, y pone énfasis en la tesis de que es con dinero del erario público mexicano que la trayectoria política de los exiliados atenta contra el público mismo: «Se ve que los refugiados no vienen a sumarse al país, sino a engrosar las filas de la CTM; no traen la paz, sino la guerra; no son huéspedes de México, sino de Lombardo...»414.

Una revista singularmente violenta, la única que se asume declaradamente fascista, es la quincenal Lectura (Revista crítica de ideas y libros), fundada en mayo de 1937 por el filósofo graduado en Lovaina Jesús Guiza y Acevedo. La revista publicaba material de Paul Claudel, Hillaire Belloc, Charles Maurras y el infaltable José María Pemán, entre columnas de tema mexicano cuyo blanco favorito son los «indolatinos marxistas», enemigos de los «católicos romanos» y el exilio español («México es la colonia penal de España», se titula un editorial). Interesada en la poesía, a diferencia de otras revistas, Lectura publicaba junto a García Lorca (la «Oda al santísimo sacramento») himnos criollos a sus héroes predilectos:


En el cielo hay azul, y en la sonrisa
del batallón de requetés románticos
se quiebra el sol en oraciones puras
para el Dios inmortal por quien lucharon;
y en las «Camisas negras»
canta la gloria para el César Fuerte:
Mussolini venció; venció el fascismo
y con el Fascio, Roma y la cultura!!415



Un detalle interesante en Lectura fue la forma en la que, dada la coincidencia del exilio español con el tricentenario de la muerte de Juan Ruiz de Alarcón, la susceptibilidad mexicana convirtió al dramaturgo mexicano emigrado a España, donde padeció grandes penurias económicas y maltratos por parte de Lope de Vega y otros competidores, en justificación de la hostil campaña contra los poetas españoles recién llegados. Un poeta anónimo (quizá Salvador Novo) redactó estos epigramas sobre el asunto, con alusiones a Moreno Villa y a Bergamín (en los que el último verso de cada cuarteta es el título de una comedia alarconiana):

  —257→  


No aspiraba al mimetismo
ni era semejante a ellos,
por más velludos más vellos,
el semejante a sí mismo.

Un dramático de antaño
llamó siempre a los empeños
españoles, por sus dueños,
los empeños de un engaño.

¿Dónde, con sesera escasa,
de España basta llegar,
para hallar comida y casa?
Mudarse por mejorar...

No hay español que se abstenga
en el colonial refugio
de cantar sin subterfugio:
no hay mal que por bien no venga.

Con una intención oscura,
de este Belarmín el labio
en superfluo desagravio
ganar amigos procura.

No es la nuestra rencorosa,
pero tu actitud al fin,
sincera o no, Belarmín,
es, la verdad, sospechosa.

Don Juan pretendió un empleo
en España, es la verdad;
mas en lograr su deseo
se tardó una eternidad.

Con tanta facilidad
en cambio, los emigrados
en la Colonia empleados
se miran, que por los hechos,
se creen los solos derechos
en tierra de corcovados.

Sólo faltó Corcovalla
en la palaciega saña
de una bufonesca obrilla
de enanos, negros y villa-
nos de la Casa de España416.



  —258→  

La violencia de Guisa y Acevedo y su revista contra «Los refugiados, expelidos del organismo de España por verdaderos movimientos peristálticos...»417, en poco merecería repasarse si no fuera por la presencia en sus páginas de un inusitado colaborador involuntario.

Cuando Pedro Salinas viene a México a conferenciar en 1938, Guisa y Acevedo reproduce un poema suyo418 cuya espiritualidad le parece contradecir su «izquierdismo». Salinas, dice Guisa y Acevedo, «propinó una desagradable sorpresa a los camaradas mexicanos cuando le oyeron mencionar en sus conferencias el nombre de Dios y del Rey». Los «indolatinos» marxistas, dice, sostienen que los españoles no trajeron a estas tierras sino «vicios, ignorancia y fanatismos», y Salinas vino a demostrar que «los poetas españoles, católicos y monárquicos, trajeron la lengua y con la lengua la poesía y con la poesía toda la realidad moral, intelectual y religiosa de la civilización». Lo que da importancia al suceso es que, rompiendo el sobreentendido pacto de indiferencia que solía rodear a estas publicaciones, y en uno de los muy contados ejemplos de una respuesta española a esa hostilidad, Salinas, ya de regreso a Wellesley, le contesta a Guisa y Acevedo. La carta, hasta hoy inédita en España419, dice así:

8 Appeby Road.
Wellesley, Mass.

Wellesley,10 de octubre de 1938

Señor Director de Lectura
México, D. F.

Distinguido señor mío:

En el número 1 del tomo VI de la revista de su digna dirección, correspondiente al 15 de septiembre de 1938, aparece un soneto reproducido de mi primer libro (Presagios, 1923), al que le van antepuestos unos comentarios sobre mi estancia y conferencias en México. Como creo advertir en ellos cierta posibilidad de interpretación equívoca para el público mexicano, me permito enviarle estas aclaraciones, con el ruego de que les dé acogida en la revista.

«Salinas es un hombre de izquierdas, o al menos como tal aparece en México», dice Lectura. No acostumbro a aparecer sino como lo que realmente soy. Y en efecto, sin haber pertenecido nunca a ningún partido político oficial, soy eso que, de un modo general, se suele llamar un hombre de izquierdas; es decir, izquierdista universal, republicano español, y partidario por completo del pueblo español y de su gobierno presente en la lucha   —259→   actual. Y, ante todo, convencido enemigo, con la más honda convicción, de toda forma política de nazismo o fascismo, porque considero a estos regímenes como el peligro más grave e inmediato que hoy existe para la vida espiritual del hombre. Precisamente porque creo en lo eterno, como dice el comentario de esa revista, porque creo en las realidades espirituales y morales del ser humano individual, es por lo que mi conciencia se opone a aceptar sistemas políticos donde no se respeten, donde se persigan, las libres formas de expresión de la personalidad humana, en cualquiera de sus aspiraciones eternas. Creo que en mis conferencias analicé con igual deseo de comprensión, con la misma simpatía poética, tipos muy diversos de realidades poéticas españolas, ya fuese la espléndida poesía mística de San Juan de la Cruz, o la poesía pagana y sensual de Góngora. Pero ni me proponía hacer propaganda de catolicismo con la una, ni de paganía con la otra. Y rechazo toda interpretación de mis conferencias que rebase el puro ámbito de lo poético esencial.

Dice Lectura, con razón, que mencioné los nombres de Dios y del rey. Y sigue, ya no sé si con alguna razón: «Claro. No se podía por menos, porque los poetas españoles son católicos y monárquicos». Hubiera sido muy difícil omitir el nombre del rey al hablar de una comedia como La vida es sueño o de un poema como Mío Cid420, en que los reyes juegan un importante papel. Y mucho más omitir el nombre de Dios al comentar las poesías, impregnadas de amor divino, de San Juan o de Fray Luis de León. Pero, ¿qué se puede deducir de eso? ¿Que los poetas del Siglo de Oro eran católicos y monárquicos? Nadie lo pone en duda, ni nada tiene que ver con el valor poético de su poesía, ni con las tendencias políticas de hoy. ¿O que los poetas de hoy son católicos y monárquicos? En este caso la insinuación me parece del todo errónea. Porque sin entrar en la confección de un censo de poetas españoles vivos, basta con citar los nombres de los más grandes, entre los mayores, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, y de los mejores entre los jóvenes, García Lorca, Guillén, Alberti, Aleixandre, Cernuda, Altolaguirre, para desmentir esa afirmación. Se me podrían alegar ciertos nombres, como el del señor Pemán, en aserto contradictorio, pero tal ejemplo sería discutible, no ya desde el punto de vista del monarquismo o del catolicismo del señor Pemán, pregonados, copiosamente, por su pluma, sino desde el punto de vista de la consideración del señor Pemán como poeta vivo.

Termina el preludio de la inserción de mi soneto con estas palabras: «Pobre del señor Salinas al tener que rozarse con los indolatinos marxistas». Agradezco la compasión, que no puede por menos de suponerse cristiana, que así se me dedica. Pero debo decir que en mi trato y roce con los presuntos «indolatinos marxistas» (a quienes, sin duda por mi corta estancia en México, no he llegado a colocar rótulo semejante) no he recibido sino muestras de atención y consideración inteligente. Que ellos han escuchado mis conferencias con deferencia y respeto. Y que, muy lejos de sentirme en alguna ocasión molesto con el trato de los intelectuales mexicanos que me han   —260→   hecho el honor de invitarme y acompañarme, he podido darme cuenta a través de él, de la gravedad y hondura de los problemas mexicanos de hoy, y de la voluntad, el fervor, y en muchos casos el acierto, con que estos mexicanos de hoy se encaran con una realidad tan compleja como la de México421. De ese bellísimo país que me ha inspirado tanta admiración y tanto amor, por todo lo que España sembró en él con tanta magnificencia, por todo lo que su espíritu nativo visible en muchas formas de arte culto y popular representa de originalidad, y por la esperanza de que México se encuentre a sí mismo a través de una integración completa de los distintos elementos raciales y culturales que el destino histórico ha traído a su suelo y a su pasado.

Queda de usted, atentamente,

Pedro Salinas422.



Guisa y Acevedo publicó la carta, no sin un comentario previo que llevaba agua a su verdadero molino:

Dice el señor Salinas que «por lo que mi conciencia se opone a aceptar sistemas políticos donde no se respeten, donde se persigan, las libres formas de expresión de la personalidad humana, en cualquiera de sus aspiraciones eternas»... ¿Sabe el señor Salinas que en México los padres de familia no tienen el derecho de educar a sus hijos porque el único que puede hacerlo es el estado? ¿Se respetan en México y se promueven las formas libres de expresión?423



En carta a Guillén, regresando de México, escribió Salinas: «No te puedes figurar lo que me he divertido»424. Ignoro si sus roces con el fascismo mexicano fueron parte de esa diversión. De cualquier modo, quise terminar con esta carta, no sólo por su valor documental y su belleza, sino porque, a mi parecer, es la mejor y más sintética respuesta a la nada divertida y vasta campaña de la que he dado, muy parcialmente, cuenta ante ustedes esta tarde.