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ArribaAbajoEl teatro mexicano de José María Camps

Josep Mengual Català. GEXEL-Universitat Autònoma de Barcelona


Entre la siempre problemática y escurridiza nómina de escritores exiliados, José María Camps, nacido en Barcelona en 1916, presenta algunas particularidades. En primer lugar, no abandona España en 1939, como el grueso de los intelectuales republicanos que emprenden el camino del exilio, sino que, como José Antonio Rial o Víctor Alba, pasa los primeros años de postguerra en cárceles franquistas. Por otro lado, sin obra literaria anterior a la guerra, Camps publica sus primeros libros en Barcelona: la edición y el extenso estudio introductorio a Las Quintaesencias de Bernard Shaw (José Janés, 1942) y las novelas Yo, pronombre (José Janés, 1944) y El corrector de pruebas (Ediciones Astarté, 1946). Pero será en México donde se forme como dramaturgo y donde conseguirá publicar y estrenar su teatro con cierta regularidad y éxito. México y su cultura despertarán en Camps un profundo interés que le llevará a viajar por todo su territorio y a profundizar en la historia de su pueblo; y si, a diferencia de otros dramaturgos exiliados, consiguió convertir su literatura dramática en teatro y recibió el apoyo del público y los críticos mexicanos, en gran medida fue porque buena parte de su teatro es reflejo de este interés. Como escribió Ricardo Doménech, en contraste con la habitual extrañeza del exiliado, la actitud de Camps se singulariza por su voluntad de asumir la problemática y el espíritu del nuevo entorno social»853. Si bien las primeras obras que dio a conocer Camps en su segunda patria se sitúan en países occidentales indeterminados, las tres obras que destaca Doménech como las mejores de este autor y las que le distinguen como «el autor que, quizá, más se ha compenetrado con el país de su exilio», son fiel reflejo del estudio que Camps llevó a cabo de la cultura, la historia y el pueblo mexicanos.

La primera obra que estrenó en México, una farsa de escaso interés que se tituló ¡Cámbieme, doctor! cuando se presentó en el Teatro de los Compositores, el 4 de   —482→   mayo de 1957, e Ifis cuando se publicó, muy probablemente fue escrita en Barcelona854. Dos años después de este estreno alcanzaría un sonoro éxito con su segunda obra, ¡Al fin solos!, un diálogo en dos actos de localización imprecisa que llegó a las cien representaciones en el Teatro Gante. Pero a partir del tercer estreno, Columbus 1916, su teatro tomará como tema problemas y episodios claramente situados en el tiempo y en el espacio855.

El título de Columbus 1916 alude a la incursión de Pancho Villa en esa ciudad norteamericana, pero Camps se centra en la persecución posterior que llevó al ejército norteamericano a internarse en territorio mexicano. Los protagonistas son un grupo de revolucionarios que mantienen secuestrada a una norteamericana, La Güerita, en una cueva de la que no pueden salir porque su coronel está gravemente herido, y donde el ejército los acorrala. Después de criticar amargamente el embrutecimiento moral que comporta toda guerra, Fidencio, un joven campesino metido a guerrillero, reconoce no arrepentirse de nada, está seguro de que la violencia contra el invasor que pisotea a todo un pueblo y lo condena a la pobreza y el odio está plenamente justificada. La guerra, en estas circunstancias, es un mal necesario e inevitable. La Güerita, después de ser violada por Fidencio y expresar su odio hacia los mexicanos, a quienes considera una «raza de puercos», acaba por sufrir el síndrome de Estocolmo. Entre ella y Fidencio se establece una relación amorosa, abocada al fracaso por las circunstancias bélicas. Frente al odio racista de la rehén, a Fidencio la revolución le ha enseñado que el color de la piel no significa nada y que la guerra no es otra cosa que la radicalización de una lucha de clases, y sólo cuando logra convencer de ello a La Güerita puede nacer entre ellos el entendimiento. La lengua tiene un papel fundamental como elemento de enfrentamiento. La Güerita, que aprendió español con su niñera, se niega a hablar esta lengua hasta que uno de los guerrilleros se dirige a ella en un pésimo inglés, cosa que la indigna. La lengua se muestra como el principal signo de identidad de un pueblo, como uno de los valores más dignos de defensa, y la violenta reacción de la rehén responde al sentimiento de ofensa que provoca en ella que un personaje al que detesta se exprese en su lengua. Mediante situaciones-límite y espontáneas descargas de violencia, se crea un ritmo intenso de acción que mantiene el interés del espectador a lo largo de toda la obra. Muy pronto aprendió Camps a mover los resortes necesarios para conseguir atrapar al espectador mexicano de la época, sin recurrir nunca al engaño, y de ahí su relativa facilidad para estrenar lo que escribía. La   —483→   aguda sensibilidad en el empleo de la luz (que oculta más que muestra), una eficaz pericia en la presentación de lo que visualmente queda fuera de escena (sobre todo a través de los sonidos) y la colorista reproducción del habla mexicana son otros de los méritos de esta primera obra importante de Camps. La línea argumental es tal vez el punto más débil, debido a las caídas en un melodramatismo que, si bien puede responder a una situación del teatro mexicano de la época (amenazado por el desarrollo del cine), difícilmente pueden satisfacer a un lector o espectador actual. Pero con esta obra Camps consiguió aunar el aplauso del público y el elogio de una crítica que empezaba a reclamar la creación de un corpus de teatro mexicano con personalidad propia.

En 1961, aparece en México el primer libro de Camps, Tres obras dramáticas que, además de Columbus 1916, incluye El caso Sodoma y El gran Tianguis856. El caso Sodoma toma como base de su argumento episodios del Génesis, pero El gran Tianguis es una nueva recreación de la historia de México, en este caso situada en la época precortesiana.

En esta obra, un astuto sacerdote indígena consigue engañar a los invasores españoles para que cometan una atrocidad injustificada e inducir así a los nativos a la rebelión. Frente a l a codicia, el afán de acumular oro y gloria militar de los españoles, el sacerdote defiende algo que para su pueblo es sagrado, la tierra de sus antepasados. Notable creación psicológica y simbólica, el sacerdote se erige en defensor de un pueblo derrotado, resignado a tener que cambiar sus ritos, costumbres y leyes con cada nueva invasión; pero su función en esta sociedad, como líder político y religioso, es precisamente mantener viva y recia la identidad de su pueblo. La agresión externa obliga a adoptar una actitud defensiva, aunque no pueda ser, por inferioridad militar, de abierta beligerancia. Junto al sacerdote, Tlacoteotl, destaca en El gran Tianguis el personaje de Atototl, una joven tenochtla que intenta una síntesis de dos culturas y de dos religiones y que dice no tener raza. Atototl, que el autor presenta como representante de «todo país no influido por la cultura occidental», intuye que el futuro está en el mestizaje, en los hijos de españoles y nativos. Consecuente con este planteamiento, pretende convertirse en la amante del alférez Jorge Enríquez para tener un hijo suyo, sin asignar ninguna connotación vergonzante a tal empeño, pues en la cultura de la que procede, las anuianimes, las prostitutas al servicio de guerreros valerosos son honradas y respetadas. En el plano religioso, se establece un fraternal diálogo, sumamente interesante, entre Tlacoteotl y el católico padre Juan Díaz en el que ambos descubren que sus funciones dentro de sus respectivas sociedades son similares y, sin abandonar sus convicciones y deberes, son capaces de llegar a una fructífera comprensión de sus culturas y creencias. Esta propuesta de diálogo cultural, dentro del más estricto respeto y sin crear   —484→   relaciones de dependencia ni de poder que la conviertan en chantaje disfrazado, es uno de los valores más interesantes y vigentes del grueso de la producción dramática de Camps. Temáticamente, este tipo de intercambios será una constante en todo el teatro posterior del autor, incluso en una obra técnicamente tan alejada de El gran Tianguis como El Edicto de Gracia, escrita casi quince años después. En parale o con estos intercambios entre culturas, razas y religiones hay que situar la alternancia de un lenguaje arcaizante y una gran abundancia de palabras de la lengua indígena que, además de mostrar el dominio de la lengua que poseía Camps, pone de relieve el esfuerzo de los personajes por comprenderse mutuamente y, en especial, el de los indígenas para, con palabras españolas, transmitir a los invasores conceptos que les son completamente extraños: porque, como dice Tlacoteotl, «las palabras no son sólo gramática. Son sentimiento. Caminos por los que el alma de un hombre o un pueblo salen fuera» y, por ello, a menudo es imposible la traducción fiel. Por otro lado, las acotaciones referidas a la iluminación y a los sonidos son una buena muestra de la rápida evolución de la dramaturgia de Camps respecto a una obra primeriza como Ifis. La iluminación contribuye a crear un ambiente cargado de connotaciones misteriosas, especialmente relevantes en el caso del sacerdote nativo y su permanencia en escena -aun cuando una espesa oscuridad le oculta-, pues encarna uno de los elementos más importantes de la obra: el vínculo con la tierra madre, que dota de unidad al pueblo azteca y que permanece latente pese a los cambios externos impuestos por la invasión española. Los sonidos adquieren, respecto a obras anteriores, una mayor autonomía como signos de acciones importantes para el desarrollo del argumento. «La obra está concebida con un gran sentido plástico, espectacular», escribió de ella Doménech857.

Aún en 1961, el Centro Mexicano del Instituto Internacional de Teatro convocó un premio al que Camps presentó una obra titulada Bienaventurados los mansos. El premio recayó en La Medusa, de Emilio Carballido, provocando una espectacular polémica en la que se vieron envueltos Salvador Novo, Celestino Gorostiza, Luis Spota y Antonio Magaña Esquivel, entre otros, porque la obra de Carballido ya había sido editada y no cumplía rigurosamente las bases del concurso. En su fallo, el jurado destacaba también la obra de Camps, y Gorostiza, entonces director general del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), expresó su voluntad de estrenarla. Con el título de Cacería de un hombre, se estrenó dentro de la Temporada de Oro del Teatro Mexicano, un ciclo que pretendía poner en escena las obras más interesantes del teatro mexicano para dar a conocer a los grandes autores del pasado (Ruiz de Alarcón, Sor Juana Inés de la Cruz, etcétera) y crear unos clásicos contemporáneos (se representaron obras de Novo, Gorostiza, Rodolfo Usigli, Federico S. Inclán, Wilberto   —485→   Cantón...). Sólo hubo espacio para tres estrenos en este ciclo: Un pequeño día de ira, de Carballido; Pájaro en mano, de Jorge Ibargüengoitia y Cacería de un hombres858. Este estreno supuso para Camps una consagración dentro del emergente medio teatral mexicano.

En Cacería de un hombre, un Forastero huido de Estados Unidos escapando de la justicia de ese país, se debate entre la alternativa de ser prendido por agentes estadounidenses, y consecuentemente exponerse a la pena de muerte, o cometer un asesinato en México, lo que le garantizaría ser juzgado en este país, donde no existe la pena de muerte y es más fácil escapar de prisión. El Forastero, durante su estancia en Estados Unidos, ha intentado borrar por completo los indicios de su origen, ha adoptado numerosos anglicismos innecesarios y se ha integrado plenamente en una sociedad en la que ha conseguido la ascensión social y el respeto que genera el dinero, sea cual sea su procedencia. Ha renegado de la identidad mexicana para asumir los peores valores de la sociedad norteamericana. Delatado por un compañero, ha tenido que cruzar de nuevo la frontera para esconderse en «un pueblito del sur de México, tropical, montañés, no exactamente determinado», en el que entra en contacto con una humilde familia formada por el Abuelo, su hija Eufrasia y su nieta Silvia. Al adivinar las intenciones del delincuente, todos ellos hacen lo posible para convertirse en su víctima y mantener así a salvo a los otros miembros de la familia. El Forastero se reencuentra con la mansa pero noble bondad de su pueblo, del resignado campesinado mexicano, y se ve incapaz de asesinar a nadie, lo cual le condena a él a morir a manos de los policías tejanos que vienen pisándole los talones. A través de los parlamentos de los personajes, se pone de relieve el particular y valiente modo de enfrentarse a la muerte que tiene el pueblo mexicano, que contrasta, paradójicamente, con el miedo del gángster. La cálida acogida de la que es objeto hace que el Forastero se replantee su forma de entender la vida, pero se encuentra en una situación sin retorno de la que no podrá escapar. Camps pone en tela de juicio la independencia de las autoridades mexicanas y su honradez mediante el enfrentamiento de los agentes tejanos con el policía local, Dimas, cuyos métodos contrastan de un modo excesivamente claro y maniqueo. En su recorrido por   —486→   México, los agentes estadounidenses se han acostumbrado a contar con el beneplácito de la policía local, fácilmente sobornable, para imponer su voluntad sin respetar las leyes del país. Pero el incorruptible Dimas es la excepción, y no aceptará que actúen por su cuenta sin atenerse a las leyes locales. La excelente caracterización psicológica de los personajes a través de sus palabras y acciones traza una distinción desafortunadamente simple entre los personajes rurales y los urbanos. Sin embargo, por encima de estos defectos y de la endeblez de la trama, muy apta para el cine, destaca en Cacería de un hombre la acabada caracterización de los personajes y el perfecto dominio del diálogo como generador de tensión dramática.

A finales de 1961, la Revista de la Escuela de Arte Teatral del INBA dio a conocer la última obra que publicó Camps en México, Víznar o muerte de un poeta, y que supuso el inicio de una nueva etapa en su teatro y en su vida. El estreno de esta obra tuvo lugar en Rostock, en la antigua República Democrática Alemana (R.D.A.) el 6 de septiembre de 1963, dentro de un pequeño ciclo de teatro latinoamericano en el que también se representaron obras de Rafael Solana y Hugo Argüelles. A raíz de este estreno, Camps se estableció como asesor para cuestiones españolas y latinoamericanas en el Volkstheater de Rostock. Sus obras empezaron a estrenarse entonces en Buenos Aires, Berlín, Bruselas, Londres, Praga, etcétera. En Alemania continuó escribiendo para la escena y también para la radio y la televisión, dictó cursos de catalán y de historia precolombina en la Universidad de Rostock, dirigió algunas obras y trabajó intensamente para dar a conocer a autores españoles que tenían dificultades para estrenar en su país (Alfonso Sastre y Buero Vallejo, entre ellos)859. Desde Alemania le era más fácil hacer los primeros viajes a Barcelona, donde visitó a su familia y empezó a mantener contactos con escritores del interior. Se planteó la posibilidad de establecerse en España cuando ganó el premio Lope de Vega en 1973, pero la muerte, en 1975, le impidió tomar una decisión en firme860.

Técnicamente, y pese a una notable evolución, en el teatro de Camps domina un realismo que suele respetar las unidades de lugar y acción. El tiempo, en cambio, es manipulado con mayor libertad y desde el primer momento son frecuentes las elipsis marcadas por cambios de acto. Especialmente eficaz e imaginativo es el uso del flash-back en ¡Al fin solos!, obra en la que también transgrede los límites del   —487→   escenario, al iniciar el primer acto con los protagonistas dialogando ante una imaginaria cámara fotográfica que estaría situada en la platea. Progresivamente, va mostrando un mayor dominio de la carpintería teatral, probablemente producto de la confrontación de las obras con el público y, además, la escritura de guiones cinematográficos le familiarizó con una serie de recursos que enriquecieron de forma sustancial su dramaturgia861. Son de gran interés, en este aspecto, los distintos tipos de acotaciones que aparecen en las obras, y que orientan perfectamente al lector o posible director acerca del cauce estético e ideológico por el que discurre la obra. En su conjunto, las obras de Camps muestran una firme evolución, sin altibajos, pero la mayoría de ellas han perdido vigencia e interés para el público o lector actual. En las obras anteriores a Víznar o muerte de un poeta, sólo el tema y los planteamientos éticos subyacentes siguen teniendo algún atractivo, pero desconociendo la producción dramática mexicana de Camps es difícil comprender cómo se llega a obras de la calidad de Víznar, Quetzalcoatl, El caso Palomares o Edicto de Gracia.

En un primer nivel de interpretación, las tres obras situadas en México, protagonizadas por mexicanos y de tema también mexicano tratadas en el presente estudio, contienen una propuesta de alcance universal vinculada con la catártica experiencia de la guerra o la violencia. De distintos modos, se legitima la lucha armada contra el colonizador extranjero que emplea la fuerza, no sólo para someter a un pueblo, sino, además, para humillarlo. A través de estas tres obras puede percibirse ya una rápida progresión técnica en la dramaturgia de Camps, especialmente sensible en cuanto a la incorporación, mediante signos visuales o auditivos no lingüísticos, de acciones que quedan fuera de escena. El teatro de Camps va desprendiéndose de su inicial dependencia de la palabra, lo que le permite integrar nuevos elementos y sacar mayor rendimiento al potencial significativo de otros. Hay una explotación de los signos no verbales que posibilita al autor la exposición de acciones más complejas, de mayor profundidad, y que, indudablemente, suponen un importante avance respecto a un teatro inicial en el que todo se expresa a través de la palabra y el gesto. En definitiva, un mayor espesor de signos que enriquece notablemente su teatro y que llegará a su máxima expresión en la que quizá es su obra más lograda, El Edicto de Gracia.

Si la obra literaria de Camps puede dividirse en cuatro etapas definidas por el lugar de residencia (España-México-R.D.A.-España), en la etapa mexicana de Camps, que dura casi una década, se produce su iniciación en el teatro y una notable evolución, sin perder en ningún momento el favor del público y el respeto de la   —488→   crítica, sobre todo cuando consigue sus primeros éxitos internacionales con Cacería de un hombre y Víznar. A diferencia de otros muchos dramaturgos españoles, Camps supo integrarse en el medio teatral mexicano desde el primer momento y se benefició del auge que experimentaron las artes escénicas mexicanas a finales de los años cincuenta. En cuanto a la mexicanidad de este teatro, reconocido explícitamente en las crónicas de los estrenos e implícitamente, con su inclusión en bibliografías e historias del teatro mexicano862, es significativo el artículo que publicó Excelsior a raíz del estreno en Buenos Aires de Cacería de un hombre, titulado, precisamente, «Elogios en Argentina a una obra mexicana»:

La prensa ha recibido con elogios el estreno de la pieza Cacería de un hombre, del autor mexicano José M. Camps. Esta obra, que ya ha sido representada en Londres, Berlín y Bruselas, acaba de estrenarla en Buenos Aires el Teatro 35 y el público la aplaude con entusiasmo porque se trata de una excelente expresión, no muy frecuente aquí, del teatro mexicano.



Las causas del establecimiento en Rostock, aparte del atractivo que pudiera tener para Camps vivir tras «el telón de acero» y de la proximidad de su familia, fueron principalmente profesionales, y las obras escritas allí no denotan la misma implicación en la historia y la cultura del país de acogida que se dio en México, país por el que había viajado y por el que sintió un interés profundo863. El propio autor explicó de un modo claro y sencillo su relación personal y artística con ambos países:

Soy un entusiasta de mi patria de adopción, México. Allí encontré, cuando las circunstancias políticas me orillaron al hecho, siempre doloroso, de tener que partir del país donde había nacido, unos lazos de comprensión, de amistad, unos apoyos y estímulos en todos los sentidos, que nunca olvidaré. Para un escritor como yo, un hombre en perpetua búsqueda de problemas vitales, de conflictos nuevos, México es el paraíso de la observación.(...) Yo soy, por encima de todo y ante todo, un autor teatral. Las oportunidades de un autor teatral en México son muy escasas. (...) En México, el teatro, que ha progresado extraordinariamente en el espacio de quince años, no ha llegado a constituir una actividad sobre la cual sea posible organizar la propia vida864.



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A su regreso a España, con pasaporte mexicano, el propio autor se definió repetidamente como un dramaturgo mexicano, como el primer latinoamericano que ganaba el Lope de Vega, y el casi absoluto abandono en el que los directores teatrales y los investigadores de la literatura españoles hemos dejado su obra durante tanto tiempo, difícilmente nos legitima para reivindicarle como un dramaturgo español, que sería lo justo. Cuando en los últimos años de su vida regresó, lo hizo con una voluntad clara de reincorporarse con su obra y su presencia a la cultura española. En palabras de Buero Vallejo:

Su condición de exiliado, su situación vital, bien pudieron inclinarle -como ha ocurrido en casos semejantes- a desdeñar cuanto aquí se hiciera y a hacer suyo el aserto, a veces incluso rentable en el extranjero, de que las únicas creaciones ibéricas realmente valiosas eran las del exilio cultural. Mas él no incurrió en esa autojustificadora simplificación; él quiso, y lo logró finalmente, sumarse a los difíciles mas no inviables forcejeos que en el interior del país mantenían la batalla en pro de la libertad de expresión y del avance democrático865.



Pese a las particularidades que presenta la trayectoria literaria y teatral de Camps, su obra pertenece a la literatura del exilio republicano. Si el teatro de Camps (como el de Luisa Carnés, Herrera Petere, Gordón Carmona y tantos otros) sigue siendo prácticamente desconocido incluso para los lectores interesados en la literatura española contemporánea, no es como resultado de análisis y valoraciones negativas de sus obras, que en algunos casos triunfaron en escenarios mexicanos, argentinos o alemanes, sino que sigue siendo fruto del desconocimiento impuesto por un régimen político cuya nociva influencia sobre las letras españolas sigue viva. Es por tanto necesaria una revisión crítica de la obra del exilio porque, como escribió Paco Ignacio Taibo I, «si se olvida esta larga y asombrosa aventura del ser español se habrá matado del todo un momento excepcional y ejemplar de la historia de España»866.



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ArribaAbajoUna dramaturgia irrecuperada

José Monleón


En algún lugar del corazón y la cabeza de muchos españoles existe una utopía, la España Posible. Ella contiene personajes entrañables, esperanzas incumplidas y una atormentada literatura dramática que rara vez llegó a los escenarios.




1

Quienes crecimos y nos formamos durante los años de la última Dictadura, llegamos a aceptar -o quizá a inventar- un esquema histórico del moderno teatro español que no era cierto. Supongo que formaba parte de los argumentos que alimentaban nuestra resistencia a más de darnos un sitio, una línea de referencia, en la insatisfactoria historia de nuestro país. El caso es que pensábamos que el Golpe Militar y el ulterior desenlace de la Guerra Civil habían interrumpido un periodo teatral floreciente, abierto a innovaciones, vanguardias y aplaudidas rupturas de la mediocre tradición escénica española y que la mayor parte de los protagonistas de este movimiento, forzados al exilio, volverían, tras el fin de la Dictadura, para entregarle al país una obra que le había sido arrebatada. A los textos que tales autores habían escrito antes del 39 -en su casi totalidad prohibidos por la censura franquista, al menos durante un largo periodo- debíamos añadir su extensa producción americana, lo que entrañaba la existencia de una caudalosa literatura dramática lista para ocupar nuestros escenarios en cuanto se modificaran las circunstancias.

Entre el teatro del exilio descubierto con dificultad en libros prohibidos, y el que aquí escribían los cada vez más numerosos autores de la oposición o hacían los grupos independientes, existía, para nosotros, una vinculación aún no bien articulada, como partes de un mismo cuerpo. Ni en el exilio podían conocer en profundidad lo que sucedía en la vida teatral española, más allá de la obra de unos cuantos autores considerados de «oposición» -Buero, Sastre y, más tarde, Lauro Olmo, Rodríguez Méndez, Carlos Muñiz y Martín Recuerda- que conseguían estrenar en los grandes teatros madrileños y publicaban sus obras, ni aquí sabíamos lo que sucedía con   —492→   nuestros autores del exilio, de los que sólo espaciadamente nos llegaban algunos textos, no necesariamente los mejores sino los beneficiados por alguna circunstancia favorable.

Paso por alto los malentendidos o aun conflictos, que a veces existieron, entre representantes de la Oposición del interior y el Exilio. Solieron ser hijos de confrontaciones personales, tan frecuentes como desdichadas en la historia de los exilios de todos los países y épocas, en los que no ha solido faltar quien desde fuera acuse de sumisión a quienes están dentro, ni quien desde dentro sospeche de la comodidad y la lejanía de quienes están fuera.

Sin embargo, dejando a un lado estos debates episódicos, para la inmensa mayoría de quienes rechazaban la Dictadura la oposición fue sólo una, pues a la misma España pertenecían los exiliados y los antifranquistas del interior -aunque luego cuando comenzó a avizorarse la democracia, se vio que entre ellos existían las lógicas diferencias-, separados por una violencia histórica que algún día sería corregida.

Nuestro idealizado esquema fallaba porque partíamos de un supuesto inexacto: el vigor del teatro español del periodo republicano y la significación que tuvieron en él los autores del exilio.

Esta simplificación omitía algunos datos fundamentales, supongo que por la necesidad política de defender la historia global de la II República, más allá de sus contradicciones, saldadas con un golpe militar apoyado por los perdedores en las elecciones celebradas unos meses antes. Simplificación que si se sustentaba en un noble propósito, el de aclarar la oposición radical entre República y Dictadura Militar, en tanto que sistemas políticos, con independencia de sus peripecias coyunturales, no dejaba de contener una perturbadora idealización histórica de la primera.

De esta idealización surgían una serie de malentendidos que tuvimos que ir despejando en medio de la confusión a que nos sometía la información y la educación de aquel periodo. Así, por poner dos ejemplos emblemáticos, hubimos de descubrir algo tan palmario como que La Barraca, de Federico, no fue una Institución que deba vincularse sin más a la República, puesto que uno de sus gobiernos, cuando la derecha llegó al poder con su victoria electoral del 34, canceló la subvención y asfixió la iniciativa; o que el Fermín Galán, de Alberti, fue escandalosamente protestado en el Teatro Español, pese a andar por entonces los protagonistas en romances y murales como dos héroes de la reciente República.

Para cualquier persona que se haya interesado mínimamente por aquella época, estos dos hechos se inscriben en una historia social que integra a un amplio sector contrario al régimen republicano, entre otras cosas por considerarlo un marco donde podían crecer hasta límites peligrosos los movimientos obreros. El ejemplo de la Unión Soviética aterrorizaba o alentaba a los situados en los extremos, al punto que si los fascismos italiano y alemán inspiraban a unos, no faltaban en el   —493→   otro campo -recordemos las actitudes de los anarquistas en determinados momentos de la Guerra Civil- quienes consideraban a la República una democracia formal y burguesa que era asimismo necesario subvertir.

Bajo la oscura sombra de la Dictadura, la visión de ese pasado se modificó, otorgando a los años republicanos una significación opuesta e igualmente uniforme según su campo de procedencia. Para la derecha habrían sido años de horror, de quema de conventos, de asesinatos -y el nombre de José Calvo Sotelo era invocado cotidianamente- y de destrucción sistemática de los valores tradicionales de la sociedad española; para la izquierda, olvidando a quienes desde su seno cuestionaron las reglas de juego, habría sido un hermoso periodo sólo turbado por las fuerzas e intereses opuestos al sistema democrático. El concepto de democracia burguesa fue relegado y la República se identificó con un movimiento intelectual y político presidido por la esperanza de alcanzar una justicia social en libertad, dejando a un lado los radicalismos incompatibles de buena parte de los programas políticos de la época. De algún modo, la historia se sustituyó por la memoria del proyecto, la dura experiencia real por las perpetuadas imágenes del entusiasmo popular saludando al nuevo régimen en todas las plazas mayores de España; una lectura que se ampliaba a la Guerra Civil, emblematizada, en lo que se refiere a la cultura y al teatro de la zona republicana, por sus más nobles episodios, como pudieran ser la acción de la Alianza de Intelectuales Antifascistas o la creación del Teatro de Arte y Propaganda. Olvidando, en cambio, las duras críticas que en su día había merecido la vida teatral de las ciudades gobernadas por la República y aún el triste final, ligado al pleito entre comunistas y anarquistas, que tuvo el teatro de María Teresa León cuando estos últimos alcanzaron la Cartera de Instrucción Pública.

Recuerdo todo esto, que, en términos tan esquemáticos, quizá nunca ha sido historia de España, pero que sí lo fue de la del pensamiento antifranquista, para intentar entender lo que sucedió después. Porque si la Dictadura subestimó sistemáticamente el valor de la cultura y el teatro de preguerra hostiles a cuanto ella representaba, debíamos de haber sabido que esa hostilidad pertenecía también a una época anterior, en la medida que el franquismo no era otra cosa que la radicalización del conservadurismo tradicional, con alguna que otra ornamentación retórica tomada de los grandes fascismos europeos, y, muy especialmente, del italiano, cuyas nostalgias históricas -recordemos la refundación de Roma por Mussolini y la permanente alusión a la grandeza del antiguo Imperio- cuadraban muy bien a un país como el nuestro.

Probablemente ni el 31, ni el 36, ni el 39, ni el 75, han sido en la historia cultural de España lo que sí fueron para su historia política. Implicaron grandes rupturas institucionales, nuevos programas de gobierno y cambios del régimen político, con la distancia que va de una República a una Monarquía hereditaria, de la Democracia   —494→   liberal a la Dictadura militar y vitalicia. Millones de personas se vieron afectadas por estos acontecimientos, llenándolas de desolación o de esperanza, abriéndoles nuevas posibilidades, causándoles a menudo la muerte o el exilio. Paralelamente, las transformaciones económicas y la creciente inserción en la dinámica internacional modificaron nuestra forma de vida y contribuyeron positivamente a liberar las costumbres y a debilitar las barreras entre las clases sociales. Curiosamente, cada uno de estos cambios aparejó la exigencia de borrar la memoria, o de tomar del pasado sólo aquellos elementos que pudieran servir al nuevo orden establecido. A veces, como en el caso de la Dictadura, la operación estuvo sostenida por un sistema policíaco de censuras y silencios; a veces, como ha sucedido con nuestra actual Democracia, por un consenso entre las fuerzas políticas, sin duda coherente con la voluntad de crear unas reglas de juego aceptadas por la mayoría y capaces de superar la idea de una «rendición de cuentas» pendiente, pero cuestionable en la medida que asumió como un factor de paz el borrón sobre el pasado.

Ignoro hasta dónde hubiera sido posible conciliar el respeto entre las fuerzas políticas antagónicas con el recuerdo, a menudo sangriento, de sus pasadas confrontaciones. Sí pienso que la vida democrática debe ser compatible con el análisis del pasado y la conciencia de los crímenes y de los errores cometidos, justamente -según suele decirse- para evitar que se repitan y para dar solidez al pensamiento contemporáneo. Desgraciadamente, la inmensa mayoría de los españoles tenemos una visión de la historia de nuestro país sometida a las interpretaciones deformadoras de las distintas ideologías, generalmente empeñadas en borrar o subrayar los acontecimientos en función de sus propios intereses. O, dicho con otras palabras, la mayor parte del país carece de un conocimiento de la historia sobre el que proyectar su visión crítica. Los mismos datos emergen o desaparecen en función de un prejuicio ideológico que obstruye el camino al pensamiento.

Es cierto que gracias a unos cuantos novelistas, a varios guionistas cinematográficos y a esporádicos libros de memorias -al margen del trabajo regular y minoritario de los historiadores- la sociedad española conoce numerosos hechos de su reciente pasado. Es dudoso, en cambio, que haya aprendido a relacionarlos entre sí, que, frente a un hecho ocurrido en nuestros días, intente situarlo en la continuidad de un discurso histórico, en el que, como sabemos muy bien, se traban los saltos más aparentemente radicales e imprevisibles, ajustados en realidad a las exigencias de un proceso soterrado y coherente.

Un ejemplo podría mostrar hasta dónde este cultivo de la desmemoria permite la manipulación del presente. Me refiero a la historia de la última transición democrática española, presentada con lucidez y objetividad por una serie televisiva de Victoria Prego, a la vez que un diario de Madrid, conocido por su amarillismo antigubernamental,   —495→   iniciaba la publicación de un suplemento semanal sobre el mismo tema con un artículo en el que se decía lo contrario a lo que las imágenes de la citada serie nos estaban mostrando. No era sólo la manipulación, que ya hubiera sido recusable, de un episodio político. Sino la manipulación de la historia, en tanto que implica una muy distinta visión de las relaciones entre el presente y el pasado el atribuir el origen de la actual democracia a un simple y sabio reformismo prohijado por algunos representantes del antiguo Régimen o -como nos mostraba la serie televisiva- al pacto entre distintas y antagónicas fuerzas políticas. El hecho de que la serie televisiva fuera inicialmente programada a una hora de baja audiencia y que luego, ante su aceptación, mejorara su suerte, no sólo revela el pensamiento de algunos responsables de nuestros canales públicos sino, y esto sería lo positivo, las exigencias de una conciencia colectiva que se sabe, pese al aluvión de información que recibe, mal situada para entender o interpretar los acontecimientos. Y que busca -y el hecho de que la historia novelada o bajo cualquier otra forma sea el centro de una serie de nuevas colecciones populares, o que la serie de Victoria Prego haya sido asumida por un diario madrileño (El País) de tendencias opuestas al que puso en marcha el citado suplemento, es otro dato a tener en cuenta, pensando que ello responde a una consulta previa del mercado- no sólo la información episódica o la enfatización de lo que cada ideología considera relevante sino el acceso a un tejido de hechos y de interpretaciones diversas que le permita construir o alimentar una conciencia histórica independiente.

En este punto, cruce entre la manipulación del pasado -y el ignorarlo es quizá la más sucia y radical de las manipulaciones- y la necesidad de interpretarlo y trabarlo con el presente, en el que quizá se alza una de las exigencias más urgentes de la sociedad española contemporánea, al menos de los más jóvenes, es donde quiero situar este trabajo.

En este sentido, el Teatro del Exilio ha sido víctima de esta ausencia de perspectiva histórica, de esta continua sumisión a la coyuntura política, porque -y a eso me refería cuando señalaba la disonancia entre nuestra historia política y nuestra historia socio-cultural- lo que desde esta última se explica como la consecuencia inmediata de una victoria o una derrota, adquiere, en la continuidad soterrada de la historia cultural de una sociedad, la lógica de un hecho previsible.

La goma de borrar o los lápices de colores sólo valen hasta cierto punto. Con todo lo que ha cambiado la sociedad española desde el 31 hasta hoy, con ser tantas las vicisitudes vividas desde entonces, no es difícil trabar el discurso y descubrir hasta dónde el pasado sobrevive en el presente.

Integremos, pues, el teatro del Exilio en esa historia tantas veces oscurecida o arrebatada.



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2

Nadie discute que la llamada Generación del 27 revolucionó la poesía española, como antes, la del 98 la novela. Ni que algunos de sus más ilustres integrantes quisieron hacer lo mismo en el teatro. El primero, García Lorca, que hubiera sido un autor más del Exilio de ligar su suerte a la de Margarita Xirgu, con quien estuvo a punto de marcharse cuando la actriz emprendió su gira mexicana poco antes de iniciarse la Guerra Civil.

En todo caso, es preciso traer aquí el nombre de García Lorca por dos razones: por ser el hombre de teatro más destacado del grupo de escritores que alimentó nuestra literatura dramática del exilio, y porque fue el más explícito en sus opiniones sobre el teatro español de la época.

No es cosa de traer hasta aquí un muestrario de las numerosas citas posibles. Quizá convenga, sin embargo, recordar algunas de sus ideas fundamentales. En el 34, a cuenta de la experiencia de La Barraca, afirma:

Hay un solo público que hemos podido comprobar que no nos es adicto: el intermedio, la burguesía, frívola y materializada. Nuestro público, los verdaderos captadores del arte teatral, están en los dos extremos: las clases cultas, universitarias o de formación intelectual o artística espontánea, y el pueblo, el pueblo más pobre y más rudo, incontaminado, virgen, terreno fértil a todos los estremecimientos del dolor y a todos los giros de la gracia.



En el 36, en una entrevista de La voz:

El teatro necesita que los personajes que aparecen en escena lleven un traje de poesía y al mismo tiempo que se les vean los huesos, la sangre. Han de ser tan humanos, tan horrorosamente trágicos y ligados a la vida y al día con una fuerza tal, que muestren sus traiciones, que se aprecien sus obras y que salga a los labios toda la valentía de sus palabras llenas de amor o de ascos. Lo que no puede continuar es la supervivencia de los personajes dramáticos que hoy suben a los escenarios llevados de la mano de sus autores. Son personajes huecos, vacíos totalmente, a los que sólo es posible ver a través del chaleco un reloj parado, un hueso falso o una caca de gato de esas que hay en los desvanes.



Finalmente, en su entrevista con Alardo Prats, en el 34:

Aquí lo grave es que las gentes que van al teatro no quieren que se les haga pensar sobre ningún tema moral. Además, van al teatro como a disgusto. Llegan tarde, se van antes de que termine la obra, entran y salen sin respeto alguno. El teatro tiene que ganar, porque la ha perdido, autoridad.



En cuanto a la opinión de la crítica conservadora, la más identificada con el teatro español de la época, oigamos a Informaciones:

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La comedia (Yerma) es francamente mala; el autor ambiciosamente la califica de tragedia porque le concede más importancia de la que realmente tiene...

El pensamiento, aunque no nuevo, pudo ser grande, pero García Lorca lo ha empequeñecido... Se trata de una idea fija, de una obsesión, de un caso patológico, una histeria más interesante para el médico que para el poeta y para el espectador; aquel cerebro enfermo por la influencia morbosa de otros órganos, sólo piensa locuras o tonterías y de ellas se hace solidario el poeta.



Y el conocido corolario político de Lorca:

A mí me ponen en una balanza el resultado de esta lucha: aquí tu dolor y tu sacrificio, y aquí la justicia para todos, aun con la angustia del tránsito hacia un futuro que se presiente, pero que se desconoce, y descargo el puño con toda mi fuerza en este último platillo.



Una segunda experiencia, ésta de un autor que ocupa un lugar relevante en el censo del exilio, sería la de Rafael Alberti. En la antesala de la II República había estrenado El hombre deshabitado, con cuya obra iniciaba un camino lleno de afinidades con el que acabamos de resumir. En primer lugar, por la concepción misma de la obra, ajena en su tema, su lenguaje y su estructura formal a los caminos transitados por el teatro de la época. Definida como Auto Sacramental sin Sacramento, hija del mal entendimiento entre el autor y la educación religiosa -jesuítica- a la que había sido sometido, era, a un tiempo, una obra inscrita en la tradición teológica del teatro del Siglo de Oro y su interrogadora negación; y, en cuanto a su lenguaje y a su forma, consecuente con su condición de auto sacramental, tenía bien poco que ver con el costumbrismo, con el realismo sicológico de los personajes y con cualquiera de las variantes tenidas por «teatrales» en la opinión de los públicos y críticos más influyentes. Y estaba el enfrentamiento consciente y proclamado del autor con el teatro español de su época, resumido, la noche del estreno de El hombre deshabitado, en el grito lanzado desde el escenario del teatro de La Zarzuela. Frente al almibarado discurso de gratitud con que los autores celebran los aplausos del público, Alberti -mientras unos pocos le aplaudían fervorosamente y otros abandonaban ofendidos el patio de butacas- lanzó un «Muera la podredumbre del teatro español» que recordaba el tono provocativo del dadaísmo y de otras manifestaciones literarias de la época, a las que nuestro autor no había sido ajeno -recordemos la relación entre dadaísmo y surrealismo- y que tenía el carácter explícito de una declaración de guerra a la práctica teatral española. Una declaración que fue aceptada en toda regla por la mayor parte de los críticos madrileños, que se sintieron acusados de formar parte de esa «podredumbre», y, naturalmente, por el público, según tuvieron ocasión de demostrar en el estreno, sólo dos años más tarde, de Fermín Galán en el Teatro Español.

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Debemos detenernos un momento en ese estreno por lo que tiene de reveladora aclaración. Es cierto que la propuesta de Alberti tenía mucho de innovación y de riesgo. Pero, sobre todo, su Romance, claro eco de lo que un día había expresado Don Estrafalario en Los cuernos de don Friolera, rescataba la figura del Compadre Fidel y ponia patas arriba toda la meliflua patriotería de nuestro «teatro histórico». En este punto, pese a la distancia que separa a Fermín Galán de Mariana Pineda, son coincidentes en su voluntad de alimentarse de la memoria y del sentimiento populares antes que de una manipulación de la objetividad histórica. Los hechos, según se aclara desde el principio, no fueron exactamente así, pero lo que quiere contarse es la significación de los personajes en el imaginario colectivo popular, convertidos en protagonistas de una acción que, contrariamente a lo que era norma en el teatro histórico, no está al servicio de la grandeza de la España oficial sino de la libertad de sus ciudadanos.

La respuesta de la crítica fue, salvando algunas excepciones -entre ellas, la habitual de Díez-Canedo, el más lúcido o, en todo caso, el más próximo de los críticos de la época a las ideas de los hombres del 27-, dura y despectiva, incluso desde un periódico que se proclamaba admirador de la figura política de Fermín Galán y «el órgano más avanzado de la izquierda». En dicho periódico, llamado Nueva España, Antonio Obregón cerraba así su airada crítica:

Para mí es una novedad meterme con Alberti, y lo siento, porque leí sus primeros libros de versos con admiración. Que siga escribiéndolos y que no vuelva más al teatro. El Alberti teatral ha muerto en Fermín Galán.



Desde el otro extremo del arco político, en La Época, Araujo Costa escribía:

La obra estrenada anoche en el Español aprovechando circunstancias políticas favorables al tema, está fuera de la literatura, del arte, del teatro y de la poesía. No cabe crítica serena ante aquel cúmulo de despropósitos. A la pluma del crítico bajan juicios muy duros, y el cronista ha de limitarse a lamentar que en el Teatro Español se haya acogido una producción desprovista en absoluto de mérito. Y aquí termina, hoy por hoy, la misión del crítico.



Juicios ambos que entrañaban, desde ángulos políticos opuestos, pero significativamente coincidentes en su idea de teatro, un rechazo a entrar en el examen de la poética de la obra, de las razones dramáticas y literarias que llevaron a Alberti a inspirarse en el Romance de Ciego, posición del todo lógica -sin necesidad de entrar en la explicable repulsa que a muchos críticos debió merecerles el contenido de ciertas escenas, especialmente aquella en que la Virgen de Cillas se proclama republicana- desde el ideario del teatro dominante, que incluía una preceptiva formal y la atribución a la escena de unas determinadas funciones sociales que el poeta gaditano vulneraba. En cuanto a la respuesta del público, el propio Rafael ha contado el   —499→   escándalo que obligó a bajar el telón metálico y el coraje de Margarita Xirgu en tan delicada situación, actitud que le valió unos días después, cuando realizaba su habitual paseo por los jardines de El Retiro, la bofetada de una dama y presumible espectadora en la noche del estreno.

En cuanto al tercer punto del camino lorquiano, su progresiva politización y la toma de partido por las clases populares frente a la burguesía, en el caso de Alberti fue mucho más pronta y radical.

Los dos, pues, fueron «excluidos» por el teatro español, con la diferencia de que García Lorca creó un espacio de resistencia dentro de nuestra vida teatral, valiéndose de algunas compañías que creyeron en su talento -muy especialmente, de Margarita Xirgu, más tarde un nombre clave en el Teatro del Exilio-, de los Clubs de teatro -que oponía al Teatro de Aficionados, depositario, según Federico, de todos los vicios y ñoñeces del teatro profesional- y, sobre todo, por lo que tuvo de emblemática, en la teoría y en la práctica, de La Barraca, mientras que Alberti, obligado a exiliarse por vez primera en el 34, ha vivido en circunstancias que le impidieron dedicar una atención continuada al teatro.

Si al inicio de la República algunos escritores creyeron que el nuevo curso político iba a favorecer el nacimiento de un teatro acorde con los ideales recientemente proclamados y jaleados por la mayoría popular, pronto los acontecimientos demostraron que no era así. Hubo quizás una primera ola de entusiasmo en la que se inscriben varios estrenos inhabituales y diversas iniciativas tangenciales, como pudieran ser la creación de La Barraca y el ambicioso comienzo del Festival de Mérida, dos empeños que coincidieron en el deseo de dirigirse al medio popular, considerado por todos nuestros grandes autores «rechazados» más sensible, libre y receptivo que ese sector social -la terrible «zona intermedia» de la que hablaba Lorca- que constituía el público teatral cotidiano. La vieja reflexión de Unamuno se hizo así patente. Una cosa era la historia política de España, que acababa de sufrir un vuelco constitucional, y otra la historia del público teatral, que seguía siendo básicamente el mismo puesto que la estructura socioeconómica también lo era, acaso ahora con el agravante del temor a los movimientos revolucionarios.

Cuando llegó el 35, las carteleras españolas eran de una pavorosa mediocridad, no porque contáramos con un gobierno conservador, sino porque teníamos un público mayoritariamente representado por ese Gobierno, porque el teatro estaba donde siempre, pese a los embates de quienes desde comienzos de siglo, desde la llamada Generación del 98, habían intentado cambiarlo. ¿Pero acaso no era ése un pleito que afectaba a toda la sociedad española?, ¿no estaba en puertas un golpe militar dispuesto a cortar cualquier propósito de cambiar el orden de valores, la jerarquía de poderes y la estructura económica que sustentaban la vida española?, ¿y no era el teatro, en tanto que consecuencia de una demanda económica, un hecho inscrito en los gustos   —500→   e intereses de quienes controlaban colectivamente el curso de nuestra realidad social? No debe sorprendernos que la mayor parte de los frustrados innovadores de la escena española fueran precisamente los poetas. Su relación con la sociedad es bien distinta a la de los dramaturgos y las compañías teatrales. En su caso, como Lorca postulaba que debería suceder algún día en el teatro español, escriben por delante de sus lectores. Primero está la necesidad de escribir el poema; sólo luego, la de comunicarlo a un lector imprevisible. El autor de teatro se encuentra en una situación diferente, pues no puede dar un paso sin el público, y cuando cree que lo da y luego es aclamado se debe a que formaba parte de ese público, a que las circunstancias históricas habían establecido un interés, una esperanza o una decepción compartidos y él había tenido el talento y la ocasión de expresarlo. El dramaturgo puede revelar lo que el público tiene apenas escondido, latente, a flor de piel, pero difícilmente andar por sus adentros, como sí le cabe a un poeta frente a un lector inerme y solitario. El autor teatral escribe, por solo que esté, con el sentimiento de la presencia del espectador, del que mira, que es precisamente quien determina las características peculiares del lenguaje escénico.

¿Supone esto que los poetas no pueden escribir teatro? Sí, en el caso de que sean poetas dramáticos, de que consigan dotar su obra de las exigencias impuestas por el hecho de dirigirse a un espectador -que ve y oye- y no a un lector. Salto que difícilmente puede dar quien hace de la palabra su instrumento de expresión, sin integrarla en ese otro código, hecho de espacios, imágenes y tiempos reales que no pertenecen a la abstracción literaria.

Esta consideración ha sido esgrimida para cuestionar la obra de Lorca y de Alberti, sin comprender que, en ambos casos, la distancia respecto del teatro español establecido de su época no procedía tanto de su lenguaje literario como de su poética específicamente teatral.

En el caso de algunos poetas, poco menos que obligados a ser dramaturgos en el 36, quizá fuera así; pero es necesario retener que las dificultades de la mayor parte de estos escritores procedía de su actitud innovadora, de su autoexigencia, de la libertad de su imaginario, de la riqueza de su pensamiento y, en definitiva, del rechazo de cualquier preceptiva limitadora.

En su conjunto -asesinado Lorca- eran escritores exiliados de la escena española, incluso cuando, tras el 18 de julio, creyeron, como había creído Alberti cuando llegó la República, que la realidad histórica estaba de su parte.

¿Y qué sucedía mientras tanto con los autores habitualmente celebrados en nuestros escenarios? Su respuesta a la Guerra Civil fue contundente. Quienes fueron sorprendidos en la zona «nacional», siguieron en ella; quienes se encontraban en la zona republicana dejaron de escribir y, en varios y notorios casos, utilizaron la frontera francesa para pasarse al otro campo y, en cuanto lo permitió el curso de la guerra,   —501→   agruparse en San Sebastián en torno al empresario Arturo Serrano. Algunos, como Arniches, se fueron a América, desde donde esperaron el fin de la guerra; otros, como Benavente, sin posibilidad de pasarse al otro lado, capearon los recelos de las autoridades republicanas -en el caso de don Jacinto firmando, sin ningún entusiasmo, ardorosos manifiestos antifranquistas-, a la espera de proclamar tan pronto callaran las armas su adhesión a los vencedores. Fue un episodio que aclaró con quién estaban nuestros autores más aplaudidos y reconocidos por la crítica teatral.

Los textos publicados con ocasión del nacimiento del Teatro de Arte y Propaganda, que intentaban encarar la reciente historia del teatro español desde los idearios revolucionarios, no pueden ser más explícitos ni más útiles para documentar mi reflexión. Tomaré unas líneas de dos artículos de Luis Cernuda, uno de los grandes nombres del exilio. Del titulado «Sobre la situación de nuestro teatro», copio:

No creo que quepa mayor abyección que aquella en que había caído nuestro teatro representado. Hasta tal punto, que el rubor coloreaba las mejillas al leer cualquier cartelera de espectáculos. Allí aparecían, codo con codo, los imbéciles con los arribistas, la ñoñería con la desvergüenza. Y cuando se quería contemporizar un poco, interesadamente casi siempre, con el gusto, la inteligencia y la tradición, se surtía de aquí y de allá, de cualquier manera, que casi siempre era mala, una obra de Lope o de Calderón.

La guerra, que tantas cosas ha removido, y que indirectamente ha podido ser origen de una total desaparición de esas obras teatrales embrutecedoras del público, no parece aportar hasta ahora una rectificación. Vaya por delante que en momentos como el actual de España todo está subordinado a la guerra. Pero, ¿es que las obras representadas en los teatros de Madrid o de Valencia no tienen una repercusión en el espíritu de los espectadores? Y éstos, ¿no siguen embruteciéndose como si aquí no ocurriera nada, ante los engendros que les sirven sobre las tablas? Piénsese que no sólo todo sigue igual en este punto, sino que aún está mucho peor.



Del artículo titulado «Un posible repertorio teatral», transcribo:

Cualquier repertorio teatral que con gusto y juicio quiera formarse en España, debe forzosamente acudir a lo extranjero. Entre nuestros escritores contemporáneos, de aquellos que coincidieron con el fin de siglo, sólo Valle Inclán puede contar; ciertas primeras comedias de Jacinto Benavente o de los hermanos Álvarez Quintero, probablemente olvidadas por el público, sería peligroso representarlas hoy, porque sus mejores cualidades han quedado sumergidas bajo los efectos que todos conocemos en la producción total de dichos autores. De los escritores más recientes, únicamente dos nombres pueden escogerse: los de Federico García Lorca y Rafael Alberti. Ahí termina, hoy por hoy, el número de dramaturgos contemporáneos españoles que deben figurar en programas de verdadero teatro. Pueden surgir otros; pero su aparición está íntimamente ligada al problema de un repertorio preliminar, que sirva de base y orientación a los jóvenes.



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Esta opinión, compartida por muchos de los que fueron luego figuras señeras del exilio, aparecida en El mono azul, la revista de la Alianza de Escritores Antifascistas, enriquece la referencia al introducir el tema del público teatral español, cuya presencia ahogaba las esperanzas de renovación de nuestra escena.

Para Cernuda, como para cuantos encabezaron el Teatro de Arte y Propaganda y las distintas iniciativas que, con el mismo espíritu, se plantearon a lo largo de la guerra, en Madrid, Barcelona y Valencia, la conclusión era más o menos la misma. Ni el público ni la profesión teatral estaban a la altura de las circunstancias. Si la guerra era para los intelectuales una ocasión de cambio, una conmoción y una confrontación radicales, que debería alterar el orden político y económico preexistente, concediendo al medio popular -que, en aquella realidad social, quería decir los sectores no incluidos en la burguesía, mucho más cerrada y definida que en nuestros días- una participación en la vida del país de la que hasta entonces carecía, era evidente que el teatro, considerada la más social de las artes, estaba directamente afectado.

No es cosa de recordar aquí los incontables textos y episodios de la decepción. Elegiré un texto de Max Aub, quien más tarde se convertiría, por su obra americana, en uno de los grandes autores del exilio; como episodio, buscando el más emblemático, recordaré la profunda decepción sufrida por Erwin Piscator cuando, convencido de que iba a encontrarse con un teatro revolucionario, estuvo en Barcelona en noviembre del 36.

El caso de Max Aub me parece especialmente significativo, porque si bien en el 36 aún no había escrito sus mejores textos dramáticos, tenía ya a sus espaldas una obra importante y, sobre todo, había revelado una personalidad que el futuro no haría sino reafirmar. El hecho es que los profesionales de la escena española, los que desde siempre habían ocupado las carteleras, tenían a Max Aub por un escritor sin experiencia ni conocimientos teatrales, es decir, por un intelectual merecedor del respeto pero en absoluto un dramaturgo. En cuanto a sus obritas de circunstancias, inscritas dentro del llamado «teatro de urgencia», cultivado y teorizado -especialmente por Alberti- durante los años de la Guerra Civil, eran consideradas simple literatura de propaganda, que si expresaban con claridad la posición ideológica del autor tenían poco que ver con la producción dramática considerada respetable. Y lo mismo sucedía con las obras escritas para la campaña electoral del 36 -entre las que destaca La jácara del avaro-, o con su tarea como director de El Búho, el grupo que marcó con La Barraca una nueva relación entre el teatro y la Universidad española.

En octubre del 37 se había formado el Consejo Central del Teatro, del que eran Vicepresidentes Antonio Machado y María Teresa León; secretario, Max Aub, y vocales, entre otros, Jacinto Benavente, Margarita Xirgu, Enrique Díez-Canedo, Cipriano de Rivas Cherif, Rafael Alberti y Alejando Casona. El juicio de los «profesionales»   —503→   no se hizo esperar. Y en diciembre de aquel mismo año, Max Aub publicaba en La Vanguardia un artículo en el que podía leerse:

Ya sé que entre actores y gente aficionada al tufillo de las tablas anda estos días, de un lado para otro, un terna nuevo: el Consejo Central del Teatro. Y que sus componentes, salvando muy escasas excepciones, entre las cuales no me cuento, no se libran de críticas, pareceres irónicos o conversaciones categóricas, v.g... «Y ése, ¿qué entiende de lo nuestro?». Vosotros arguiréis que no sabemos de teatro, pero si vosotros sabéis, ¿por qué lo dejasteis en el estado en que estaba antes del 18 de julio de 1936?



Que no se avanzó en aquellos meses de guerra lo testimonian innumerables artículos de quienes hubieran querido cambiar la orientación del teatro español, entre ellos nuestro Max, que en febrero del 38, cuando ya pesaba más el balance que la esperanza, escribió:

Lo curioso es que, en general, no se ha buscado la dignificación del repertorio en nombre del espectador. Se asegura que éste prefiere lo chabacano. Ahora que las circunstancias son absolutamente propias a depurar de una manera definitiva el repertorio, se objeta que el público prefiere lo vulgar, y lo más extraordinario es que se pretende que lo bueno está reñido con lo entretenido y con la efectividad inmediata.



Al juicio contundente de Cernuda señalando que sólo Rafael Alberti respondía entre los autores españoles vivos y reconocidos -siquiera polémicamente- a las necesidades del deseable cambio, se añadía ahora este otro de Max Aub, precisamente uno de los autores que quizá cabía unir al nombre de Alberti, certificando que nada había podido hacerse en los casi dos años de guerra transcurridos, pese al esfuerzo de las autoridades republicanas. La tradición seguía gobernando la escena y las nuevas circunstancias sólo generaban algunas excepciones, como pudo ser el estreno en Madrid de la versión de La Numancia, precisamente de Rafael Alberti.




3

Nuestros autores del exilio no habían sido nunca -salvo Alberti, y sólo hasta cierto punto-, en el sentido pleno del término, autores del teatro español. En realidad formaban parte de un proyecto social, cultural y político -continuamente renovado y siempre perdedor- que había aflorado con cierta fuerza en los años de Primo de Rivera, que fue determinante en la proclamación de la II República, que no logró articular sus discrepancias internas, que tuvo enfrente a la mayor parte de la clase media y que sufrió en el 39 su enésima derrota «definitiva». Esta España Posible tenía sus políticos y sus partidos que, lógicamente, alcanzaron cuotas de poder y movilizaron a la opinión pública en determinados y breves periodos. Contenía también un   —504→   discurso cultural distinto al de la España tradicional, que afectaba no sólo a la obra artística -entre ella, la literatura y el teatro- sino, muy especialmente, a su relación con la sociedad. En última instancia, Picasso podía encerrarse en su estudio y los grandes poetas del 27 pulir sus sonetos en la biblioteca familiar; bastaba que una reducida minoría los entendiese. Pero llegar a la sociedad era otra cosa, sobre todo porque el orden económico había establecido la frontera cultural entre las clases, y quienes escribían para esa España Posible lo hacían desde la contradicción de ser leídos y juzgados por la clase social que ellos -salvando las minorías- hostigaban. El problema no fue insalvable para novelistas y poetas, puesto que en la clase media había un sector, minoritario pero suficiente, que compartía su visión crítica de España. No era ése el caso del teatro, que necesita del apoyo del «público», entidad social formada por los miles de espectadores habituales, que comparten gustos, valores y criterios, y que constituye, más allá de la ambigüedad de sus límites, un tejido cultural al que el teatro ha de someterse.

De hecho, entre quienes se negaron a esa sumisión, sólo García Lorca llegó a ser, a la vez, parte del teatro español de su tiempo y de ese otro que nunca pasó de literatura dramática de vanguardia. De ahí, el antes transcrito juicio de Cernuda, que, obviamente, no entrañaba ningún menosprecio de la calidad literaria de muchos de los que luego serían nombres fundamentales en la dramaturgia del exilio, sino, simplemente, su exclusión del censo de autores teatrales, es decir, de quienes no sólo estrenaban sus obras sino que las escribían con la conciencia estética y social que genera la cultura y la práctica teatrales.




4

Cabría argüir que nuestro exilio teatral escribió la mayor parte de su obra después del 39. Algunos, como es el caso de José Ricardo Morales, apenas habían iniciado su carrera literaria -La burlilla de don Berrendo- cuando se vieron obligados a encarar una sociedad distinta, sujeta a realidades culturales que, más allá de la reconfortante presencia de la lengua española -aun con sus giros, vocablos y estructuras propios de los países latinoamericanos-, solicitaba un tipo de respuestas forzosamente difíciles para quienes llegaban con otra memoria e inscritos en otro proceso histórico. El hecho de que Morales fuera uno de los iniciadores del movimiento teatral universitario chileno -de enorme importancia en el desarrollo del teatro nacional-, con un programa que reiteraba los títulos montados por El Búho, sería ya una primera expresión del drama del transtierro. No porque La guarda cuidadosa, de Cervantes, ni Ligazón, de Valle, carecieran de sentido en el contexto chileno, sino porque la elección procedía de un conjunto de circunstancias que pertenecían a un momento dado de la historia específica de España. Luego, su extensa y valiosa obra posterior no haría sino evidenciar un tipo de extrañamiento que añadir a la   —505→   distancia, al asombro inteligente que separa siempre al escritor de la realidad, una nueva lejanía dictada por el exilio. Que de ello haya emergido una poética personal, de innegable interés -que avanzó en su momento la imagen absurda del mundo, resultante del encuentro de la racionalidad con la realidad social, concepto que luego sería el primer componente de la vanguardia francesa, significativamente impulsada por varios escritores extranjeros refugiados en París-, me parece fuera de duda; sólo que la soledad de su nacimiento, su desconexión con las demandas o procesos de un público -cosa que no sucedió a quienes se beneficiaron de la atención que las vanguardias artísticas han merecido en París durante todo el siglo XX- la condenaron a literatura dramática, privada de esa complicidad, generada por el contexto común, que suele existir entre el autor teatral y su público, al menos en una primera etapa, que es precisamente aquélla en la que el texto pasa a la historia del teatro.

En una situación no tan radical, pero afín, se encontraría Max Aub, que si llegó a México con una valiosa obra dramática, tampoco formaba parte -según él mismo declaraba- del censo de los autores aceptados por los profesionales de la escena española. Después, ya en México, escribirá nuevos dramas, enraizados unos en la historia de la época y en sus propios sentimientos y reflexiones de exiliado, vagamente inspirados otros en la tradición benaventina, como si el autor -según ha sucedido a diversos escritores rechazados por la escena española, desde Unamuno y Valle a nuestros días- forzase su pensamiento y su inclinación para ver si, aceptando las reglas de juego establecidas, conseguía el respeto de las gentes de teatro y, en definitiva, estrenaba.

Que la aceptación de estas reglas era una carga para el autor se pone de manifiesto en muchos momentos, pese a que en buena parte de su obra se respira la autodisciplina para conseguirla. Pero basta pasar de la construcción, artesanal y paciente, de una obra como Deseada a los Tres monólogos y uno solo verdadero o a la Comedía que no acaba, para entender el esfuerzo que la primera vertiente exigía del escritor. Recordemos que esta última comenzaba contando el rechazo que sufre una muchacha de origen judío -Anna- de su novio -Franz-, un joven nazi que, al descubrirlo, decide denunciarla. Así está la situación dramática, cuando Max la interrumpe arrastrado por lo que le dictan sus impulsos:

El autor ha llegado, de un golpe, hasta aquí y se ha detenido. Planteó la situación, los caracteres de sus personajes, sin dificultad. Pero ahora tiene que hallar otra situación y el fin de su obra. Y no los tiene. Le ha dado vueltas al asunto, de cuando en cuando, al azar de las madrugadas. Y no halla nada que le parezca completamente adecuado. En esa incertidumbre han entrado en juego varias posibles soluciones.



(Aquí Max enumera las posibles soluciones y prosigue):

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Estas soluciones tienen su pro y su contra, y ninguna le satisface. El autor lo deja así. Al fin y al cabo, no le ha de importar a nadie.

Además entra en juego cierta desesperanza. ¿Para qué seguir y buscar soluciones, preocuparse por acabar un acto más de los muchos que ha escrito en estos últimos años? Para dar la sensación de lo que quería, tal vez basta con lo escrito. Y como no hay teatro, y si los hay, ni las empresas ni los cómicos se interesan por lo que hace, ya está bien.

La intranquilidad en la que vive el mundo hoy, quizá tenga algo que ver con ese «¡Qué más da!» con que pone punto final a esta comedia inacabada.



(Max intenta vencer su deseo de acabar y esboza el diálogo inicial de una posible escena. De inmediato, se rinde):

Pero eso sería complicar las cosas y escribir un drama de verdad, que no le interesa a nadie y que no sería mejor que otros que se han hecho sobre el mismo tema; tema que, por otra parte, sigue vivo. No vale la pena.



Poco que añadir. Con los pies en México y la memoria en España, Max no fue un «autor de ninguna parte», pero sí un autor escindido, sin teatro donde cobijarse, sin público, personaje él mismo de una historia que le privó del espacio social, del sosiego, de la continuidad y del marco cultural donde posicionarse que necesita todo dramaturgo.

Una tercera categoría podría estar representada por autores como José Antonio Rial, refugiado en Venezuela, o María Luisa Algarra, exiliada en México. Son autores que consiguieron integrarse a sus nuevos países, pero que conservaron en sus obras la reiterada referencia a la memoria de España. Sus nombres no figuran en los censos habituales del teatro del exilio, quizá porque su mayor inserción en las nuevas sociedades les permitió tratar el tema de España sin el peso de la melancolía y la esperanza. Dramatizaron determinados episodios de la historia de su país de origen sin el ánimo de volver y ser aceptados. Exactamente igual a como le sucedió a Paco Ignacio Taibo y, recientemente, al gran actor venezolano Fausto Verdial -que salió del Madrid de la postguerra siendo un muchacho- que han sentido la necesidad de escribir obras sobre la vida de los exiliados e hijos de exiliados españoles, en México y Caracas respectivamente, poniendo en clave de sainete tragicómico la memoria de la contienda civil. El talante de María Luisa Algarra y de José Antonio Rial ha sido otro, mucho más grave y acusador. La primera, nacida en Barcelona en el 16 y exiliada en el 39, con obras como Casandra, crónicas de las tensiones sociales que desembocaron en la Guerra Civil; el segundo en textos como Cypango o La muerte de García Lorca, esta última estrenada en España por la Compañía Rajatabla, de Caracas, ante un público y una crítica que ignoraban el origen canario del autor y el hecho de que abandonara nuestro país después de ser condenado a muerte y pasar varios años en la cárcel.

Finalmente, cabría citar a quienes, como es el caso de Alberti, llegaron a América   —507→   con una obra teatral importante e intentaron proseguirla. El problema, como el escritor contó a su regreso, fue la dificultad de estrenar, la evidencia de que las circunstancias, en su caso el giro a la derecha del Gobierno argentino, colocaron al exilio español bajo sospecha, al punto de que el autor decidió trasladar su residencia a Italia. El periodo de oro americano, marcado por los estrenos de El adefesio, en Buenos Aires y una nueva versión de Numancia, en Montevideo -que rehacía sólo en parte la estrenada en Madrid, puesto que era otro el contexto histórico- quedó atrás, y Rafael comprendió que la transhumancia y la carrera de autor teatral eran incompatibles. Aún escribió su extraordinaria versión teatral de La lozana andaluza, pero sólo cuando volvió a España, a raíz del estreno de El adefesio, acogido con un entusiasmo más político que teatral -era en el momento álgido de la transición democrática y muchos querían mostrar su adhesión al cambio- pensó que era llegada la hora de retomar el camino interrumpido. La presencia de María Casares en el reparto de El adefesio o el estreno de Noche de guerra en el Museo del Prado, en el Centro Dramático Nacional, respaldaban esa esperanza. Cuando, poco después, se integró al reparto de La lozana andaluza, representando su propio personaje, puede decirse que se cerró su breve ciclo teatral. Las críticas fueron malas e, incluso, irrespetuosas. El director y la compañía traicionaron la poética sensorial de la obra y Rafael pasó a la condición de poeta respetado y dramaturgo frustrado, como ya lo eran otros nombres ilustres de la literatura española que habían querido llegar a los escenarios.




5

¿Qué ha ocurrido con los autores del exilio cuando, tras el fin de la Dictadura, han intentado estar en España?

Como crítico de Triunfo, director de Primer Acto y persona que ha estado cerca de la mayor parte de los autores regresados definitivamente -como Alberti, Casona y Bergamín-, o esporádicamente -como Aub, Morales o Rial-, puedo dar testimonio de su compartido deseo de entrar en la escena española y de la insalvable dificultad con que casi todos se encontraron. Max hizo dos viajes, durante la Dictadura, entre la indiferencia del medio teatral, el afecto de unos pocos antiguos y nuevos amigos, y los previsibles ataques o menosprecios de la prensa oficial. De mis horas y conversaciones con Max Aub surgió un texto dramático, al que titulé La gallina ciega, que estrenó un reparto excepcional en el María Guerrero de Madrid y en el que -con el título del áspero y clarificador Diario escrito por el autor tras su primer viaje- intentaba expresar, incluyéndome yo mismo como personaje, el profundo desencuentro del escritor con el teatro y la sociedad española de finales de los 60. Porque, como he señalado en otros trabajos, y quizá era el centro de mi dramatización, el choque entre Aub y los representantes del franquismo era cosa prevista y   —508→   supongo que deseada por el autor; no así la incomunicación que sintió con el conjunto de la sociedad española, sujeta a una memoria que no era la suya. Max recordaba puntualmente y consideraba episodios fundamentales de la historia española acontecimientos que aquí habían sido borrados. Al mismo tiempo, la izquierda española manejaba referentes a los que él, desde su exilio, no había tenido acceso o lo había tenido de manera epidérmica. Incluso cuando se trataba de hechos conocidos por todos, la distancia entre la vivencia y la información alzaba un muro entre las dos partes. Ésta era una España diferente de la que él había imaginado a partir del 39 y el escritor se sentía terriblemente solo, más allá del respeto y el cariño con que algunos le trataron. La sociedad española le pareció terriblemente lejana e insoportablemente olvidadiza. Tuvo clara la evidencia de que su teatro había sido escrito fuera de los intereses de un público que, en definitiva, era heredero del mismo que le cerró el acceso a los escenarios antes de su obligado transtierro. Supo, de nuevo, que su comunicación con la sociedad española se ceñía a un núcleo de lectores, en los que podía encontrar la comprensión o el interés que difícilmente tendrían los públicos teatrales.

Recuerdo una apreciación de Max que me sorprendió por lo que tenía de evidencia de nuestra distinta memoria. Estaba referida a la ausencia de Benavente de las carteleras madrileñas, motivada sin duda por el escaso interés que dicho autor -posteriormente, rescatado por nuestro conservadurismo- suscitaba por entonces, frente a la idea expuesta por Aub de que se debía a razones de censura contra quien había sido, durante la Guerra Civil, asiduo firmante de manifiestos antifranquistas. Cuando yo le expliqué a Aub que Benavente había escrito los más serviles artículos de adhesión al Régimen, pidiendo perdón por sus obligadas veleidades del periodo de guerra vivido en Valencia, Max sintió la misma extrañeza que yo había sentido ante sus palabras. Eran dos Benavente, dos estimaciones de su personalidad las que enfrentábamos: en definitiva, dos memorias históricas de España.

En cuanto a Alberti, en 1980, meses después del estreno de La lozana andaluza, me confesaba:

Yo estoy muy desconcertado en estos momentos. Y muy desilusionado. Porque yo ya no sé si pensar lo mismo que le hicieron pensar a Cervantes, que acabó creyendo -«la gracia que no quiso darme el cielo»- que era un mal poeta; en mi caso, un mal autor de teatro. Cuando en Ya tras el estreno de La lozana andaluza, leí: «Rafael Alberti vuelve a equivocarse por tercera vez», pensé que, en efecto, el teatro era «la gracia que no quiso darme el cielo». Salvando esos momentos de desánimo, creo, sin embargo que no estoy equivocado (...) Hay que abrir los teatros a las gentes que normalmente no pueden entrar, gentes que no tienen dinero, que se las considera marginales y de las que muchos piensan que carecen de sensibilidad para comprender las cosas, Esa idea sobre la escasa sensibilidad popular es mentira; ojalá los verdaderos analfabetos entraran en el teatro (...) Nos hace falta   —509→   hacer esa revolución en la que hemos pensado durante tantos años y de la que no se habla apenas. Que realmente llegara esa revolución grande, de abajo para arriba, y que el sistema económico fuera diferente, de manera que existiera un gran margen de libertad de expresión y que toda esa gente que ahora está marginada -que tiene una fuerza cultural que hoy estamos perdiendo, que sólo tiene tiempo para trabajar y preocuparse de cuestiones económicas- entrara en los teatros e hiciera posibles unas nuevas normas de expresión, una nueva concepción del teatro, de las palabras, de la escenografía (...) No he tenido la experiencia de comprobar la validez teatral de lo que iba escribiendo e ir así corrigiendo los errores. Luego, cuando lo he visto representado, he tenido un sentimiento de frustración. Mi teatro no ha sido visto como realmente es. Lo han obscurecido. Soy un escritor que busco la claridad, aun en la oscuridad y en el contrastre. El mismo El adefesio fue interpretado de una manera oscura, tenebrosa, cuando yo buscaba expresar un drama terrible, pero en medio de la claridad. Porque yo he nacido en una claridad inmensa, a la que sigo perteneciendo.



Las líneas maestras del balance están claras: ha querido hacer un teatro distinto, los textos han sido sometidos a los modos tradicionales de la escena española, y la mayor parte de los públicos y de los críticos han llegado a la conclusión de que Rafael Alberti es un mal autor de teatro. ¿Es una sentencia definitiva? ¿Hemos visto el teatro que Alberti nos proponía o solo escuchado sus textos ilustrados desde un escenario?

De las esperanzas puestas por José Ricardo Morales en estrenar sus obras en España, de sus justas solicitudes con ocasión de sus periódicos viajes -a menudo para dictar conferencias o hablar de su teatro-, de la amarga perplejidad ante la indiferencia del medio profesional, podrían escribirse, y de hecho se han escrito, desconsoladoras palabras. Más aún si pensamos que estuvo junto a Max Aub en El Búho y que el Partido Socialista -del que Max fue militante- ha gobernado la Comunidad Valenciana durante años y ha aplicado un generoso presupuesto a sus teatros públicos. ¿Cómo explicar que no se haya hecho siquiera un hueco para estrenar a Max Aub y a José Ricardo Morales, profundamente vinculados a la ciudad de Valencia?

La respuesta es la de siempre. Simplemente, porque sus textos no encajan en las variantes aceptadas del teatro de nuestros días, y una vez más ha faltado la cultura teatral interesada en crear el estilo escénico que correspondería a esos textos. Se percibe que su representación, ajustada a los modos establecidos, arrojaría espectáculos de escaso interés, y se renuncia. Algo semejante a lo que ha sucedido con Alberti, sólo que, en este caso, y en función de la popularidad del poeta, no se ha renunciado a montar sus obras, con el dudoso resultado que el propio autor señalaba.

Consignemos, llegados a este punto que, desde Unamuno a Alberti, pasando por García Lorca, nuestros más grandes autores han reclamado la necesidad de un teatro público para liberarse de la esclavitud de la demanda y alterar la condición   —510→   social de los espectadores. Bien es cierto que esa revolución de la que hablaba Rafael -que recuerda la última entrevista de García Lorca, poco antes de ser ejecutado- no se ha hecho y, por tanto, que los teatros públicos de la democracia no han cumplido una parte esencial del proyecto que legitima socialmente su existencia; pero han existido como nunca había sucedido en nuestro país. Y ni los Centros Dramáticos de las Autonomías ni el Centro Dramático Nacional han contribuido a acoger o recuperar este teatro de nuestros autores exiliados, este teatro español transterrado, sin duda -y el viejo pleito de Valle o de Lorca se restablece con nitidez- porque no se ajusta a las exigencias de un público que sigue siendo, en términos culturales, básicamente el mismo.

A Bergamín, en la etapa en que Nuria Espert dirigía el Centro Dramático Nacional, le hicimos un homenaje en el María Guerrero que contó con la representación de varios fragmentos de sus obras y una larga entrevista con Rafael Alberti, que glosó la personalidad del escritor. No conseguimos, sin embargo, que este último viniera. Asistió, escondido en un palco, al ensayo general y luego mandó a su médico para que le contara lo que sucedía en el homenaje. Bergamín se consideraba ya un incómodo superviviente y me dijo que no podría soportar los aplausos desde un escenario. Respecto de su exclusión del teatro español, su opinión (primavera del 86) era precisa. A mi pregunta de si la escena española no debía de haber hecho bastante más para desentrañar las posibilidades de sus textos, contestó:

La culpa es mía. Es un fracaso de autor. Mi intento no llega a ser teatro y se queda, a mi juicio, en teatro para leer, en teatro para la butaca de casa. Para que fuese teatro necesitaba crearse un público o responder a uno ya existente. En cualquiera de los dos casos, sería teatro, porque ya sería popular, ya tendría un público. Lo que yo he hecho respecto del teatro es como el toreo de salón respecto del que se hace en los ruedos. No sé si han sido las circunstancias. Cuando yo empezaba a escribir teatro, vino el cambio político del 31; luego, la guerra; luego, el destierro... circunstancias que me apartaron a veces de la actividad literaria, y, en todo caso, que entorpecieron decisivamente mi propósito de hacer piezas teatrales para el teatro. Lo que quiero subrayar es que mi fracaso no es -como puede serlo en otros casos- el fracaso del público, sino el mío.



En la temporada 88-89, el ya desaparecido Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas montó, bajo la dirección de Guillermo Heras, La risa en los huesos, que incluía Tres escenas en ángulo recto y Enemigo que huye. Fue una experiencia apasionante y episódica, apoyada por los estudiantes de la Real Escuela Superior de Arte Dramático, de Madrid, e inscrita en la razón de ser de un teatro experimental que la misma Administración que lo creó -la Administración Socialista- ha considerado, tras unos años de funcionamiento, improcedente.

  —511→  

Otra referencia de interés para este trabajo es el ciclo «El exilio español en México», programado en Madrid desde el 15 de diciembre del 83 al 15 de febrero del 84. Ciclo que se vio inesperadamente interrumpido cuando ya habíamos montado mi versión de La gallina ciega, en el María Guerrero; Morir del todo, de Paco Ignacio Taibo, en el Palacio de Velázquez del Retiro y estaba en ensayos el título inmediato, El juglarón, de León Felipe. A Alejandro Finisterre, que tenía los derechos de autor de esta última, le pareció que el Palacio de Velázquez no era el espacio teatral que la vuelta de León Felipe merecía, y cortó la iniciativa convencido de que el Ministerio de Cultura le ofrecería los teatros nacionales. Fue inútil que le explicáramos cuánto había de erróneo en su perspectiva y el escaso interés que el citado texto de León Felipe tenía dentro de la dinámica de la escena española, pública o privada. Episodio que cuento no sólo para recordar que se perdió la ocasión de presentar la obra -dirigida por José Luis Alonso de Santos, con un buen reparto de actores jóvenes-, en el contexto de un Ciclo coherente, sino el desconocimiento de nuestra realidad teatral por quien era, en el campo de la edición, una destacada personalidad del exilio.

Del teatro de Rafael Dieste valdría la pena recordar el estreno, en el 94, de su A fiestra valdeira, escrita en el 27, por el Centro Dramático Galego, que supone la coherencia que otros Teatros autonómicos no han tenido. Porque a estos Teatros Públicos les correspondía haber cumplido un importante papel en el rescate de los autores del exilio vinculados a su correspondiente Comunidad.

Imprescindible resulta, me parece, referirse, en esta somera aproximación a los autores del exilio que han rondado nuestros escenarios profesionales -pues los hay, como Salinas, que fueron confinados de inmediato a los ámbitos universitarios-, a Alejandro Casona, cuyas obras se estrenaron con éxito y grandes repartos tras su regreso a España. El dato prueba hasta qué punto en la aceptación o el rechazo escénico de un texto han contado más las razones formales que la biografía política. De Casona, vinculado por las autoridades franquistas a la cultura republicana -dos referencias básicas: Nuestra Natacha y Las Misiones Pedagógicas-, estuvo prohibido durante un periodo no sólo su teatro sino la posibilidad de dedicarle una conferencia o, incluso, citarle. Bastó, sin embargo, que estrenara La dama del alba y que público y crítica comprendieran que tanto la estructura de la obra como su lenguaje «poético» y aun su pensamiento -la concepción de la «poesía» como un espacio superior y desconectado de la realidad- respondían a la más noble preceptiva conservadora para que fuera aclamado, en un momento en que los sectores más cultivados del público conservador sentían la necesidad de sustituir al tosco Alfonso Paso, desde hacía ya algún tiempo su autor más representativo.

El cambio fue inmediato y propio de la ignorancia en que vivíamos respecto de los autores del exilio. Quienes antes prohibían a Casona, lo aclamaron; quienes lo   —512→   habíamos defendido, nos sentimos defraudados. «Monleón, ¿qué les pasa a ustedes, los jóvenes, conmigo?», me dijo en la entrevista que le hice a poco de su llegada.

Así que el teatro de Casona fue recuperado y aclamado en su totalidad y pasó a ser parte de la historia de la escena española.




6

Hace un par de años Alfonso Sastre declaró que no volvería a escribir teatro. Pese a su significación en el teatro español, al conocer el éxito en más de una ocasión, haber estrenado en los teatros oficiales e incluso recibir dos Premios Nacionales -el de Teatro y el de Literatura Dramática-, Sastre sentía que, sobre todo en los últimos años, había escrito una serie de textos dramáticos que no merecían la atención de la escena española. Y lo que es peor, que no parecía que pudiera merecerla en el futuro. El hecho de que todos ellos hubieran sido publicados no era ningún consuelo, puesto que no quería escribir un «teatro para leer», prefiriendo, ante esta situación, escribir ensayos o novelas que sí están destinados, por su propia naturaleza, a la lectura. Algo semejante había hecho años atrás Carlos Muñiz cuando, tras el estreno de La tragicomedia de serenísimo príncipe don Carlos (1980), decidió que no valía la pena seguir.

De Rodríguez Méndez, Martín Recuerda, Domingo Miras, Lauro Olmo, Martínez Mediero, López Mozo y tantos otros, podría decirse que, después de haberse ganado un puesto en el teatro español de los años de Dictadura, cuando la escena tuvo que cumplir un papel crítico, se vieron luego desplazados y cuentan hoy con una obra, en algún caso extensa, que engrosa ese poblado censo de la dramaturgia irrecuperada o, quizá, como teatro, irrecuperable.

El exilio del 39 fue, sin duda, un episodio histórico que marcó la vida y la producción literaria de numerosos escritores, incluidos los que aspiraban a ser autores teatrales. Pero ha de ser integrado a una historia social, política y cultural mucho más amplia, en el tiempo y en las circunstancias. Una historia que hizo invocar a García Lorca y a Rafael Alberti, cuando se preguntaban por los obstáculos alzados ante su teatro, la palabra Revolución.





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ArribaAbajoLas vueltas de Max Aub

Silvia Monti. Università di Verona


Fugitivos, desarraigados, apátridas, refugiados, emigrantes, exiliados o simples extranjeros pueblan las páginas dramáticas de Aub más que las de cualquier otro escritor español. Es una muchedumbre de hombres y mujeres a la que las guerras, las persecuciones religiosas, raciales o ideológicas, o bien un estado policíaco, que se opone a la felicidad del individuo, han obligado a dejar casa, patria, afectos, trabajo, su idioma. Desde los seiscientos judíos del Este europeo embarcados en el San Juan (San Juan), a los abigarrados ocupantes del campo de concentración de Vernet (Morir por cerrar los ojos), o a los infelices aspirantes a un permiso de tránsito en No, hasta los protagonistas de los cuatro dramas en un acto, reunidos bajo el epígrafe Los trasterrados, muchos de los personajes del teatro escrito en México por Max Aub comparten con él la experiencia de expatriación. Sin embargo, en modo alguno el autor identifica el exilio con su vivencia personal; la pluralidad de contextual izaciones en las que sitúa a los refugiados permite ver el exilio como una condición humana dolorosa e injusta presente en todo tiempo y latitud, que la guerra española sólo había contribuido a incrementar.

En medio de tantos desterrados, los refugiados republicanos españoles representan una estricta minoría. Su mirada pluralista y su actitud humanitaria le impiden a Max Aub limitarse a la tragedia vivida por él y por sus compañeros, que sin embargo le duele hasta lo más hondo del corazón y seguirá doliéndole todavía después de treinta años, como demuestra ese amargo diario español que es La gallina ciega.

Por otra parte, la condición de refugiado, a no ser que el exilio se interrumpa en breve tiempo, se convierte en algo permanente que marca sin remedio y para siempre al individuo, incapaz ya de librarse de ella, se transforma en un hábito mental y existencial definitivo que no le abandonara ni siquiera cuando tenga la posibilidad de volver. Es lo que expresa claramente Aub en las fulminantes réplicas que intercambian Tamara y Concha en El último piso:

  —514→  

TAMARA.-  ...¿Refugiada?

CONCHA.-  ¿Tiene algo de particular?

TAMARA.-  No. Yo también lo fui.

CONCHA.-  ¿Lo fue? ¿Se deja de serlo sin volver?

TAMARA.-  Con el tiempo.

CONCHA.-  ¿Y qué se viene a ser?

TAMARA.-   Nada.


(TC 872)867.                


Poco parece aliviar la condición del exiliado la integración en el medio que le acoge. Su integración, por muy buena que sea, nunca será definitiva, ni podrá borrar la marca de extranjería, de diversidad, ni el sentimiento de desarraigo, de pertenecer a un limbo indefinido, que el refugiado experimenta dentro de sí, aun cuando esto no aparezca exteriormente.

Sin duda uno de los factores que alimentan la inestabilidad existencial del refugiado es la alternancia de actitudes contradictorias hacia el problema de la vuelta, del regreso, esa posibilidad, o esperanza, o quimera que le impide radicarse plenamente en el nuevo medio. Si Aub demostró siempre una fuerte determinación acerca de la imposibilidad de volver mientras no cambiase el régimen, eso no quiere decir que no le afectasen las dudas, la inseguridad, la nostalgia por el pasado y por un porvenir que ya no podía ser. La decisión racional y ética que Aub comparte con muchos de sus personajes contrasta con sus aspiraciones interiores y es mucho más dificil de mantener a nivel emotivo. De ahí el conflicto dramático que Aub escenifica en algunas de sus piezas y especialmente en Tránsito, la única de los primeros años mexicanos que aborda directamente el caso de un refugiado republicano español.

En esta obra868 aparece uno de los muchos personajes-dobles del teatro aubiano, Emilio, exiliado español en México, que ha dejado a la mujer y a los hijos en España y vive con una joven mexicana llamada intencionalmente Tránsito. La acción se desarrolla en pocas horas, de noche, entre sueño, imaginación y realidad. En el diálogo con Alfredo, un amigo decidido a volver a España aun sabiendo que correrá el riesgo de ser detenido, el tema del exilio se debate desde una perspectiva política e ideológica; al contrario, son los aspectos privados, el sufrimiento personal y familiar los que afloran en la conversación con su mujer, en la que las condiciones de vida de los vencidos que se han quedado en España se presentan como tan duras, si no más, que las de los expatriados869. El conflicto que vive Emilio estriba fundamentalmente   —515→   en la contradicción entre la actitud que mantiene hacia el mundo exterior y sus sentimientos íntimos que no quiere confesar, pero que tampoco puede borrar y que se le presentan en forma de pesadilla. En definitiva, son estos últimos los que parecen prevalecer sobre las convicciones ideológicas: «A estas horas, en tanta soledad, se tambalean. Ante el pasado siento vértigo y me mareo», confiesa Emilio a la mujer y le pregunta: «¿Valía la pena tanta muerte, tanta distancia?» (TC 835).

En Tránsito se llevan a la escena algunos de los muchos componentes del enmarañado problema que la idea de un posible «regreso» suscitaba en los exiliados. Sentimientos opuestos imposibles de conciliar, como irresuelto permanece el drama de Emilio frente a los espectadores.

Entre estos componentes figura la incierta representación de la España de aquel momento, la que encontrarían y precisamente la que no querrían encontrar, la que tienen que figurarse porque ya no pertenece a su experiencia, la «España inventada»870. Esta España inexistente, para muchos escritores exiliados asume estatuto de realidad en la creación literaria. Sobre todo en el teatro, donde la ausencia de un narrador facilita la objetivización de los hechos.

En la España de la dictadura, vista desde el otro lado del Atlántico, se ambienta la acción de seis obras en un acto de Aub, agrupadas en dos apartados: las tres piezas del Teatro de la España de Franco (Los guerrilleros, La cárcel y Un olvido) y las tres Vueltas871, Al prologar estas últimas, afirma explícitamente el autor: Inútil decir que reflejan la verdad tal y como me la figuré. ¿Qué tienen que ver con la verdad? Daría cualquier cosa por saberlo» (TC 939).

En todas ellas, excepto en La vuelta 1964, las referencias a lugares y circunstancias son pocas e indefinidas. La misma palabra España aparece sólo una vez, a no ser en las acotaciones iniciales. El chocante realismo de estas obras surge curiosamente de la escasa contextualización o, mejor dicho, de una especie de contextualización automática o interna que prescinde de datos exteriores. Los personajes, siempre en número muy reducido, escasamente individual izados, como en gran parte del teatro de este escritor, no son sino unos núcleos escogidos al azar entre la muchedumbre de los vencidos. Los antagonistas, los vencedores, casi nunca aparecen en escena, son representados sólo por las indispensables salidas de algún guardia civil, pero se les alude continuamente e, incluso sin nombrarlos, su presencia amenazante, opresiva, inquietante parece abarcarlo todo. La falta de libertad resulta ser lo más insoportable de la situación, pero igualmente agobiante es el clima de sospecha, de delación en que vive todo el mundo, que acaba con las esperanzas de   —516→   los recién salidos de la cárcel o de los exiliados que piensan en volver. «No te hagas ilusiones», le dice en efecto varias veces Elisa al marido que acaba de volver a casa después de veintidós años de cárcel en La vuelta 1960. De esta forma intenta conjurar el escritor sus propias ilusiones.

La delación, siempre denunciada con fuerza por Aub como uno de los crímenes más abyectos872, es también el motivo en que se centra la acción de Los guerrilleros y La cárcel, casi dos ensayos dramáticos en los que las circunstancias y consecuencias de la traición se llevan a sus límites más extremos. En el primero los componentes de un reducido grupo de combatientes clandestinos -estamos en 1944- se enteran de que entre ellos hay un traidor y no tienen más remedio que dejarse prender y matar por la Guardia Civil para que se sepa quién es. Toda la acción se desarrolla en un clima de obscura violencia y desesperanza que no llega a despejarse ni siquiera en el doble final, donde al primero, que relata los hechos como fueron, se superpone momentáneamente un segundo, en el que Encarna venga a los compañeros, matando al delator. Sin embargo, inmediatamente después, Encarna y Federico, que había muerto poco antes, salen al proscenio:

FEDERICO.-  Eso es mentira. Estás haciendo creer que así pasó, cuando sabes que murieron todos, que el chivato se fue con la Guardia Civil y murió, mucho después, en su cama, condecorado.

ENCARNA.-  ¿Y qué? ¿Fue justo?

FEDERICO.-  No.

ENCARNA.-  ¿Entonces?

FEDERICO.-  Pero no es verdad.

ENCARNA.-  No se trata de lo que fue, sino de lo que debió ser.


(TC 898)                


Estamos frente a una de las rupturas aparentes del frame, habituales en la dramaturgia aubiana; en este caso el autor se sale de los moldes de la convención teatral para darse el gusto de evocar una realidad que se parezca si no a la deseada, por lo menos a una menos injusta, aun siendo consciente de su inexistencia.

Todavía más extremo es, si cabe, el nudo argumental de La cárcel, escrita dos años más tarde. La acción se desarrolla durante una noche, en un calabozo que tiene capacidad para dos personas, donde se amontonan ocho mujeres, relacionadas de alguna forma con la oposición clandestina. La llegada de las últimas dos pone en marcha la acción dramática, que rápidamente se precipita en el espeluznante desenlace. Susana, acosada por las mujeres, que sospechan injustamente de ella, se da cuenta de que habla en sueños y que por este medio pudo haber delatado sin querer a algún compañero, durante las noches pasadas con uno de los oficiales del presidio, que la había obligado a acostarse con él. Destrozada por esta   —517→   revelación, y ante una situación sin salida, acepta la idea de suicidarse.

Un olvido, en cambio, se basa en un enredo ingenioso, pero más corriente, en que se pone en evidencia la hipocresía de todos los habitantes de un pueblo, obligados a vivir en este clima de desconfianza en que todo está sometido a un formalismo grandilocuente, pero vacío de contenidos. En semejantes condiciones delatar es la única forma de lograr la seguridad para uno mismo. A despecho de estas premisas, y a pesar de lo trágico de los hechos, la pieza tiene algo de sainete popular y encaja perfectamente dentro de la tendencia paradójica de la escritura aubiana873.

Lo mismo se podría decir de la primera Vuelta, la de 1947, escrita, pues, el mismo año de la pieza anterior, en la que consideraciones políticas, la imposibilidad de reanudar no ya la vida de antes, sino por lo menos una existencia que merezca la pena, se mezclan con problemas de infidelidad conyugal. Para Isabel, maestra que, por el hecho de haber pertenecido a un sindicato de izquierda, estuvo ocho años en la cárcel, no hay sitio, no sólo en el pueblo, donde casi todos tienen miedo a relacionarse con ella, sino tampoco en su casa, donde el marido la ha sustituido con la criada, si bien está dispuesto a echar a ésta de casa en seguida. Un inesperado desenlace resuelve la situación: Isabel, indultada unos días antes y sin haber abierto la maleta ni haberse tomado un café, es detenida de nuevo, por tener otro proceso pendiente.

Más amargo, si cabe, y sin destellos de ironía es el regreso a casa de Remigio, linotipista madrileño, después de veintidós años de detención, en La vuelta 1960. Tiene cincuenta años, pero aparenta diez más. La vida se le ha ido, las pocas ilusiones que se había hecho para el día que saliera de la cárcel, se vienen abajo en seguida. Ni el amor de la mujer, ni siquiera el hecho de que la hija comparta sus ideales y esté involucrada en una actividad política de oposición son suficientes para disipar la atmósfera de abatimiento, el sentido de inutilidad de una vida que le ha sido substraída, la decepción por los consejos que sus amigos se apresuran a darle de que no se mueva, no haga nada, no intente relacionarse con nadie; en fin, la sensación de impotencia al verse libre, pero en una sociedad donde no hay libertad.

La «España inventada» está pues asociada a la imagen de la cárcel, bien en sentido real, como es evidente, bien en sentido metafórico, ya que, una vez libres, la vida fuera se les presenta tan sin salidas que estos personajes llegan casi a añorar la del presidio, donde existían formas de solidaridad entre los presos y hasta una mayor información. Por lo demás, entre alusiones y referencias directas, se pinta una sociedad enmudecida, conformista, donde domina la burocracia de los mediocres, donde cada uno va a lo suyo, y lo suyo a menudo no son sino negocios ilegales, respaldados   —518→   por la corrupción de algún alto grado del ejército. Sin embargo, en esta España sombría existen unos pocos que siguen luchando, que no renuncian a sus ideales y esto era suficiente para seguir esperando un cambio, como admite Aub en 1968, bien que le pese, al prologar para la edición de Aguilar las piezas que vengo comentando:

...algunas se suponen en España, precisamente en los años en que se escribieron, de 1946 a 1948874, es decir, cuando supusimos -malos calculadores- que de mano de su victoria no iba la libertad a tardar en restaurarse en la Península. No sólo los exiliados lo suponiamos así, de ahí algunas partidas de guerrilleros y ciertas quimeras y espacios imaginarios. Teatro de circunstancias, malas; hecho para lo que menos se pensaba: entretener ilusiones.


(TC 881)                


Más interesante desde la perspectiva de la ficción literaria y a tono con la predilección por la paradoja y el juego tantas veces demostrada por Aub875, La vuelta 1964, prescindiendo ya de metaforizaciones, pone directamente en escena un imaginario regreso a España del autor, aunque encarnado en un ficticio hermano mayor, inventado a este propósito y hecho desaparecer, con cierto sadismo, poco después876. La acción de la pieza se reduce a la aparición de este exiliado en un café de Madrid y al imprevisto pero significativo desenlace, en que su mujer llega para anunciar que les ha sido revocada la autorización y que tienen que abandonar el país en las veinticuatro horas siguientes. La pieza consiste, pues, en una larga conversación, mantenida entre el hermano y una decena de intelectuales, esta vez descritos en una larga acotación inicial con profusión de pormenores. Es una galería de personajes preconcebidos -hecho nada frecuente en el teatro aubiano-, cuyas posturas frente a los temas debatidos no son sino el resultado de sus experiencias vitales. La conversación, iniciada sobre asuntos personales con Mariana, antigua compañera y casi querida del protagonista, deriva hacia los temas políticos, mezclados con los literarios, cuando se unen los demás contertulios. Es sorprendente constatar la coincidencia de muchas de las afirmaciones que se oyen aquí con las que aparecerán unos años más tarde en el diario real de la estancia en España de Aub, o con sus declaraciones a la prensa en la misma ocasión.

En definitiva, La vuelta 1964 parece ser un ensayo general de una posible vuelta real del autor877, que una vez más quiere convencerse de su imposibilidad, o   —519→   encontrar motivos que refuercen su decisión; ésta se hace siempre más difícil de mantener con el paso de los años y la mejora en las condiciones de vida en España, incluyendo las tímidas aperturas del régimen. Por eso, cuando después de treinta años de ausencia, vuelve a pisar el suelo español, como para ahuyentar dudas, quizá más las suyas que las ajenas, repite a menudo: «he venido, no he vuelto»878.

La estancia en España en los meses de verano de 1969, narrada en La gallina ciega, se convierte pues, como era de esperar y como lo había previsto perfectamente Aub en sus «vueltas» ficticias, en un reencuentro imposible. El tiempo ha sido medido de forma diferente aquí en la patria y allá en el destierro. España ha cambiado, se la han cambiado:

Me la han cambiado. Yo, no. Ahí: la raíz del mal: yo, anquilosado. ¿Cómo puedo ponerme a juzgar si estoy mirando -viendo- lo que fue y no puedo ver, mas que como superpuesto, lo que es? Tengo que hacer un esfuerzo


(GC 138).                


De veras tiene que hacer un esfuerzo para tratar de no relacionar a cada momento sus experiencias de entonces con la imagen que ofrecía ahora el país:

Esto que veo es realidad o esto que me figuro ver lo es. Esto que me figuro ver -esta figura- es realidad. Esto que veo, España, es realidad. Lo que pienso que es, que debe de ser España, no es realidad


(GC 122).                


Frases como éstas, dichas por él o por sus interlocutores en forma de reproche, aparecen a menudo en el libro: «-Tú porque todavía ves las cosas con ojos de hace treinta o cuarenta años. -No tengo otros» (GC 133). Ya no se trata de un desplazamiento geográfico, sino de una barrera existencial, que impide la comunicación mutua y hace imposible reanudar los lazos vitales con un mundo dejado atrás hace demasiado tiempo.

La España que ve no le gusta, ni física ni moralmente. Las calles, las casas, la gente, todo ha cambiado, a peor, según este turista al revés: «Soy un turista al revés. Vengo a ver lo que ya no existe» (GC 245). Ni siquiera la comida es la de antes. En un libro en que se le da a la gastronomía una gran importancia, bien porque la mayoría de las conversaciones anotadas tienen lugar durante cenas o almuerzos, bien porque volver a saborear los platos de su juventud resulta ser uno de los placeres que le entusiasman más, la cocina se convierte en un motivo repetido que marca el paso de los días y es revelador del humor del autor. Se da cuenta de que ahora se come mejor y con mayor abundancia y, sobre todo, que todos comen. Pero, «los helados, la horchata, tan a menos... ¿o serán los mismos y todo se lo ha llevado el recuerdo?» (GC 189). No faltan, a este propósito, las notas irónicas:

  —520→  

Ahora aquí todo es picante... Todo pica: las clóchinas y las gambas, las butifarras y los butifarrones y el all y pebre (que siempre tuvo lo suyo) parece de Puebla o de Oaxaca. Tal vez me equivoque pero me parece, como el tuteo, el peor resultado de la guerra civil.


Sí, porque la culpa de esto es

de los exiliados, a su vuelta, o de sus familiares, cuando los acogieron aquí de visita y aumentaron el gusto por el chile


(GC 168-69).                


Pero en este libro, que tiene por título el nombre de un juego, y en donde reivindica el sentido lúdico del humor de su generación frente a la seriedad un tanto rígida de los jóvenes de entonces879, Max Aub no está para muchas bromas; la amargura, la decepción, la tristeza por la pérdida de la esperanza forman un velo que le oculta la realidad. No quiere ver, porque no le gusta lo que ve. Y sin embargo todo lo sabía de antemano: «-¿De qué te quejas entonces? -De haber acertado» (GC 188). La dramaticidad de este texto, con tantos diálogos como cualquiera de sus novelas y por supuesto de sus obras teatrales, estriba precisamente en la ambigüedad consciente de una esperanza que no puede existir y que, sin embargo, se resiste a no ser. En la madrugada del 29 de septiembre, en Madrid, sale del hotel solo, y después de vagar insomne por los alrededores de la Plaza del Sol,

Me apoyé en un árbol y, en el amanecer ya vivo, sentí que lloraba. Lloraba calmo, por mí y por España. Por España tan inconsecuente, olvidadiza, inconsciente, lejana de cualquier rebeldía, perjura


(GC 311).                


En esta España perjura de sí misma, no sólo no hay sitio para él u otros como él, como había previsto en Las vueltas, sino que tampoco se reconoce a sí mismo, se siente borrado, inexistente: «No sé qué decir. No se como presentarme. No sé quién soy ni quién fui» (GC 156).

Y sin embargo, contra el vacío del olvido, expresa Aub con toda evidencia su voluntad de ser, si no la de estar, y el mismo derecho reivindica con fuerza para los escritores silenciados de su generación. Nos deja Aub en las páginas de La gallina ciega un impresionante testimonio de altísimo valor ético y humano, aunque escrito, como para quitarle importancia, en forma de unas sencillas y apresuradas notas de diario privado.