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El género literario de «El Criticón»

Fernando Lázaro Carreter



Baltasar Gracián no atribuyó a El Criticón nombre alguno de género, y los tratadistas literarios lo han etiquetado, después, de muy diversos modos, algunos vagos que se refieren al artificio narrativo («alegoría», «alegoría prolongada», «peregrinación alegórica»), o bien lo han denominado con decisión «novela», aunque con adjetivos, como «filosófica», «simbólica» o «alegórica». Son, me parece, designaciones intuitivas; creo que vale la pena ahondar más en esa determinación, no por prurito de rotular, sino por deseo de comprender. El concepto de un determinado género que se hace un escritor, guía su escritura, no como un sistema de prescripciones que debe acatar, sino, las más de las veces, como una estructura explícita o implícitamente aceptada, que gobierna la naturaleza, la ordenación y la forma de los materiales que son objeto de su discurso. Muchas veces, el escritor rehúsa los caminos ya trazados y emprende uno nuevo; pero, haciéndolo así, no pierde de vista los anteriores para diferenciar el suyo. Al efecto que, por sumisión o por reacción, producen, es a lo que llamamos acción modelizante de los géneros. Gracián tuvo una idea nítida, en función de sus propias convicciones poéticas, del tipo de obra que intentaba, y tratar de reconstruir esa idea me parece fundamental para avanzar en el entendimiento de El Criticón.






ArribaAbajoAfán innovador: las artes

Nuestro paisano, todos lo sabemos, se instala en las letras como escritor exclusivamente didáctico. Si la lectura de sus libros no bastara, las declaraciones proemiales de él o de Lastanosa son terminantes a ese respecto. Este hecho, para que pierda obviedad, debe relacionarse enseguida con otro menos atendido: Gracián afronta sus empresas con un gesto resueltamente innovador. Podemos ejemplificar ese afán suyo con la Agudeza y arte de ingenio. Los P.P. Batllori y Peralta1 han refutado con argumentos tajantes la interpretación de esa obra como tratado de Retórica: el título mismo proclama que no es un arte de la elocuencia, sino del ingenio. Podemos perfilar un poco más esa precisión, que no hubiera sido necesaria de haberse leído mejor a Gracián. El hecho de que emplee en sus razonamientos tanto material literario, nos ha hecho deambular entre sus páginas intentando descubrir, sobre todo, si el libro defendía una orientación culterana o conceptista, o buscando en él fundamento para interpretar mejor los estilos barrocos. Lo malentendíamos, no comprendíamos que el autor trata de otra cosa más importante en su propósito. «Fácil es adelantar lo comenzado; arduo el inventar, y, después de tanto, cerca de insuperable» (I, 47)2; son las primeras palabras de la Agudeza. ¿Qué invento anuncia el autor en ellas?

La primera edición del libro (1642) se titula, recordémoslo, Arte de ingenio, tratado de la agudeza; cambia en la segunda (1648) a Agudeza y arte de ingenio. Dada una mente tan estricta como la de Gracián, este cambio tendrá alguna explicación, que puede ser la siguiente. En la primera edición, los dos sintagmas nominales son sinónimos: arte de ingenio equivale a tratado de la agudeza; arte, por supuesto, significa "técnica" o "tratado". La obra quiere describir procedimientos que, seguidos por el lector, le permitirán poner en marcha su ingenio o agudeza para forjar conceptos, esto es, para relacionar cosas que, aparentemente, son muy diferentes. El concepto, producido por el ingenio, por la agudeza, por la sutileza, consistirá en la revelación de una inesperada tangencia de dos o más lejanías. Esas cosas que se aparean no serán forzosamente verbales ni, menos aún, literarias: el ingenio puede desencadenar, por igual, acciones, gestos, dichos, chistes o figuras. Todos estos resultados son idénticamente conceptuosos. De las figuras se ocupa la Retórica; pero ha de haber unas reglas, un arte que se refiera a ellas y a las restantes cosas que obedecen al mismo principio motor. Esas reglas constituirán el arte de ingenio, el tratado de la agudeza, conforme al título de la primera edición.

Pero, en los seis años que transcurren hasta la segunda, Gracián va acendrando y ensanchando su propósito. Aquella arte necesita, además, un nombre, al igual que llamamos con un solo vocablo, Retórica, al arte de la elocuencia. Y ese término será Agudeza, con el significado de «tratado» de la agudeza. Por eso lo adelanta al primer lugar del nuevo título -Agudeza, y arte de ingenio-, con una conjunción ecuativa. Agudeza es igual, ahora, a arte de ingenio. Apoyan, creo que conclusivamente, esta interpretación los diferentes finales del libro en las dos ediciones. Acaba así la de 1642: «Corone el juicio el arte de prudencia, perficione el ingenio el arte de agudeza. Si toda ciencia que atiende a reformar el entendimiento es noble, la que aspira a realzar el más sutil bien, merece el renombre de sol de la inteligencia. Consorte es del ingenio, progenitura de la sutileza» (fol. 152v). Pero el párrafo condicional apareció de este otro modo en 1648: «Si toda arte, si toda ciencia que tiende a perficionar actos del entendimiento es noble, la que aspira a realizar el más remontado y sutil bien, merecerá el nombre de sol de la inteligencia, consorte del ingenio, progenitura del concepto, y Agudeza» (II, 257). Se ofrece aquí, como cifra última del tratado, su nombre nuevo: «el arte... que aspira a realzar el ingenio, merecerá el nombre de Agudeza». Este es el esqueleto sin ornamento de esas palabras finales con que Gracián bautiza la nueva disciplina que cree haber fundado.

Por esos años, buscando un puesto personal en el territorio de la Didáctica, se afirma como autor de artes. Ya hemos visto por sus propias palabras que, en 1642, tiene in mente un «arte de prudencia», que publicará en 1647, con el título, también gemelar, de Oráculo manual y arte de prudencia. Su sistema expositivo es, como sabemos, aforístico, distinto del que había empleado en la Agudeza. Al frente de ésta, discurre: «Pudiera haber dado a este volumen la forma de alguna alegoría» (I, 46), o la de un simposio entre las musas. Ha optado, simplemente, por el discurso académico razonador y expositivo. Pero el titubeo denuncia la actitud consciente que el autor adopta ante la poética de los géneros, ahora, en esos años, ante las artes didácticas que desea conducir por método a ámbitos -la prudencia, el ingenio- antes no transitados. Y ello permite admirar la base racional de su talento. Hay, explica, una «agudeza de perspicacia», y otra «de artificio». La primera intenta descubrir las verdades dificultosas, y da frutos en artes (entiéndase "técnicas") y ciencias. La «de artificio» opera en todos los actos físicos y verbales, y su manifestación es la hermosura. Esta agudeza, la «de artificio», es la que él se reserva («es el asunto de nuestra arte», dice, I, 58). Cinco años antes, Descartes había compuesto su Discours, que era un método para la otra agudeza, la «de perspicacia». No deja de seducir el paralelismo entre esas dos grandes empresas, racionalistas ambas, pero con supuestos radicalmente contrarios. Gracián, que escribe en el centro de una época singularmente hermética y peligrosamente hostil a toda aventura del espíritu que no sea sólo combinadora, reitera con insistencia que todo se sabe: «En lo que más importa, se ha de tener por sospechosa cualquiera novedad. Estamos ya a los finales de los siglos. Allá en la edad de oro se inventaba, añadíase después; ya todo es repetir. Vense adelantadas todas las cosas, de modo que ya no queda qué hacer, sino elegir», escribe en el realce décimo de El discreto3; los sabios de hoy, dice Critilo (I, 3)4, hacen «reflexiones nuevas sobre las perfecciones antiguas». Es convencimiento polar del de Descartes, que no encuentra nada, como asegura, que no sea dudoso; y que no concede a las ciencias el privilegio de haber edificado algo sólido. Dos mentes, quizá, parecidas, egregias ambas, estaban destinadas a dar frutos tan diversos en función de la atmósfera intelectual y política que las rodeó.




ArribaAbajoHacia El Criticón. La crisi

Con la Agudeza, estamos ya en el camino que debe llevarnos hacia El Criticón. Terminado para Gracián -quizá por agotamiento de los tipos humanos que considera ejemplares- el ciclo dedicado a forjar el héroe, el político, el ingenioso, el discreto y el prudente, su ambición artística le lleva a concebir una obra cuyo destinatario sea el hombre total y cualquiera, apto para una configuración moral superior. En El discreto (1646) había aparecido una suma de géneros, muchos de los cuales se repetirán en su obra magna, pero allí sin mezclarse, cuidadosamente delimitados. Todos los capitulillos, menos el último, van denominados con precisión: elogio, discurso académico, alegoría, memorial, razonamiento académico, carta, sátira, apólogo, invectiva, diálogo, fábula, etc. Esas titulaciones constituyen otra prueba preciosa de la reflexión morfológica con que Gracián afronta su escritura, sus escrituras. El discreto resulta ser un muestrario de subgéneros didácticos, en una versión abreviada. Entre ellos, figura uno de invención gracianesca: la crisis, como se clasifica el VI capitulillo, «No sea desigual». Se repite por los comentaristas que el vocablo griego crisis es sinónimo de "crítica", y, en efecto, como tal figura empleado en las primeras obras. Pero, al utilizarlo como unidad capitular en El Criticón, y al deformarlo, quizá por falsa regresión al singular -ya, a veces, en la Agudeza- como crisi, Gracián le ha dado un preciso sentido morfológico, que sólo apunta aún en aquel realce de El discreto. La Agudeza define qué es una «crisis juiciosa»; consiste su artificio en un «juicio profundo, en una censura recóndita y nada vulgar, ya de los yerros, ya de los aciertos» (II, 7). Ese juicio profundo podrá recaer sobre todos los humanos o sobre las personas particulares, al igual que sobre las regiones, las naciones y sus gentes.

No es, pues, la crisis, ni en El discreto ni en la Agudeza, la crisi de El Criticón. En el primero de esos tratados, se observa, sin embargo, un detalle de cierto interés: tras el juicio censorio que en ese capitulillo se desarrolla, aparece, traída por los cabellos, una loa final a dos duques de la devoción del autor. Como si a éste le importara hacernos notar que, en las crisis, son compatibles las censuras y las alabanzas. Estos elogios extemporáneos e imprevisibles formarán parte, después, muy característica, de la crisi. Aunque en ella predomine absolutamente lo censorio: en el discurso IV de la Agudeza, se oponen la panégiri y la crisi porque la primera alaba y la segunda vitupera (I, 64); y en el discurso LX se insiste en que las crisis «dan hiel» al hablar o al escribir.

Pero lo más interesante que la Agudeza depara a este respecto es que, en la segunda edición, Gracián ha hallado dos importantes textos para ejemplificar el artificio de la crisis. Uno aparece en el discurso XXVII, que trata «De las crisis irrisorias»; es un pasaje de la Philosophia secreta de Juan Pérez de Moya, en que se explica, de modo grato después a Quevedo, la genealogía de los necios. El otro, el comienzo del capítulo I, 3,7 del Guzmán de Alfarache. Lo importante de estos textos es que son alegóricos. La alegoría, como procedimiento de la crisi, anda ya rondando por la cabeza de Gracián, en estos años en que está concibiendo El Criticón. En realidad, el relato alegórico le venía seduciendo desde hacía tiempo. En El discreto se acogen una fábula de animales (XIII) y tres narraciones (III, XXIII y XXIV) denominadas, respectivamente, alegoría, fábula y panégiri, que presentan el esquema del debate seguido de sentencia emitida por un Juez superior; en eso, siguen, pues, una tradición esópica. Los relatos de Pérez de Moya y de Mateo Alemán, especialmente el de este último, iban a sugerir a Gracián algo mucho más interesante: habremos de verlo. Retengamos, de momento, que la relación entre crisi; y alegoría se le había hecho muy atractiva hacia 1648.




ArribaAbajoLa alegoría. La Odisea

Fijémonos ahora un instante en esta última, en la alegoría. No es, en el pensamiento de Gracián expuesto en la Agudeza, un género literario, sino, como dice con expresión certera, «un género de inventar» (II, 201), un artificio consistente «en la semejanza con que las virtudes y los vicios se introducen en metáfora de personas, y que hablan según el sujeto competente». A pesar de su confesada devoción por las alegorías de Homero, atribuye su invención, «en lo profano», al «impío Luciano» y es que, en efecto, su modalidad alegorizante va a inscribirse en la dirección satírica lucianesca que, desde el Renacimiento, pasa por Erasmo, Pérez de Moya, Alemán, Boccalini y Quevedo, entre otros.

Ninguno de estos autores ha escrito, sin embargo, una obra de gran aliento y proporciones, con una trama continuada, usando el método alegórico. Por ello, muy al fondo de El Criticón, se dibuja un modelo más remoto, pero más potente como ejemplo. Lo primero que menciona, en la declaración proemial, como objeto de su imitación, son «las alegorías» de Homero. Porque alegórica es la Odisea, si se interpretan sus aventuras como el cerco puesto a Ulises por los peligros y los vicios. Este sí que era un relato apto como modelo para su proyecto, que, poco a poco, se iba concretando como un viaje -estructura de relato inesquivable entonces- del hombre por la Tierra hacia un destino superior. La Odisea era, para él, «una pintura al vivo» de «la peregrinación de nuestra vida por entre Cilas y Caribdis, Circes, cíclopes y sirenas de los vicios» (II, 199). Frente a la Ilíada, que cuenta con múltiples héroes, ejecutor cada uno de su propia aristía o hazaña, la Odisea, ofrecía un marco aventurero en que un sólo protagonista (o un protagonista bicéfalo como será Critilo-Andrenio) podía vivir variadas y múltiples peripecias, en el seno de una única aristía. Además, la superioridad de la Odisea como modelo era manifiesta, al proponerse este poema, ya casi desde el principio, un fin moral, ausente de la Ilíada. Gracián va a tener muy en cuenta el ejemplo del poema homérico, muy remoto, como un fondo de escenario, al que se anteponen decoraciones, pero presente allá atrás.




ArribaAbajoHeliodoro. Barclay

Esas decoraciones que se anteponen a la Odisea como estímulos más directos del autor, son muy visibles, fueron declaradas por él, y, sin embargo, se han considerado muy ligeramente. Como es sabido, las ediciones de Teágenes y Cariclea se suceden en España desde 1554; Leucipe y Clitojón es traducida por Agreda y Vargas en 1617, aunque los cuatro últimos libros habían aparecido en 1552, vertidos por A. Núñez de Reinoso. Como fruto tardío, se publicará en 1616 el Persiles. Sólo parece haber interesado a Gracián la primera de estas obras, que apreció singularmente. Rodeaba a esos relatos bizantinos el prestigio de ser los únicos representantes de la narración novelesca en el mundo antiguo, y el influjo de la Odisea en su estructura era evidente. Como en el poema homérico, su artificio argumental eran las pruebas a que se somete a los protagonistas, al modo como será sometido Andrenio. Más cosas había en Teágenes muy seductoras para Gracián: un ámbito geográfico impreciso y fantástico, unos personajes irreales, ya que no alegóricos, y la sucesión de aventuras desmesuradas e Inverosímiles. Había allí también descripciones de países, palacios, ciudades, curiosidades y obras de arte; digresiones filosóficas y morales, relatos intercalados, aforismos, cartas, historias contadas por personajes episódicos, amplísimos trechos de diálogo... Aquellas novelas, y Teágenes a la cabeza, eran una manifestación espléndida y compleja del espíritu menipeo que, hasta entonces, no había tenido una expresión narrativa de gran aliento: Apuleyo o Petronio no alcanzaban tan refinada complicación5.

Técnicamente, la novela de Heliodoro, aparte el artificio de las «pruebas», ofrecía el de las «suspensiones», que Gracián admiraba, y que tanto iba a prodigar, porque «es gran eminencia del Ingenioso artificio llevar suspensa la mente del que atiende, y no luego declararse» (Ag. II, 126). Una forma de suspender consiste en crear una complicación argumental, un nudo intrincado, como- el gordiano, y resolverlo con excelencia. Como ejemplos de «suspensiones», propone El Criticón las de Ariosto; pero en la Agudeza, son, entre otras, las de Heliodoro las que se recuerdan, el cual «dio que imitar al inglés Barclayo» (II, 137).

Henos con otro sendero importante por el que llegará Gracián a su obra magna. John Barclay había obtenido en Europa, con su voluminoso relato en latín Argenis, un éxito fulminante. Nada menos que dos traducciones habían aparecido en España en 1626, a los cinco años de su publicación, una de José Pellicer6 y otra de Gabriel de Corral7. En los preliminares de la primera, Jáuregui elogiaba la obra, precisamente, por sus «suspensiones». Pero Argenis aportaba, para el interés de nuestro jesuíta, algo mucho más importante. Era una novela de amor, como las bizantinas, pero Barclay la había contado para otra cosa: para aludir en clave a sucesos políticos concretos de su tiempo, con censuras y encomios, es decir, con fórmula de crisi de personas concretas. Barclay es el inventor del relato amplio en clave, y su Argenis empezó a aparecer pronto en Europa con un apéndice explicativo de las alusiones. El sistema no lo había concebido, sin embargo, en esa obra, sino en otra muy anterior, de 1603 y 1607, y que Gracián menciona igualmente: el Euphormionis Lusinini Satyricon, sobre la cual es patente la huella de los primeros relatos picarescos nuestros, y del Asno de oro. Se trata de un libro violentamente antijesuítico -y antiespañol-, pero, al jesuíta bilbilitano, ello no le ofrece obstáculo para admirar su ingenio. El sistema de aludir mediante clave, esto es, con nombres supuestos y lugares y acciones disfrazados, a reyes y príncipes, reinos y hechos auténticos, son una forma impura de alegoría. Pero ésta se hace perfecta, con sus figuras de vicios, en el pasaje, ya al final, en que Euphormión escapa de la mansión de Acignius, es decir, San Ignacio, cercada por las redes invisibles con que los jesuítas quisieron atraerse a Barclay mismo; Acignius se ha resignado, por fin, a dejar marchar a Euphormión, y éste, al salir, halla personajes que encarnan los defectos y los vicios, guardando las puertas del recinto jesuítico. Allí están sus nombres escritos con tinta roja: Hieromerimna o el escrúpulo; Aelpis, la desesperación; Adrania, la pereza; Philotimia, la ambición; Glykita, la vida regalada... Euphormión escapará hacia la felicidad que le aguarda en Scolimorrhodia, esto es, en Inglaterra, bajo el amparo de Jacobo I, Tesaramacte en la novela.

El Euphormión no alía, pues, la alegoría con la estructura bizantina, sino con la autobiografía picaresca. Y es, posiblemente el camino por el que algunos elementos de ésta se filtran en El Criticón. El artificio de la clave hubo de resultar, por otra parte, muy satisfactorio a Gracián, aunque no tanto como en la Argenis, donde la alianza con el Teágenes se produce. Una página de la novela de Barclay tuvo, por fuerza, que impresionarle. Es aquella en que el poeta Nicopompo, colérico por el comportamiento de su rey, formula el propósito de escribir contra él. El sacerdote Artinorio intenta disuadirlo: «Los que se sintieran en verdad reprehendidos te aborrecerán». Nicopompo responde así, en la traducción de Pellicer: «No con súbito y áspero lamento citaré al tribunal, como delincuentes, a los que turban la República [...]. Pero traeré a los ignorantes por suavísimos rodeos, de modo que también les agrade a ellos verse acusados debajo de ajenos nombres». Antenorio le pregunta cómo podrá hacer tan «airoso fingimiento»; he aquí la contestación de Nicopompo: «Vestiré una grande fábula a modo de historia. Introduciré en ella admirables acaecimientos: guerras, amores, sangre vertida; alegría mezclaré con no esperados sucesos [...]. Alimentaré los ánimos en contemplaciones diferentes, como en pinturas de países. Despertaré la misericordia, los miedos, los horrores en la imagen del peligro. Aliviaré demás desto los suspensos. Y sereno desharé las tempestades. A mi arbitrio, condenaré a unos y libraré a otros [...]. Pintaré los vicios y las virtudes, y los premios que a entrambos corresponden [...]. Y porque no se quejen copiados, no estará el retrato de ninguno descubiertamente [...]. Que bien me estará permitida esta libertad, pues no escribo debajo de la puntualidad de historia. Y así serán ofendidos los vicios, no los hombres [...]. Levantaré a cada paso nombres imaginarios para conservar los personajes de los vicios y de las virtudes»8.

El programa de Nicopompo, que es Barclay mismo, no hace sino explicitar como proyecto lo que la Argenis iba siendo. Y nada más sugestivo podía resultar a su lector Gracián, cuando en su mente está bullendo un gran relato sobre la aventura del hombre en el mundo. Una parte de la tarea de su admirado Barclayo no le interesa mucho: aquella en que alude a personas y sucesos determinados, sus crisis de particulares (aunque él vaya a hacer muchos elogios explícitos y algunas censuras veladas). Pero su destinatario es neto, nada oculto: El Criticón se dirigirá a «quien leyere»; «el curso de tu vida [...] te presento hoy, lector». Para ello, generalizará sus dicterios, y los nombres de sus personajes habrán de ser bien reconocibles -se llamarán con sus propios nombres: Envidia, Desengaño, Quimera...; o con abstractos muy claramente motivados: Artemia, Anticuaria, Virago...-, no aquellos estrambóticos del escritor franco-inglés, que estimulaban a buscar, tras ellos, rostros concretos. Hay uno, sin embargo, en la Argenis, que se llama Andronio9. Gracián está cerca y, a la vez, lejos de Barclay. Pero es este narrador, incuestionablemente, el que ha servido de puente entre el modelo bizantino y el propósito de trascender la simple peripecia aventurera. La clave, usada por Barklay, anuda la aristía de Heliodoro y de Aquiles Tacio con la alegoría de Baltasar Gracián. Y, además, el título con que se conoce la primera novela de aquel, Satyricon, le servirá de modelo léxico para inventar el título de su propia obra10.




ArribaAbajoHacia la agudeza compuesta

Hasta que acometa la escritura de El Criticón, su autor ha practicado preferentemente lo que él mismo llama la «agudeza libre» o «suelta», esto es, «aquella en la cual se levantan tres y cuatro y muchos asuntos de un sujeto, ya en encomio, ya en ponderación, pero no se unen unos con otros, sino que libremente se levantan y sin correlación se discurren» (Ag. I, 167). Es lo que ha hecho hasta ahora: los conceptos van sucediéndose en sus tratados sin «encadenarse a una traza», como precisamente definía la agudeza suelta en la primera edición de su Arte de ingenio (fol. 121v). Frente a ella, sin embargo, está la «agudeza compuesta», es decir, la que no obra con destellos, sino articulada y extensamente. ¿Cuál es superior como alarde del ingenio? Al gran escritor se le plantea una grave duda, ya que él sólo ha practicado la agudeza suelta, y se siente tal vez disminuido ante los artistas de la compuesta. «Destino al más juicioso examen aquella cuestión», anuncia con énfasis en la Agudeza (II, 167). En su argumentación, encuentra admirable el chisporroteante fluir del ingenio. Así procedieron, entre otros, Plinio y Paravicino. Es muy propio de los españoles: de Séneca (cuyos escritos fueron «arena sin cal», o, mejor, «granos de oro sin liga»), o de Marcial. Se trata de un tipo de ingenio «anómalo», como dice, «que siempre fue mayor» (II, 169). En el Arte de ingenio de 1642, había escrito, refiriéndose a España: «Quedó vinculado este acierto a esta provincia, hermosa cara del mundo» (fol. 122v). El texto se transforma significativamente así, en 1648: «Quedó vinculado este gusto (que no le llamo absolutamente acierto) en esta ingeniosa provincia, hermosa cara del orbe» (II, 169). La agudeza suelta o libre, que, en 1642, era determinadamente un acierto, es sólo, seis años después, un gusto que no se atreve a nombrar acierto. La rectificación, si no me engaño, sólo puede obedecer a una causa: Gracián está fraguando lo que luego será El Criticón, está proyectando correr la aventura del discurso largo con traza, para no quedar en autor de obras que sean arena sin cal o, todo lo más, granos de oro sin liga. De escritor de gusto, quiere pasar a escritor con acierto. Más concretamente, de los dos tipos de agudeza compuesta que reconoce, una de conceptos y otra de ficción (II, 173), su aliento de artista lo está empujando con fuerza a la segunda, donde el ingenio- puede brillar con más fulgor. Porque, dice, «¿quién jamás [...] antepuso al compuesto el agregado, la parte al todo y la confusión imperfecta al compuesto perfecto y aliñado?» (II, 170). No le importa la contradicción de haber proclamado, poco antes, la superioridad de los chispazos ingeniosos.

La agudeza compuesta se puede manifestar, en la ficción, de diversas maneras: con obras épicas, con alegorías continuadas, con diálogos. Son posibles estructuras, éstas que él menciona, para El Criticón; pero, luego, enunciará más. Antes de referirnos a ellas, para decidir cuál fue exactamente su propósito, hemos de señalar, sin embargo, que el discurso XLVI de la primera edición, correspondiente al LV de la segunda, de la Agudeza, rompe inopinadamente el método expositivo que se guía, y empieza desarrollando una alegoría. (Recordemos que le había pasado por la cabeza la adopción de ese método: «Pudiera haber dado a este volumen la forma de alguna alegoría», I, 46). Es, justo, el discurso que trata «De la agudeza compuesta fingida en común»; se destina, pues, a exponer generalidades sobre la ficción. Y empieza explicando cómo a la Verdad, esposa del Entendimiento, quiso expulsar la Mentira de su tálamo, motejándola de «grosera, desaliñada, desabrida y necia». La Verdad se acogió entonces a la Agudeza, la cual coincidió con la Mentira en encontrarla amarga si se presenta desnuda. Le recomienda, por eso, que se disfrace con los arreos del Engaño. Así instruida, «abrió los ojos la Verdad; dio desde entonces en andar con artificio, usa de las invenciones, introdúcese por rodeos, vence con estratagemas, pinta lejos lo que está muy cerca, habla de lo presente en lo pasado, propone de aquel sujeto lo que quiere condenar en éste, apunta a uno para dar en otro, y, por ingenioso circunloquio, viene siempre a parar en el punto de su intención» (II, 191-192). No parece aventurado ver una relación estrecha entre este fragmento y el anterior de Nicopompo. Máxime, cuando entre los ejemplos de ese proceder cita precisamente aquella célebre novela: «¿Qué cosa más ingeniosa y perfecta que el Argenis de Barclayo?» (II, 198).

Lo importante, sin embargo, de ese texto de la Agudeza es que testimonia, una vez más, pero en lugar muy significativo -tratando de los relatos Activos-, de su entusiasmo por el procedimiento de «disfrazar la verdad para mejor insinuarla», y ello, asegura, con el artificio más pertinente: «el de las parábolas y alegorias». Todo apunta, pues, en estos años de decisiones, hacia el relato fingido y hacia la fórmula alegórica. Esta, con todo, no deberá ser ni muy larga ni muy continua, sino entreverada, para «refrescar» el gusto. Y «si fuere moral, que tire al sublime desengaño, será bien recibida» (II, 195). El Criticón se atendrá a estas normas. Los episodios con virtudes y vicios -los propiamente alegóricos en su terminología- alternan con otros en que Andrenio y Critilo, aun siempre en un plano suprarreal, pululan por un mundo de distinto grado de abstracción, incluso con hombres y mujeres o con personajes históricos. En ningún momento, sin embargo, salen de un ámbito fantástico; volveremos enseguida a ello; tenemos ahora ya, creo, casi todos los elementos para deducir cuál fue el género literario en que Gracián quiso encuadrar su gran relato.




ArribaAbajoEl criticón, epopeya

En efecto, los géneros que, según él, sirven para constituir «un todo artificioso fingido», y que, por traslación o semejanza, pueden pintar y proponer los acontecimientos humanos, son la epopeya, las metamorfosis, la alegoría [que luego, no obstante, definirá, según dijimos, como un «género de inventar»], el apólogo, la comedia, el cuento, la novela, el emblema, el jeroglífico, la empresa y el diálogo (II, 198). De estos géneros se ocupa en las páginas que siguen, pero olvidando algunos, entre ellos, muy llamativamente, la novela; resultaría extraño que no la nombrara si, entre sus proyectos vaga o netamente concebidos, hubiese figurado escribir una novela, la novela alegórica que tantos críticos le atribuyen. El silencio parece indicio claro de que su propósito no iba por ahí, porque lo que él ambicionaba era hacer una imitación ejemplar y didáctica de la vida del hombre en la Tierra. Y ello sólo era posible acogiéndose a un género superior, el primero de los que enuncia en la Agudeza: la epopeya.

He aquí, para comprobarlo, cómo empieza el discurso LVI: «Merecen el primer grado, y aun agrado, entre las ingeniosas invenciones, las graves epopeyas». En la primera edición, tal invención era definida como «composición sublime, de ordinario, que, en los sucesos de un supuesto, los menos, verdaderos, y los más fingidos, va ideando los de todos los mortales». En la segunda, Gracián hará mayores precisiones, para dejar abierta la posibilidad de que absolutamente todos los episodios, como a él convenía, fueran imaginados. Dice así: «Composición sublime por la mayor parte, que, en los hechos, sucesos y aventuras de un supuesto, los menos, verdaderos, y los más, fingidos, y tal vez todos, va ideando los de todos los mortales» (II, 199). Y, a continuación, para que comprendamos bien su concepto de la epopeya, ofrece cinco ejemplos reveladores. Poseen tal carácter: la Ulisíada de Homero; la de los doce triunfos de Hércules (no menciona título concreto); el Troyano, esto es, la Eneida; el Teágenes y Cariclea de Heliodoro, y... He aquí la sorpresa: «Aunque de sujeto humilde, Mateo Alemán, o el que fuera el verdadero autor de la Atalaya de la vida humana, fue tan superior en el artificio y estilo, que abarcó en sí la invención griega, la elocuencia italiana, la erudición francesa y la agudeza española».

Como vemos, son obras en prosa o en verso, porque esa distinción resulta irrelevante para conferir a una obra el carácter de epopeya. Gracián se sabe poco dotado para la poesía, y decide que, en ninguna manifestación de la agudeza fingida, es de esencia el verso, «sino ornato que la prosa suele suplir con su aliñada cultura». En ésta reside la eminencia, «en la sutileza del pensar, en la elegancia del decir, en el artificio del discurrir, en la profundidad del declarar» (II, 198). Y más adelante, insiste: según su accidente, hay epopeyas «en verso o en prosa, pero más es material que formal esta distinción» (II, 200).

Obstáculo removido, pues; pero lo más notable de este discurso de la Agudeza es que, codeándose con Homero, Heliodoro y Virgilio, ha entrado en su recinto Mateo Alemán. Ideado así el ámbito de la epopeya, y con tal habitante, tan próximo, Gracián se allanaba el camino para ingresar en él, autor también de una «composición sublime». Pero la mención de Alemán no sólo- cumplía ese fin táctico; se trata de algo más importante: el Guzmán de Alfarache va a aportar hilos esenciales para el tejido de El Criticón.




ArribaAbajoLa Atalaya y El Criticón

Sin duda es el sevillano el prosista y, quién sabe si en absoluto, el escritor en lengua castellana más admirado por el aragonés. Dice de él, en efecto, que, «a gusto de muchos y entendidos, es el mejor y más clásico español» (II, 244). La palabra clásico merodeaba desde hacía pocos años por nuestra lengua, con muy escaso empleo; se documenta, antes, en Lope y en Paravicino, pero con significado impreciso cuando no se refiere a las lenguas o a los escritores de Grecia o de Roma. No sé si a alguien se le había ocurrido aún conferir a un español la dignidad de «clásico», usando tal vocablo. En cualquier caso Gracián se la otorga a Mateo Alemán, y no hay en su pluma encomio mayor.

Varias veces lo nombra en la Agudeza de 1648; una sola, si no me equivoco, en el Arte de ingenio de 1642; donde la ejemplificación, como sabemos, es mucho menor. Aparece en el discurso XLVII, donde incluye la Atalaya de la vida humana en la relación de epopeyas, que mantendrá, según hemos visto, en la segunda versión. La denomina precisamente así, Atalaya, como se conoció el Guzmán a raíz de publicarse la segunda parte. Parece, pues, claro que, en 1642, Gracián -y no podía ser menos- conocía perfectamente los dos volúmenes de la vida del pícaro. La carta a Ustarroz, de 21 de julio de 1647, pidiéndole que le envíe «el segundo tomo de Mateo Alemán»11, sólo significa que no lo tenía en Huesca, como le sucedía con otros libros que solicita de su corresponsal para aumentar la ejemplificación de la Agudeza que prepara12.

¿Qué pudo deslumbrarle en el Guzmán? Alude a él -con una extraña incertidumbre acerca de que fuera obra de Alemán- como «célebre y erudito libro, prohijado a los mayores ingenios de España, por su sazonada y profunda enseñanza» (II, 12). Hallaba, pues, en el autor un espíritu acorde con el suyo, un escritor didáctico profundo y original. Califica de «importante y digno de ser observado» el Arancel de las necedades (II, 124). Le parece «gustoso» el estilo del libro (II, 203), y, más adelante, incluye un texto de Ozmín y Daraja, como modelo de «estilo natural como el pan, que nunca enfada» (II, 244). Gracián podía gustar de ese estilo, pero no era el suyo, porque él, ¡y en qué grado!, estimaba el «artificioso», que «es sublime, y así más digno de los grandes ingenios» (II, 243); aunque era posible, utilizándolo, producir obras vacías, en la misma medida en que el estilo natural podía darlas excelsas: tal era la excepción de Alemán. Con todo, no justifica esa excepción su encendido entusiasmo. Habrá que rastrearlo por otra parte.

Un motivo es obvio: Gracián no ve en el Guzmán un relato novelesco interesante, sino, ante todo, una atalaya; le importa esencialmente aquel aspecto de la novela en que el autor, según su confesión pretende «descubrir -como atalaya- toda suerte de vicios y hacer [con] atriaca de venenos contrarios un hombre perfecto»13. Era eso lo fundamental para conceder al famoso relato la condición de epopeya: su enseñanza convenía a todos los mortales. Constituía la única invención española digna de tan subido rango. Todas las demás novelas, empezando por El Quijote, carecían de esa trascendencia. Se han señalado en El Criticón algunas posibles alusiones a Cervantes; una que no suele apuntarse -comparto la sospecha con Antonio Prieto14- figura en la segunda parte, primera crisi, en que, habiendo pedido unos pasajeros licencia para leer obras de algunos autores que han escrito contra los libros de caballerías «burlándose de su quimérico trabajo», la Cordura se la niega, porque eso «era dar del lodo en el cieno, y había sido querer sacar del mundo una necedad con otra mayor». No podía gustar al jesuíta la apacible y bondadosa comprensión cervantina de los hombres, ni la historia particular de un loco, nada ejemplar. Ni la fabulación intrascendente del Persiles. Como tampoco le gustaban los inverecundos relatos picarescos: para ser persona, aconseja que nadie «embuta de borra los estantes» de su librería, «que no están bien un pícaro al lado de un noble ingenio» (ibid.). Sin embargo, Guzmán de Alfarache era otra cosa: servía de atalaya con su vida, para vernos desde ella como en un espejo.

He dicho que ésta es la razón más evidente de la admiración de Gracián. Pero hay otra mucho más inmediata.




ArribaAbajoApólogo y alegoría en el Guzmán

Efectivamente, Mateo Alemán, aparte sus copiosas digresiones morales, había introducido en su novela algún apólogo alegórico. Un género éste, el de los apólogos, que «desengañan mucho y dulcemente» (II, 202). Uno sedujo particularmente a Gracián: el de la creación del hombre por Júpiter, y la ampliación de sus años de vida a costa de los otorgados, en principio, a los animales, que los vieron reducidos en favor de los humanos, a cambio de que éstos, en cada época de su vida, manifestaran una cualidad específica de los brutos. Había contado esta fábula Jaime Falcón15, en latín, en 1600, y Alemán la puso libremente en castellano, y la incluyó en la segunda parte del Guzmán (II, 1, 3). Gracián, a su vez, la transcribió con algunas supresiones en la Agudeza, como ejemplo admirable de apólogo. El primer animal que Júpiter creó fue el asno; «luego que abrió los ojos y vio esta belleza del Orbe, se alegró. Comenzó a dar saltos de una en otra parte, hasta que, ya cansado, queriendo reposar algo más manso de lo que poco antes anduvo, le pasó por la imaginación cómo, de dónde o cuándo era, por qué o para qué fue criado; cuál debía ser su paradero». Sé que es muy grande el esfuerzo necesario para aceptar la metamorfosis del asno en Andrenio, pero debe recordarse cómo éste, cuando el terremoto lo desentierra de la caverna y ve el mundo, siente el mismo júbilo: «Miraba el cielo, miraba la tierra, miraba el mar [...], advirtiendo, admirando, discurriendo y lográndolo todo con insaciable fruición» (I, 2). No suceden a ese descubrimiento las hondas reflexiones del asno sobre su origen, su presente y su destino, porque Andrenio se las ha hecho ya durante sus años de cautiverio en la gruta: «Yo no sé quién soy, ni quién me ha dado el ser, ni para qué me lo dio»; «¿Quién soy yo» -se pregunta, poco después, otra vez-; «¿quién me ha dado este ser y para qué me lo ha dado?» (I, 1).

Me parece sumamente probable que el cuento de Alemán, transcrito en la Agudeza, indujera ese motivo esencial del arranque de El Criticón; no es imposible, por supuesto, que Gracián conociera el «Cuento del ídolo y del rey y su hija», que, en hipótesis de E. García Gómez16, inspiró a Abentofáil y a nuestro paisano, pero ese motivo literario de las preguntas que asaltan a un ser solitario está en el Guzmán, y no hay que buscarlo más lejos. Y falta en el cuento popular árabe, y en El filósofo autodidacto, un motivo común al asno y a Andrenio: el de la alegría ante la hermosura del orbe. El cuentecillo de Alemán contenía, además, un elemento central en la concepción de El Criticón: la división de la vida del hombre en cuatro edades, no coincidentes con las tópicas, pero con la misma visión compartimentada de la existencia humana, presente ya en El discreto, y que había consagrado Aristóteles en la Retórica (II, 12), y, mucho más influyentemente sobre nuestro autor, Horacio en Ad Pisones (vs. 156-179). Tras la cita de éste, de su descripción de las «cuatro edades del hombre», Gracián, en la Agudeza, vuelve a acordarse de Alemán, e incluye otro largo texto del Guzmán. Es ahora una perfecta alegoría, a la que llama «aventajada crisi»; (I, 12). Después de copiarla, apostilla: «Esto es hablar con seso».

Perdería mucho tiempo en traer a la memoria de ustedes esas páginas, pero recordarán que Alemán justifica en ellas cómo la Verdad ha llegado a hacerse muda ante el imperio de la Mentira. Se trata de una narración extensa, con peripecia y complicación argumental; las virtudes y los vicios actúan del mismo modo que luego lo harán en Gracián. Hay realidades supuestas que más revelan ser apariencias. Los personajes se llaman, decididamente, además de Verdad y Mentira, Ingenio, Ostentación, Ocio, Adulación, Vicio, Codicia, Soberbia, Engaño, Pereza, Malicia, Venganza, Necedad, Murmuración. Son los que aparecerán más tarde en El Criticón; alguno ya figuraba en las breves alegorías de El discreto, antes aludidas. Leyendo estas páginas de Mateo Alemán, presentimos un mundo afín al de Gracián, que las trae a la Agudeza porque están próximas a su espíritu de artista: son «una aventajada crisi»; «esto es hablar con seso».

De todos los procedimientos de relato alegórico, ninguno he hallado tan cerca del de Gracián como éste; ni siquiera los de Boccalini, que el escritor tampoco echó en olvido. Pero ninguno de los Ragguagli tiene, si no me equivoco, el rasgo de pura y extendida y novelesca alegoría que posee el relato de Alemán. Fue seguramente en Huesca, al cumplir Ustarroz el encargo de enviarle la Atalaya, cuando los recuerdos de la primera lectura se activaron en nuestro autor, y cuando el modo alegórico del sevillano en aquel capítulo de su novela, se contagió a su ánimo, y se constituyó en sistema de las crisis de El Criticón.




ArribaEpopeya Menipea

Debo recapitular y precisar aún un poco más. Dando por acabado el ciclo de breves tratados para formar hombres en diversos tipos de eminencia, dos de los cuales se presentan como artes, Gracián siente deseos de enfrentarse con obras de más fuste. El Arte de ingenio se le había quedado «en todo manco», según dice en una carta; «la Agudeza ha de salir muy augmentada», anuncia en otra de 164817. El rehacerla le depara, probablemente, la ocasión de examinar su conciencia de escritor, al reflexionar sobre la forma superior del ingenio, que es, ahora lo ve claro, la «agudeza compuesta», y, en su vértice más alto, la epopeya. Hasta ese momento él no ha practicado más que la «agudeza libre» o «suelta». Y su atención de escritor didáctico se concentra en aquel género sublime, que permite acometer la proeza de componer una imagen del hombre, para amonestarle y prevenirle contra males y vicios cristiana y mundanamente. Ya había épica cristiana, y, en cabeza de ella, la Jerusalén de Tasso, poeta que es «otro Virgilio cristiano», pero que se desempeña demasiado «con ángeles y con milagros» (Crit., II, 4). No va por ahí su gusto, sino por la alegoría que habla de las cosas mundanas a la imaginación. Ninguna a sus ojos tan bella como la de Mateo Alemán, explicando la mudez de la Verdad. Lástima que sea sólo un breve pasaje, pero todo el Guzmán es una atalaya, aunque con hombres y mujeres particulares; ello hace que sea grande el esfuerzo preciso para pasar de lo concreto a su significado universal. Será más persuasiva la enseñanza si se muestra directamente con los artificios alegóricos. Y así, hasta lo real -ciudades, corte, palacios, personas...- será mutado en alegoría. El marco dilatado que precisa para la materia que intenta, se lo proporciona una obra de éxito europeo, la Argenis, que, como el Euphormion, muestra algo similar, pero no igual a su proyecto: la clave. A través de la Argenis, se transparenta el Teágenes, gran modelo de las aventuras y pruebas que soportará Andrenio; y, tras Heliodoro, se percibe lejano el fulgor ejemplar de la Odisea, el venerable modelo de cuantos viajes y riesgos, y también pruebas y ardides vinieron detrás.

Ese es el marco enorme en que Gracián encuadra la peregrinación de sus dos protagonistas, poblándolo todo de recuerdos e invenciones, de imitaciones y de creaciones y de géneros diversos, de todos aquellos géneros que, recordémoslo, enumeraba en la Agudeza: apólogos, emblemas, empresas, diálogos, fábulas, metamorfosis, y, además, sueños quevedescos, sentencias, apotegmas, etc. Sus fuentes, se ha dicho, son innumerables; es natural: su tiempo le imponía la imitación, y a él le subyuga, además, la erudición. («Sin la erudición» -dice-, «no tienen gusto ni substancia los discursos, ni las conversaciones, ni los libros», Ag. II, 218).

Y así, El Criticón se presenta como una epopeya de grandes dimensiones, que enseña a los hombres el camino de la inmortalidad, rebosante de géneros menores, antiguos y modernos, que pululan por ella con desconcierto genial. Es consecuencia, me parece, del espíritu menipeo que los humanistas, y al frente de ellos Erasmo, habían rescatado de la Antigüedad para la Europa renacentista. Los ídolos de Gracián son los héroes de la menipea antigua: Luciano, Apuleyo, Séneca (autor, no se olvide, de la Apokolokintosis), Heliodoro... Y la caracterización de tal espíritu hecha por Bajtin18, parece pensada para describir El Criticón, obra que no debió de conocer el gran tratadista ruso. Ese espíritu se manifestó, según él, en el mundo antiguo, mediante rasgos como los siguientes:

  1. Insumisión a toda constricción histórica: conviven en las obras personajes auténticos de cualquier época, legendarios, imaginarios, míticos, en mezcla fantástica.
  2. Peripecias y fantasmagorías audaces, motivadas por un fin puramente ideal y filosófico: el de comprobar la verdad encarnada por un hombre sabio y prudente que viaja, buscándola, por países imaginarios. En este sentido, dice Bajtin, «el contenido de la menipea está constituido por las aventuras de la idea o de la verdad a través del mundo» real o fantástico.
  3. El simbolismo se combina en la menipea con un naturalismo (que no falta en abundantes pasajes de El Criticón); «la fusión entre el diálogo filosófico, el simbolismo elevado, la fantasía aventurera y el naturalismo de suburbio, es una particularidad chocante de la menipea, que se mantendrá en todas las etapas posteriores de su evolución».
  4. Aparece la fantasía experimental, es decir, la observación de hechos desde un punto de observación no habitual, una altura, por ejemplo, desde el cual aparece modificada la escala de los fenómenos humanos. Bajtin no menciona, en este punto, un pasaje del Encomio de Erasmo, que, sin embargo, debió de tener muy presente Gracián; bastará leerlo en español, sin glosa: «Si alguien pudiera ser transportado al observatorio en que los poetas colocan a Júpiter, y mirase en torno suyo, ¿qué vería? Pues un sinnúmero de calamidades que afligen a la existencia humana: la inmundicia del nacimiento, lo penoso de la crianza, la infancia expuesta a todo lo que la rodea, la juventud llena de esfuerzos y de trabajos, los dolores de la vejez y, por fin, la muerte inexorable. También vería la multitud de enfermedades que acechan nuestra vida, el cúmulo de accidentes que constantemente la amenazan y el rimero de desgracias que convierten en hiel los más dulces momentos. No hablo ahora de los males que al hombre causan los mismos hombres, como son la pobreza, la pérdida de libertad, la deshonra, la vergüenza, los martirios, las asechanzas, las traiciones, los procesos, los ultrajes, los engaños»19. No puede dudarse de que esta mirada menipea desde lo alto es la de El diablo Cojuelo, la de la Atalaya y, por supuesto, la de El Criticón, cuyos personajes ven a menudo el mundo así.

Otros rasgos menipeos enumera Bajtin; el tiempo me impide comentarlos, pero, tal vez no, enunciarlos: abundantes escenas de escándalos y excentricidades; contrastes violentos en la fortuna de los personajes; elementos de utopía social; mezcla de géneros literarios; pérdida del monismo de los héroes, que dejan de coincidir siempre consigo mismos, para revelar que los hombres somos contradictorios. Critilo y Andrenio, contra un parecer generalizado, no son seres diferentes, sino manifestaciones de uno mismo. Lo dice el propio Gracián: cuando Andrenio ha sido liberado del poder de Falimundo, el viejo enviado por Artemia lo ve triste y le pregunta la causa:

«-¡Qué quieres! Que aún no he hallado todo», contesta Andrenio. «-¿Qué te falta?

-La mitad.

-¿Qué, algún camarada?

-Más.

-¿Algún hermano?

-Aún es poco.

-¿Tu padre?

-Por ahí, por ahí: un otro yo...»


(I, 8).                


Quien le falta, naturalmente, es Critilo, la parte de su yo que reflexiona y disiente de la parte que sigue el instinto.

Ninguna de las menipeas antiguas ni modernas reúne tal cantidad de esos rasgos juntos como El Criticón; ninguna, ni por extensión ni por trascendencia, puede equipararse a la obra genial de Gracián, que, según lo dicho, bien pudiéramos rotular como epopeya menipea: tal es, según creo, su género preciso.





 
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