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ArribaAbajoLa memoria como nexo vital en la obra literaria de María Teresa León

Juan Carlos Estébanez Gil. Burgos



1. Memoria histórica y memoria literaria

La biografía de un escritor son sus escritos mismos. En ellos se encierra el sentido de su existencia... Claro que el problema de toda biografía radica precisamente en esto: en la conexión entre los hechos externos, objetivamente comprobables, y el sentido íntimo de la vida individual, que aun para el propio sujeto que la vive está muy lejos de ser transparente480...



En este fragmento de Recuerdos y olvidos Francisco Ayala habla de los límites que posee un escrito autobiográfico; cuestión importante para considerar la validez informativa que se debe otorgar a la literatura del yo.

María Teresa León, al escribir su obra autobiográfica, está situada en un espacio temporal estratégico, desde el que es posible una visión retrospectiva y total de la vida. María Teresa León reordena y reorganiza, desde el Trastevere romano, su vida pasada y la interpreta en función del sentido que en ese momento cree que posee. Como afirma Georges Gusdorf en un artículo sobre las condiciones de la autobiografía, la recapitulación de las etapas de la existencia obliga al autobiógrafo a situar lo que es en la perspectiva de lo que ha sido481.

María Teresa León no nos informa directamente de la vida, sino de la visión subjetiva de la vida que ella poseía. El material literario que nos ofrece nos informa de la imagen que ella tenía de la realidad. Esta conciencia de la realidad está mediatizada por el distanciamiento de los recuerdos, por la visión personal y subjetiva de los hechos, por el mismo olvido o por la búsqueda estética que, a veces, se impone a la transferencia referencial. Para Juan Goytisolo, una de las trampas inherentes al género consiste en traicionar el pasado cuando se narra desde el presente. Doris   —292→   Lessing insiste, por otro lado, en la luz que arroja la experiencia presente sobre el tiempo recordado y la imposibilidad de presentar el pasado tal cual era482.

Podríamos decir, con Francisco Ayala, que la biografía de María Teresa León son sus escritos mismos. María Teresa León, a través de su obra, realiza un constante ejercicio de autorreferencia. La experiencia y sentimientos de la autora, la realidad externa e interior y los recuerdos son la gran cantera que nutre su imaginación. Transforma su vida y su realidad psicológica en materia literaria, como podemos apreciar en sus colecciones de relatos La bella del mal amor483, Cuentos de la España actual484, Las peregrinaciones de Teresa485 o Fábulas del tiempo amargo486; en sus novelas Juego limpio487 y Contra viento y marea488; en sus reportajes literarios Sonríe China489 o en La historia tiene la palabra490.

Memoria de la melancolía491 es, sin embargo, la obra en la que cultiva explícitamente el género autobiográfico. Memoria de la melancolía es un documento sobre una vida y el historiador puede verificar la exactitud de los testimonios que se ofrecen en la obra. Pero Memoria de la melancolía es, también, una obra literaria, y, como tal, presenta un estilo, unas imágenes, unos recursos estilísticos. Desde esa perspectiva poco importan los errores, las omisiones o mentiras. La función propiamente artística posee más relevancia que la función histórica, porque la significación de la literatura hay que buscarla más allá de la verdad y la falsedad histórica.




2. El mundo de la memoria y los recuerdos

La reconstrucción de la memoria es el medio de combatir el olvido. Para María Teresa León la memoria opera, en su sentido bergsoniano, como una experiencia individual y subjetiva; pero también como una experiencia colectiva y plural. Pierre de Nora declara que la intención fundamental de los lieux de mémoire es «parar el tiempo, bloquear el trabajo del olvido, establecer el estado de las cosas, inmortalizar la muerte y materializar lo inmaterial»492.

En el sentido colectivo, la obra literaria de María Teresa León se convierte en un   —293→   lieu de mémoire simbólico. Ofrece al lector un lieu de mémoire que cumple una función de eslabón de la memoria colectiva e histórica, y no sólo en relación a la guerra y al exilio. María Teresa León hace confesión de fe en la memoria ancestral y, aunque ésta sea triste, piensa que debe mantenerse en circulación dentro de la familia, para no perder el sentido histórico y el arraigamiento:

La verdad es que yo guardo con cariño dentro de mí tantas cosas como me transmitieron. Creo en esa cadena que nos enlaza. Creo en la canción que se teje con las canciones que llegan de tan lejos. Creo en la memoria ancestral493...



Para María Teresa León, «vivir no es tan importante como recordar». Los recuerdos otorgan relieve histórico al yo y también libertad; por eso, la autora confiesa vivir encadenada a los recuerdos. Los recuerdos no consisten sólo en imágenes, que se vuelven «huidizas y blandas». A veces las imágenes se disuelven, pero las voces no. El sonido, entonces, es el asidero para huir del olvido:

Únicamente los sonidos regresaban a ella: voces, palabras, murmullos, acentos, músicas. Cuánto ruido guarda la memoria. Más que imágenes494.



Estas imágenes fónicas componen toda una galería de sonidos: las habaneras que cantaba su niñera en los primeros sueños de infancia; el grito de la porcelana cuando la cuchara caía en el plato; la bulla y la risa en los juegos infantiles con su tío; el grito de la ira y la disputa de las desavenencias conyugales de sus padres; el canto y la música de los campesinos; el lloro angustioso de su hijo enfermo. Más adelante son los ruidos de las explosiones en el frente; en el destierro, el sonido que predomina es el silencio de la nostalgia y la melancolía.

A la memoria del sonido sigue la memoria del olor y del tacto. Los juegos infantiles están unidos al olor de la buena cocina y a los perfumes utilizados por su madre y su abuela:

Detrás de ese olor quedaba el de mi madre, heliotropo o violeta, o el de mi abuela, sándalo o maderas orientales, o el del mirador abierto sobre unos jardines y una iglesia y un hospital donde los oficiales del ejército convalecían495.



La memoria del tacto está unida al descubrimiento de la sensualidad. Un aspecto importante de la conciencia de la autora, representado en Memoria de la melancolía, es el despertar del deseo sexual y su configuración. La memoria sensual y   —294→   sexual, ausente en la autobiografía clásica o tradicional y en las autobiografías de las mujeres de su generación, es uno de los terrenos discursivos que elige María Teresa León en su obra. Desde las primeras páginas, la autora establece un espacio narrativo en el que incluye narraciones de lo vedado y lo placentero. María Teresa León narra, a través de borrosas imágenes, fragmentos de sus primeras experiencias sexuales496, y, al narrar el orden de su vida, describe el mundo de su sexualidad como agridulce y contradictorio, siempre bajo la omnipresente mirada patriarcal.

Los recuerdos de infancia y adolescencia van siempre acompañados por una nota de dolor y pesimismo. María Teresa León evoca su primera infancia en Madrid, la educación rígida que recibe, frente a la más liberal de su prima Jimena; la influencia de sus tíos, los Menéndez Pidal; la «suave expulsión» del colegio de Leganitos, motivada porque «se empeñaba en hacer el bachillerato, porque lloraba a destiempo, porque leía libros prohibidos»497.

Posteriormente, evoca su vida en Burgos; a causa de un nuevo destino de su padre, se traslada allí su familia. En esta ciudad, María Teresa León pasa la mayor parte de su niñez y adolescencia, en un ambiente de clase social media-alta. Esta etapa burgalesa es de vital importancia en la formación de su personalidad y en la orientación que toma su vida. En su novela Juego limpio, en el primero de los relatos de su libro de cuentos La bella del mal amor, y en su obra autobiográfica, María Teresa León evoca sus vivencias en esa ciudad de principios de siglo, que apenas contaba 30.000 habitantes.

María Teresa León recuerda las fiestas de sociedad, los paseos, la vida provinciana, el descubrimiento de la sensualidad, su temprano matrimonio, la experiencia de la maternidad, las desavenencias conyugales de sus padres y su propio fracaso matrimonial. Nos describe minuciosamente las fiestas del Corpus, el ambiente militar que rodeaba a la familia, la moral rígida que emanaba de las rectilíneas agujas de la catedral -la metafísica razón de vivir de la ciudad-, los actos protocolarios y bailes de sociedad.

Estos recuerdos confieren a su infancia y adolescencia un carácter triste y doloroso, y provocan un sentimiento de frustración y soledad. Cuando María Teresa León recuerda su infancia desde el destierro romano, afirma con nostalgia:

Las voces solas se han quedado dentro. Mejor no oírlas. Tapizarse los oídos, subirse las sábanas hasta los ojos, huir de aquello que amorató su vida. Por favor, cierra la puerta. No quiero oír mi infancia498.



Edward Said ha escrito que los grandes escritores de la modernidad, como   —295→   Lawrence, Joyce y Pound, ven «la ruptura con la familia, el hogar, la clase social, la nación y las creencias tradicionales como etapas necesarias para lograr la libertad espiritual e intelectual...»499. El género autobiográfico es el más adecuado para describir esa ruptura y la sustitución de los lazos de filiación (vínculos biológicos, familiares) con otros lazos de afiliación (vínculos intelectuales, morales).

María Teresa León, en diversos pasajes de Memoria de la melancolía, narra su proceso de emancipación personal y el inicio de una nueva trayectoria vital; la necesidad de instalarse en otro mundo que sobrepasara aquel en que vivía justifica tres constantes en su adolescencia y juventud: la avidez de la lectura, el cultivo de la imaginación y la creación literaria.

Cuando reorganiza sus experiencias vitales, separa paralelamente su vida -vida falsa- y la de Rafael Alberti, vida auténtica; su «vida falsa» estaría formada por una infancia urbana, «frente a una iglesia tristona y fea, mirando un hospital para militares atropellados por la enfermedad». La «vida auténtica», que añora su memoria, estaría formada por el mundo rural y marinero de Rafael Alberti, «con su Puerto de Santa María, sus veleros, sus campos de sal, sus recuerdillos de toros acosados en las dehesas», con amigos de cualquier extracción social. María Teresa León vislumbra la existencia de otro orden posible, de otra familia, a través de la palabra escrita. Con esa intención marcha a Madrid para integrarse en la vida cultural de esa ciudad e integra la nómina del grupo denominado «Las escritoras del 27», junto a Concha Méndez, Carmen Conde, Ernestina de Champourcin o Josefina de la Torre500.

Una de las experiencias decisivas que marcan el inicio de esa nueva trayectoria vital es su encuentro y unión con Rafael Alberti. La unión con el poeta gaditano supone la ruptura con el mundo anterior y una liberación de su soledad:

Sí, abuela, me voy, sigo el viaje. He regresado para decírtelo: Rafael y yo no desuniremos nuestras manos jamás. Ya sé, ya sé. Adiós, abuela, adiós, madre. Ya no estoy sola, ya no me contesta el eco cuando hablo en voz alta. Empiezo, empiezo por mi cuenta y riesgo la vida. Nos vamos a Francia. Él es un poeta. ¿Lo conoces?501



A partir del encuentro con Rafael Alberti se suceden los acontecimientos que precipitan a la autora hacia el compromiso político: el viaje con Rafael Alberti a Valldemosa502, la llegada de la República, el viaje por Europa becados por la Junta de Ampliación de Estudios para conocer la dramaturgia europea, el ingreso en el   —296→   Partido Comunista y la decidida intervención en el bando republicano durante la guerra civil.

María Teresa León dedica gran parte de su obra autobiográfica a rescatar las imágenes y los recuerdos de seis años intensos en experiencias y emociones: 1933-1939. La autora narra el episodio de Ibiza, ampliamente documentado también en La arboleda perdida503 y en la obra reciente de Antonio Colinas504; sigue narrando la actividad de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, organización nacida en el I Congreso Internacional de Escritores celebrado en París, en 1935. Otro de los recuerdos al que más encadenada se siente es al de las Guerrillas del Teatro y a su actividad teatral en la época de guerra505.

El exilio, el paraíso perdido, la España peregrina, es uno de los temas recurrentes, no sólo de su autobiografía, sino de otras novelas y cuentos. Memoria de la melancolía, Fábulas del tiempo amargo, Menesteos, marinero de abril, están escritos bajo el prisma del destierro. La experiencia del exilio, primero en París, luego en Argentina y finalmente en Roma, ocupó un largo periodo de tiempo. El exilio está en el origen del título de la obra; dice al respecto María Teresa León:

Ya no llegan a nosotros los ruidos vivos sino los muertos. Memoria del olvido, escribió Emilio Prados, memoria melancólica, a medio apagar, memoria de la melancolía506.



El exilio imprime en María Teresa León un sentimiento de nostalgia y melancolía. Trata de recuperar el paraíso perdido por medio de la memoria, y el recuerdo de sus experiencias personales se va plasmando en creaciones literarias. En su obra autobiográfica afirma: «No establezco diferencias entre vivir y escribir». El escribir era un ejercicio hacia el que se sentía natural y constantemente impulsada.

Muchos son los recuerdos que su memoria evoca de su estancia argentina. Menos ocupan los recuerdos de la etapa romana. María Teresa León, junto a sus recuerdos de Roma, constata su envejecimiento:

Me encuentro como paralizada. Mi parálisis se comenta, se critica y hasta se canta (...). Doy un golpe seco contra mi corazón y todo enmudece. Entonces no sé si es la mano o el corazón lo que me duele o si los que me miran se ríen al comprender lo que yo no comprendo de mí misma. Han pasado gentes, ríos, mares, lluvias y soles sobre mí. Me asusta mirarme a los espejos porque ya no veo nada en mis pupilas y, si oigo, no sé lo que me cuentan y no sé por qué ponen tanta insistencia en reavivarme la memoria. Pero sufro por olvidar y cuando se me despeja el cielo o me abren la ventana,   —297→   siento que me empujan hacia adelante, hacia la pena, hacia la muerte507.



María Teresa León siente que las imágenes se desordenan en su interior, «encimándose unas a otras». «Es difícil ser vieja -dice en sus memorias-. Se necesita un aprendizaje, que es el drama de nuestra vida». Esta situación coincide con la nostalgia, el cansancio del exilio, el hilarse hacia la muerte sin conocer el regreso al «paraíso perdido»:

Estoy cansada de no saber dónde morirme. Ésa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos?508



Con la legalización del Partido Comunista, María Teresa León y Rafael Alberti regresan a España el 27 de abril de 1977509. Pero la escritora no pudo disfrutar del regreso añorado durante tanto tiempo. Superado el exilio geográfico, no pudo superar el exilio mental al que le sometió el mal de Alzheimer. Y en España muere el 3 de diciembre de 1988, a causa de la degradación física y psíquica que le había producido dicha enfermedad.

La autora, en sus evocaciones, no se fija solamente en los grandes contenidos o en las figuras destacadas, sino en lo que Unamuno ha denominado la «intrahistoria». Aparece en su obra literaria la dicotomía entre los personajes conscientes de la historia y los elementos inconscientes; entre los héroes y el pueblo; entre lo individual y lo colectivo.

Frente a los personajes históricos, caracterizados según Juan Manuel Rozas por el ruido, movimiento y brillo510, están los personajes intrahistóricos caracterizados por el silencio, la oscuridad y el anonimato. Especialmente, enmarca María Teresa León a estos seres intrahistóricos en el contexto de la guerra y el destierro. María Teresa evoca las anécdotas de los milicianos en el frente, los bombardeos en los barrios madrileños y la muerte que ocasionaban entre la población civil, la amistad entablada con los que huían a Madrid desde los pueblos cercanos. Estos seres anónimos no tienen siquiera la caracterización semántica de hombres o personas. Los pronombres «ellos», «uno»; los determinantes indefinidos «una»; expresiones genéricas como «los seres humanos», o el relativo «el que», expresan el grado cero de persona y humanidad de los personajes.

Los recuerdos del exilio afectan a personajes colectivos como «las mujeres». María Teresa León contrapone dialécticamente el brillo histórico de doña Jimena   —298→   Díaz de Vivar, a la epopeya diaria y al heroísmo minúsculo de las mujeres exiliadas511; el neutro «todos» contiene a los seres anónimos exiliados en diversos países: Rusia, Bélgica, Francia, Italia, Chile, México... Todos, caracterizados sin individualidad a través de indefinidos como «unos», «otros», «aquel». La esperanza de España, para María Teresa León, va unida al pueblo y a la intrahistoria. El silencioso obrar de los seres intrahistóricos compone la esperanza para reconstruir la patria perdida.




3. Características formales

James Olney ha destacado una triple orientación y enfoque en el estudio de la autobiografía. Esta triple orientación, que se sucede históricamente, corresponde a los tres ámbitos comprendidos en la palabra autobiografía: el autos, el bios, y la grafé512.

Desde Dilthey, y hasta aproximadamente los años cincuenta, el énfasis crítico recae en el bios. En una segunda etapa el análisis se centra en el autos, en la conexión entre texto y sujeto. La tercera etapa centra el estudio de la autobiografía en la grafé, es decir, en el texto. Paul de Man y Michael Sprinker siguen esta tendencia. De Man señala que la autobiografía no se distingue por proporcionarnos conocimientos sobre un sujeto que cuenta su vida, sino por su peculiar estructura especular. Esta tercera etapa, por tanto, se aleja de la interpretación histórica y de la interpretación de la vida del autobiografiado, y se centra en el texto como objeto de la crítica literaria. El perspectivismo, el tratamiento novedoso del tiempo y el espacio, la mezcla de voces narrativas, el uso del monólogo interior, el estilo indirecto libre y otros rasgos estilísticos, conforman las innovaciones formales literarias propias del siglo XX, que están presentes en los textos autobiográficos de María Teresa León.

El procedimiento más común y ampliamente usado en la literatura escrita por mujeres que quieren crear un discurso diferente femenino es la subversión. La subversión se extiende a todos los niveles y aspectos: temas, tradiciones literarias, modelos estilísticos y lingüísticos. Un modo particularmente adecuado para romper las normas establecidas por la novela decimonónica es la utilización de la primera persona, por otro lado propia de la confesión y el relato autobiográfico. El relato en primera persona sirve como el modo más apropiado para la indagación psicológica y para lograr la impresión de una estructura viva. María Teresa León, junto a la utilización de la primera persona, usa la tercera persona, o el modo impersonal, para referirse a ella misma. El yo se transforma, en numerosas ocasiones, en «ella», «la   —299→   muchacha», «la niña», «la chica», «una mujer española». Este recurso contribuye a crear un efecto de objetividad en la narración. La autora utiliza la tercera persona cuando realiza una confesión íntima: «por todo esto que ocurrió, la muchacha está arrodillada ante el cardenal pidiéndole que rompa el nudo de su matrimonio».

La consideración del tiempo en la literatura contemporánea ha revalorizado el papel evocador de la memoria como la única posibilidad que tiene el hombre de no perderse del todo, eslabonando los momentos vividos. El desorden cronológico, uno de los rasgos estructurales de la novela actual, está presente en Memoria de la melancolía. La autora rompe la linealidad temporal, intercala el pasado con el presente como consecuencia del funcionamiento no siempre ordenado de la memoria. La reflexión sobre el paso del tiempo es uno de los temas recurrentes. La obra va precedida de un pensamiento de Luciano de Samosata: «Las cosas de los mortales todas pasan. Si ellas no pasan somos nosotros los que pasamos». Sólo la memoria puede redimir el implacable paso destructor del tiempo. Por eso, para la autora, «vivir no es tan importante como recordar».





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ArribaAbajoVictoria Kent: Cuatro años en París (1940-1944)

Zenaida Gutiérrez-Vega. Hunter College of the City University of New York


...esas cuartillas las escribí para mí, en mis ratos de aislamiento... son, pues, íntimas y sinceras, no llevan la menor trampa literaria


(en carta a Pedro Garrido, fechada en New York el 8 de agosto de 1956).                


Al final de la Guerra Civil española Victoria Kent se encontraba de secretaria de la Embajada de la República Española en París. Allí la sorprende el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación alemana de la capital francesa y allí permanece hasta el final de la guerra. Ante el riesgo de ser extraditada, toma refugio en la Embajada de México, donde, en parte, escribe Cuatro años en París (1940-1944), su único libro. Lo publicó en edición francesa, en enero de 1947, la editorial Le Livre du Jour, de París. Hizo la revisión del manuscrito, y la traducción, Pierre Darmangeat, profesor de español de la Universidad de la Sorbona y uno de los más notables hispanistas franceses de su tiempo. Gabriela Mistral escribió «como corona de laurel» estas tres líneas para la faja que rodeó la edición francesa (traduzco):

Una eficacia aliada a la fineza; una profundidad antigua, matizada de depurada modernidad.


La primera edición en español se publicó, ese mismo año, meses después, con el mismo título, en la editorial Sur de Buenos Aires, gracias a los desvelos de su fundadora, la escritora argentina Victoria Ocampo. Los fondos recogidos por su venta fueron dedicados, por voluntad de la autora, a los exiliados españoles513. En el contrato   —302→   con Sur especificó Victoria su deseo de reservar la posibilidad de otra edición en español. Este deseo estaba lejos de toda cuestión económica; era, esencialmente, una cuestión sentimental. Le había dicho a Régulo Martínez: «Algún día quisiera publicarlo en España con unas aclaraciones necesarias de situaciones difíciles de comprender en su amplitud» (New York, 17 de febrero de 1976).

En España lo publicó, en 1978, la editorial Bruguera de Barcelona. Apareció con el título Cuatro años de mi vida. La sugerencia del cambio partió de Jorge Gubern Ribalta, jefe de ediciones Bruguera, quien le escribió a Victoria:

(...) pienso que para esta reedición habría que estudiar bien el título definitivo que se da al libro. He reflexionado sobre ello y se me ocurre que la localización en París tiene sólo relativa importancia, y también que la ocupación nazi queda muy lejos. En cambio, lo que sí tiene gran importancia para el lector de hoy es la personalidad de la señora Kent, su pensamiento y lo que de ambos se recoge en el libro. Por ello, me permito sugerir que la obra se publique con el nombre de Victoria Kent muy destacado y titulándola, simplemente, Cuatro años de mi vida, sin especificar cuáles fueron


(Barcelona, 10 de abril de 1978).                


Con esta edición, vio Cuatro años... por primera vez la luz en España514. Consuelo Berges, su prologuista, fue la mediadora y representante legal entre la editorial y Victoria Kent515. Hizo el epílogo el poeta español José Benito Alique.

Victoria Kent explica el origen del libro: «Me puse a escribir como evasión, como una necesidad de mi espíritu. No tenía la menor intención de que se publicaran esas páginas, pero Pierre Darmangeat (...) insistió en que debían editarse»516; «(...) así fue surgiendo esta especie de diario, escrito -agregó- gracias a esos resortes vitales que nos equilibran en momentos cruciales de nuestra vida»517. Declaró: «Son unas notas en las que fui apuntando mis impresiones más vivas -o más desalentadoras- de aquellos cuatro años que París padeció y que yo me vi obligada a soportar» (p. 17).   —303→   Victoria quería retener sus recuerdos. Dice: «Yo quiero no olvidar todo lo que sé. Que otros hagan la historia y cuenten lo que quieran; lo que yo quiero es no olvidar, y como nuestra capacidad de olvido lo digiere todo, lo tritura todo, lo que hoy sé quiero sujetarlo en este papel» (p. 156).

El título del libro anuncia su contenido: un recuento de esos cuatro años vividos por su autora en París mientras sufre el exilio por la caída de la República. El destino la enfrentaba a un exilio dentro de otro exilio. Huía de la policía franquista y de la Gestapo alemana. Tuvo que ocultarse, pues, con la supuesta identidad de madame Duval, y escribir entre la Embajada y el apartamento donde se ocultó después, cerca del Bois de Boulogne.

El París de los años cuarenta es el escenario del libro. Al caracterizarla en «estado de abatimiento» por el «golpe rudo» de la guerra, Kent ve la capital francesa «envuelta en círculos de hierro», pero «digna y serena». La habitación en la Embajada es un lugar de encierro, en contraste con la expansión de la gran ciudad. El reducido espacio limita sus movimientos físicos y concentra su atención en los objetos: los muebles, el reloj, los cuadros, las fotografías... van cobrando vida propia gracias al prodigio de su fecunda imaginación.

La ficción se produce en la obra de inmediato al crear la autora un personaje destinado a encubrirla. Sin transición, sin presentación previa, en encuentro directo y casual, nos topamos con Plácido, «...que la elimina del primer plano y borra sus señas de identidad»518. Plácido está ahí plantado, con gesto espontáneo y frescura juvenil, paseándose por la ciudad, en «coloquio con ella», pero lleno de incertidumbre. Es el personaje central y es, a su vez, Victoria Kent, quien se despersonaliza y evade en él. Plácido sería «la otra persona que llevaba dentro» y, al mismo tiempo, su identidad perdida: «¿Tú quién eres -le dice- desde que no tienes un papel, una cifra, un nombre? Si nada de eso posees y te ves obligado a decir quién eres, ¿qué dirás?» (p. 97). El personaje será su escudo, su salvaguarda. Es él quien la separa de todo, la coloca fuera del ámbito que la conturba y, como ella misma confiesa, es su liaison con la cordura. Dice a su fingido protagonista: «Tu cordura me ha prestado grandes servicios...» (pp. 181-182). Al proporcionarle una prudente «lejanía» de los hechos, un despegue imaginario de la situación real, ella podrá «evitar golpes mortales». Dice:

Plácido se sentía sereno y quería ordenar delante de sí mismo, mirándolos de frente, los acontecimientos que pudieran sucederse, quería establecer una serie de hipótesis y deducir soluciones posibles. Era necesario; urgía ver claro.


(p. 25)                


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La autora crea, con el recurso del desdoblamiento de la voz narrativa, una doble imagen de sí misma, y es Plácido, su alter ego, el que sufre, medita, habla y expresa, en su largo y profundo monólogo, el dolor de tan insólito vivir. Plácido es, a voluntad de la autora, tan peculiar como ella misma: dócil, dúctil, con la dulzura de un alma limpia y fuerte, clara inteligencia, ternura y tolerancia. Por el mismo sendero van esas dos vetas de su espíritu, la tierna y la fuerte, simbolizadas en Plácido.

Con este subterfugio daría la autora el testimonio de esos años dramáticos, cuyos hechos repercuten en su sensibilidad y la llevan a ese proceso de interiorización y de ocultamiento del propio yo519. El nombre Plácido sugiere la actitud de espíritu que su creadora asume, en tan difícil situación, para poder sobrevivir. Esa actitud hace exclamar a Consuelo Berges: «Ante el imperturbable remanso de estas 'notas' escritas en la cresta de la misma ola se siente cierta perplejidad, se pregunta uno si a Victoria Kent no se le desmandaron nunca los nervios (...) estos cuatro años son todo un récord de autodominio, de templanza, de temple» (p. 13).

Los demás personajes de la obra, muy desdibujados, pero reales, están sólo en función del diario bregar de la autora: el encargado que «...no traía nunca -dice- la serenidad en el semblante ni la calma en el espíritu», sino sólo malas noticias: «Usted sabe cómo le respetamos, pero si las cosas vienen mal no tendremos más remedio que entregarle» (p. 55); la portera, que conocía su identidad a medias: «¡Gran mujer! -dice Kent-. Nadie tiene hoy para mí tanta importancia como mi portera, ni los aliados. Ellos conducen la guerra, pero mi portera protege mi humilde existencia» (p. 79).

Los temas de Cuatro años... serán: el idealismo democrático, el amor a la paz, a la libertad y a la verdad. No serán explícitamente el Derecho y las Prisiones, actividades centrales de su vida, pero en el afán de libertad está implícito el impacto de su labor en Prisiones, en el amor a la verdad el ideal de justicia, en el idealismo democrático el anhelo de reivindicaciones sociales; todos elevados, de esta suerte, a categoría universal. La libertad es la preocupación constante de Victoria Kent a lo largo del libro. Desarrolla todo un programa de disciplina física y mental para sobrevivir sin ella. Ordena lo que le resta de su libertad, la sistematiza, y acomoda su vida al reducido esquema. Para ella, donde hay libertad existe la cordura. La libertad individual no hay quien pueda aherrojarla. El pequeño recinto en que está encerrada no le alicorta el pensamiento, ni mengua su ilimitado mundo espiritual. Cuando no le quedase otro regazo para la libertad, porque el confinamiento la asfixiase,   —305→   tendría en la mano el regazo de la muerte libremente elegida. Dice: «La única libertad que nos queda es la de morir. Y ésa también la tengo yo» (p. 43). Plácido se aferra a su restringido refugio y se entrega con cordura a la alborozada expansión de su alma. La autora se aplica a sí misma un concepto nuevo y antitético de libertad: «Habiendo perdido mi libertad -dice- me siento liberado» (p. 43); y agrega: «...mi libertad está en mi reclusión (...) y mi pensamiento es ahora tan libre que puede mecerse cada noche en una estrella» (p. 49).

Victoria Kent da cauce a la vehemencia de su apasionado temperamento y convierte sus páginas en alegatos de denuncia. Sus vivencias van apareciendo en el relato como una verdadera pesadilla. Se duele de la guerra en lo personal y en lo colectivo; universaliza sus temores y ansiedades existenciales cuando envuelve en sus disquisiciones a toda la humanidad. El enojo, la desolación, la incertidumbre que sufre no le afloran en quejas o lamentos. Su fuerte espíritu está amurallado por naturaleza contra el tedio y la desesperanza. Su acerado temple moral, su talante intelectual, la conducen a largas tiradas de análisis y exposiciones teóricas que la ayudan a mantenerse a flote. No se doblega, conserva su fortaleza interior. Hasta convierte en gozosa su soledad: «Yo en mi soledad -dice- soy el príncipe ideal, sin tierras y sin vasallos, que dispone del tiempo y del espacio» (p. 43). El orgullo hispano la sostiene; es en parte su soporte para sobrevivir la penosa prueba bajo los nazis. Trata de comprender la ocupación alemana, asumir el dilema de los franceses y analizar la conducta política y moral de éstos con crítica certera, noble y hasta cordial.

Cuatro años de mi vida tiene, evidentemente, un valor documental. Es testimonio elocuente del trágico destino de los exiliados españoles en Francia durante este periodo histórico; es lección saludable contra el odio, la fuerza bruta, la violencia, la intransigencia, el crimen. Es la suya una voz del exilio que, al contar las vicisitudes propias, ejemplifica las situaciones patéticas, físicas y morales, a que fueron sometidos los que se vieron en tales circunstancias. Evidencia lúcidamente ese clima, cuando dice: «Esto no ha sido una emigración; esto ha sido una hemorragia. España herida se desangraba y no se le prestó la asistencia necesaria para atajar la vida que se escapaba a raudales. No, esto no ha sido una emigración; esto ha sido sangre pura de un cuerpo joven que ha ido regando tierras próximas y tierras lejanas...» (p. 147).

La comunicación de Victoria Kent con el lector de Cuatro años... surge fresca, inmediata, espontánea. Le llegan las evocaciones de la autora frente a los hechos de esos años, sus ideas y emociones. El lector se identifica con el espíritu que informa el relato, y con las razones de su evasión. Sigue con interés, con pasión creciente, la sucesión de sus estampas, producto de sagaces observaciones, cavilaciones, sugerencias y meditaciones profundas, a veces dolorosas. Abundan en el relato las certeras   —306→   especulaciones filosóficas y los instantes emocionales, que invitan a la penetración en el mundo de los hombres, del dolor y del placer, del vencimiento y del triunfo, de la vida y de la muerte. Las hace sugestivas la ternura femenina que anima las imágenes y episodios. Las estampas forman en su sucesión una cinta luminosa, a veces alucinante, que recoge, en gran síntesis, la angustia de vivir dentro de ese descomunal conflicto de la humanidad.

Victoria Kent pone la historia en tercera persona por temor a que sus notas, confiesa, «cayeran (...) en manos de la policía nazi y que ésta las pasara a los agentes de Franco» (p. 19). Todo lo aborda en su libro y vence en todos sus empeños en un estilo variado, con la voz clara y seductora de la naturalidad. Los diferentes estilos de narración corresponden a su situación de ánimo. La belleza de la verdad está expresada en sus páginas con tan sincera sencillez que el lector queda preso en ellas. Esa sencillez era su credo estético: «huyo siempre -decía- de retóricas y adornos que velan el pensamiento del que habla, y busco la claridad»520. Son admirables sus pinceladas sobre la humanidad de Cristo ante el cuadro del Descendimiento, aunque su alegoría sea arrumbada en el desván por Plácido; cuando esto ocurre, ya ha dejado su huella humana en apetitos de divinidad:

No; este Descendimiento no tiene grandeza, y esa muerte sí la tuvo; esa muerte de un Dios que se hace hombre por salvar a los hombres es grande; si fue Dios, le conmovió el dolor humano; si fue hombre hizo más: No mató a los hombres, murió por los hombres. Miremos esta muerte desde el ángulo que la miremos, Dios hecho hombre u hombre, la vida y la muerte en él tuvieron la grandeza de los humanos.


(p. 32)                


Insuperable y acertado es el pasaje plutarquiano en que Victoria Kent expone un paralelismo entre Mussolini y Maquiavelo. Desgarradoras sus observaciones sobre los judíos con la llegada de los camiones al Velódromo de Invierno para llevarlos a Drancy y a Austerlitz. Sobriamente cruda y patética la descripción del Drancy. Dice: «que otros adornen la verdad, yo no, y la verdad es ésta: en Drancy, en el mes de mayo de 1944, existe un niño registrado con esta mención: 'niño de dieciocho meses. Terrorista'» (p. 160). Victoria alienta la esperanza de testigos que la sobrevivan. Indica: «No sé si algún día podrá concederse valor a lo que hoy escribo. Yo lo hago para mí, para no olvidar (...) y aseguro también que no estoy para bromas. Tengo los nombres de varias personas que están en Drancy en estos momentos; no todas van a desaparecer. Algunas de ellas podrán, si es necesario, avalar este relato...» (pp. 159-160). En Victoria Kent son frecuentes los comentarios sarcásticos. Apacibles remansos sus disquisiciones evocando los jardines de Academos. En sus estampas, al lado del suntuoso óleo, está la luminosa acuarela; junto al aguafuerte   —307→   y el capricho goyesco, la sobriedad elegante de Tito Livio. El más fino espíritu tiene expresión a lo largo de sus anécdotas, llenas de sutileza psicológica.

En el diario en que se desgrana la cuarta parte del libro se presiente la liberación de París. Es entonces cuando termina la ficción. Al fin se realiza la síntesis de Victoria Kent y Plácido: «Qué bien vamos hoy y qué felices, unidos para siempre. Tú y yo somos una sola persona, ya lo ves, es lo irremediable, y tan perfecta es esta unión que yo comencé hablando de ti, y tú terminas hablando por mí, sin que ni tú ni yo nos hayamos dado cuenta» (p. 180). Es éste el momento en que Victoria deja de ser sólo Plácido y emerge de él, para recobrar su verdadera identidad. Ya no llevaría más el nombre de madame Duval, que le sirvió en la clandestinidad: «¿Nos lleva la corriente o somos nosotros la corriente misma?» (p. 183), se preguntan la autora y Plácido. Victoria Kent se ha echado a la calle y tiene la dicha de encontrarse con los tanques españoles; vienen de África en marcha triunfal, y llegan a los Campos Elíseos, ostentando los nombres gloriosos de «Guadalajara», «Teruel», y ondeando su amada bandera tricolor. París los aplaude con ardoroso entusiasmo. «¡Parece un sueño (...) parece un sueño!» (p. 184), son las últimas palabras de Victoria Kent.

Volviendo a fijarnos en el estilo del libro, se puede decir que Cuatro años de mi vida es un caso claro de convergencia de géneros literarios. Como hemos visto, la misma autora lo llama a veces «especie de diario»; otras, «simples notas»; otras, «...divagación literario filosófica (...) con aires de novela» (p. 13). El breve y anecdótico relato, rigurosamente autobiográfico, al introducir elementos de ficción adquiere forma novelesca, pero no es novela porque no tiene acción y la trama no es ficción. Para Concha Castroviejo, «el libro es un ensayo, una larga reflexión o conjunto de reflexiones, la expresión de un estado de ánimo, la voluntad de seguir siendo, existiendo en cuerpo y alma»521; para el crítico español Ferrándiz Alborz es «crónica condensada...»522; para Consuelo Berges, «especie de testamento y memoria imborrable» (p. 9); para el hispanista francés Jean Caussou «diario del destierro». En mi opinión, se entrelazan los géneros y se borran sus fronteras, pero el libro sigue siendo, en definitiva, una serie de ensayos sobre las preguntas existenciales de la autora mientras contempla la guerra y habla por sí misma y por sus compatriotas exiliados.

Sorprende, en este trágico alegato, el estilo sintético, cortado, fuerte, de vocabulario preciso. Nada sobra ni falta a su expresión de lograda economía verbal y virtuosismo plástico. Lo vemos en la siguiente descripción: «Con la primera luz del   —308→   alba siete fusiles al hombro entraron por las puertas; catorce piernas, siete cuerpos: ni un alma» (p. 52). La evocación de la patria está presente en todo el libro. El recuerdo de una niñez y adolescencia felices pone una nota emotiva, de evocación lírica, al alucinante relato. Dice: «El cielo de Clamart es hoy azul, azul intenso como el cielo de tantos lugares de España» (p. 168); los árboles cubiertos de nieve la transportan a las que ella llama «Navidades tibias y soleadas» (p. 28) de su infancia; sobre los camiones y vehículos alemanes pintarrajeados que circulan «sin tregua» por París, comenta: «A veces, tengo que hacer un esfuerzo para no detenerme y reír de buena gana, francamente; creo estar contemplando los preparativos para la romería del Rocío» (p. 164). La forma novelesca y ensayística del relato le quita la rigidez de la prosa histórica y lo hace fluir como el correr de la vida misma, con frescura inusitada. El lirismo matiza y suaviza la descripción realista de los hechos. La naturaleza humanizada está en íntima relación con ella. La oímos decir: «La mañana luminosa y calma de julio me coge en sus brazos (...). El aire, libre y juguetón, encuentra manera de llegar hasta la planta de mis pies» (p. 99). La autora cae, a veces, en verdaderos remansos líricos, donde las imágenes novedosas ponen a la obra una nota poética. Sirva de ilustración este ejemplo: «Mi libro hoy ha quedado cerrado; los primeros tulipanes han aparecido encuadrados en primaveras amarillas, y el sol, desde muy temprano, ha sacado brillo hasta a las caritas melancólicas de los pensamientos» (p. 86). Las frases recapituladoras, casi lapidarias, otro de los aciertos de la prosa poemática de Victoria Kent, dan fuerza anímica a su estilo. El tono de la obra, sereno y meditativo, se llena de júbilo y exaltación con la liberación de París, terminando en grito de esperanza por la libertad de España.

Cuatro años... es un libro que no envejece. Hay algo en él que no cambia nunca. Es libro de ayer y de hoy. La inquietud existencial que anida perennemente en los seres humanos da actualidad, vigencia y valor universal a la obra de Victoria Kent.



  —[309]→  

ArribaAbajo¿Por qué la autobiografía? El exilio en la autobiografía o la búsqueda de la identidad perdida

Aleksandra Hadzelek. University of Pittsburgh


La autobiografía o el autobiografismo, al igual que el biografismo, están de moda. Forman parte de esa literatura al borde de documento donde lo supuestamente verdadero del personaje y de su historia sacia un poco el hambre de autenticidad que estamos experimentando en este siglo de anonimidad. El tono de confesión llena nuestra curiosidad de la vida ajena. La forma: monólogo, pero en espera de una respuesta, aunque muda, satisface nuestras ambiciones de tratar con una persona real y no una voz despersonalizada. Aburridos por novelas tradicionales y cansados de las experimentales, buscamos una autobiografía para comprender el mundo, para acceder a éste de manera más fácil que por medio de la historia, y más realista quizás que mediante la ficción. Sin embargo, pensándolo bien, no se nos ofrece más que una personalísima interpretación de un mundo en realidad fuertemente interiorizado.

El autobiografismo, aparte de estar a la moda, encarna el problema más doloroso del yo contemporáneo: la necesidad de autodefinirse frente a la imposibilidad de definir la realidad. La reflexión sobre el mundo externo resulta no ser más que la reflexión sobre la percepción que uno hace del mundo externo. A la hora de enfrentarse uno con circunstancias que el yo rechaza, es decir, se niega a interiorizar, entra en un conflicto violento de querer identificarse con un mundo exterior diferente al que lo rodea. El caso del exilio es ejemplar. En la literatura española, el recurrir por primera vez en gran escala al tipo de escritura autobiográfica parece coincidir con la ruptura de la integridad cultural del país a raíz de la Guerra Civil, y, en el caso de los escritores exiliados, con una ruptura más determinante que es la experiencia traumática del destierro. Esta aparente coincidencia indica, en mi opinión, una fuerte relación entre ambos, y no soy la primera en exponer esta idea. Leemos en Michael Ugarte: «El exilio y la autobiografía están íntegramente vinculados no solamente en su resistencia a la definición, pero en su cercanía a otros dos conceptos:   —310→   el nacimiento y la muerte. Según lo han demostrado muchos textos del exilio, éste se coloca al lado de la muerte no como una copia o reproducción pero en cuanto una distorsión, una alteración consciente de la muerte. En el exilio la vida se acaba; no obstante, sigue. El resultado es que el yo se encuentra dividido a causa de la noción de la temporalidad, que es la que le permite al yo presente ver y recrear el yo anterior, hacerlo nacer de nuevo. Eso es la autobiografía: una recreación de sí mismo hecha posible gracias a aquella división esencial»523.

Esta interrelación aparece claramente -en las autobiografías de exilio- en el tratamiento de la identidad personal: recreada o creada mediante y en el acto de escritura, por y para la conciencia del escritor, desde y dentro de su condición vital. Se manifiesta en la actitud que toma el sujeto hacia su mundo, y, antes de todo, en la elección de ese mundo interiorizado que puede ser o el país de origen o el de acogida. Por lo tanto, podemos distinguir dos etapas principales del proceso de la autodefinición de los exiliados en sus escritos autobiográficos: la identificación con el mundo del pasado y la incorporación en el mundo actual. En los textos ubicados en España, es decir, centrados en el recuerdo del pasado, el recurrir a la memoria indica un momento de urgencia a raíz de la pérdida de referencias estables cuyos signos se intentan encontrar y reconstruir a fin de reafirmar la identidad individual. «El exacto y ordenado recuerdo de la patria es todo lo que un exiliado se permitirá», observa Andrew Gurr: «La libertad del exilio funciona paradójicamente como represión, compromiso a crear un nuevo sentido de identidad por medio de ese recuerdo»524. De allí quizás que el discurso autobiográfico haya aparecido de forma definitiva en la literatura española en una situación donde se produjo la ruptura de la integridad nacional, provocando crisis de identidad tanto dentro del país como, sobre todo, en el exilio. Este tipo de discurso forma parte de toda una tendencia en la   —311→   literatura española del exilio (y cuyas manifestaciones narrativas han sido detalladamente estudiadas) que, antes de abarcar cualquier otra temática, se centró en el recuerdo de la Guerra Civil al principio y en el de la España de anteguerra más tarde, creando de esta forma una ilusión de continuidad espacial y temporal a pesar de la evidente ruptura. «El objetivo de un exiliado», observa Michael Seidel, «y sobre todo de un artista exiliado, es el de transformar la figura de la ruptura de nuevo en una figura de conexión»525.

Lo que inevitablemente lleva a una siguiente ruptura, esta vez con la nueva realidad del exiliado, que éste se niega a interiorizar. «Todos conocemos», leemos en Kristeva, «al extranjero que sobrevive con la cara llena de lágrimas vuelta hacia su patria perdida. Amante melancólico de un espacio perdido, no puede, de hecho, hacerse a la idea de haber abandonado todo un tiempo. El paraíso perdido es una ilusión del pasado que él nunca será capaz de recuperar (...). Sumergido en olores y sonidos a los que ya no pertenece y que, gracias a eso, no le hacen tanto daño como los de ahora y de aquí, el extranjero es un soñador haciendo el amor con la ausencia... ¿Feliz?»526. Es de nuevo en las autobiografías donde presenciamos la evolución de esa actitud desde un primer rechazo total del nuevo ambiente527 hacia el reconocimiento y la aceptación. Las imágenes y reflexiones ofrecidas en los textos contienen declaraciones explícitas de la identidad colectiva (español, exiliado) pero son de igual interés las referencias implícitas que encontramos en las escasas descripciones de los lugares, la poca atención prestada a las cuestiones sociales y políticas y las preferencias en cuanto a los contactos con intelectuales y artistas dentro de lo comunidad española. No cabe duda de que ese primer rechazo tiene que ver con el abandono forzado del país natal, la falta, pues, de interés por el nuevo ambiente528, pero también está fuertemente influido por el cuestionamiento de la identidad de los desterrados.

La preocupación por la identidad perdida (aunque desde el punto de vista filosófico nunca se puede perder verdaderamente la noción de la identidad personal siendo ésta la base de toda percepción posible, pero aquí me sirve como término común)529 se revela en los textos autobiográficos en un primer momento en el hecho   —312→   mismo de recurrir a la escritura. El anotar los sucesos diarios en un «cuaderno que no es más que un rapport de la interrupción»530 es sin duda ninguna una forma de defensa ante esa interrupción para que aquélla no se convierta en un instrumento de destrucción de la propia conciencia. Es una manera de establecer la continuación con la vida anterior, llenando de sentido (aunque el único sentido fuera el tener que apuntarlo) los días de lo que para todos los exiliados no es en su principio más que una existencia pasajera. De allí una clara distancia hacia el ambiente exterior, el cual, sin embargo, va cobrando con el tiempo cada vez más espacio en la conciencia, reflejada en los escritos. Porque, y aquí me permito citar a un poeta polaco, exiliado también, Czeslaw Milosz, «después de muchos años en el exilio uno intenta imaginar cómo sería no vivir en el exilio»531.

La autobiografía (y sus derivados) es un texto en el cual el autor supuestamente confiesa la verdad sobre su vida. Lo indican varios elementos que construyen la relación del autor con el personaje principal en el título, nombres propios y datos, es decir, fuera del discurso mismo. A lo largo de la narración surgen nombres propios y datos que permiten la identificación del relato con personas y hechos reales de los que el lector tiene conocimiento histórico. En esto la autobiografía difiere de la novela autobiográfica, en la cual la identificación es siempre especulativa y no proviene del autor sino del lector. Con la manifestación de ciertos elementos de su identidad (nombre, datos sobre la familia, circunstancias de vida) el autor de la autobiografía declara que el texto tratará sobre su persona y su experiencia. En una novela no lo hace, se oculta tras personajes ficticios, cambia nombres de lugares, altera fechas, en resumen, transforma elementos de su propia realidad en otra realidad. Lo que no le impide reconocer, posteriormente -y eso es fundamental-, su contenido autobiográfico. En el prólogo al primer libro de Rosa Chacel, titulado Estación. Ida y vuelta, y calificado de novela autobiográfica, leemos:

Aunque no coincide con casi ningún hecho de mi vida, le considero autobiográfico, y aunque él empieza a vivir ahora, es el reflejo de la realidad mía ya lejana532.



  —313→  

Reflejo, palabra clave, determina la distinción. Toda creación es reflejo de la experiencia del escritor; toda creación es entonces, en un grado más a menos reconocible, autobiográfica. Pero no es autobiografía. Ésta tiene que coincidir con esos elementos de la experiencia que, al ser citados literalmente en nombres propios o fechas, se convertirán en una referencia, confirmación de la verdad.

Esa relatividad en la que Rosa Chacel coloca la noción de lo autobiográfico es, de hecho, el punto de salida para definir la autobiografía en función de la construcción del yo. La autobiografía es no solamente un texto literario de inspiración autobiográfica reconocida explícitamente por el autor, sino que «es fundamentalmente un acto de auto-concepción en y por la escritura, una tentativa de construir una imagen de sí mismo, no conforme a las que la vida ha ofrecido sucesivamente»533. Es una autoinvención llevada al cabo en el mismo acto creativo (y no solamente en su finalidad, que sería el hecho de publicar el texto para hacer conocer su contenido), mientras su base factual no es más que ilusionaria:

Nada más difícil que escribir sobre sí mismo, tan difícil como la autovivisección. Cuando el propósito es recrear la novela de la propia vida, el esfuerzo cuesta vida y resulta peligrosamente incompleto (...). Sólo Dios (¿dónde está?) se encontraría en condiciones de escribir sobre cualquier acontecimiento de su vida, desde el tiempo absoluto, pero Dios no escribe novelas ni autobiografías. Se miente cuando se dice: tal fue mi pasado (...). La imaginación es el mejor sustituto de la memoria534.



Sin embargo, lo que en realidad es imaginación, aparece bajo la cubierta de la verdad. La exactitud factual es imprescindible para que se cierre el círculo: el escritor se inventa para existir por y dentro de esa imagen suya que es como él quiere que sea, pero para existir necesita el reconocimiento del otro, la creencia del otro, la existencia del otro. Necesita el engaño. Porque la misma autoinvención es, pues, engaño.

¿Convertimos una verdad en ficción en el momento de percibirla/articularla, o después, al atribuir valor de verdad a nuestra ficción? Sin duda, en ambos momentos, y, además, entendiéndolo así, hay que denegar la existencia de la verdad. Ésta, siendo lo mismo que la realidad anterior a la percepción, es ficcionalizada en el acto de articulación, y es inaccesible sin percepción. O, como dice Buñuel, «la memoria es invadida constantemente por la imaginación y el ensueño y, puesto que existe la tentación de creer en la realidad de lo imaginario, acabamos por hacer una   —314→   verdad de nuestra mentira. Lo cual, por otra parte, no tiene sino una importancia relativa, ya que tan vital y personal es la una como la otra»535.

Para los transterrados todo ese proceso se desarrolla además a dos niveles: el primario, necesario para cualquier percepción y por lo tanto común para todo ser humano, y el secundario, presente en los que viven del recuerdo. La misma definición del exiliado nos adelanta la explicación: «Un exiliado es alguien que vive en un lugar y recuerda o proyecta otro»536. El exiliado lleva al extremo la (re)creación secundaria de la realidad, de hecho, hace de ella su mundo: único a veces, o, al menos, fundamental. De allí que la trasposición de la ficción a la verdad, o del lenguaje a la realidad, aunque dejemos de separarlos en lo que se refiere a la experiencia humana en general, cobre una dimensión extraordinaria en la experiencia humana en el exilio.

«En el exilio, la expresión del deseo del hogar se convierte en un sustituto del hogar»537, o, recurriendo a los términos arriba evocados, la (re)creación de un sentimiento se convierte en una verdad, o realidad, por excelencia. En una situación donde el ser humano no encuentra puntos de referencia en su entorno exterior, los construye dentro de sí, en su vida imaginaria. Evidentemente, es un proceso a la vez recreativo y creativo, como cualquier otro proceso de percepción/articulación. Con la única diferencia que en el exilio es una percepción/articulación secundaria, efectuada ya desde la memoria, es decir, desde el interior.

El exiliado no percibe ni articula elementos de una realidad, como hemos dicho antes, objetiva o extralingüística, ya que éstos no están al alcance de su percepción. Son recuerdos, es decir, resultados de un proceso primario de articulación, basada en una percepción directa. Sin embargo, el exiliado tiende a identificar ese proceso, que se efectuó en el pasado, con sus (re)creaciones realizadas en el presente. Evocando su país natal, pretende estar percibiéndolo en el momento mismo de articular sus pensamientos, y en este sentido cree en la verdad (realidad) de lo que no es más que ficción (lenguaje).

Hay quienes lo llaman libertad. Sumergirse, voluntariamente o no, en una percepción, ya desde la partida, subjetiva, permite distanciarse del entorno inmediato, buscar el mundo en su reflejo dentro del interior de uno y no en sus manifestaciones externas. «En grados diferentes el papel normal de un escritor moderno es el de ser un exiliado. Un viajero solitario en los países de la mente»538, él vive en un   —315→   mundo personalizado, en una visión ya interior de la realidad, que, a continuación, percibe de nuevo, penetra, explora y transforma en lenguaje. ¿Es libre? Sí, porque toda realidad es subjetiva. No, porque ninguna realidad es totalmente autónoma de otras realidades.

Otros entonces lo llaman soledad. No poder romper con el recuerdo impide regresar a la percepción primaria y aleja del presente. El exiliado vive en su ficción, en su lenguaje, uno que no puede compartir con los demás porque no pertenece al mismo círculo de percepciones. Comunica realidades que no se comprenden, no tanto por su forma de articulación sino por el referente. Provoca reacciones de sorpresa, de atracción también pero no de interés.

El exiliado se encierra entonces en su propia experiencia y se enorgullece de ella ya que no la puede compartir. Distanciado de los demás, enajenado e incomprendido, «tiende a creer que él es el único con una biografía, es decir, con una vida hecha de experiencias -ni catástrofes ni aventuras (aunque ésas puedan ocurrir), sino simplemente una vida en la que los actos son acontecimientos, porque implican alternativas, sorpresas, rupturas o adaptaciones, pero nunca rutina ni descanso. Para el extranjero los que no lo son no tienen vida ninguna: apenas existen, extraordinarios o mediocres, pero están fuera de la carrera y por lo tanto ya casi muertos»539. Es su vida su única realidad, es su experiencia su mundo. Allí, por fin, se encuentra a sí mismo, se ve reflejado como en un espejo. Escribe la historia de su vida para vivir su realidad.

«Una autobiografía es a la vez una obra de arte y de la vida, ya que nadie escribe tal libro antes de haber vivido los años requeridos. Durante la vida uno se queda inseguro de la causa y del efecto, raramente capaz de percibir la dimensión entera de la continuidad de experiencias. Pero al escribir su historia sabe definir, restringir o dar forma a esta vida en un autorretrato -uno bien lejano de su modelo original, uno que se parece a la vida pero que está compuesto y enmarcado como una invención artística»540. Es un acto a la vez de autocreación, donde el buscarse a sí mismo desemboca en un invento de sí mismo. ¿Por qué invento? ¡Hablamos otra vez desde el prejuicio de la mentira! Si retratarse significa simplemente empezar a ser en el retrato...

  —316→  

Todo acto creativo no es, a fin de cuentas, nada más y nada menos que dar vida a una nueva existencia, es decir, a una nueva realidad. Como dice un crítico, «la verdadera literatura ha comprendido desde siempre que la mejor manera de hablar de lo real era convirtiéndose en lo real»541. Es como en una misa, donde todo es verdad porque así lo queremos nosotros. «La literatura se organiza como una pseudoteología, en la cual se celebra un universo entero, su final y su principio, sus ritos y sus jerarquías, sus seres mortales e inmortales: todo es exacto, y todo es mentido»542.

Vamos a la misa para celebrar la verdad que es una invención, pero también para conocernos a nosotros mismos. Evocamos nuestro lugar de origen, que creemos perdurar mientras ya no existe, pero en él nos ubicamos. Escribimos nuestra historia para contar una vida que es una ficción, pero la necesitamos para vernos a nosotros mismos dentro de ella. Toda representación es una mentira, pero sin ella no seríamos.

La autobiografía es fruto y expresión de la nostalgia. Nostalgia no tanto de lugares, gentes y momentos, como de sí mismo, perdido en el pasado y reconstruible sólo en la reconstrucción de ese pasado. Leemos en las primeras páginas de La arboleda perdida:

En la ciudad gaditana del Puerto de Santa María, a la derecha de un camino, (...) había un melancólico lugar de retamas blancas y amarillas llamado la Arboleda Perdida.

Todo era allí como un recuerdo (...). Todo sonaba allí a pasado, a viejo bosque sucedido. Hasta la luz caía como una memoria de la luz, y nuestros juegos infantiles, durante las rabonas escolares, también sonaban a perdidos en aquella arboleda.

Ahora, según me voy adentrando, haciéndome cada vez más chico, más alejado punto por esa vía que va a dar al final, a ese «golfo de sombras» que me espera tan sólo para cerrarse, oigo detrás de mí los pasos, el avance callado, la inflexible invasión de aquella como recordada arboleda perdida de mis años543.



La nostalgia parte del sentimiento de la ausencia de algo y lleva a la creación de imágenes o sensaciones, no para que persistan sino para que, en el momento de su aparición y existencia fugaz, sustituyan esa ausencia original. Eso mismo es la autobiografía. «Como un epitafio, o ruinas, el signo -la autobiografía- intenta hacer presente aquello cuya ausencia indica»544.



  —[317]→  

ArribaAbajo¿Sobrevive el discurso testimonial al que se le niega un referente histórico?

María José López-Pozo. University of Maryland at College Park


Saint Cyprien, plage, texto publicado rigurosamente según los apuntes que Manuel Andújar compilara en dicho campo de concentración francés durante los últimos tiempos de la guerra civil de 1939, se incluye hoy entre ese grupo de textos de difícil y polémica clasificación que, por alguna razón, se hace incómodo a la crítica.

En Saint Cyprien la ambivalente personalidad que demanda -por definición- la literatura de testimonio, a saber, una aproximación histórica (o la capacidad de un texto de mantener un significado referencial y verificable) y otra literaria (su no necesaria referencialidad ni verificabilidad extratextual), se mantiene en constante tensión en su desarrollo formal; y la borrosa frontera que separa ambos géneros se manifiesta aquí especialmente difusa tanto a nivel mimético como diegético.

La pregunta que da título a este ensayo (acerca de si sobrevive el discurso testimonial al que se le niega un referente histórico) es lo suficientemente amplia como para poder ser abarcable en el corto espacio de un trabajo así (especialmente, ante los ríos de tinta vertidos por la postmodernidad para dificultarnos la siempre difícil tarea de rescatar el significado histórico -referencial- de los textos). Por ello, y obviando este último obstáculo, reduciré sus posibilidades a la siguiente hipótesis: Saint Cyprien se impone ante la crítica no sólo como texto literario, sino -y ante todo- (y éste es el núcleo de mi trabajo) como relato histórico, frente a su apostada clasificación literaria y frente a una inusitada disolución de la historia que el mismo texto plantea a nivel formal.

Para comulgar con esta perspectiva, tenemos que salvar las fronteras que la crítica positivista del siglo XIX nos ha legado; y me refiero a la dicotomía insalvable entre literatura e historia, pues estamos acostumbrados a considerar la historia como una disciplina separada de la literatura, al menos en su fundamentación apriorística. Sin embargo, no sólo los términos historia y literatura han vivido durante mucho tiempo existencias paralelas, sino que muchas obras se resisten a una unívoca clasificación   —318→   (tal es el caso de Saint Cyprien), pues aunque las convenciones genéricas predispongan al receptor de un texto y den la pauta al marco narrativo del escritor, éstas no determinan su discurso. Por ello, sin superar esta carga, nunca podrá ser leído un texto que se postule literario como testimonial, ni viceversa, pues el testimonio conllevaría una exigencia de «verdad» que el género literario, tal como estamos acostumbrados erróneamente a considerar, no requeriría. Mi propuesta aquí es que, en definitiva, todos los textos ocupan determinados espacios sociales, tanto como productos del mundo social de sus autores, como agentes textuales de ese mundo, y que, por tanto, necesitamos la elaboración de una posición teórica capaz de satisfacer las demandas de la historia y de la crítica literaria, entendidas como dos dominios disciplinares interdependientes con una preocupación común por las dimensiones sociales de la producción textual.

Saint Cyprien tiene un lenguaje y una estructura peculiares y, para entender la transformación de su comportamiento discursivo y a fin de no hacer colapsar lenguaje y realidad a un tiempo, tenemos que volver los ojos al contexto político-social que rodeó su surgimiento -contexto que determinó su significado. De este modo, el asunto sobre cómo un texto literario y testimonial debe copiar la realidad pasa a un primer plano, y surgen entonces preguntas como las siguientes: ¿cómo puede la literatura representar lo histórico?; y, más concretamente, ¿cómo puede la literatura «de urgencia» (término con que algunos críticos se refieren a la literatura testimonial) representar con veracidad el mundo que denuncia?

Los rasgos de Saint Cyprien que rescato como pertinentes a este estudio (más formal que histórico, por otra parte) son los relativos a la «incoherente» fragmentación de sus «capítulos» -no se mantiene una línea argumental lógica ni una evolución casuística de unos acontecimientos, en apariencia, triviales-, a la renuncia ocasional a la lengua materna en pro de un inusitado bilingüismo -que se manifiesta en el título del libro Saint Cyprien, plage o en el título de su primer capítulo «París-soir»-, a la ironía -constante a lo largo de toda la narración- y a los comentarios metalingüísticos del propio autor. Estas cuatro características, en principio más propias de la literatura que de los textos históricos, serán las que paradójicamente reivindiquen y salven el carácter fuertemente testimonial del texto en una suerte de mecanismos de inversión, que paso seguidamente a estudiar.

Es común a las generaciones la necesidad de crear una memoria histórica, sólidamente formulada (representada por la historia oficial); es común, también, la necesidad de declarar y notificar las injusticias y abusos que la memoria histórica oficial no recoge (labor, entre otras, de la literatura testimonial y, en concreto, de Saint Cyprien); y si, todo esto, nos muestra la experiencia que es común y necesario es porque también es una constante -más allá de los géneros tradicionales- la firme creencia en el poder de la palabra y, en especial, en el poder de la letra impresa para   —319→   representar la historia y perpetuarse. Saint Cyprien es un claro ejemplo de esto, y a lo largo de todo el relato se pone de manifiesto la confianza del autor en la palabra como transmisora de conocimiento para las generaciones futuras y como lucha contra el olvido. En la introducción al texto, por ejemplo, Andújar insiste sobre el asunto:

El que lea estas líneas, que se publican rigurosamente como fueron escritas «allí», debe tener en cuenta que lo dicho es insignificante reflejo de lo que después sucedió y ocurre. Desde un ángulo de estricta experiencia personal, estas páginas constituyen únicamente un testimonio preliminar. Saint Cyprien, playa tendrá razón de ser si contagia -o reaviva- la esperanzada angustia que fue su motivo y levadura (10) (El subrayado es mío).


Del mismo modo, el final del relato -que se cierra con la salida del autor del campo de concentración- reza así:

Unos pasos más hacia la quimera de la libertad, proa a México. Ahora ya podemos leer las letras, en carne y alma atadas, de nuestra experiencia (...)


(85).                


Nos aupamos a los camiones. El arco... triunfal se convierte en una mancha de color, pero nosotros sabemos que su color y su afrenta serán fecundos


(86).                


Y un último ejemplo, que versa sobre uno de los episodios en el que Andújar está relatando los derroteros que siguió una propuesta que -por propia iniciativa- había hecho al responsable de la barraca que ocupaba en el campo. Tal proposición consistía en hacer una encuesta a sus compañeros donde pudieran expresar «la mayor emoción íntima y política» de sus vidas. Este relato nunca se lleva a cabo, y la frustración que esto produce en el autor se expresa así:

(...) mi encuesta no se llevó a la práctica y la infeliz no gozó de relumbres históricos, de la inusitada caricia de la posteridad (...)


(80).                


No lo olvidaré.

Expresar la más destacada emoción de un destino ofrece un espléndido índice de conocimiento humano, la sugerencia atinada de los seres. (...) me dolía que no se grabara en un engarce de rasgos elocuentes y entrañables su traza anímica, su inefable gesto, perturbador, trascendente.

(...) y mañana nos remorderá la omisión


(81).                


Parece obvio que Andújar necesita obstinadamente del poder del relato para constatar, justificar y perpetuar no sólo su experiencia y su política, sino la experiencia y la política de toda una comunidad, pues el relato testimonial debe ser representativo de un grupo social, y concernir tanto a la vida de un individuo como a una situación colectiva que el narrador vive con otros.

Con este afán, el autor es consciente de la necesidad de la expresión de mantenerse dentro de los límites referenciales; y así lo dice explícitamente:

  —320→  

El aire no es en Saint Cyprien, aunque se esforzaran los eventuales líricos imaginistas, violadores soeces -en su almibaramiento- de la neta realidad, pretexto plausible de blandas efusiones redondas, motivo de expansión para las metáforas sacadas de quicio, que orinan su miel absurda fuera del tiesto. Constituiría un contrasentido artístico, una blasfemia humana, ayuna de pretexto. Sobran las sinfonías y nadie se nota capaz de pastorelas. Es el reiterado aprendizaje que persuade sensibilidades y cerebros


(13).                


Sin embargo, esa «ruptura» del texto con la naturalidad del lenguaje que experimenta Saint Cyprien no parecería ser -en principio- la mejor manera de representarse, perpetuarse y pasar «coherente» y «seriamente» a la historia. Especialmente cuando, en más de una ocasión, el autor mismo se burla (jocosamente unas veces, triste e impotente otras) de la capacidad del lenguaje y de la capacidad de sí mismo y de sus compañeros para representar su realidad. Sobre esto hace un comentario significativo al describir una avenida que cruza los campamentos del campo de concentración, y cuyo nombre es la «Avenida de la Libertad». Dice así:

La incongruencia a salto de mata. El nombre suele no denotar el contenido del objeto, y hasta choca con su vestidura. He ahí lo que ocurre con la ancha carretera central (...). El apodo, cuando rebasó los primeros días de intensa sátira pública, se nos ha ido metiendo en las costumbres, y ya lo pronunciamos con normalidad de reata. ¡Otra victoria de la rutina!


(32).                


Algo similar sucede cuando el autor se refiere al nombre del campo de concentración en el que se halla recluido (y recordemos el título con que este testimonio se publicó, Saint Cyprien, plage). Comenta lo siguiente:

Saint Cyprien, según nos aseguran las cartas geográficas, es una playa enclavada en el Mediterráneo. ¿Exacto? El concepto unánime del mar latino implica un sol claro, un cielo terso, una campiña de redonda fecundidad suave; (...) una sábana azul de agua salada...

Todo esto en cuanto a la Naturaleza. Que luego, en lo que a los hombres afecta... Su cuerpo es -o debía ser- un estuche armonioso, robusto, bello, armazón de vida plenaria.

¿Clima y ser anatómico? ¿Están de acuerdo con esos axiomas? Nosotros anticipamos la más escéptica salvedad.


Y continúa la descripción con toda una serie de disquisiciones escatológicas sobre la situación de los concentrados que, por otra parte, son constantes a lo largo de todo el relato.

De este modo, si parece claro que el texto aspira a un lenguaje mimético y referencial, ¿por qué esas fisuras en el lenguaje natural? Desde mi punto de vista, razones que se superponen a la voluntad del autor parecen impedir el cumplimiento de su tarea.

  —321→  

En los campos de concentración la vida era incierta y las condiciones cambiaban rápidamente. A menudo era imposible comprender los acontecimientos y describirlos. ¿Qué se supone que pasa entonces con el lenguaje? ¿No es ésta razón suficiente para que involuntariamente desaparezca la naturalidad de la expresión, volviéndose contra sí misma en la representación de la historia? El mismo Andújar lo explica así: «No preguntad, mañana, a los concentrados sobre su recuerdo punzante de la fase inolvidable. Con léxico multiforme, en párrafo estilizado o mediante una interjección enérgica, que identifica paisaje, vigilantes, humor, esperanza y desilusiones de cada hora, os contestarán en la posible encuesta: ¡El viento!» (13). La disolución lingüística es evidente.

El narrador-autor parece que no puede escapar a su estado de enajenación, y se desliza gradualmente hacia un plano simbólico y metatextual, por lo que el acto de supervivencia se implica en el acto de la narración misma. Michael Ugarte, en «Testimonios de exilio: desde el campo de concentración a América», considera que una de las características de la literatura de nuestro exilio es «la imposibilidad de recrear el drama de una experiencia real y terrible» (44), por lo que el lenguaje se vería impotente ante una realidad tan inconcebiblemente terrible. Igualmente, Paul Ilie, en un estudio sobre el exilio, expresa lo siguiente:

Este tipo de discurso despoja al lenguaje de su referencialidad histórica, aun cuando la matriz lingüística está atada a ideologías autoritarias. El efecto literario es la escritura autorreflexiva, pero la causa política es una represión cuyo escape único es el lenguaje no referencial, la negación de su historicidad española represiva (...). Se trata de un discurso alienado en el que desaparece el mundo exterior de asociaciones históricas. El exilio consiste en una conciencia orientada hacia adentro cuyas asociaciones psicológicas se privilegian junto con su lenguaje privado. Realmente, la visión revisionista del exilio privilegia el lenguaje mismo como el que constituye la tierra natal


(226 y 227) (La traducción es mía).                


A esta situación involuntaria e impuesta deberíamos añadir otra que, como actitud voluntaria en este caso, traería consecuencias lingüísticas similares. Podríamos formularla de la siguiente manera: si, como decíamos anteriormente, además de la necesidad de las sociedades de preservar una historia oficial, surge también un discurso paralelo de denuncia, que socava dicha memoria oficial a través de la inversión del papel tradicional de ciertas instituciones, generalmente conectadas con el estado y con las clases hegemónicas, ¿cómo dar cuenta del presente sin fe en ninguna forma institucionalizada, ni en ninguna entidad?

Desde esta perspectiva, se trataría de minar la autoridad de una realidad social e histórica enajenante, a base de fracturar la linealidad del discurso, hacerlo bilingüe, descentralizarlo e ironizarlo. Y, aunque a momentos ésta se postule como «autoironía» (aparentemente orientada a causar el propio daño, poniendo en tela de   —322→   juicio su discurso), únicamente puede entenderse si, como tal, no tuviera ya asegurado el éxito de la propia opinión. Como el «subalterno», el discurso de Andújar y de la colectividad que él representa se define en oposición al de los campos de poder y los resemantiza, convirtiendo el texto en una suerte de «contra-testimonio». Como ejemplo, comenta el autor:

Procurad apearle de su burro. Ese escritor que os hablará del pueblo español como si le conociera a fondo, con presunta autenticidad, cambia de sexo y condición su redonda ignorancia. Libros, hábitos relamidos, comodidad hueca a modo de buñuelos, no ilustran al dómine pedante vestido de persona civil y encastillado en su entrometida función de oráculo.

La fuente de la sabiduría es más sencilla y directa. Sobra con observar una colectividad sólida cualquiera en Saint Cyprien, yendo para ello al vulgo más estricto


(65).                


Por ello, se tratará de producir una negación de lo histórico-literario que permita a Saint Cyprien desplazar su hegemonía, como una manera de descentralizar. Y la ruptura con las formas tradicionales del discurso sería, al mismo tiempo, una cuestión de rebeldía ante la necesidad de que la expresión tenga necesariamente que adecuar su representación en formas ya existentes. En consecuencia, Saint Cyprien, reclamado por su propio autor en una introducción de 1942 (momento de su publicación) como «testimonio preliminar» de lo que «yo presencié», participa de esta inversión y pasa a representar y a constituir un universo paralelo a las corrientes oficiales de poder imperantes en el tiempo de su gestación. Su discurso se autoimpone como una corriente alternativa, reivindicante de una «diferente» ideología, y asume un compromiso con la forma desde la posición del excluido, del marginal, en contra del tipo especial de institución cultural que forma parte de la oficialidad (Algunos críticos como René Jara o John Beverley defienden esta tesis y hablan del testimonio como una «narración de urgencia», una historia que necesita ser contada con un interés político-ideológico específico).

En conclusión: si bien Saint Cyprien aspira -en palabras de su narrador-autor- a un lenguaje mimético referencial («lo que yo presencié», «estricta experiencia personal», «testimonio preliminar», etcétera), éste se revela como imposible. Si, por un lado, parece que el narrador cree en la teoría mimética de la literatura, viéndola como la expresión fiel de una realidad preexistente, por otro, parece inclinarse por la teoría de la función autónoma del lenguaje, por la cual éste nunca puede capturar una verdad absoluta porque no hay una realidad más allá de sí mismo.

Se establece así un conflicto en la base del texto testimonial: éste, a la vez que busca crear la ilusión de realidad, la está negando. Por un mecanismo psicológico de introversión, el mundo del exiliado busca sus conexiones con el «exterior» histórico para cerrarse sobre sí mismo, configurando un mundo interno a través de un   —323→   lenguaje único y privado. Llegamos así, dentro del texto, a una progresiva disolución de la historia en pro de una vitalización de lo lingüístico. El mundo-discurso aparece en Saint Cyprien fragmentado (no se mantiene la linealidad con que los acontecimientos de la historia se revelan en el mundo apariencial, se desliga de su idioma natural, o se desvanece en el estado inmaterial y oscuro de un universo prelógico). Pero, aunque podría parecer que esta concepción traería consecuencias desastrosas para un acercamiento histórico al relato testimonial (en principio, condición sine qua non, para este tipo de textos), no sucede así. Esta característica, en lugar de restar poder al discurso testimonial, lo refuerza, pues aparece fisurado en un lúcido reflejo de las formaciones sociales que lo generaron, y como consecuencia de ellas. Si lenguaje y realidad «colapsan» en el discurso de Saint Cyprien es porque no podría, de otra manera, representar y, más íntegramente, constituir el mundo que lo vio nacer.


Bibliografía

Andújar, Manuel, Saint Cyprien, plage, México, Cuadernos del Destierro, 1942.

Beverley John, Against Literature, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1993.

Ilie, Paul, «Exolalia and Dictatorship: the tongues of Hispanic Exile», en Fascismo y experiencia literaria, edición de Hernán Vidal, Minnesota, Society for the Study of Contemporary Hispanic & Lusophone Revolutionary Literatures, 1985, pp. 222-252.

Ugarte, Michael, «Testimonios de exilio: desde el campo de concentración a América», en El exilio de las Españas de 1939 en las Américas: '¿Adónde fue la canción?', coordinación de J. M. Naharro-Calderón, Barcelona, Anthropos, 1991, pp. 43-62.