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ArribaAbajoÁlvaro Fernández Suárez y su obra novelística

Ignacio Soldevila Durante. Université Laval (Québec)


Si abrimos los diccionarios de literatura (desde el redactado por Federico Carlos Sainz de Robles para Editorial Aguilar en la década de los 50 hasta el muy reciente dirigido por Ricardo Gullón para Alianza Editorial), Álvaro Fernández Suárez no existe. Otro tanto se puede ver en el repaso de los manuales de Historia de la literatura, incluyendo el muy documentado de Valbuena y Prat, en la versión revisada y puesta al día por Pilar Palomo, o el de ediciones Ariel. Tampoco en el Diccionario de Autores, el Quién es quién de las letras españolas, realizado bajo la dirección de Andrés Sorel en 1988, se menciona su nombre. El manual de historia de la novela de J. M. Martínez Cachero lo cita en una nota, como miembro de un jurado de la revista Índice en 1955. Sólo en el segundo tomo de la incompleta Historia de la literatura española actual de Editorial Alhambra (1980), y en el muy documentado libro de Maryse Bertrand de Muñoz La novela europea y americana y la guerra civil española (Madrid, Júcar, 1994), se da cuenta de Fernández Suárez como narrador. Es, pues, sin duda, un escritor de quien prácticamente se ha olvidado la historia. Y digo olvidado porque si, como narrador, sólo publicó en España, durante su vida, un único volumen de narraciones (La ciénaga inútil, Madrid, Aguilar, 1968), sus libros de ensayos jalonan los últimos cincuenta años de este género en España. El primero de ellos, Futuro del mundo occidental390, donde realizó un agudo análisis de la evolución cultural de Occidente desde la Edad Media hasta la postguerra y donde anticipaba la segunda guerra mundial y las consecuencias hoy evidentes del desarrollo industrial y de la automoción, como la internacionalización de las grandes empresas industriales y el paro endémico. El libro fue acogido con aplauso, entre otros, por Ossorio y Gallardo y por Ramiro de Maeztu, quien llegó a decir de su autor que era «uno de los españoles con más habilidad para el manejo de las ideas generales desde el Siglo XVI»391. A partir de entonces entró a colaborar en La Voz de   —208→   Madrid, el periódico en el que se habían replegado los orteguianos a partir de la crisis de El Sol. Su segundo libro ensayístico, Sentido místico de la energía392, fue reseñado muy positivamente, entre otros, por Benjamín Jarnés393. Ya allí se anuncia la desintegración del átomo como un hecho capaz de modificar la ética mundial.

Fernández Suárez había nacido el 21 de diciembre de 1906 en Ribadeo (Lugo), en un lugar junto al puente que enlaza Galicia con Asturias, y sus abuelos vivían en Vegadeo, el pueblo asturiano vecino, en el que frecuentó la escuela hasta ser enviado interno al Colegio de San Bernardo en San Sebastián. Terminó su bachillerato en Madrid, en cuya universidad se licenció en Derecho, ingresando luego en el Cuerpo de Técnicos Comerciales del Estado en 1931. Hizo el servicio militar en la Brigada Obrera de Estado Mayor, encontrándose allí con Francisco Ayala, y ambos trabajaron en el Servicio Histórico del Ministerio de la Guerra. En la Brigada encontró a Agustín de Foxá (Fernández Suárez lo llama siempre Foxac, o conde de Foxac): «gracias a su charla pasé noches de guardia (arrestado) en claro»394. Fue ayudante en la cátedra de Posada en la Universidad de Madrid, con Lladó. Allí se encontró de nuevo con Francisco Ayala. Trató a Alberti y a María Teresa León, conoció a Pablo Neruda y fue muy amigo de León Felipe.

Estuvo en Ginebra como delegado del gobierno en el Comité de expertos para establecer las Sanciones a Italia por parte de la Sociedad de Naciones. En 1936 estaba de Agregado Comercial en la Embajada de España en Roma, y protagonizó involuntariamente un curioso episodio, ya que su oficina fue asaltada y él secuestrado por un grupo de falangistas, entre los que figuraba César González Ruano, que con amenazas de muerte le exigieron la entrega de la Oficina Comercial. El gobierno de la República le trasladó a París, de donde le llamarían luego a Madrid en los días iniciales del sitio. Voló en el mismo avión en que viajaba André Mairaux, hasta Alicante. De allí transbordaron a un avión de la LAPE, que les depositó en Barajas el 5 de noviembre de 1936. Pasó la guerra siguiendo al gobierno republicano, de Madrid a Valencia y de Valencia a Barcelona. A la caída de esta ciudad en 1939, salió en avión hacia Orán y de allí a Francia, para refugiarse finalmente en Montevideo cuando ya había estallado la guerra mundial. En el sur de Francia convivió con   —209→   Azaña en los baños de Arcachon. De él dice: «Podría contar muchas cosas de este gran hombre en quien concurrían cualidades admirables con defectos calamitosos». Le entregó su último libro con la siguiente dedicatoria: «Al hombre más conocido y más desconocido de España». Rivas Cherif, que allí estaba, se prendó de la dedicatoria, que utilizaría para su libro sobre Azaña (Retrato de un desconocido). De Rivas Cherif decía Fernández Suárez que era «la mala lengua más amena de la Península Ibérica e Islas adyacentes»395.

La buena estrella de Fernández Suárez se eclipsaría a raíz de la guerra civil. Aunque siguió hallando en su editor Aguilar favorable acogida a sucesivos libros de ensayo desde 1953 y a pesar de que, ya en los últimos años de su vida, logró un segundo puesto en el Premio Espejo de España de la Editorial Planeta con El pesimismo español396, el silencio se mantiene en torno suyo hasta su reciente fallecimiento. A través de Editorial Aguilar conseguí entrar en contacto epistolar con el escritor en 1982. A mi pregunta acerca de ese silencio en torno a su obra, me contestó en los siguientes términos:

No es que me haya escondido del mundo, en el sentido físico ni tampoco místico. Sencillamente, me he inhibido. Sin embargo, llevo publicados como un millar de artículos firmados porque viví de colaboraciones durante quince años o alguno más, durante mi exilio en Montevideo y Buenos Aires, y en los primeros años subsiguientes a mi regreso a Madrid. Por otra parte, encontré editores bastante insensatos para infligirles mis obras a sus clientes. Pero los clientes y los posibles lectores en general anduvieron listos, y aunque las magras ediciones se agotaron lentamente, muy lentamente, los editores y yo reincidimos. A veces me alegro de que no se me haya hecho gran caso -bueno, algunos de mis títulos tuvieron una crítica espléndida, pero yo la desaproveché-. Digo que a veces me alegro de no ser famoso pues, al menos, tengo la conciencia tranquila, pues mi prosa apenas si ha hecho daño a la gente. ¿Quién puede decir otro tanto?



Y prosigue:

Sucedió que he tenido poco tiempo para danzar por ahí, ver a unos y a otros, asistir a tertulias y, además, eso no me va. De que Ud. no tuviera información sobre mí tengo yo la culpa, se lo aseguro. En primer lugar, me abochorna hacer mi propio articulo. «Me da corte» como dicen ahora los chicos, y sobre todo las chicas. (...) Y otra cosa muy importante: que no he pertenecido nunca a ninguna de esas sectas que utilizan a los escritores y a los artistas. Esto es muy importante. Las sectas son máquinas de propaganda que hacen la fama. Y la fama no se alcanza fácilmente con el trabajo solo. La verdadera fama se consigue, se alcanza, cuando el tipo se convierte en un objeto   —210→   útil, en un tema para el periodista, mediante circunstancias ajenas al arte -política, por ejemplo- o bien fabricándose un antruejo, barbas, melenas, indumentaria pintoresca, costumbres extravagantes, preferentemente si son «malas costumbres»... Siempre es lo mismo: hacerse objeto. ¿Y el mérito? También el mérito. Incluso el mérito (por lo demás, una cierta calidad siempre es buena). A mí me faltaba mérito para navegar con mis propios vientos y me sobraba timidez, falta de agresividad. Y peor aún: fue una cuestión, también, de comodidad. En fin, la culpa es mía. Por fortuna creo sinceramente que soy bastante prescindible para que el mundo no note mi ausencia. En cuanto a cubrir mis necesidades, me he ido arreglando bastante bien con mi trabajo. Cuando estaba en el exilio, en cambio, las circunstancias me obligaron a moverme y zascandilear, eso sí, con pena y esfuerzo, y conseguí una notoriedad considerable. Eso prueba que es culpa mía si hubo de molestarse para dar conmigo397.



Creo que en esta cuestión Álvaro Fernández Suárez es ejemplar. En efecto, hay una percepción, bastante común entre los creadores literarios y sus devotas cortes de estudiosos, según la cual el creador es un ser solitario, desligado de todo vínculo con sus coetáneos, y cuya obra de creación es única, incomparable e irrepetible. Se alza a la fama por su propios méritos, y nada debe a nadie. Creo que en una faceta de esta visión mítica de la realidad han hecho mella ya, desde la teoría de la recepción a esta parte, quienes han hecho ver que cada creador, por genial que sea, no es explicable sino dentro de una cadena genérica en la que, como en carrera de relevos, recibe el testigo de sus predecesores, e intenta, aun siguiendo por los mismos derroteros, superar las realizaciones de quienes le han precedido y le han ayudado, por el ejemplo, a situarse. Con todos sus excesos, la reciente obra de Harold Bloom (The Western Cannon, de 1994) es definitiva al respecto de lo que él llama el impulso creativo brotado de la ansiedad del influjo. No hay ensayistas ni dramaturgos ni novelistas ni poetas pastores. Tampoco, en los comienzos de una carrera literaria, es ésta imaginable, salvo excepciones, en el más absoluto de los aislamientos. Ahí es donde, sobre todo, funcionan la cohesión intrageneracional, y las relaciones intergeneracionales, aunque, luego, aquellos que alcanzan un puesto envidiable en el campo de la cultura, fingen olvidar, o realmente olvidan, los años de la lucha agrupada por alcanzar un lugar en el sol.

Además, hay otras facetas del mito que parecen mantenidas en una especie de conspiración silenciosa de intereses creados. Cuando Fernández Suárez se refería a su no pertenencia a ninguna secta como una de las causas del silencio que siempre rodeó a su obra, me parece necesario concretar más. No sólo se trata de sectas ideológicas. Se trata también de sectas industrial-mercantiles, cada vez más decisivas en el destino de los escritores contemporáneos. El advenimiento de un tipo de sociedad   —211→   postindustrial que él supo ver ya en los años treinta, aunque sin prever lo que a él personalmente iba a afectarle, ha dado origen a nuevas prácticas, o al perfeccionamiento de las existentes durante la primera mitad del siglo. El éxito inmediato (del futuro cada vez se preocupan menos los distintos actantes del campo literario, y dadas las circunstancias contextuales, no veo hacedero reprochárselo), en lo tocante a los escritores, depende de su pertenencia a una buena escudería (me permito tomar el término italiano del mundo automovilístico). Ya no basta tener un editor: éste tiene que tener determinadas características que no voy aquí y ahora a especificar. Fernández Suárez se mostraba agradecido, y eso le honra, a un editor, Manuel Aguilar, que desde 1933 le había publicado todos los libros que le había ofrecido. Pero ese editor hoy ya no es más que un nombre más entre los caídos y canibalizados en la historia reciente de la industria editorial. Como ya supo ver otro amigo y coetáneo suyo, Max Aub, a quien también Aguilar editó dos tomos de obras completas, «el buen paño en el arca se pudre». Pero en el mundo de los negocios literarios de hoy, ni siquiera se vende en los amplios escaparates, ni basta con organizar una publicidad impresa que vaya a buscar en sus domicilios a los posibles lectores. Un buen editor moderno no puede tener relaciones recíprocas de fidelidad con los creadores de su escudería, ni funcionar con otro criterio que el de la rentabilidad a corto plazo, y según los indicios que honestamente nos da el propio Fernández Suárez, Manuel Aguilar no supo ponerse a la altura (altura es un decir por antífrasis, evidentemente) que exigían los tiempos. Fernández Suárez, ya en sus ensayos sobre el futuro, supo ver al tipo del depredador como el triunfador de lo que él llamaba en 1933 y 1935, ilusionadamente, la era de la transición. En esas seguimos, cada vez más crudamente. Muy pocos, por no decir ninguno, de los valores literarios por los que Aguilar apostó, se han salvado del olvido, a menos que hayan pasado a engrosar las filas de otros editores. Con esto no pretendo decir que Fernández Suárez, en lo que toca a sus valores como novelista, no haya tenido ocasión suficiente de demostrar sus excepcionales dotes. Él mismo reconoce en repetidas ocasiones en su correspondencia que sólo en el ensayo y en la narración corta se sentía a la altura de las circunstancias. No obstante lo cual, dejó inédita cuando menos otra novela, Seis alas para Serafín, anunciada en una lista de obras que acompañaba a una de sus cartas. En otra me hablaba de una novela que llevaba entre manos, en la que explotaba la mina de sus recuerdos de Buenos Aires, explorando además en lo que él llamaba el laberinto argentino, e intentando no caer, según su propio temor, en el ensayismo, al que se decía terriblemente propenso. Mientras no se puedan ver los manuscritos, no es posible afirmar que se trate de dos novelas distintas. Dejó también reunidos numerosos relatos y cuentos, de los que Fernando Valis se ocupará durante este Congreso (al menos, de los que fueron publicados, ya que me consta que a su muerte quedaron sin recoger bastantes   —212→   otros). En dos ocasiones intentó hacer teatro. Publicada queda El retablo de maese Pedro398 e inédita -salvo error- El fruto amargo, citada, sin fecha, en 1953 en una lista de «otras obras del autor»399. Por lo que toca a sus ensayos, además de los dos publicados antes del 36400, a partir de 1953 Aguilar le editaría cinco libros401. La revista Índice, de la que fue nombrado subdirector por Juan Fernández Figueroa a su regreso en 1954, le editaría un ensayo titulado El tiempo y el hoy, que habría inspirado, según me dijo, a Alfonso Sastre una pieza teatral. Un ensayo de tema socioeconómico, Los mitos agrarios, pasó también desapercibido402.

En los ensayos anteriores a 1936, de los que hube de ocuparme con ocasión de un trabajo mío sobre el tema del nacionalismo en la generación del 27, entre cuyos más jóvenes miembros se encuentra junto con su estricto coetáneo Francisco Ayala, se revela ya una visión internacionalista del futuro de la humanidad a la que nunca renunció403. A este respecto nos dice:

Durante la guerra y el exilio, debido a mis contactos profesionales con las cancillerías, pude ver de cerca y sufrir la sordidez nacionalista implacable de los gobiernos y de los políticos «amigos» y enemigos. Luego, en la emigración, padecí los efectos de la denigración sistemática de que había sido victima España, con la consiguiente desvalorización reflejada en nuestras personas (la denigración provenía tanto de extranjeros como de españoles). Me temo que estas experiencias me hicieron un tanto nacionalista de facto. Ideológicamente no. Seguí siendo tan contrario a los nacionalismos como lo soy ahora mismo. Espero que los groseros sentimientos nacionalistas de esta época (feroces, embusteros, ladrones, depredadores) y de las anteriores inmediatas, serán al fin superados y substituidos por unas lealtades de otra clase, menos elementales. No es cosa de explicar aquí lo que imagino a estos efectos; diré que pienso -únicamente esto diré- en un sistema de constelaciones urbano-territoriales404.



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En Montevideo pasó un año de penurias extremas hasta que el Doctor Quijano, propietario del semanario Marcha, le ofrece una colaboración regular, que cubría tres páginas del periódico, con el título de «Cosas vistas y oídas», título que se recoge en una antología publicada en 1943. Todas estas colaboraciones las redactó con el seudónimo de Juan de Lara, nombre que aparece también en la antología405. Quijano le conseguiría luego un pequeño empleo en la Universidad de Montevideo. Pasó a Buenos Aires en 1949, colaborando en La Nación, Sur y otras varias revistas, como la que dirigía Ayala en Buenos Aires por aquellos tiempos (Realidad, 1947-1948), y otras de tipo magazine, como Atlántida, de Vigil. Por intercesión de León Felipe, colaboró también en Cuadernos Americanos de México. En 1953 Sur le publica su libro de relatos Se abre una puerta... En 1954 decide probar suerte y solicita su regreso a la Embajada de España. Curiosamente, y con olvido o ignorancia de lo mucho escrito contra el bando nacionalista, sería admitido. Pasados unos años, sus compañeros del Cuerpo de Técnicos Comerciales del Estado le incitan a pedir el reingreso. «Lo obtuve -me dice en una carta- con explícita constancia de mi ideología y de mi conducta durante la guerra civil».

Antes de entrar en el examen de su novela, veamos algo del libro misceláneo, ya mencionado, Cosas vistas y oídas. Este volumen, del que se conserva un ejemplar en la Biblioteca Nacional de Madrid, está dividido en tres secciones. La primera está dedicada a la observación del mundo gauchesco, lo que probablemente permitió que se editara a expensas del Ministerio de Instrucción Pública del Uruguay, en una colección titulada Biblioteca Cultural Uruguaya. La segunda parte está dedicada a testimonios y recuerdos de la guerra civil, particularmente en Madrid, y la tercera es una miscelánea de artículos y relatos de temas diversos bajo el título de «A salto de mata». Hay uno, particularmente dramático y eficaz en su sobriedad, sobre las masacres de los nazis en la campaña de Rusia (pp. 235-241).

Ya desde su prefacio, al hablar de su condición de exiliado, manifiesta un talante peculiar, al afirmar que «aun en las peores situaciones siempre me tuve por feliz comparándome con aquellos compatriotas españoles alojados en los campos de concentración y en las cárceles de Franco». Y añade: «Ni siquiera me cambio por quienes gozan la libertad» y los favores del Caudillo. ¡Que les aproveche!» (p. 14).

Es la sección segunda, evidentemente, la más interesante para nuestra perspectiva. En efecto, se encuentran allí testimonios directos de la vida cotidiana y de los esfuerzos del gobierno y del pueblo durante el asedio de Madrid para organizarse e improvisar la resistencia frente a los ejércitos franquistas. Además, asistimos al nacimiento de un personaje popular, el soldado Perejo, de cuya existencia nos hace al fin dudar el propio narrador, cuando al cabo de variados episodios de su vida militar, nos insinúa que tal vez ese soldado sea un compendio de muchos otros soldados   —214→   protagonistas reales de las diferentes anécdotas, hazañosas unas, pintorescas otras, que aquí se atribuyen a Perejo. Y asistimos al nacimiento del personaje novelesco que protagonizará su novela Hermano Perro, publicada en México el mismo año que la antología, gracias probablemente a los buenos oficios de León Felipe, porque Fernández Suárez no salió de la región rioplatense sino para regresar a España. Este personaje es precisamente el perro, al que Perejo ha adoptado y bautizado con el nombre de Voluntario, y que al parecer nace de una anécdota real de la guerra, sobre una mascota particularmente inteligente y bien entrenada en el Ejército Popular, pero que aún no he tenido ocasión de documentar en mis búsquedas de hemeroteca. Al «Voluntario» se le atribuyen diversas hazañas de salvamento, pero el protagonista auténtico de estos episodios es, en los textos publicados entre 1941 y 1942, el soldado Perejo, que antes de la guerra había ejercido profesiones tan peregrinas como la de ayudante de un domador de pulgas, y en quien Fernández Suárez personifica todos los valores y la natural inteligencia del pueblo español, puestos en juego por la necesidad de las circunstancias al servicio de su causa.

Entremos ahora a la novela Hermano perro, subtitulada «la novela de los tiempos», y publicada en México en 1943406, con una vigorosa ilustración a dos tintas, en portada, de Renau. La edición, sin duda no revisada por el autor, aparece con bastantes erratas, generalmente subsanables. Cuando su autor leyó el breve párrafo que le dediqué en mi libro La novela desde 1936, me dijo:

Es curioso que Ud. haya dado conmigo por el leve puentecillo de Hermano Perro, que no he vuelto a leer desde que se publicó (...). Le agradezco mucho las líneas que dedicó a esta novela, que fue escrita con el corazón, si se me permite... Está muy bien lo que dice en su libro (...) y supongo que debió impresionarle cuando recomienda -esto me halaga mucho- que sea reeditada. Yo la tenía casi olvidada, como la olvidó el resto de la especie humana. Tenía miedo a releerla, palabra de honor. El caso es que no tuvo mala crítica cuando se publicó (por ejemplo, Benjamín Jarnés, en un largo artículo; en Excelsior de México se dice: Es una gran novela y después de haberla leído sabemos que no podremos volver a ver un perro con desprecio ni a tratarlo con crueldad». Gran novela la llama también José Blanco Amor en un artículo muy extenso de un diario de Buenos Aires, El líder. (Supongo que, por aquellas fechas, el líder era Perón)407.



Frente a estas opiniones laudatorias, contrasta la reciente -y posiblemente única, junto con la mía- del libro de Maryse Bertrand. Tras de resumir muy sucintamente el argumento -no menciona el final trágico- y de señalar la voluntad simbólica de la novela, concluye diciendo: «El libro responde a una estética tradicional pero   —215→   carece de la poesía necesaria para este tipo de escritura en el siglo XX; el estilo es anticuado, moralizante, los títulos de los capítulos (...) un tanto infantiles, y ciertas partes totalmente inútiles»408. Me permitiré tomar ciertas distancias con respecto de esta valoración. Lo anticuado del estilo es, en parte voluntario, como veremos, y en otra parte (los primeros capítulos de la novela, dedicados a las tribulaciones del perro protagonista en casa de su primera y encopetada señora), son, a mi entender, un intento de reconstruir el ambiente modernista-decadente con un estilo adecuado -similia similibus curantur-, que recuerda al recamado y suntuoso modelo que transita desde las prosas de Rubén Darío hasta la de Pérez de Ayala, con un gran lujo de adjetivaciones correspondiente al de la situación. Es indudable que, sin distanciación irónica, el estilo resulta a veces empalagoso, especialmente en las descripciones de la vida en el palacete de la encopetada dama, y de su caprichosa y alhajada perrita de lujo -los franceses llaman a este tipo de minúscula y mal criada criatura chien de boudoir- que en este caso no es sino canino reflejo de su insoportable dueña. Es muy posible que, por estar estas páginas situadas en los primeros capítulos de la novela, no aparezca claramente la intención de pastiche, pero al entrar en los capítulos subsiguientes a los frustrados y no compartidos amores del perro bastardo por la aristocrática perrilla, el recamado estilo de los tres primeros capítulos va dejando paso a una prosa más concisa, aunque siempre imaginativa y trabajada. No obstante, es cierto que existe, además de la mencionada proclividad modernista, otra de más rancia estirpe. En efecto, los títulos están claramente apuntando a la tradición picaresca, a cuyas pautas estructurales e incluso estilísticas se somete toda la obra, que tiene como protagonista a un perro de muchos amos. Ya el título del capítulo VII («A la busca de un amo a quien servir») es un claro indicio de la intención mimética que, en este nivel, tiene la novela. La ironía de títulos como «Duelo entre caballeros» para narrar una pelea callejera entre nuestro protagonista y otro perro intruso, es evidente e intencionadamente paródica. No menos de seis amos, en un rápido recuento, viene a tener el perro, y en cada uno de los casos, aunque de manera variable, y con diverso signo, se nos hace, siguiendo la tradición del género, un retrato de tipos humanos y una reconstrucción de las circunstancias que los modelan409.

La obra, dividida en tres partes, indica claramente a través de los respectivos títulos («De las cosas buenas y alegres que acontecían antes del advenimiento del Gran Unicornio», «El advenimiento del Gran Unicornio» y «Triunfo y derrota del Gran Unicornio») el eje fundamental de la narración: ese monstruo con cuyo nombre simbólico Fernández Suárez, todavía reacio entonces a dar cuenta de la tragedia   —216→   española desde una perspectiva demasiado nacionalista, quiso unificar a las diferentes formas del fascismo, aunque, evidentemente, sea el monstruo, en primer lugar, inspirado en la propia experiencia de la guerra de España y la que, por numerosos testigos, fue haciéndose del régimen que de ella había ido surgiendo, Esa voluntad distanciadora y ecuménica es, a mi entender, lo que más desorienta al lector, al proponer una forma de acercamiento a la realidad histórica poco habitual, aunque no única. Y plantea, desde el punto de vista formal, un problema de difícil, aunque no imposible solución410.

En un libro en curso de redacción y en algunas conferencias he propuesto un intento de clasificación del subgénero novelesco conocido como «novela histórica», con el que podríamos intentar una aclaración del tipo de novela al que podemos adscribir Hermano perro. Por estar todavía inédito, adelanto un breve resumen de mi propuesta. Parto de la definición de Tomás Albaladejo de la relación de referencialidad de cualquier texto con su referente por medio e intermedio del «modelo de mundo» que, en cierto modo, productor y receptor del texto compartirían. La tipología de esos modelos de mundo la reduce a tres: modelo verdadero, modelo ficcional verosímil y modelo ficcional inverosímil411. La Historiografía, así, tendría un modelo de mundo verdadero, y la novela uno de los otros dos, según se trate de novela realística o de novela fantástica o, como prefiere Franklin García Sánchez, novela mimética o no mimética, dentro de cada una de las cuales caben distintas formas412. ¿Dónde quedaría ubicada la novela histórica, especie híbrida cuya referencialidad apunta no a un modelo de mundo, sino, cuando menos, a dos? A partir de estos presupuestos, propongo cuatro formas de narración histórica distintas. La primera sería aquella cuyo autor cree tener como referente exclusivo un mundo real. La realidad material descrita es, en su percepción, real, los acontecimientos lo son, así como todos los personajes, sin excepción. ¿Qué diferenciarla una novela de este tipo de un texto historiográfico que tratara de los mismos hechos y de los mismos personajes? Dado que no hay ningún recurso estructural o retórico del discurso literario que sea ajeno al historiográfico, la diferencia sólo puede residir   —217→   al nivel de producción y de recepción. En otras palabras, al contrato de lectura. El autor se sabe liberado de responsabilidad, al no tener que someterse a las pruebas de veridicción, ya que se ofrece al lector como novela. Por su parte, el receptor de ese libro no tiene, en principio, que detenerse a verificar si las referencias a la Historia son exactas, o mejor, si corresponden a las versiones -no necesariamente unánimes- de la historiografía. Pero si, como suele ocurrir, le da por hacer algunas verificaciones, y descubre alguna imprecisión, no por ello disminuirá su valoración estética del texto. También queda libre el autor del posible reproche de haber hecho una utilización selectiva de los datos y los documentos de la Historia. (Ejemplos entre la narrativa del exilio de este tipo de novela serían La escuadra la mandan los cabos de Manuel Benavides, o La forja de un rebelde de Arturo Barea).

La segunda es aquella en que la referencialidad apunta a la vez a un modelo de mundo real y a un modelo de mundo imaginario y verosímil, es decir, que recurre siempre y exclusivamente a producir efectos de realidad. De esa manera, sólo los expertos conocedores del pequeño mundo de la crónica utilizado por el narrador podrían detectar las soldaduras entre los datos de la Historia y los que proceden de la imaginación del autor. Este tipo de novela histórica arriesga más en la medida en que sus personajes y su anécdota están más cerca, históricamente, del tiempo en que se escribe. Por eso, novelistas como Max Aub, conscientes de que las soldaduras serían evidentes para sus coetáneos, apostaban por el futuro de sus novelas.

La tercera es aquella en que el narrador establece una referencialidad exclusiva con un modelo de mundo verosímil, pero desanclado de toda referencia a modelos de mundo real verificable. Es decir, en el que las referencias nominales a un espacio geográfico real, o a un tiempo de calendario concreto y específico, son substituidas bien por nombres imaginarios o por ausencia de nombres, y el tiempo de calendario es substituido por datos de temporalidad cíclica (etapas del día, ciclos anuales de estaciones, etcétera). Difícil apuesta y logro no menos difícil, cuya intencionalidad puede ser la de mitificar, pongo por caso, en una dimensión universalista y de ejemplaridad intemporal, los problemas de la sociedad humana de la que la experiencia del autor ha extraído los datos concretos. A este tipo de novela se ajustan, dentro de la literatura del exilio, Sanco Panco, Novela-Fantasía de Salvador de Madariaga (1964), y la novela que ahora estamos examinando de Álvaro Fernández Suárez413.

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Pero volvamos al eje estructurador de la novela en tres partes, a saber, el mundo antes del Gran Unicornio, la ominosa aparición del Monstruo, y el triunfo final del mismo. El título de esta tercera y última parte incluye una derrota tras el triunfo. Pero esa derrota es únicamente profética, anunciada implícita y simbólicamente con la trágica muerte del Sabio y del perro a manos de los ejecutores en el campo de concentración en el que unos centenares de hombres perdedores de la guerra están sometidos a trabajos forzados. Esta macroestructura, evidentemente, apunta a la superación del modelo picaresco, utilizado aquí al servicio de una clara intención alegórico-histórica.

Como la tradición novelesca en la que se inscribe, Hermano perro tiene claras intenciones moralizantes, aunque quizá no sea éste el adjetivo más adecuado para un talante ético que poco tiene que ver, si algo, con la moral tradicional. En sentido cierto, la intención del libro es poner en contraste una visión humanista y fuertemente solidaria de las relaciones personales y sociales, con unas actitudes aristocráticas, impregnadas de egoísmo insolidario y de total incomprensión hacia las clases desposeídas, que no saben ver sino como objetos de servidumbre. La figura del perro cumple, dentro de este proyecto, una función alegórica, junto a las de dos de sus sucesivos amos, el sabio físico conocido por «El sabio» y, posteriormente, el soldado Perejo, a quien vimos ya aparecer en los artículos publicados años antes en el semanario Marcha. Precisamente por su condición perruna y bastarda, el uno, y por su marginalidad social el otro, El Negus y Perejo son, en su conducta y sus sentimientos, generosos, fieles y nobles, contraste indudable con los personajes representativos de la otra forma de concebir las estructuras y las relaciones sociales, encarnadas, a nivel alegórico también, por la perrilla, fiel espejo de su impresentable señora, que más adelante reaparece, durante la segunda parte, en un ingrato papel de emboscada, reclamando la propiedad del perro que antes había abandonado, al descubrir que se ha convertido en un héroe de leyenda. Pero no faltan en el retablo contrafiguras del mismo nivel social que las otras dos mencionadas: frente a Perejo, contrasta el innoble cazador de perros que atrapa al Negus en su primera salida, y que, tras intentar venderlo como animal de raza peregrina, acabará dándolo a un científico que se divierte en experimentar con animales la vivisección en sus laboratorios. Éste, el Doctor Funck, es la pareja negativa del viejo físico, y el capítulo en el que ambos científicos discuten sobre la legitimidad de la experimentación in vivo acentúa el contraste de sus conductas antitéticas414. Pero   —219→   toda la novela está impregnada de un sentimiento de profunda piedad por la condición, no sólo humana, sino animal, con una generosidad de inspiración cuasi franciscana. A ella alude, indudablemente, el título de la novela, cuyo alcance, por cierto, sería erróneo limitar a un sentimiento proteccionista de la vida animal. En sus ensayos socio-antropológicos anteriores a 1936, está claramente asentada una visión del mundo como unidad indisoluble cuya única posibilidad de salvación está en una solidaridad universal que supere todos los egoísmos nacionalistas o de clase. El Gran Unicornio los simboliza satánicamente. Por una mecánica de oposición binaria, en el discurso final del viejo Sabio, a las puertas de su ejecución, se proclama, con evidente nostalgia de futuro, por utilizar los términos del poeta García Montero415, el advenimiento de un Dios. Pero sería erróneo interpretarlo como una nueva venida del Dios de las religiones monoteístas. En el momento de ser ejecutado ante sus compañeros de cautiverio, grita el viejo sabio la necesidad de ser héroes, desafiando la falta de sentido del universo, la necesidad de combatir nuestra incapacidad racional de darle sentido, creando para ello una ley universal de amor. Y concluye:

Un gusano capaz de amor, como dijo el poeta, sería Dios en un universo sin Dios. Sed Dios. Sed buenos, hermanos míos, al menos por orgullo y por rebelión (p. 274).



En ese sentido, la ejecución de su fiel perro, tan capaz de amor, decidida para escarnio de su víctima por el bestial comandante del campo de concentración, se transmuta alegóricamente para designar la solidaridad inevitable entre todos los seres vivos en el único proyecto posible de salvación.

Para concluir, volveré a repetir aquí y ahora la necesidad de recuperación para nuestra memoria común, no sólo de esta perdida novela, sino del conjunto de una obra literaria que fuera marginada quizá más aún que por la circunstancia del exilio, por el exceso de modestia de un sabio humanista y hombre de bien, de los muchos que dispersó y dilapidó la última e imperdonable catástrofe de nuestra historia común.



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ArribaAbajoChamaca, una novela inédita de Ángel Samblancat en México

Paco Tovar. Universitat de Lleida


Ángel Samblancat y Salanova es uno de esos tantos casos de ausencia que se registran en la historia de la literatura española más reciente. La particular ideología del autor, la derrota que experimentó el gobierno republicano en el trienio sangriento de 1936-1939 y el posterior exilio de gran parte de los vencidos, son las causas de esa exclusión y ese largo silencio. En cualquier caso, la figura del escritor no sólo se destaca por ser un personaje singular y proteico, plenamente reconocido en Barcelona por los grupos confederales de los años veinte, sino también por ser responsable de una labor literaria que, sin duda, merece ser valorada416.

No obstante sus cualidades narrativas, el discurrir de Samblancat sufrió una conspiración de silencio que, dirigida por un amplio grupo del intelectualismo burgués, se vio agravada por un largo y obligado destierro. Esta marginación debería romperse porque, acordando con la opinión de Francisco Carrasquer, en los textos del autor, «...aparte de las licencias y ocurrencias barrocas, para las que pudo tomar ejemplo de nuestros mejores clásicos, fue tan buen domador del idioma en estado salvaje como los mejores escritores modernísimos hispanoamericanos, y supo sacar partido de un poliglotismo oportuno, más o menos a nivel medio internacional... Y es que Samblancat se servía de la lengua para expresarse, sencillamente, sin discriminación para ninguna de sus zonas... Y si tenía que hacer carrerilla para pegar el   —222→   salto retórico más largo, la hacía; como si le convenía poner de cara a la pared a la expresión más exquisita con una andanada de vulgarismos, tacos disfrazados o dichos germanescos, no se arredraba por tan poco. Y si no acertó siempre con el logro artístico, no fue por falta de esta sana actitud. En todo caso, tiene por lo menos la virtud de haberse esforzado por mantener en sus escritos la alta tensión imprescindible para hacer saltar la chispa poética y, a la vez, la matización máxima de su pensamiento en honor de la claridad difícil»417.


Una nueva novela picaresca

Entre la amplia producción narrativa de Ángel Samblancat, se encuentra todo un capítulo de inéditos del que forma parte Chamaca. El libro, anunciado en vida del autor, no llegó a imprimirse nunca. Encaja en la tipología ambigua del discurso novelístico en el que, sin renunciar a compromisos sociales y políticos, digresiones filosóficas, tonos poéticos, registros realistas o planteamientos modernistas, se cuenta una historia común y los trozos de una existencia y un pensamiento singulares. Todo cabe en un cierto juego simbólico que, sostenido sobre una firme estructura narrativa, difícil por el léxico y por lo enrevesado de las secuencias oracionales que en ella se utilizan, complica el ejercicio interpretativo que se propone con sus fórmulas, manteniendo la coherencia y la linealidad de un pensamiento que responde a los deseos y las obsesiones de un hombre sensible e inteligente. Samblancat, en su libro, se esconde tras la imagen de un personaje protagónico que escribe travestido de hembra.

Atendiendo a su configuración textual podría afirmarse que Chamaca es una novela que se acoge al legado de una sólida tradición picaresca en la que no se excluye realizar nuevas experiencias. En el libro se dan cita no sólo la conciencia de una marginalidad evidente, expuesta a través de una figura femenina capaz de reconocer su baja condición social y de enseñar sin vergüenza su sensualidad, enfrentándola a los principios morales de un mundo injusto, represivo e hipócrita418, sino que también se encuentran las buenas lecturas de su autor; la búsqueda de técnicas adecuadas; la capacidad crítica; y la invitación a romper esquemas y saltar límites. El relato hay que entenderlo en la línea de los Lázaros, los Guzmanes, las Lozanas o las Justinas literarios; también en la de los Gamianis o en las huellas próximas   —223→   de esa literatura española que, en la primera mitad de este siglo, se ambienta en el lupanar, tratando de dignificar el oficio prostibulario exaltando los valores del amor libre. En la construcción de todo ese complejo imaginativo importa la lengua y el carácter misterioso de los signos; se mezclan la realidad y la fantasía, las personas y los personajes, los sucesos y su representación, la oralidad y la escritura; incluso se plantea la lección moral, otorgando al conjunto su originalidad que, sin embargo, no olvida una amplia herencia cultural.

Aceptando este paralelismo genérico de Chamaca, en su lógica actualización, estamos en condiciones de entender el sentido del discurrir propuesto por Samblancat, descubriendo su relación, quizás más íntima, con La pícara Justina, de Francisco López de Úbeda419. Ambos libros se entretienen en descripciones pintorescas, recreando, con vocablos y frases, maliciosas intenciones. Una y otra obra se identifican por sus logros estilísticos, venciendo con ellos otras carencias que llegan a restar interés a la acción novelística, defectos que, en la segunda, se explican por la apuesta que se hace en favor del tempo lento, propio del ensayo, al que se adorna, para aliviarlo, con reflejos ordinarios de un pueblo que está en todas partes y exige su presencia imaginativa en las páginas que han de contarlo. En la primera, resultan del afán de mezclar estrechamente los discursos, decantándose hacia la anécdota.

Samblancat y Francisco López de Úbeda coinciden en que han de figurar un juguete entretenido en el que se especulan la vida y sus enredos. De esta forma, la escritura «...templa el veneno de cosas tan profanas, con algunas cosas útiles y provechosas. No sólo en enseñanza y flores retóricas, varia humanidad y lectura, y leyendo el ejercicio toda el arte poética con raras y nunca vistas maneras de composición, sino también enseñando virtudes y desengaños emboscados donde no se piensa»420.

Chamaca insiste en el equilibrado principio narrativo de La pícara Justina al mantenerse entre la vanidad hueca del exhibicionista y la aburrida distanciación del puro. El lector se sentirá atraído por una escritura que, mostrando los trabajos de una mujer pública, también exhibe una rígida moralidad. Ambos textos, en su necesaria transgresión, no son, en si, originales; siguen, como asevera Francisco López   —224→   de Úbeda y recoge, sin mencionarlo, Ángel Samblancat, los pasos marcados por el tono de las fábulas de Esopo y por el carácter jeroglífico de Agatón, así como las líneas seguidas por Terencio, Marcial y otros clásicos a quienes se respeta y admira por su sabiduría y honestidad. Dentro de ese orden, Justina se expresa frente a una voz claramente diferenciada, capaz de emitir juicios; Chamaca, añadiendo más referencias, se narra a voces para evitar rupturas discursivas, favoreciendo la identidad de la protagonista y la nueva coherencia de su relato.

Otra similitud entre Chamaca y Justina es que tanto una como otra utilizan un lenguaje increíble. Su condición social no les permitiría, por mucha que fuera su experiencia vital o la intensidad de sus relaciones, esa capacidad creativa a la que sólo puede acceder quien posee un conocimiento profundo de la lengua y sabe utilizar con propiedad una retórica complicada en sus conceptos y en sus muestras. Las dos mujeres enseñan las ideas de un hombre culto, verdadero responsable de lo que se va diciendo. No menos importante resulta, si queremos completar la referencia de López de Úbeda en Samblancat, la presencia de signos emblemáticos al inicio de una y otra obras421.

En La pícara Justina, un cabello se interpone entre la pluma y el papel, estorbando el dibujo de las letras y marcando a la autora ficticia del documento imaginativo con un apodo que la identifica con su baja condición social y la señala en su oficio putarrón -recordemos que es nombrada como La Pelona- en Chamaca, el pelo también justificará el mal nombre de la protagonista -llamada por primera vez La Mechuda, no deja de recibir otros apelativos no menos justificados en el curso de la narración- y su evidente extracción marginal. Ni una ni otra se ofenden por el mote que reciben, asumiendo plenamente, como una virtud, el carácter peyorativo del cabello que, en su centro femenino, las molesta y las engalana. Con él, una dice ceñir el blasón de su gloria y adornar el cuartel de sus armas; la otra, partiendo de su estandarte público, se permite una minuciosa descripción de sí misma, destacando, como valor asumido, francas tendencias erótico-fisiológicas:

Mi citrón tempraneó en asomarse, barbiponiente, al púlpito del vivir milongo y el currelar mistongo; madrugó en traerme el mensaje o Ave Marica, anunciador de una viriflagrancia, cespedándose y velludeándose de reseda   —225→   y plumón refino y empujando mi huacal de la rabera, con vistas a dotarme de un espaldar como un ropero, hacia el zócalo. Era la lanúgine en que ya se ahumaba, un celaje nuboso en su germinal; tremoso; de una hilaza de escarchado anís como la que púdicamente alfombra los mofles de un albaricoqueto, basado de corte y de plano por Euros y por auras, soles y rosolis, entre el austral peinaje de un cocotero de orillamar422...



La deuda que Justina admite tener con el huésped oportuno de su pluma se proyecta en la que contrae Chamaca con el pendón hincado en el vértice de sus piernas. La primera rechaza la supuesta molestia del visitante que se empeña en desfigurar sus letras, alabando su interferencia:

...sin saber lo que ha hecho, me ha hecho sacar del arca un celemín de retórica, porque, con atravesárseme en la pluma, y discurrir los símbolos del pelo y de los pelones, he tenido buena ocasión para pintar mi persona y calidades, lo cual es documento retórico y necesario para cualquier persona que escriba historia suya o ajena, pues debe en el exordio poner una suma del sujeto cuya es, describiendo su persona y cualidades, en especial aquellas que más a cargo suyo toma el historiador. De manera que mi pluma, aprovechándose de sólo la travesía de un pelo, ha cifrado mi vida y persona mejor y a lo breve que el que escribió la Iliada de Homero y la encerró debajo de una cáscara de una nuez423.



La segunda reconoce la presencia del adorno femenino en la medida en que le permite hablar de sí misma con presumido gozo:

Las cadenetas que me ensortijaba mi peinado de portal, me replicaban en los talones y me sacaban a occidente el sol a zurras; lamíanme a plancha toda la sinuosa y montuosa dulcedumbre que me abultaba en el dorso; latigueábame el tinclo y me lo palilleaban con rezumbos, retumbos y rimbombos de timbal. No estallaba en tronidos y pedaradas de satisfacción la zambomba, porque el saín que la embutía y la colmaba de amenidades hasta el brocal, le brocaba el respiro... Cuando la responsable de mis nefastos días me soltaba por hombros la cascada de luces de mis pensamientos, alborecía en los arcos de mi bóveda celeste y nacía jovial el maitín de la barda de mis hangares. '-¡Qué milagro no será su gagia oculta! Porque la savia a la propiedad le trepa del sebe. Plantío que puja, es que mana...'424.



Chamaca y La pícara Justina compondrán en las páginas que escriben toda la personalidad de su ser, comprometiendo en sus respectivos discursos todo el esfuerzo imaginativo del escritor empeñado en su escritura. Experiencia y razón se mantienen en equilibrio, acordando con su tiempo y su espacio, de aquí que ambos   —226→   personajes, aun moviéndose en mundos parecidos y amparándose en registros técnicos y argumentales similares, no dejan de establecer distancias. La protagonista de Samblancat comprende la historia del antecedente narrado por Francisco López de Úbeda, que, sin embargo, sólo es una parte de la que habrá de sucederla. Cada una de ellas rinde testimonio de su época, incluyendo los registros tradicionales y los que recoge en el medio en que se encuentra y en el que se desarrolla. Las dos proyectan un futuro que todavía ha de cumplirse, dejando que el lector, convenientemente informado, asuma sus propias responsabilidades.

Justina representa los vicios que en sus días ha visto; Chamaca, asumiendo plenamente su mestizaje, los que ha contemplado en el suyo. Lo que en verdad se explica es la necesidad de un universo libre en el que las personas puedan expresar sin miedo su placer, sus ideas y sus esperanzas. Francisco López, en medio de su relato, canta en verso:


El gusto y libertad determinaron
pintar una bandera
con sus triunfos, notas y corona,
y aunque varios, en esto concordaron:
Libertad saque a Justina por romera,
el gusto saque a la misma por bailona.
Sea el mote: Es Justina,
de gusto y libertad hoy una mina425.

Al final de la novela, Chamaca, enamorada de un español exiliado que, escritor por más señas, posee una fuerza y unas habilidades que no son sólo físicas o sexuales, se ofrece sin condiciones a acompañarlo en su viaje de retorno, anunciando en prosa:

Me sale de la endocrinia el regenerarme en tu amor, en el de tu pobre Patria y en el de todo lo creado. ¿Hace? ¿Qué dices? Estoy dispuesta a descargar en la cabeza del primer enemigo de la Especie, si no tengo otra bomba el bombo del hijo tuyo, blondo como un palmireno hosana, de que ya me siento madre santísima. Sonando el tirante parche, llamaré a la revuelta a los pobres del mundo, que como a mí friega la gocha vida. Será un toque a rebato, suspicial de buenos tiempos futuros -de amor sin pihuelas, tierra sin lindes y pan sin tasa- a que, como a un clavo ardiendo, para corajina no morirnos, tiene necesidad de agarrarse nuestra exasperada segunda virtud teologal426.



Cabe entender que el tema planteado por cada uno de los autores en sus respectivos libros rebasa la gratuita simpleza de una narración rijosa en la que se cuenta un desvergonzado sobrevivir putanero, libre de prejuicios, para ahondar en las   —227→   raíces de una firme moralidad natural, tan ordinaria como razonable. Ambos, con sus transgresiones más o menos controladas, dan ejemplo en su propia época.




La común pluralidad del relato

Con Chamaca, Samblancat no se limita a pulir materiales antiguos o se entretiene en mezclar fórmulas cerradas, mostrando su habilidad como artesano o su ingenio de artista de salón; recoge del pasado una lección que, bien aprendida, le sirve para elaborar un decir situado en su tiempo y localizado en su espacio. En él no caben nostalgias excesivas ni francas actitudes de posesión, lo que no implica que el autor no esté seguro de las ideas que trata de exponer o que renuncie a la complicidad que busca con su discurso. La novela, en su desenfadada seriedad, se caracteriza tanto por su forma como por su sentido, una y otro ligados entre sí y comprometidos con sus propias relaciones.

El uso de las palabras, en sus diferentes planos históricos, culturales o creativos; la disposición de las frases, en su refinada extracción, su sabio utilitarismo popular o su composición novedosa; la mezcla de tonos humorísticos, didácticos, poéticos o simplemente descriptivos, estos últimos en su más claro talante imitativo o decididamente fantasiosos; la linealidad fragmentada del texto, dividido en capítulos ordenados cronológicamente, el último de los cuales resume brevemente, a modo de confesión, la narración completa de la protagonista; la presencia de digresiones informativas, en las que se ofrecen datos, se plantean opiniones y se manifiestan figuras representativas, sin llegar a perder nunca la referencia inicial; o la inclusión de voces distintas, convenientemente marcadas y uniformadas, se reúnen en un solo vivir narrado en el que cabe el hombre común y toda su realidad simbólica.

El mismo título del relato es suficientemente claro en sus indicios. Chamaca confirma con su nombre un nacionalismo particular que no rechaza el medio social y geográfico en el que ha de desarrollarse. Ella es hija de la tierra que ocupa por nacimiento y sabe de su natural mezcla por el color de su piel y por el origen de sus supuestos padres, admitiendo con orgullo la cierta arbitrariedad de su persona y la condición social que le corresponde427. Las frases que encabezan cada uno de los treinta y siete capítulos del volumen amplían la información inicial, añadiendo, bien directamente, bien por insinuación, determinadas escenas y aspectos concretos de la vida y del oficio de la protagonista -se citan partes del cuerpo, en su superficie y   —228→   en sus vísceras; iconografías de la religiosidad pagana o cristiana, en su muestra popular o culta más representativa; elementos de la naturaleza animal, vegetal o mineral; objetos útiles o puramente ornamentales; actividades cotidianas; e incluso expresiones coloquiales y literarias-. En el discurrir que se sucede, no sólo se enriquecen las informaciones dadas con brevedad, ampliando contextos y situaciones internas, sino que se proyecta al resto del conjunto y rebasa los límites de la novela.

Acertadas y frecuentes son las minuciosas descripciones, no ajenas de morosidad ni apartadas de la ágil enumeración en Chamaca. Éstas fijan una amplia tipología de personajes arquetípicos -el clérigo, el burgués, el chulo, la puta local, en su vertiente indígena, afrancesada o impregnada del mercantilismo norteamericano-... Otro tratamiento, más singularizado por entrañable, merece quien ha de salvar a la protagonista, única figura que se aborda con verdadero cariño, convirtiéndose en una segunda máscara del autor; unos sitios en los que se cumplen los distintos encuentros eróticos; y hasta del propio pensamiento, ideológicamente marcado por el anarquismo libertario del escritor -no resultan desencajadas las opiniones que se dan sobre el matrimonio, la religión oficial, a la que se llega a ridiculizar de forma irreverente en sus mismas fórmulas oracionales, la maternidad, el aborto428...-. La última palabra del libro, al retomar el nombre que le da título, cerrará el círculo del relato, ofreciendo al lector la posibilidad de interpretarlo, al tiempo que le invita a continuar pensando en la historia.



  —229→  
Clausio

No cabe duda de que Chamaca repite en sus páginas la aventura compleja de un verdadero viaje iniciático tan viejo como actual, exhibiendo con él la experiencia y la conciencia del hombre de su época y, consecuentemente, las de un grupo de españoles que, tras la derrota y el exilio republicano de 1939, siguen luchando con sus ideas. Todos, en la complicada naturaleza viva que llevan consigo y en su particular manera de contarse, poseen en común un espíritu humanista; un sentimiento romántico; y unos registros realistas no exentos de fantasía imaginativa ni de capacidad creadora. La anécdota con la que Samblancat mantiene su relato se recoge de una sólida tradición literaria, sin olvidar el testimonio intencionado ni el esfuerzo constructivo del que se expresa como mejor quiere y puede.

La novela de Ángel Samblancat encaja en el resto de su producción narrativa y es el resultado coherente de un tremendo acto de escritura vivo que se concibe en su doble vertiente impresiva y comunicativa, permaneciendo siempre atento a unos principios estéticos irrenunciables y necesarios. Quizás el texto no acierte, por exceso, en sus logros artísticos, pero con él, además de la búsqueda y utilización formal de un léxico y una fraseología aparentemente anacrónicos, o la elaboración de neologismos y relaciones discursivas novedosas, se persigue la tensión narrativa y la chispa poética que justifiquen las razones de una singular historia común en continuo movimiento.

No ha de violentar admitir en Chamaca su herencia, ni considerar la extrañeza de sus páginas. El discurso entero, en nuestra opinión, cumple con el placer del divertimento que persigue el relato burgués más antiguo; con el atractivo del quehacer novelístico decimonónico; y con el compromiso del que quiere enfrentarse «desde diversos ángulos, con la cuestión del humano vivir como un problema inmanente a la existencia terrenal, problema abierto, auténtico problema cuya solución no está prevista, sino que debemos buscar nosotros, poco seguros, por supuesto, de dar al final con ella»429.

Chamaca aún no ha dejado de ser una novela inédita de Ángel Samblancat en México... y quizás, por la misma tipología del relato, con evidentes dificultades de interpretación; sus necesarias referencias al exilio republicano en este caso cargado   —230→   de una ideología, que no encaja, por su particular visión, en los intereses del mercantilismo editorial y en los gustos de un público lector amplio, no llegue nunca a publicarse. Sea como fuere, el libro de Samblancat no deja de ser un minucioso trabajo creativo que merecería mejor suerte, ocupando en el panorama de la literatura española contemporánea el lugar y la atención que sin duda le corresponden.





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ArribaAbajo«Se abre una puerta...» (1953): los primeros cuentos de Álvaro Fernández Suárez

Fernando Valls. Universidad Autónoma de Barcelona


Para Ignacio Soldevita-Durante

Tras la aparición de su primera y única novela, Hermano perro (La novela de los tiempos) (Zaplana, Méjico, 1942), Fernández Suárez publicó dos libros de cuentos: Se abre una puerta... (Sur, Buenos Aires, 1953), del que me voy a ocupar, y La ciénaga inútil (Aguilar, Madrid, 1968). Y algún relato suelto en revistas como Índice.

Se abre una puerta... está dividido en dos partes, compuesta por tres cuentos cada una de ellas. Los primeros se engloban bajo el rótulo de «3 celestiales» y los últimos bajo el de «3 infernales». Empieza el volumen con una cita de La Celestina, «¿Qué sé yo lo que está detrás de las puertas cerradas?», que remite al sentido último del libro. Pregunta que ya se hicieron los románticos y que es el fundamento de una de las vetas más ricas de la literatura fantástica: qué hay más allá del espejo, más allá de la mera apariencia.

La sección dedicada a los celestiales empieza con «La misteriosa ciudad de Aurora»430. Este relato está dividido en seis partes, cada una de ellas encabezada por su título correspondiente. En sus páginas no sólo se plantea la imposibilidad de la utopía, sino también se critica a aquellos países que se arrogan el derecho a salvar a los demás a la fuerza, a los que encuentran en la guerra la solución a los problemas de la humanidad.

Un narrador omnisciente, que ha oído el relato de Onfil, el protagonista, cuenta -reconoce, que con dificultades431- cómo dos aviadores (Hernán y Onfil) y un mecánico cayeron en la desconocida y sorprendente ciudad de Aurora432, situada en   —232→   la Antártida. Se describe como «exótico», con «aspecto de país mágico (...) de cuento de juguete» (p. 17), con un «paisaje increíble», sin hielo, donde predomina la vegetación. Sus habitantes -se habla de una ciudad juvenil- se sienten orgullosos, más que del progreso científico, de la naturaleza del país (p. 27). Pero quizá su peculiaridad más significativa estriba en que han logrado dominar el tiempo, detenerlo433. Se abastecen de energía atómica, que usan racionalmente, y han logrado controlar los desplazamientos mecánicos, pues los objetos se trasladan con el pensamiento y las calles transportan a los transeúntes.

Esta curiosa ciudad fue creada por John Springell, un millonario americano, u cuáquero, racionalista y humanista434, que pretendía fundar una «comunidad civilizada» (p. 21), para en ella «desarrollar (...) una cultura ideal» (p. 23), que aprovechara los adelantos técnicos -la energía atómica- para el bien435, y que pudiera sobrevivir a una posible destrucción de la tierra. Entre sus habitantes, escogidos sin ningún tipo de prejuicios, había filósofos, sociólogos, poetas y músicos.

El fundador, que se veía como un nuevo Adán, pretendía acabar en Aurora con los vicios sociales, logrando una «regeneración verdadera» (p. 23), pero la población no creció y tuvieron problemas con el clima. Con el transcurso del tiempo, cuando a la historia que venimos relatando se une la leyenda surge el conflicto. Habla la leyenda de un arcángel enviado por el Señor para premiar la «armonía social» de la ciudad436 y cómo sus habitantes escogieron como premio «la suspensión del tiempo», con lo que empezó en la ciudad de Aurora «la nueva era del tiempo represado». Y en esta decisión, en la intervención divina, está el origen del conflicto vital y político, que enfrenta al presidente Hensel con el abogado Juan Gael. Dicho conflicto general se complementa y enriquece en la trama, para alcanzar un planteamiento más complejo, con el sentimental y amistoso del aviador Onfil.

El relato tiene una estructura clásica, con planteamiento, nudo y desenlace. Y quizá su mayor defecto estribe en que en algún momento lo discursivo predomine sobre lo narrativo. La trama se despliega por las contraposiciones que se generan entre los personajes. Así, a un presidente humanista, comprensivo y pacifista, se opone un abogado intrigante y ambicioso, que «parecía ser el jefe y oráculo de aquella juventud» (p. 43), que defiende la crueldad y utiliza todo tipo de triquiñuelas jurídicas para conseguir sus propósitos. Onfil, que aparece como un ser reflexivo,   —233→   que se intenta adaptar al nuevo medio, ve a su compañero Hernán como violento, elemental y malicioso (p. 45). De la misma forma que también se contraponen los dos amores de Onfil, Anabella, nieta del presidente, y Liliana; la mujer enamorada y la T.T.R. (o sea, la que se ha sometido al llamado «Tratamiento Temporal Regulado» para no envejecer), la frescura y la naturalidad frente a lo artificial y degenerado. Pero también los personajes representan ideas más abstractas y generales, pues Hensel, Onfil y Anabella, defienden la paz, el bien colectivo; frente al individualismo de Gael, que practica la doblez y opta por la destrucción y la muerte, por la guerra. Quizá pueda resumirse todo en una reflexión de Onfil: «El mundo material, tal como era, podía ser cruel, incluso atroz, pero había en su crueldad, en su ceguera, en su indiferencia, como una honradez de juego limpio» (p. 54).

Lo que con clarividente pesimismo plantea Fernández Suárez en este relato de anticipación es que ni hay salvación posible en paraísos perdidos, ni podemos esperar nada de la intervención divina, porque la responsabilidad es del hombre y sólo él puede solucionar sus problemas437. La ambición y los vicios (representados aquí, sobre todo, por el ansia de poder, cuyo medio es la guerra) se acaban reproduciendo en todas partes. El progreso técnico, sugiere el autor, no va a mejorar los problemas que genera la convivencia humana. Al final del relato, con la destrucción de su equilibrio espiritual se acaba la utópica ciudad de Aurora. «La sabiduría -le comenta Hensel a Gael- es una especie de patrimonio de Aurora, un producto colectivo un estado de equilibrio entre fuerzas de signo diverso y aun adverso. Si este equilibrio se rompe un día, se producirá el fin de Aurora» (p. 60).

Así, los únicos que logran salvarse son Onfil y la joven Anabella, que representan la rectitud y el amor. Él ha obrado con lealtad y ella ha crecido naturalmente, sin aprovecharse de los avances técnicos artificiales.

En «El angelito de los cascabeles» se narra los efectos que produce entre los humanos la travesura de un ángel al que se le ocurrió «Invertir el tiempo», hacer que fuera hacia atrás; lo que estuvo «a punto de trastornar el orden universal» (p. 79). Así, al repetirse el tiempo, se pensó que se podría enmendar la Historia, rehacerla a conveniencia, aunque lo que se consiguió fue llegar al abismo, a la nada (p. 83). Todo esto ocurre no sólo porque Dios le concede un capricho al llamado «angelito de los cascabeles» sino también porque San Pedro se descuida... Quizá, completando lo apuntado a propósito del relato anterior, Fernández Suárez llama la atención sobre lo dejados que estaban los seres humanos de la mano de Dios, expuestos a los caprichos de cualquier angelito juguetón. Y que cada lector busque las interpretaciones simbólicas que crea oportunas.

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Esta última idea puede servir para enlazar con el cuento siguiente, «Naufragio en las playas del cielo», en el que se relata el sueño del anacoreta Eufrasio. Éste, al llegar a la presencia del Señor, tras naufragar en las playas celestiales, se da cuenta de que el Ser Supremo se ha olvidado de él, de la tierra, que considera «un universo viejo» (p. 88), pues ha creado también -le dice- «otros universos además del tuyo» (p. 89). Le confiesa el Señor, además, que los hombres no son una creación directa y voluntaria suya, aunque reconoce que sí ha creado a los animales y la naturaleza. «El hombre -señala- es un accidente inesperado en mi obra» (p. 90), y «fueron creados para introducir lo inesperado, lo arbitrario y el absurdo en la perfección excesiva de mi obra». Sólo así, al reconocer el Señor que su sabiduría no tiene lógica, puede entenderse la maldad humana. Aunque el hecho de que exista un solo hombre como Eufrasio, le vale como justificación de la salvación de la raza humana.

De los tres textos denominados celestiales, en los dos primeros se plantea el problema del tiempo, cómo el pasado es tan misterioso como el futuro y el presente, una cuestión que le preocupaba especialmente al autor. No en vano, dos años después, Fernández Suárez dedicó un ensayo -siguiendo seguramente a Poincaré y Bergson- a lo que él llamó El tiempo y el «hay»438, concepto que ya se encuentra en «El angelito de los cascabeles». Y en el segundo y tercer cuento se trata el abandono del hombre por Dios. Uno y otro asunto ocuparon un lugar destacado en la filosofía y la literatura existencialistas en boga439.

«La confesión del padre O'Leary» encabeza los cuentos llamados tres infernales, en los que volvemos a encontrarnos otra vez con los dos temas centrales de la sección anterior440. Como el texto que iniciaba la primera parte del libro, también éste está dividido en seis apartados, aunque ahora aparecen sin titular y lleva, además, una introducción del narrador. Estructuralmente, este relato desempeña la misma función que «La misteriosa ciudad de Aurora». No sólo por su situación en el volumen y por su similar extensión y organización interna, sino también porque da ya el tono del resto de los textos de su sección. Los poquísimos críticos que se han ocupado   —235→   de este libro (I. Soldevila y E. Branderberger), han llamado la atención -y no sin razón- sobre este relato.

El texto, que el narrador nos dice que traduce del inglés al castellano, se nos presenta con el ya tópico motivo del manuscrito encontrado. Un albañil lo halló al derribar una casa, en un nicho excavado en un muro, cubierto por el empapelado. Estaba acompañado de una «estatuilla muy fea» de Baphomet441. Interesado en el sacerdote, el narrador -que califica el texto de «extraña narración»- nos cuenta que hizo averiguaciones, aunque sin éxito, para dar con él. Por tanto, cuando no ha hecho más que empezar el texto, tenemos ya planteados dos enigmas: si existió realmente el padre O'Leary y por qué no llegó a destruir su confesión, como pretendía.

El manuscrito del sacerdote irlandés, que empieza declarándose brujo, ocupa los seis capítulos que recogen el «testamento», «el relato de mi pecado», como él lo llama. Aunque reconoce que la única conducta recta sería confesarse y aceptar la penitencia, decide escribir con la esperanza de que, aunque él no lo desea, «salga a la luz el documento y así encontraría el castigo que, aunque no quiero aceptar, me trajera el arrepentimiento y con él obtuviese el perdón...» (p. 97).

El relato es la historia de la venganza de O'Leary contra su párroco, en la que «a cambio de la juventud, la riqueza y la gloria», el sacerdote irlandés le ofrece su alma a Satanás. Pero en el momento culminante del encuentro con el diablo tuvo miedo y huyó. Este simbólico texto le sirve al autor para hacer una reflexión metaliteraria sobre las dimensiones secretas y mágicas de la realidad (p. 125), pero -sobre todo para hacer un alegato contra el miedo. El miedo, apunta, «es el demonio de todos, el rey de este mundo. El miedo es la moneda universal con la que se compra todo y en la que todo se vende» (p. 126).

El texto concluye en América del Sur, donde se ha trasladado el padre O'leary y sigue cultivando el satanismo442, aunque le tiene miedo a Bathomet y piensa en volver a su patria... Quizá no sea inútil recordar que Álvaro Fernández Suárez volvió a España en 1953443, el mismo año en que se publicó este libro.

En «El laberinto de las mil puertas» se plantea la cuestión de la similitud entre lo soñado y lo vivido. Es un cuento típicamente borgiano, deuda que reconoció el   —236→   mismo autor. En él encontramos el motivo del laberinto, el de la vida soñada por otra vida444 y el del cuento dentro del cuento. Narra la angustia de Gonzalo Guzmán, funcionario de Hacienda, que se encuentra en un laberinto, rodeado de puertas445, que daban a salas iguales, del que no logra salir. Sospecha que está en el Infierno, aunque las puertas -la posibilidad de hallar una salida- le hacen concebir ciertas esperanzas. Los tres métodos que pone en práctica para salir, el racional, el irracional y el conjuro o ritual, fracasan. Cuando todo ha pasado lo relata y no sabe si ocurrió o no, si lo soñó o si lo había leído en un cuento chino que narra al final.

Como quizá recuerden, la sección dedicada a los celestiales acababa con un cuento, «Naufragio en las playas del cielo», en el que un anacoreta, Eufrasio, se presentaba ante el Señor. Esta segunda parte del volumen, dedicada a los infernales, concluye con «Los abismos», relato dividido en cinco partes, con sus títulos correspondientes, protagonizado también por el viaje a través del infierno del mismo «santo varón», que esta vez, aunque empieza creyendo que ha llegado al Cielo, está en realidad en el Infierno446. Una vez que ha traspasado sus umbrales y se ha descrito el recinto, como un «desmesurado parque de atracciones», se encuentra en un banco a un hombre al que acaba reconociendo como «un gran escritor», al que trata de «maestro». Lo describe como «carirredondo, de media edad, ancho de cuerpo (...) y tenía la boca grande y los labios gruesos». A partir de aquí se produce un sustancioso diálogo que ocupa toda la segunda parte del relato. Como consecuencia de esta conversación entre un existencialista y un cristiano, que tras buscar a Dios sin éxito, para evitar el infierno -porque sólo él, dice, podía protegernos del destino absurdo de una inmortalidad sin castigo, sin sentido y sin felicidad-, decide buscar a Satanás. El «maestro», por su parte, le comenta, que había creído que la vida humana era absurda y gratuita, pero que había una esperanza, pues el absurdo acabaría con la muerte, lo que hacía soportable la vida. Existía la certeza de la nada, prosigue, y era una forma de salvación. Pero ahora, al no quedar ni siquiera la nada, sólo tenemos la existencia y ésta es el Infierno en el que se hallan. Satanás, le dice a Eufrasio, no existe: «El Infierno es la existencia sin fin y sin sentido» (p. 149), «El universo es un laberinto de puertas» (p. 149). Recordemos el cuento borgiano anterior, en el que aparecía este motivo.

J.P. Sartre, personaje en el que seguramente se inspiró el autor para crear a este maestro taciturno que habita en un banco del infierno, reconoce sus errores, la inautenticidad de su «ateísmo-protección» (p. 150), y se define como «un tonto optimista». Y   —237→   ante la sugerencia del anacoreta de que escriba un libro sobre la desesperación, la náusea, el maestro le responde que los libros son juegos y que en el Infierno, en la «Náusea Absoluta», no hay lugar para tales cosas.

En el resto de los capítulos del relato se produce el encuentro de Eufrasio con Satanás. Hablan sobre el mal, sobre el sentido de la vida, sobre los sistemas políticos. Y lo lleva a un peculiar cine en el que puede hablar con los personajes e intervenir en las aventuras, si ellos lo aceptan en el juego.

Para Eufrasio, en cuyo viaje a través del Infierno hay ecos de las tentaciones de Jesucristo, la conclusión de esta pesadilla es que «el absurdo más horrendo era también posible a pesar de la existencia de un Dios rector y justo» (p. 165). Al rebelarse contra Satanás le espeta que «Dios es necesario. Un Dios bueno y justo. Dios tiene que ser el bien mismo»; «Un Dios sin el bien sería el Demonio» (p. 167); «Dios tiene que ser hombre». Y aquí enlaza el autor con los planteamientos de «La misteriosa ciudad de Aurora», primer relato del libro.

Al despertar de la pesadilla, el protagonista se encuentra cerca de su cueva, en su hábitat natural. Está seguro de no haber soñado. Y se siente gozoso porque «después de tantos años de retiro todo cuanto aprendiera de cierto se reducía a saber regocijarse en la belleza de las cosas creadas, última esencia del universo». Y se siente satisfecho por «la humildad de su sabiduría, compartida, en lo más profundo de la emoción humana, con todos los hombres de todos los tiempos».

Cuando en 1953 Álvaro Fernández Suárez publica este libro está preocupado por los problemas filosóficos y políticos de su tiempo y -como recomendaba Simone de Beauvoir en «Littérature et métaphysique»- utiliza ahora la ficción, el cuento, el relato, como antes o después utilizará el ensayo, para llamar la atención sobre las inquietudes de un hombre que vive en constante sintonía con los dramas que ha padecido y está viviendo el ser humano en esa doble postguerra que les tocó sufrir447. Coincido con Gemma Roberts en que la influencia del existencialismo en la novela española de postguerra no fue «ni muy extensa ni muy profunda»448. Frente a lo que Sobejano, a propósito de La familia de Pascual Duarte, llamó «realismo existencial», podríamos hablar de otra tendencia que se da en la narrativa del exilio, de la que formaría parte también La bomba increíble. Fabulación (1950), de Pedro Salinas, a la que podríamos denominar «fábulas existenciales», en las que se utiliza el género fantástico para denunciar los horrores de la guerra, la idea de la guerra como instrumento de la paz y la deshumanización a la que aboca el progreso científico.



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ArribaAbajoEl exilio como motivo generador en la obra de Angelina Muñiz-Huberman

Luz Elena Zamudio Rodríguez. Universidad Autónoma Metropolitana de México


Una vez más, a Jorge



El exilio
Siempre el exilio
En el centro
el exilio


Angelina Muñiz                


El binomio literatura-vida resulta inseparable en Angelina Muñiz, sobre todo si lo enfocamos desde el punto de vista del exilio, cuya experiencia ha dejado en ella marcas imborrables. Si hacemos un recorrido temático de sus textos, de creación, de teoría o de investigación, encontramos que en ellos una de sus obsesiones es la del exilio449.

Revisemos primero el aspecto biográfico, para el que se tomó en cuenta la autobiografía de la propia autora450, De cuerpo entero, cuyo subtítulo, El juego de escribir, le quita solemnidad a un texto que comienza hablándonos de la muerte como una de sus primeras experiencias vitales.

Angelina Muñiz ve la primera luz ya en el exilio451, en la ciudad de Hyères, Francia, en diciembre de 1936; de los dos a los cinco años vive en Cuba; y de 1942 a la fecha reside en México. Pero al principio sin vivir en él, porque, como todos los niños y niñas, hijos de exiliados españoles salidos de su país por la Guerra Civil,   —240→   estuvo virtualmente en España a través de los relatos de sus padres, que esperaban regresar pronto a su lugar de origen. Trataron de conservar sus costumbres culturales en los hogares, en las escuelas y en los centros sociales y deportivos a los cuales concurrían, considerando que para sus hijos esto sería ventajoso cuando se reincorporaran a su país. Las cosas no sucedieron así, y la estancia en el extranjero se prolongó, los pequeños crecieron y tuvieron que adaptarse a la nación que los asiló, aunque en una dualidad de la que no podrán despojarse nunca: de ahí el nombre de «generación hispanomexicana» dado por Arturo Souto al grupo más joven de exiliados, al que pertenecen, además de Angelina Muñiz, Luis Rius, César Rodríguez Chicharro, Federico Patán, Francisca Perujo y José de la Colina, entre otros.

La vivencia de la doble personalidad también la tiene como consecuencia de la muerte temprana de su único hermano, con el cual sigue dialogando a través de su fotografía. Muñiz dice al respecto:

Mi desdoblamiento interno no era hacia un tú ficticio, sino hacia la presente realidad de un ser vivo mentalmente. Por eso nunca sentí la soledad. Adquirí la posibilidad de ser yo y mi hermano a la vez. Actuaba en ocasiones como yo, y en otras, como él. Mi gran secreto de infancia fue tener a la muerte viva452.



A los seis años de edad, la niña Angelina se entera de que en su sangre corría la mezcla de dos razas, la española por parte del padre y la judía por parte de la madre, cuyo apellido original, Shamash, habían cambiado sus ancestros por el de Sacristán para poder permanecer en España protegidos de la Inquisición; esto, de alguna forma convierte a Angelina Muñiz en doblemente exiliada de España. Ella se interesa por buscar sus orígenes judíos e hispánicos en la memoria de sus antepasados, a través del estudio de ambas culturas, ya que sus recuerdos personales no existen al respecto. Una de las formas de hacerlo fue a través de sus estudios de licenciatura y posgrado en Literatura Española. Dos frutos importantes de su investigación son los libros: La lengua florida. Antología sefardí453 y Las raíces y las ranas. Fuentes y derivaciones de la Cábala hispanohebrea454. La primera es una recopilación de textos, de la Edad Media a nuestros dias, perteneciente a la cultura judía-sefardí. La antologista señala que este trabajo lo orientó el «amor por la palabra, por la lengua, por la obstinada fe en una patria sin tierra, abstracta y paralela situación de todo exiliado»455. Los judíos expulsados de España son los exiliados por excelencia,   —241→   expertos en conservar tanto la lengua hebrea como la castellana porque las convierten en su «patria sin tierra», a la cual se incorporará también Angelina Muñiz.

El segundo libro de investigación mencionado, Las raíces y las ramas. Fuentes y derivaciones de la Cábala hispanohebrea, está dividido en dos partes: una dedicada a los principios y orígenes del concepto de la Cábala judía y la otra, al proceso de cristianización y de incorporación literaria en autores de la Edad Media y del Renacimiento como Abraham Abulafia, Maimónides, Yosef Caro, Ramón Llull, fray Luis de León y Miguel de Cervantes. Autores y motivos que serán resignificados en la obra de creación de Angelina Muñiz-Huberman.

En este libro encontramos una definición de exilio que me interesa transcribir, porque en el presente ensayo recurriremos a ella como referencia de la poética de la autora:

EL EXILIO es una forma histórica vigente desde la Antigüedad hasta nuestros días. El exilio es una forma literaria, es forma imaginada y es forma de la memoria.

Es evidente que parte de una realidad, pero de inmediato corta su relación con lo real y pasa a ser asunto de ficción. La única manera de sobrevivir para el exiliado es haciendo uso y práctica de las formas mentales internas456.



La forma histórica a la que se refiere se inicia con el exilio bíblico ordenado por Dios y se continúa con todos los exilios decretados por algunos hombres contra sus semejantes. De estos últimos ahora nos interesa destacar el de los judíos expulsados de España en 1492 y el que sufrieron los republicanos, que salieron también de España, en 1936. Ambos tienen una incidencia importante en la historia personal de nuestra autora.

Las formas literarias, imaginadas y de la memoria se presentan íntimamente relacionadas entre sí. Los desterrados, una vez lejos de su lugar de origen, tratan de revivir sus experiencias pasadas a partir de las imágenes que guardan en la memoria. Esa vida imaginada resulta ser ficcional aunque tenga su origen en la realidad457.

Todas las experiencias vividas real e imaginariamente por Muñiz, conformaron su personalidad. Ella reconoce y acepta su condición de exiliada; así lo expresa en su autobiografía:

INTENSAMENTE LIGADA a la muerte, la marca del exilio nunca ha podido abandonarme. Ese ir de país en país creó mi propia morada interior. Fui educada en el tráfago de los espacios(...) la idea de transitoriedad es la idea de mortalidad. Y la idea de exilio abarca a las dos.

  —242→  

Si bien el exilio es obsesivo, tampoco se me convirtió en una carga negativa. (...) Es tan parte mía que ya no se me desprende, a la manera de miembro del cuerpo (...)

Habiendo perdido la tierra propia me aferré a la tierra de las palabras. Que se me convirtió en sagrada458.



De su obra de creación literaria me referiré principalmente a las cuatro primeras novelas publicadas: Morada interior459, Tierra adentro460, La guerra del Unicornio461 y Dulcinea encantada462, aunque haré alguna referencia a Castillos en la tierra (Seudomemorias)463 y a sus relatos.

Una de las repercusiones de los exilios vividos por Muñiz la encontramos en la libertad con la que aborda los géneros literarios tradicionales. Para ejemplificar esta afirmación en lo que respecta a la novela cito las palabras de la autora, a propósito de una ocasión en que se refiere a su primera novela, Morada interior.

Aunque partí de una estructura narrativa semejante a la novela, creé mi propio género ad hoc que me permitiera absoluta libertad de movimiento en tiempo, espacio, personajes, formas, invenciones, reflexiones464.



Esto se aplica también a las otras novelas. Por ejemplo, en La guerra del Unicornio la autora juega a poner como verso algunos trozos que no tienen carácter lírico y escribe en forma prosificada textos que corresponderían rítmicamente a versos de ocho sílabas. A continuación transcribo cuatro octosílabos escritos a renglón seguido: «Olvidada entre las ramas la ha dejado don Abraham. Vanidad de vanidades deshojada al andar»465.

En ocasiones, la escritora misma nos da pistas de la imprecisión de los géneros que utiliza. Algunos subtítulos, con carácter lúdico, informan al lector que el texto que tiene en las manos no corresponde al género enunciado; tenemos el caso del de (Seudomemorias) de su última novela, o el de Transmutaciones, que alude al cambio alquímico de un metal en otro, aplicado a uno de sus libros de relatos, De magias y prodigios466.

  —243→  

Con respecto a la «absoluta libertad de movimiento en tiempo, espacio, personajes», etcétera, Muñiz la ejercita como veremos.

En Morada interior, no obstante que sucede en el siglo XVI, la narradora, al referirse a la Inquisición, no sólo restringe la crueldad ejercida por el tribunal eclesiástico a esa época, sino que la hace extensiva a otros momentos históricos:

La inquisición ayer y hoy. Siempre la inquisición. En los campos de concentración nazis, 1939-1945. En España, 1939-197... En Grecia, 196... En Brasil, 196... En Biafra, 196... En My Lai, 1968. En Burgos, juicio de dieciséis vascos, todos los días. Niños, mujeres, jóvenes, viejos467.



La mezcla de espacio, tiempo y personajes está íntimamente emparentada con la intertextualidad que con tanta frecuencia encontramos en la literatura de Angelina Muñiz; quien ha expresado que, para ella,

Historia y pasado surgen como un presente modificable. Existen para ser transgredidos. Mezclo, combino y opongo los recuerdos que guardo en la memoria, que abarca no sólo la mía específica, sino la colectiva que he ido recogiendo a lo largo de la vida. (...) lo que me interesa poner de relieve es la infinita variación textual468.



Muñiz utiliza sin distinción experiencias vividas directamente en la «realidad», o a través de alguna «realidad literaria» donde se encuentra recogida parte de la memoria colectiva. Establece relaciones dialógicas, en el sentido bajtiniano, entre sus propios textos y entre ellos y otros muchos escritos de diferentes autores y épocas. Tomemos por ejemplo el caso de Dulcinea encantada, donde hay alusiones a libros como El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, La Celestina, Amadís de Gaula, Corazón diario de un niño, Cumbres Borrascosas, Los milagros de Nuestra Señora y Robinsón Crusoe por citar algunos. La intertextualidad también se da con transcripciones de fragmentos de obras como el Apocalipsis de San Juan, La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, de la marquesa Calderón de la Barca, y Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, entre las más importantes.

De las narraciones cortas recordemos la de «Perdices para la cena» del libro De magias y prodigios, en el que Muñiz conserva y transforma a la vez el Ejemplo XI de El conde Lucanor, lo transmuta con técnicas narrativas distintas a las utilizadas por don Juan Manuel.

La «morada interior» como el refugio por excelencia de un exiliado, lo encontramos presente, por ejemplo, en Morada interior, donde santa Teresa, para expresarse con libertad, se preserva en la escritura de un diario en el que, haciendo caso omiso de restricciones morales y religiosas, escribe acerca de sus experiencias más   —244→   mundanas que divinas: como la del amor que siente por su primo. En esta novela, como puede apreciarse, Muñiz también recurre al uso de la intertextualidad; el diario dialoga con el libro Las moradas o Castillo interior y con la autobiografía titulada Vida de Santa Teresa de Jesús.

En Tierra adentro, Rafael, su protagonista, conquista primero el espacio religioso que la Inquisición le arrebató a su familia, para después recuperar en Israel un lugar que le permita vivir con libertad.

Para Dulcinea encantada la «morada interior» está en la mente, donde recupera su historia personal a través de la memoria y, simultáneamente, crea las otras dos historias que imagina, una en el medievo en Europa y la otra en el México del siglo XIX.

La dualidad que caracteriza a la generación hispanomexicana se manifiesta también literariamente en la obra de Muñiz con el desdoblamiento sufrido por sus personajes. Mencionaré a continuación algunos ejemplos:

-El de Margueritte, la esposa del Buen Rey don Lope, de La guerra del Unicornio, gemela de Pauluis, «la copia de ella»469.

-Ambarina y Tulia, personajes del cuento «Serpientes y escaleras», del libro con el mismo nombre470, también se confunden en un solo personaje.

-En Dulcinea encantada los protagonistas de las historias, personal e imaginadas, son todos desdoblamientos de la mujer que va sentada en el coche que transita por el Periférico de la Ciudad de México, así como la voz que funge como su interlocutora silenciosa.

-En Morada interior el caso es un poco distinto; Teresa de Ávila es una sola, pero, crea de sí dos imágenes en sus textos autobiográficos: una, por obediencia a su confesor y para el mundo cristiano, que corresponde al espacio de afuera; y otra, por iniciativa propia en su mundo interno, donde se reconoce judía.

El exilio como motivo literario, lo encontramos frecuentemente en los textos narrativos de Muñiz:

-En Morada interior, la ascendencia judía de la monja Teresa es motivo de conflicto interior para ella, pues el ambiente hostil creado con la Inquisición la hace sentirse exiliada en el mismo país donde nació; por lo que se refugia en la escritura secreta de su diario.

-En Tierra adentro, el motivo del peregrinaje de Rafael es el exilio religioso que vive en su infancia con su familia.

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-En La guerra del Unicornio el destierro del Buen Rey don Lope da lugar a la guerra entre los habitantes de Aloma, pero con la intervención de fuerzas sobrenaturales provenientes de la presencia del Unicornio, del Vaso del Unicornio que alude al Grial, y de los experimentos alquímicos y mágicos de Thorolf.

-En Dulcinea encantada, el exilio sufrido en la niñez por la mujer que va sentada en el coche, da lugar a su exilio interior donde crea sus historias, que a su vez están motivadas en dos exilios: el de Dulcinea medieval por la salida de su castillo en busca de sus orígenes y el de Dulcinea del siglo XIX, por su arribo a México, procedente del Toboso, para servir de dama de compañía de la marquesa Calderón de la Barca.

En las narraciones cortas también encontramos la presencia del exilio como motivo y como tema471, pero no es posible extenderme en ello por la brevedad del presente ensayo.

Con respecto a las aportaciones teóricas de la escritora, tenemos su propuesta de considerar la existencia del «género del exilio»; conclusión a la que llegó después de analizar varias obras de autores exiliados de distintos países. Esta investigación le permite al mismo tiempo descubrir una poética, de la que destaco sólo los aspectos que tomé en cuenta para este ensayo: el culto a la lengua como sinónimo de tierra firme; la presencia del recurso de la intertextualidad; la idea de no pertenencia; la fragmentación de la identidad; la simultaneidad de espacios y tiempos; el tiempo presente convertido en el continente del recuerdo de hechos y datos ya vividos; y la soledad y el silencio como consecuencia de la separación.